VIVIR EN COMUNIDAD

ASPECTOS PSICOLÓGICOS 
(2) 

ALESSANDRO MANENTI

 

 

VIVIR LA COMUNIDAD


En nuestras comunidades no son los conflictos y las tensiones 
los que constituyen problema, sino el modo de afrontarlos. Puede 
incluso hacerse del conflicto una importante ocasión de conversión 
y crecimiento, tanto personal como comunitario, si se afronta y se 
encauza como es debido. 
Para usar una analogía de carácter médico, pensemos en una 
persona que se rompe una pierna: podrá recurrir a diversos modos 
de curación, tales como ponerse un vendaje, usar un bastón, darse 
una pomada, enyesarse la pierna... En todos los casos, lo que se 
busca es un modo de que la pierna vuelva a funcionar y se 
recupere el equilibrio del cuerpo. Pero si el remedio (por ejemplo, el 
enyesado) se utiliza durante demasiado tiempo, puede suceder que 
se atrofien algunos músculos, con el consiguiente efecto de la 
pérdida permanente de una parte del cuerpo. Ha desaparecido el 
dolor, pero también la función. 
Lo mismo puede ocurrir en nuestras comunidades: las piernas, 
los brazos, la cabeza... de la comunidad pueden romperse. No 
siempre marcha todo perfectamente; hay conflictos inevitables que 
ocasionan dolor y tienen el peligro de hacer que no funcione la 
comunidad como es debido. Esto es absolutamente normal. Lo 
importante, sin embargo, es tratar adecuadamente estas 
«fracturas». Es preciso idear diversos modos de afrontar la tensión, 
resolverla y recuperar el equilibrio. Pero el modo que se emplee 
puede resultar inadecuado, con lo que tal vez desaparezca el dolor, 
pero a costa de que ya no funcione la comunidad. Y cuando, más 
adelante, vuelva a encontrarse frente a otras tensiones, su 
funcionamiento será aún más dificultoso: no se puede construir el 
bien común cuando uno de nosotros ha perdido su dignidad. 

1. Afrontar con realismo los conflictos 

C/CONFLICTOS: Hay conflictos fácilmente superables, como por 
ejemplo: «¿nos levantamos mañana a las siete o a las ocho?». 
Unos dicen una cosa y otros otra; unos resoplan, otros asienten y 
otros guardan silencio. Pero todos son conscientes de que no se 
trata de una decisión fundamental. Una vez que se ha tomado dicha 
decisión, todo vuelve a ser como antes y la comunidad sale con 
éxito de esa tensión pasajera. Pero hay otros conflictos que 
implican un cambio más significativo de la vida comunitaria. Por 
ejemplo, un cambio de tarea (un joven religioso que solicita realizar 
un nuevo y distinto trabajo apostólico), o un cambio de las reglas 
(«revisemos el modo que los superiores tienen de decidir los 
destinos»). En tales ocasiones es más fácil que se encone la 
discusión. Unos se sentirán amenazados («¡esto se hunde!»); otros 
estarán de acuerdo («¡ya es hora de que se hable de ciertas 
cosas... !»); otros tendrán miedo de las consecuencias («si 
cedemos en lo pequeño, después habrá que ceder en lo 
grande...»); otros quedarán perplejos; y, por último, siempre habrá 
quienes acusen («en mis tiempos, estas cosas ni siquiera se 
pensaban...; pero ahora ¡los jóvenes se permiten unos privilegios 
que yo jamás he tenido!»). El conflicto se prolonga durante unos 
cuantos días en los que la comunidad, sometida a la fuerte tensión, 
puede recurrir, casi sin darse cuenta, a uno de tantos mecanismos 
que impiden la solución, pero que reducen temporalmente la 
tensión: el dolor desaparece, pero alguien ha sufrido en su dignidad 
y se siente humillado. 

Respuestas equivocadas 
Veamos cómo no hay que afrontar los conflictos, para indicar 
después un camino positivo.

­ Formar alianzas y coaliciones defensivas. 
En la discusión, un grupo se coaliga con el superior; otro grupo 
con el rebelde de turno; y un tercer grupo lo constituyen los que 
«pasan de todo». Estas alianzas (cuando son duraderas y rígidas) 
se enquistan y, en virtud de ellas, se discuten los problemas sin 
renunciar ningún grupo a llevar el agua a su molino. La 
consecuencia es que cada grupo marcha por su lado. En lugar de 
construir el bien común, lo que se hace es transmitir tácitamente el 
siguiente mensaje: «decidnos hacia dónde tiráis vosotros, porque si 
tiráis hacia la derecha, nosotros tiraremos hacia la izquierda». 

- Retirar los afectos. 
Se afronta el problema haciendo que desaparezca toda 
comunicación emotiva, con lo que el conflicto queda sin resolver. 
Todo el mundo está enfurruñado. Poco a poco, todos van 
enfriándose y distanciándose. La comunidad sigue adelante sin 
especiales dolores, pero ya no camina hacia su objetivo. Entonces 
se buscan sucedáneos, es decir, contactos emotivos fuera de la 
comunidad: «hobbies», actividades culturales, caritativas, 
religiosas... ¿Acaso es una excepción el que un religioso «no 
consiga orar» en casa, mientras se inflama de «espíritu santo» 
fuera de ella? 

