La mediación de Cristo en los Padres

Los Padres dicen frecuentemente que Cristo pudo reunir el cielo y 
la tierra porque en El estaban ya unidos; era Dios y, por eso, podía 
reconciliar el mundo con Dios e infundirle la vida divina; era hombre 
y, por eso, la humanidad fue redimida por El de su caída.
San Atanasio dice (II Sermón contra los arrianos, 67-70): "De la 
misma manera que el Señor se hizo hombre asumiendo un cuerpo 
los hombres son asumidos por el Verbo en su carne y divinizados; y 
desde ese momento tienen derecho a la herencia de la vida eterna" 
(cfr. también San Agustín: De la Ciudad de Dios, libro IX, parte 15, 
San León Magno, en su Séptimo Sermón de Navidad, sermón 27, 
sección 2.a).

-Mediador por la Encarnación y por su vida 
Según los testimonios de la Escritura y Santos Padres, Cristo es 
mediador por ser Dios y hombre (San Agustín, Confesiones, lib. 10, 
cap. 43). El Hijo de Dios se hizo mediador al encarnarse; entonces 
se hizo centro de la historia humana y de toda la creación, en él 
confluyen Dios y el hombre; entonces se hizo padre de una nueva 
raza, como Adán lo era de la antigua, caída en pecado. Cristo es el 
segundo Adán y principio de un tiempo nuevo, caracterizado por el 
hecho de que su fundador no nace de la tierra, sino que desciende 
del cielo. Por eso, los que descienden de El no son ya de la tierra, 
sino del cielo. O más exactamente: cielo y tierra se compenetran en 
El. "Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la 
imagen del celestial" (I Cor. q E 15 49). 
Cristo no está en el mundo solo y aislado, sino como cabeza de la 
creación. En el primer Adán veía Dios a toda la humanidad. La 
relación entre el segundo Adán y la creación no es menos estrecha; 
al contrario, está más íntimamente unido a ella porque es el Verbo 
que se unió en personal unidad con la naturaleza humana. El Padre 
puso en el Logos, en su Verbo personal, todas las ideas que pensó 
desde siempre la creación. En su Verbo personal fueron, en cierta 
manera, formadas las ideas creadoras; El es la Palabra del Padre. 
E1 Verbo es, por tanto, la formación y conformación resumidas de 
todas las ideas creadoras de Dios; está, pues, con la creación, en 
relación parecida a la que tiene la idea creadora del artista y su 
obra. Esta Palabra primera y prototipo de la creación se hizo actual 
en la historia humana al ocurrir la Encarnación. Pero la misma 
naturaleza humana de Cristo se hizo por obra del Espíritu Santo, 
que la formó de las mismas partes de que se forma cualquiera otra 
humana criatura; partes que, en definitiva, descienden de Adán. Y 
el cuerpo de Adán es polvo del polvo de la tierra (Gen. 2, 7); está, 
pues, en relación con el resto de lo creado. Por tanto, la naturaleza 
humana de Cristo está unida por una íntima trabazón con toda la 
humanidad y con todas las demás cosas creadas por Dios. La 
Escritura llama a Cristo cabeza de la creación y no sólo de la Iglesia 
(Col. 2, 10). En Cristo está recapitulada, como en su cabeza, toda la 
creación (Eph. 1, 10), en El tiene su consistencia y subsistencia 
(Col. 1, 17), en El y por E1 fueron creadas todas las cosas (Col. 1, 
16); El es el Primogénito (Col. 1, 18; Rom. 8, 29). Dada esta ultima 
relación entre el Hijo de Dios encarnado y el resto de la creación, no 
pudo ésta permanecer impasible ante la Encarnación del Verbo. 
Cuando se mueve un miembro de una estructura orgánica, se 
mueve la estructura entera. Lo mismo que si tiramos del extremo de 
un mantel se mueve no sólo una parte, sino todo él, incluso las 
partes que no pueden verse (cfr. J. Pinsk, Die Sakramentale Welt, 
1938, 21).
