Jesús
de Nazaret,
revelación de Dios mismo a los hombres
Los escritos del Nuevo Testamento son testimonio de la muy singular experiencia de Dios hecha por los discípulos y seguidores de Jesús. En tiempo del emperador Tiberio, en la remota Palestina, un grupo de gente sencilla, la mayoría pescadores de Galilea, y algunas mujeres del pueblo se sintieron atraídos por la figura de Jesús de Nazaret, que se presentaba como una nueva forma de profeta, con una autoridad doctrinal y moral muy distinta de la de los maestros religiosos habituales, confirmada con señales prodigiosas que parecían proceder de Dios.
Algunos llegaron a formar una auténtica comunidad a su alrededor y fueron testigos directos de lo que decía y hacía, y así llegaron a la convicción de que, finalmente, se cumplirían en Jesús las antiguas promesas que anunciaban una gran manifestación de Dios entre los hombres que había de cambiar el curso de este mundo. Era una esperanza inicialmente poco precisa, y seguramente lastrada de malentendidos, como reconocieron más adelante. Una esperanza que recibió un golpe brutal cuando, al poco tiempo, las autoridades religiosas de Israel, con la complicidad del poder político de los romanos, consiguieron condenar a Jesús a una infamante muerte de cruz, como blasfemo y embaucador del pueblo. Este final inesperado produjo en los discípulos como un desengaño y una desmoralización que uno de ellos expresaría con gran exactitud más adelante en un relato que se refiere a su estado de ánimo después de la muerte de Jesús: «Jesús de Nazaret era un profeta poderoso en obras y en doctrina, ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y los magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería quien redimiría a Israel; pero ya es el tercer día desde que sucedieron todas estas cosas» (/Lc/24/19-21).
J/RSD/NUEVA-CRC: El final trágico de Jesús, muy comprensiblemente, parecía poner fin a aquellas esperanzas que un hecho tan irreversible como la muerte revelaba como ilusorias. Pero he aquí que, después de muerto y enterrado, Jesús se les hizo presente una y otra vez de forma palpable y experimental, como viviente. Y aunque inicialmente se resisten a creerlo, han de admitir finalmente que Jesús efectivamente vive, que ha triunfado de la muerte y que toda su vida anterior y su misma muerte tienen un sentido querido por Dios, o es una nueva y definitiva manifestación de Dios y un inicio de lo que Dios quiere hacer en el mundo, de aquella «nueva creación» anunciada desde antiguo. Jesús resucitado, por medio del Espíritu de Dios que él envía al mundo, comienza a transformar el mundo y a hacer efectivo aquel «Reino de Dios» que había anunciado y que sus seguidores habían esperado. La experiencia del Resucitado y de la presencia del Espíritu produce en los discípulos un cambio muy radical que se puede expresar en las palabras que el mismo evangelista Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, después de la narración catequética de la venida del Espíritu, pone en boca de Pedro, dirigiéndose a una multitud de judíos: «Tenga por seguro toda la Casa de Israel que a este Jesús que vosotros crucificasteis Dios le ha constituido Señor y Mesías» (/Hch/02/36). Si la brutal experiencia de la muerte de Jesús había hecho tambalear la todavía débil e imperfecta fe de los discípulos, la experiencia de su resurrección y de la acción de su Espíritu les lleva finalmente a reconocer que aquel Jesús era, efectivamente, no sólo el «Mesías» (que en griego se traduce por «Cristo», es decir, el Ungido o Consagrado por Dios), tal como lo había anunciado y esperado la tradición del Antiguo Testamento, sino también el «Señor» que participa del señorío de Dios sobre todas las cosas.
J/RSD/FUTURO-MUNDO: Todo lo que hay de más específico en el cristianismo se fundamenta en esta extraordinaria experiencia pascual y postpascual de los discípulos. Es entonces cuando éstos descubren como un nuevo sentido y una nueva comprensión de todo lo que había sido la vida, las obras y las palabras de Jesús. Aquel que, una vez muerto, había sido resucitado por el poder de Dios, se les había manifestado como viviente y actuaba en ellos por la fuerza extraordinaria de su Espíritu; no había sido sólo un enviado humano de parte de Dios al mundo, sino que había sido una presencia del mismo Dios actuando en el mundo y en forma humana. Como dirían más adelante, «en El habitaba corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). El era «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), es decir, aquel en quien el mismo Dios invisible se había hecho presente y visible a los hombres; y por eso confiesan que «hay un solo Dios, el Padre, de quien proviene todo, ...y un solo Señor, Jesucristo, por medio del cual todo proviene de Dios» (2 Cor 8,6), de manera que «todo ha sido creado por El y para El, y El existe antes que todas las cosas, y todas subsisten en El» (Col 1,16-17).
