Paz , Misión, Espíritu...
Cuando el Resucitado penetra en las cuaresmas humanas
José A. GARCÍA
Introducción
SGTO/CUAS-HUMANAS: En todos los relatos de las apariciones
salta a la vista una doble situación: la de Jesús, resucitado ya del dolor
y de la muerte, y la de sus discípulos, inmersos aún en un
desesperanzado «estado de cuaresma». ¿Cómo cura y dinamiza el
Resucitado esa situación?
La pregunta no es banal, y me gustaría decir por qué. Uno podría
pensar - equivocadamente, sin duda- que para asegurar un
seguimiento de Jesús fiel, imaginativo y duradero bastaría con esa
triple experiencia radical de sentirnos criaturas amadas, pecadores
acogidos y libertades llamadas; que ahí se le comunicaría al hombre y
a la mujer creyentes la gracia cristiana sustentadora e impelente de un
seguimiento libre ya de vacilaciones y sospechas. Pues no es así. La
consolidación del seguimiento no termina ahí. Queda por saber qué
efectos van a producir -y cómo los vamos a procesar- las cuaresmas
del mundo y, dentro de ellas, las cuaresmas personales. Un botón de
muestra de que estamos ante un proceso inacabado nos lo dan los
primeros discípulos, que, habiendo experimentado el amor del Señor,
su perdón y también su llamada, están a punto, sin embargo, de dar
por liquidado el seguimiento del Crucificado desde el interior de su
propia cuaresma. En esa posibilidad de abandono radica la importancia
de que nos hagamos hoy esa pregunta.
H/REALIZACION: Las cuaresmas, por escandaloso que pueda
parecer, son medio divino y, si se las percibe como tal, dejan de ser
peligrosas. El problema, por tanto, se traslada a cómo «educar los
ojos» para experimentarle en ellas a Él. Las continuas y repetidas
«dudas» de los discípulos en los relatos de las apariciones
-demasiadas para ser un detalle casual- hablan de esa dificultad. La
«verticalidad» de las apariciones, de su carácter de gracia que el
hombre no puede crear, sino sólo recibir. «Me recibo mucho más que
me hago a mí mismo», dijo preciosamente Teilhard de Chardin.
J/RSD/PAZ-MISION-ES: El intento de este artículo es seguir los
pasos a esa recepción de la gracia -de la resurrección en la oscuridad
de la cuaresma- utilizando como texto básico la aparición de Jesús a
sus discípulos tal como viene narrada en el Evangelio de Juan
(/Jn/20/19-23). Vaya por delante la afirmación conclusiva de que es
comunicando Paz, Misión y Espíritu como el Resucitado dinamiza,
alienta y consuela el «estado de cuaresma» de sus primeros
seguidores. Y vaya también por delante que la pregunta es si no será
esa misma la medicina que necesitan nuestras propias cuaresmas.
La Paz del Resucitado como terapia contra el miedo,
esa «radical inseguridad» del corazón humano
PAZ/CORAZON: COR/PAZ: La paz que transmite el Resucitado cura
el miedo de los discípulos transformándolo en alegría: ése es el primer
dato de la escena evangélica. Pero ¿de qué paz se trata y qué miedos
cura? ¿Cuáles podrían ser las equivalencias actuales de ambos y la
importancia de que fuéramos alcanzados por una experiencia similar?
«La paz de Cristo se percibe personalmente, a través de la fe, en la
profundidad del propio corazón. La paz interior del alma con Dios es
importante, porque en ella se supera la insaciable codicia que late en
el corazón pervertido. Pero, si esa paz es de Cristo, inducirá al alma,
más allá de sí misma, a buscar la comunión con todas las criaturas del
cosmos, ya que Cristo deshizo la enemistad con su muerte; la
enemistad de los hombres consigo mismos y entre sí, la enemistad de
los hombres con la naturaleza y la enemistad de las fuerzas de la
naturaleza. La paz de Cristo es universal y penetra toda la creación; de
otro modo, Cristo no sería el Cristo de Dios» 1.
Difícilmente se podrían decir tantas cosas importantes en tan poco
espacio. Vamos a intentar desentrañarlas:
1. El texto de Moltmann habla de fe personal y de percepción de la
paz en la profundidad del corazón humano. Es tanto como decir, en
primer lugar, que la paz de Cristo pasa por la aceptación de su
persona, no genérica o «grupalmente», sino personalmente.
