LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
CAPITULO I.
Israel de Dios
El primer éxodo
El segundo éxodo
El tercer éxodo
La nueva Jerusalén
CAPÍTULO I
ISRAEL DE DIOS
¿Recuerdas, Iglesia mia, tus orígenes remotos, cuando puse en tu
memoria la capacidad para descubrir el significad0 profundo que tuvo,
en la historia, aquel pueblo que Yo saqué de los lomos de Abraham y
de los grilletes del Faraón
Aquella nación de Israel, de dura cerviz, iba a ser, sin embargo, mi
pueblo. Puse mi mirada en aquella gente y me di a conocer como el
único Dios que señorea cielos y tierra. Ningún mérito tenían. Como
respuesta, por su parte, tan sólo les pedí que dejaran su tierra, se
pusieran en camino y depositaran en Mí su total confianza.
Fui Yo quien los elegí, por pura gratuidad, para que fueran míos y Yo
fuera suyo. A pesar de ser una comunidad humana insignifrante,
perdida en medio de las grandes civilizaciones antiguas, en ellos y con
ellos iba a obrar maravillas. Nada tenían en su pasado de arameos
errantes que los hiciera merecedores de predilección alguna. Su
patrimonio era la trashumancia; su patria era la tienda que cada
atardecer plantaban en lugar diferente; sus bienes eran unas cabezas
de ganado que pastaban en tierra de nadie; su norte era la
supervivencia; sus divinidades eran las fuerzas naturales que les
permitían respirar cada madrugada.
En mis designios providentes estaba el plan de recuperar al género
humano de toda la miseria en que había caído, por su falta de
sensibilidad para entender mis amorosas caricias. Aquel pueblo, sin
atractivo alguno, iba a ser el depositario de la Alianza, de mi Alianza, la
que quería firmar con toda la raza humana, que Yo había creado y
acunado, como si de la niña de mis ojos se tratara.
Sus afanes terrenos los llevaron a estrenar nuevas esclavitudes.
Con las manos encallecidas por el amasado del barro de las orillas del
Nilo y con las espaldas amoratadas por el látigo de la crueldad egipcia,
clamaron de nueva a Mí y Yo los escuché. Suscité de entre ellos a un
tal Moisés, a quien Yo había sacado de las aguas, para ser el guía de
aquel pueblo, que iba a emprender el camino hacia la libertad.
Mi ángel pasó, con celeridad y poder, y rompió las cadenas a que
estaba sometido mi pueblo. Volví a recordarles la Alianza y la firmamos
en torno a un Cordero y a su sangre derramada, en el primer plenilunio
de la primavera. Lo comieron en disposición de marcha, de pie, con el
manto remangado, las sandalias puestas y el cayado en la mano. Lo
comieron en actitud de pobreza, aderezado con pan ácimo y hierbas
amargas1. Lo comieron fiándose de mi palabra, que nunca vuelve a mi
boca de vacío.
Asi los conduje con mi mano, victoriosamente, contra toda lógica
terrena y acabando con todas las estrategias humanas, hacia una
Tierra de Promisión, donde podrían, por fin, constituir un reino de
Profetas, Sarerdotesy Reyes.
El primer éxodo
Pero el camino iba a ser largo. Necesitaban desprenderse de
nostalgias, afianzarse como pueblo, purificar intenciones y renovar la
fe en Mí.
No les fue fácil en medio del desierto, aunque Yo estaba con ellos.
Más de una vez abjuraron de mi nombre. Añoraron la engañosa
felicidad de un pasado servil; se rebelaron ante pequeños
contratiempos y carencias; murmuraron contra Mí y contra mis
elegidos; se dejaron invadir por la desesperanza, a pesar de que
habían visto mis obras2.
Sabían que, tras las montañas resecas, estaba la Tierra fértil; tenían
ante sus ojos unas orientaciones para afianzarse en su condición de
pueblo elegido; disfrutaban del milagro de mi cercanía, evidenciada en
alimentos inesperados y en aguas abundantes; gozaban de mi
presencia palpable en la nube que aleteaba sobre el Arca, la cual
contenía los tesoros de una liberación inmerecida. Pero no eran
capaces de sobrellevar los sobresaltos y las privaciones de un éxodo
que se prolongaba más de lo calculado por quienes se atribuían,
presuntuosamente, el prodigio de la liberación.
Pero Yo ya no podía abandonarlos. Había hipotecado mi palabra. Mi
condición no me permitía desdecirme. El éxodo tenía que llegar a su
fin. Aquel pueblo errante, acrisolado y purificado en mil soledades
buscadas, peregrino esforzado por vericuetos de desierto, restaurado
por el testimonio de los adelantados que habían pisado la Tierra
Prometida y se habían alimentado de sus frutos ubérrimos, cruzó las
aguas turbulentas de ríos desconoridosy tomó posesión, por fin, del
objeto de sus esperanzas, al amparo de gritos jubilosos y de sonido de
trompetas.
El segundo éxodo
Ya estaban en la tierra con que habíán soñado sus antepasados.