Estos y otros textos del Nuevo Testamento dejan bien claro que Jesús no es considerado como un profeta más en la línea de los profetas del Antiguo Testamento, que intimaban a los hombres de parte de Dios su voluntad, o hablaban de su misterio. Los profetas hablaban palabras humanas de parte de Dios, o sobre Dios: pero Jesús, a la luz de la Pascua, es confesado como verdadera Palabra de Dios, la Palabra «por la cual fueron hechas todas las cosas», «que estaba en Dios y era Dios» (Jn I,1-3), es decir, Dios mismo manifestándose entre los hombres en forma humana: por eso es «la Palabra que se ha hecho carne y ha puesto morada entre nosotros», a través de la cual «hemos visto la gloria de Dios, gloria que recibe del Padre como hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14ss).
J/MESIAS/MESIANISMOS: Esta reinterpretación de lo que fuera el hombre Jesús de Nazaret como comunicación y revelación de Dios mismo, podríamos decir que se impone a los discípulos a la luz de los sucesos pascuales; y se impone, en cierta manera, como a contracorriente de lo que estaban capacitados para admitir y dispuestos a esperar desde su tradición judía. Es algo que rompe todos los esquemas del mesianismo terreno, nacionalista y glorioso, que parecía prometer una época de esplendor, de poder y de bienestar para el pueblo, otorgada por una intervención gloriosa y visible de Dios, que trastornaría las miserables condiciones político-sociales en que el pueblo vivía y le levantaría a un esplendor incomparable. Se derrumban estos esquemas y han de ser reconstruidos desde una difícil y nueva comprensión de un mesianismo más interior, en el que la acción de Dios es ofrecida a la responsabilidad de los hombres, en el que la fuerza de Dios es fuerza de conversión de los corazones, en el que el triunfo de Dios y de los suyos pasa por la humillación, la cruz y la muerte a manos de los hombres pecadores que rechazan esta forma de Reino de Dios en conversión y responsabilidad, en humildad y solidaridad.
Todo esto va obligando a los seguidores de Jesús a cambiar sus ideas -aún demasiado humanas- sobre Dios y sobre los modos de su revelación, en un sentido del que ni ellos mismos podían tener inicialmente plena conciencia. El Dios que se había manifestado en Jesús ya no era sólo el Dios que se manifestaba en la gloria y en el poder sobre el mundo y sobre el mal; era un dios que podía manifestarse también en el amor solidario de los hombres, con una solidaridad tal que podía hacer suyas todas las debilidades, las humillaciones y los sufrimientos de la condición humana; un Dios que amaba tanto a los hombres y respetaba tanto su libertad que ya no parece que tuviera ningún poder sobre ellos, sino que más bien eran los hombres los que tenían poder para crucificarlo y eliminarlo.
J/REVELADOR-DE-D: Jesús deviene así una nueva revelación de Dios. Dios aparece en El de una forma aparentemente muy distinta de la que hasta entonces los hombres habían imaginado. El Dios de Jesús parece un Dios nuevo e inaudito: pero en realidad no es más que el verdadero «Emmanuel» de la antigua profecía: el «Dios con nosotros», en un sentido mucho más profundo y radical de lo que se habría podido pensar. El rompe las imágenes excesivamente humanas de Dios, fijadas sólo en El como Poder absoluto, remoto, dominador y justiciero. Son las imágenes a las que el hombre pecador, hechizado por la majestad del poder, se agarra en un afán de hacer a Dios a su imagen. Jesús viene a revelarnos la verdadera imagen humana de Dios, la auténtica imagen de Dios que hay en el hombre: Dios-acogida, Dios-perdón, Dios-comunión, Dios-solidaridad, Dios-compasión, Dios-gratuidad, Dios-amor. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo unigénito» (Jn 3,16; cf. l Jn 4,7ss). En el fondo, como hemos intentado mostrar en la primera parte de este libro, todo esto estaba en suficiente continuidad con el núcleo de la revelación de Dios que se hallaba en el Antiguo Testamento. Pero representaba, sin embargo, una radical ruptura con las maneras habituales de entender aquella revelación en los tiempos de Jesús e incluso en todos los tiempos.
