III. PERDÓN
DE LOS PECADOS Y PASIÓN DE JESUCRISTO
J/MU/REDENCION: Es verdad que la vida de
Jesús entregada hasta la muerte pesa más ante Dios que todo el
pecado del mundo y de los hombres. En este sentido satisface por
el pecado humano, y se convierte en una oferta incondicional e
irreversible de perdón, por parte de Dios. Esto lo entendieron los
Apóstoles en sus experiencias pascuales, al percibir que la
Resurrección de Jesús no era algo exclusivamente para El y que le
alejara de todos nosotros, sino algo en lo que todos estamos
implicados e incluidos y que, por eso, convierte a Jesús en
"Primogénito" de todos los muertos y en "Cabeza" del nuevo cuerpo
de la humanidad transfigurada, que la Iglesia debe anticipar. Así
habla el Nuevo Testamento.
Pero esto no significa en modo alguno que Jesús tuviera que
morir porque la ira incontenible de Dios exigía sangre inocente para
satisfacerse. Jesús tuvo que morir por una necesidad histórica bien
perceptible: su vida al servicio del Reino levantó una oleada
incomprensible de conflictividad. Todos los poderes de este mundo
experimentaron esa vida de Jesús como una auténtica amenaza. Y
en una reacción ciega de autodefensa, se aliaron todos para
acabar con Jesús.
De este modo, la clase alta saducea y los sumos sacerdotes
alegaron que era blasfemo el anuncio de un Dios cuya realidad
estaba medida por esa dimensión del Reino y de la Misericordia
para con los de fuera. Los zelotes consideraron blasfemo a un Dios
que no se identificaba sin escrúpulos con los intereses
sociopolíticos de Israel, incluso a través del odio y de la violencia.
Los fariseos sintieron que la radicalidad de Jesús amenazaba las
difíciles conquistas obtenidas por ellos durante mucho tiempo. Y el
pueblo sintió que el camino de la conversión del corazón era una
amenaza para ellos, que deseaban el camino de una salvación fácil
y de una "beneficencia" más rentable... En cuanto a los romanos,
no sabemos si llegaron a percibir a Jesús como una amenaza para
el Imperio o si, más sencillamente, realizaron su arbitraje entre
Jesús y los judíos del modo más cómodo para sus intereses
imperialistas (es decir: prefiriendo no malquistarse a los judíos, aun
a costa de sacrificar a un inocente). No lo sabemos con seguridad
porque existe la sospecha fundada de que los evangelistas, al
predicar a Jesús en medio del imperio romano, hubiesen ducificado
la conducta de los romanos para congraciarse a sus oyentes. En
cualquier caso, lo que sí es cierto es que los poderes religiosos
judíos temieron que la vida de Jesús fuese leída por los romanos
como una amenaza política; y por eso decidieron que "es mejor que
muera uno para que no perezca toda la nación" (Jn 11,50). De esta
manera, la pretensión de Jesús recibió las dos condenas máximas
que podían pronunciarse en aquella época (y en todas las épocas):
era contraria a Dios y era contraria a la paz del imperio. Y Jesús fue
condenado como blasfemo y como terrorista.
Y en esta condena había algo de verdad: Jesús es una blasfemia
insoportable contra todos los dioses de este orden presente y es,
por eso, una auténtica amenaza de subversión contra todo este
orden presente. Su condena pretende ser la salvaguarda de este
(des)orden establecido. Pero no hace más que poner de relieve la
maldad del sistema: la maldad de todo el género humano en este
mundo.
A los hombres nos es muy duro aceptar esta revelación. Por eso,
a lo largo de la historia, los cristianos hemos ido buscando
"culpables" sobre quienes descargar la muerte de Jesús. Uno de
esos culpables fue durante cierto tiempo el pueblo judío, dando
lugar al catastrófico antisemitismo de los cristianos. Otro de los
culpables es Dios: Jesús no habría muerto porque nosotros lo
quitamos de en medio, sino porque Dios reclamaba su muerte para
satisfacerse, para descargar sobre él el castigo que tenía
reservado para nosotros. A la anterior excusa monstruosa de "los
judíos" que daba lugar al antisemitismo, sucedía ahora otra excusa
más monstruosa de "la ira de Dios" que ha dado lugar a tantas
formas de antiteísmo.