­ Luchas reiteradas. 
En lugar del silencio, se utiliza el combate abierto. Cada cual 
descarga su propia ansiedad. Luego desaparece la tensión y 
retorna la calma. Pero lo malo es que la calma que sigue al 
temporal es ficticia, porque no se ha construido sobre la 
comprensión mutua. Se trata de una tregua, más que del gozo por 
la armonía recobrada. 

­ Resignación. 
Se calla y se sigue adelante, con tal de mantener la paz y una 
aparente armonía. Es el caso de la comunidad bloqueada, donde 
«ni siquiera vale la pena hablar». 

­ Los dobles mensajes. 
Decimos una cosa con las palabras y transmitimos otra con el 
comportamiento. Proclamamos de palabra, por ejemplo, el valor de 
la vida comunitaria, y en silencio damos a entender que, a fin de 
cuentas, lo que importa es nuestra realización personal. O decimos 
lo dichosos que somos de estar con el hermano, mientras que con 
nuestros gestos le demostramos cuánto nos molesta. La 
comunicación se produce siempre a dos niveles: la expresión verbal 
(digo algo) y la cualificación emotiva de la expresión verbal 
(comento lo que digo con los gestos, con las actitudes del cuerpo, 
con el silencio...). Ambos niveles coexisten siempre en toda 
comunicación; no se puede evitar el cualificar los mensajes: el 
mismo silencio, cuando se espera de nosotros que hablemos, 
resulta un mensaje cualificante. Estos dos niveles pueden ser 
coherentes entre sí cuando el sentimiento cualifica el mensaje 
verbal confirmándolo. Pero también pueden ser incoherentes (como 
en el caso de los dobles mensajes), cuando el sentimiento cualifica 
el mensaje contradiciéndolo. Si siempre se «comentara» de modo 
coherente lo que se dice o se hace, las relaciones tendrían una 
definición clara y simple, aun cuando la comunicación tuviera lugar 
a diversos niveles. Pero, en caso contrario, los problemas en las 
relaciones interpersonales son inevitables. 

Ir a la raíz de los conflictos 

Saber discutir. De todo lo dicho podemos sacar tres conclusiones: 

1) No tiene sentido el asustarse porque se produzcan discusiones 
y contrastes. El miedo es una reacción insensata, porque la 
comunidad de color de rosa no se da nunca. 
2) La renuncia a la confrontación y al diálogo puede servir para 
resolver algunos problemas limitados y particulares, pero no parece 
una actitud que haya que cultivar y adoptar de modo permanente. 
De hecho, el silencio puede ocasionar dos graves inconvenientes: 
a) la persona que calla y aguanta tiene siempre un límite y, a la 
larga, puede reaccionar de manera imprevista, hasta el punto de 
dar lugar a situaciones incurables; b) el silencio pone cada vez en 
mayor peligro el diálogo; renunciar a la comunicación significa no 
sólo dejar sin resolver los problemas, sino además comprometer la 
comprensión y el entendimiento en el futuro. 
3) La solución de un conflicto por la vía de la discusión es la más 
correcta y la más rentable. Pero conviene que expliquemos lo que 
queremos decir con la palabra «discusión». Discutir no significa 
hablar en términos de «tener razón» o «estar equivocado»; no 
siempre se puede establecer el tanto por ciento de razón o de error 
que cada uno tiene en cada situación. Aun cuando existiese una 
«máquina de la verdad» que estableciera con toda claridad estos 
porcentajes, no por ello se resolverían los conflictos, porque 
entonces uno resultaría vencedor y otro vencido, uno feliz y el otro 
destruido. 
Discutir no significa defender con uñas y dientes las propias 
razones, sino tratar también de comprender las motivaciones 
adoptadas por el otro. Quien sólo se fija en sus propias razones, 
limita su campo de atención: identifica su percepción con la realidad 
objetiva. No es un buen observador, sino que es simplemente 
alguien que se defiende. Condenado a ver únicamente con sus 
propios ojos, no llega a admitir, ni siquiera de lejos, la lógica o la 
corrección de las argumentaciones ajenas, porque, para él, el tener 
que ceder significaría ser derrotado y humillado. Por eso piensa 
que es mejor mirar únicamente con sus propios ojos, aun a riesgo 
de que su percepción sea unilateral. 
Discutir significa esforzarse por percibir los hechos en su 
globalidad. Para ello hay que ser libre: libre para sostener las 
propias ideas y libre para reformarlas si se descubren otras 
mejoras. Hay que saber, pues, escuchar los mensajes del otro: no 
sólo lo que el otro dice, sino el significado profundo y auténtico de 
lo que dice. No se trata de convertirse en una especie de «papel 
secante», sino de saber captar las motivaciones del otro, por 
encima de las palabras que emplee. 

