SANTA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO
«Creo en la santa Iglesia ... ». Esta frase ha sido pronunciada por
innumerables cristianos en innumerables generaciones cristianas. Al
proclamarla, esos cristianos de ayer y de hoy afirman que la santidad
es un carácter de la Iglesia, que es un carácter distintivo y esencial,
con tales méritos que la falta de santidad sería la prueba cierta de la
ausencia de la Iglesia. Ello equivale a decir que la santidad forma parte
del Misterio total de la Iglesia, que es una de sus estructuras, visible e
invisible. En efecto, si por una parte podemos captar de ella alguna
manifestación con los ojos y la inteligencia, en realidad no alcanzamos
a la verdad entera de la santidad eclesial sino en la fe.
Este acto de fe, muy lejos de inhibir toda pregunta, al contrario, las
suscita.
Para dar claridad a nuestras explicaciones, definamos
provisionalmente la santidad como la recusación del mal moral en
todas sus formas. En estas condiciones, debemos preguntarnos:
¿dónde está la santa Iglesia en que creemos? ¿Está en los cielos con
los elegidos? ¿Existirá solamente al fin de los tiempos, después que se
haya producido el juicio universal? ¿Está ya en nuestro planeta y en
nuestra historia cotidiana? En una palabra: ¿es la Iglesia una
esperanza escatológica o bien un hecho actual?
De que la santidad de la Iglesia fuese real, muy pronto muchos
dudaron. En los primeros siglos de la Iglesia, la comunidad primitiva se
presentaba como la asamblea «de los santos» (Hch 9, 13; 26, 10, etc.).
Pero varios juzgaron que esta comunidad santa era verdaderamente
demasiado inferior a su pretensión y a su vocación. Para ser mejores,
pensaron que debían ser separatistas. Así nacieron, entre las herejías
de Occidente, las que fueron más peligrosas para la Iglesia, las que
tomaban como pretexto la no santidad de los cristianos. Nombres
conocidos están ligados a esta historia: Tertuliano, Wiclef, Hus, Lutero,
Calvino. Multitudes en movimiento pertenecen a esta misma historia:
Novacianos en el siglo III, Donatistas en el IV y V, Valdenses en el XIII,
Protestantes en el XVI.
Estos acontecimientos son significativos. Se reprocha a la Iglesia
católica, sea no entender la santidad como hay que hacerlo, sea no
poseerla tanto como debe, y es contra ella un cargo decisivo, como si
la Iglesia no pudiera sino ser santa o no ser.
No obstante, el protestantismo, más modesto aparentemente que la
Iglesia católica, ha renunciado a mantener la afirmación de la santidad
eclesial en términos rigurosos. Es lógico, por otra parte. Si el hombre
es pecador y sigue siéndolo aun bajo la gracia de la justificación, si el
hombre pecador no es nunca intrínsecamente transformado por la
gracia de Jesucristo, no se ve cómo podría hablarse de la santidad de
la Iglesia en un sentido ontológico y actual. La Reforma no por ello
renuncia a proclamar la santidad de la Iglesia. Pero ésta no se da sino
en el acontecimiento de la palabra, cuando Cristo se hace presente en
la predicación y en el sacramento (en el sentido de la teología
protestante). Así la santidad permanece extrínseca a los hombres que
forman la asamblea cristiana. Su realidad se encuentra únicamente en
Cristo, no es participado en el cristiano. La santidad en la Iglesia es,
pues, un acontecimiento transitorio, tanto como el acontecimiento de la
predicación. Si se habla de santidad en un sentido definitivo y
permanente, es que piensa en los últimos tiempos, al fin de nuestro
mundo. Entonces la Iglesia será santa, cuando todo se haya cumplido.
Remitida al futuro, la santidad eclesial es tan sólo objeto de nuestra
esperanza.
Juan Hus, en otro lenguaje, afirmaba la santidad de la Iglesia. Pero
la situaba más allá de nuestra experiencia, considerando que sólo los
elegidos, predestinados a ver a Dios, constituían Ia santa Iglesia. Es
tanto como decir que la santidad permanecía en el incógnito como la
misma Iglesia.
En estos conceptos encontramos -parece- las resistencias
espontáneas e inconscientes del hombre natural. Éste siente
instintivamente una gran repugnancia en admitir que el orden
sobrenatural sea solidario de las realidades humanas y pueda
inscribirse en ellas. La razón natural siempre se eriza cuando se le
anuncia la venida de Dios al mundo, sea cual fuere la forma de su
presencia entre los hombres. En otros términos, lo que choca al
«laico» es el Misterio de la Encarnación, se cumpla éste en Jesucristo
o prosiga en la Iglesia, en su acción, en su existencia, en su santidad.
Por lo demás, el hombre natural piensa tener aquí buenas razones
para descartar el problema en si. ¿No demuestra la experiencia
bastante, dirá, que la afirmación de santidad es falsa y que su
reivindicación es diariamente desmentida? Conmovido por estas
cuestiones, inquieto de ser remitido ante el tribunal de la experiencia,
el católico está tentado, para mejor salir del apuro, a situar la santidad
en un ideal supraterrestre, en el cielo. Así, consternado por el
espectáculo de la Iglesia histórica, ese católico se pone a «platonizar»
y se refugia en la contemplación de «la Idea» eclesial, entidad
extrahistórica. Pero dejándose arrastrar por esta tendencia, uno
abandona ciertamente la verdad revelada. Pío XII se lamentaba de ello
en 1943 y más recientemente un documento episcopal le hacía eco en
Francia.
1. La Iglesia es santa
I/SANTA-PECADORA: No tenemos ninguna oportunidad de hablar de
la santidad de la Iglesia con realismo, si no empezamos por volver a
poner ante nuestros ojos de qué material está construida la Iglesia.
Al rechazar sucesivamente la doctrina de Juan Hus, de la Reforma,
de los Jansenistas, el magisterio de la Iglesia descartaba el
pensamiento de todos los que, molestos por la Iglesia terrestre, visible,
exterior, buscan más allá de la tierra una Iglesia más verdadera. En
efecto, plazca o no plazca, hay que consentir en la Iglesia tal como el
Señor la ha hecho: pueblo organizado, agrupado, sometido a los
poderes de orden, de enseñanza y de gobierno. La Iglesia no está en
primer lugar en el cielo, sino en la tierra. La Iglesia no existe en el
secreto de las conciencias únicamente, sino que vive también fuera de
las conciencias, en la calle por así decirlo, expuesta a las miradas de
los transeúntes.
No puede ser de otro modo, ya que la Iglesia es la reunión de
hombres en carne y huesos, asociados visiblemente unos a otros por
el bautismo, profesando exteriormente la misma fe, sometidos a los
mismos jefes.
La Iglesia de los pecadores.- De esta verdad deriva inmediatamente
una consecuencia importante. Si, para pertenecer a la Iglesia, las
únicas condiciones necesarias y suficientes son ser bautizados y
profesar la verdadera fe, hay que concluir que la inocencia no es una
condición absolutamente requerida para pertenecer a la Iglesia, y los
bautizados no serán excluidos de la asamblea cristiana por la sola
razón de que son pecadores -a menos que estas faltas sean de una
gravedad extrema y manifiesta. Ésta es la enseñanza de Pío XII.
Declara que son realmente miembros de la Iglesia sólo los que son
bautizados y profesan la verdadera fe, a menos que se hayan
apartado ellos mismos de la unidad del Cuerpo de Cristo o que hayan
sido separados por la autoridad legítima a causa de faltas muy graves.