En la Encarnación, la vida divina se une a las formas humanas 
espirituales y corporales. La naturaleza humana de Cristo es 
elevada a formar unidad personal con el Verbo; y dada su relación 
con todo el Cosmos, también el Cosmos es en cierta manera 
elevado. Desde Cristo cae sobre toda la creación una luz y la 
creación es bendecida y santificada. La Iglesia se hace eco de esta 
realidad en el martirologio de la Vigilia de Navidad: "Jesucristo, 
eternamente Dios, Hijo del Eterno Padre, quiso santificar el mundo 
con su venida llena de gracia." Con la venida de Cristo, el mundo se 
hizo distinto de lo que era; en él se sumergió y enterró un germen 
de vida, que no era de la tierra. Ese germen llegará a perfecto 
desarrollo al fin de los tiempos, cuando el cosmos se transfigure en 
un estado de gloria (Rom. 8, 18-22). El mundo está y seguirá 
estando bendecido por Cristo aunque no lo sepa e incluso lo 
niegue. El lazo que une a Cristo con toda la creación se asegura y 
fortalece y se hace salvador cuando alguien cree en Cristo. Podría 
llamarse muerta la relación de Cristo con el mundo y viva la que 
nace de la fe y el bautismo.
La consagración del cosmos (consecratio mundi) ocurrió por la 
Encarnación; entonces se hizo Cristo mediador, garantía y 
cumplidor de la salvación y santificación del mundo. Esta idea es 
frecuente en la teología de los Padres griegos (teoría de la 
recapitulación; propuesta sobre todo por San Irineo y Metodio, es 
aceptada bajo distintas formas por todos los Padres griegos). 
Aunque los Padres griegos acentúan la Encarnación como tal, eso 
no quiere decir que se olviden de la Redención; unen y coordinan la 
teoría estática de la redención con la teoría dinámica. La 
Encarnación a que se somete el Hijo de Dios por su inmenso amor 
implica el estar dispuesto a aceptar y agotar el destino humano que 
estaba bajo la maldición del pecado; en esa disposición se incluye 
el estar presto al dolor y a la muerte. La Encarnación es la 
introducción y como el comienzo, pero no el final y cumplimiento; allí 
se empieza el camino redentor, pero no termina allí. La mediación 
de Cristo no es algo rígido ni estático; toda su vida es cumplimiento 
de su mediación. En su vida no hay nada que no sea mediación, y 
ésta se cumple en el transcurso de su vida. Todo lo que hace, 
andar o estarse quieto, comer, sufrir o entristecerse, lo hace como 
mediador entre Dios y los hombres. Siempre es el Yo divino 
encarnado en una naturaleza humana el que camina, duerme y 
sufre, habla o calla, exige o amenaza, consuela y santifica. Toda su 
vida, desde que nace hasta que muere, es la realización del plan 
salvífico de Dios. El misterio de Cristo, dentro del cual ocurre el 
misterio de la Salvación, llena toda la vida histórica de Cristo. El 
misterio de la Salvación está en todas las obras y acontecimientos 
de la vida de Jesús; se desarrolla y crece en la sucesión de su vida. 
Según el decreto del Padre Celestial aceptado voluntariamente por 
Cristo, son tres los momentos capitales en el plan salvífico: muerte, 
resurrección y ascensión; la muerte no es un capricho de Dios, sino 
resultado de la aceptación por parte del Verbo-Hijo de la vida 
humana, sometida a la ley de la muerte (Gen. 3, 3). La palabra de 
Dios que condenó a los hombres a morir por haber pecado es 
verdad y se confirma también en Cristo (S. Atanasio, La 
Encarnación, 5, 7). La justicia de Dios se demuestra en que hasta 
su propio Hijo está sometido a la condenación del pecado. (S. 
Gregorio de Niza, Sermones catequísticos, 21). La mediación de 
Cristo no se acaba con su Ascensión a los cielos; allí continúa, pues 
el Señor sigue siempre intercediendo por nosotros (1 Jo. 2, 1; Hebr. 
24). Terminará su mediación en el acto de someter toda la creación 
al Padre para que sea Dios todo en todas las cosas (I Cor. 15, 28). 
Como ese acto no es transitorio, la mediación de Cristo durará 
eternamente.
Al rebelarse los hombres contra Dios querían ser como dioses; 
olvidándose de sus limitaciones intentaron alcanzar por sus propias 
fuerzas la gloria prometida por Dios, y aún más: ser iguales a Dios. 
