EL ROSTRO DE JESÚS
«Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros hemos visto su gloria, la que corresponde al Hijo único del Padre. En El todo era amor y fidelidad... En El estaba toda la plenitud de Dios, y todos recibimos de El...» (Jn 1,14.16).
J/PERSONALIDAD: La originalidad y la autenticidad de la espiritualidad cristiana consiste en que seguimos a un Dios que asumió la condición humana. Que tuvo una historia como la nuestra; que vivió nuestras experiencias; que hizo opciones; que se entregó a una causa por la cual sufrió, tuvo éxitos, alegrías y fracasos, por la cual entregó su vida. Ese hombre, Jesús de Nazaret, igual a nosotros menos en el pecado, en el cual habitaba la plenitud de Dios, es el modelo único de nuestro seguimiento.
Por eso el punto de arranque de nuestra espiritualidad cristiana es el encuentro con la humanidad de Jesús. Eso le da a la espiritualidad cristiana todo su realismo. Al hacer de Jesús histórico el modelo de nuestro seguimiento, la espiritualidad católica nos arranca de las ilusiones del «espiritualismo», de un cristianismo «idealista», de valores abstractos y ajenos a experiencias y exigencias históricas. Nos arranca de la tentación de adaptar a Jesús a nuestra imagen, a nuestras ideologías y nuestros intereses. Nuestra espiritualidad tiene que recuperar el Cristo histórico. Esta dimensión a menudo ha quedado ensombrecida en nuestra tradición latinoamericana. Esta tiene una tendencia a deshumanizar a Jesucristo; a asegurar su divinidad sin poner de relieve suficientemente su humanidad, con todas sus consecuencias. Jesús «poder», extraordinario, milagroso, puramente divino, oscurece al Jesús como modelo histórico de seguimiento.
J/CAMINO-CON-D: Jesús de Nazaret es el único camino que tenemos para conocer a Dios, sus palabras, sus hechos, sus ideales y sus exigencias. En Jesús se nos revela el Dios verdadero: poderoso, pero también pobre y sufriente por amor; absoluto, pero también protagonista de una historia humana, y cercano a cada persona.
Sólo en Jesús histórico conocemos realmente los valores de nuestra vida cristiana. Existe el peligro de formular estos valores a partir de ideas y definiciones: «la oración es esto..., la pobreza consiste en esto otro..., el amor fraterno tiene tales características...». Pero así como no sabemos quién es Dios si no lo descubrimos a través de Jesús, tampoco sabemos realmente lo que es la oración, la pobreza, la fraternidad o el celibato sino a través de la manera como Jesús realizó estos valores. Jesús no es sólo un modelo de vida, es la raíz de los valores de la vida.
Así, todo seguimiento de Jesús comienza por el conocimiento de su humanidad, de los rasgos de su personalidad y de su actuar que constituyen de suyo las exigencias de nuestra vida cristiana.
Este conocimiento, sin embargo, no es el resultado de la pura ciencia bíblica o teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor, propios de la sabiduría del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de conocer al Señor que seguimos «contemplativamente» con todo nuestro ser, particularmente con el corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como un seguidor y no como un investigador. Aquí vemos otra vez lo original de la espiritualidad cristiana: no conocemos a Jesús sino en la medida en que buscamos seguirlo. El rostro del Señor se nos revela en la experiencia de su seguimiento. Por eso la cristología católica es una cristología contemplativa que lleva a la praxis de la imitación de Jesús.
Ahora bien, no pensemos que es fácil este conocimiento contemplativo e imitativo de Jesús. Va más allá del análisis y de la razón. San Pablo nos habla de una «sabiduría escondida venida de Dios» (1 Cor 1,30; Ef 1,9) y nos habla también que le fue revelado el conocimiento del Señor (Gál 1,16), de cara al cual tuvo todo lo demás por pérdida (Fil 3,8). La revelación de Cristo en nosotros, la cristología contemplativa de que hablamos es don del Padre. Requiere en nosotros, para ser recibida como sabiduría y no sólo como ciencia, una gran pobreza de corazón y los dones del Espíritu Santo, que sopla donde quiere.