Entre las faltas y las situaciones muy graves que sitúan ciertamente
fuera de la Iglesia, hay que contar aquellas en que se falta
públicamente, sea a la obediencia a la Iglesia y a su Jefe, el Vicario de
Cristo, sea a la profesión de la fe católica. Así sucede con el cisma y la
herejía públicas, así sucede igualmente con la apostasía. Pero dicho
esto, hay que reconocer que un borracho, que un adúltero pueden
permanecer en la Iglesia. La Iglesia, de hecho, no tiene la pretensión
de ser un cenáculo de «puros», una clase de gentes «que no tienen
nada que reprocharse». No puede tener esta pretensión. Contiene
pecadores, hasta grandes pecadores, y los considera hijos suyos.
Para mantener esta condescendencia poco gloriosa, la Iglesia ha
debido batallar mucho tiempo. Pero había que hacerlo, porque es la
verdad contenida en la Escritura, cuando afirma que en el Reino del
Hijo del Hombre existen escándalos, y que estos escándalos
permanecen (Mateo, 13, 41; cf. 13, 47 ss). Sin duda esta verdad no es
halagadora, y no será con el corazón gozoso como se recibiría, si el
mismo Espíritu Santo no hiciera de ello un deber. Por otro lado, el
Espíritu Santo se tomó la pena de repetirnos la misma verdad en otras
circunstancias. Así, en el Apocalipsis, la carta a las siete iglesias no
sólo demuestra que hay pecadores en la Iglesia, sino que todos los
hombres en la Iglesia son pecadores, poco o mucho (Apocalipsis, 2, 5
ss.; cf. II Tesalonicenses, 2, 3). Además, ¿acaso las cartas de San
Pablo no están consagradas en largos pasajes a exhortar, a reprender
con vehemencia a los pecadores que están en la Iglesia, a castigarlos
si es preciso? La predicación de los Padres de la Iglesia parte muy a
menudo de la misma aflictiva constatación: hay pecadores en la Iglesia,
están en ella, aunque pecadores. San Juan Crisóstomo distingue a los
pecadores y sus pecados en la Iglesia: «Si fuera posible -escribe- ver
las almas al desnudo, las veríamos en la Iglesia como en los ejércitos
puede verse, después de la batalla, a unos muertos, a otros heridos.
Así, pues, os lo ruego y os exhorto a ello, démonos las manos unos a
otros y levantémonos nuevamente».
I-lay pues pecadores en la Iglesia de Cristo, incluso no hay sino
pecadores, ya que todos los hombres son pecadores. Sin duda, cuanto
más culpables son los hombres, menos pertenecen efectiva y
vitalmente a la Iglesia. Pero le pertenecen con todo, en tanto que las
faltas muy graves señaladas antes no hayan consumado la ruptura.
Los pecadores están, pues, en la Iglesia. Están en ella a pesar de sus
pecados, pero con sus pecados. Si bien no encuentran en la Iglesia
nada que justifique sus faltas, los pecadores viven no obstante en el
interior de la Iglesia con su fardo de pecados. Y precisamente en este
punto empieza el drama de la santidad eclesial, ya que es seguro que
las faltas de los bautizados alcanzan a la Iglesia, sin destruirla, claro,
pero la alcanzan con todo.
La Iglesia de los pecadores es santa.- Ahora bien, precisamente de
esta Iglesia que, hasta el fin de los tiempos, estará hecha de
pecadores, confesamos que es santa: Credo sanctam Ecclesiam...
Así es como la fe católica, espontáneamente, desde los orígenes,
se ha expresado, designando a la Iglesia como la comunidad de los
«santos» (Hch 9, 13; 32, 41; cf. Rm 8, 27; 12, 13; 15, 26; 16, 2; etc ... ).
No es que los Apóstoles y los primeros cristianos fuesen unos
cándidos. Veían bien los escándalos a su alrededor, Ananías y Safira,
el incestuoso de Corinto, y los demás. A su vez, los Padres de la Iglesia
son clarividentes, pero si están dispuestos a fustigar los pecados de
sus ovejas, lo están igualmente a celebrar con lirismo el esplendor de
la Iglesia. Los símbolos de fe, incorporando el Credo sanctam Eclesiam
a los demás artículos, muestran bastante qué importancia concede la
fe cristiana a esta verdad. Después de los símbolos, los documentos
del magisterio han repetido esta misma verdad en toda ocasión y hasta
sin ocasión particular. De aquí se desprende una evidencia: la
santidad, según la Revelación, no es una cualidad accidental, sino que
es un elemento de la estructura eclesial.
Tal es en este punto el pensamiento unánime de los católicos y de
los ortodoxos. Por ello ni unos ni otros se permiten publicar que la
Iglesia ha prevaricado, como hacen algunos protestantes. No hay que
poner en duda la rectitud de las intenciones de estos últimos, pero, hay
que decirlo todo claramente, esta acusación pública de la Iglesia no
conviene. Ya diremos por qué.
Antes, concedamos que la santidad de la Iglesia, afectada por los
pecados de sus miembros, se presenta siempre como insuficiente e
imperfecta. San Juan Crisóstomo lo confesaba: «La Iglesia -escribe- es
la casa fabricada con nuestras almas. Y esta casa no es igualmente
honorable en todas sus partes, sino que, entre las piedras que
contribuyen a constituirla, unas son brillantes y pulidas, otras de menor
calidad y mates, mucho mejores sin embargo aún que otras». Por
consiguiente, hay que concederlo, la santidad de la Iglesia no se
realizará plenamente hasta el último día, cuando la purificación de los
miembros del Cuerpo de Jesucristo esté terminada, sea por las
pruebas de esta tierra, sea por las del más allá. A este respecto, la
santidad de la Iglesia es escatológica. Esperando el Fin, es inacabada,
inacabable, en esperanza. Cuando haya llegado el término, entonces
el universo descubrirá la belleza de la Ciudad Nueva, bella «como una
novia engalanada para su esposo» (Apocalipsis, 21, 2).
Sin embargo, y desde ahora, la santidad eclesial es real. No es
exclusivamente una promesa para el futuro escatológico, sino que es
un don efectivamente concedido y poseído de manera presente.
Además, no es sólo santidad invisible y misteriosamente oculta en
los corazones, es visible de alguna manera.
Bajo todos los aspectos, la santidad de la Iglesia es una riqueza
inajenable. Todo esto es lo que hay que comprender y justificar.
II. El principio de toda santidad en la Iglesia
La santidad eclesial, la que se ve y la que no se ve, posee una
fuente invisible e inagotable. Para reconocer su principio, hay que
escuchar la Revelación y meditar sus palabras.
¿Cuál es la fuente de donde mana hacia la Iglesia la Santidad, sin
que esta fuente se agote nunca? La respuesta es obvia: la Iglesia es el
Cuerpo de Cristo, Jesucristo es su Cabeza. Y la Cabeza es
absolutamente santa e inmaculada. «La santidad es el Señor», dice
Gregorio de Nisa. Si la Cabeza es santa, ¿podría el Cuerpo no ser
santo? San Agustín lo comprendió bien. Poniendo en boca de Cristo
las palabras del Salmista: Yo soy santo, comenta: «Evidentemente,
Cristo habla solidariamente de su Cuerpo, cuando habla así...