Y además, hay que notar cómo, con esta explicación, se
desvaloriza totalmente la vida humana de Jesús, de la que antes
decíamos que es el rostro o la revelación de Dios para nosotros.
Como de todas formas Jesús había de morir, y como esto era "lo
único importante" de su existencia terrena porque es en el
sufrimiento donde satisface por nosotros, la vida humana de Jesús
se convierte en un simple "compás de espera", del que puede
prescindirse en absoluto, y cuyos contenidos son absolutamente
indiferentes. Algo de esto es lo que refleja el Jesús de Scorsese,
diciéndole a Judas: denúnciame, porque tengo que ser matado.
Esta evaporación de la vida humana de Jesús es un factor que, de
rebote, conduce a la pérdida de la humanidad de Jesús -en aras de
su divinidad- que comentábamos en el apartado 1.
De este modo se cierra un círculo perfectamente vicioso: lo que
importa de Jesús no es su vida humana entregada hasta el
derramamiento de sangre, sino sólo esa sangre derramada. Y la
divinidad de Jesús no es el Amor que se transparenta en esa vida
entregada sino sólo el factor multiplicador que hace que esa sangre
derramada tenga un valor infinito y digno de Dios. A Dios sólo le
complace el dolor. Y el dolor infinito le complace de una manera
digna de Él.
Más blasfema que la idea de una tentación sexual en Jesús, es la
idea de ese Dios que necesita ver la sangre inocente para aplacar
su ira. Y que esta idea no estaba ausente de muchas cristologías
preconciliares, lo muestran estos dos textos tomados de la
predicación cristiana:
"¿Qué es lo que condenó a Jesús a una muerte tan atroz? ¿Fue
Pilato? ¿Fueron los escribas y fariseos? No hermanos míos, no.
Fue la justicia divina que nunca quiso decir 'basta', hasta que le vio
expirar sobre ese suplicio. El Salvador bondadoso agonizaba
colgado en el aire de tres clavos, derramaba lágrimas de sangre,
sangraba por todas partes. Pero la justicia inexorable decía:
'todavía no'. Su tierna madre lloraba al pie de la cruz, sollozaban las
piadosas mujeres, gemían todos los ángeles y espíritus
bienaventurados ante tan cruel espectáculo. Pero la Justicia sin
dejarse conmover repetía: 'todavía no'. Y no dijo 'ya basta' hasta
que no le vió exhalar el último suspiro. ¿Qué decís ahora hermanos
míos? Si la Justicia divina ha tratado tan severamente al Unigénito
del Padre sólo porque había tomado sobre sí nuestros pecados - o
mejor: la sombra de nuestros pecados-¿cómo nos tratará a
nosotros que somos los verdaderos pecadores?"
(San Leonardo de Porto-Maurizio. Sermón para misiones)
Lo más asombroso de este texto es que, después de tan inaudita
severidad, la muerte de Jesús no llega a satisfacer en realidad por
nuestros pecados. Sólo nos da un ejemplo paradigmático de cómo
nos tratará a nosotros la justicia de Dios, ya que así trató al
Inocente, al que más amaba. Esto mismo expresa el siguiente
fragmento de un sermón del P. Segneri:
"La sangre de Jesucristo no debe haberse derramado en vano.
Pero hay que saber que la primera finalidad de Jesucristo en su
pasión fue satisfacer a la Justicia divina por las injurias que le
habían hecho los hombres, y así acabar con el gran desorden que
reinaba en el mundo, donde Dios sufría tan grandes ultrajes de
todas partes, y no recibía de nadie una satisfacción digna de Él y
que respondiera a la Grandeza de su Majestad Soberana. Ahora
bien: al haberse cumplido plenamente esta reparación de la gloria
de un Dios ultrajado por sus criaturas, que era el fin primero y
principal de la pasión de Jesucristo, se sigue que, aunque todos los
hombres se condenasen, la sangre de Cristo no habría sido
derramada en vano, sino que su fruto sería muy grande y de infinita
gloria para la Majestad de Dios".