Aceptación de su persona que incluye, a su vez, implicarse en su
proyecto y llevarlo a cabo con su mismo Espíritu. En caso contrario, no
podría hablarse, verdadera y totalmente, de fe en su Persona ni de fe
personal. Pero hay más. Una paz percibida «en la profundidad del
corazón humano» habla, en segundo lugar y por contraposición, de
otras paces que no se perciben ahí, en el corazón, sino en sus
periferias.
En efecto, hay una paz que alcanza a la sensibilidad corporal y
puede no ser todavía paz del corazón. Los estados de cenestesia y
salud física, por ejemplo, conocen ese tipo de paz. Hay otra paz que
alcanza los niveles de la inteligencia o los de afectos relativamente
satisfechos y pueden no ser tampoco paz del corazón. «Corazón», en
sentido bíblico, es la sede de los pensamientos, sentimientos y
decisiones; un centro personal que no existe sin las dos periferias
citadas, pero que no es totalmente idéntico y dependiente de ellas.
¿No hemos experimentado todos alguna vez la doble sensación de
una sensibilidad exterior y una inteligencia relativamente en paz, en
medio de un corazón profundamente inquieto; y, al revés, una extraña
paz en el corazón con la sensibilidad y la inteligencia alteradas? La Paz
del Resucitado se dirige al corazón sin prometer estabilidades
permanentes en esas otras periferias suyas. No es como la paz del
mundo, a la que sólo interesa la satisfacción de lo más exterior del
hombre, y muchas veces toma forma de «espada» desestabilizadora,
como ya anunció Jesús.
2. Este texto habla también de que en la Paz de Cristo se supera la
insaciable codicia que late en la profundidad del corazón pervertido. La
expresión suena a trágica, y lo es; no parece tener mucha relación con
el «miedo» de la escena bíblica, y la tiene. Veamos por qué.
Lo confesemos o no, el fondo de nuestro ser está habitado por un
fuerte componente de inseguridad, angustia y miedo. No sólo por eso,
gracias a Dios, pero también por eso. Llevamos dentro un campo de
minas que, si lo activa el miedo, se dispara hacia lo peor. ¿Cómo y por
qué? La secuencia del proceso podría esquematizarse así: la
inseguridad genera miedo, el miedo angustia, y la angustia una
«insaciable codicia». Aclarado más gráficamente: esa inseguridad
radical, de la que nadie escapa alguna vez, se parece a un agujero
negro que hace imposible la paz del corazón; la angustia que produce
tal situación tiende a superarse del modo que sea, a saciarse y a
quedar pacificada; uno de los caminos más frecuentes que elige es el
de la codicia. Codicia-insaciable de riqueza: poseer cosas y poseer
personas como intento de taponar un vacío que se agranda
progresivamente; codicia de prestigio como culto al yo, siempre
amenazado de radical y creciente inseguridad; codicia de poder que
disimule la propia indigencia, como intento de vivir finalmente en la
seguridad y la paz. Tres formas de taponar en falso el agujero negro
del miedo.
Este proceso tiene, por supuesto, consecuencias individuales para el
hombre o la mujer atrapados en él; pero tiene también consecuencias
sociales, como veremos enseguida. La pregunta ahora es si ese miedo
inevitable y radical que late en el corazón humano y que constituye un
auténtico campo minado tiene alguna posibilidad de ser des-activado
en otra dirección que no pervierta ni al sujeto que lo experimenta ni a la
sociedad en que vive 2.
Teóricamente, la alternativa es sencilla, aunque su realización sea
más compleja. Consiste en que alguna experiencia igualmente radical
active el otro lado del corazón, su capacidad de confianza, de amor
gratuito y de riesgo que ambos conllevan. Una pasión echa fuera otra
pasión, dicen los psicólogos. La activación de unas posibilidades del
corazón desactiva las otras.
Pues bien, algo así debió de ser la Paz del Resucitado para los
discípulos: una experiencia de transformación de las bases en que
tiende a apoyarse el yo, enfermo de sí mismo. A partir de entonces, y
como fruto de ese don, ya no les será necesario apoyarse en las
compulsiones del miedo y sus destructivos procesos. Llevarán al
Resucitado dentro como Presencia, al lado como Compañero y delante
como Señor. Ése será su tesoro, el nuevo fundamento de su ser y de
su paz.