Atrévase, pues, el Cuerpo de Cristo, atrévase ese Hombre único, que
clama desde los confines de la tierra, a declarar con su Cabeza y bajo
su Cabeza: yo soy santo... En efecto, si todos los fieles bautizados en
Jesucristo se han revestido de Cristo, como dice el Apóstol... si se han
hecho miembros de su Cuerpo y dicen que no son miembros santos,
injurian a la Cabeza cuyos miembros no serían santos... Mira tú, pues,
dónde estás y recibes de la Cabeza tu propia dignidad»6. Es el mismo
pensamiento que leemos en San Cirilo de Alejandría: «La Iglesia,
tomada de las naciones, se ha puesto a brillar, porque tiene a Cristo
en su santuario ... »7. En cuanto a San Juan Crisóstomo, la severidad
para con los pecadores no detiene en sus labios las alabanzas
dirigidas a la Casa-Iglesia, en la cual «todos los objetos son de oro y
de plata; allí está el Cuerpo de Cristo, allí está la Virgen Santa que no
tiene mácula ni arruga»8. A estas declaraciones católicas, tan
antiguas, plácenos juntar esta reflexión reciente de dos pastores
protestantes: «Afirmar la santidad de la Iglesia, no es excluir en ella el
pecado, el pecado de sus miembros, aun obispos o papa, es proclamar
la indisolubilidad de la unión de Cristo con la Iglesia». Y los dos autores
añaden que «el catolicismo se toma en serio la santidad de la Iglesia
9.
Estas palabras hacen justicia al pensamiento católico. Sí, la fe debe
tomar en serio la unión de Cristo y de la Iglesia y tomar en serio, por lo
mismo, la santidad de la Iglesia en Cristo. Estas dos verdades son
solidarias: unión y santidad. Y si sabemos por qué y por qué lazos se
realiza y se mantiene la unión entre Cristo y la Iglesia, sabremos
inmediatamente cómo se realiza y se mantiene la santidad en la
Iglesial.
Ahora bien, la unión de Cristo y de la Iglesia se traba en el nivel
institucional y en el nivel espiritual. El nivel institucional es la misión
confiada, es la estructura determinada por Cristo, son los lazos
jurídicos establecidos entre Cristo y la Iglesia por la colación de la
misión y de los tres poderes. Este nivel institucional no es simplemente
jurídico, si por este término se reduce la institución a no ser sino una
especie de decreto ley que permanece exterior al ser de la Iglesia; es
ontológico, es decir, afecta al propio ser de la Iglesia, y por ello afecta
al orden espiritual y lo eleva, como veremos.
El nivel espiritual, en sentido estricto, es la transformación interior
de las almas humanas, de suerte que ellas se hagan, en la medida que
Dios permita, conformes a la imagen del Hijo de Dios. El nivel espiritual
es un nivel moral, pero es más que moral, es sobrenatural, ya que
configura al mismo Cristo. Es ontológico en el sentido pleno del
término, ya que la santidad, aquí, se inscribe en el alma, para elevarla,
divinizarla, hacerla «participar de la naturaleza divina». Es propiamente
el orden de la gracia en el cual la vida del Hijo de Dios es en verdad la
vida del hombre.
Puede decirse que el nivel institucional constituye el orden objetivo
de la santidad; y el nivel espiritual, el orden subjetivo. Sea cual fuere el
nombre dado, hay aquí dos modos diferentes. En estos dos aspectos,
invisibles a nuestros ojos, la santidad de la Iglesia no perecerá jamás,
y, por consiguiente, el resplandor visible de la santidad tampoco
perecerá jamás. En otros términos, en la historia católica habrá
siempre santos, canonizados o no, dignos o no de quedar en el
recuerdo de las generaciones por venir, visibles o no.
III. La Santidad perpetua e invisible
Hay, pues, en la Iglesia, una invisible santidad. Es perpetua como es
perpetua la unión de Cristo y de la Iglesia. Sus niveles; de profundidad
son diferentes. En todos se expresa el Misterio de la Iglesia.
Santidad objetiva e institucional.- Independientemente de las virtudes
de cada cristiano y a pesar de las deficiencias de todos, la Católica es
santa, porque pertenece a Cristo, como dominio suyo, como Esposa
suya. Esta última imagen es empleada por la Escritura y evoca del
mejor modo posible lo que es la santidad objetiva? Por una parte, en
efecto, el vínculo conyugal implica el aspecto jurídico e institucional, y
por otra parte anuncia el orden espiritual, a saber la unión de las
almas. Esta imagen, además, aclara el sentido de la santidad objetiva.
En efecto, así como la mujer participa de la dignidad de un hombre a
causa del vínculo conyugal y merece consideración a causa del valor
de su marido, así la Iglesia, porque está unida a Cristo, participa de la
grandeza soberana de Jesucristo. No es poco, en efecto, estar
asociada al Señor para siempre.
Compréndase bien. No se trata aquí de santidad en el sentido moral,
que es la recusación del pecado. Se trata de la santidad en sentido
físico, y conviene denominarla santidad de consagración. Una
comparación permite comprender el sentido de estas palabras. La
bendición que reciben los objetos del culto no cambia el valor de la
materia que los constituye: oro, plata, estaño o madera. Pero los
denominamos «santos», y no sin razón. Dejan de ser como los demás
objetos. Lo que los distingue es su destinación, lo que los hace
sagrados es su fin: honrar y alabar la Majestad divina a través del
hombre. Sin duda la santidad así entendida es muy humilde, es una
santidad de cosa, de objeto. Más que en la imagen piadosa o en el
cáliz, la dignidad reside en la finalidad cultual y la intención religiosa del
consagrador, que parecen adherirse a estos objetos y subsistir en
ellos.
Así sucede con la Iglesia. El vínculo que consagra la Iglesia a Cristo
existe primero por parte del Señor. Él es quien construyó este vínculo
poco a poco y lo estableció definitivamente en el curso de su vida
terrestre.
Sin embargo, este vinculo de pertenencia no está simplemente
situado en el pasado y privado de toda actualidad. Si bien se trata, en
verdad, de un «lazo» jurídico, éste no es una cosa muerta e inerte.
Cristo, en efecto, sigue manteniendo reales los vínculos institucionales
entre su Iglesia y su persona. Cada vez que se administra el bautismo,
el Señor realiza esta obra, haciendo repercutir nuevamente sobre el
bautizado la convocación y la misión de Iglesia. No sólo repercuten,
sino que se inscriben en el ser espiritual del bautizado, como un sello
en la cera, y constituyen los fundamentos de su ser cristiano. Así Cristo
eleva al hombre bautizado a la dignidad de su Cuerpo y lo introduce al
mismo tiempo en la santidad de pertenencia y de consagración. Este
acontecimiento es lo que nosotros llamamos carácter sacramental.
Pero es aún preciso entender bien la consagración y la santidad
que Cristo confiere con el carácter sacramental. Estas riquezas
concedidas no subsisten en nosotros como una joya en el fondo de un
estuche. Consagración y pertenencia persisten únicamente porque el
Señor, en nombre de su Fidelidad, las procura incesantemente, las
mantiene en el hombre que se ha adherido por medio del bautismo. La
fidelidad del Señor no tiene fallo, no se volverá atrás, no volverá a
discutir pertenencia y consagración, esto es claro -pero sólo su
Fidelidad las garantiza. Así, pues, todo hombre, aunque sea el peor de
los criminales-, cuando está sometido a esta convocación y a esta
consagración, posee definitivamente la santidad institucional. Sea cual
fuere el valor espiritual del bautizado, la consagración lo destina a un
servicio más alto que el de los intereses mundanos y efímeros, le
asigna un papel en el Designio Redentor.