Cómo se percibe a los demás 
Para tener esta actitud es preciso que cada cual se pregunte: 
¿cómo percibo yo a mi interlocutor? En realidad, esta percepción 
muchas veces no es realista-objetiva, sino subjetiva-deteriorada por 
el tiempo. Se percibe al otro de manera realista cuando «lo que yo 
pienso que es el otro» responde a «lo que el otro es 
verdaderamente». Por el contrario, la percepción resulta 
distorsionada cuando el concepto que yo tengo del otro no se 
corresponde con la realidad, es decir, cuando «el otro según yo» es 
muy distinto (u opuesto) al otro tal como es. Esta percepción 
distorsionada impide la comprensión: la relación ya no es libre, sino 
que el otro se verá condicionado a actuar conmigo de acuerdo con 
mis expectativas. 
Pongamos un ejemplo. Supongamos que, por la razón que sea, 
yo pienso que tú eres un tipo simpático. Cuando me encuentre 
contigo, me comportaré en consecuencia: me mostraré amable y 
dispuesto. Esto te permitirá responderme con la misma afabilidad. 
Una vez concluido el encuentro, me diré para mi: «tenía yo razón al 
pensar que era un tipo simpático». Es decir: mis expectativas han 
influido en tu modo de comportarte conmigo. Pero si, por el 
contrario, espero encontrarme con un tipo antipático, en cuanto te 
encuentre me sentiré fastidiado. Entonces lo más probable será que 
también tú reacciones en consecuencia, de tal manera que al final 
yo obtendré la confirmación de mi inicial diagnóstico. En ambos 
casos ha sucedido lo siguiente: me he encontrado con el tipo que 
esperaba encontrar. Es decir, el concepto que yo tengo de ti 
provoca en ti el correspondiente comportamiento; la imagen que yo 
tengo de ti influye en tu comportamiento. Si yo pienso de ti que eres 
un estúpido, lo más probable es que te comportes conmigo como un 
estúpido, no porque lo seas, sino porque yo pienso que lo eres. Si, 
por el contrario, pienso que eres un tipo «redimible», lo más 
probable es que tú mismo te «redimas».
Dejando a un lado el ejemplo, podemos decir:

1) No es posible, cada vez que me encuentro con un hermano, 
redescubrirlo de nuevo y conocerlo «ex novo», como si fuera la 
primera vez. Es inevitable que posea unos «esquemas cognitivos» 
acerca de él, los cuales «se disparan» siempre que me encuentro 
con él y a cuya luz lo «reconozco» inmediatamente. Cada nuevo 
comportamiento suyo es interpretado a la luz de lo que yo ya sabía 
de él. 

2) Estos esquemas cognitivos deben ser abiertos y flexibles, no 
cerrados y rígidos. Poseo una percepción realista del otro cuando 
estoy dispuesto a revisar mis esquemas acerca de él sobre la base 
de las nuevas informaciones que él mismo me proporciona; es 
decir: aunque yo creyera, por ejemplo, que era un estúpido, sin 
embargo, al conocerlo mejor, debo cambiar de opinión. De lo 
contrario, ya puede el otro hacer milagros delante de mí, que yo 
seguiré percibiéndolo como siempre, es decir, de un modo irrealista 
y distorsionado. Oigo, pero no escucho; tengo ojos, pero no veo. 
Consigo, pues, captar y acoger su mensaje por encima de las 
palabras que emplea. 

3) Estas distorsiones mías acerca de la verdadera personalidad 
del otro provocan e invitan a éste a actuar de tal manera que 
confirma mis distorsiones, con lo que su comportamiento no es la 
expresión de su auténtica personalidad, sino el resultado de mi 
propia distorsión. Es como si él dijera: «es inútil que intente 
cambiar; haga lo que haga, siempre seré para él un estúpido; de 
modo que más vale que me comporte como tal». 

4) El cambio de mi sistema cognitivo acerca del otro puede incitar 
a éste a cambiar también. Cada uno de nosotros se ha hecho su 
esquema cognitivo acerca del hermano que vive junto a él; 
consiguientemente, cada uno de nosotros tiene el peligro de 
«distorsionar». Por eso es inútil esperar que sea el otro quien 
cambie, como condición para nuestro propio cambio. Cada cual 
debe hacer su parte o, si lo preferimos, cada cual debe trabajar en 
su propia conversión sin condicionarla a la conversión ajena. En 
este terreno, convertirse significa preguntarse: ¿de verdad es él (o 
ella) como yo pienso que es? Con lo cual no pretendemos introducir 
un elemento de sospecha en la relación para hacer de ésta un 
encuentro entre desconocidos, sino un elemento de humildad: 
andémonos con mucho cuidado a la hora de hacer el retrato de los 
demás. Nadie ha dicho que el retrato sea una fotografía. Si yo trato 
de estar dispuesto a revisar mi concepto sobre el otro, entonces 
estaré abierto a todo cuanto el otro pueda revelarme de nuevo. Más 
aún: el otro se sentirá estimulado ­gracias a mi disponibilidad­ a 
revelarme elementos nuevos. Y de este modo, mi disponibilidad a 
mejorar el concepto que yo tengo de mi hermano le estimula a éste 
a ser mejor. Cuando admito una mejora en mi percepción del otro, 
estoy estimulando en él una mejora real. En lugar de condicionar mi 
conversión a la conversión del hermano, comienzo yo mismo a 
convertirme y... (¿quién sabe?) tal vez mi hermano decida 
seguirme. 


2. La dinámica del chivo expiatorio 

Un mecanismo inconsciente que muy fácilmente se instaura en la 
vida en común como modo equivocado de afrontar los conflictos, es 
el del «chivo expiatorio». Es un mecanismo que merece una 
particular atención porque guarda relación con el tema de los 
prejuicios, las luchas y los intentos inconscientes de cada cual de 
salvarse a sí mismo. En pocas palabras, consiste en lo siguiente: 
¿que hay un conflicto?; muy bien, veamos quién tiene la culpa. Una 
vez que demos con el culpable, estaremos más tranquilos y la 
próxima vez sabremos cómo defendernos; otra vez será él el 
acusado: «¡Qué se le va a hacer... Habrá que tomarlo a risa! 
¡Teníamos razón al decir que siempre serás el mismo! ». Pero 
analicemos mejor la dinámica del chivo expiatorio, que puede 
compararse a un drama inconsciente en tres actos cuyos 
personajes e intérpretes son: 
­el perseguidor: el que va en busca del culpable. Puede ser 
ayudado por otros que le sirven de apoyo. Su función consiste en 
acusar para mantener el orden; 
­la victima: el chivo expiatorio; 
­el salvador: el que se encarga de proteger a la víctima de los 
ataques del perseguidor, eventualmente ayudado por otros que le 
sirven de apoyo. 

