ELEMENTOS DE UNA CRISTOLOGÍA
EN LENGUAJE SECULAR


J/D-H
a) Cristo como punto Omega de la evolución, el «homo revelatus» y el futuro 
presente
A pesar de las dificultades todavía no resueltas, nuestra actual concepción 
del mundo es evolucionista. Se afirma que este mundo es fruto de un largo 
proceso en el que las formas imperfectas fueron evolucionando hacia formas 
cada vez más perfectas, hasta alcanzar el presente estadio de ascensión. 
Mirando hacia atrás, detectamos un sentido en la evolución de la realidad. Por 
más oscura que se presente la explicación de fenómenos aislados, donde 
parece prevalecer el acaso y el absurdo, no podemos negar que la totalidad 
global se orientó de acuerdo con una (sentido latente); de hecho, la 
cosmogénesis desembocó en la biogénesis; de la biogénesis surgió la 
antropogénesis, y de la antropogénesis -para la fe cristiana- irrumpió la 
cristogénesis. La realidad que nos rodea no es un caos, sino un cosmos 
(armonía). Cuanto más avanza, más se complica; cuanto más se complica, más 
se unifica, y cuanto más se unifica, más se conciencia. El espíritu es, en este 
sentido, no un epifenómeno de la materia, sino su máxima realización y 
concentración en sí misma. Constituye la prehistoria del espíritu.
En esta perspectiva, el hombre no surge como un error de cálculo o un ser 
abortivo de la evolución, sino como su sentido más pleno, como el punto 
donde el proceso global toma conciencia de sí mismo y pasa a ser dueño de 
su destino. La comunidad primitiva vio en Jesús la máxima revelación de la 
humanidad, hasta el punto de que ésta revela totalmente el misterio más 
profundo e íntimo que encierra: Dios; Cristo es, pues, para nuestra visión 
evolucionista, el punto Omega, el vértice donde el proceso todo, en un ser 
personal, logró alcanzar su meta y así extrapolarse a la esfera divina. En él, 
Dios es todo en todas las cosas (cf. 1 Cor 15,28), y Cristo es el centro entre 
Dios y la creación. El hombre querido por Dios y que es radicalmente su 
imagen y semejanza (Gn 1,26) no es tanto el primer hombre que derivó del 
animal, sino el hombre escatológico que irrumpe en Dios al final de todo el 
proceso evolutivo-creacional. Encarnado y resucitado, Cristo se presenta con 
las características del hombre postrero. El hombre latente en el proceso 
ascensional se hizo patente: es el homo revelatus. Es el futuro ya anticipado 
en el presente, el fin ya manifestado en el medio y el camino. Cristo asume así 
un carácter determinante de impulsor, integrador, orientador y guía para 
quienes todavía están en la penosa y lenta ascensión hacia Dios. Cristo es un 
absoluto dentro de la historia.
Esto implica, en primer lugar, que él es el absoluto, porque realiza las 
esperanzas mesiánicas del corazón humano. El hombre vive de un principio 
esperanza que lo hace soñar con una total liberación. Muchos aparecieron y 
ayudaron al hombre a caminar hacia Dios, en la dimensión religiosa, cultural, 
política, psicológica, etc., pero nadie consiguió mostrar al hombre una radical 
liberación de todos los elementos alienantes, desde el pecado hasta la muerte. 
Con la resurrección, esto se hizo patente en la figura de Jesús. En él se dio un 
novum cualitativo con lo cual se encendió una esperanza inextinguible: nuestro 
futuro es el presente de Jesús. El es el primogénito entre muchos hermanos 
(Rom 8,29; Col 18). En este sentido, Cristo es un absoluto dentro de la 
historia. Ese su carácter no lo consigue a costa de otros predecesores o 
seguidores, como Buda, Confucio. Sócrates, Gandhi, Luther King y otros, sino 
dando forma plena y radical a lo que ellos vivieron y llevaron adelante. Por otra 
parte, afirmamos que Cristo es un absoluto dentro de la historia, porque realiza 
de forma exhaustiva los dinamismos de esa historia. El implica que Cristo, por 
ser lo que es, está también fuera de nuestro tipo de historia. La superó y fundó 
otra historia donde las ambigüedades del proceso histórico, de pecado-gracia, 
de integración-alienación, fueron superadas. Con él se inaugura nuevo ser, 
polarizado sólo en lo positivo, en el amor, en la gracia, en la comunión total. 