Tal es la santidad institucional y objetiva de la Iglesia. Es la santidad
de elección, de consagración. No es un abuso de lenguaje. La llamada
del Señor, desde que llega a los hombres, ya no permanece fuera de
los que alcanza. Se inserta en su substancia espiritual, le imprime una
señal definitiva. Por ello el carácter sacramental es santidad de
vocación y de consagración. Por el carácter, cada uno está
comprendido en la llamada, sometido a la exigencia y a la misión
eclesiales, es ofrecido también a la gracia para ser fiel a la exigencia y
a la misión.
Acabamos de tocar con ello el principio de toda riqueza
sobrenatural. Existe un lazo jurídico, gracias al cual cada cristiano
recibe una parte en la consagración que Cristo a su vez ha recibido y
que transmitió a la Iglesia para la misión redentora. Es, pues, simplista
oponer el aspecto jurídico de las realidades eclesiales a los valores
sobrenaturales, puesto que la efusión de los dones de Dios es
solidario de un hecho institucional, traspaso de la consagración de
Cristo a la Iglesia y a sus miembros.
La santidad objetiva e institucional es indestructible. Aun cuando
-hipótesis imposible- todos los cristianos estuvieran en pecado mortal,
habría que decir que la Iglesia es santa a causa de este vínculo de
consagración que la une para siempre a Cristo. Siempre será cierto
que la Iglesia es el pueblo deseado, establecido por el Hijo de Dios,
como su pueblo escogido y consagrado.
Esta santidad en fin es inmutable. No depende de la virtud y de los
méritos de cada uno, sino únicamente de la decisión del Señor, de su
elección, de la misión que él confía. Es, por consiguiente, invariable,
como la voluntad del propio Señor.
Santidad subjetiva y de transfiguración.- Jesús no sería realmente la
Cabeza de su Iglesia, en el sentido de la Revelación, si no confiriera la
santidad de elección y de consagración. Ésta es ya sin duda grande,
no se trata de discutirlo. Pero la santidad que Cristo ha deseado para
su Iglesia es mucho más alta.
En realidad, es nada menos que la propia Vida del Hijo de Dios. No
hay en la Iglesia una vida sobrenatural que sea diferente en naturaleza
de la de Jesucristo. Hay la misma gracia en Cristo y en los hombres
fieles, observa San Agustín. «En Cristo está la plenitud de todas las
gracias», declara Santo Tomás; también Jesús «posee el poder de
derramar la gracia en todos los miembros de la Iglesia, según la frase
de Juan: Todos hemos recibido de su plenitud». Y de hecho, añade el
doctor, «de Cristo Cabeza derivan hacia todos los miembros de la
Iglesia el movimiento y la vida espirituales».
Estas pocas palabras de Santo Tomás señalan las más misteriosas
perspectivas de la santidad cristiana. Ésta se extiende mucho más allá
y mucho más arriba de todos los valores de consagración.
La santidad de que ahora tratamos está hecha de pureza y de
transparencia morales, implica la recusación de todo pecado, claro
está. Pero es más que todo esto, es asimilación del hombre a
Jesucristo y se hace comunión con Dios mismo. Para decirlo todo, la
santidad católica es transfiguración divinizadora, puesto que el Hijo de
Dios concede su propia Vida Personal a cualquiera que le acoja.
Ciertamente, nos encontramos aquí en presencia de una realidad que
escapa a nuestra experiencia, a todo nuestro universo natural y
familiar. Si se puede, en cierto modo, constatar en una vida humana la
honradez y la moralidad, en el sentido ordinario de estos términos, es
imposible en cambio medir la unión con Dios, distinguirla bajo todos los
defectos, los límites de un temperamento, los mismos pecados,
reconocer con una absoluta certeza la presencia o la ausencia de la
gracia divinizadora. Es hasta imposible comprender plenamente lo que
significan estas expresiones, «transfiguración divinizadora» o
«participación en la naturaleza divina». Aquí la grandeza del misterio
pasa al misterio en sentido propio, su profundidad nos escapa, hasta
cuando Dios nos la revela.
No obstante, es posible describir la santidad de unión y de
transfiguración. Ésta penetra en los diferentes niveles del alma
humana, por una parte elevando sus facultades, por otra parte
impregnando su misma esencia.
Unión con Dios y transfiguración empiezan cuando el espíritu del
hombre se deja atraer por la Verdad de Dios y reconoce en Jesucristo
al Señor, Creador del Universo. Dios mismo se hace entonces en la
inteligencia creyente el Testigo Fiel que certifica la verdad de los
artículos del Credo. Tal es la fe, tal es la unión de la inteligencia
humana con la Luz Subsistente. Tener fe, es pues acceder a la
santidad del espíritu, prestándose a la enseñanza dispensada por el
Padre, dejándose instruir en las lecciones que da por Sí mismo (Juan,
6, 45). Acogiendo a Cristo, Maestro de Sabiduría, el creyente acoge
con él la Luz Verdadera y Santísima. Desde entonces, mirando el
mundo, la Iglesia, Cristo, con la Luz que Dios le concede en Jesucristo,
el fiel llega a la santidad de Dios por las puertas del conocimiento.
Pero la santidad transforma aún más profundamente el ser
espiritual. Puede transfigurarlo hasta depositar en él una llama de la
Infinita Caridad. En la oración que precedió a su prisión, el Señor pedía
que la Iglesia poseyera la santidad que es unión y caridad. Es tan alta
y tan divina que sólo es comparable a la unión del Padre y del Hijo en
la Santísima Trinidad: «Que sean todos uno, Padre -rogaba Cristo-,
como tú estás en mí y yo en ti» (Juan, 17, 21-23; 17, 1 l). Más aún, la
santidad de unión entre los hombres se realiza, no fuera de Dios y
como lejos de Él, sino en el interior de Dios mismo: «Que sean una
sola cosa en nosotros», pide también el Señor, «yo en ellos y tú en mi,
a fin de que sean perfectamente uno» (Juan, 17, 21-23). Así la
santidad eclesial -la más profundamente cristiana y eclesial- subsiste
en la Caridad Unificadora, que es Dios mismo. Es participación en la
Caridad Divina. ¿No es este justamente el objeto de la última petición
de Cristo: «El amor con que me amaste en ellos esté» (Juan, 17, 26)?
Si es así, Dios, por Cristo, comunica a los miembros de su Iglesia el
Amor-Caridad que es su propia vida, que es Él mismo. En su
munificencia, concede a los hombres, a los hijos de su Iglesia, una
participación real en su propia naturaleza. Así, pues, la santidad del
hombre es nada menos que «la caridad (que viene) de Dios
derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado» (Romanos, 5, 5).
Las riquezas prometidas a su Iglesia, Cristo las anuncia en otro
lenguaje aún. Éste es muy misterioso, pero no se le puede recusar ni
pasar en silencio porque sea misterioso: «Cualquiera que me ama
observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él y
haremos mansión dentro de él» (Juan, 14, 23). Esta declaración va ya
implicada en los textos antes citados. Pero ahora todo está claro: la
santidad ofrecida al cristiano es hacerse templo de Dios.