Con absoluta lógica cartesiana (aunque no bíblica) el autor, al
haber aplicado a Dios unívocamente el concepto de reparación, ha
acabado por distinguirlo del de perdón. De acuerdo con sus
palabras Jesús muere por una exigencia de la Divinidad, pero no
como salvación de la humanidad. Su muerte satisface a Dios pero
no por eso nos reconcilia con Él. Por eso la resurrección de Jesús
está de más en todas estas cristologías. Es un premio debido a
Jesús y una muestra de su divinidad. Pero no tiene nada que ver
con nosotros ni con nuestra salvación. El Dios de estas cristologías
es sólo "el Dios del miedo". Y esa imagen habita todavía las
cabezas de muchos que dicen creer en Él.
Los cristianos creemos -y debemos seguir proclamando- que
Jesús murió "por nuestros pecados". Pero no porque estos pecados
fueran "el pasivo" que Dios exigía lavar con sangre, sino porque
fueron el agente que eliminó al Señor. Podemos decir que Jesús
satisfizo por nosotros, pero no porque la ira de Dios exigiera esa
satisfacción cruenta, sino porque el amor de Dios convirtió la misma
mano que los hombres levantaban contra Él en una mano
acogedora de los hombres. Debemos decir que Jesús nos reconcilió
con Dios, pero no porque Dios "le obligara" a pagar por nosotros,
sino porque Jesús está tan solidariamente unido con nosotros que
toda su vida entregada está puesta en nuestro haber. Debemos
decir que "hemos sido salvados con su muerte" pero no porque
Dios sea un Dios sádico, que sólo se alegra en la muerte, sino
porque no hay nada tan grande ni tan valioso (¡objetivamente
hablando!) como el amor que no retrocede ni ante la persecución y
la muerte, Y si nosotros no somos capaces de llegar a tanto, no
importa porque para eso Jesús llegó por nosotros.
Todo este lenguaje es inevitablemente aproximado y simbólico,
como pasa siempre que el hombre intenta hablar de sus relaciones
con Dios. Pero -en su inevitable analogía- es infinitamente más
exacto que el otro lenguaje del Dios cruel. Para el Nuevo
Testamento, Dios ha sido El el autor único de nuestra salvación,
nunca el obstáculo máximo para ella. Y los hombres somos el mayor
obstáculo a nuestra propia salvación, no los deseosos de ella, pero
impedidos de ella por un Dios vengativo. Tanto que -también para
el Nuevo Testamento- después de Jesús han desaparecido para
siempre, y han quedado desenmascarados, todos los sacerdotes y
los mediadores que "ofrecen a Dios sacrificios por los hombres".
Sacrificios inútiles y que por eso habían de estar siendo repetidos
constantemente. Ahora "de una vez para todas", la vida entregada
de Jesús ha realizado aquello que todos los sacrificios y todos los
sacerdotes antiguos no conseguían realizar: agradar a Dios.
Otra vez de la teología a la película
Que la película de Scorsese rezuma una especie de veneración
pseudorreligiosa por el dolor y por la sangre, lo ponen de manifiesto
aquellas palabras de Jesús a Judas: "I finally understand: the cross"
(por fin lo entiendo: morir en cruz). El término de la conciencia de
misión de Jesús no es el Reino ni la Paternidad de Dios (que a largo
plazo pueden llevar hasta la entrega de la vida), sino que es
inmediatamente la muerte cruenta. Esto mismo muestra la
secuencia ridícula en que Jesús se arranca del pecho el corazón en
medio de un chorro de sangre. Toda su fuerza parece residir en
una virtud mágica de la sangre, que es algo muy distinto de esa
fuerza divina de un amor que no retrocede ni ante la sangre. Pero
los cristianos sólo creeemos en esto segundo. No en aquello otro.
Y como el valor de la sangre ya lo explica todo, ocurre qeu
Scorsese se queda sin explicación histórica de la cruz de Jesús. Por
eso ha de recurrir a la absurda ficción de que Jesús, en su
condición de carpintero, había fabricado cruces, para que así le
remuerda la conciencia y le venga de ahí la idea de la cruz. Pero en
realidad, no hacía falta que a Jesús "le viniera" la idea de la cruz.
Su vida llevaba ya a ella, sin necesidad de que se la impusieran
otros.
Finalmente añadamos que valen también para este apartado
todas las consideraciones sobre la violencia como factor
inconscientemente estructurador de la cultura norteamericana, que
hemos sugerido en el apartado anterior. No es necesario repetirlas
aquí, aunque aquí parecen encontrar su campo principal de
aplicación, y una confirmación importante.