Hecho el reparto de papeles, puede comenzar el drama. 

Acto I: percepción del conflicto y formación de los bandos 
Se alza el telón: la comunidad está reunida en torno a una mesa. 
Después de la oración común se anima la discusión y poco a poco 
va apareciendo el problema. Superadas las primeras reticencias, 
cada cual se expresa. Lentamente se manifiestan las divergencias: 
unos hablan, otros replican y otros, animados por los primeros, 
aventuran una tercera opinión; algunos dan muestras de estupor y 
asombro. Por debajo del hielo, nos damos cuenta, a pesar de todo, 
de lo distintos que somos unos de otros. 
Un momento de «suspense»: el conflicto se ha desvelado, las 
diferencias se han puesto de manifiesto y se ha creado la tensión. 
Todo el mundo está en guardia, porque inconscientemente las 
diferencias se perciben como un peligro para la seguridad y la 
continuidad de la comunidad. En este momento puede tomarse el 
camino equivocado: amenazados en su tranquilidad, tratan de 
recuperarla buscando al responsable de la tensión. El perseguidor 
mira en torno suyo y otros le ayudan en su búsqueda. ¿Qué es lo 
que buscan? Buscan a alguien que sea distinto de los demás para 
cargarle con la culpa de la tensión. Y es bien fácil dar con «el 
garbanzo negro». En un cierto sentido, los miembros de una 
comunidad son todos parecidos: la misma formación, el mismo ideal, 
el mismo espíritu... Podría esperarse, pues, la ausencia de 
prejuicios entre ellos. Pero no es así. Dentro de la comunidad hay 
elementos de igualdad, pero también los hay de diversidad: ideas, 
actitudes, sentimientos, modos de vestir... Hay también diferencias 
reales más banales: el acento, la belleza, la inteligencia, el sentido 
del orden, el ser más o menos devoto, etcétera. Estas diferencias 
se manifiestan con claridad en los momentos de tensión, y a quien 
las posee se le considera casi inconscientemente como «distinto»: 
«no es como nosotros... ¡Es para asombrarse! ¡Jamás lo habría 
creído! ». Y a esas diferencias se atribuye la responsabilidad de la 
tensión. 

Acto II: formación del prejuicio 
A las diferencias reales se les da un significado simbólico: en 
lugar de verlas como algo normal e inevitable, se consideran como 
un peligro para la comunidad. Quien las posee, aparece como un 
ser extraño, como el aguafiestas que amenaza la seguridad y la 
tranquilidad del grupo. Unidos por esta sensación de amenaza, 
algunos (o muchos) se coaligan para pasar al ataque. Y aquí radica 
el prejuicio: la diferencia real de uno de los miembros es 
considerada como la causa de la tensión de todos: «él es distinto» 
(aspecto real), luego es un peligro para nosotros (prejuicio). Y a 
mayor número de diferencias, más prejuicios, que se organizan en 
una auténtica red: los jóvenes contra los viejos; la derecha contra la 
izquierda; el norte contra el sur; los intelectuales contra los 
menestrales; los sacerdotes de primera contra los de segunda; la 
espontaneidad contra el autocontrol; los liberales contra los 
progresistas; los inteligentes contra los estúpidos... 
Pero ¿por qué llamamos «prejuicios» a estas cosas? Porque se 
pretende el que unas simples diferencias sean la causa del conflicto 
(«¡somos demasiado distintos...: jamás podremos entendernos!»). 
El problema, sin embarco, está en otra parte: en la falta de 
capacidad de escucha, en sentirse amenazados por el hecho de 
que alguien «cante fuera del coro» sin haber antes escuchado su 
canto. EI arma de ataque es el prejuicio. Una vez hallado el culpable 
y establecido el prejuicio, comienza la batalla. No es preciso 
levantar la voz; bastan unas cuantas frases. y un par de miradas 
para que la víctima se sienta localizada. (Basta darle a entender 
que estamos hablando de ella o hacerle llegar el mensaje de que 
no es caritativa, de que es orgullosa...). Algunos se unen al 
perseguidor para inmunizarse a sí mismos de un eventual ataque 
(«mejor que sea otro antes que yo»). Otros se encargan de hacer 
de protectores, tratando de librar a la víctima del ataque. 
Nadie puede quedar fuera de la escena. Y aunque la comunidad 
no es un condominio, la vinculación emotiva entre sus miembros 
excluye la no-intervención. La neutralidad es tan sólo aparente; más 
aún, es una manera tácita de tomar postura: con la indiferencia 
puede uno cubrirse a sí mismo, demostrar silenciosamente su 
desaprobación o prestar su consentimiento tácito al perseguidor, a 
la víctima o al salvador. 