Quién no desearía una Paz así? ¿Quién no la necesita para estar en
armonía con su vocación más profunda? Sucede, sin embargo, que
una Paz así nadie se la puede dar a sí mismo. Lo más que podemos
hacer es «disponemos» para recibirla. Contradiciendo de plano uno de
los dogmas centrales de la cultura occidental -el poder de la voluntad-,
la paz, como afirma R. Panikkar, no puede ser un don de uno mismo.
«Yo no me puedo dar la paz a mí mismo, ni siquiera la paz interna e
íntima... Cualquier intento de paz que no sea "femenino", que no venga
como un don, no será nunca la verdadera paz» 3.
PAZ/SOCIAL-COSMICA: 3. Una tercera afirmación importante del
texto de Moltmann es que, si es de Cristo, esa paz irradia reconciliación
desde el corazón a todo el mundo, naturaleza e historia, ya que, si no,
«Cristo no sería el Cristo de Dios».
¡Precioso!Lo relativamente nuevo de tal afirmación es que la
irradiación de la paz recibida en el corazón se dirige, no sólo a borrar la
«enemistad» de los hombres consigo mismos y entre sí -¿quién podría
dudar hoy de la importancia de ambas tareas?-, sino también a
reconciliar la relación del hombre con la naturaleza. No como problema
distinto del anterior, sino internamente conectado con él. La enemistad
con la naturaleza no es sólo una cuestión de supervivencia -ése es el
punto de vista egoísta del Norte-, sino de injusta acumulación contra el
Sur. Si la paz no incluyera esta dimensión, la paz de la naturaleza junto
con la paz de la humanidad, no sería paz de Cristo. El Resucitado es el
Cristo de Dios, y Dios es «respectivo a las cosas», que dirá Zubiri, es
decir, esencialmente referido a ellas. A todas: las naturales y las
históricas. No podría ser suya, dada por él, una paz que no incluyera el
cese de la «enemistad» del hombre con la naturaleza. Sin esa
irradiación social y cósmica de la paz del corazón, no se puede ser hijo
de Dios, del Dios que nos trae la paz. Por eso llamó Jesús
«bienaventurados» a los que la construyen.
Entendida así, la Paz constituye la misión englobante de la Iglesia, su
vocación de ser «sacramento» de la armonía, la libertad y la justicia
como fundamentos de la paz, y «profecía» del desarme cultural como
su más radical obstáculo 4.
La Misión, terapia del Resucitado contra el ensimismamiento
Si la Paz del Resucitado transforma el miedo de los discípulos en
alegría, cambiando los fundamentos enfermos de su ser, la Misión que
les confiere convierte su encerramiento en diáspora hacia el mundo.
Ésa es la segunda lección que nos transmite la aparición que
comentamos, sobre todo si se pone en relación con la praxis posterior
de la Iglesia naciente.<La cuaresma que experimentaron los discípulos
a la muerte de Jesús, Io mismo que las que se acercan a nosotros,
tienen una dinámica interior que lleva a «cerrar las puertas» y aislarse
del exterior. La Misión, por el contrario, rompe los cerrojos y lanza
hacia fuera de uno mismo; hace posible la salida de nosotros hacia el
mundo y la entrada del mundo en nuestro corazón. Al igual que a las
piadosas mujeres, el Resucitado no permite que le busquemos entre
las tumbas; nos desvía de ellas hacia Galilea, es decir, hacia el mundo,
donde él camina delante de nosotros (/Mc/16/06-07).
Pero también aquí, en el tema de la Misión del Resucitado, que, al
igual que su Paz, es capaz de inyectar sentido y dinamismo en las
cuaresmas humanas, tenemos cosas importantes que aprender. Me
gustaría aludir selectivamente a algunas que considero especialmente
importantes para el momento presente:
1. El secreto de la Misión del Resucitado radica en un «como ... »:
«Como el Padre me envió, os envío yo». No a otra cosa, no de otra
manera.
Tan importante me parece ese como que seguramente no podemos
esperar ningún poder terapéutico para situaciones cuaresmales de
misiones que no lo integren o se despisten de él. La secuencia del
texto sería, más o menos, la siguiente: «mi Padre me envió para una
Misión y con una forma de llevarla a cabo; yo os envío a vosotros para
la misma Misión y con el espíritu». A la misión histórica de Jesús le
precede la Misión por parte del Padre; a nuestras misiones históricas
les precede la Misión por parte de Jesús. «God's Mission before
mission» en ambas ocasiones.