Estas expresiones son muy desconcertantes. Descubren las
dimensiones insospechables de la grandeza cristiana. Pero no hay que
llamarse a engaño: la santidad así definida es la vocación de todo
cristiano, no está reservada a algunos privilegiados. También la Iglesia
es santa, porque en ella el Señor transfigura a los hombres de buena
voluntad, permanece en ellos como en un santuario, los hace
conformes a la Imagen del Hijo de Dios, los eleva al rango de
herederos de Dios y de coherederos de Cristo (Romanos, 8, 29; 8, 17).
En estas condiciones, ahora lo vemos, la unión y la transfiguración en
Cristo, si bien implican honradez en el sentido ordinario del término, la
trascienden infinitamente, puesto que hacen «partícipes de la divina
naturaleza» (2 Pedro, 1, 4).
La santidad de la Iglesia, pues, supera todo sueño, toda
imaginación, incluso toda expresión. ¿Temeremos ahora que la Iglesia,
hecha de hombres, falte un día a la llamada de una tal alta vocación?
En absoluto. Jamás la Iglesia será privada de las insondables riquezas
de Jesucristo, por más que cada cristiano pueda ser, por su parte,
infiel a la llamada. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La Vida de la
Cabeza no puede faltar al Cuerpo. Cristo, en efecto, se adhiere la
iglesia y la consagra sin cesar. El Señor es fiel. Así como consagró el
pan para que se convirtiera en su Cuerpo, así perpetúa la
consagración de su Iglesia para que sea místicamente su Cuerpo. Este
acto consagrador no puede ser menos eficaz que el de la Cena. Así,
pues, hasta el fin del mundo, la santa consagración, siempre actual por
parte del Señor, transfigurará la Iglesia y la unirá incesantemente a
Dios mismo. Sin duda cada cristiano puede fallar y profanar en él la
santidad recibida del mismo Señor. Pero la Iglesia entera no puede
hacerlo, porque el gesto consagrador de Jesucristo suscitará siempre
en la Iglesia la fe, la esperanza y la caridad, es decir la santidad
teologal.
Unión y transfiguración son imperecederas en la Iglesia, pero son
variables. Sufren flujos y reflujos al ritmo de las libertades. La santidad,
institucional y objetiva, es absolutamente independiente de la buena
voluntad del hombre, pero la santidad de transfiguración depende de
las disposiciones de los bautizados. Ora se eleva, ora desciende. Y si
bien no tenemos ningún medio de conocer su estiaje de forma
absolutamente cierta, sabemos por lo menos que la vida del Señor
encuentra en nosotros ora denegaciones ora aquiescencias. Así varía
la santidad de la Iglesia tanto como la disponibilidad de la masa
cristiana a las inspiraciones del Espíritu Santo.
IV. Resplandor visible y perpetuo
El resplandor visible forma parte esencial de la santidad de la
Iglesia. Es preciso decirlo explícitamente si queremos hacer justicia al
misterio de la Iglesia. Ésta, en efecto, es realidad divina, obra de Dios,
pero presente bajo apariencias humanas. Las apariencias movedizas
de la historia descubren el Misterio y al mismo tiempo lo encubren. Así
sucede con la santidad de la Iglesia.
La santidad visible es esencial a la Iglesia.- Será más cómodo tratar
este asunto por preterición. Rozarlo tan sólo expone, es bien claro, a
objeciones. Tan fácil es señalar las carencias en esta materia.
Pero la omisión del problema no es tolerable. El mismo Cristo señaló
demasiado claramente que la santidad visible pertenece a la
naturaleza de la Iglesia, para que pueda parecer que se ignora. «Yo
soy el que os ha elegido a vosotros y destinado para que vayáis y
hagáis fruto y vuestro fruto sea duradero» (Juan, 15, 16). ¿Será este
fruto únicamente un fruto oculto? Esto no es posible, ya que Cristo
afirma en otra parte que el «buen fruto» permite reconocer el «buen
árbol» (Mateo, 17, 17-20). Por otra parte, el Señor se expresó aún más
claramente, cuando habla de la santa caridad: «Por esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Juan,
13, 35). En fin, en la oración que sigue a la última Cena, Cristo pide
que la santa unión entre los miembros de la Iglesia sea para el mundo
un signo de la verdad de su misión: «que todos sean uno en nosotros,
para que conozca el mundo que tú me has enviado» (Juan, 17, 21, 17,
23).
No hay que dudarlo pues, la santidad de la Iglesia debe aparecer a
plena luz, en la plaza pública, si la oración de Cristo no fue inútil.
Además, puesto que la santidad es la Vida misma de Jesucristo en el
hombre, ¿cómo suponer que la Vida del Señor sea inerte y sin
resplandor, muda y sin acción? El Concilio del Vaticano no hace más
que traducir la Sagrada Escritura y el sentido católico, cuando declara:
«La Iglesia, por sí misma, en razón de su admirable propagación, de su
santidad eminente... es un motivo decisivo y perpetuo de credibilidad y
da un testimonio irrefragable de su misión divina».
Pero al hacer esta declaración, suscita todas las dificultades. ¿No
es muy imprudente la Iglesia proclamándose santa y visiblemente
santa? No podía ignorar, sin embargo, que tal afirmación provocaba a
los adversarios como a pedir de boca y la exponía a fáciles críticas. Si,
con todo, habla, es porque la Revelación se lo impone como un
deber.
No queda, pues, sino mirar el Cuerpo de Cristo y recibir el
testimonio que da de su Jefe por la virtud de sus miembros.
Discernimiento de la santidad.- Antes hay que recordar que no se
comprueba la santidad como un policía el hecho de un accidente en el
lugar de la catástrofe. La santidad es valor espiritual. Ningún valor
espiritual puede percibirse, si el espíritu que con él se enfrenta es
insensible a este valor, si está privado de toda resonancia con éste. No
se distingue la belleza musical sino a condición de ser uno mismo algo
músico. Si la música canta en el oyente, si se hace vida suya por un
instante, entonces la música evoca, conmueve. Si el oyente se deja
transformar en melodía y ritmo, recibe la revelación musical. Si no, no
oye más que ruido.
Lo mismo ocurre en la percepción del valor santidad. No puede
discernirlo sino quien posee su germen, por mínimo que sea, y siente
una inclinación por débil que sea, hacia el desinterés, hacia el
sacrificio. Sin ello, la presencia de la santidad escapa completamente.
Inepto para descifrar los signos bajo los cuales la virtud se expresa, el
hombre desprovisto de simpatía por los valores morales no descubre a
su alrededor sino intenciones mezquinas y miras egoístas.
La distinción de la santidad es función del problema personal.
Depende inevitablemente de la actitud espiritual del espectador de la
Iglesia.
La santidad de la Iglesia tal como aparece.- Para comprender la
santidad cristiana, es preciso aún apartar ciertos errores corrientes. Si
no, se pedirá a la Iglesia lo que no puede ni quiere dar.
Hay, en efecto, aproximaciones desdichadas. La santidad de la
Iglesia no se identifica en modo alguno con la filantropía, ya que
aquella no es antropocéntrica, sino teocéntrica. Pone las cosas en
orden. Y este orden es el siguiente: servir y amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al al prójimo
como debe ser amado, según sus verdaderos intereses de hijo de
Dios. La santidad de la Iglesia, si no proclamara la soberanía y la
primacía absolutas del Altísimo y del Santísimo, no sería la santidad de
Jesucristo. Así, pues, la de la Iglesia no podrá ser jamás reducida a las
mezquinas proporciones de un utilitarismo social cualquiera. Para
muchos, esto será un déficit ininteligible e imperdonable, y las
perspectivas sobre la grandeza de la Iglesia permanecerán para él
cerradas.
