Cristo es la Luz 

Cristo es la Luz ¿Qué significa la luz? La luz ilumina el 
mundo para que el hombre pueda ver y orientarse. Ilumina los 
caminos de la vida y pueden por eso ser recorridos. Es la claridad 
en la que el hombre puede orientarse. Pero toda luz terrestre es 
amenazada por las tinieblas y termina por ser ahogada en ellas. Por 
muy radiante que amanezca el sol sobre la tierra y por mucho que 
bañe en su luz todas las cosas, siempre se pone y el mundo se 
hunde en sombras y oscuridad. El sol terrenal sólo vence a las 
sombras por unas horas; incluso en esas horas no del todo. Su 
claridad, por más brillante que sea, siempre es una mezcla de luz y 
sombras. Pero lo que ninguna luz terrestre puede iluminar es la 
tiniebla del espíritu y del corazón humanos. La luz que el hombre 
ansía en lo más íntimo, no se encuentra en este mundo. El hombre 
anhela el esclarecimiento de la existencia, la interpretación de la 
vida, la solución de todos los enigmas, la respuesta a esas 
preguntas que siempre le queman: "¿Por qué? ¿Para qué?..." 
Anhela, en fin, una existencia clarificada. La claridad le podría llevar 
a liberarse de la opresión y la angustia, sobre todo de la angustia 
de que se le haya perdido el sentido de la existencia, de que quizá 
no le tenga. Sólo la vida iluminada y clara sería verdadera vida: vida 
en la alegría y felicidad, en la paz y en la salud. Quien pudiera darle 
la luz le daría la vida verdadera. Sin luz que ilumine la existencia, la 
vida es insegura y angustiosa, abandonada y paralítica.
En la tiniebla humana, Cristo grita: "Yo soy la luz del mundo." El 
es la verdadera y auténtica luz de la que no son más que símbolos 
todas las luces humanas. La luz terrenal sólo logra imperfectamente 
lo que Cristo hace. El es la luz, a cuyo brillo se esclarece la gloria de 
Dios y el sentido del mundo y que brilla desde el principio de la 
creación. Los hombres habrían podido verse a esta luz siempre 
auténticamente, es decir, como criaturas; habrían estado siempre 
iluminados por la luz de Dios y habrían tenido la posibilidad de 
entenderse a sí mismos correctamente. El mundo era para ellos 
revelación de Dios. Pero se cerraron a esa revelación y por eso 
perdieron la visión auténtica del mundo y de sí mismos. Cayeron en 
la locura de la autonomía, en la tiniebla, y ya no volvieron a 
entenderse, porque no se veían ni querían verse como criaturas de 
Dios; perdieron el camino y no lo volvieron a encontrar; por eso 
andaban errabundos y a tientas. En esa obcecación se robaron a sí 
mismos la verdadera vida libre y alegre. Las tinieblas y la muerte se 
hicieron sus vecinas. Representante y señor de la humanidad caída 
en las tinieblas es Satán. Matando el verdadero saber sobre sí 
mismos, mata en ellos la vida verdadera; es, por tanto, criminal y 
engañador.
CIEGO: Desde la Encarnación, la Luz brilla en las tinieblas. Cristo 
es quien trae la luz a las tinieblas de la historia humana. La curación 
del ciego de nacimiento es un símbolo de esto; en ese milagro no 
debemos ver sólo una ayuda momentánea que Cristo presta 
misericordiosamente a un hombre; si sólo tuviera ese sentido, sería 
un episodio insignificante en un mundo en que viven miles y 
millones de ciegos sin encontrar quien les cure; pero tiene gran 
importancia; en ese milagro se hace patente la función de Cristo 
ante la Historia y ante los mismos individuos. Cristo ilumina la vida 
humana de forma que sentimos que somos nosotros mismos; 
porque en Cristo logra el hombre la verdadera y clara mirada sobre 
sí mismo. En El se reconoce como criatura, como abandonado y, a 
la vez, como redimido. En El se ve como debe ser visto desde Dios, 
y logra así la verdadera medida y norma de su vida; pues Cristo le 
enseña a medirse y valorarse conforme a Dios, Cristo le lleva, pues, 
a la verdadera conciencia de sí mismo; toda otra conciencia es una 
ilusión. Sólo los iluminados por Cristo ven de veras: todo lo demás 
son pasiones y fantasías. Fantasean de superhombres, de hombres 
divinos, de paraíso terrestre. Sólo Cristo da un saber verdadero 
sobre la vida y el mundo. Quien ve el mundo a la luz de Cristo no se 
hace de los hombres ilusiones y esperanzas que no puedan ser 
cumplidas en la Historia; no cuenta con el progreso eterno, con una 
curva siempre ascendente de bienestar y armonía. Ve al mundo y al 
hombre con claridad y sin ilusiones, y sin embargo no es escéptico. 
Al ver los pecados y escombros de la tierra no cae en la desilusión 
o se resigna o desespera de forma que sólo pueda librarse por la 
diversión y distracción; para él ilumina Cristo con sus palabras de 
amor una nueva realidad, en la que el hombre puede poner su 
esperanza última e incondicional: esa realidad es el amor de Dios, 
que el hombre a la luz de Cristo ve destacarse en todas las sombras 
y tinieblas terrestres, en los peligros y amenazas de esta vida, en 
todas las traiciones y bajezas humanas, en las ruinas y catástrofes 
de la Historia. Sabe por eso hacia dónde debe volverse para 
transformarse amando a los hombres y a las cosas del mundo.
La iluminación de Cristo no es un fenómeno natural como la del 
sol, sino que es espiritual. Cristo es la Luz y el portador de la Luz 
por ser el Revelador. El hombre es, pues, responsable de oír y 
aceptar la Revelación. Puede cerrarse a ella con orgullo; el orgullo 
prefiere las tinieblas a la luz. No quiere reconocerse como criatura y 
se obceca en su orgullo, al precio de dejar sin resolver los enigmas 
de la vida y sin contestar las eternas cuestiones del por qué y para 
qué, al precio, pues, de una vida inauténtica, triste y esclava. El 
orgulloso y autónomo prefiere vivir en la noche y desesperación a 
vivir en la luz y la alegría, porque esto sólo puede alcanzarlo 
sometiéndose al Revelador. El desesperado, sea clara o confusa su 
desesperación, es responsable de ella: es culpable (Cfr. 
Eranos-Jahrbuch, 10, 1943. Tema general: "Cultos antiguos al sol y 
simbolismo de la luz en la Gnosis y en el Cristianismo antiguo"). El 
que se deja iluminar por Cristo, Revelador, logra la verdadera 
Vida.

TEOLOGIA DOGMATICA III
DIOS REDENTOR
RIALP. MADRID 1959.Pág. 270-280