¿QUIÉN ES JESÚS?
(1)

Nada menos que todo un hombre

 José Luis Martín Descalzo

J/UNICO: Y ahora es ya tiempo de que el sembrador empiece su tarea. La tierra está hambrienta de esperanzas. La vocación del Mesías ha sido clarificada. Junto a él, caminan ya quienes serán sus compañeros de aventura. ES la hora. Pero, antes, tenemos aún que detenernos para preguntar quién es este hombre que se atreve a anunciar un mundo nuevo, un renovado modo de vivir. Qué hay detrás de sus ojos, de qué se alimentan sus palabras, qué tiene en su corazón, cómo es su alma. Sabemos que la respuesta nunca será completa. Aun después de escuchar todas sus palabras y seguir todos sus pasos, seguiremos estando a la puerta del misterio y encontraremos -como decía Schweitzer que Jesús es el hombre que rompe todos los esquemas, que no se parece a nadie, que su figura no puede confundirse con la de ningún otro de los grandes líderes del espíritu a lo largo de la historia. Mas, aún así, valdrá la pena intentar dibujar, al menos, algunas de las claves de su alma, señalar las coordenadas de su espíritu, que nos permitan entender y situar sus palabras futuras. Si hay seres cuyo mensaje es más importante que su persona y otros en los que lo que cuenta es, más que lo que dicen, lo que son, en Jesús nos encontraremos que la persona y el mensaje son la misma cosa, que él es su mensaje y que lo que viene a anunciar es el encuentro con su realidad. Intentaremos, pues, en este capitulo introductorio a su vida pública, rastrear desde distintos ángulos ese hondo misterio de la personalidad de Jesús, aun sabiendo que sólo nos acercaremos de lejos a sus suburbios

I. EL RETRATO IMPOSIBLE

¿Cómo era, Dios mío, cómo era? Esta pregunta ha sido durante siglos el tormento de generaciones de cristianos. Aún lo es hoy. Sí, sabemos que lo verdaderamente importante no es conocer su rostro. Recordamos aquello de fray Angélico: Quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo. Aceptamos la explicación de que a los apóstoles les importaba más contar el gozo de la resurrección que describir los ojos del Resucitado. Lo aceptamos todo, pero, aun así, ¿qué no daríamos por conocer su verdadero rostro? Aquí el silencio evangélico es absoluto. ¿Era alto o bajo? ¿Rubio o moreno? ¿De complexión fuerte o débil? Y ¿de qué color eran sus ojos? ¿De qué forma su boca? Ni una sola respuesta, ni un indicio en los textos evangélicos. Los autores sagrados, por un lado, se interesan mucho más del Cristo vencedor, resucitado y glorioso que de ofrecernos un retrato de su físico y aun de su personalidad moral; por otro lado, tampoco aparece en los evangelios físicamente retratado ningún otro de los personajes que por ellos desfilan. Nada nos dicen del rostro de Jesús y nada de los de Judas, Herodes, María o Pilato. Algunos han querido encontrar una pista para afirmar que Jesús era bajo en la escena de Zaqueo en la que Lucas cuenta que el publicano trataba de ver a Jesús por saber quién era y no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura; y corriendo adelante se subió a un sicomoro, porque iba a pasar por allí (Lc 19, 3). Pero es evidente que el sujeto de toda la oración es Zaqueo y que es él quien trepa al árbol precisamente porque es bajo de estatura. Otros, por el contrario, deducen que Jesús era alto del imperio con que expulsó del templo a los mercaderes, o del hecho de que, al narrar el beso de Judas, el evangelio use un verbo que tiene en griego el sentido de la acción que se realiza «de abajo arriba» (con lo que habría que traducir se empinó para besarle). Pero es evidente que se trata de insinuaciones demasiado genéricas y poco convincentes. A este silencio evangélico se añade el hecho de que en la Palestina de los tiempos de Cristo estuviera rigurosamente prohibido cualquier tipo de dibujo, pintura o escultura de un rostro humano. Si su ministerio -escribe M. Leclercq- hubiera tenido lugar en tierra griega o latina, probablemente nos hubieran quedado de él algunos monumentos iconográficos contemporáneos o de una fecha próxima.Pero en el mundo judío cualquier intento de este tipo hubiera sido tachado de idolatría. Por eso será en Roma donde surjan a finales del siglo primero las más antiguas figuraciones de Jesús, en las catacumbas. Pero en ellas no se intentará un verdadero retrato sino un símbolo. De ahí que nos le encontremos bajo la figura de un pastor adolescente o de un Orfeo que, con su música, amansa a los animales. En todos los casos se trata, evidentemente, de un romano, con su corto pelo, sin barba, con rasgos claramente latinos. Siglos más tarde los orientales nos ofrecerán la imagen de un Cristo bizantino que se extenderá por toda la cristiandad: es el rostro de un hombre maduro, de nariz prominente, ojos profundos, largos cabellos morenos, partidos sobre la frente, barba más bien corta y rizada. Se trata también de un símbolo de la hermosura masculina mucho más que de un retrato.

Las alas de la leyenda Pero allí donde no han llegado los testimonios evangélicos o iconográficos tenían que llegar la leyenda y la imaginación humana. Será una tradición quien nos cuente que, cuando el Señor subió al cielo, los apóstoles rogaron a san Lucas que dibujara una imagen suya. Ante la incapacidad del pintor, todos los apóstoles se habrían puesto a rezar y, tres días después, milagrosamente sobre la blanca tela habría aparecido la santa faz que todos ellos hablan conocido. Pero se trata de pura leyenda. Como la que cuenta que el rey de Edesa, Abgar, habría enviado una legación para invitar a Cristo, en las vísperas de su pasión, a refugiarse en su reino. Ante la negativa de Jesús, envió un artista para que el rey pudiera tener, al menos, un retrato del profeta. Pero, desconcertado por el extraño mirar de los ojos de Jesús, el pintor trabajaba inútilmente. Hasta que un día el modelo, sudoroso, se secó en el manto del pintor. Y allí quedó impregnado el dibujo de su rostro. Es la misma leyenda que creará la figura de la Verónica y que no tendrá otra base que el deseo medieval de tener el verdadero rostro (el vero icono=Verónica) del que hablara Dante en su Divina comedia: Tal es aquel que acaso de Croacia acude a ver la Verónica nuestra pues por la antigua fama no se sacia. Mas piensa al ver la imagen que se muestra «Oh, Señor Jesucristo, Dios veraz ¿fue de esta suerte la semblanza vuestra?

Será este mismo deseo el que incite a un medieval del siglo XIII a falsificar una carta que durante algún tiempo engañó a los historiadores, atribuida como estaba a un tal Publio Léntulo a quien se presentaba como antecesor de Pilato en Palestina y que habría sido enviada por él oficialmente al senado romano. Dice el texto de la carta: Es de elevada estatura, distinguido, de rostro venerable. A quien quiera que le mire inspira, a la vez, amor y temor. Son sus cabellos ensortijados y rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre sus espaldas, divididos en medio de la cabeza al estilo de los nazireos. Su frente despejada y serena; su rostro, sin arruga ni mancha, es gracioso y de encarnación no muy morena. Su nariz y su boca regulares. Su barba, abundante y partida al medio. Sus ojos son de color gris azulado y claros. Cuando reprende es terrible; cuando amonesta dulce, amable y alegre, sin perder nunca la gravedad. Jamás se le ha visto reír, pero si llorar con frecuencia. Se mantiene siempre derecho. Sus manos y sus brazos son agradables a la vista. Habla poco y con modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres.

