LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
CAPITULO IV.
Viña querida
Los labradores de la viña
La vid y los sarmientos
El vino de la Gluma mesa
El lagar
CAPITULO IV
VIÑA QUERIDA
«Voy a cantar, en nombre de mi amigo, un canto de amor dedicado a
su viña» (Is 5,1). Esta viña del Antiguo Testamento es el pueblo amado
de Israel 1. En él, y en esta alegoría, está figurada la Iglesia, la viña
que Dios plantó con ternura 2.
En el marco de la historia terrena, como en una fértil colina que
recuerda el jardín del Paraíso, la mano humana de Dios, que es
Jesucristo, plantó y cuidó con primorosidad su propia viña: cavó el
terruño y arrancó las piedras de la parcela; eligió las cepas y las colocó
en el surco. No se contentó con ello; la dotó de todo lo necesario para
ser la envidia de los transeúntes: levantó una torre en medio del viñedo
y la aderezó con un lagar excavado en la arcilla 3.
Dios, en persona, encalleció sus manos y ensudoró su frente, en
aras de sacar adelante una viña como no la ha habido en la historia:
un viñedo que llenó esta tierra; su sombra cubrió los montes y sus
ramas tapaban la altura de los cedros; extendía sus sarmientos hasta
el mar y sus retoños llegaban hasta el Gran Rio 4.
Es Israel. Y es la Iglesia, elegida, plantada, cuidada, extendida. Sus
frutos, como los traídos a hurtadillas de la Tierra Prometida 5, habían
de ser motivo de asombro y causa del restablecimiento de la
esperanza.
Por desgracia, aquella viña querida prefirió responder con ingratitud.
El Señor esperaba que diera uvas sabrosas, pero dio agrazones 6. Se
convirtió en una viña degenerada y bastarda 7.
Fueron algunos de los hijos de Israel, pero también lo son algunos
de la Iglesia. En mil ocasiones, la comunidad de discípulos de Cristo,
acariciada como la viña amada, ha respondido a los mimos con frutos
amargos, que ahuyentan al caminante, que se ha detenido fugazmente
a su lado, deseoso de satisfacer su apetito o de halagar su paladar.
¡Cuánta ingratitud hemos mostrado hacia el dueño de la viña con
nuestra esterilidad! ¡Cuántas amarguras ha causado el raquítico fruto
de una Iglesia introvertida! ¡Cuántas frustraciones han sufrido las
gentes de buena índole que se han acercado a los discípulos de Cristo
y se han encontrado con respuestas desabridas! ¡Cuántos momentos
históricos se han visto defraudados por los silencios insípidos o por las
respuestas acibaradas de una Iglesia inoportuna! ¡Cuántos contagios
en cadena se han producido en medio de los pueblos cuando alguno
sufre el mal sabor de las agraces uvas eclesiales y resulta que son
otros los que padecen las molestias de la dentera!
Los labradores de la viña
La viña amada fue entregada en arriendo a unos labradores
indignos, al pueblo israelita. Los sinópticos resumen, en pocos versos,
toda la historia trágica de los desagradecimientos de aquel pueblo 8,
los cuales culminaron con el asesinato del hijo del dueño. Los profetas
preanunciaron la ira de Dios sobre aquellos arrendatarios 9 y los
evangelios rehacen la maldición.
Esta historia de desamor no pertenece a un pasado remoto. El
nuevo pueblo de Dios no debe sentirse confirmado en gracia y en
justicia. De alguna manera se puede repetir la peripecia triste de los
primeros labradores cuando el componente humano y terreno de la
Iglesia ahoga el soplo del Espíritu, cuando hace oídos sordos al Dios
que pasa en cada persona y en cada acontecimiento, cuando condena
al silencio o a la descalificación a los nuevos profetas incómodos, o
cuando vuelve a reducir al Hijo al hazmerreír de lo ridículo, fuera de
sus dominios amurallados.
Estas posibles respuestas nunca podrán ser las definitivas, porque
el dueño tomó la decisión irrevocable de arrendar la viña a nuevos
labradores, los cuales sí entregarán los frutos a su tiempo. Siempre,
aunque se multipliquen las ingratitudes, quedará un resto para dar los
frutos correspondientes al Reino 10.
Este Reino se nos ha entregado en arrendamiento. La viña ha sido
puesta a nuestro cuidado. Ciertamente, es tiempo de tener en la
memoria los signos del pasado y de esmerarse por no repetir las
ignominias de los primeros labradores. Pero, ante todo, es tiempo de
tomar conciencia de ser depositarios de los frutos que de la viña —el
Reino— espera su dueño y de estar abiertos a la esperanza de que
sea el labrador que se fatiga, el primero en participar del fruto de su
trabajo 11.
Los discípulos de Cristo, nuevos labradores, sabemos que en la
capacidad de nuestras débiles manos, que son habilidades prestadas,
ha quedado la viña bienquerida.
