LA VIDA CONSAGRADA
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA PARTICULAR
«La vida consagrada en el misterio de la iglesia particular» es el
tema que me ha sido confiado en este ciclo de conferencias. Lo he
aceptado con sumo gusto, ilusionado de poder ofrecer este servicio
a vuestra Iglesia de León. Con esta reflexión intento responder, tras
una introducción, a estas dos sencillas cuestiones: ¿Qué significado
tiene en una iglesia particular la presencia de comunidades y
personas de vida consagrada?; y, correlativamente, ¿en qué
compromete a estas comunidades y personas su presencia en una
iglesia particular?
1. Introducción:
entre la supervaloración y la infravaloración
En tiempos pasados, la vocación a la vida consagrada era
supervalorada, en detrimento de otras vocaciones particulares en la
Iglesia. Se consideraba que las personas consagradas constituían
una parte selecta del pueblo de Dios, en cuanto que estaban
llamadas por Dios a una especial y mayor santidad que los demás,
a la perfección de la caridad, al seguimiento más estricto de Cristo,
a la vivencia en mayor radicalidad del evangelio. Existía como una
especial delectación en el empleo de comparativos como «más»,
«mejor», que conferían a la vida consagrada un estatuto de vida
más perfecta en la Iglesia.
El Concilio Vaticano II, aunque no presente una doctrina
totalmente liberada de estos presupuestos, abre nuevas
perspectivas, según las cuales la vida consagrada no emerge como
«algo superior» ni «más perfecto» en el conjunto de vocaciones
cristianas, sino que se sitúa en el entramado de una Iglesia en la
que todos los creyentes están llamados a la santidad:
«Fluye de ahí la clara consecuencia de que todos los fieles, de
cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección de la caridad... Para alcanzar esa
perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones
recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus
huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la
voluntad del Padre, se entreguen totalmente a la gloria de Dios y al
servicio del prójimo» (LG, 40).
Todos los creyentes estamos, pues, llamados a la perfección de
la caridad, a la vivencia del radicalismo del seguimiento de Cristo, a
la santidad.
En estos últimos tiempos, en cambio, existe el peligro de
infravalorar la vida consagrada. El redescubrimiento de la vida y
misión de otras vocaciones en la Iglesia, la renovación de la
teología del matrimonio y de la familia, la teoría y la praxis de los
nuevos ministerios, el resurgimiento de la eclesiología de las
iglesias particulares y de las comunidades cristianas dentro de ellas,
han supuesto un notable acicate y una seria promoción de vivencias
más comprometidas del evangelio. Se ha entendido, y con razón,
que no hay por qué canalizar necesariamente hacia la vida
consagrada a los jóvenes creyentes con mayores inquietudes
evangélicas. ¡No es la vida consagrada la universidad de la
perfección evangélica! Pero, desde este planteamiento, en sí muy
justo, se ha llegado a una especie de larvada y en algunos casos
hasta abierta hostilidad hacia la vida consagrada, que la devalúa y
desprestigia. No se confía en su estilo de comunidad, en la fuerza
de su espiritualidad y oración, en su capacidad humanizadora, en
su compromiso con los pobres; se miran con un cierto talante
despectivo sus obras apostólicas, consideradas «poco eclesiales»;
su relativa autonomía es juzgada como sectarismo. Desconfianza
que se ha visto agravada por el gran número de abandonos,
defecciones vocacionales y por las declaraciones de principio que
no corresponden a la vida. Desconfianza a la que también ha
contribuido una concepción cerrada y monolítica de la vida
comunitaria eclesial, parroquial o diocesana, en la cual no tenían
lugar los «carismas comunitarios» de vida y misión propios de la
vida consagrada.
En todo caso, al margen de supra e infravaloraciones, la vida
consagrada no es una magnitud aislada dentro de la Iglesia ni está
en competitividad con las demás formas de existencia cristiana. Es
un hecho de vida carismático, eclesial por su origen, por su vida y
por su misión, que acontece en la historia de la Iglesia. Sólo en la
Iglesia, comunidad de convocados, adquiere la vocación específica
a la vida consagrada todo su sentido armónico. Pablo VI lo expresó
de forma modélica en la Evangelii nuntiandi: «A través de su ser
más íntimo (los religiosos) se sitúan dentro del dinamismo de la
Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es
de esta santidad de la que ellos dan testimonio. Ellos encarnan la
Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las
bienaventuranzas» (EN, 69).