Esta última piadosa citación profética bastaría para hacer dudar de la atribución a un presunto gobernador pagano. Resume bien, de todos modos, la imagen que el hombre medieval tenia de Jesús. Algo mayor atención merece el testimonio de Antonino de Piacenza que, en el relato de una peregrinación a tierra santa en el año 550, asegura haber visto sobre una piedra del monte Olívete la huella del pie del señor (un pie bello, gracioso y pequeño) y además un cuadro, pintado, según él, durante la vida del Salvador, y en el que éste aparece de estatura mediana, hermoso de rostro, cabellos rizados, manos elegantes y afilados dedos. Algo más tarde Andrés de Creta afirmaba que en Oriente se consideraba como verdadero retrato de Cristo una pintura atribuida a san Lucas y en la que Jesús aparecía cejijunto, de rostro alargado, cabeza inclinada y bien proporcionado de estatura.

Discusión entre los padres Si del campo de la pintura pasamos al literario, nos encontramos con una muy antigua y curiosa polémica sobre la hermosura o fealdad de Cristo. Esta vez no se parte de los recuerdos de quienes le conocieron sino de la interpretación de las sagradas Escrituras. Los padres, ante la ausencia de descripciones en el nuevo testamento, acuden al antiguo y allí encuentran como descripciones del Mesías, dos visiones opuestas.

Isaías lo pintará como varón de dolores:

Su aspecto no era de hombre, ni su rostro el de los hijos de los hombres. No tenia figura ni hermosura para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar nuestro afecto... Era despreciado y abandonado de los hombres varón de dolores, como objeto ante el cual las gentes se cubren el rostro (Is 52,14; 53, 2).

Desde una orilla casi opuesta el autor de los salmos pinta la belleza del Mesías:

¡Oh tu, el más gentil en hermosura entre los hijos de los hombres! Derramada se ve la gracia en tus labios. Por eso te bendijo Dios para siempre. Cíñete al cinto tu espada, ¡potentísimo! (Sal 44, 3).

Tomando al pie de la letra estas visiones espirituales del Mesías los padres de la Iglesia se dividen en dos corrientes a la hora de pintar la hermosura de Jesús. San Justino lo pinta deforme y escribe que era un hombre sin belleza, sin gloria y sujeto al dolor. Según san Clemente de Alejandría era feo de rostro y quiso no tener belleza corporal para enseñarnos a volver nuestro rostro a las cosas invisibles. Orígenes, al contestar al pagano Celso, según el cual Jesús era pequeño, feo y desgarbado, responde que es cierto que el cuerpo de Cristo no era hermoso pero que no por eso era despreciable. Y añade la curiosa teoría de que Cristo aparecía feo a los impíos y hermoso a los justos. Aún va más allá Tertuliano que escribe: Su cuerpo, en lugar de brillar con celestial fulgor, se hallaba desprovisto de la simple belleza humana. Y san Efrén sirio atribuye a Cristo una estatura de tres codos, es decir, poco más de 1,35 metros. Pero pronto se impondrá la corriente contraria, con la visión de los padres que exaltan la belleza física de Jesús. San Juan Crisóstomo contará que el aspecto de Cristo estaba lleno de una gracia admirable. San Jerónimo dirá que el brillo que se desprendía de él, la majestad divina oculta en él y que brillaba hasta en su rostro, atraía a él, desde el principio, a los que lo veían. Y será san Agustín quien, en sus comentarios al Cantar de los cantares, popularice la visión de un Jesús, el más hermoso de los hijos de los hombres, a quien se aplican todas las exaltadas frases que la esposa del cantar dirige a su amado. Esta es la imagen que harán suya los teólogos y que tratarán de apoyar con todo tipo de argumentos. Santo Tomás escribirá que tuvo toda aquella suma belleza que pertenecerá al estado de su ahila; así algo divino irradiaba de su rostro. Y Suárez será aún más tajante: Es cosa recia creer que un alma en quien todo era perfecto, admirablermente equilibrada, estuviese unida a un cuerpo imperfecto. Y esto sin contar con que una fisonomía fea y repulsiva hubiera dañado al ministerio del Salvador, acarreándole el menosprecio de las gentes.

Pequeños rastros evangélicos

La verdad es que en frase de san Pablo no conocemos a Jesús según la carne (2 Cor 5, 16). Pero los textos evangélicos parecen enlazar mejor con quienes imaginan un rostro hermoso. Conocemos la gran impresión que Jesús causaba en sus contemporáneos, cómo llamaba la atención a enfermos y pecadores, cómo sus apóstoles se encontraban magnetizados por la atracción que emanaba de su persona, cómo los niños se sentían felices con él, cómo impresionó al mismo Pilato. Bellos o no, según los cánones griegos, los rasgos de su rostro, sí sabemos que éste era excepcionalmente atractivo. Conocemos el equilibrio de sus gestos y posturas. Quien le había visto partir el pan no lo olvidaba ya jamás; tenía un modo absolutamente especial de curar a los enfermos; y, si le vemos enérgico, nunca nos lo encontraremos descompuesto.

J/MIRADA: Los evangelistas están especialísimamente impresionados por sus ojos y su voz. A lo largo del evangelio se nos describen con detalle todo tipo de miradas: de dulzura, de cólera, de vocación, de compasión, de amor, de amistad... Eran sin duda los suyos unos ojos extraordinariamente expresivos para que los evangelistas -no abundantes en detalles- percibieran tantos en sus diversos modos de mirar. Lo mismo ocurre con su voz, que los evangelistas nos describen firme y severa cuando reprocha, terrible cuando pronuncia palabras condenatorias, irónica cuando se vuelve a los fariseos, tierna al dirigirse a las mujeres, alegre cuando se encuentra entre sus discípulos, triste y angustiada cuando se aproxima a la muerte. Sabemos que tenía un cuerpo sano y robusto. Todas y cada una de las páginas del evangelio testimonian que Jesús fue un hombre de gran capacidad emprendedora, resistente a la fatiga y realmente robusto como señala Karl Adam. Es éste un rasgo que diferencia a Jesús de casi todos los demás iniciadores de grandes movimientos religiosos. Mahoma era en realidad un enfermo y lo estuvo gran parte de su vida. Buda estaba psíquicamente agotado cuando se retiró del mundo. Pero en Jesús jamás encontramos rastro de debilidad alguna. Al contrario, vive y crece como un campesino. Le encanta estar en contacto con la naturaleza, no teme a las tormentas en el lago, practica sin duda con los apóstoles el duro trabajo de la pesca, Sabemos, sobre todo, de sus continuas y larguísimas caminatas a través de montes y valles con caminos muy rudimentarios. Una página evangélica -la que narra la última subida de Jericó a Jerusalén-, si es exacta en todos sus datos cronológicos, narra una auténtica proeza atlética: bajo un sol terrible, por caminos en los que no hay una sola sombra, atravesando montes rocosos y solitarios, habría recorrido 37 kilómetros en seis horas y habría llegado lo suficientemente descansado como para participar aún aquella noche en el banquete que le prepararon Lázaro y sus hermanas (Jn 12, 2). Ciertamente todas las insinuaciones evangélicas hablan de una magnífica salud: vive al aire libre y al descampado duerme muchas noches. Resiste una vida errante; tiene tanto que hacer que, a veces, le falta tiempo para comer (Mc 3, 20 y 6, 31); los enfermos le visitan incluso a altas horas de la noche (Mc 3, 8). Tiene un sueño profundo como lo demuestra el que pudiera seguir dormido en medio de la tempestad en una incómoda barca. Y puede seguir orando en las horas de angustia, cuando los demás caen rendidos. Era fuerte su alma y su cuerpo: el propio Pilato se sorprende de que haya muerto tan pronto, cuando José de Arimatea acude a pedir su cuerpo; el procurador había visto lo que era, un recio galileo. Esta fortaleza quedaría aún más confirmada si damos credibilidad a la sábana santa, que nos ofrece el retrato casi de un gigante por estatura y fortaleza. Aunque habrá que señalar también el hecho de que los evangelios jamás se refieran a ese tamaño, que, de ser el del hombre envuelto en la sábana santa (1,83 de altura), hubiera llamado poderosísimamente la atención en una población cuya estatura media se acercaba mucho más al 1,60 que al 1,70.