Podemos disponernos a esta revelación contemplativa de Jesús adentrándonos con fe en el Evangelio y disponiéndonos como discípulos a aprender lo que esta Palabra nos enseña del Señor. Podemos estar en posesión de una sólida cristología y de una exégesis, pero éstas nunca reemplazan a la contemplación del Evangelio. Este nos transmite lo que más intensamente impresionó a los apóstoles y a los primeros discípulos, recogido en la tradición de las primeras comunidades como el recuerdo más significativo para la fe y el corazón de los cristianos. «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo, que es vida, les anunciamos...» (1 Jn 1,1).
Por eso el Evangelio es irreemplazable. Encontramos en él la cristología como sabiduría y la imagen de Cristo como mensaje inspirador de todo seguimiento. Encontramos una Persona susceptible de ser imitada por amor. Este amor contemplativo, de suyo y progresivamente, nos lleva a la imitación de Jesús, que es la mejor garantía del seguimiento.
Esto no implica caer en un «historicismo» literal en torno al Jesús del Evangelio que olvide que nuestra imitación se refiere antes que nada al Cristo de la fe, tal como la Iglesia lo comunica. Precisamente este Cristo de la fe que transmite la Iglesia está en continuidad con el Evangelio y a su vez garantiza la objetividad de nuestra contemplación, que con todo derecho quiere apoyarse en los Evangelios transmitidos por la Iglesia como estímulo de nuestra conversión.
Jesús de Nazaret
Cuando queremos precisar la imagen humana de Jesús y su mensaje cristológico nos situamos ante una tarea imposible de llevar a una consecución definitiva. Por de pronto, la personalidad que nos transmiten los Evangelios es imposible de comprender y abarcar. Es tan radicalmente paradójica y contrastante para nuestras referencias, que escapa a cualquier clasificación. Cuando nos parece que ya lo conocemos, se nos vuelve a diluir con rasgos nuevos que no habíamos descubierto y que desdibujan nuestro esquema anterior. La contemplación de Cristo nos introduce en una personalidad inagotable.
Con todo, cada uno de nosotros tiene una imagen personal del Señor. Más o menos fundada, más o menos inconsciente, formando parte de una cristología que influye en nuestro ser y en nuestro actuar cristianos. Aunque no nos demos cuenta, en esta imagen que nos hacemos de la personalidad de Jesús entra nuestro propio modo de ser, nuestra propia psicología y las formas de nuestro egoísmo. Estamos siempre en peligro de deformar, según nuestros propios condicionamientos, la verdadera personalidad del Señor. Tendemos a hacer a Jesús a nuestra imagen y semejanza, a nuestra medida, justificando nuestras mediocridades e infidelidades. A adaptar a nosotros el mensaje de la personalidad de Cristo y no nosotros a él. La sola manera de escapar a esta permanente tentación será la vuelta permanente a la contemplación del Cristo de los Evangelios. De otra manera transformaremos la cristología en proyección personal y la praxis cristiana en ideología, en la cual tomamos los aspectos del Evangelio que convienen a una posición personal o ideológica ya tomada.
¿Cuál es el mensaje del Evangelio sobre la personalidad del Señor?
J/ORACION: En primer lugar nos presenta la dimensión religiosa de Jesús. Una persona profundamente ligada al Padre, en comunicación con El, dependiente de su voluntad. Un hombre que cultivó permanentemente esta intimidad y cuya oración es un signo evidente de ello. La oración de Cristo es algo impresionante. En medio de su actividad, a menudo se retiró a orar y pasaba noches en oración (Mc 1,35; Lc 4,42; etc.). Los momentos cruciales de su vida, y en los que fue particularmente tentado, estuvieron marcados por largos momentos de plegaria (el ayuno de los cuarenta días, Getsemaní...). Jesús estaba enteramente entregado al Padre.
Esta entrega, expresada permanentemente en su oración, trasciende su propia situación personal o cultural. Jesús oró realmente, como una necesidad de su humanidad de comunicarse con su Padre y de expresar su amor a El. En ello es perfectamente hombre. Esta comunicación con el absoluto de Dios es propia de la naturaleza humana y la posibilidad de realizarla no está ligada a formas de culturas pretécnicas o a formas religiosas «rurales» (en que vivía la Palestina de entonces). La forma de relación de Cristo con su Padre es normativa y no cultural; trasciende las contingencias de una época y de una forma religiosa.