Acto III: se invierten los papeles 
Se inicia entonces el contraataque por parte del chivo expiatorio. 
El que se siente víctima trata de defenderse echando la culpa a otro 
(«no fui yo quien tomó la manzana; la serpiente me la dio») o 
descargando la responsabilidad en algo exterior a la comunidad 
(«la culpa es de la institución»). Si su autodefensa tiene éxito, se 
salva de la condena y, de perseguido, se convierte en perseguidor. 
Pero si fracasa, se sentirá solo e indefenso. Cerrado en su propia 
incapacidad de relación y en su ineptitud para cumplir las tareas, 
siembra el descontento por doquier, buscando personas parecidas 
a él de quienes poder cuidar: de perseguido, se convierte en 
cuidador. 
También el mediador corre serios peligros: si consigue neutralizar 
las fuerzas destructoras del ataque, evitará la destrucción de la 
víctima; pero ésta, al sentirse respaldada, descargará la culpa 
sobre otro, empleando la misma arma que se ha usado en su 
contra: el prejuicio. Y este «otro» puede serlo el perseguidor o su 
propio cuidador. De este modo, todos van pasando de 
perseguidores a perseguidos y a salvadores sucesivamente: el uno 
endosa la culpa al otro, el cual la descarga sobre los hombros del 
vecino, que a su vez se la pasa al primero que llega, y éste a su 
vez puede volver a endosársela al primero. Temporalmente parece 
que la comunidad consigue salvaguardar su unidad: se crean 
partidos y alianzas (reuniones en camarilla grupúsculos, miradas de 
mutuo entendimiento, comunicaciones no verbales...). Pero la 
reconciliación se hace imposible. La cuestión está en que en la 
dinámica del chivo expiatorio todo se desenvuelve en clave de 
contraposición y de acusaciones recíprocas. No hay escucha y, por 
lo tanto, no hay comprensión. Lo que hay en el fondo es un 
prejuicio: «dice eso porque la tiene tomada conmigo...; se comporta 
así porque quiere humillarme...; lo hace adrede para hacerme 
rabiar...». Si se reconoce el prejuicio («pero hombre, date cuenta 
de que no tiene nada contra ti; lo único que dice es que existe un 
problema y que hay que afrontarlo»), entonces concluye la lucha; 
desaparece el prejuicio y comienza el diálogo capaz de resolver el 
problema. La comunidad ha obtenido una mayor calidad de unión y 
de amor. 


3. En la raíz de la dinámica del chivo expiatorio 

Antes de decidir lo que hay que discutir, es preciso examinar el 
modo de hacerlo. 
Una comunidad débil en valores tiende siempre a romperse en 
bandos. Cada bando tratará de hacerse con el control de la 
situación, porque se considera depositario de los valores e ideales. 
Y cada bando interpretará negativamente las posturas y 
comportamientos del otro bando, que considera negativos y 
anti-evangélicos. 
En todo bando surge un «líder» con la tarea -tácita o explícita­ de 
encarnar los valores del propio bando y de interpretar los «malos 
comportamientos del otro. 
Y puesto que ambos bandos se consideran en posesión del 
Espíritu Santo, no pueden, lógicamente, sentirse responsables de la 
desunión existente. Por eso es por lo que, inconscientemente, se 
designa a un miembro de la comunidad como el «verdadero» 
responsable de la falta de armonía y se desvían sobre él los 
ataques de los demás. 
En las luchas entre los bandos es fácil que se elija a un miembro 
(o se ofrezca él mismo) para constituirse en salvador o árbitro. Esto 
proporciona un antídoto contra los destructores efectos del 
prejuicio; pero a su vez el individuo en cuestión puede aceptar este 
papel por motivos en modo alguno altruistas, como puede ser el 
deseo de alejar de sí los ataques de los demás. Pretende ser el 
buen samaritano, pero en realidad tan sólo le preocupa su propia 
seguridad personal: «mejor que le suceda a otro y no a mí». Las 
intenciones de todos son buenas: se desea sinceramente reducir la 
tensión de la comunidad. Son los medios los que no son 
adecuados. 

Los prejuicios 
El que se siente interiormente débil, se aferra al prejuicio como 
medio de defensa. Para salvarse a sí mismo, para alejar de sí el 
peligro que supone la dada, el hombre puede hacer que se hunda 
el vecino. El prejuicio es el que da lugar al chivo expiatorio. Veamos 
cómo. 
Quien es erigido en chivo expiatorio suele tener algo que le 
diferencia de los demás: educación, inteligencia, temperamento, 
pasado, edad... Hasta aquí, no hay nada malo: aunque estemos en 
la misma barca, cada uno de nosotros conserva su propia 
especificidad. Lo malo es cuando a esta diferencia real se le 
atribuye indebidamente la responsabilidad por la tensión que es 
común a todos. Se atribuye a la diferencia real un significado 
simbólico: él es distinto de nosotros (aspecto real), luego constituye 
un peligro para nosotros (prejuicio) Conclusión: la culpa es suya. 
Como si, suprimida la diferencia, fuera a desaparecer la tensión. 
Es preciso, pues, que sepamos reconocer las diferencias reales 
de cada individuo sin sentir por ello amenazada nuestra seguridad 
interior y sin considerar dichas diferencias como causa inevltable de 
males. No son las diferencias las que originan automáticamente los 
males, sino el significado erróneo que se les atribuye. 
En segundo lugar, para liberarnos de los prejuicios sobre una 
persona hay que preguntarse con toda claridad: ¿es ella la que se 
siente perturbada o somos nosotros? Una señal evidente de que el 
problema está en nosotros es la no-correspondencia entre lo que 
esa persona hace o dice y nuestro juicio inflexible acerca de allá. En 
otras palabras: todos decimos que esa persona va siempre «a 
contrapelo», pero esto no es objetivamente cierto. Es evidente que 
estamos percibiendo la situación de manera distorsionada. 
Por último, una vez verificado que se trata de un chivo expiatorio, 
hay que preguntarse: ¿quién pone en circulación los falsos 
prejuicios? ¿Quién se deja contagiar por ese «perseguidor»? 
Tratándose de prejuicios, es obvio que quien los transmite tiene 
personalmente problemas y frustraciones que desea descargar. 
También en este punto es preciso actuar a la luz de la caridad: no 
pretendamos andar a la caza de brujas, sino esforcémonos por 
hacer que resplandezca la verdad, sabiendo que la verdad siempre 
une y jamás divide. 