Precisamente por eso Jesús fue rechazado y condenado como blasfemo: representaba un Dios que no correspondía con la imagen habitual, convertida en ortodoxia. Los hombres preferían un Dios-poder (que esperaban manipular en interés propio) antes que un Dios-amor, solidaridad y comunión, que sólo interpelaba, como impotente, al amor, a la solidaridad y a la comunión.
Jesús y el Espíritu como nueva revelación de Dios
Los seguidores de Jesús, en la experiencia de la acción de su Espíritu, adquieren, pues, conciencia de que en Jesús y en el Espíritu se les ha dado una nueva revelación del antiguo Dios de los Padres. Jesús y el Espíritu han llegado a ser para ellos unos nuevos reveladores de las profundidades de Dios, en los que se han manifestado los designios de Dios sobre la historia humana de una manera que sobrepasaba todo lo que hasta entonces se había podido sospechar. Intentemos ser capaces de captar toda la exultación gozosa con que San Pablo pondera la novedad y grandeza de esta nueva revelación, que desborda tan eminentemente todas las promesas antiguas,
«según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él (Cristo) se propuso de antemano para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra»...
«...En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, la Buena Nueva de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria...».
«...no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones para que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cual es la esperanza a que habéis sido llamados por él... y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos... Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza Suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo...» (/Ef/01/07-23).
Es tan grande la exultación de Pablo ante el gran hallazgo que representan Cristo y el Espíritu, y es tan fuerte su interés en compartirla y en que sea plenamente valorada por los creyentes, que sigue todavía en muchas páginas:
«Según esto, leyéndolo podéis entender mi conocimiento del Misterio de Cristo; Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio... A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo ha sido realizado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3,4-9).
Es este gozo del gran hallazgo, del descubrimiento de lo que había «estado escondido desde todos los siglos» en Cristo, tal como se expresa profusamente en esta carta a los Efesios, lo que en otras cartas, de una manera más sobria, lleva a San Pablo a presentarse como el Apóstol escogido por Dios, y no por voluntad propia, para anunciar esta «buena nueva» incomparable (Rom 1,1-2; 16,25-27; I Cor 1,1; 2,1-16; 2 Cor 1,1; Gal 1,1; 1,11-12, etc.).
San Juan expresa también a su manera la novedad que representa Cristo, contraponiendo su revelación de gracia y plenitud a la antigua revelación de Moisés y de la ley:
«Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha comunicado» (Jn I ,16-18).
Es preciso, sin embargo, subrayar de qué forma Jesús y el Espíritu nos hacen conocer a Dios, de qué manera se hace esta revelación del «misterio de Dios», de la cual nos hablan Pablo y Juan.
No se trata propiamente de una «explicación» nocional o conceptual del misterio de Dios que pusiera al alcance de nuestra comprensión intelectual aquel misterio primordial y fontal, como si por este camino se hiciera comprensible a nuestro entendimiento y dejara de ser misterio. Esto es radicalmente imposible. Nuestra mente será siempre demasiado pequeña para alcanzar el Infinito; demasiado burda para poder penetrar todas las innumerables riquezas de su ser autosuficiente y eterno, tan por encima de todo lo que podemos imaginar y comprender. La revelación de Dios en Jesús y en el Espíritu no se hace en forma de explicación o comunicación conceptual a nuestro entendimiento, sino en forma de presenciación y de donación del misterio como misterio de amor, de acogida gratuita, de comunicación, de invitación a participar de su vida y de su plenitud de gozo. El misterio permanece misterio para nuestra limitada capacidad e inteligencia; pero deja de ser aquel misterio remoto, lejano, imponente, que nos aplasta con su grandeza: el «mysterium tremendum», de que hablan los filósofos de las religiones, se convierte para nosotros en «mysterium amoris», misterio de infinita benevolencia y solidaridad, que ciertamente no podremos jamás comprender, pero del que no podremos jamás dudar que está a favor nuestro, que es «Dios-con-nosotros», irreversiblemente fiel a nosotros en el amor que le ha movido a querer vivir con nosotros y como nosotros, hasta morir por nosotros en una horrible muerte de cruz. Nuestra mente no puede de ninguna manera comprender la plenitud de ser de Dios, pero Dios ha querido al menos, como decía San Pablo en el texto que hemos citado, que quedaran a plena luz «las disposiciones del misterio escondido desde todos los siglos en Dios». Podríamos muy bien decir: aunque no podamos llegar a comprender el misterio de su ser infinito, Dios ha querido que en Jesús y en el Espíritu tuviéramos al menos la certeza de sus disposiciones respecto a nosotros, de su amor absolutamente gratuito, absolutamente incondicional, sencillamente infinito.