Como absoluto dentro y fuera de la historia, es crisis permanente para toda 
Gestalt y todos los símbolos reales del Absoluto y de liberación total en la 
historia. Así, Cristo se transformó en una medida con que se pueden medir 
todas las cosas sin rebajarlas ni degradarlas. La grandeza de Cristo no se 
conquista empequeñeciendo a los otros, sino exactamente viendo la realidad 
de Cristo realizada en la real grandeza de las grandes figuras y 
personalidades liberadoras de la historia humana.

b) Cristo, conciliación de los opuestos, medio divino y síntesis de la 
experiencia humana
La creciente unificación del mundo a través de todos los canales de 
comunicación está creando en los hombres una conciencia planetaria, 
ecuménica y solidaria en la búsqueda de un nuevo humanismo. El encuentro 
de las culturas y de las distintas interpretaciones del mundo, occidentales y 
orientales, genera una crisis de todos los humanismos tradicionales: el clásico 
grecoromano, el cristiano, el renacentista, el técnico y el marxista. De esta 
fermentación y de la confrontación de los distintos horizontes y modelos 
nacerá una nueva comprensión del hombre y de su función en el universo. En 
este proceso, Jesucristo podrá ser un factor determinante porque su Gestalt 
es la reconciliación de los opuestos humanos y también divinos. Primeramente 
se presenta como mediador entre Dios y el hombre, en el sentido de que 
realiza el deseo fundamental del hombre por experimentar lo inexperimentable 
e inefable en una manifestación concreta. Como mediador, no es una tercera 
realidad, formada del hombre y de Dios. Eso haría de Cristo un semidiós y un 
semihombre y no representaría ni a Dios ni al propio hombre. Para poder 
representar a Dios ante los hombres y a los hombres ante Dios deberá ser 
totalmente Dios y plenamente hombre. Ya dijimos al exponer el sentido de la 
encarnación que Jesús-hombre manifiesta y representa a Dios en la 
radicalidad de la existencia humana, centrada no en sí misma, sino en Dios. 
Cuanto más hombre es él, más revela a Dios. Así puede representar a Dios y 
al hombre sin alienarse de Dios ni del hombre. Quien consigue ser tan 
profundamente humano como Jesús, hasta manifestar en sí mismo 
simultáneamente a Dios, da sentido a la historia humana y será erigido como 
Gestali del verdadero y fundamental ser humano. 
Cristo configura también la conciliación de los opuestos humanos. La historia 
humana es ambigua, hecha de paz y de guerra, de amor y de odio, de 
liberación y opresión. Cristo asumió esta condición humana y la reconcilió. 
Perseguido, discutido, rechazado, preso, torturado y asesinado, no pagó con 
la misma moneda: amó al perseguidor y redimió al torturador asumiéndolo ante 
Dios: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23,34). No 
sufrió simplemente la cruz. La asumió como forma de amor y de fidelidad a los 
hombres. De esta manera venció la alienación y la escisión entre ellos con un 
vigor que es el vigor del ser nuevo revelado en él. CZ/SIMBOLO: La cruz es el 
símbolo de la reconciliación de los opuestos: señal del odio humano y del amor 
de Dios. Creó así una situación nueva en la humanidad, un «medio divino", un 
mundo reconciliado dentro del mundo divino, con un dinamismo y una 
actuación histórica que nos alcanza a nosotros hoy y perdurará para siempre. 
Desde que por la fe, por el seguimiento, por la esperanza, por el amor y por 
los sacramentos nos hacemos partícipes de este foco conciliador y 
reconciliador, también nos hacemos nueva criatura y experimentamos la fuerza 
del mundo futuro. La juventud hippy lo dice con su lenguaje característico: 
Jesús es una experiencia tremenda. Detrás de esta expresión se articula una 
vivencia típicamente cristiana que hace a Cristo ser lo que es: el conciliador de 
los opuestos existenciales y el integrador de las distintas dimensiones de la 
vida humana en la búsqueda de sentido y luz para el camino. Es éste también 
el contenido humano que se esconde detrás de las fórmulas clásicas de la 
cristología del Hijo del hombre, del Siervo doliente y del Mesías rechazado.