Su aspecto exterior

¿Cuál era su aspecto exterior? Sin duda muy parecido al de cualquier otro judío de su época. Era como cualquier hombre y también en sus gestos, dirá san Pablo (Flp 2, 7). Los evangelistas que anotan la vestimenta de Juan Bautista, nada dicen de la de Jesús, señalando, con ello, que era la normal. Llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón, que servía, al mismo tiempo de bolsa (de ella habla Mateo 10, 9). Usaría un manto o túnica (Lc 6, 9) y sandalias (Hech 12, 8). Por las narraciones de la pasión sabemos que la túnica era sin costura y toda tejida de arriba abajo (Jn 19, 23). En sus largas caminatas le protegería del sol el sudario que, después de muerto, Pedro encontraría en la tumba (Jn 20, 7). Y siguiendo la costumbre de la época llevaría también para la oración matutina filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. Más tarde censurara a los fariseos, pero no por usarlas, sino por ensancharlas y alargar ostentosamente sus flecos (23, 5). Jesús evitó, sin duda, todo detalle llamativo. Usaría barba como todos sus contemporáneos adultos. El cabello lo llevaría más bien corto, a la altura de la nuca, a diferencia de los nazireos que se dejaban largas melenas y llamativos bucles. Era cuidadoso de su persona. Criticará el multiplicarse de las abluciones de quienes tienen el corazón corrompido, pero las recomendará, incluso en tiempo de cuaresma, así como los perfumes y unciones. El lava personalmente los pies a sus discípulos y reprocha al fariseo que no se los lavó a él. Era, sí, verdaderamente un hombre. Se hizo carne, dice san Juan. Y san Pablo habla con cierto orgullo del hombre-Cristo-Jesús (I Tim 2, 5) porque, en verdad, era uno de nosotros. Sí, nos gustaría conocer su rostro. Pero quizá no sea demasiado importante: no es su rostro, sino su amor, lo que nos ha salvado. Y, por otro lado, ¿no será cosa de su providencia esto de que nada sepamos de sus facciones para que cada hombre, cada generación pueda inventarlo y hacerlo suyo? Esto lo intuyó ya Facio, patriarca de Constantinopla en el siglo IX, que escribía:

El rostro de Cristo es diferente entre los romanos, los griegos, los indios y los etíopes, pues cada uno de estos pueblos afirma que se le aparece bajo el aspecto que les es propio.

Tal vez esta es la clave: no dejó su rostro en tabla o imagen alguna porque quiso dejarlo en todas las generaciones y todas las almas. La humanidad entera es el verdadero lienzo de la Verónica.

II. NADA MENOS QUE TODO UN HOMBRE

Que Jesús era un hombre excepcional, un verdadero genio religioso, es algo que no niegan ni los mayores enemigos del mundo de la fe. Ante su figura se han inclinado los mismos que han combatido su obra. Y su misterio humano desborda a cuantos, armados de sus instrumentos psicológicos, han acudido a él para trazar la semblanza de su personalidad. A su vez, los cristianos parece que tuvieran miedo a detenerse a pintar el retrato de su alma de hombre. Piensan, quizás, que afirmar que fue nada menos que todo un hombre, fuese negar u olvidar que también fue nada menos que todo un Dios. En el clima de caza de brujas que vivimos en lo teológico, hasta se desconfió de quien ensalza a Cristo como hombre. Recientemente cierto cristiano muy conservador aseguraba que a él Cristo le interesaba como Dios únicamente, pues, como hombre, habían existido en la historia cinco o cien mil humanos más importantes que él. La frase no era herética, porque era simplemente tonta. Cristo no fue probablemente -no tuvo al menos por qué ser- el hombre más guapo de la humanidad, ni el que mayor numero de lenguas hablaba, ni el que visitó más países, ni el mejor orador, ni el más completo matemático. Pero es evidente que la divinidad no se unió en él a la mediocridad y que, en los verdaderos valores humanos -en lo que de veras cuenta a la hora de medir a un hombre-, no ha producido la humanidad un hombre de su talla.