La santidad no se confunde tampoco con la «perfección» del sabio
antiguo. Éste realizaba todas las cosas según la medida exacta
definida por la razón. El sabio habla cuando es preciso, se calla
cuando es preciso, ríe con mesura, obra en todo tiempo y en todo
lugar como conviene. Pero esto no es el «todo» de la santidad eclesial.
¡Ni mucho menos! Ser correcto no es la preocupación primordial del
santo, como si el problema estuviera convenientemente resuelto
cuando la gente declara: «No se le puede reprochar nada». Ya se
comprende que en estas condiciones la santidad de la Iglesia no
ofrece ciertamente un buen tema de propaganda. No anuncia nada
espectacular. No dimana del atletismo moral o del heroísmo espartano.
La vida de Cristo en las almas no transforma los temperamentos, sino
que los deja ordinariamente en lucha con su pureza o su violencia
innatas, no suprime los defectos ni la influencia de la herencia. En una
palabra, por regla general, la santidad del cristiano no produce en su
naturaleza ningún milagro. Por ello, considerando tal o cual individuo
en particular, nunca es posible descubrir infaliblemente en él la
existencia de la gracia de Jesucristo, la presencia de la santidad.
Positivamente, la santidad propia de la Iglesia empieza allí donde el
hombre comprende y ratifica por poco que sea la exigencia infinita de
la vocación cristiana: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto». Así que un bautizado reconoce, explícita o implícitamente,
ese principio como ley de su existencia personal, hay santidad por lo
menos invocativa. El protestante Kierkegaard vio muy bien que en ello
se encuentra un punto esencial: «No hay que disminuir las exigencias,
hay que aumentarlas... Doquiera interviene Dios, el progreso realizado
se reconocerá por el aumento de la exigencia, por la vida más difícil.»
Y así veía, en el abandono del monaquismo, una razón para dudar de
la causa luterana. Claro está que hay varias maneras de realizar el
precepto de la perfección. Está el modo heroico: «Nosotros también
debemos dar nuestras vidas por nuestros hermanos» (1 Juan, 3, 16).
Está la manera común: cumplir el propio deber día tras día, sabiendo
que siempre hay un modo mejor de hacerlo: «Después que hubiereis
hechos las cosas que se os ha mandado, habéis de decir: Somos
siervos inútiles, no hemos hecho más que lo que teníamos la
obligación de hacer» (Lucas, 17, 10).
HUMILDAD/SANTIDAD: Esta frase de Jesús es capital. Introduce, en
efecto, en otro aspecto de la santidad: la humildad. Y no es el menor,
es el más fundamental. La santidad de la Iglesia no es equivalente a la
impecabilidad, y la Iglesia tiene de ello plena conciencia. Ella sabe, y
con ella todos los cristianos saben, que el hombre es pecador, pecador
ahora, pecador mañana, pecador siempre. Cada mañana, cada tarde,
en cada misa, la Iglesia confiesa los pecados de sus miembros
diciendo el Confiteor y el Pater noster. La santidad de la Iglesia, pues,
no es ni triunfante ni gloriosa, ni siquiera está segura de sí misma. La
santidad del Cuerpo de Cristo no puede ser verdadera sino a
condición de que los miembros del Cuerpo reconozcan el mal que han
hecho, la complicidad instintiva que conservan con todo mal moral. A
este respecto, la Iglesia es santa porque confiesa no serlo tanto como
debería serlo, y exige que cada uno de sus hijos lo reconozca
públicamente al menos una vez al año, yendo a confesarse. Por esta
humildad, poca admiración concederán las gentes a la Iglesia. La
multitud ve la falta y no la humildad, y si la ve, poco le importa. Sin
embargo, la humildad de la Iglesia es la base de todas las virtudes, el
fundamento de toda santidad, el acto más provechoso para ayudar a la
humanidad a vivir como humanidad. San Agustín había comprendido el
carácter único de la santidad eclesial cuando escribía: «No se la
encuentra en ningún libro de las sectas extrañas, ni entre los
Maniqueos, ni entre los Platónicos, ni entre los Epicúreos, ni entre los
Estoicos. Incluso allí donde se encuentran los mejores preceptos y
enseñanzas, no se encuentra, sin embargo, la humildad. El camino de
humildad viene de otra parte, viene de Cristo». Nada más exacto, la
humildad es el signo diferencial de la santidad eclesial. Allí donde falta,
no hay virtud cristiana: «Si no os hacéis semejantes a los niños ... »
(Mateo, 18, 3). Así, pues, la única humildad que está en el camino de
la santidad es la humanidad que confiese sus pecados. Entonces, no
hay que preguntar más dónde se encuentra esta humanidad, si está
en mayoría en la Iglesia o en algún otro cenáculo.
Donde existe humildad, se hace posible la santidad, pues la caridad
puede existir. Hay que creer en ello a san Agustín, que repite con
insistencia que el edificio de la perfección espiritual se elevará muy
alto, si se ahonda primero mucho, para echar la humildad en los
cimientos. En efecto, no hay caridad que no sea, de una forma o de
otra, consentimiento e injusticias, abandono de las pretensiones
demasiado personales, silencio sobre las reivindicaciones demasiado
exigentes, abnegación sin espera de agradecimiento, desinterés. Esto
indica bastante que la caridad no es posible más que si se consiente
en desaparecer.
Ya es bastante conocido que la caridad es la expresión de la
santidad cristiana. No hay, pues, que repetirlo. Pero tampoco hay que
simplificar. La caridad tiene mil formas. No se reduce simplemente a
socorrer al hombre que lucha con las dificultades materiales de la vida.
Hay actos de caridad menos gloriosos, pero igualmente necesarios, la
paciencia , por ejemplo. ¿No será también santidad soportar, esperar,
temporizar, no forzar nada? Es un punto neurálgico. A veces se
perdonaría más fácilmente a la virtud que fuera intolerante, ya que
esto le da cierto aire de ventaja. Sin duda la santidad debe a veces ser
explosiva, tomar el látigo de Cristo para expulsar a los mercaderes del
Templo. Pero ya que esto fue raro en la vida de Cristo, debe serlo
también en la vida de la Iglesia. El deber cotidiano es diferente. Es
encontrarse con los pecadores, sentarse a su mesa, estar en el mundo
con los demás, con no importa quién. Entonces crece el escándalo de
los Fariseos, y también el de los débiles. Ellos quisieran que la Iglesia
protestara, manifestara, rechazara, excomulgara, hiciera dramas. Error.
Porque la Iglesia es santa, como Cristo, debe tener paciencia. Porque
es santa, consiente en no parecerlo tanto como se le reclama
humanamente, demasiado humanamente. La verdadera santidad es
paciente, a sus horas, que son las más numerosas y también las más
largas. Y por esta razón resulta que la virtud de la Iglesia es virtud
humillada, porque es virtud incomprendida.