Pensaron que toda la utopía de mi Reino quedaba reducida a ser los
más fuertes, los más numerosos y los más ricos. En estas tareas se
emplearon durante siglos, con todo el ardor de quien se cree
autosuficiente y con todas las artimañas de quien todo lo fía a sus
propias capacidades.
De vez en cuando, la fuerza de quienes los rodeaban caía solare
ellos y los sometía a olvidadas humillaciones. Entonces, de nuevo,
volvían sus ojos arrepentidos hacia Mí, y Yo, que veía el dolor de mi
pueblo, arrancaba de la nada a hombres y mujeres que colocaba al
frente de unas huestes derrumbadas. Ponía mis palabras en su boca
y, con mi mano invisible, abajada al hombro de sólo trescientos3 o a la
boca de un niño que había sido capaz de adivinar mi llamada4,
rehabilitaba nombre y libertad de un pueblo al que me había prometido
como herencia y que, sin embargo, se prendaba, con facilidad, de
cualquier espejismo que le ofreciera efímeras seguridades.
Yo estaba permanentemente a su lado, como rey y como protector.
Pero aquel pueblo no quería ser menos que los pueblos de su entorno,
que cifraban su estabilidad en la entrega de su albedrío en manos de
seres mortales de cetro y corona. Transigí con ellos, me revestí de
paciencia y hasta me comprometí con una monarquía, a la que ungí
con el aceite de mejores tiempos. Pero todo era inútil.
Aquel pueblo, alejado de la memoria de las maravillas del pasado,
obradas por Mí en su favor, se lanzó a una carrera de infidelidades,
injusticias, rivalidades y crímenes. Aunque pretendíán tenerme
contento con palabrerías, sacrificios y ofrendas rituales, su corazón,
sin embargo, alejado de mi regazo, se iba haciendo progresivamente
de piedra.
Se imponía volver a la pureza primera, revivir los sentimientos de
orfandad y de dependencia, reandar los caminos de un éxodo
olvidado.
A mis diligencias por restaurar el amor primero, respondió un gigante
que venía del Norte, que arrambló con sueños de grandeza, redujo a
cenizas las soberbias y dispersó a mi pueblo, como un vendaval de
otoño desparrama las hojas del árbol que en primavera se había
sentido invencible.
De este modo, no sin el doloroso abandono, por parte de machos,
de mi casa y de mi ternura, se hizo posible que la piedad y la
misericordia, como las propias de una madre, se apoderaran de mis
entretelas. Escuché aquellas elegíás que, a orillas de los ríos de
Babilonia, clamaban, entre sollozos, por la Jerusalén perdida y quise
devolverlos al calor de la tierra y al amor de mis brazos.
Así lo hice. Pero ya nada fue igual. Habían sido demasiado sutiles
las trampas que los placeres babilónicos habían tendido a la mayor
parte de los míos. La carencia de libertad y la memoria de mis primores
se ahogaron en los agradables lagos artificiales del tener y del poder.
Sólo un pequeño resto fue capaz de desenredarse de los cantares
de sirenas, volver a ponerse en camino y unir manos y voluntades para
rehacer lo que sólo eran ruinas, bajo el consuelo que emanaba de los
escritos que guardaban la historia de mi predilección. Era lo más
exquisito de aquel pueblo, arrancado de la boca del león, como si de
dos patas o de la punta de una oreja se tratase5, quien se iba a
encargar de esperar y de preparar nuevas épocas y nuevas
maravillas.
Todo se encaminaba a la rehabilitación de las viejas promesas. Ya
iba abriendo brecha el convencimiento de que era Yo el único Señor
de la Historia y de que de Mí, y sólo de Mí, podía llegar una salvación
que nunca tuviera término y que alcanzara a todos los rincones de un
universo que gemía, como con dolores de parto, esperando la
liberación definitiva6.
El tercer éxodo
Entonces, «en la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), cuando el
susurro de la brisa de mi Espíritu había traído una época de quietud
histórica, me decidí a dar el paso decisivo en favor del olvidadizo
género humano. Envié a mi Hjo, «nacido de mujer, nacido bajo la Ley»
(Gál 4,4), a quien quise llamar Emmanuel («Dios-con-nosotros»), para
que quedara patente mi voluntad de estar para siempre contigo, mi
Iglesia, y con quienes estaban llamados, en ti, a formar parte de mi
familia.
Aquel resto de Israel, ya viejo pueblo, había ido purificando sus
criterios, que se acompasaban a los míos, y eran los «pobres» que se
fiaban ciegamente de mis propósitos y sostenían, en la faz de la tierra,
la esperanza.
Mi Hjo, a quien os di como hermano, se llamó Jesús de Nazaret y, no
sin resistencias y malentendidos, fue convocando a aquel residuo
humano y lo reconvirtió de nuevo en pueblo 7. Él llamó a quienes eran
mis elegidos, los arrancó de la esterilidad y del desamor, los puso en
disposición de nuevoa y último Exodo, y los fue componiendo en
unidad, arrancando de sus corazones y de sus apellidos las
dispersiones a que el misterio de iniquidad los había condenado8.