J/H-DE-D/H-DE-LOS-HH: Esta vida contemplativa de Jesús, que estuvo en el centro de su personalidad, no lo apartó ni hizo ajeno a los demás hombres, ni a los conflictos humanos, ni reemplazó la existencia de su misión. Así como Jesús es el hombre de Dios, es igualmente el hombre de los hombres, el «hombre para los demás». El Evangelio es tan significativo en este aspecto como en el anterior. Este profeta, este Maestro y taumaturgo, este hombre de Dios era absolutamente asequible. Las multitudes lo siguieron y lo envolvieron, y en los períodos que escapó de ellas se dio enteramente a los apóstoles y discípulos. No alejaba, no bloqueaba, no inhibía (Mt 9,20ss). Daba confianza para acercarse en cualquier momento, hasta el punto que su actividad aparece más hecha de interrupciones y de imprevistos que de sus propios planes. Estos quedaron destrozados por su actitud de total entrega, hasta el punto que no le quedaba tiempo para comer y a menudo tenía que huir (Jn 6,15).
Esta es la gran paradoja de Jesús, y en esto queda como norma inagotable del seguimiento. Porque en este aspecto todos somos algo desequilibrados, condicionados por nuestro carácter e ideología. Tendemos a hacer del cristianismo algo o marcadamente trascendente (relación a Dios) o encarnado (entrega al hermano), descuidando una u otra dimensión. No nos basta para solucionar el problema una teología de la unidad de las dos naturalezas de Cristo en su persona. Tenemos que contemplar imitativamente la praxis de Jesús, y esta imitación en el amor nos llevará al equilibrio, del cual El es el único Maestro. Maestro de la síntesis de la contemplación y del compromiso, de la absorción en el absoluto de Dios y de la entrega a los demás hasta el extremo (Jn 13,1).
Jesús es también modelo de seguimiento en la calidad de su entrega. Esta, en El, es personalizante y reviste la forma del don de su amistad. Jesús no hizo de su pastoral algo masivo. Trató a todos y cada uno como una persona única e irrepetible (Lc 4,40) y entregó a todos el prejuicio de su simpatía y amistad. En forma universal. Su amistad protege a los niños (Mc 10,14), libera a la mujer (Jn 4,1ss) y rompiendo los prejuicios de su época se ofrece a los pecadores, a los lisiados, a las prostitutas, a los publicanos, a los recaudadores de impuestos, a los soldados, a los funcionarios, a los pobres y a los esclavos... Al mismo Judas, que hacía tiempo no creía ya en El, lo trata como un amigo hasta el final («Amigo, con un beso entregas al Hijo del hombre...» [Mt 26,50]). Esta expresión en los labios de Jesús no es una ironía.
La acogida fraternal que Jesús ofreció a todo hombre es normativa. Con realismo, sin ilusiones ni ingenuidades, al modo del mismo Cristo, que «no se dejaba engañar porque sabía muy bien lo que había dentro de cada hombre» (Jn 2,25), y que así y todo se entregó con caridad inagotable. Esta fraternidad de Jesús no tuvo para El grandes compensaciones. Quedó siempre un hombre radicalmente solo e incomprendido, hasta la resurrección. Supo equilibrar una vez más, en una síntesis admirable, la soledad del profeta con la fraternidad del hermano.
Otro rasgo de personalidad humana de Jesús es la atracción de su mensaje. Esto es de gran significación para la pastoral de hoy y para la fuerza de la evangelización. No basta que el mensaje que entregamos sea verdadero; es necesario que atraiga a la conversión y lleve al seguimiento, como en el caso de Jesús. Después del Sermón del Monte, como lo relata san Mateo, todos quedaron asombrados, porque hablaba no como los escribas y fariseos, sino «como quien tiene autoridad...» (Mt 2,29). «Nunca nadie habló como ese hambre... ».