Se divinizaron y pretendieron vivir en la propia glorificación, lejos de 
Dios. Como no lo consiguieron, porque era imposible conseguirlo, 
abrieron un abismo esencial entre Dios y el hombre. Pues Dios es 
Dios y la criatura sigue siendo criatura. El resultado de esta rebelión 
por la autonomía fue la caída fatal en una vida alejada de Dios con 
todas sus consecuencias de dolor, debilidad, desánimo, abandono, 
sufrimiento y muerte. Y ahora Cristo acepta esta vida sencilla, 
simple y dura a que fue condenado el hombre y que el hombre, 
permaneciendo en su propio ámbito, tiene que soportar 
pacientemente. Cristo acentuó así la diferencia y distancia del 
hombre y Dios, y de una vez para siempre hizo patente el abismo 
que el hombre en pecadora rebelión quería negar; y, sin embargo, 
unió otra vez con Dios la naturaleza humana. Haciendo una v¿da 
ordinaria de hombre por obediencia al Padre Celestial reconcilió la 
creación con Dios. La Salvación se hizo, pues, no en un acto único, 
sino a través de toda la vida humana de Cristo. No se puede 
separar un acto del conjunto de su vida y decir que sólo ese acto 
tiene poder salvador; fue toda la vida en conjunto la que nos 
redimió. Por haber Dios bajado a la debilidad humana y haber 
caminado dentro de ella sobre la tierra, nació la posibilidad de que 
el hombre se encontrara con Dios y le poseyera. Una vez más se 
resume claramente el sentido de su vida en la muerte; significa por 
eso la culminación de la vida de peregrinación de Cristo. En la 
resurrección y subida a los cielos se hace patente el éxito de esa 
vida y muerte.
Es cierto que Cristo se sometió a la muerte de manera distinta a 
la de los demás hombres; murió porque se ofreció a morir en libre 
acto de obediencia. Todos los demás se someten a morir contra su 
voluntad. La muerte de Cristo no está separada de su resurrección 
y ascensión; más bien el hecho de morir se cumple del todo en la 
resurrección y ascensión; en esos tres hechos se cumple la acción 
salvífica de Jesús; por eso la vida de Cristo está orientada desde el 
primer momento a esos tres acontecimientos. El misterio de la 
Salvación tuvo que pasar por la muerte del mediador de la salud. La 
vida de Cristo estuvo desde el nacimiento bajo la ley de la muerte: 
fue un movimiento hacia la muerte. Cristo llenó el sentido de su vida 
terrena cuando ya al morir pudo exclamar: "Todo está acabado" (lo. 
19, 30; cfr. Hebr. 10, 6-7).
La muerte que pertenecía a la vida de Jesús no necesitaba en sí 
y por sí haber sido violenta. Lo fue a causa de la obcecación y 
ceguedad de los judíos. Al acentuar la predestinación de Cristo a la 
muerte violenta no hay que olvidar que en ella está incluida la 
resistencia de los judíos al mensaje de Cristo. La Sagrada Escritura 
testifica lo que ocurri6: vino a los suyos, pero los suyos no le 
recibieron (lo. 1, 11). La resistencia del pecado a lo santo (Lc. 1, 
35) era tan dura que ni el amor de Dios, revelado en Cristo, pudo 
romperla. Cristo intentó durante su existencia, auténticamente 
histórica, vencer el mal en los corazones. Lloró al ver que los 
hombres no querían dejarse dominar por el bien, sino que se 
cerraban en odio y aversión frente al amor de Dios (Lc. 19, 41). SU 
muerte fue inevitable. El mundo era así; en él no podía vivir el 
amor.
Puede por tanto decirse: para vencer al pecado no era a priori 
absolutamente necesaria la muerte. La redención no exigía de por 
sí la muerte cruenta del Redentor. Se hubiera podido hacer de 
cualquier otro modo una perfecta expiación: cada acto de Cristo 
tenía valor infinito. Pero el abandono del hombre, su esclavización 
al poder del pecado y del demonio eran tan grandes, que los 
hombres tenían que considerar como enemigo y estorbo para vivir a 
cualquiera que quisiera libertarles de esa esclavitud; y por eso 
tenían que intentar su perdición y aniquilación. Cualquiera que 
hubiera querido ser fiel a su misión de salvador, tenía que estar 
dispuesto a morir. Y entonces fue justamente la muerte el camino 
para la gloria. En el decreto divino de la muerte violenta de Cristo 
entraba, pues, en consideración la resistencia del hombre caído en 
el pecado al libertador de su esclavitud. Y ahora la muerte, 
resurrección y ascensión de Cristo tienen una significación tan 
destacada que todos los demás acontecimientos de la vida de 
Cristo quedan ante ellos ensombrecidos. Toda otra acción 
mediadora tiene validez justamente porque está orientada hacia la 
muerte.