La vida consagrada no está «sobre» las demás vocaciones
eclesiales, sino inserta en la Iglesia, en su dinamismo más hondo.
Aunque es eclesial, es eclesialmente deficiente. Necesita de la
Iglesia. Tiene la sed de Absoluto propia de la Iglesia; en ella
experimenta la vocación a la santidad. La misma vida consagrada
es testimonio, no de su propia santidad sin más, sino de la santidad
de la Iglesia. La vida consagrada encarna el deseo de la Iglesia de
entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas.
Después de esta introducción, entiendo que os interesan
planteamientos que os afecten como Iglesia. De ahí que abordemos
ya las dos cuestiones anteriormente formuladas.
2. ¿Qué significado tiene en una iglesia particular
la presencia de comunidades y personas
de vida consagrada?
¡Sois una iglesia particular!
VR/SIGNIFICADO: Como muy bien sabéis, ser una iglesia
particular no significa que componéis una fracción del gran mosaico
que es la Iglesia universal. Reunidos en la misma fe y en la misma
eucaristía, presidida y presididos por vuestro obispo, sois una
encarnación particular de la Iglesia universal (cf. EN, 62; CD, 11;
LG, 26; MR, 18). Sois Iglesia universal por vocación y por misión,
pero arraigada en vuestro propio terreno geográfico, cultural y
humano. En vosotros, en vuestra iglesia particular, toma cuerpo y
vida la Iglesia universal, Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo. ¡Sois
el Cuerpo de Cristo! ¡Sois la Esposa de Cristo! Pertenecéis a una
comunidad que ni el espacio ni el tiempo pueden limitar (cf. EN, 61);
en vosotros se concentra todo el misterio de Cristo resucitado y a
través de vuestra comunidad eclesial se hace transparente al
mundo. Sois, en cuanto iglesia particular, una forma de aparición
pascual permanente, de modo especial cuando celebráis la
eucaristía. Y como sois «concentración de Iglesia», conserváis
vuestro ser abierto hacia todos los lados, hacia todas las iglesias
particulares, hacia los dones carismáticos que de ellas os puedan
venir, aceptándolos como lazos de comunión.
Vuestro obispo está también inserto en el único ministerio
episcopal. El episcopado es uno; no se posee sólo en parte.
Vuestro obispo pertenece a un colegio episcopal uno e indivisible.
Toda la Iglesia, por medio de su episcopado indiviso, le ha
constituido vuestro obispo. Es el único episcopado de la Iglesia el
que se encarna en él y lo habilita y consagra para ser vuestro
pastor. El está en comunión con todas las iglesias particulares y sus
obispos, preeminentemente con la cabeza del colegio episcopal
(LG, 22; CD, 3), el obispo de Roma, el Papa.
El misterio de vuestra Iglesia es grandioso: así como el
episcopado está todo entero en vuestro obispo, así la Iglesia
universal está toda entera en vuestra iglesia particular.
La vida consagrada, un don para vuestra Iglesia
El Espíritu Santo ha ido enriqueciendo la historia de vuestra
iglesia particular con la presencia de comunidades y personas de
vida consagrada (institutos religiosos e institutos seculares). No han
surgido de entre vosotros. Enraizadas en otras iglesias y aprobadas
por la Iglesia universal, os han sido enviadas, han venido desde
lejos para insertarse en el organismo de vuestra Iglesia. Algunas
comunidades son ya centenarias y han venido para potenciar la
dimensión contemplativa de vuestra Iglesia o vuestra misión
evangelizadora, o educadora, o caritativo-benéfica. Todas ellas,
comunidades masculinas o femeninas, han recibido vuestra acogida
como algo entrañable dentro de vuestra vida eclesial.