IV. A JESUS SOLO SE LE CONOCE SIGUIENDOLE.
CON-J/SEGUIMIENTO SGTO/CON-J: Desde el comienzo de su
aparición, los oyentes de Jesús se extrañaban porque "hablaba con
autoridad interior" y no como los sabios o las autoridades oficiales.
Esta observación que repiten dos o tres veces los evangelios, tiene
todos los visos de ser históricamente exacta.
Y esta "autoridad" de Jesús no siempre era halagadora paa el
auditorio. La conducta y las palabras de Jesús derriban infinidad de
piezas sagradas de aquella estructura social. Jesús se desmarcó de
la Ley (la sacrosanta Torah) de los judíos, tuvo conflictos con la
institución del Templo (no meramente con los abusos económicos
que pulularían en su alrededor, sino con esa "teología" que
pretende disponer de Dios al tenerlo "encerrado" en un lugar santo,
y que jerarquiza a los hombres según su proximidad a ese lugar).
Resultó provocativo por su conducta con las mujeres que hacía
saltar infinidad de tabús opresores; consideró que, al lado de la
urgencia del Reinado de Dios, muchas de las prescripciones
sociorreligiosas de su sociedad eran futilidades de "muertos que
entierran a sus muertos" (cf' Lc 9,60); invitó a quienes querían
seguirle a "sentarse a la mesa con publicanos" o a "vender cuanto
tenían y entregarlo a los pobres"; parece que fue acusado de ser
un "eunuco" porque no se le conocía mujer a pesar de su
provocativa cercanía a todas las mujeres; supo sacar del fondo de
muchas pesonas que se acercaron a él, una fuerza soprendente
que ellos desconocían -y que Él llamaba fe- pero que se reveló
capaz de devolver la salud psíquica a muchos desquiciados y a
veces también la salud física a ciegos, cojos y sordos. Su voz
penetrante llamaba "sepulcros blanqueados, guías de ciegos y
exhibicionistas" a todas las autoridades religiosas (cf. Mt 23), pero,
al contacto con Él, renacía la mujer en la prostituta, nacía el ser
humano en los niños (tan poco importantes en aquella estructura
social), y los hombres comenzaban a sentirse de veras hombres.
Cautivador y desconcertante a la vez, lo fue de una manera
normal, en toda la estructura de su existir humano, y no en
momentos aislados de particular exaltación. La gente decía, a la
vez, que "nadie había hablado como Él", pero que "quién iba a
poder salvarse si las cosas eran así". Admiraban la fuerza de la
convicción con que hablaba, pero se preguntaban de dónde le
venía ésta, porque no había tenido estudios oficiales ni había sido
discípulo de los grandes maestros del momento.
Pero si la conducta y la palabra de Jesús trastocaban infinidad de
usos y normas y valores sacrosantos de su entorno sociorreligioso,
también las personas particulares se veían provocadas o puestas
del revés al entrar en contacto con Él. Por lo general, los dolientes
escuchaban esa palabra que es de las que más veces aparecen en
los evangelios: "ten confianza". Otros eran invitados a convertirse y
no pecar más. Pero los que se hallaban en situación más normal,
oyeron otra palabra más impositiva y sin apelación posible:
"sígueme". Antes de saber quién era ese Jesús, muchos de los
suyos se vieron confrontados con esa invitación apremiante que
brotaba de una irradiación extraña. Y curiosamente, muchos de
ellos "dejadas todas las cosas le siguieron". Y aún hoy, antes que
nada, Jesús parece ser "el desconocido que dice Sígueme" (A.
Schweitzer).
No puede haber reflexión cristológica neutra, que pretenda no
haber tomado partido ante este "Sígueme". Si ha tomado partido
positivamente, los resultados del estudio se vuelven relativos
porque aquella persona, con palabras del propio Jesús a alguien
que no era de los suyos, "no estará lejos del Reino de Dios". Pero si
la reflexión intenta escabullir esta pregunta, ya habrá desconocido
decisivamente a Jesús, aunque luego el investigador trabaje mucho
y bien sobre infinidad de datos "objetivos", como los sentimientos
íntimos de Jesús o la autenticidad de los lienzos que le envolvieron.