¿Un hombre normal? ¿Fue Jesús un hombre normal? La respuesta no parece difícil: si por normalidad se entiende esa estrechez de espíritu, ese egoísmo que adormece a la casi totalidad de nuestra raza humana, Jesús no fue evidentemente un hombre normal. Sus propios parientes comenzaron por creer que había perdido el juicio (Mc 3, 21) cuando hizo la «locura» de lanzarse a predicar la salvación. Los fariseos estaban seguros de que un espíritu maligno habitaba en él (Mt 12, 24) por la razón terrible de que su visión de Dios y del amor no se dejaba encajonar en las leyes fabricadas por ellos. Herodes le mandó vestir la blanca túnica de los locos cuando vio que Jesús no oponía a sus burlas otra cosa que el silencio. De loco y visionario le han acusado, a lo largo de los siglos, quienes se encontraban incapaces de resolver el enigma. Y sus mismos admiradores cuando han querido dibujar la figura humana de Jesús -tal Dostoyevsky cuando pone como símbolo de Cristo a su príncipe Mischin- no han encontrado otro modo de colocarle por encima de la mediocridad ambiente que pintándole como un maravilloso loco iluminado, un Quijote divino. Y es cierto que, en un mundo de egoístas, parece ser loco el generoso, como resulta locura la pureza entre la sensualidad, pero también lo es que no aparece en todo el evangelio un solo dato que permita atribuir a Jesús una verdadera anormalidad. Al contrario: en su cuerpo sano habita un alma sana, impresionante de puro equilibrada. Un equilibrio nada sencillo, porque se trata de un equilibrio en la tensión. No fue precisamente fácil la vida de Jesús. Vivió permanentemente en lucha, a contracorriente de las ideas y costumbres de sus contemporáneos, en la dura tarea de desenmascarar una religiosidad oficial que era la de los que mandaban. Vivió además en un tiempo y una raza apasionada como señala Grandmaison con acierto. No eran los judíos de entonces una generación aplatanada: ardían con sólo tocarles. Y, en medio de ellos, Jesús vivió su tarea con aquella serenidad impresionante que hace que los fariseos no se atrevieran a echarle mano (Jn 7, 45). No hay, además, en la vida de Jesús altibajos, exaltaciones o depresiones. Hay, sí, momentos más intensos que otros, pero todos dentro de un prodigioso equilibrio desconocido en el resto de los humanos. Un escritor tan critico ante la figura de Jesús como A. Harnack ha descrito así esta equilibrada tensión de la vida de Cristo: La nota dominante de la vida de Jesús es la de un recogimiento silencioso, siempre igual a si mismo, siempre tendiendo al mismo fin. Cargado con la más elevada misión, tiene siempre el ojo abierto y el oído tenso hacia todas las impresiones de la vida que le rodea. ¡Qué prueba de paz profunda y de absoluta certeza! La partida. el albergue, el retorno, el matrimonio, el enterramiento, el palacio de los vivos y la tumba de los muertos, el sembrador, el recolector en los campos. el viñador entre sus cepas, los obreros desocupados en las plazas, el pastor buscando sus ovejas, el mercader en busca de perlas; después. en el hogar. la mujer ocupándose de la harina, de la levadura, de la dracma perdida; la viuda que se queja ante el juez inicuo, el alimento terrestre, las relaciones espirituales entre el Maestro y los discípulos; la pompa de los reyes y la ambición de los poderosos: la inocencia de los niños y el celo de los servidores; todas estas imágenes animan su palabra y la hacen accesible al espíritu de los niños. Y todo esto no significa que solamente hable en imágenes y en parábolas, testifica, en medio de la mayor tensión, una paz interior y una alegría espiritual tales como ningún profeta las habla conocido... El que no tiene una piedra donde reposar la cabeza, no habla como un hombre que ha roto con todo, como un héroe de ascesis, como un profeta extasiado, sino como un hombre que conoce la paz y el reposo interior y puede darlo a otros. Su voz posee las notas más poderosas, coloca a los hombres frente a una opción formidable sin dejar escapatoria y, sin embargo, lo que es más temible, lo presenta como una cosa elementalísima y habla de ella como de lo más natural; reviste estas terribles verdades de la lengua con que una madre habla a su hijo.

Un hombre que sabe lo que quiere

Esta asombrosa seguridad de Jesús en sí mismo se basa en las dos características más visibles de su vida tal y como las ha señalado Karl Adam: la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Un hombre, pues. No un titán. No un superhombre. Jamás los evangelios le muestran rodeado de fulgores, con ese aura mágica con la que los cuentos rodean a sus protagonistas. En Jesús hasta lo sobrenatural es natural; hasta el milagro se hace con sencillez. Y cuando -como en la transfiguración- su rostro adquiere luces más que humanas, es él mismo quien trata de ocultarlo, pidiendo a sus apóstoles que no cuenten lo ocurrido. Quienes un día le llevaron a la cruz, nunca temieron que pudiese escapar de sus manos con el gesto vencedor de un «superman».

Su modo de pensar v de hablar Y aquí llega de nuevo a nosotros la sorpresa, porque volvemos a encontrarnos bajo el signo de lo sencillo. Ha escrito Guardini: Si comparamos sus pensamientos con los de otras personalidades religiosas, parecen, en su mayor parte muy sencillos, al menos tal y como los hallamos en los evangelios sinópticos. Claro que, si tomamos la palabra «sencillo» en el sentido de «fácilmente comprensible» o de «primitivo», entonces desaparece, al observar un poco más.

Es cierto, las palabras de Jesús son tan claras y transparentes como la superficie del agua de un pozo. Sólo bajando nuestro cubo hasta el fondo, podemos percibir su verdadera hondura. ¿Hay algo más «elemental» que la parábola del hijo pródigo? ¿Hay algo más vertiginosamente profundo? Y es que -como señala el mismo Guardini- el pensamiento de Jesús no analiza ni construye sino que presenta realidades básicas y ello de una manera que ilumina e intranquiliza a la vez.

No hay en su pensamiento inquietudes filosóficas o metafísicas. Desde ese aspecto, muchos otros textos de fundadores religiosos parecen más profundos, más elaborados, más bellos, incluso. Pero Jesús jamás hace teorías. Nada nos dice sobre el origen del mundo, sobre la naturaleza de Dios y su esencia, jamás habla como un teólogo o como un filósofo. Refiere de la verdad como hablaría de una casa. Siempre con el más riguroso realismo. Sus palabras son un puro camino que va desde los hechos hacia la acción. Sus pensamientos no quieren investigar, explicar, razonar, mucho menos elaborar construcciones teóricas, se limita a anunciar el amor de Dios y la llegada de su Reino con el mismo gesto sencillo con el que alguien nos dice: mira, esto es un árbol. Su pensamiento está concentrado en lo esencial y no necesita retóricas. Por eso escribe Boff:

El no hace teología ni apela a los principios superiores de la moral y mucho menos se pierde en casuísticas minuciosas y sin corazón. Sus palabras y su comportamiento muerden directamente en lo concreto, allí donde la realidad sangra y es llevada a una decisión ante Dios.

Sus preceptos son secos, incisivos y sencillos:

Reconcíliate con tu hermano (Mt 5, 24). No juréis en absoluto (Mt 5, 34). No resistáis al mal y si alguien te golpea en la mejilla derecha, muéstrale la izquierda (Mt 5, 39). Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiuen (Mt 5, 44). Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha (Mt 6, 3).

En rigor, Jesús no dice grandes cosas nuevas y mucho menos verdades exotéricas e incomprensibles; no trata de llamar la atención con ideas desconcertantes y novedosas. Dice cosas racionales, que ayuden sencillamente a la gente a vivir. Aclara ideas que ya se sabían, pero que los hombres no terminaban de ver o de formular. San Agustín lo afirmaba sin rodeos:

La substancia de lo que hoy se llama cristianismo estaba ya presente en los antiguos y no faltó desde los inicios del genero humano hasta que Cristo vino en la carne. Desde entonces en adelante. la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse religión cristiana.

J/RAZONA-MANDATOS: Jesús, además, da razones de lo que dice, nada impone por capricho. Y sus razones son más de sentido común, de buen sentido, que altas elucubraciones filosóficas. Si manda amar a los enemigos, explica que es porque todos somos hijos de un mismo Padre (Mt 5, 45); si pide que hagamos bien a todos, razona que es porque todos queremos que los demás nos hagan bien a nosotros (Lc 6, 33); si está prohibido el adulterio, comenta que es porque Dios creó una sola pareja y la unió para siempre (Mc 10, 6); si pide que tengamos confianza en el Padre, lo hace recordándonos que él cuida hasta de los pájaros del campo (Mt 12, 11). Y todo esto lo dice en el más sencillo de los lenguajes. Jesús nunca habla para intelectuales. Usa un vocabulario y un estilo apto para un pueblo integrado por campesinos, artesanos, pastores y soldados. Y eso es precisamente lo que hace que su palabra haya traspasado siglos y fronteras. Podemos pensar que lo hubiera sido -como dice Tresmontant- si su palabra, llegado el momento de ser vertida a todas las lenguas humanas hubiera estado envuelta en el ropaje del lenguaje erudito, rico, complejo, en un lenguaje «mandarín«, fruto de una larga tradición y civilización de gentes ilustradas... ¿Cómo habría sido traducida y comunicada, a lo largo de los siglos, al selvático africano, al campesino chino, al pescador irlandés, al granjero americano, al mozo de los cafés de Paris o de Londres? Realmente: la «pobreza» del lenguaje evangélico es la condición de su capacidad de expansión «universal». Si, en cambio, hubiera estado arropada por la riqueza de un lenguaje demasiado evolucionado, habría permanecido prisionera de la civilización en cuyo seno nació y no habría podido ser comprendida por la totalidad de los hombres. No habría sido verdaderamente católica.