La constatación de esta presencia y acogida, sin embargo, ha de
recibir una valoración teológica. Detrás de las motivaciones
prácticas y utilitarias de su inserción en vuestra diócesis, se deja
entrever la acción de Cristo resucitado, el Señor, que por medio de
su Espíritu os concede a vosotros, encarnación real de su
Iglesia-Esposa, el don de diversas comunidades de vida
consagrada por la profesión de los consejos evangélicos. Y es que
la profesión de los consejos evangélicos es -según el Concilio- «un
don divino que la Iglesia recibió del Señor y que con su gracia
conserva siempre» (LG, 43). Están en vuestra Iglesia por
disposición de Dios Padre, que quiere embellecerla y adornarla,
como una esposa ataviada para su esposo (cf. Ap 21,2), como dice
el PC, 1.
Los institutos religiosos y seculares de vida consagrada aquí
representados no han nacido por iniciativa humana, sino por la
conjunción entre la sorprendente acción de Dios, encarnada en la
inspiración y actuación de los fundadores y la acogida agradecida y
aprobación que la Iglesia les ha dispensado. Son un don del
Espíritu (cf. PC, 1).
Es importante acentuar este carácter de gratuidad. Estas
comunidades están en vuestra Iglesia no por necesidad intrínseca,
no por los méritos de sus componentes o vuestros propios méritos,
sino por soberana gratuidad del Padre, por amor de Cristo-Esposo
hacia su Iglesia-Esposa. Las comunidades de vida consagrada
siempre serán un don, y sólo por pura y permanente gratuidad y
agradecimiento reciben en vuestra iglesia derecho de existencia. No
tienen, por tanto, las comunidades religiosas y de vida consagrada
que se han establecido entre vosotros el carácter de perennidad e
indefectibilidad que, por promesa divina, le corresponde a la Iglesia
en su globalidad.
Si es cierto lo que decimos, vuestra actitud de acogida manifiesta
vuestra fe y agradecimiento hacia el mismo Señor Jesucristo. Las
habéis aceptado e insertado en vuestra vida eclesial como
auténticos regalos del Resucitado, aunque en alguna ocasión
puedan tornarse regalos enigmáticos. El rechazo, por el contrario,
de la vida consagrada, su marginación en la vida y la acción
pastoral, el no reconocimiento de su novedad carismática, sería
rechazar al mismo Señor y a su Espíritu, que la han donado.
La vida consagrada, un estímulo
para vivir el radicalismo del evangelio
Las comunidades de vida consagrada aportan a la Iglesia,
cuando son fieles a su proyecto de vida, el acicate permanente que
la impulsa al seguimiento radical de Cristo. No tienen como misión
correr solas la aventura del seguimiento radical ni suplantar a los
miembros de la iglesia particular en la búsqueda y acogida de la
santidad. Su función es provocar en todos, desde su peculiar
profetismo, una vivencia más radical del evangelio, una santidad
más auténtica.
En medio de vuestra Iglesia, comprometida en ser comunidad de
comunidades, empeñada en una vivencia más honda de la
fraternidad evangélica, las comunidades de vida consagrada
ofrecen (deben ofrecer) un modelo de comunidad-fraternidad del
reino, en la que todos se aman, se perdonan, dialogan y no se
subyugan, donde cada uno es amado no por lo que tiene o por lo
que hace, sino por lo que es. Para vuestras comunidades eclesiales
y vuestras familias no dejará de resultar interesante la experiencia a
veces centenaria e histórica de comunidad de los religiosos. Podéis
descubrir tras la aparente insignificancia de las comunidades
religiosas modelos productivos de comunitariedad eclesial.
En medio de vuestra Iglesia, sedienta de lo absoluto de Dios, los
consagrados por la profesión de los consejos evangélicos,
especialmente los contemplativos, avivan vuestra sed y rotulan
constantemente con su vida caminos hacia la trascendencia.
Pueden ofreceros la ayuda que necesitáis para adentraros en la
oración y en la vida espiritual, de manera que podáis responder a
las exigencias apremiantes de meditación y de fe hoy sentidas (MR,
25). Los religiosos están llamados a ser, como dijo Pablo VI
(28-X-1966), «expertos de la oración».