Resulta bastante asombroso el impacto y la atracción de una palabra que ha perdurado por los siglos, que transformó hombres y sociedades y que hoy es la fuente inspiradora de millones de seres humanos. Resulta asombroso porque fue pronunciada por el hijo de un carpintero, en un contexto cultural muy simple, ajeno a las corrientes filosóficas y religiosas dominantes. Fue pronunciada en forma sencilla, utilizando ejemplos y parábolas de la vida diaria, en un tiempo en que los oradores políticos y religiosos se multiplicaban. Pero había «algo» en su mensaje que hacía decir que nadie antes había hablado como ese hombre. Esto era tanto más notable cuanto que Jesús rechazó explícitamente el liderazgo y la oratoria política, en circunstancias que ese liderazgo era fuente de prestigio ante la situación romana.
Esta atracción del Señor se debía a la adecuación que existía entre su persona, sus hechos y sus palabras. Transparentaba una sinceridad y una lealtad que hacía que su palabra fuera decisiva, para bien o para mal, como aceptación o como repulsa. Sin olvidar que el discurso de Jesús, como el de todo hombre, estuvo sujeto a la mala interpretación y a la ambigüedad. Su mensaje también fue «utilizado», y aunque anunció el Reino de Dios, al fin de su vida el sanedrín y el poder romano lo acusaría de «político y subversivo». «Si este hombre sigue hablando así, todos se Irán con él, y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra raza» (Jn 11,48). Es bien sabido que el anuncio del Reino -la pastoral- , por su misma naturaleza, tiene una vertiente de crítica social, y que ello, para el pastor y para el profeta, es fuente de conflictos y malos entendidos. Para el poder constituido, que quisiera reducir el mensaje a lo privado, éste se excede, es ambiguo, ilegítimamente político. Jesús aceptó y asumió las consecuencias de la conflictividad social de su mensaje. En esto también nos comunica una sabiduría pastoral.
La personalidad de Jesús está también marcada por la fidelidad a su misión. Es de los rasgos más impresionantes del Evangelio. Jesús tiene una meta, un ideal, una entrega, y los sigue hasta el fin. Nada lo aparta de su misión, ni los fracasos, ni las incomprensiones, ni la soledad, ni el alejamiento de sus amigos y discípulos, ni la cruz, ni -sobre todo- la tentación que lo acosó a través de su vida pública, de utilizar su poder divino en la realización de su misión y no la vía de la kénosis (Flp 2,6ss).
La fidelidad de su misión lo llevó a crisis sobre crisis, hasta culminar en la soledad oscura de la crucifixión. En Cafarnaún, cuando el anuncio de la Eucaristía escandaliza y muchos lo abandonan, busca apoyo en los Doce, pero al mismo tiempo deja entrever que nada lo apartaría de su camino y estaba dispuesto a seguir solo. «¿Acaso ustedes también quieren dejarme?». Pedro contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios...» (Jn 6,66ss). En todo este proceso, en Jesús no hay rastro de amargura, de desaliento, de escepticismo. Está lleno de un ideal y traspasado por su entrega al Padre y a sus hermanos, y este amor es más fuerte en El que el eventual apoyo de los demás y que la dureza de corazón que advertía en los más cercanos a El. Por ellos fue aceptado, pero nunca plenamente comprendido. En Jesús se une la universalidad de una misión con la soledad del profeta. Sólo la luz de la contemplación cristiana y el don del Espíritu que se nos da como sabiduría con el contacto con el Señor nos puede hacer penetrar en esta actitud misteriosa y paradójica de un anonadamiento fiel hasta la muerte. Intuimos que esto es esencial en el seguimiento y que la entrega de nuestra vida constituye la esencia del apostolado.
En su misión Jesús supo esperar la hora de Dios para las personas y los acontecimientos. Esto es sabiduría y no ciencia pastoral. Cristo fue el maestro y pedagogo que esperó la madurez de las personas, con respeto, sin usar un poder indebido para convertir y hacer comprender. Su actitud con los doce apóstoles es norma luminosa de sabiduría pastoral. Los aceptó en su lentitud, contradicciones y dureza, sin renunciar a su formación y preparación en vistas de un futuro. Nunca juzgó, nunca se impuso, más bien invitó: «Si quieres..., si estás dispuesto...». No se aprovechó ni de su liderazgo ni de su poder para forzar el normal desarrollo de las libertades.