Un hombre que sabe lo que quiere

El pensamiento de Jesús no es, pues, algo que conduzca a los juegos literarios o formales, ni que se pierda en floreos intelectuales. Su palabra es siempre una flecha disparada hacia la acción. El viene a cambiar el mundo, no a sembrarlo de retóricas. Y aquí -en el campo de su voluntad- nos encontramos ante todo con algo absolutamente característico suyo: su asombrosa seguridad, que se apoya en dos virtudes -como ha formulado Karl Adam-: la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Jesús es verdaderamente un hombre de carácter que sabe lo que quiere y que está dispuesto a hacerlo sin vacilaciones. Jamás hay en él algo que indique duda o búsqueda de su destino. Su vida es un «si» tajante a su vocación. Había exigido a los suyos que quien pusiera la mano en el arado no volviera la vista atrás (Lc 9. 62) y había mandado que se arrancara el ojo aquel a quien le escandalizara (Mt S, 29) y no iba a haber en su propia vida inconstancias o vacilaciones. Su modo de hablar del sentido de su vida no deja lugar a ambigüedades: Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10 34). No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Mt 9, 1 3).EI Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida para rescate de muchos (Mt 20, 28). No he venido a destruir la ley y los profetas, sino a completarlos (Mt 5, 77). Yo he venido a poner fuego en la tierra (Lc 12, 49). No existe, no ha existido en toda la humanidad un ser humano tan poseído, tan arrastrado por su vocación. Ya desde niño era consciente de esta llamada a la que no podía no responder: No sabíais -contesta a sus padres- que yo debo emplearme en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49). Y no faltaron obstáculos en su camino: las tres tentaciones del desierto y su respuesta, son la victoria de Jesús sobre la posibilidad, demoníaca, de apartarse de ese camino para el que ha venido. Más tarde, serán sus propios amigos los que intentarán alejarle de su deber y llamará Satanás a Pedro (Mt 16, 22). Se expone, incluso, a perder a todos sus discípulos cuando estos sienten vértigo ante la predicación de la eucaristía. Al ver irse a muchos, no retirará un céntimo de su mensaje: se limitará a preguntar, con amargura, a sus discípulos: ¿Y vosotros, también queréis iros? (Jn 6, 61). Si se piensa que esta vocación, que el blanco de esa flecha, es la muerte. una muerte terrible y conocida con toda precisión desde el comienzo de su vida, se entiende la grandeza de ese caminar hacia ella. Con razón afirmaba Karl Adam que Jesús es el heroísmo hecho hombre. Un heroísmo sin empaque, pero verdadero. Jesús, que comprende y se hace suave con los pecadores, es inflexible con los vacilantes: Dejad a los muertos que entierren a sus muertos (Mt 8, 22). No se puede servir a dos señores (Lc 16, 13). El que vuelve la vista atrás no es digno del reino de los cielos (Lc 9, 62). Esta soberana decisión (el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán: Mc 13, 31) se une a una misteriosísima calma. No hay en él indecisiones, pero tampoco precipitaciones. Da tiempo al tiempo, impone a los demás y se impone a sí mismo el jugar siempre limpio, llamar «sí» al sí, y «no» al no (Mt S, 37). Era esta integridad de su alma lo que atraía a los discípulos e impresionaba a los mismos fariseos: Maestro, .sabemos que eres veraz y que no temes a nadie, le dicen. Por eso sus apóstoles no pueden resistir su llamada; dejan las redes o el banco de cambista con una simple orden. Pero esta misma admiración que les atrae. Ies hace permanecer a una cierta respetuosa distancia. Los apóstoles le amaban y temían al mismo tiempo. De él, sin embargo. de no haberlo confesado él mismo en el huerto de los Olivos, hubiéramos dicho que no conocía el miedo. Jamás le vemos vacilar, calcular, esquivar a sus adversarios. Pero el misterio no está en su falta de miedo, sino en el origen de esa ausencia. Porque esa «decisión» que parece caracterizarle, no es la que brota simplemente de unos nervios sanos, de un carácter frío o emprendedor; es la que brota del total acuerdo de su persona con su misión. Jesús no es el irreflexivo que va hacia su destino sin querer pensar en las consecuencias de sus actos. El sabe perfectamente lo que va a ocurrir. Simplemente, lo asume con esa naturalidad soberana de aquel para quien su deber es la misma substancia de su alma. Jesús no fue «cuerdo», ni «prudente» en el sentido que estas palabras suelen tener entre nosotros. No hay en él tácticas o estrategias; no aprovecha las situaciones favorables; no prepara hoy lo que realizará mañana. Vive su vida con la naturalidad de quien ha visto muchas veces una película y sabe que tras esta escena vendrá la siguiente que ya conoce perfectamente. Ante su serena figura los grandes héroes románticos -señala Guardini- adquieren algo de inmaduros.

Un hombre con corazón

Otra de las características exclusivas de Cristo es que, a diferencia de otros grandes líderes religiosos, la entrega a una gran tarea no seca su corazón, no le fanatiza hasta el punto de hacerle olvidar las pequeñas cosas de la vida o no le encierra en la ataraxia del estoico o en el rechazo al mundo de los grandes santones orientales. Jesús no es uno de esos «santos» que, de tanto mirar al cielo, pisan los pies a sus vecinos. Al contrario; en él asistimos al desfile de todos los sentimientos más cotidianamente humanos. Apostilla K. Adam:

Es inaudito que un hombre, cuyas fuerzas están todas al servicio de una gran idea, y que, con todo el ímpetu de su voluntad ardiente se lanza a la prosecución de un fin sencillamente soberano y ultraterreno, tome, no obstante, un niño en sus brazos, lo bese y lo bendiga, y que las lágrimas corran por sus mejillas al contemplar a Jerusalén condenada a la ruina o al llegar ante la tumba de su amigo Lázaro.