Porque esto fue así en el caso de Jesús, su máximo empeño estuvo
siempre en «alimentarse de la voluntad de su Padre y estar siempre en
sus cosas»; en contemplar continuamente su acción en el mundo -«mi
padre trabaja siempre»- para inspirar en ella su propia acción; en
consolidar su proyecto, no en decisiones rabiosamente autónomas,
sino en una experiencia de comunión radicalmente teónoma: «yo no
hablo y actúo por mí; yo digo lo que he oído a mi Padre». Qué vio y
oyó Jesús a su Padre está ya muy claro y repetido en la teología y
exégesis actuales: un sueño de inclusión en el que la humanidad llegue
a ser lo que está llamada a ser, familia de Dios, lógica relacional de
filiación y fraternidad. Ser y sentirse enviados hacia ese sueño y con
ese espíritu constituye el secreto interior de una Misión que tire de
nosotros hacia fuera, librándonos de un infecundo y peligroso
ensimismamiento. Sin la encarnación de ese como Yo, que alude al
espíritu de misericordia entrañable, a la gratuidad y acogida
incondicionales, a la aceptación de los inevitables conflictos que
genera la Misión, excluido el odio e incluida la propia muerte, no hay
razones para esperar que nuestras propias misiones nos saquen hacia
los demás. Más bien nos irán adentrando cada vez más peligrosamente
hacia nuestra propia prepotencia y narcisismo. La conexión interna
entre Misión y superación del ensimismamiento que producen las
cuaresmas está siempre en la descentración personal hacia el Otro y
hacia los otros. En seguir creyendo, amando y esperando dentro de
ellas. En salir de sí para entrar en Dios y en los otros, al modo de
Jesús.
En las antípodas de aquella tremenda afirmación, «el infierno son los
otros», está la experiencia que tiene mucha gente de que «nos salvan
los otros». No sólo por aquello tan sublime de que «al final de la vida
seremos examinados en el amor», sino, mucho más prosaicamente,
porque ya ahora la gracia que nos salva de la tristeza y la nostalgia
nunca la producimos nosotros. Al igual que la paz, la recibimos de los
demás y del Señor. A los discípulos les libera del «estado de
cuaresma» la alegría por el Otro, porque está ahí en medio de ellos y
porque su causa no ha muerto definitivamente. «Si esto es así, vienen
a decirse, lo nuevo es posible. No estamos condenados a la tristeza del
viejo orden de la muerte, a la melancolía de lo que fue y ya no es, a la
emigración interior como única manera digna de sobrevivir en un
mundo excesivamente cruel». La Misión que les confiere el Resucitado
tira de ellos hacia el mundo, liberándolos del ensimismamiento.
¿Podría pensarse en alguna especificación mayor de esa Misión
que, aun siendo inevitablemente selectiva, no fuera reductora?
Hagamos un intento:
2. «La gran contribución que la Iglesia puede hacer hoy es insistir en
el hecho de que individualidad y sociedad no se oponen, sino que se
necesitan mutuamente». ¿Por qué habría de ser ésa la gran
contribución de los seguidores de Jesús hoy?
INDIVIDUO/SOCIEDAD: Es un mérito de los autores de Hábitos del
corazón, junto con otros muchos vigías sociales, por supuesto, haber
puesto de relieve que el individualismo moderno es un fenómeno
ambivalente. Que está lleno de «paradojas», por decirlo con palabras
de Victoria Camps. Empeñado, por una parte, en afirmar al sujeto como
valor absoluto y defenderlo de toda posible tiranía, incluida la del
Estado, e incapaz, por otra, de conectar armónicamente los intereses
particulares con los universales. Este individualismo, cuya forma más
generalizada no es la del egoísmo solipsista y cerril, sino la que los
autores citados llaman «individualismo expresivo» 5, está
domesticando en beneficio suyo no solo las ideas y las formas de vida,
sino incluso la religión.