En medio de vuestra Iglesia, deseosa de entregarse al
radicalismo de las bienaventuranzas y llamada a vivir el radicalismo
de la virginidad en cuanto esposa de Cristo, los que hacen
profesión de virginidad asumen la condición virginal en
representación de vuestra Iglesia. Ser virgen en el sentido
evangélico es un don de Dios: «Sólo lo comprenden aquellos a
quienes les fue concedido» (Mt 19,11). «Mi deseo sería que todos
los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su
carisma» (1 Cor 7,7). Este don se comprende como seguimiento e
imitación de Jesús, eunuco por el reino de los cielos (cf. Mt l9,11s),
y que dijo: «Las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos;
pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt
8,28), indicando que no tenía hogar, ni esposa, ni hijos. Siguiendo
la reflexión de 1 Cor 7, este don de la virginidad se comprende
también en el marco de la espera impaciente del Señor; cuando la
Iglesia se siente realmente Esposa de Cristo no sólo sigue a Jesús,
sino que sale al encuentro del Esposo que viene (cf. Ap 21,2.10), se
muestra impaciente por las bodas definitivas, pide que el tiempo se
abrevie, protesta proféticamente contra el tiempo, contra la dilación
de la venida del Esposo. Los consagrados por la virginidad son
especialmente sensibles a esta dimensión esponsalicia de la Iglesia.
Representándola, se despojan de cualquier otro compromiso, se
dedican a la espera impaciente del encuentro amoroso, de modo
que ¡en ellos y en ellas no queda lugar para los desposorios de
este mundo! La castidad evangélica es expresión de los anhelos de
la Iglesia-Esposa por el «día del Señor». Los vírgenes y las
vírgenes de vuestra Iglesia, imitando a Cristo y siendo expresión
visible del anhelo más profundo de la comunidad de Cristo, «no
aceptan compromisos ni temen arrostrar la tentación de la soledad»
(J.-B. Metz). En ellos, la Iglesia se acerca amorosamente a los
«solitarios», hacia aquellos que no tienen a nadie y a quienes se
margina de la mesa del amor humano. La virginidad, la castidad
consagrada se convierte entonces en una forma de solidaridad con
los solitarios, asumiendo su misma condición. La vivencia de la
virginidad aproxima a quienes nunca tendrán posibilidad de
matrimonio (deficientes, locos, enfermos...), a quienes han sufrido la
amarga experiencia de un matrimonio fracasado, a quienes,
después del matrimonio, experimentan el aislamiento y la soledad.
En medio de vuestra iglesia particular, llamada a vivir el
radicalismo de la pobreza evangélica, quienes hacen profesión de
pobreza evangélica reconcentran en sí un don y una exigencia que
Cristo concede y dirige a todos los creyentes. Ellos se han sentido
invitados a adoptar la libertad de Jesús, desarraigado de todo y
enraizado en el corazón de cada hombre y, sobre todo, en el
corazón del Padre; a adoptar su pobreza, que le llevó a no retener
ávidamente su vida, sino a entregarla sin cálculos, a despojarse y
anonadarse. Los que profesan pobreza se han sentido llamados a
vivir como la Iglesia, que «debe caminar, por moción del Espíritu,
por el mismo camino que Cristo llevó, es decir, por el camino de la
pobreza, de la obediencia, del servicio e inmolación de sí mismo
hasta la muerte» (AG, 5); pobreza como desarraigo de la propia
vida y disponibilidad para perderla por amor; pobreza como fuga de
cualquier dictadura del tener, del poder. Los religiosos y religiosas
hacen enfática profesión de esta pobreza a la que está llamada
vuestra iglesia particular. Afectados por esta pobreza carismática,
los religiosos están habilitados para penetrar en el mundo de los
pobres y establecer con ellos los más insólitos vínculos de
solidaridad. Los religiosos, con un amor que se identifica
progresivamente con los pobres, deben abriros el camino hacia
aquellos que fueron los destinatarios preferentes de la misión de
Jesús.
En medio de vuestra Iglesia, llamada a vivir el radicalismo de la
obediencia de la fe, los consagrados y consagradas hacen
profesión pública de esta obediencia. La obediencia religiosa no se
confunde con la necesaria aceptación del engranaje institucional
imprescindible en todo grupo humano organizado. Asumir la
obediencia al Padre, como la asumió Jesús, es un «don de Dios».