e) Cristo, crítico, reformador, revolucionario y liberador
El mundo de los últimos tres siglos se caracteriza por su gran movilidad 
social. La mentalidad científica y las posibilidades de la técnica han 
transformado al mundo circundante, natural y social. Las formas de 
convivencia se suceden unas a otras. Las ideologías legitimadoras de un 
status social y religioso se ven sometidas a crítica rigurosa. Si no se consigue 
derrumbarlas, son al menos desenmascaradas. El hombre de hoy se define 
mucho más en función del futuro que a partir de su pasado. En función del 
futuro elabora nuevos modelos de dominación científica del mundo, proyecta 
nuevas formas de organización social y política y crea incluso utopías en 
nombre de las cuales critica las situaciones sociológicamente dadas. Así 
surgen reformadores, críticos y revolucionarios. Para no pocos, Cristo es 
considerado y seguido como un crítico y un liberador, un reformador y un 
revolucionario. Hasta cierto punto, esto es una gran verdad. Pero no debemos 
confundir los términos. Cristo no se define por ir en contra de nada: no es un 
plañidero. Está a favor del amor, de la justicia, de la reconciliación, de la 
esperanza y de la total realización del sentido de la existencia humana en Dios. 
Si está en contra de algo es porque primero se define a favor. Predica, en 
términos actuales, una auténtica revolución global y estructural: el reino de 
Dios, que no es liberación del yugo romano, ni grito de rebelión de los pobres 
contra los latifundistas judíos, sino total y completa liberación de todo lo que 
aliena al hombre, desde las enfermedades y la muerte hasta, especialmente, el 
pecado.
El reino de Dios no puede ser reducido y privatizado a una dimensión del 
mundo. Su totalidad global debe ser transformada en el sentido de Dios. 
Desde ese preciso sentido, que excluye la violencia, Cristo puede ser llamado 
crítico y revolucionario. En nombre de este reino critica el legalismo, la dureza 
de la religión y la estratificación sociorreligiosa de su tiempo, que discriminaba 
a las personas en puras e impuras, profesiones malditas, prójimo y no prójimo, 
etc.
J/REVOLUCIONARIO: Conviene dejar bien claro lo que significa ser 
revolucionario y reformador. Reformador es aquel que quiere mejorar su 
mundo social y religioso. El reformador no busca crear algo absolutamente 
nuevo. Acepta el mundo y la forma social y religiosa que tiene ante sí e intenta 
elevarla. En este sentido, Jesús fue también un reformador. Nació en el 
judaísmo, se adaptó a los ritos y costumbres de su pueblo. Pero intentó 
mejorar el sistema de valores religiosos. Sus exigencias fueron duras: 
radicalizó el mandamiento de no matar, exigiendo erradicar la causa de la 
muerte, que es el odio; radicalizó el mandamiento de no desear la mujer del 
prójimo, postulando el cuidado con los ojos; profundizó el amor al prójimo, 
ordenando amar también a los enemigos. Como es evidente, Cristo fue, en 
este sentido, un reformador. Pero fue más allá. No sólo repitió el pasado, 
perfeccionándolo, sino que dijo cosas nuevas (Mc 1,27). Y en eso fue un gran 
revolucionario, quizá el mayor de la historia. El revolucionario, a diferencia del 
reformador, no quiere únicamente mejorar una situación. Busca introducir algo 
nuevo y cambiar las reglas del juego religioso y social. Cristo predica el reino 
de Dios, que no beneficia a esta o aquella parcela del mundo, sino que es una 
transformación global de las estructuras de este viejo mundo, la novedad y la 
jovialidad de Dios reinando sobre todas las cosas. Ser cristiano es ser nueva 
criatura (2 Cor 5,17), y el reino de Dios, en la interpretación del Apocalipsis, es 
el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21,1), «donde no habrá muerte, ni llanto, ni 
gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado» (21,4).