Existe hoy, en efecto, un predominio evidente de la «Cristología
psicológica» sobre la «Cristología mesiánica» que se manifiesta
claramente en el «ranking» de los libros religiosos más leídos; cada vez
se pide más «que los sacerdotes sean más cercanos, y las parroquias
más íntimas y acogedoras»; crecen las comunidades fuertemente
estructuradas sobre el apoyo mutuo y las experiencias
«místico-religiosas» y se estancan numéricamente las de corte
socialmente comprometido... «El hecho de que estas necesidades de
intimidad personal se manifiesten en la vida religiosa... indica por qué
la Iglesia local, como otras comunidades voluntarias, e incluso como la
familia contemporánea, es tan frágil, necesita de tanta energía para su
funcionamiento y tiene tan poco control sobre el compromiso cuando
esas necesidades no son satisfechas» 6.
Si el divorcio entre individuo y sociedad pone en peligro la necesaria
cohesión de esta última y de sus instituciones democráticas, como
teme toda una corriente de analistas sociales, y si, como afirma J.K.
Galbraith, es el propio interés como impulso dominante de las mayorías
satisfechas 7 lo que incuba las explosiones sociales, no cabe duda de
que la «gran contribución» de la Iglesia ha de tener mucho que ver con
la corrección de esa tendencia social. Ahora bien, si la movilización que
pueda provocar la Iglesia en los individuos y en la sociedad arranca de
lo religioso, y si el elemento religioso funciona socialmente al servicio
del individualismo expresivo, más que al de la integración de lo
individual y lo público, ¿cómo podría darse esa gran contribución?
He aquí una opinión que, a mi modo de ver, no resuelve todo el
problema, pero que merece ser tenida en cuenta, al menos como parte
de la solución: «Quizás el ministerio más importante que la iglesia
puede tener en la renovación de la vida pública es un "ministerio de
paradoja": no resistir, en nombre de una acción pública eficaz, la
tendencia a la interiorización en la espiritualidad..., sino profundizar,
dirigir y disciplinar esa interiorización a la luz de la fe, hasta que Dios
nos conduzca de nuevo a una concepción de la colectividad y a una
acción firme en su favor» 8. Según esta afirmación, el individualismo
religioso no debería ser rechazado de plano, sino transformado,
volviéndolo a conectar con la esfera pública. En todo caso, no podría
argüirse que esa tarea de las iglesias locales vaya a suponer el olvido
de otras más importantes relacionadas con los pobres de cerca y de
lejos. Activar el paso de la conciencia individual a la social y de la
religiosidad intimista a la mesiánica, está en la base del futuro de los
pobres y de la supervivencia del Tercer Mundo como su condición
necesaria.
LBT/ULTIMA-CENA MISIONEROS/MU: Tan decisiva y grave
aparece esta perversión de afirmar a cualquier precio al individuo,
incluida su tendencia «expresiva», olvidándose de la colectividad
humana y de su casa común que es el mundo, que a ella habría que
atribuir en el fondo las situaciones de Parque Jurásico -esa lógica
humana y social de violencia, silencio y fatalismo- en que vive nuestro
mundo y a las que sólo la libertad de la Última Cena podrá salvar. Así
de bellamente lo expresaba el P. Radcliffe, General de los Dominicos,
en un reciente congreso sobre Vida Consagrada: «Nuestro mundo
habla de sí proclamándose "el mundo libre", pero a menudo se trata
sólo de la libertad de elegir las mercancías en la plaza. Tenemos
necesidad de encamar una libertad nueva y más radical ... : la libertad
de la última Cena, la libertad de entregar nuestra vida, de decir a
nuestros hermanos: "ésta es mi vida, y la ofrezco por vosotros, puedo
disponer de ella". No es ésta una obediencia entendida como fuga de
las propias responsabilidades, sino la libertad y vulnerabilidad de
Dios».
La «Libertad de la última Cena» incluye, sin separarlos, dos
elementos constitutivos de la Misión del Resucitado: que la humanidad
pueda sentarse a una mesa común donde se reparta el pan para
todos, y que la manera de que ese «sueño de Dios» se haga realidad
pasa por la entrega de la propia vida. "Lo que Jesús y como Jesús»:
ésa es la libertad que necesitamos para continuar su Misión.