Hay personas que, al oír que se habla de Jesús como revelador de Dios, creen que no tenemos más que ir al Evangelio para encontrar allí algunos pasajes en que Jesús explique quién es Dios, cuál es su esencia, sus atributos y tantas cosas sobre el ser de Dios como los teólogos se afanan por averiguar. La decepción de estas personas será total: el Evangelio habla muy poco de estas cosas. No es con palabras magisteriales ni con lecciones de teología como Jesús revela el misterio de Dios, sino con su ser entre nosotros, con su vivir y actuar. Jesús no revela a Dios explicando cosas sobre Dios -como intentamos hacer muy torpemente los teólogos-, sino siendo la presencia del mismo Dios entre nosotros, viviendo y actuando entre nosotros como Hijo de Dios, como Enviado y Palabra viva, plena y total de Dios mismo, que ha venido «a hacer morada entre nosotros». El misterio de Dios ya no es entonces algo que queda fuera, en un más allá inasequible al que Jesús, desde nuestro más acá, sólo podría hacer referencia con indicaciones misteriosas, como han hecho todos los maestros religiosos. El misterio de Dios es Jesús mismo; Dios, que desde su más allá ha saltado a nuestro más acá; el Hijo y la Palabra de Dios mismo, es decir, el amor, la vida, la autocomunicación de Dios mismo, se ha hecho realmente presente en nuestro mundo en las condiciones de nuestra finitud y temporalidad.
Así pues, la revelación cristiana de Dios de ninguna manera ha de ser entendida como una revelación de enunciados nocionales o proposiciones doctrinales sobre Dios y su misterio; la Biblia no es el libro donde se contendría el conjunto de tales proposiciones o enunciados. Son las formas de religión que se denominan «gnósticas», y que con razón la Iglesia rechazó desde un principio, las que creen en una revelación divina en forma de doctrinas desveladoras del misterio, contenidas en libros sagrados. La Biblia no nos da ninguno de estos sistemas de enseñanzas misteriosas sobre el ser de Dios, sino que nos ofrece el testimonio de los hechos de Dios, de la actuación de Dios en nuestra historia humana, que comienza con la creación libre y amorosa del mundo, continúa con el acompañamiento que Dios hace de los hombres en las promesas, la alianza, los profetas... y culmina con la intervención definitiva del mismo Dios en nuestra historia, hecho presente en Jesús de Nazaret y permanentemente actuante con la fuerza del Espíritu que nos es dado. Por más que una insistencia, no siempre bien enfocada, en la necesidad de atenerse a las formulaciones dogmáticas ortodoxas pueda a menudo dar una impresión contraria, el cristiano no es primariamente un hombre que cree en determinados dogmas, enunciados o proposiciones sobre Dios: esto, como decíamos, es más bien propio de los gnósticos. El cristiano es el que cree en la acción de Dios mismo en la historia humana: una acción que, mirada desde nuestro mundo, es ella misma histórica, con un inicio y un desarrollo gradual, que culmina con la presencia de Dios mismo en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre histórico, Palabra, Comunicación plena y total de Dios a nuestra historia humana; una presencia que continúa activa y operante en esta historia por la acción permanente del Espíritu de Jesús. FE/OBJETO: El objeto primero y directo de la fe no son los enunciados dogmáticos, sino Dios mismo y su actuación en nuestra historia; las formulaciones dogmáticas son algo derivado y secundario: expresan sólo las normas que nos permiten hablar de una manera coherente y responsable sobre aquella actuación de Dios. En este sentido, San Juan hace decir a Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no va por mí. Si me hubierais conocido a mí, habríais conocido a mi Padre... Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre... Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mí...» (/Jn/14/06-11). Es decir: Dios no es algo por encima, más allá de Jesús: Dios es el que se ha hecho presente, se ha comunicado plenamente en Jesús. Quien busque a Dios más allá de Jesús, como si pudiera haber todavía una revelación o comunicación más profunda del misterio de Dios, no sabe lo que busca. Porque el misterio de Dios es un misterio de amor infinito que no se nos puede comunicar de mejor manera que con la comunicación personal y total de Dios que es Jesús. Esto lo expresó de manera maravillosa nuestro místico San Juan de la Cruz, con palabras que son el mejor comentario al texto del evangelista Juan que acabamos de citar:
«(En la encarnación) Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que antes hablaba en partes a los profetas, ya lo ha hablado todo en su Verbo, dándonos el Todo que es su Hijo. Por lo cual el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna otra cosa o novedad. Podría responderle Dios...: Si te tengo ya hablado todas las cosas en mi Palabra, y no tengo otra, ¿qué te puedo responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en El, que en El te lo tengo todo dicho y revelado... Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en El los ojos lo hallarás en todo. El es toda mi locución y respuesta, toda mi visión y mi revelación... » (1).