Cuando Cristo predica y promete esta buena nueva para el hombre, anuncia 
una auténtica revolución. Pero sólo en ese sentido puede ser llamado 
revolucionario, no en el sentido emocional e ideológico de revolucionario, 
violento o rebelde frente a la estructura político-social. Tal vez la expresión 
más adecuada sería «liberador de la conciencia oprimida por el pecado y por 
toda suerte de alienaciones», «liberador de la triste condición humana en sus 
relaciones con el mundo, con el otro y con Dios».

d) Jesucristo, arquetipo de la más perfecta individualización
Uno de los deseos fundamentales del hombre es conseguir una creciente 
integración de todos los dinamismos de su vida consciente, subconsciente e 
inconsciente. El hombre es un nudo de relaciones en todas las direcciones. 
Constituye un proceso doloroso, no siempre libre de conflictos y de dramas 
existenciales, la integración de todos los impulsos de la vida humana. El viaje 
más largo y peligroso que el hombre hace no es hacia la luna o hacia los otros 
astros, sino hacia el interior de sí mismo, en busca de un centro que todo lo 
atraiga, polarice y armonice. Esta incesante búsqueda la denominamos, en el 
lenguaje de la psicología de los complejos de C. G. Jung, proceso de 
individualización. Este proceso se realiza en la capacidad humana de poder 
acercarse cada vez más al símbolo o arquetipo de Dios -Selbst-Self- que se 
constituye en el centro de las energías psíquicas del hombre. El arquetipo de 
Dios es el responsable de la armonía, integración y asimilación del yo 
consciente con sus dinamismos y principalmente del yo inconsciente, formado 
por la poderosa e insondable masa hereditaria de las experiencias de nuestros 
primitivos antepasados (vegetales, animales, humanos), del pueblo, de la 
nación, del clan, de la familia y de otras diferenciaciones de orden histórico 
colectivo e individual. Cuanto más consigue el hombre crear un núcleo interior 
integrador y asimilador, más se individualiza y personaliza. La religión que 
adora al Dios divino y no simplemente al Ser Infinito, necesario al sistema 
metafísico, desempeña un factor decisivo en este proceso. Personas de 
extraordinaria integración, como los místicos, los grandes fundadores de 
religiones y otras personalidades de admirable humanidad, se constituyen en 
arquetipos y símbolos del Selbst. Jesucristo, tal como se presenta en los 
evangelios y tal como lo confiesa la comunidad de fe, se manifiesta como la 
actualización más perfecta y acabada del Selbst (arquetipo de Dios). Surge 
como la etapa más consumada en el proceso de individualización hasta 
identificarse, y no sólo aproximarse, al arquetipo Selbst (Dios).
Cristo asume así un significado trascendente para la humanidad: el hombre 
que somos cada uno de nosotros, experimentado como un misterio, el hombre 
que supera infinitamente al hombre y que se siente como un haz ilimitado de 
posibilidades, y que al mismo tiempo se experimenta limitado y presto en las 
estrecheces de los condicionamientos históricos, ahora, con Jesús muerto y 
resucitado, percibe que él no es una posibilidad asintótica y un anhelo jamás 
realizado de total integración, sino que tal integración se dio al menos en un 
hombre, brillante y diáfano como la luz de la primera mañana de la creación. 
Porque somos solidarios unos de otros, tenemos la esperanza de que la 
realidad presente de Cristo se torne también realidad de cada hombre, 
abriéndose al Absoluto: ahora él va delante de nosotros como camino, luz, 
símbolo y arquetipo del ser más integrado y perfecto que irrumpió en el mundo 
hasta sumergirse en el propio misterio recóndito de Dios e identificarse con 
él.

e) Jesucristo, nuestro hermano mayor
La absoluta integración de Jesús consigo mismo y con Dios (encarnación) 
no se realizó en una vida espectacular, sino en los altibajos de la vida diaria. 
Por la encarnación Dios asumió la totalidad de nuestra precaria condición 
humana, con sus angustias y esperanzas, con sus limitaciones (muerte de 
Dios) y sus anhelos de infinito. Ese es el gran significado teológico de los años 
oscuros de la infancia y adolescencia de Jesús; él es un hombre como todos 
los hombres de Nazaret, no un superhéroe, ni un santo que llame la atención; 
solidario con la mentalidad popular, participa del destino de una nación 
subyugada por las fuerzas de ocupación extranjeras. No dejó nada escrito. 