El Espíritu, terapia del Resucitado contra el caos interior,
la apatía y el derrumbamiento apostólico
«Recibid el Espíritu Santo»: ésa es la tercera palabra que dirige el
Resucitado al grupo de sus discípulos en la aparición que nos sirve de
guía. Imposible que el cambio de las bases del yo, del que hablábamos
en la primera parte de este artículo, y la misión y el modo de llevarla a
cabo que comentábamos en la segunda se hagan posible sin un
cambio de Espíritu. Del nuestro por el de Jesús. A un nuevo ser y un
nuevo actuar corresponde un nuevo Espíritu. Si nos preguntáramos
qué ha sucedido entre el antes y el después de los discípulos, entre su
etapa de compañeros del Jesús histórico y la de seguidores del
Resucitado, habría que responder que una experiencia radical les ha
cambiado por dentro, alterando profundamente su ser y su actuar. Son
los mismos de antes, pero son «diferentes».
RS/ASC/PENT: A esa experiencia, en la que culminan tantas
promesas hechas por Jesús antes de su muerte, que tantos y tan
radicales cambios va a producir en sus vidas, y de la que va a nacer la
Iglesia, alude la palabra del Resucitado «Recibid el Espíritu Santo».
Que Jesús no ha muerto definitivamente, se dice con la palabra
resurrección; que ha sido constituido por Dios Señor del universo, se
dice con la palabra ascensión y sentarse a la derecha del Padre; que
cambió la vida de los discípulos al conferirles una Misión, poniendo así
en marcha a la Iglesia, se dice con la palabra pentecostés, venida del
Espíritu Santo. La vida en el Espíritu, que constituye el tema central de
este número, comienza justamente en este mismo acontecimiento.
Otras colaboraciones aparecidas junto a ésta se han encargado de
presentar una serie de funciones que Jesús encomienda al Espíritu
antes de su muerte: ser centro y guía de la libertad, memoria e
imaginación de Jesús, presencia universal... A mí me queda
seleccionar otras tres que también parecen de suma importancia en el
momento presente: actuar de terapia contra el caos interior, la apatía y
el derrumbamiento apostólico. Lo haré de un modo casi esquemático y,
por supuesto, breve.
1. La modernidad, al pluralizar y relativizar hasta tal punto los
mundos interiores de las personas, ha echado sobre ellas un fardo
difícil de llevar. La ausencia casi total de coherencias exteriores y
compartidas por la colectividad, que pudieran ayudar al individuo en la
búsqueda de un sentido y orientación para su vida, se traduce en una
sobrecarga interior cuyo efecto más general no es una mayor
personalización de los sentidos y las convicciones, como opinan
algunos, sino un mayor caos y vaciamiento interno, como señalan más
acertadamente otros 9. Y así, si la ley no era buen punto de arranque
para una vida según la nueva libertad que inaugura Jesús -eso lo
tenemos muy claro por ser hombres y mujeres de la ilustración y
creyentes al modo del Vaticano II-, es muy posible que tampoco lo sea
la mera interioridad humana, aunque nos cueste más aceptarlo. La
alternativa cristiana a la ley, como principio inspirador de sentidos y de
conductas, no es la interioridad del hombre, su subjetividad, por más
calidad que se le suponga. Es el Espíritu. Pablo lo expresó
tajantemente: «Hijos de Dios son todos y sólo aquellos que se dejan
guiar por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14). La ley ha quedado superada
por Cristo como instancia última de conducta y de salvación, pero
también la «carne», es decir, el hombre remitido a sus propios impulsos
y no al Señor.
¿Cómo imaginar y comprender esa acción del Espíritu de Dios en
nuestro espíritu, es decir, en ese centro personal de nuestros
pensamientos, afectos y decisiones que llamamos «corazón»?
Con la simplificación inherente a toda representación gráfica,
podríamos imaginarla así:
En la aventura de la relación de Dios con el hombre, es Dios quien
toma la iniciativa del amor, no el hombre. Ese Dios, a través de su
Espíritu (E), que envían el Padre (P) y el Hijo (H), penetra en el
espíritu humano (e), el cual, según dijimos antes, tiene una «autonomía
relativa» con respecto al Cuerpo (C) y a la Mente (M). Esa invasión de
gracia del Espíritu de Dios en nuestro espíritu produce una «zona
invadida» (sombreado) mayor o menor, según sea nuestra disposición
para recibirlo y dejarnos transformar por Él. En ella está el punto de
arranque, el lugar cristiano de la decisión.