Así es como la Iglesia tolera a los pecadores en su recinto, y los
tolerará; les dirige la palabra y lo hará mañana también. No cesará de
hacerlo más que si hay un escándalo público y muy grave. Esto no
significa que la Iglesia necesite de los pecadores. ¡No!, más bien son
molestos. Son los pecadores los que tienen necesidad de la Iglesia, y
la caridad le impone como deber no ignorarlos, no apartarlos
ignorándolos, por tanto tiempo cuanto la Iglesia puede suponer alguna
buena intención. algún arrepentimiento, los supone. No se resuelve a
expulsar a los bautizados, a rehusarles los sacramentos y la sepultura
religiosa más que si no es posible obrar de otro modo. Hay una
santidad que sería fácil, demasiado fácil. Sería la «pureza» en un
sentido muy profano, que es evitar todo compromiso rehusando los
contactos. ¿Obró nunca así el Señor? Prefirió correr el riesgo de ser
mal conocido y criticado antes que dejar a un solo pecador que le
buscara sin encontrarle. Y la Iglesia debe obrar como la cabeza.
Aspectos de la santidad.- Es ahora posible llegar a los hechos, por lo
menos a algunos hechos, ya que no pensamos describir toda la
santidad eclesial, sino simplemente señalar la emergencia del misterio
en la historia.
Ahora bien, la santidad de la Iglesia se revela en ella
manifiestamente. ¿Cómo? En primer lugar y esencialmente como una
exigencia siempre actual, siempre activa: la exigencia de perfección.
Aunque no hubiera otra virtud alguna en el Cuerpo de Cristo, ésta por
lo menos se encuentra en él: tender hacia lo mejor.
La vida religiosa constituye a este respecto una prueba multisecular.
Su existencia sigue siendo un acontecimiento sorprendente, que no
tiene su equivalente, bajo esta forma institucional y con esta amplitud,
fuera del Cristianismo. Muy lejos de desaparecer, este fenómeno
tiende a invadir estados de vida que habrían podido permanecerles
extravíos. Así la vida clerical y la de los laicos en el mundo acogen
progresivamente elementos de la vida religiosa. En las obligaciones
impuestas al sacerdocio o a los Institutos Seculares, es siempre el
deseo de perfección el que crece. Muy recientemente aún, unos actos
de Pío XII, importantes y repetidos, han venido a estimular el
movimiento de la vida religiosa en la Iglesia. La ortodoxia grecorrusa no
ha abandonado esta forma de vida cristiana y de santidad. Lutero la
había suprimido con muchas otras cosas. No fue hasta el siglo XIX
cuando el anglicanismo reanudó la tradición monástica. En cuanto a
los protestantes, han iniciado un discreto retorno a la vida religiosa en
estos últimos años. Tan cierto es que la vida religiosa expresa, con
toda verdad, la exigencia imprescindible de la santidad cristiana.
Pero todo impulso espiritual se agota en su mismo curso y se
debilita tato más rápidamente cuanto más espiritual y exigente es. La
vida eclesial no puede escapar a esta ley. Sin embargo, y es
impresionante comprobarlo, la Iglesia procede a su propio
rejuvenecimiento por medio de reformas interiores y sucesivas. Éstas
ritman la historia. Así se ve aparecer a Gregorio VII luchando por
salvaguardar la pureza de la misión eclesial en un mundo que
intentaba secularizarla, a san Francisco de Asís predicando la pobreza,
a santo Domingo y la orden de Predicadores. El Concilio de Trento
(1545-1563) fue una empresa de reforma espiritual e institucional cuya
amplitud es incomparable. San Ignacio de Loyola, modestamente por
su parte, consagra a ello su compañía de sacerdotes. El siglo XVII verá
a su vez una renovación espiritual en que brillan los nombres de
Francisco de Sales, de Vicente de Paúl, de María de la Encarnación...
Se podría continuar fácilmente la enumeración de los hechos hasta un
presente muy próximo.
En un terreno muy distinto, más limitado también, el de la moral
sexual, la Iglesia mantiene la firmeza y la altura de la exigencia. Es ella
la única en hacerlo con constancia, a pesar de la presión enorme de la
opinión y de los Estados, a despecho incluso de las faltas que cometen
sus hijos en este terreno. En esta materia, moral conyugal, divorcio,
aborto, etc... la Iglesia no ha cedido un palmo, aun con riesgo de
parecer irrazonable. Ni por un momento, se la ve pensar en optar por
la facilidad. La Iglesia se dedica a la defensa del hombre contra el
hombre mismo. Si antaño debió ejercer la caridad con respecto a la
humanidad enseñándole a escribir, a leer, cuidando enfermos, cuando
nadie más se presentaba para hacerlo, hoy el ejercicio de la caridad
toma otra y más difícil forma. Se trata de impedir que se degrade a la
persona, que se transforme al ser humano en instrumento al servicio
de la eugenesia, de la ciencia, de algún ídolo, o más tristemente aún,
en esclavo de sus instintos, libre del temor de sus consecuencias. La
santidad de la Iglesia está a prueba. Sería tan fácil ceder a la
exigencia, para tener paz, para tener el derecho de vivir en silencio,
para hacer como todo el mundo... Una comparación con otras
confesiones cristianas mostrará en seguida que no es escaso mérito
aguantarse...
Estas breves alusiones bastarán para nuestro propósito. Una
conclusión al menos se impone: el Cuerpo de Cristo no ha fallado,
retiene hoy como ayer la infinitud de la vocación cristiana. La atestigua,
en las formas más humildes, casi siempre, arrepentirse, volver a
empezar indefinidamente, no renegar en nada del ideal, aun cuando
esta fidelidad cueste cara, aun cuando el cristiano se encuentre
inferior al ideal y se vea condenado por éste.
Los que han mantenido en el curso de la historia la plenitud de la
llamada y su infinitud, eran pecadores. La tentación debía ser rebajar
los principios al nivel de los actos, justificar la debilidad abandonando
los principios demasiado elevados. La tentación era irresistible. Y, sin
embargo, no triunfó. Aquí aparece el dedo de Dios. Aquí aflora la
trascendencia.
V. Santidad sacramental
¿Dónde tiene, pues su raíz y fuerza la fidelidad de la Iglesia dos
veces milenario? En Jesucristo, por medio de los sacramentos.
La fuente de la virtud sobrenatural, aun la más común, en el fiel más
ordinario, no es producto de su libertad desnuda. La santidad no es
esencialmente fruto de una ascesis intelectual o moral. Vayamos más
allá todavía: no es la recompensa de una plegaria que el hombre haría
subir a Dios con sólo su poder de hombre.
Si queremos expresar la verdad, hay que decir: toda santidad en la
Iglesia es de origen sacramental y todos los sacramentos son los
canales de la virtud sobrenatural. Diciendo esto, se descarta
inmediatamente la ridícula idea de que la santidad del cristianismo
podría ser el resultado de su acción puramente natural. Santidad de
consagración o santidad de transfiguración, nada viene del hombre,
como si él fuese su autor: «¿Qué tiene tú que no hayas recibido?» (1
Corintios, 4, 7). La santidad de consagración no se imprime sino por
medio del carácter sacramental en el bautismo, la confirmación y el
orden. Que nadie pueda administrarse a sí mismo estos sacramentos,
es signo de la impotencia fundamental del hombre solo frente a la
santidad sobrenatural. La santidad de transfiguración, asimismo, no
viene sino a través de los sacramentos. Así como no hay salvación sin
la Iglesia, no hay santidad sin la Iglesia y los sacramentos de la Iglesia.