A nosotros nos corresponde seguir cuidando, con delicadeza y con
clarividencia, la fertilidad del Reino de Dios, que jamás agota sus
frutos. A nosotros se nos encomienda contribuir a extenderlo hasta
límites insospechados por la mente humana. Nosotros hemos de ser
quienes tengamos la viña dispuesta, para cuando el Hijo Resucitado
sea enviado, de nuevo, a recoger los frutos últimos y ofrecérselos al
Padre, en compañía festiva de los mismos labradores que supieron ser
criados fieles y solícitos 12.
La vid y los sarmientos
La misma imagen de la viña, el contexto agrícola mediterráneo en
que se desenvuelven los orígenes del cristianismo, el lenguaje
narrativo y plástico de Jesús de Nazaret y la perspicacia teológica del
autor del cuarto evangelio avalan la identificación de Cristo con una
vid, cuyos sarmientos son sus discípulos: «Yo soy la vid verdadera y mi
Padre es el viñador... Yo soy la vid; vosotros los sarmientos»
(/Jn/15/05).
Los sarmientos, la comunidad de discípulos, gozan de la misma
naturaleza de la vid, que es Cristo. En El estamos injertados y Él es
quien nos comunica la vida, porque toda la iniciativa es suya. Sin Él
nada es posible. Acoger su vida consiste en ser receptivos al amor,
que es su regalo, y a su palabra, que es espíritu vital 13.
La señal de estar unidos a Cristo, por la fe (que es la acogida de la
palabra) y por la caridad (que es el amor participado del Padre), es el
cumplimiento de sus mandatos, en particular del «mandamiento» por
antonomasia, el del amor fraterno.
El primer fruto de esta inserción vital en Cristo no puede ser otro que
un gozo indescriptible. Sólo en cuanto que estamos incorporados a la
savia de Cristo va a ser posible producir los frutos apetecidos y
abundantes 14, que sirven de pasaporte para los gozos eternos.
La Iglesia no es constituida por ningún poder terreno; es el poder de
Dios el que la erige, la consolida y la proyecta, según la palabra de
Cristo: «No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a
vosotros» (Jn 15,16). La savia de Cristo, que nos llega por estar
injertados en El y que se extiende hasta los ápices de cada sarmiento,
es el principio interior que anima a la Iglesia. Ni Pedro, ni Pablo, ni
Apolo. Sólo Cristo, con la unión amorosa al Padre, es la fuente de vida
de la Iglesia.
Curiosamente, la alegoría se rompe, en su exactitud biológica, desde
el momento en que a cada sarmiento se le concede la libertad para
seguir unido a la cepa o para desgajarse del tronco materno y
vivificante. Cada sarmiento tiene en sus ramas la capacidad de
arriesgarse a la independencia autosuficiente.
Ésta será campo abonado para la inutilidad y para la esterilidad. El
resultado final es catastrófico: el sarmiento se enmustia hasta secarse;
es amontonado en pilas, fuera del terreno de la viña; y su destino final
es el fuego que reduce a cenizas las soberbias humanas.
El sarmiento de la cepa mediterránea crece, generalmente, pegado
a la tierra; por ella serpentea, buscando el rincón exacto en que
dejarse caer, para mejor cobijar sus pámpanos y para preparar la cuna
apropiada al fruto de sus uvas sabrosas. Es violentar, aunque de
forma legítima, el significado de la alegoría que presenta a la Iglesia
con vocación de inserción en esta tierra, en fidelidad a la cepa que se
abaja a los infiernos de este mundo. La Iglesia es enviada a
arrastrarse por los recovecos terrenos, a fin de llevar, a cada palmo de
tierra, la alegría de saberse parte cooperante en la extensión del Reino
de Dios.
La Iglesia es invitada a entusiasmarse con la vitalidad de la uva
nueva, que es acogida amorosamente en su seno, en apariencia árido
e improductivo. Así, la comunidad cristiana, unida a Cristo y con la
potencia de su encarnación, «derrama su luz reflejada en cierto modo
sobre todo el mundo, especialmente en cuanto que sana y eleva la
dignidad de la persona humana, fortalece la consistencia de la
sociedad de los hombres e impregna de sentido y de más profunda
significación la actividad cotidiana de los seres humanos» (GS 40).
De este modo, los discípulos de Cristo, como sarmientos injertados
en Él, disponemos a ser el canal por el que transita la savia divina.
Esta será la que haga posible el crecimiento y la maduración de la uva
que ha de servir para aderezar el banquete final del Reino.
El vino de la última mesa
La Iglesia, que es sarmiento, es también cosecha de Dios, uva
abundante, que preanuncia los vinos de solera que se consumirán,
entre algazara, en el banquete de los cielos nuevos 15.
La condición de la Iglesia, pues, es la de convertirse, a lo largo del
tiempo, en uva triturada. Como pies mercenarios pisan los racimos, así
los poderes de este mundo se encargarán de atentar contra la
integridad de la comunidad cristiana. Serán evidencias del poder del
mal, pero, ante todo, serán purificaciones de los deslices de una Iglesia
que estará tentada permanentemente de asimilarse a las instituciones
de este mundo.