Jesús, «sufriendo, aprendió a obedecer» (Heb 5,8); la radicalidad
de su obediencia en cuanto Hijo, de su sí al Padre, se mide por su
sufrimiento. Su obediencia resultó tan costosa, que ni siquiera pudo
eludir de ella la perspectiva de la muerte: «obediente hasta la
muerte y muerte de cruz» (Flp 2,2). Jesús se doblegó amorosa y
apasionadamente ante un Padre que se oculta y lo entrega a la
muerte; como Abrahán, creyó, esperando contra toda esperanza
(cf. Rom 4,17-18). Su obediencia le llevó a colocarse entre los
hombres no como quien es servido, sino como el servidor (cf. Lc
22,27), hasta lavarles los pies (Jn 13), hasta perder su vida en
servicio a ellos. La Iglesia, vuestra Iglesia, está llamada a participar
de esa apasionada obediencia al Padre, como lo expresa en su
oración cotidiana: «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10); ha de ser. como
Esposa, dócil a Cristo (cf. Ef 5,24) y ha de servir apasionadamente
a los hombres recordando las palabras del Maestro: «El mayor
entre vosotros sea como el menor, y el que manda como el que
sirve» (Lc 22,26). Los religiosos y religiosas acentúan en su vida la
obediencia de Cristo y la obediencia de la Iglesia, entregando, sin
calcular, su vida a la voluntad del Padre y al servicio de los demás.
En este sentido pleno, el religioso se convierte en «siervo por
amor», en «siervo de los siervos», tal como Francisco quería a sus
frailes.
De esta manera, la Iglesia, vuestra Iglesia, se manifiesta pobre,
virgen y obediente; se aproxima, comparte y convive la condición de
los solitarios, los empobrecidos, los esclavizados, proclamando e
instaurando entre ellos el reino de Dios. La existencia de los
religiosos potencia, vigoriza el amor de caridad, la pobreza y la
obediencia a la que, en cuanto Iglesia, estáis llamados. Por eso es
tan importante para la diócesis promover la vida consagrada, velar
por su fidelidad evangélica, exigirles una mayor entrega.
En medio de una Iglesia peregrina, los religiosos han de ser la
prueba contundente de desinstalación, desidentificación con el
mundo, el «aguijón apocalíptico» perturbador, que os obligue a
clamar: «Ven Jesús», uniendo vuestro grito al de los desdichados
de la tierra.
Pluriforme manifestación del Espíritu
en los diversos carismas religiosos
Las diferentes comunidades religiosas insertas en vuestra Iglesia
han recibido del Espíritu, por medio de sus fundadores, un carisma
particular, que también ha sido reconocido y aprobado por la
jerarquía. El carisma consiste en una peculiar experiencia del
Espíritu (ET, 11), que comporta un estilo propio de santificación y
de apostolado. Cada comunidad religiosa vive el radicalismo de las
bienaventuranzas con diferentes matices carismáticos; cada instituto
religioso ofrece «un testimonio visible ante el mundo del misterio
insondable de Cristo, manifestándolo realmente bien contemplando
en el monte, bien anunciando el reino de Dios a las turbas, bien
sanando enfermos y heridos, convirtiendo pecadores al bien obrar o
bendiciendo a los niños y beneficiando a todos, pero siempre
obediente a la voluntad del Padre que le envió» (LG, 46). Es decir,
que cada carisma religioso testimonia alguno de los aspectos del
misterio de Cristo (cf. MR, 51b) en la vida y en la actividad de la
comunidad religiosa. El carisma es un germen de vida que cada
comunidad religiosa debe vivir, custodiar, profundizar y desarrollar
constantemente en comunión con la Iglesia, Cuerpo de Cristo en
perenne crecimiento (MR, 11). En cuanto Iglesia, tenéis el derecho
de conocer los diversos carismas, de defenderlos y apoyarlos (MR,
11). Lo cual os llevará a aceptar y pedir la inserción «diferenciada»
de los religiosos y personas consagradas en la vida y la misión de
las comunidades cristianas que forman vuestra iglesia particular. Es
decir, no una inserción vaga y ambigua, sin contornos, sino una
inserción en la que se haga valer la fuerza del propio carisma,
aunque pudiera resultar incómoda y crear ciertas tensiones (MR,
12). La llamada «nivelación de los carismas» amortigua la vida
eclesial.