Las inconsistencias, en la raíz de los prejuicios 
Más difícil resulta entender por qué se ha creado en la 
comunidad un chivo expiatorio. Los motivos son, esencialmente, 
dos: por absolverse a sí mismos y por defenderse. 
En primer lugar, absolverse a sí mismos. El chivo expiatorio nos 
hace un gran servicio (aunque, a fin de cuentas, se trate de un 
servicio un tanto amargo): nos sirve para descargar nuestros malos 
humores o para atribuirle la culpa de nuestras congojas. Nos 
evitamos así la molestia de proceder a una autorevisión, que a 
nadie le resulta agradable. Además, libres del sentido de culpa, 
podemos sentirnos también libres para criticar y ­satisfechos con 
nosotros mismos­ prodigarnos en cuidar de los demás. Por último, 
el tener entre nosotros a alguien «que ha tomado un sesgo 
equivocado» nos hace sentirnos ­a nosotros, los «puros»­ más 
unidos y más amigos. Muchas veces las crisis de uno sirven para 
unir más a los otros. 
Cuando se acusa injustamente, también se hace para defenderse 
a sí mismo: cuanto más vulnerable y frágil se siente uno, más 
grandes y más simbólicas se hacen las diferencias del otro y mayor 
significado de amenaza asumen. La acusación es la defensa del 
débil. Pero ¿defensa de qué? Esencialmente, de dos cosas: de las 
inconsistencias personales o de las inconsistencias comunitarias. 
En el primer caso, son los individuos los que ­uno a uno­ se sienten 
amenazados; en el segundo caso, es el grupo en cuanto tal el que 
se siente vulnerable.
Pongamos un ejemplo: se reúne el «capítulo provincial» o el 
«consejo presbiteral» para discutir el caso del padre X. Todos están 
de acuerdo en afirmar que el padre X es un auténtico problema: se 
ha hecho una lista de las «diferencias» que manifiesta, se han 
analizado y todos han reconocido que son un tanto «extrañas». 
Supongamos que el padre X sea únicamente el chivo expiatorio de 
la situación y que, por lo tanto, se le acusa injustamente. La 
pregunta es: ¿por qué el Capítulo o el Consejo se ha puesto de 
acuerdo en condenarle? Y la respuesta es doble: 

a) Porque se siente amenazado en su propia validez. Si la culpa 
no fuese del padre X, entonces el Capítulo o el Consejo debería 
reflexionar sobre sí mismo y admitir que se ha equivocado, que ha 
gastado inútilmente sus energías, que ha trabajado en vano... E 
inconscientemente llega a la conclusión de que es mejor no tocar 
más el problema y sentirse tranquilos (¡cuidadores!) hablando de él 
y no de sí mismos. 

b) Porque cada miembro del Consejo o del Capítulo se siente 
personalmente amenazado por el padre X. Todos están de acuerdo, 
pero cada uno por diferentes motivos. Todos se defienden, pero la 
inconsistencia interna de cada uno es distinta. Habrá quien se 
defienda de su propia falta de «agresividad», de «garra», y acusará 
al padre X porque le considera un rival («¡ tiene mucha escuela!»); 
otro se defenderá de su excesiva falta de confianza en sí mismo y 
para él el padre X será demasiado inteligente («en una 
confrontación con él, seguramente me vencería...»); tal vez otro no 
esté libre del peligro de exhibicionismo («¡debo hacerle saber quién 
soy yo!»); y otro, en fin, puede verse impulsado por el conflicto de 
dominación («¡hay que darle una lección que le haga bajar la 
cresta!»). Todos están de acuerdo, pero cada uno por diversos y 
personales motivos subconscientes. Como se ve, el discernimiento 
comunitario no obedece siempre a la voz del Espíritu. 
Otra posibilidad es que el padre X sea verdaderamente 
problemático. No tiene, pues, nada de extraño que se intervenga; 
es perfectamente justo, a condición de que quien lo haga no tenga 
nada que defender para sí, no busque ningún provecho personal y 
esté dispuesto a ver la viga en su propio ojo antes de ver la paja en 
el ajeno. En este caso no hay perseguidor alguno; el único motivo 
existente es la corrección fraterna, la cual ­¡mucho ojo!­ presupone 
en quien la practica una previa revisión personal, indispensable 
para poder corregir después al otro.
Entonces el esfuerzo por la propia mejora justifica el que se 
pretenda lo mismo para los demás; la humildad de someterse a 
discusión autoriza a exigir otro tanto a los demás, a la vez que el 
reconocimiento de las propias limitaciones le hace a uno ser 
tolerante con los otros. En suma, cuando somos libres frente a los 
conflictos, cuando no tenemos nada propio que defender, entonces 
podemos ser exigentes y comprensivos. Ambas virtudes deben ir al 
unísono. La exigencia sin comprensión se convierte en severidad; la 
comprensión sin exigencia se convierte en permisividad. 