Y no se trataba, evidentemente, de un gesto demagógico hecho -como ocurre hoy con los políticos- de cara a los fotógrafos. Por aquel tiempo entretenerse con los niños -y no digamos con un enfermo o una pecadora- eran gestos que más movían al rechazo que a la admiración. En Jesús, eran gestos sinceros. Todo el evangelio es un testimonio de ese corazón maternal con el que aparece retratado el Padre que espera al hijo pródigo o el buen pastor que busca a la oveja perdida. Jesús tenia -ya desde la eternidad- un corazón blando y sensible en el que, como en un órgano, funcionaban todos los registros de la mejor humanidad. Así le encontraremos compadeciéndose del pueblo y de sus problemas (Mt 9, 36); contemplando con cariño a un joven que parece interesado en seguirle (Mc 10, 21); mirando con ira a los hipócritas, entristecido por la dureza de su corazón (Mc 3, 5); estallando ante la incomprensión de sus apóstoles (Mc 8, 17); lleno de alegría cuando éstos regresan satisfechos de predicar (Lc 10, 21 ); entusiasmado por la fe de un pagano (Lc 7, 9); conmovido ante la figura de una madre que llora a su hijo muerto (Lc 7, 13); indignado por la falta de fe del pueblo (Mc 9, 18); dolorido por la ingratitud de los nueve leprosos curados (Lc 17, 17); preocupado por las necesidades materiales de sus apóstoles (Lc 22, 35). Le veremos participar de los más comunes sentimientos humanos: tener hambre (Mt 4, 2); sed (Jn 4, 7); cansancio (Jn 4, 6); frío y calor ante la inseguridad de la vida sin techo (Lc 9, 58); llanto (Lc 19, 41); tristeza (Mt 26, 37); tentaciones (Mt 4, 1). Comprobaremos, sobre todo, su profunda necesidad de amistad, que es, para Boff, una nota característica de Jesús, porque ser amigo es un modo de amar. Le oiremos elogiando las fiestas entre amigos (Lc 15, 6); explicando que a los amigos hay que acudir, incluso siendo inoportunos (Lc 11, 5). Le veremos, sobre todo, viviendo una honda amistad con sus discípulos, con Lázaro y sus hermanas, con María Magdalena.

Un hombre solo en medio de la multitud

J/PARADOJAS: Pero aquí también nos encontraremos con otra de las paradojas de Jesús: su profunda necesidad de compañía y la radical soledad en que seguía su alma, incluso cuando estaba acompañado. Los evangelistas señalan numerosas veces una especie de temor de sus apóstoles ante sus discursos y prodigios (Mc 9, 6; 6, 51; 4, 41; 10, 24), el miedo que tenían a interrogarle (Mc 9, 32). El evangelio de Marcos comienza la descripción del último viaje de Jesús a Jerusalén con estas palabras: Jesús iba delante de ellos, que le seguían con miedo y se espantaban (Mc 10, 32). Y repetidas veces nos tropezaremos la frase: Estaban llenos de temor (Mc 5, 15; 33, 42; 9, 15). Los apóstoles y aún más las turbas, eran conscientes de que él no era un rabino más. Cuando se preguntaban quién era, buscaban las comparaciones más altas: ¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de /os profetas? (Mt 16, 14). También Jesús era consciente de esta distancia que le separaba de los demás. Por ello, aun a pesar de su inmenso amor a los hombres, sólo cuando estaba en la soledad parecía sentirse completo. Necesitaba retirarse a ella de vez en cuando. En cuanto podía alejarse del gentío, huía a lugares solitarios, como si sólo allí viviera su vida verdadera. Y despedidas las gentes, subió al monte, apartado, a orar. Y allí estaba solo (Mt 14, 23). A veces. hasta parece que la compañía de los demás se le hiciera insoportable: ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? (Mc 9, 18) dice, con frase durísima, a los apóstoles al comprobar cómo. en su mediocridad, no hacen otra cosa que aguar su visión del Reino. Casi diríamos que sólo al final de su vida se siente plenamente a gusto entre los suyos. Su corazón se esponja cuando se encuentra con ellos y se vuelve caliente y conmovedor a la hora de la despedida. Porque Jesús tiene un corazón verdaderamente afectivo. No es blando ni sentimental, pero sí profundamente humano. Se siente a gusto entre los niños y los pequeños; llora ante la tumba de Lázaro y ante Jerusalén; llama, en la última cena, «hijitos» a sus discípulos. Se angustia ante lo que les puede ocurrir a los apóstoles cuando él se vaya; se olvida de sí mismo para preocuparse de pedir al Padre que ellos tengan un lugar en el cielo. Jesús -señala García Cordero- no es un asceta ni un estoico que ahoga sus sentimientos afectivos legítimos, sino que los sublima en una consideración superior sobrenatural.

La cólera del manso cordero

Jesús se presentó a si mismo como manso y humilde de corazón (Mt 11, 29), Y era verdad: así lo realizó al dejarse abofetear y escarnecer a la hora de su pasión. Y la tradición ha tendido a acentuar esa dulzura. Jesús -merced a los movimientos religiosos del siglo XIX- es en gran parte sinónimo del «dulce Jesús». Y esta verdad, si se desmesura, puede desfigurar el verdadero rostro de Cristo. Grandmaison ha escrito con justicia:

Jesús es una mezcla de majestad y de dulzura y mantiene su linea en todas las vicisitudes: ante la injusticia, la calumnia, la persecución la incomprensión de sus íntimos. Sabe condescender sin rebajarse. entregarse sin perder su ascendiente, darse sin abandonarse. Es el modelo del tipo ideal. del equilibrio. Hombre verdaderamente completo. hombre de un tiempo y una raza apasionada, de la que no rechazó sino las estrecheces de miras y errores, tiene sus entusiasmos y sus santas cóleras. Conoce las horas en las que la fuerza viril se hincha como un río y parece desbordarse Pero estos movimientos extremos siguen siendo lúcidos: nada de exageración de fondo, de pequeñez, de vanidad, ningún infantilismo, ningún rasgo de amargor egoísta e interesado. Aun cuando están agitadas, temblorosas, las aguas permanecen límpidas.

Pero este equilibrio de Jesús no es la serenidad de quienes nunca estallan porque tienen poca alma. La serenidad de Jesús es la del torrente contenido. Su carácter es más bien duro, poderoso. Dentro de él arde esa cólera del cordero de la que habla el Apocalipsis (6, 16), una cólera que sólo estalla cuando los derechos de Dios son pisoteados, pero que es terrible cuando lo hace. En Jesús nos encontramos con frecuencia esa voluntad en tensión, esa fuerza contenida. La tentación de Pedro, que quiere ablandar su redención, es rechazada sin rodeos y con frase terrible. gemela a la usada (Mt 4, 10) para expulsar al demonio: ¡Apártate, Satanás. que me eres escándalo! (Mt 14, 23). ¡Fuera de mi vista, inicuos! dirá en el día del juicio a quienes no hubieran socorrido a sus hermanos (Mt 7, 23). Y, en sus parábolas, abundan las formulaciones radicales. En la de la cizaña el Hijo del hombre enviará a sus ángeles que reunirán a los malvados y los echarán al horno del fuego (Mt 13, 41). Y lo mismo dice en la parábola de la red (Mt 13, 49). Violentamente terminan también las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y cabritos. En ningún caso el desenlace es un ablandarse del esposo o del amo. En la parábola del siervo cruel, el Señor lleno de cólera entrega el siervo a la justicia hasta que pague toda su deuda. En las bodas del hijo del rey, éste, ante la muerte de su hijo, envía a su ejército para que acabe con los homicidas e incendie su ciudad. Cuando, en la sala de las bodas el soberano encuentra a un hombre sin vestido nupcial, manda que lo aten de pies y manos y lo arrojen a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). En la parábola de los dos administradores, el señor, que llega inesperadamente, manda descuartizar al siervo infiel (Lc 12, 46). No, no son, evidentemente, las parábolas un dulce cuento de hadas. Tampoco es blando el lenguaje que Jesús usa cuando se dirige a escribas y fariseos: Guías de ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis el plato y la copa por de fuera, pero interiormente estáis llenos de robos e inmundicias (Mt 23, 14; 24, 25). Hay, evidentemente, un terrible relámpago en los ojos de quien pronuncia estas palabras. Y hay dos momentos en que esta cólera estalla en actos terribles: cuando arroja a los mercaderes del templo, derribando mesas y asientos, enarbolando el látigo (Mc 11, 15). Y cuando seca, con un gesto, la higuera que no tiene frutos, incluso sabiendo que no es aquel tiempo de higos (Mc 11, 13). Exageraríamos si dedujéramos de estos dos momentos (sobre todo del segundo) que hay en Cristo una cólera mal contenida y anormal. Los evangelistas tienen un gran cuidado en acentuar todos aquellos aspectos en los que Jesús muestra su carácter profético. Y los profetas habían acostumbrado a su pueblo a este lenguaje de paradojas, de gestos aparentemente absurdos que sólo querían expresar la necesidad de estar vivos y despiertos en el nuevo reino de Dios. Pero tampoco seríamos justos olvidando esos gestos y convirtiendo a Jesús en un puro acariciador de niños. Los dulces cristos de Rafael y fray Angélico son parte de la verdad. La otra parte es el Cristo terrible que Miguel Angel pintó en la Capilla Sixtina.