. Compromiso de las comunidades y personas
de vida consagrada en una Iglesia particular
Los religiosos y personas consagradas que están en vuestra
iglesia no se deben a una supuesta Iglesia universal, como si
pudieran prescindir de una inserción real en esta determinada
Iglesia. No pertenecerían a la Iglesia si no pertenecieran realmente
a la vida y a la misión de esta concreta iglesia, encarnación de la
Iglesia universal. No estarían en comunión con la Iglesia si no
expresaran esa comunión en el humilde y agradecido acatamiento
al episcopado único e indivisible, presente en el obispo de esta
Iglesia, y si no formaran verdaderamente parte de la familia
diocesana. Decía a este respecto Juan Pablo II a los superiores
generales el 24 de noviembre de 1978, en Roma:
«Dondequiera que os encontréis en el mundo, sois, por vuestra
vocación para la Iglesia universal, a través de vuestra misión en una
determinada iglesia local. Por tanto, vuestra vocación para la Iglesia
universal se realiza dentro de las estructuras de la iglesia local. Es
necesario hacer todo lo posible para que la vida consagrada se
desarrolle en las iglesias locales, para que contribuya a su
edificación espiritual, para que constituya su fuerza especial. La
unidad con la Iglesia universal por medio de la iglesia local: he aquí
vuestro camino».
Los religiosos que están en vuestra iglesia local deben verificar
en su vida los nuevos planteamientos teóricos sobre la vida
consagrada. Cada vez existe un mayor consenso en no entender la
vida religiosa únicamente como consagración o reserva para Dios.
Consagración no es una realidad absoluta, sino relativa. Los
profetas y el mismo Jesús de Nazaret no fueron consagrados en
forma absoluta, fueron consagrados para la misión. Consagración
quiere decir entonces habilitación del profeta con la fuerza del
Espíritu y sus carismas para poder cumplir la misión que Dios le
confía. La consagración es relativa a la misión. De este modo, se
insiste cada vez más sobre la misión propia de todas las formas de
vida religiosa, incluso de las comunidades contemplativas. La misión
ciertamente no se confunde con las obras que la expresan. La
misión no es un apéndice accidental a la consagración religiosa. La
misión define el ser religioso, porque este ser es un ser en
dinamismo, misionero. La misión es esencial a la vida consagrada.
Entonces podemos formular esta pregunta: ¿Y cuál es el ámbito de
la misión sino el de la misma Iglesia? Es más, hay un principio
conciliar de suma importancia para este tema: «Hay en la Iglesia
unidad de misión, pero pluralidad de ministerios» (AA, 2). Esto
quiere decir que las formas de vida consagrada no tienen una
misión propia, sino que participan y contribuyen a la misión única de
la Iglesia. Por consiguiente, las comunidades religiosas sólo pueden
llegar a su plenitud en la Iglesia, siendo misioneras en una Iglesia
misionera. La misión de vuestra iglesia particular, y no otra, es la
misión de las comunidades religiosas insertas entre vosotros. Por lo
cual, en la medida en que una comunidad de vida consagrada
quiera llevar a cabo su misión, no podrá prescindir de insertarse en
la misión de vuestra iglesia particular, ejerciendo -¡eso sí!- el
ministerio carismático que le corresponda.
En muchas iglesias particulares, y con certeza también en la
vuestra, se está produciendo un proceso de descentralización
misionera que orienta la misión eclesial hacia los alejados, los
marginados; en este proceso deben insertarse los religiosos, de
modo que no se ubiquen primordialmente en los grandes centros,
sino en la periferia campesina y urbana, en las áreas menos
favorecidas, abriéndole nuevos caminos a la Iglesia hacia los
pobres, hacia los alejados de la fe, hacia los grupos marginales.
Se necesitan comunidades religiosas abiertas a la gente, al
pueblo, que establezcan en un área más o menos extensa vínculos
de relación fraterna con otras comunidades religiosas y con otros
agentes pastorales. Se necesitan comunidades religiosas que se
comprometan totalmente con su comunidad cristiana, estableciendo
así un nuevo estilo de relación con la iglesia particular y con el
obispo y su presbiterio, menos jurídico y más de corresponsabilidad.