Aquel resto eras tú.
Te constituyó como Asamblea, al amor de su corazón dormido en
una Cruz, y te hizo espacio de reconciliación universal, aun a
sabiendas de que tu condición humana te iba a arrastrar, una y otra
vez, hacia nuevas idolatrías y nuevos distanciamientos.
Sin embargo, esos tumbos de mis planes nunca podrían ser
duraderos, porque mi Hijo, al volverse hacia Mí como vencedor del
último enemigo, la muerte, gracias a su entrega obediente, te había
regalado nuestro Espíritu de vida, de verdad, de consuelo y de unidad.
Ya nada ni nadie podría matar jamás tu condición de pueblo que
camina por la tierra con un solo corazón y una sola alma10 y al que Yo
levanto constantemente, en medio de las naciones, como baluarte de
esperanza.
La nueva Jerusalén
Sobre el monte Sión, de tantos recuerdos contradictorios para Mí y
para mis preferidos, a la sombra de un patíbulo, que representa el
fracaso de todos los proyectos humanos tendentes a edificar su propia
redención, erigí, con consistencia invencible, una nueva Jerusalén, mi
nueva y concluyente ciudad, en la que puse mis delicias y entre cuyos
muros habíais de habitar, sin temor alguno, tú y tus hijos, porque, con
la sangre de mi Elegido, firmé contigo un protocolo de Alianza nueva
que nadie podrá romper.
Esta nueva ciudad de Jerusalén, nacida de mi promesa, bordada con
primor por mi mano amorosa y sabia, es el regalo que Yo envío desde
arriba. Baja, como una novia ataviada con los mejores aderezos11l,
para ser madre fecunda y para engendrar hijos de libertad12. Esta
Jerusalén del cielo, resplandeciente de gloria13, eres tú.
Grabé mi nombre, a fuerza de luz en tus intimidades y puse mi marca
dominadora en los pilares de sus murallas, que ya eran las tuyas14.
De ellas emanarán, sin ocaso, nuevas armonías de paz que componen
un cántico nuevo nunca estrenado e imposible de entonar por quienes
no hayan querido obtener, en tu seno, cartas de cindadanía15.
Tú eres mi nuevo Israel, el pueblo que me escogí como heredad 16,
prefigurado en la comunidad humana que peregrinó en el primer
desierto17, integrado por los convocados santos de los últimos
tiempos18 y que tiene la encomienda de ofrecerme el culto espiritual
de vuestra propia identidad19.
Nadie queda excluido de poder traspasar tus murallas. Dentro de
ellas, se ofrecerá el espectáculo impensable del abrazo fraterno y total,
de los de lejos y de los de cerca20. Allí se me tributará un culto nuevo,
en espíritu y en verdad, desprendido de cualquier atisbo de otro
interés que no sea mi propia gloria. Esta tiene por objeto que tú y toda
la condición humana tengáis vida y la tengáis en abundancias, gracias
a la sangre de mi Hjo, derramada por vosotros y por todos los hombres
22.
Estos son tus orígenes, es tu propia historia y es tu destino. Haz
memoria de todo ello y aprende que todo ocurrió y fue escrito de forma
figurada 23.
En las peripecias de aquel pueblo que fui sacando, en sucesivos
éxodos, hacia el horizonte de la liberación, te has de ver como en un
espejo. Debes aprender, de mis fdelidades y de sus olvidos, el camino
que lleva a mi descanso 24. A éste tú y, en ti, todo el género humano
sois invitados y conducidos por mi ternura, que no tiene fin25.
........................
1. Cf. Ex 12,1ss.
2. Cf. Ex 17,1-7; Sal 95,8-9.
3. Cf. Jue 7,6.
4. Cf 1 Sam 3,10-11.
5. Cf. Am 3,12.
6. Cf. Rom 8,18ss.
7. Cf. 1 Pe 2,10.
8. Cf Jn 11,52.
9. Cf. SC 5.
10. Cf. Hech 2,44; 4,32.
11. Cf Ap 21,1-8.
12. Cf. Gál 4,24-26.
13. Cf Ap 21,2-3.10-14.
14. Cf. Ap 3,12; 22,5.
15. Cf. Ap 14,3.
16. Cf. Dt 10,8-9; 1 Re 8,51-53; Sal 16,5; Gál 6,16; Flp 3,3; Sant 1,1; Ap 7,4.
17. Cf. Hech 7,38.
18. Cf Rom 1,7; 1 Cor 1,2.
19. Cf. Rom 12,1.
20. Cf Jn 10,16; 12,20.32; Col 1,24; Ef 4,13.
21. Cf Jn 4,23; 10,10.
22. Cf. Ef 1,7; Col 1,20.
23. Cf. 1 Cor 10,6.11.
24. Cf. 1 Cor 10,6.
25. Cf. Sal 30; 41; 92; 118.
ANTONIO
TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997