Con los pies en la tierra

Tenemos que hacernos ahora una pregunta importante: ¿Fue Jesús un realista con los pies en la tierra o un idealista lleno de ingenuidad? Hay en él, evidentemente, unos modos absolutos de ver la vida. En todas sus frases arde lo que Karl Adam llama «su deseo de totalidad». Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo (Mt 18, 9). El que pierde su alma, la gana (Mt 10, 29). Nadie puede servir a dos señores (Lc 16, 13). Siempre planteamientos radicales. El que no deja a su padre y a su madre, no sirve para ser discípulo suyo. Si alguien te pide el vestido, hay que darle la capa también. Y pide a voces cosas absolutamente imposibles: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). ¿Es que Jesús no conoce la mediocridad humana? ¿Es que no conoce los enredados escondrijos de nuestros corazones? A juzgar por estas sentencias macizas y según la firmeza heroica de su conducta, estaría uno tentado a tomarlo por un hombre absoluto y hasta quizá por un soñador viviendo fuera de la realidad, puestos siempre los ojos en su brillante y sublime ideal y para el cual desaparece, o a lo sumo aflora muy ligeramente en su conciencia la vulgar realidad diaria de los hombres. ¿Fue así Jesús? Esta pregunta inquieta a Karl Adam y sigue inquietando hoy a muchos hombres. Y la primera respuesta es que Jesús no fue un extático, como lo fue Mahoma, como lo fue el mismo san Pablo. Los primeros cristianos estimaban mucho estos dones de éxtasis y visiones. San Pablo veía en ellos «la prueba del espíritu y de la fuerza» (I Cor 2, 4). Pero ninguno de los evangelistas atribuye a Jesús este tipo de éxtasis o de fenómenos extraordinarios. La misma transfiguración es un fenómeno objetivo, no subjetivo. Nada sabemos de lo que pasó en el espíritu de Jesús durante ella, pero no es, en rigor, un verdadero éxtasis. Tiene, sí, contactos con el mundo sobrenatural: a través de su constante oración sobre todo. Pero jamás nos pintan los evangelistas una oración en la que Jesús se aleje de la tierra en éxtasis puramente pasivo. Este don que tan bien conoció san Pablo, no nos consta que fuera experimentado por Jesús. Y hay en su vida frecuentes entradas de ese mundo sobrenatural en el cotidiano: el cielo se abre en el Jordán, el demonio le tienta en el desierto, bajan los ángeles a servirle tras las tentaciones y a consolarle en el huerto. Pero todo se hace con tal naturalidad y sencillez que, aun al margen de la fe, habría que reconocer que no se trata de alucinaciones o visiones de un espíritu enfermo o desequilibrado. No son problemas de psiquiatra; son contactos con otra realidad que, no por ser más alta, es menos verdadera que ésta que tocamos a diario. Podemos, pues, concluir de nuevo, con Karl Adam:

La visión prodigiosamente clara de su mirada, la conciencia neta que tenia de si mismo, el carácter varonil de su persona, excluyen clasificarle entre los soñadores y exaltados más bien, al contrario, supone una marcada predisposición para lo racional La mirada de Jesús es profundamente intuitiva en la tarea de abarcar la realidad en su conjunto y en toda su profundidad, lo mismo que es sencilla y estrictamente lógica en lo que se refiere a las relaciones intelectuales.

Efectivamente esta mezcla de intuición y lógica parece ser una de las características mentales de Jesús que une en sí a un pensador y a un poeta. La agudeza de su ingenio para desmontar un sofisma, pulveriza con frecuencia las argucias de sus enemigos y la estructura de su raciocinio es, a veces, puramente silogística, aun cuando más frecuentemente la intuición va más allá que las razones. Pero aún podríamos decir que lo experimental pesa más en Jesús que lo puramente racional. Sus dotes de observación de la realidad que le rodea son sencillamente sorprendentes y le muestran como un hombre con los pies puestos sobre la tierra en todos sus centímetros. Hay en la palabra de Jesús un mundo vivo y viviente, un universo que nada tiene de idealista. Bastaría recordar sus parábolas. En ellas nos encontramos un mundo de pescadores, labradores, viñadores, mayorales, soldados, traficantes de perlas, hortelanos, constructores de casas, la viuda y el juez, el general y el rey. Vemos a niños que juegan por las calles tocando la flauta; cortejos nupciales que cruzan la ciudad en la noche silenciosa; contemplamos a los doctores de la ley ensanchando sus borlas y filacterias; les encontramos desgreñados en los días de ayuno; escuchamos su lenguaje cuando rezan: nos tropezamos con los pordioseros que piden a las puertas de los palacios: descubrimos a los jornaleros que se aburren en las plazas esperando a que alguien les contrate; se nos explica minuciosamente cómo cobran sus sueldos; conocemos las angustias de la mujer que ha perdido una moneda; sabemos cómo la recién parida se olvida de sus dolores al ver al chiquitín que ha tenido; nos enteramos de las distintas calidades de la tierra y de todas las amenazas que puede encontrar un grano desde la siembra a la cosecha; comprendemos la preocupación de las mujeres de que no les falte el aceite para la lámpara que ha de arder toda la noche; se nos describe cómo reacciona el hombre a quien el amigo despierta en medio de la noche; nos explican con qué unge las heridas el samaritano y cuál es su generosidad; se nos advierte que los caminos están llenos de salteadores; se habla de las telas y de la polilla, de la levadura que precisa cada porción de harina, de qué tipo de odres hay que usar para cada calidad de vino... Es todo un universo de pequeña vida cotidiana lo que encierra este lenguaje y no sueños o utopías. No era un soñador, era un hombre sencillo y verdadero. En su vida no hay gestos teatrales. Huye cuando quieren proclamarle rey, le repugna la idea de hacer milagros por lucimiento o por complacer a los curiosos. Tampoco hay en él un desprecio estoico a la vida. Cuando tenga miedo, no lo ocultará. Lo superará, pero no será un semidiós inhumano, un supermán eternamente sonriente. Tampoco utiliza una oratoria retórica altisonante. Habla como se habla. Vive como se vive. Jamás hace alardes de cultura. No hay en todo su lenguaje una sola cita que no esté tomada de la Escritura. No siente angustia ante lo que piensan de él, no se encoleriza cuando le calumnien. Pero le duele que no le comprendan. Ama la vida, pero no la antepone a la verdad.