Desde este punto de vista es imposible intentar establecer una adecuada separación y distinción entre un «Dios en sí», plenamente trascendente en su más allá y en su misterio remoto, y un «Dios para nosotros» comunicado en Jesucristo y en el Espíritu. Es el mismo «Dios en sí» quien se nos ha comunicado real y efectivamente en Jesús y en el Espíritu: es todo el misterio de Dios mismo, «la plenitud de Dios», como decía San Pablo, lo que ha sido puesto a nuestro alcance cuando Dios ha decidido hacernos esta amorosa y gratuita comunicación de sí mismo. Con esto no quiero decir que ahora ya podamos comprender nocionalmente el misterio de Dios, que necesariamente permanece para nosotros incomprensible e inefable. Quiero decir, sin embargo, que el misterio de Dios no es algo por encima de, fuera de, distinto del misterio de Cristo y del Espíritu. Cristo y el Espíritu no son algo menos que Dios, distinto del misterio de Dios: son el mismo misterio de Dios tal como se nos puede comunicar a nosotros (2).
En este sentido se puede decir que el Cristo, Hijo, Palabra, Comunicación de Dios mismo en forma humana, y el Espíritu, Fuerza y Vida de Dios otorgada a nuestro espíritu, nos abren el acceso al misterio de Dios. Gracias a estas manifestaciones de Dios mismo, sabemos que Dios no es un ser tan Absoluto y tan cerrado sobre sí mismo y sobre su trascendencia que no pueda comunicarse tal como es fuera de sí mismo: sabemos que Dios no sólo es Ser Absoluto, sino que es Palabra y Comunicación, es Vida y Vivificador, y esto, por así decir, no sólo dentro de sí y en su eternidad bienaventurada, sino también hacia afuera, capaz de saltar fuera de sí y de entrar, como en casa propia, en el ámbito de la finitud y del tiempo y del espacio.
Esta manera de comprender a Cristo y al Espíritu obliga a una revisión profunda, e incluso revolucionaria, de la imagen de Dios que podría resultar de reflexiones puramente filosóficas. Dios no es un Absoluto estérilmente cerrado sobre sí mismo, incapaz de relacionarse, sino más bien un absoluto de relación y de comunicación y de vida, con una comunicación y vida esenciales y eternas en su seno, que pueden pasar a ser comunicación libre, gratuita y temporal fuera de su seno, si quiere y cuando lo quiera. Porque Dios es Palabra y Vida esenciales y eternas, es por lo que puede autocomunicarse como Palabra y Vida en la temporalidad. Podríamos decir que, si Dios no tuviera esencial y necesariamente y desde siempre su Palabra y su Vida, de ninguna manera se podría jamás decir que Cristo o el Espíritu fueran verdaderamente Palabra y Vida de Dios. Si «Dios en sí», en su trascendencia y eternidad, fuera como mudo y sin Palabra, inerte y sin vida, o sólo con aquella vida, que le asignaba Aristóteles, de eterna autocontemplación exclusiva de sí mismo, permanecería por siempre mudo e inerte, y nunca se habría podido comunicar por el Hijo-Palabra y por el Espíritu. Dicho de otra forma: el Hijo-Palabra y el Espíritu pertenecen a la realidad de Dios y a su misma esencia: son los que hacen que la realidad de Dios sea comunicable y sea efectivamente comunicación.