Muerte, resurrección y ascensión hacen por su parte un todo 
indivisible (cfr. Unde et memores, después de la Consagración en el 
Sacrificio de la Misa). Sobre todo la Cruz y la Resurrección son en la 
predicación de San Pablo un hecho unitario, cuyos momentos 
particulares se reúnen en un todo cerrado. No puede por tanto 
decirse con seguridad que uno de los miembros tenga preferencia 
sobre el otro. El misterio de la Redención que Dios realiza por libre 
voluntad, pasa por la muerte y resurrección. Muerte y resurrección 
se compenetran y condicionan. E1 Resucitado vive como 
Crucificado y el Crucificado es el Resucitado. El Viernes Santo y la 
Pascua no pueden separarse. La terrible seriedad del Viernes 
Santo está ordenada a la alegría y paz del mensaje pascual, y éste, 
a su vez, se vuelve hacia el dolor y tormentos del Viernes Santo.
"El misterio en el fondo es uno: es un todo inmediato: El 
Crucificado vive, y el que vive en el cielo vive como crucificado. 
Muerte y resurrección, miradas históricamente, se suceden una 
detrás de otra: el cadáver inánime y el sepulcro vacío son dos 
hechos separados temporalmente uno de otro. Pero considerados 
como misterio, muerte y resurrección, cruz y elevación estrictamente 
entendidas, no son dos misterios, sino el único misterio de Cristo, 
en el que los hechos redentores particulares se constituyen en todo 
indivisible y viviente. Cristo como misterio es también la única 
trabazón en la sucesión de los hechos particulares de la historia de 
Jesús. No es casual que San Pablo, en la Epístola a los Efesios 
-que es un himno al "misterio de Cristo"-, hable en singular del 
"misterio" y justamente en el mismo sitio en que ensalza ese único 
misterio como "plenitud", como "inagotable riqueza de Cristo" y 
"multiforme sabiduría de Dios" (Eph. 3, 3-4; 3, 19, 3, 8-10; 6, 19: 
"misterio del Evangelio"). Del mismo modo habla la Epístola a los 
Colosenses "del misterio de Dios, esto es Cristo, en quien se hallan 
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col. 2, 
2-3; cfr. 1, 25-28; 4, 3). También el nacimiento y la muerto de Jesús 
son dos hechos históricos separados entre sí históricamente como 
principio y fin de su vida terrena; pero el misterio es en definitiva 
único en ambos hechos. O si querernos distinguir dos grandes 
círculos de hechos en la obra redentora de Jesús -nacimiento y vida 
por una parte, y por otra muerte y glorificación-, hay que decir que 
el misterio es uno y único en ambos círculos. Pues el nacimiento y la 
vida están a priori y continuamente dominados por la humillación de 
la muerte y por la gloria de la resurrección y glorificación. 
Nacimiento y vida de Jesús están sometidas a la ley de la muerte y 
de su humillación; pero uno y otra en medio de la humillación 
anticipan ya la gloria del Señor resucitado.y ascendido. La 
Resurrección y Ascensión revelan plenamente a Jesús como Señor 
de la gloria, pero también a través de la humillación de su vida se 
trasluce esa gloria, sobre todo en su nacimiento virginal, en la 
Transfiguración en el Tabor, y en la triple "Epifanía" o "revelación 
del Señor": en la adoración de los Magos de Oriente, en el primer 
milagro cuando las bodas de Caná y en la voz celestial cuando era 
bautizado en el Jordán. Y hasta en los más acerbos dolores y en la 
muerte tiembla Jesús de grandeza y poder divinos como de un 
relámpago que anunciara el rayo de la noche de Pascua en la que 
brilla la luz de la nueva creación en Cristo". Los que creen en Cristo 
están en el camino de participar en la vida gloriosa de su Señor; 
hacia ella caminan, pero no han llegado todavía. Mientras caminan 
por esta vida se encuentran "todavía en la continua transición de 
esta vida terrestre y temporal de la carne y de su debilidad a la vida 
celeste y eterna del espíritu y de su fuerza; la fuerza de Cristo y de 
su espíritu está obrando en medio de la debilidad de la carne y de 
sus tribulaciones (cfr. Il Cor. 12, 9-10). Llevamos siempre la pasión 
de Cristo en nuestro cuerpo para que se revele también la vida de 
Jesús en él (11 Cor. 4, 10). La muerte de cruz es el terrible centro 
del misterio de Cristo para la Iglesia militante en cuanto que es la 
Iglesia de la cruz, en este centro parecen coincidir todos los rayos 
del misterio como en un foco. El misterio mismo sigue siendo 
indivisible y uno, aunque su figura externa se divida en cada hecho 
redentor particular. 

TEOLOGIA DOGMATICA III
DIOS REDENTOR
RIALP. MADRID 1959
.Pág. 301-307