4. La multitud de mitos que nos frenan 
El motivo que debe llevar a las personas a unirse en comunidad 
cristiana no consiste en buscar a través del grupo la propia 
realización personal, ni siquiera la simple conformidad social, sino 
que consiste en el compromiso de profundizar el servicio a los 
valores: confrontarse cada vez más con los valores. Es evidente, 
pues, que la comunidad, si desea ser cristiana y no un simple club 
social, deberá conllevar de un modo absolutamente inequívoco la 
aceptación de Cristo muerto y resucitado por el mundo. Sólo así 
podrá estimular al individuo a profundizar su ratificación personal de 
la llamada de Dios. 
Pero ni siquiera en estas condiciones puede afirmarse que la 
comunidad vaya a progresar fácilmente en su andadura. Puede 
ocurrir que los valores estén presentes y sean aceptados de 
palabra, pero que haya diversos factores grupales subconscientes 
que constituyan un obstáculo para poder vivirlos concretamente. Un 
grupo de dichos factores lo constituyen los «mitos comunitarios»: 
falsas expectativas o maneras erróneas de concebir la vida en 
común. Con frecuencia se trata de mitos subconscientes, no 
explícitos, que actúan, más o menos intensamente, como freno al 
crecimiento común. Estos mitos constituyen muchas veces la raíz de 
las dificultades comunitarias por las que, de hecho, la comunidad no 
es ya lugar de trascendencia. 
Dada su función de freno, tales mitos deben ser identificados y 
abolidos, a fin de poder crear una atmósfera apta para la 
confrontación y el diálogo mutuos. Veamos algunos de los mitos 
más comunes hoy día. 

Basta con hacer comunidad para crecer. 
Es éste un «eslogan» al que subyacen dos ilusiones: que la 
comunidad es la que produce la capacidad de interiorizar los 
valores y que esto puede lograrlo cualquier comunidad. Decimos 
que esto son ilusiones porque la comunidad se limita a ofrecer una 
oportunidad de interiorización, pero la eficacia de ésta depende de 
las aptitudes intrapsíquicas del sujeto. Además, tal oportunidad no 
la proporciona cualquier comunidad, sino únicamente aquella que 
sea portadora de valores libres y objetivos. 
«Y vivieron felices y dichosos...». Según este mito, la comunidad 
realizaría la felicidad absoluta y en ella, la persona debería 
encontrar necesariamente todo tipo de gratificación. Se trata de un 
mito romántico condenado a esfumarse velozmente, porque la 
comunidad es una realidad conflictiva La comunidad es evangélica 
no cuando carece de problemas sino cuando los afronta con 
espíritu evangélico. Es decir, cuando no asume actitudes fatalistas 
de resignación pasiva; cuando renuncia a la actitud infantil de negar 
la realidad; cuando rechaza el comportamiento milagrero que 
espera soluciones fáciles, mágicas e inmediatas. 

El comunitarismo. 
Según este mito, todo debe hacerse siempre en común; hay que 
vivir en permanente cercanía física; hay que pensar de la misma 
manera y tener las mismas ideas en todos los asuntos. También 
aquí se echa en falta una función fundamental de la comunidad: la 
de favorecer, además del sentido de pertenencia, el sentido de 
individualidad. 
Si hay divergencias, eso significa que nos odiamos. La verdad es 
que es todo lo contrario. Es inevitable que haya divergencias y, 
muchas veces, hasta discusiones y debates internos. Las 
discusiones son constructivas, con tal de que no degeneren en 
polémica y en lucha, sino que conduzcan a una clarificación sin 
necesidad de que nadie experimente una pérdida de estima.

Los hermanos siameses. 
También conforme a este mito, todos deberían tener el mismo 
modo de ver las cosas (lo que es sencillamente imposible) y todos 
deberían esforzarse por parecer lo más idénticos posible (lo cual no 
es útil). Las diferencias (con respecto a pasadas experiencias, a 
actitudes de base, a estilos personales...) son útiles además de 
inevitables, porque constituyen distintos modos de concretizar los 
valores. Lo importante es estar de acuerdo en los fines (por qué 
estamos juntos, adónde queremos ir, qué es lo que buscamos...). 
Toda persona, en cambio, es libre de usar los medios que desee, 
con tal de que conduzcan verdaderamente a los fines comunes. 

Cuando algo no funciona, hay que buscar un culpable. 
Muchos de nosotros hemos sido educados en esta mentalidad. 
Frente a las dificultades, instintivamente pensamos en términos de 
«culpa» (es culpa mía, es culpa tuya...) y, en lugar de buscar 
soluciones, nos dedicamos a distribuir pecados y a sacarnos 
mutuamente los colores. En realidad, muchas veces no se trata en 
absoluto de maldad o de culpa. Si hay dificultades, es porque todos 
hemos contribuido a crearlas y, por lo tanto, la solución vendrá 
dada por la cooperación de todos. En lugar de culpar, cada uno de 
nosotros debería preguntarse cómo contribuir a lograr un resultado 
más positivo. 

Cuando algo no funciona, hay que remontarse a pasadas y a 
recientes discordias. 
Por desgracia, esta clase de recriminaciones sin fin sólo sirven 
para descargar la tensión emotiva y no son más que un signo de 
nuestra falta de disponibilidad a recomenzar: «¿lo ves?, los hechos 
confirman que siempre ha sido y siempre será así; de modo que...». 