Este es el sentido más profundo en que decíamos que Jesús y el Espíritu son reveladores del misterio de Dios, en la medida en que se puede revelar. Al dársenos a conocer como revelación y comunicación de Dios mismo -y no sólo como palabra humana sobre Dios, como era la de los antiguos profetas-, nos dan a conocer que en Dios hay Palabra y Comunicación, hay Espíritu y Vida. Podríamos, quizá, llegar a afirmar que la manera como Dios se nos comunica nos deja entrever lo que podríamos denominar la esencial estructura comunicatoria de Dios. Si Dios es Quien se comunica y se da como Padre por el Hijo y por el Espíritu, Dios es un principio de comunicación y de autodonación en que se realiza como Padre, Hijo y Espíritu. Y si el Hijo y el Espíritu no fueran algo del mismo ser comunicativo de Dios, no nos podrían comunicar a Dios, porque nada inferior a Dios puede ser comunicación del mismo Dios. Con otras palabras, si el Hijo y el Espíritu quedan del lado del más acá del misterio de Dios, este misterio permanece incomunicado e incomunicable. Sólo admitiendo que el Hijo y el Espíritu forman, con el principio que denominamos Padre, el mismo misterio del ser. la comunicación y la vida de Dios, podemos admitir que la irrupción y presenciación del Hijo y del Espíritu en este mundo son una verdadera presenciación e irrupción del mismo misterio de Dios entre nosotros. Para decirlo ya sumariamente: si Dios se comunica y se revela, es porque, a pesar de ser el misterio fontal, absoluto y trascendente a todo, posee en sí mismo y en su esencia la Palabra capaz de comunicarlo tal como es y el Espíritu o fuerza capaz de hacer efectiva esta comunicación: si Dios no tiene en sí mismo y como realidad propia estos principios de comunicación, Dios no podrá comunicarse, no podrá salir de sí mismo: será, como decíamos, un Dios mudo e inerte, un Dios muerto (3).
Es así como se nos abren las perspectivas del misterio trinitario de Dios, del cual tendremos que hablar todavía. Ahora, sin embargo, hemos de pasar a hablar más en concreto de la manera en que históricamente se nos ha comunicado Dios en Jesús de Nazaret.
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(1) SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo II, cap. 22.
(2) RV/MISTERIO:Esto lo ha expresado con particular vigor A. TORRES QUEIRUGA. Creo en Dios Padre, Santander 1987 p. 161: «Imaginemos que Dios decide manifestarse de una manera absolutamente clara e inequívoca a los hombres. ¿Cómo lo hará, si es esencialmente invisible? Tendrá que adoptar alguna forma concreta, la cual por eso mismo ya no sería El, que es el Ser que supera toda forma (delimitada)... La máxima evidencia se nos volvería el máximo engaño... Lo que es admirable no es que sea difícil captar a Dios, sino que, a pesar de esto, pueda haber comunicación de Dios; es decir, cómo Dios se puede hacer presente en la vida y la historia del hombre, salvando el abismo de su diferencia infinita. Esta es la maravilla del misterio de la revelación».
(3) He intentado resumir aquí, en forma elemental, el enfoque propuesto por Karl RAHNER en su trabajo «Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate» (Escritos de Teología IV, Madrid 1961, pp. 105-138). Allí se establece con lenguaje más técnico el principio de que «la Trinidad económica es la inmanente, y viceversa». El mismo enfoque había adoptado J. RATZINGER en Introducción al cristianismo, Salamanca 1969, pp. 133ss. Algunos han criticado el principio de Rahner tomando su segunda parte -«y viceversa»- en un sentido reductivo, como si Dios no fuese más que su economía o manifestación temporal, y como si esta manifestación fuera la misma esencia necesaria de Dios. Esto sería una especie de hegelianismo que implicaría que Dios se ha de encarnar necesariamente, y que Dios no tiene otra realidad inmanente que la de su manifestación económica. Es evidente que Rahner cree que la manifestación económica de Dios -la encarnación- es un acto libre de Dios; por tanto, su principio no hay que interpretarlo en un sentido reductivo de la inmanencia divina a su economía. sino en un sentido meramente asertivo o manifestativo: cuando Dios decide libremente autocomunicarse a los hombres, se manifiesta tal como es en sí mismo y en su inmanencia; y su inmanencia es lo que se manifiesta. No es que su inmanencia se reduzca a su economía, pero sí que la inmanencia se ha de manifestar en la economía, de manera que ésta no manifieste otra cosa distinta de Dios tal como es en sí mismo. De otra forma, no habría verdadera autocomunicación de Dios mismo, sino de otra cosa. Puede verse: Y.M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 454ss.; G. LAFONT, Peut-on connaître Dieu en Jésuchrist?, París 1969.
JOSEP
VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988. _PRESENCIA-TEOLÓGICA .Págs. 113-123