Teológicamente, la cosa es así. Que suceda en la práctica, será
fruto de aquella disposición permanente del corazón que Ignacio de
Loyola llamaba «buscar y hallar a Dios en todas las cosas», y en la que
buscar habla de la dinámica de deseo, y hallar, del discernimiento y
sus condiciones de posibilidad. Baste con dejarlo apuntado -el gráfico y
también su interpretación-, ya que no es posible detenernos más en
ello.
2. Apatía significaba en un principio «liberación del sufrimiento». Una
cualidad que sólo poseían los dioses y que constituía la máxima cota
de perfección a la que podían llegar los hombres.
APATIA/PARRESIA: No han cambiado mucho las cosas desde
aquella filosofía griega hasta nosotros. Liberarse a toda costa del
sufrimiento, de las cuaresmas humanas, sigue siendo en el fondo la
meta de la cultura dominante actual. Un deseo «razonable» al que no
habría nada que oponer si no fuera porque esa aspiración nos vuelve
apáticos en una triple dimensión cargada de consecuencias personales
y sociales: faltos de pasión, carentes de com-pasión, incapaces para el
padecimiento. Nos falta pasión por la vida, ese interés por ella que se
llama amor; al mismo tiempo, nos sobran pasiones. Carecemos de
compasión por los otros que movilice nuestras conductas personales y
nuestras políticas sociales; al mismo tiempo, nos sobran posibilidades y
recuerdos. Somos incapaces de aquel padecimiento necesario que
asume cargas sobre sí para quitárselas o no echárselas a los otros; al
mismo tiempo, nos sobran toneladas de compulsión hacia la propia
felicidad y hacia un hedonismo barato.
«El misterio de la vida es sumamente sencillo, pero suena de manera
extraña: el que quiera ganar su vida la perderá, la está perdiendo ya.
Pero quien arriesga su vida y la entrega, la ganará, la está ganando
ya». «Ésta es la muerte moderna, cuyo nombre es apatía: vivir sin
padecer, vivir sin pasión» 10. Y, claro está, al huir espantados de las
cuaresmas de los demás y de las nuestras propias, de la compasión y
del padecimiento, multiplicamos el sufrimiento ajeno y nosotros mismos
caemos en la peor de las cuaresmas, la que K. Lorenz llamó «muerte
térmica del sentimiento».
El Espíritu que nos transmite el Resucitado es Espíritu del Padre,
que nos llena de la pasión de Dios por el mundo, de su compasión y
padecimiento en el interior del sufrimiento humano. Es, al mismo
tiempo, Espíritu del Hijo, que nos transmite aquella pasión de Jesús por
el futuro de los excluidos que le llevó al padecimiento de la Cruz. Es,
pues, un Espíritu «apasionado» en el triple sentido aludido más
arriba.
PARRESIA/APATIA: Sabemos que el Espíritu de la Pascua
transformó la apatía de los discípulos en parresía. Sabemos también
cuáles fueron sus costos. Pero ¿y si fuera cierto que el verdadero
enemigo de la vida no es el sufrimiento, sino la tristeza como extinción
del Deseo? Si eso fuera cierto, merecería la pena, sin duda,
«exponernos al Espíritu del Resucitado», que nos hace vulnerables al
padecimiento de los demás, y así recibir también en nuestro propio
sufrimiento la compasión de Dios.
3. Jesús denomina frecuentemente al Espíritu como «el Paráclito»,
expresión que, más que a un nombre, dice referencia a una función. La
traducción latina de esa palabra griega es «Advocatus», de la que
deriva la palabra castellana «abogado». Abogado (ad-vocatus) es el
que «es llamado cerca de uno» para que le defienda, esté con él, sea
su fortaleza en momentos de peligro, le sirva de consuelo...
Impresiona hasta la emoción aquel pasaje del primer Canto del
Siervo (ls 42,1-4) en que se afirma que Dios envía su Espíritu al Siervo
para que el Siervo «no desmaye ni se quiebre» en la misión. Lo normal
es que la caña se casque, que la mecha se apague y que el Siervo
llegue a decir un día: «he consumido mis fuerzas para nada» (49,4). La
función del Espíritu consiste en transmitir al Siervo la fortaleza
necesaria para que esto no suceda y, como consecuencia, para que la
caña quebrada no se parta y la mecha vacilante no se apague.