PARADOJAS/EV: De ahí la paradoja de un Evangelio que aparece al mismo tiempo como duramente exigente y constantemente comprensivo. Exigencia y comprensión se unen equilibradamente en Jesús. Por momentos aparece hasta inhumano el ideal propuesto; sólo Dios podía proponer o exigir esas cosas. «El que quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y que me siga... Si quieres seguirme, vende cuanto tienes... Nadie puede ser mi discípulo si no renuncia a todo lo que posee... Si tu mano te escandaliza, córtatela... Si el grano de trigo no muere, queda solo... El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna... Amaos... Sed perfectos como vuestro Padre celestial... ¿Cuál de los tres fue prójimo del herido? Vete y haz tú lo mismo...».
Estas y otras exigencias nos enfrentan con una opción radical, globalmente abrumadora. Y, sin embargo -y esto es lo paradójico-, nadie que realmente contempló al Cristo de los Evangelios se sintió nunca aplastado y desanimado por estas exigencias. Están de tal forma impregnadas de amor, de confianza, de libertad y del ejemplo inspirador de Aquel que las vivió en primer lugar y se entregó para que las viviéramos nosotros, que son una constante invitación al crecimiento y a la superación. El Evangelio, con toda su fuerza y exigencia, nos da la impresión de una comprensión y humanidad de tal calidad que nos libera. Hasta el punto que los cristianos que huyen de otro tipo de exigencias en la medida que se sienten oprimidos por ellas, van al Evangelio y a Cristo, donde las exigencias son mucho mayores, pero nos llevan a amar más y a ser más libres. Ese es el secreto de la vigencia permanente de la ética cristiana. A veces aparece dura e inhumana, a veces sentimental. A veces aparece revolucionaria, hecha para las grandes cosas, a veces en cambio como un llamado de apoyo para los débiles y «pequeños». A veces inalcanzable y a veces hecha para todos.
Si las exigencias evangélicas llevan a la libertad del amor y a la pobreza del olvido de sí es porque la persona que las propone es El mismo un libre y un pobre olvidado de sí. Libre porque pobre, Jesús aparece en esa postura ante el Padre, ante los demás y ante sí mismo.
Su total y libre abandono en las manos del Padre significadas en la fidelidad a su misión (Jn 10,18) y en su desprendimiento ante todo otro tipo de requerimiento. La aceptación humilde de su historia personal, del lugar y circunstancias de su vida, de los hombres que lo rodearon y siguieron. La aceptación de su camino de kénosis, de su figura de siervo, del abandono de los demás. Amigo universal, no se dejó monopolizar por nadie, y tanto mayor era su don de sí cuanto mayor era su libertad. Evita la linea del liderazgo fácil, de lo maravilloso, de lo espectacular, a pesar de sus milagros, los cuales procuró, por lo demás, que pasaran inadvertidos.
La pobreza radical de su kénosis ha permitido a Jesús el liberar a los pobres, el comprender la verdadera pobreza y el declararla bienaventurada. El acoger a los pecadores y colmarlos con su misericordia. El privilegiar «a los más pequeños de nuestros hermanos» (Mt 25,40). Estas actitudes fueron en El posibles porque El mismo fue un pobre que vivió las bienaventuranzas y en la contemplación del Padre aprendió la verdadera sabiduría de Dios, «locura más sabia que la sabiduría de los hombres» (1 Cor 1,25). Aprendió los caminos de Dios, las predilecciones del Padre y también sus antipatías (v. gr., por el fariseísmo y la hipocresía). «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9). En Jesús conocemos el designio de Dios en su expresión más humana y encarnada, y entramos a conocer los criterios de Dios: su misericordia, su búsqueda de la oveja perdida, su predilección por los «pequeños», su tendencia personalizante, su actitud misionera por encontrar lo que estaba perdido, sus exigencias...
Podríamos continuar inagotablemente contemplando los rasgos de aquel que llamamos con razón el Señor y el Maestro. Ellos no sólo forman parte de su personalidad, sino también de su forma de actuar, de su pastoral. Esta «cristología contemplativa» no sólo funda nuestro «ser» cristiano; también es la norma de nuestro seguimiento.
SEGUNDO
GALILEA
RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980.Págs. 255-266