En la comunidad cristiana el religioso ha de sentirse en su propia
casa. Y lo mismo cualquier creyente en la comunidad religiosa.
Esta cercanía y compromiso decidido hacia la iglesia local y hacia
los hombres motivarán que el religioso se sienta cada vez más
apreciado por lo que es, por su vocación y no meramente como un
agente pastoral; que en las relaciones entre comunidad cristiana y
comunidad religiosa prime el sentido de servicio sobre el interés
unilateral por la institución.
La inserción de las comunidades religiosas en la vida y misión
pastoral orgánica de vuestra iglesia repercutirá benéficamente en
ellas mismas: irán modificando las actitudes de las comunidades
religiosas, se dará un desplazamiento del interés por las obras del
instituto hacia las tareas que respondan a las necesidades
concretas de la Iglesia de un lugar; se irán abandonando los
centros de recepción (especialmente en el campo educativo y de la
salud) para hacerse presentes allí donde exista necesidad. Irá
apareciendo la vida religiosa en su dimensión ministerial, con una
creciente participación en la pastoral orgánica de la Iglesia,
ejerciendo nuevos ministerios, especialmente de las religiosas; se
tomará conciencia del valor apostólico y evangelizador de las
comunidades religiosas insertas en el pueblo de Dios, irá surgiendo
un estilo de vida, una mentalidad, unos compromisos cada vez más
eclesiales. Digamos, en fin, que hoy la vida religiosa necesita ser
evangelizada por los fieles cristianos, por los «humildes de la
tierra». La inserción en la iglesia particular enriquece a la vida
religiosa con todos los carismas de esa Iglesia. También las
comunidades cristianas son un don del Señor resucitado para la
vida religiosa. Todo lo cual afectará no sólo a las comunidades
insertas en las comunidades del pueblo de Dios, sino a todo el
instituto y a sus obras.
Que esta inserción podría debilitar la comunión con el conjunto
del propio instituto es en cierta medida natural: cuando se vive con
cierta intensidad la vida de una iglesia local, se experimenta una
tensión con lo más universal. Sin embargo, la acentuación y
valoración del carisma fundacional y una auténtica comprensión de
la particularidad de la Iglesia abierta a lo universal vigoriza la unidad
de las comunidades con sus institutos.
Conclusión
Concluyamos esta reflexión dirigiendo nuestra mirada
contemplativa hacia el misterio de vuestra Iglesia. Ella, a pesar de
su limitación, de su pecado, a pesar de sus humildes apariencias,
concentra todo el misterio de la Iglesia universal. Es el Cuerpo de
Cristo, la Esposa de Cristo, la aparición permanente de Cristo
resucitado «bajo otra figura», la figura de vuestra comunidad y
vuestras personas. La vida consagrada ha surgido y sobrevenido a
vuestra Iglesia como un don con el que el Señor adorna y enriquece
a su Esposa. Los religiosos y religiosas, con su estilo de vida en
virginidad, pobreza, obediencia, comunidad y oración y tensión
escatológica, no han venido para constituir una «élite de selectos»
o de «perfectos», sino para subrayar enfáticamente con el
radicalismo de su vida -al que deben estar comprometidos siempre-
el radicalismo evangélico que es vuestra vocación y exigencia más
honda. No han venido para realizar una misión «paralela» a la
vuestra, sino para insertarse en la única misión eclesial, eso sí, con
la aportación de sus propios carismas, que desde sus fundadores
estimulan a una apertura más comprometida hacia los pobres, los
alejados, hacia lo más urgente e importante en la expansión del
reino.
Quisiera, finalmente, desear que esta reflexión sirva para que los
religiosos y personas consagradas se acerquen con fe a la iglesia
particular y queden seducidos, enamorados y comprometidos por su
misterio; y para que los diferentes miembros y comunidades de la
Iglesia de Dios en León acojan con agradecimiento y alegría el don
de las comunidades de vida consagrada y las amen como algo
propio, que les concierne en lo más hondo. Que vosotros, iglesia
particular y religiosos, mantengáis y profundicéis vuestras
relaciones mutuas desde la gratitud, desde la caridad, sabiéndoos
todos dinamizados por el mismo Espíritu.
GARCIA
PAREDES
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983. Págs. 85-99