La Eucaristía es su fuente primordial. ¿Cómo podría ser de otro modo,
si en la comunión eucarística los fieles se hacen «corporales y
consanguíneos» de Cristo, según las realistas palabras de san Cirilo
de Jerusalén? Así ella es la consumación de toda vida espiritual y la
fuente de toda santidad.
¿Qué lección sacar de ello? Que la santidad de la Iglesia se
encuentra primero en la iniciativa del Señor que obra en los
sacramentos, dando con gesto sacramental el primer paso hacia los
miembros de su Cuerpo. La santidad es un don, «para que nadie
pueda gloriarse» (Efesios, 2, 9). En suma, la virtud cristiana, porque
deriva de la Cabeza, está antes y por encima de nosotros. No está a
nuestro alcance, cuando estamos simplemente entregados a nosotros
mismos; no es una conquista, como si estuviéramos, por nosotros
solos, el medio de alcanzarla (Corintios, 4, 7). Y cuando recibimos
alguno de sus reflejos, la santidad no es una propiedad sobre la cual
tenemos un derecho natural. Siempre y doquiera, la santidad no
empieza para el hombre más que si Cristo toma la iniciativa de
transfundir su propia vida. Ahora bien, esta iniciativa se encarna y
subsiste permanente en los sacramentos.
Por este mismo hecho, se descubre la razón última de la humildad
cristiana. En efecto, si la virtud sobrenatural brota de los sacramentos,
se hace manifiesto que es un don de Dios y no conquista humana; y si
no deriva más que de los sacramentos, por regla general, entonces es
evidente que no puede subsistir sin la acción de Dios, creación
continua, munificencia divina y no propiedad humana. Por ello la
humildad no es simplemente conciencia del pecado cometido,
sentimiento de la fragilidad en presencia del pecado posible, sino
certidumbre de la impotencia frente a la santidad exigida. Por sus
fuerzas de creatura, el hombre no la puede alcanzar. Está a la merced
de Dios en los sacramentos.
Así, los sacramentos son para nosotros como lecciones de cosas.
Nos enseñan a la vez que Cristo realiza la obra de santificación él solo
y que no la realiza sin un gesto de aceptación por nuestra parte. «Sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», dice Jesús. Es
obligatorio, puesto que él lo pide. Pero es imposible, puesto que «sin
mí no podéis hacer nada» (Juan, 15, 5). ¿Paradoja irritante? ¿Luz
consoladora? En realidad, Pablo da la clave del enigma, cuando
escribe: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Filipenses, 4, 13).
Hay que ir pues hacia Él, estar en Él, a fin de ser «criados en
Jesucristo para buenas obras, preparadas por Dios desde la eternidad
para que nos ejercitemos en ellas» (Efesios, 2, 8-10). Y es preciso ir
allá donde reside el Hijo de Dios, allá donde se hace la fuente de
gracia y de santidad para todo hombre que venga a este mundo. Hay
que adelantarse hacia los sacramentos y subir hasta la Eucaristía.
VI. ConcIusión
El panorama de la santidad no se descubre simplemente sino en la
fe. Como el de Cristo, el misterio de la Iglesia está vestido de humildes
apariencias, pero su grandeza, secreta y divina, trasciende
infinitamente las apariencias. Como el del Cristo total, el misterio de la
santa Iglesia es historia y maduración sobrenaturales. No será
plenamente revelado sino el último Día, más allá de nuestro tiempo,
cuando el Cordero será la Luz de la Ciudad Nueva. Mientras
esperamos, con los ojos de la carne miramos la «santa convocación»
del Señor. Pero éstos no son siempre penetrantes. Para hacer más
clara nuestra visión, detengámonos un instante en dos
consideraciones.
La santidad de la Iglesia no podría apreciarse en su verdadero
valor, si no se distingue en ella sino la virtud de tal o cual fiel, aunque
fuese un gran santo. En efecto, la santidad del Cuerpo de Cristo es la
de una multitud. Es preciso, pues, mirar la masa, si se quiere saber
qué es la santidad eclesial. Cada uno de los cristianos añade por su
parte una nota a la sinfonía, por alguna virtud personal, por el
arrepentimiento de la falta, por el deseo de recobrarse después de la
caída... Cada uno de los bautizados enriquece el conjunto, con su
temperamento y su generosidad, pero ninguno lo expresa
completamente.
Consideremos la multitud cristiana y su historia secular. Aquí y allá
emergen algunas luces. Algunas son brillantes, pero raras como los
faroles en un túnel. Esto basta para que la masa sea arrastrada por
estas claridades. Esta multitud avanza a trompicones, pero así y todo
avanza. Compruébese pues la continuidad con que este pueblo
avanza, pequeño núcleo compacto, seguido por los demás, en
desorden y mejor o peor, pero seguido con todo por esas gentes que
sólo de la Iglesia aprendieron sus mediocres y frágiles virtudes.
Distíngase también esa fuerza extraña que permite a la Iglesia resurgir
del mismo fondo de los períodos más obscuros y menos santos.
Entonces se apreciará qué significa «santa Iglesia». No basta pues
mirar a diez cristianos de la vecindad y practicar un corte instantáneo
en su vida para estar autorizado a dar un juicio. Sino que hay que
considerar la masa entera, que subsiste a la sombra de los santos
canonizados y en su virtud. Entonces se conocerá la santidad católica,
la santidad universal, la de los mártires y de los confesores, la de los
débiles, y también la de los muy débiles.
J/KENOSIS-I I/KENOSIS: Esta visión revela al mismo tiempo las
humillaciones del Verbo Encarnado en la santa Iglesia. La Pureza
Suprema de Dios se «aniquiló» al tomar la condición humana en Jesús
de Nazaret (Filipenses, 2, 7). El Santísimo se humilla también y en un
nuevo grado en la Iglesia, tomando la condición de la masa humana.
La santidad de Dios en Jesucristo no ha evitado el escándalo, porque
se manifiesta bajo formas humanas. Se dijo de Cristo que era «glotón y
bebedor», cuando se le hallaba a la mesa de los pecadores y de los
publicanos (Mateo, 11, 19). La santidad de la Iglesia no puede a su vez
evitar el escándalo, y un escándalo peor aún. Él, Cristo, podía
confundir a sus adversarios haciéndoles la pregunta: «¿Quién de
vosotros me acusará de pecado?» La Iglesia no puede. Las virtudes
de la Iglesia son las virtudes de una masa de pecadores, cuyo único
privilegio inajenable es confesar sus faltas, su impotencia, su flaqueza
frente a las exigencias de su vocación. En la Iglesia, la virtud no brilla
sino a través del pecado de todos. Así pues, la humillación de la
santidad de Cristo es más profunda en la Iglesia que en la
Encarnación. Es mayor prueba para la fe de los fieles, es más
peligroso para la incredulidad de los demás.
No obstante, la frase de Jesús permanece, es verdadera en este día
como en tiempo de Judas: «Bienaventurado el que no se escandalizara
a causa de mí»... y a causa de mi Iglesia.
ANDRÉ
DE BOVIS
LA IGLESIA Y SU MITERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 123-145
....................
6. Enarratio in psalmum 85, 4; PL 37, 1084.
7. De adoratione, 10; PG 68, 657.
8. In 2am ep. ad Timotheum, Hom. 6, n. 1; PG 62, 629.
9. Citado por el P. VIALLAIN, introduction a I'oecumenisme, 1958, pág. 32.
11. In epistolam ad Corinthios, cap. XI, lectio 1ª.; Summa Theologica 3ª. pars qu.
8, art. 1.