Morir por la verdad libremente

Morirá por esa verdad. Es decir: se dejará matar por ella, pero no irá hacia la muerte como un fanático, no se arrojará hacia la cruz. La aceptará serenamente, desgarrándosele el corazón, porque ama la vida. Pero preferirá la de los demás a la propia. Si él hubiera pactado, si hubiera aceptado las componendas, siendo «más prudente», tal vez su muerte no habría sido necesaria. Pero su pensamiento y su acción eran gemelos y allí donde señalaba la flecha de su vocación, allí estaban sus pasos. El servicio a la verdad era el centro de su alma, pero no a una verdad abstracta sino a esa que se llama amor y que sólo podía realizarse siguiendo la senda marcada por su Padre. Y aquí llega la más alta de las paradojas: siguió esa senda desde la más absoluta de las libertades. Durante los primeros siglos de la Iglesia no faltaron herejías (los «monotelitas») que para dejar más claro que Jesús no podía pecar optaron por pensar que en Jesús no había más voluntad que la divina. Pero el tercer concilio de Constantinopla, en el año 681, definió tajantemente que Cristo estuvo dotado de voluntad y libertad humanas, que vivió y actuó como un ser libre. Basta con leer su vida para descubrir que la libertad es no solamente un rasgo de su carácter, sino también una señal distintiva de su personalidad, como escribe Comblin. Efectivamente la libertad y la liberación fueron los núcleos de su mensaje. San Pablo lo condensa sin vacilaciones: Fuisteis llamados, hermanos, a la libertad. (Gál 5, 13). Para que quedemos libres es por lo que Cristo nos liberó (Gál 5, 1). Jesús nace en el seno de un pueblo exasperado por la libertad, obsesionado por ella. De ese pueblo recibe su sentido, aunque, luego, él ensanchará sus dimensiones desde lo político a una libertad integral que nace en el corazón con raíces mas profundas que las puramente materiales. En el seno de ese pueblo, Jesús vivirá con una libertad inaudita. No depende de su familia. Rechaza las tentaciones con que algunos de sus miembros quieren apartarle de su misión (Mc 3, 21; 3, 31; Mt 12, 46) lo mismo que más tarde exigirá a sus discípulos esa misma libertad frente a sus familiares (Lc 14, 26).

J/INDEPENDENCIA: Es libre ante el ambiente social, muchas de cuyas tradiciones rompe sin vacilaciones: habla con los niños, sostiene la igualdad de sexos, deja a sus apóstoles que cojan espigas en sábado. Se opone frontalmente a los grandes grupos de presión. Habla con franqueza a las autoridades políticas. Desprecia abiertamente a Herodes llamándole «zorra» inofensiva. Es libre en la elección de sus apóstoles. No se deja presionar por los grupos violentos que quieren elegirle rey. Es libre en toda su enseñanza. Jamás mendiga ayudas ni favores. Subraya con acierto Comblin:

Jesús no pidió nada a los ricos, ni a las autoridades: ni licencia. ni apoyo, ni colaboración. No tuvo necesidad de los poderosos. Sin duda, como siempre. esa fue para ellos la mayor ofensa, lo que mas les hirió: mostró que no los necesitaba. Visita a los ricos, fariseos, personas notables: sin pedirles ayuda. Recibe a un hambre tan importante como Nicodemo: no le pide apoyo. ni una lntervención favorable, una palabra amiga en el sanedrín. Sabe que si una persona de tal consideración garatizara su buena conducta en la asamblea. seria un buen argumento a su favor. Los ricos saben perdonar muchas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación Jesús no buscó ninguna cobertura. Pilato se extrañó: esperaba ciertamente que Jesús apelase a su clemencia. Habría sido una ocasión excelente para dar muestra de su poder. Pero Jesús no quiso facilitar las cosas. para inclinar hacia él la indulgencia. Ninguna palabra para dulcificar a los judíos, ninguna palabra para calmar a Pilato: desde el principio hasta el fin de su vida, no quiso deber nada a nadie. Y se mostró siempre inflexible, sin arrogancia, pero irreductible.

Esta independencia impresionó tremendamente a sus contemporáneos a quienes llamaba la atención, más que lo que decía, el modo como lo decía: Se maravillaron de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad (Mc 1, 22; MI 7, 29). Y sus propios adversarios se verán obligados a reconocer esa libertad de sus opiniones: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas de verdad el camino de Dios y no te importa de nadie, pues no miras la personalidad de los hombres (Mt 22, 16). ¿Cuál es la última clave de esta tremenda libertad? Que Jesús es desinteresado, que no se siente preocupado por el futuro de su vida o de su obra. Esta seguridad es, tal vez, lo más sorprendente de su postura en el evangelio. Jamás le vemos tener angustia por el futuro de ese Reino que predica, jamás le encontramos planeando estrategias para el mantenimiento de lo que está creando. Y aquí vuelve a ser absolutamente diferente a todos los futuros fundadores de religiones o de cualquier tipo de empresas humanas o espirituales. Jesús deja absolutamente todo en las manos de Dios. Conocía la mediocridad de sus apóstoles, la traición de su máximo elegido y no vacilaba en dejar en sus manos el porvenir de su tarea. Comenta el mismo Comblin:

Jamás fundador alguno dejó a sus sucesores una obra tan libre, disponible, no institucionalizada. Prácticamente Jesús no dejo a los apóstoles ninguna de las instituciones de la Iglesia posterior, a no ser la instrucción de reunirse de vez en cuando para celebrar la cena en memoria suya y de su venida futura. El resto quedó totalmente abierto. Confió en el Espíritu santo dado a los apóstoles para ir definiendo las instituciones. Nunca en los evangelios aparece preocupado por ese futuro: no dijo a los apóstoles: después de mi haréis esto o aquello.

Sabia muy bien Jesús que lo que coarta la libertad de los hombres es el miedo, la preocupación por el futuro, la necesidad de seguridades. Pero él nunca necesitó nada: no tuvo propiedades, no preciso de la ayuda de los poderosos, no dejó herencia alguna, no se preparó una carrera. Contaba con una única seguridad -¡pero qué seguridad!-: la absoluta confianza en su Padre. Gracias a ella superó también el miedo a la muerte que asumió en el acto más alto de libertad que conozca la historia. No la esquivo, no buscó pactos ni componendas, no hizo concesiones a sus adversarios. Impresionó en la cruz por su serenidad a los mismos que le crucificaban. Fue, efectivamente, el más grande de los hombres. Fue también más que humano, pero fue también todo un hombre. Y la humanidad está hoy orgullosa de él. Sí, tal vez éste sea el más alto orgullo de nuestra raza: que él haya sido uno de nosotros.

J. L. MARTIN DESCALZO
VIDA Y MISTERIO DE JESÚS DE NAZARET/1
Págs. 285-306