Literariamente, se pierde en la masa anónima de los sinnombre. Por la 
encarnación, Dios se humilló tanto que se escondió al aparecer aquí en la 
tierra. Por eso, la Navidad es la fiesta de la secularización. Dios no teme la 
materia ni la ambigüedad y pequeñez de la condición humana. Dios se revela 
precisamente en esa humanidad y no a pesar de ella. Cualquier situación 
humana es suficientemente buena para que el hombre se sumerja en sí 
mismo, madure y encuentre a Dios. Cristo es nuestro hermano porque 
participa del anonimato de casi todos los hombres y asume la situación 
humana, idéntica para todos: la vida merece ser vivida tal como es, cotidiana, 
monótona como el trabajo de cada día, que exige convivir con los demás, 
escucharlos, comprenderlos y amarlos. El es nuestro hermano mayor, ya que 
dentro de esta vida humana, asumida en lo que tiene de oscuridad y 
publicidad, vivió tan humanamente que pudo revelar a Dios, y por su muerte y 
resurrección llevar a plenitud todos los dinamismos de que somos capaces. 
Como decía un conocido teólogo: «El cristianismo no anuncia la muerte de 
Dios, sino la humanidad de Dios». Y ése es el gran significado de la vida 
terrestre de Jesús de Nazaret.

f) Jesús, Dios de los hombres y Dios con nosotros
Lo expuesto anteriormente ha dejado en claro la falsedad de la alternativa 
«Dios o el hombre». También es falsa la alternativa «Jesús o Dios». Dios se 
revela en la humanidad de Jesús. La encarnación puede considerarse como la 
realización exhaustiva y radical de una posibilidad humana. Jesús, 
Dios-hombre, se manifiesta como el Dios de los hombres y Dios con nosotros. 
A partir de esta comprensión debemos desmitizar nuestro concepto común de 
Dios, que nos impide ver a Cristo como "hombre revelador del Dios de los 
hombres» en su humanidad. Dios no es un rival del hombre ni el hombre lo es 
de Dios. En Jesucristo descubrimos una imagen de Dios desconocida por el 
Antiguo Testamento: un Dios que puede hacerse otro, puede salirnos al 
encuentro en la debilidad de una criatura, puede sufrir, sabe lo que significa 
ser tentado, sufrir decepciones, llorar la muerte de un amigo, ocuparse de los 
hombres insignificantes que no poseen en este mundo ninguna oportunidad y 
anunciarles la novedad total de la liberación de Dios. Es evidente que Dios no 
está lejos del hombre, no es extraño al misterio del hombre; por el contrario, el 
hombre implica siempre a Dios como el supremo e inefable misterio que 
envuelve la existencia humana, que cuando se siente no se deja influir por 
ningún concepto o símbolo, y cuando es revelado en su máxima manifestación 
en la humanidad de Jesús, no se deja agotar por ningún nombre o título de 
grandeza. Ese es el Dios humano que revela la divinidad del hombre y la 
humanidad de Dios.
A causa de Jesucristo, Dios-hombre, ya no se podrá concebir al hombre sin 
implicar en él a Dios y en concreto nosotros los hombres no podremos pensar 
a Dios sin relacionarlo con el hombre. El camino hacia Dios pasa por el hombre 
y el camino hacia el hombre pasa por Dios. Las religiones del mundo 
experimentaron a Dios, como fascinosum y tremendum, en la naturaleza, en el 
poder de las fuerzas cósmicas, en las montañas, en el sol, en las fuentes, etc. 
El Antiguo Testamento descubrió a Dios, en la historia. El cristianismo ha visto 
a Dios en el hombre. En Jesús se hizo evidente que el hombre no es 
solamente el lugar donde Dios se manifiesta, sino también un modo de ser del 
propio Dios. El hombre puede ser una articulación de la historia de Dios. Esto 
se hizo realidad en Jesús de Nazaret. Las consecuencias de tal concepción 
son de extrema gravedad teológica: la vocación del hombre es la divinización. 