Las persecuciones serán los estipendios que ha de pagar una
comunidad cuyo destino es ser la pequeña criada del Reino. Ésta
carga sobre sus espaldas con el trabajo de mantener la identidad de la
casa y de ir envejeciendo hasta la muerte, para que todos puedan
tener acceso a un hogar gratificante.
En torno a la mesa, y a su tiempo, se podrá degustar el vino bueno,
elaborado, según el proyecto divino, no sólo con las capacidades
eclesiales, sino, ante todo, con el propio ser de la comunidad, inmolado
en el altar sacrificial de cada día y destinado a adornar el Banquete
final.
La Iglesia en el mundo, como las uvas prensadas, ha de someterse a
un proceso que no es precisamente de disgregación, sino de
transformación. Las circunstancias temporales, como «signos de los
tiempos», verdadero «lugar teológico», fuerzan a la comunidad
cristiana a repensar continuamente si es fiel a la voluntad de su
Fundador en planteamientos y acciones, y si está respondiendo
adecuadamente a las necesidades de las personas y de las
instituciones contemporáneas.
Este camino de lealtades habrá de ser recorrido con el dolor de la
agitación interior y con la incomprensión de quienes, desde fuera (y a
veces desde dentro), sólo aciertan a manejar esquemas existenciales
de este mundo. Será un proceso continuado de verdadera agonía
(lucha), que contribuirá a aparcar la ganga mundana que haya podido
agregarse, con el correr del tiempo, a la Iglesia. Por este camino, la
Iglesia recompondrá el vino de pureza primigenia que la constituye y
consolida en la identidad de nueva criatura, invitada, por gratuidad
divina y docilidad propia, a engalanar la mesa dispuesta por el amor de
Dios.
La Iglesia, vino extraído de la tierra, adquiere la categoría de ser
vino nuevo para la Mesa de las Bodas del Cordero cuando en la
Eucaristía mezcla su humanidad con la divinidad de Cristo. Entonces,
ese mismo vino se convierte en el alimento que proyecta a la Iglesia,
empapada en él, a seguir repitiendo el mismo camino, una y otra vez.
La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia; de este
modo, el vino humano, unido al divino, es homenaje de acción de
gracias al Padre y es lluvia de regocijo y de fecundidad para las
sequías de esta tierra.
La Iglesia, a la vez viña, viñadora y vino, será la que conduzca de la
mano a los pequeños de esta tierra, para llevarlos a la Mesa, cuyo
mantel, lavado en la sangre del Cordero, ha sido colocado por el
mismo Dios Padre. Allí, en fiesta interminable, se consumirá en
fraternidad universal el vino nuevo, nacido de la única vid que es Cristo
y elaborado con las uvas trituradas de una Iglesia martirial.
El lagar
El cosechero, que es Dios, elige a la Iglesia como si de un lagar se
tratase 16. En su ámbito se recoge la uva de toda la tierra, que ha de
ser prensada. En los tórculos de madera se significa la cruz de Cristo
17. Él es quien hace posible alcanzar la esperada cosecha del mosto,
que ha de convertirse en la autenticidad del amor 18.
El lagar, que es un espacio de purificación dolorosa y de
transformación esperanzada 19, aparece, sin embargo, como un lugar
irrelevante. El protagonismo es de la prensa y de la uva.
El lagar místico se limita a dar cobijo a la maravilla que se obra en el
suelo de sus pizarras añosas y grises. Asi es la Iglesia.
Su condición sacramental, por una parte, alberga la fuerza de Cristo,
que, por medio del dolor y de la muerte, es capaz de repartir vida y
felicidad.
Su pertenencia a esta tierra, por otra, le permite, sin estridencias,
establecerse como bodega atrayente, a la que pueden ser conducidos
todos los frutos de los viñedos humanos. Sea cual sea la calidad de
sus racimos, todos podrán convertirse en el vino bueno, el cual se
elabora con ayuda de la sangre de Cristo, derramada en el árbol de la
cruz.
La túnica del Cordero, teñida de rojo, «como la del que pisa el
lagar», es, para la Iglesia, bandera de enganche, que anuncia la fuerza
liberadora de Dios y en la que figura el verdadero nombre propio de
quien la lleva: el Rey de reyes y el Señor de señores 20.
........................
1. Cf. Is 5,7.
2. Cf Mt 21,33ss.
3. Cf. Is 5,2.
4. Cf Sal 80,9-12.
5. Cf. Núm 13,23.
6. Cf. Is 5,2.
7. Cf. Jer 2,21.
8. Cf. Mt 21,33-39; Mc 12,1ss; Lc 20,9ss.
9. Cf. Is 5,5-6; Sal 80,13-14.
10. Cf. Mt 21,43; Rom 11,5.
11. Cf. 2 Tim 2,6.
12. Cf. Mt 24,45; 25,21ss; Lc 12,37.43.
13. Cf. Jn 6,63.
14. Cf. Jn 15, 1-12.
15. Cf. Is 25,6.
16. Cf. Is 5,1s.
17. Cf. Ap 14,19ss.
18. Cf. Ef 14,15.
19. Cf. Ap 19,15.
20. Cf Is 63,1ss; Ap 19,15-16.
ANTONIO
TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997