Cuando se discute, ¡que gane el mejor! 
Según este mito, en cualquier divergencia hay siempre uno que 
tiene razón y otro que no la tiene, y vence el que obtiene una 
puntuación más alta. Pero en la realidad ocurre precisamente lo 
contrario: cuando uno «gana», por lo general es la comunidad en 
cuanto unidad la que sale perdiendo. 

Los demás deberían intuir... 
Muchas veces se piensa que, cuando nos queremos, no hay 
necesidad de explicarse: los demás deberían «agarrarlo al vuelo». 
Pero, desdichadamente, nadie puede leer el pensamiento o el 
corazón ajeno cuando se encuentra frente a una boca cerrada. Y 
también es cierto lo contrario: nadie debe cerrar la boca de otro por 
creer que ya ha entendido lo que ese otro quería decir. Dios no nos 
ha creado con antenas de radar en la cabeza, sino con una boca y 
unos oídos. Pero ocurre que, cuando abrimos la boca para 
explicarnos abiertamente, muchas veces nos quedamos helados al 
constatar los errores en que se incurre cuando se utilizan las 
antenas de radar. 

Es mejor recordar los aspectos negativos que los positivos. 
Con frecuencia se da por descontado cuanto de bueno hay en la 
comunidad. Estamos habituados a recordar tan sólo lo que nos ha 
herido y humillado; no sabemos prestar atención a lo que de bueno 
hay en los demás, a cuanto de hermoso y positivo han sabido 
construir. Con demasiada frecuencia, los encuentros comunitarios 
son verdaderas lamentaciones de coro de tragedia griega y muy 
raras veces concluyen con una acción de gracias. Sin embargo, el 
reforzar positivamente un comportamiento apropiado suele ayudar 
a.que dicho comportamiento se haga más frecuente, aparte de ser 
un modo de aprendizaje mucho más eficaz que el castigo o el 
refuerzo negativo. 

¡Es cuestión de suerte! Una buena comunidad es producto del 
azar, no del esfuerzo de sus miembros. 
Es otra idea romántica muy común. Pero la realidad demuestra 
que la vida en común exige día a día, minuto a minuto, la 
interacción entre las personas, con una constante comunicación y 
negociación, para llegar a una solución positiva de los problemas. 
Cuando somos destinados a una nueva comunidad, no deja de 
tener su importancia el «caer bien»; pero esto no exonera del 
constante y laborioso esfuerzo por crear la comunidad. 

Tú a mi imagen. 
En muchas comunidades se pierde un montón de tiempo y de 
energías tratando de modelar al otro a imagen y semejanza de uno 
mismo. Estas «cruzadas» de conversión conducen a fútiles 
discusiones acerca de las cualidades personales o de la falta de 
cooperación, etc., al tiempo que suscitan malhumor y frustraciones 
sin cuento. Es verdad que el ideal comunitario exige la renovación 
de ciertas características. Pero el criterio del cambio ajeno no soy 
yo o mi personal estilo, sino los valores evangélicos. Si deseo 
cambiar al otro, no es para hacerlo igual a mí, sino para ayudarle a 
ser cada vez más imagen de la gloria del Padre. Y además, antes 
de pensar en cambiar al otro, es mejor mirarse a si mismo y tratar 
de ver cómo puede -él el primero­ hacerse semejante a Cristo. 

Cada cual sabe por sí mismo lo que significa ser religioso. 
Si esto pudo ser cierto en el pasado, hoy día es, desde luego, 
menos cierto. La vocación religiosa es una realidad dinámica; una 
realidad, por tanto, que hay que redescubrir constantemente. Es 
importante cotejarse con «fuentes» objetivas, la principal de las 
cuales es el Evangelio leído en comunidad. 

En una comunidad como es debido, las cosas no cambian. 
Reducir un sistema dinámico como es la comunidad a una 
realidad «congelada», significa concebir un sistema muerto. Allí 
donde hay personas, sólo se puede seguir viviendo si se acepta 
evolucionar. La comunidad no debe «congelarse» en sistemas 
inamovibles; más bien debe vivir en un equilibrio dinámico: ciertas 
estructuras y formas de interacción deberán permanecer 
constantes en el tiempo, con el fin de asegurar el sentido de 
continuidad y de estabilidad; pero otros estilos deben cambiar. 

Cuando se tienen problemas en la comunidad, una experiencia 
pastoral puede resolverlo todo. 
Con este proceder, la persona puede estar rehuyendo los 
verdaderos problemas. Tal vez encuentre, sí, un ambiente 
alternativo que le sirva para compensar la sensación de frustración 
que experimenta junto a sus hermanos; pero esta actividad 
alternativa tiene poco de evangélico, porque en el fondo para lo 
que sirve es para auto-curarse y no para construir el Reino; tal vez 
los resultados sean maravillosos, pero no por ello son 
apostólicamente eficaces. No es cierto que la experiencia pastoral 
alternativa sirva de cemento para mantener unidas las frágiles 
piezas de nuestra personalidad. Sucede más bien que esa 
experiencia se convierte en la expresión de nuestras inseguridades 
internas, que nunca afrontamos abiertamente. Somos capaces de 
construir hermosas catedrales, pero fundadas muchas veces sobre 
arena. 

ALESSANDRO MANENTI
VIVIR EN COMUNIDAD
Aspectos psicológicos
SAL TERRAE SANTANDER 1984. Págs. 29-55