El hombre, para hacerse hombre, necesita salir de sí mismo y que Dios se 
hominice. El hombre puede ser articulación de la historia de Dios únicamente 
en la libertad, en la entrega y apertura espontánea del hombre a Dios. La 
libertad produce ruptura, superación de la necesidad cósmica y de la lógica 
matemática y la inauguración de lo imprevisto, de lo espontáneo, de lo 
creativo. Se ha hecho presente el misterio indescifrable. Con la libertad todo 
es posible: lo divino y lo demoníaco; la divinización del hombre y la absoluta 
frustración humana como consecuencia del cerrarse a la autocomunicación 
amorosa de Dios. Con Jesús percibimos la indescifrable profundidad humana, 
que llega a implicar el misterio de Dios y sorprendemos también la proximidad 
de Dios hasta identificarse con el hombre. Bien lo expresaba Clemente de 
Alejandría (+ 211 o 215) : «Si encuentras realmente a tu hermano, habrás 
encontrado también a Dios» (Stromata 1, 19).

4. CONCLUSIÓN: CRISTO, MEMORIA Y CONCIENCIA CRITICA DE LA 
HUMANIDAD
La cristología, antes y hoy, intenta responder a la pregunta de quién es 
Jesús. Preguntar «¿quién eres tú?» es preguntar por un misterio. Las 
personas no se dejan definir y encuadrar dentro de ninguna situación. 
Preguntar «¿quién eres tú, Jesucristo, para nosotros hoy?» significa 
confrontar nuestra existencia con la suya y sentir el desafío de su persona, de 
su mensaje y la significación que se deduce de su comportamiento. Sentirse 
interpelado por Cristo hoy es ponerse en el camino de la fe, que comprende 
quién es Jesús, no tanto dándole títulos nuevos y nombres diferentes, cuanto 
intentando vivir como él vivió: salir de sí mismo, buscar el centro del hombre no 
en uno mismo, sino fuera de sí, en el otro y en Dios, tener el coraje de luchar 
en la brecha en lugar de los otros, de ser un Cristo-arlequín o el Cristo-idiota 
de Dostoiewski, que nunca abandona a los hombres, prefiere a los 
marginados, sabe soportar y aprende a perdonar, es revolucionario, pero 
jamás discrimina y aparece donde el hombre está, que es burlado y amado, 
considerado loco, pero que manifiesta una sabiduría arrolladora. Cristo supo 
colocar un y donde nosotros solemos colocar una o y así logró reconciliar los 
opuestos y ser el mediador de los hombres y de todas las cosas. Es la 
permanente e incómoda imagen de lo que deberíamos ser y no somos, la 
conciencia crítica de la humanidad, que jamás debe contentarse con lo que es 
y conquista, sino que debe caminar hacia la reconciliación y alcanzar un grado 
de humanidad que manifieste la armonía insondable de Dios, todo en todos 
(cf. 1 Cor 15,28). Mientras esto no acontezca, Cristo, como decía Pascal, 
seguirá siendo injuriado, seguirá agonizando y muriendo por cada uno de 
nosotros (cf. Pensamientos). En este sentido podemos recitar el siguiente 
pasaje de un credo para el tiempo secular:

Creo en Jesucristo 
quien como hombre solo nada podía realizar. 
También nosotros nos sentimos así. 
Que luchó para que todo cambiara 
y fue por eso ejecutado.
Ese es un criterio para comprobar 
cuán esclerotizada está nuestra inteligencia, 
cuán sofocada nuestra imaginación, 
desorientado nuestro esfuerzo, 
porque no vivimos como él vivió. 
Y hasta tememos cada día 
que su muerte haya sido en vano, 
porque lo enterramos en nuestros templos 
y traicionamos su revolución, 
medrosos y sumisos ante los poderosos del mundo. 
Y olvidamos que resucita en nuestras vidas, 
para que nos liberemos 
de prejuicios y prepotencias, 
del miedo y del odio, 
y llevemos adelante su revolución hacia el reino.

(·BOFF-LEONARDO-2. Pág. 242-253)