Las informaciones que este tipo de estudios generan, sirven para
poco cristológicamente hablando. O, con otras palabras: no se
puede prescindir del rasgo de que Aquel mismo -¡exactamente el
mismo!- que decía "todo el que no está contra vosotros está con
vosotros", y que ponía en práctica esa norma dejando que otros
"echaran demonios en su nombre aunque no fuesen de los suyos"
(cf. Mc 9,37), ese hombre tan tolerante era el mismo que decía:
"quien no está conmigo está contra mí".
Irradiación y desconcierto. Llamada interior que respondía a la
llamada exterior de Jesús, pero vértigo porque se veía uno llevado
quizás a donde no tenía fuerzas para ir. Ambos polos ponen en
marcha un proceso, cuyo balance es aquella pregunta siempre
pendiente: ¿quién es este hombre? ¿De donde brota esa
convicción que le mueve?.
Y esta pregunta no hace más que agrandarse ante el final
fracasado de Jesús. Pero esa pregunta es su legado histórico y, sin
pasar por ella, no hay modo de acercarse a Él.
El Jesús de Scorsese carece de autoridad.
La cristología escolar anterior al Vaticano II olvidó muchas veces
este acceso a Jesús, quizás llevada por un afán medio noble y
medio polémico de convencer. Creyó que le tenía suficientemente
conocido y asegurado llamándole "Dios", y pretendiendo conocer al
margen de Jesús lo que quería decir esta palabra "Dios". De este
modo quizá creyó también que podía inmunizarse para no quedar
expuesta al imperativo de seguimiento y a la perpetua
desinstalación que provoca Jesús. Y de este modo, muchas veces,
aun hablando de Él, pasó de largo ante Él.
Y este pasar de largo se refleja también en el Jesús de la película
que dió origen a estas páginas. El Jesús de Scorsese no "llama" a
nadie. No ofrece seguridad alguna profunda. No tiene en realidad
nada que comunicar, salvo en algunos momentos aislados (y a
veces bastante bien filmados), pero que parecen ser chispazos
fugaces de exaltación que constituyen un paréntesis más que una
estructura de su vida. Jesús casi sólo vive el individualismo de su
propio problema personal. Esto es lo que lo mueve. Esto es Dios
para Él: la causa de su problema personal mucho más que la
conciencia de ser un puente hacia los hombres. [Compárese esa
imagen de Jesús con frases como Mt 5,48 y otras varias de los
evangelios, en que Jesús empalma su experiencia de Dios con lo
que dice sobre los hombres].
Y así, cuando cuaja en El una convicción, sólo es la convicción de
que tiene que morir crucificado "para pagar". El mismo
angel/demonio de la escena de la tentación (que ya dijimos que no
es propiamente tentación, sino una especie de delirio ante mortem),
le dirá "ya has hecho bastante". Pero en Jesús no se trataba de Él,
ni de hacer Él lo bastante. Sino que se trataa de los hombres; y de
los hombres desde la particular experiencia de Dios que Jesús
tenía. Esto es lo que parece faltar en el planteamiento de la
película. Y precisamente por ello, ese Jesús no irradia, no
transforma. Sólo causa una extrañeza curiosa.
CONCLUSIÓN
Lo que hemos pretendido hacer aquí no es una cristología, sino
escasamente unas "líneas maestras" que, en mi opinión, deben
enmarcar toda posible reflexión cristológica.
¿Por qué necesitamos tanto la humanidad de Jesús? Porque, al
ser Rostro y Transparencia de Dios, se convierte para nosotros en
interpelación de Dios, en crítica a nuestras falsas imágenes de Dios
y en Norte para el que vivir. Como interpelación de Dios, la
cristología acaba en una llamada al seguimiento. Como crítica, la
cristología libera del dios del miedo, del dios de la fuerza y del dios
maravillosista, milagrero o manipulable. Y como rostro de Dios, la
cristología orienta la vida del hombre hacia el trabajo por esa
situación en la que vayan resplandeciendo la fraternidad, la libertad
y la filiación divina (o dignidad suprema) de los hombres, para que
se cumpla la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Esa
situación que Jesús llamó "Reino de Dios".
Luego de este marco queda casi todo por decir. No hemos
hablado aquí de la Resurección que es el Centro de la cristología.