¿Quién podría negar la necesidad que tenemos de que Alguien
realice en nosotros hoy esa misma función, para que las dificultades
personales, eclesiales y sociales de la misión no nos quiebren también
a nosotros? Necesitamos más que nunca el Espíritu del Resucitado
como defensa, fortaleza y consuelo que nos ayuden a permanecer
unidos a él y proseguir su Causa. Cuando Jesús estaba con sus
discípulos, él mismo era su defensor, su fuente de fortaleza y consuelo
(Jn 17,12). Cuando él ya no está, esa función pasa al Espíritu Santo,
más allá de las limitaciones espacio-temporales de la existencia terrena
de Jesús. Por eso «os conviene que yo me vaya» (/Jn/16/07).
J/CREABA-ASOMBRO: Lo curioso es que, en la interpretación del
Evangelio de Juan, no son únicamente los discípulos quienes van a
necesitar un defensor a la muerte de Jesús. Lo va a necesitar el propio
Jesús para ser defendido a lo largo de la historia posterior. Defendido
en la verdad de su pretensión y procedencia, en la injusticia cometida
contra él y en su victoria sobre los poderes del mundo. ¿Cómo?
Justamente a través del nuevo ser y la nueva historia que van a
inaugurar sus seguidores. W. Brüggemann dice que una de las formas
en que Jesús evangelizaba a la gente era «creando asombro» 11. Es
como si la gente se dijera: «las cosas tan asombrosas que estamos
viendo y oyendo son prueba de que no estamos condenados a lo
mismo de siempre, a la continua frustración de nuestra esperanza. Un
futuro nuevo amanece con este hombre. Noticia Feliz». La Iglesia
naciente recibe también la misión de hacerle verdadero, justo y
victorioso a Jesús ante el mundo, a través del asombro que crean un
ser y un actuar «distintos», la ruptura con la eterna repetición de lo
mismo, la sacramentalización -signo e instrumento de un futuro nuevo y
mejor. «Si está sucediendo esto entre nosotros, y si sucede en virtud
del Espíritu de Jesús, Jesús tenía razón. Él es la verdad de nuestra
vida». Nuestra más profunda y real vocación.
Tenemos necesidad de ser defendidos. De enemigos exteriores, sin
duda -guerras, pobreza, dominación, cultura del vacío-, pero también
de los que anidan en nuestro interior. También Jesús ha de ser
«defendido» hoy en el sentido aludido por Juan. Exponernos al Espíritu
del Resucitado e implorar esa doble «defensa» debería convertirse en
una de nuestras plegarias más frecuentes. ¡Ven, Espíritu Santo!
GARCIA
JOSE A
SAL TERRAE 1994/03. Págs. 209-222
....................
1. J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo. Cristología en dimensiones
mesiánicas, Sígueme, Salamanca 1993, pp. 412 y ss.
2. El libro de E. FROMM, El corazón del hombre, FCF, México 1984, ofrece
aportaciones interesantes a este respecto y a otros que le son afines.
3. R. PANIKKAR, Paz y desarme cultural, Sal Terrae, Santander 1993, pp. 22 y
24.
4. Ibid.,caps. 7 y 8
5. Ver R. N. BELLAH Y OTROS, Hábitos del corazón, Alianza Universidad,
Madrid 1989, pp. 56-58. Sobre la ambivalencia del individualismo moderno puede
verse también el libro de V. CAMPS, Paradojas del individualismo, Crítica,
Barcelona 1993.
6. Ibid., pp. 297 y ss.
7. J. K. GALBRAITH, La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona 1992, pp- 30,
210, etc.
8. R. N. BELLAH Y OTROS, o.c., p. 316, citando a P.J. PALMER, Company of
Strangers: Christians and the Renewal of America's Public Life, Crossroad, New
York 1981, p. 155.
9. Ver, por ejemplo, los agudos y acertados análisis de A. BLOOM, El cierre de
la Mente moderna, Plaza Janés, Barcelona 1989, referidos principalmente al área
cultural norteamericana, y los de A. FINKIELKRAUT, La derrota del pensamiento,
Anagrama, Barcelona 1987, desde el área europea.
10. J. MOLTMANN, Un nuevo estilo de vida y Sobre la libertad, la alegría y el
juego, Sígueme, Salamanca 1990, p. 19.
11. La imaginación profética, Sal Terrae, Santander 1986, cap. 6.