Ni de las diversas expresiones de la fe neotestamentaria, que habló
del Hombre Definitivo, del Dios anonadado, del Liberador hecho
maldición por nosotros, del único Señor de nuestras vidas, del
Primogénito entre muchos hermanos, del Hijo de Dios, del único
sacerdote posible, de la reconciliación de lo humano con lo Divino,
de la recapitulación de todos los hombres en Jesucristo, de la
Autocomunicación de Dios que había plantado su tienda entre
nosotros, y de la aparición de la Bondad y la humanidad de Dios...
Todo eso y mucho más queda por hacer aquí.
Si ahora hemos de volver por última vez a Scorsese, un creyente
deberá pensar antes que nada que esta es la ventaja decisiva de la
fe: cuando me parece que alguien "trata mal" a Jesús no es lo
mismo que si tratara mal a Sócrates, o a Gandhi o a Pablo Iglesias.
Porque en estos últimos no podemos tener más que una fe
humana. Y esta fe humana queda lógicamente afectada por el mal
trato. En Jesús en cambio se nos invita a creer con una fe religiosa.
Y quien de veras cree en Jesús con una fe religiosa, percibe
claramente que ese mal trato de los hombres no puede afectar a
Jesús. Y esto es lo que ha percibido la inmensa mayoría de los
cristianos, que no ha considerado necesario sumarse a todas esas
protestas, tan callejeras como minoritarias. Es algo así como si un
hombre tira una piedra al cielo: no llegará hasta el cielo, y quizás
acabe cayendo sobre él. Sólo la piedra que el hombre tira a otros
hombres o a sí mismo, afecta dolorosamente a Dios. Y, por eso, hay
causas mucho más sagradas por las que manifestarse, y todavía
más para un ciudadano norteamericano, que una floja o
desenfocada película sobre Jesús.
Los profesionales tendemos a pensar que todo intento de
reproducir a Jesús de Nazaret en una novela o película está de
antemano condenado al fracaso: pues de lo que puede ser dicho
no sabemos suficiente; y lo que creemos saber no es para ser
contado en una película o novela, sino para ser vivido en esta
realidad. El Jesús de Scorsese es por eso tan discutible como el de
Zefirelli, aunque este último se irritase con aquél, porque él era más
conforme al sistema y menos reactivo que aquél. Pero seguramente
que estos intentos son inevitables, porque es lógico que el artista
quiera hablar de aquello que ama o le preocupa. Antes de Scorsese
y Zefirelli, también novelaron a Jesús Mauriac o Papini, o
Kazantzakis, o Passolini o muchos otros. Y una vez que se ha
producido el intento, y aunque haya fracasado, quizás lo pertinente
y lo cristiano no será inculpar al autor, sino darle acogedoramente
la mano y repetirle aquel adagio de los antiguos romanos: in magnis
voluisse satis est (en las grandes empresas, ya es mucho haberlo
intentado).
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NOTAS
1. Si alguien cree que exagero o soy muy duro en esta
afirmación, le pediría que repasase cualquiera de los libros latinos
que servían de texto en las clases de teología (como el de la BAC
en España), buscando en ellos: a) que papel teológico juega la
humanidad de Jesús; b) como se explica su muerte; y c) que
presencia tienen en aquellos textos las categorías de Reino y el
seguimiento.
2. Estas tres palabras designan a tres de las primeras herejías
cristológicas que la primitiva iglesia rechazó con tanta decisión
como resistencias.
Docetismo significa "aparentismo". Y da nombre a una corriente
del s. I que sostenía que Jesús no había tenido un cuerpo material
como el nuestro, sino sólo aparente. Razón: nuestra carne y
nuestra materia son malas o indignas de Dios.
Apolinarismo viene de Apolinar, nombre del fundador de esta
escuela del s. IV que defendía que Jesús había tenido un cuerpo
como el nuestro, pero no una psicología como la nuestra. Razón: el
espíritu de Dios suplía con creces y hacía innecesaria a la
psicología humana.
Monofisismo significa "una sola naturaleza". Da nombre a unos
herejes del s. V que sostenían que Jesús era un hombre como
nosotros sólo si se le considera antes de su unión con Dios. Luego
de ésta su humanidad desaparece en Dios, como una gota de vino
se disuelve en la inmensidad del océano. La razón para esta forma
de pensar ya se adivina: la infinita grandeza de Dios y la pequeñez
del hombre.
J.
I. González Faus
Cuadernos CRISTIANISME I JUSTICIA
Roger de Llúria, 13, ler. 08010 Barcelona