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MAGISTERIO DE LA IGLESIA
1914-1939

BENEDICTO XV, 1914-1922

De la “Parusía” o del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo en las Epístolas del Apóstol San Pablo

[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 18 de junio de 1915]

I. Si para resolver las dificultades que ocurren en las Epístolas de San Pablo y en las de otros Apóstoles cuando se habla de la que llaman “Parusía”, o sea, del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, esté permitido al exegeta católico afirmar que los Apóstoles, si bien bajo la inspiración del Espíritu Santo no enseñan error alguno, expresan no obstante sus propios sentimientos humanos, en los que puede deslizarse error o engaño.

Resp.: Negativamente.

II. Si teniendo en cuenta la auténtica noción del cargo apostólico y la indudable fidelidad de San Pablo a la doctrina del Maestro, y también el dogma católico sobre inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, por el que todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia e insinúa debe tenerse como afirmado, enunciado e insinuado por el Espíritu Santo, bien pesados también los textos de las Epístolas del Apóstol, en si mismos considerados, perfectamente acordes con el modo de hablar del Señor mismo, es menester afirmar que el Apóstol Pablo nada absolutamente dijo en sus escritos que no concuerde perfectamente con aquella ignorancia del tiempo de la Parusía que el mismo Cristo proclamó ser propia de los hombres.

Resp.: Afirmativamente.

III. Si atendida la locución griega i1,u~s OL 'S~V7~S OL ~r6pLA~- 2] 7rO,U~VOL; pasada también la exposición de los Padres y ante todo la de San Juan Crisóstomo, versadísimo igualmente en su lengua patria, como en las Epístolas de San Pablo, es lícito rechazar, como traída de muy lejos y desprovista de sólido fundamento, la interpretación tradicional en las escuelas católicas (mantenida también por los innovadores del siglo XVI) que explica las palabras de San Pablo en el cap. 4 de la Epístola 1 a los tesalonicenses [v. 15-17], sin que en modo alguno implique la afirmación de una Parusía tan próxima que el Apóstol se cuente a sí mismo y a sus lectores entre los fieles que han de salir, sobrevivientes, al encuentro de Cristo.

Resp.: Negativamente.

De los cismáticos moribundos y muertos

[Respuestas del Santo Oficio a varios Ordinarios, de 17 de mayo de 1916]

I. Si a los cismáticos materiales que se hallan en el artículo de la muerte y piden de buena fe la absolución o la extremaunción, se les pueden conferir esos sacramentos sin abjuración de los errores.

Resp.: Negativamente; antes bien, se requiere que del modo mejor posible rechacen sus errores y hagan la profesión de fe.

II. Si a los cismáticos que se hallan en artículo de muerte y destituídos de sus sentidos, se les puede dar la absolución y la extremaunción.

Resp.: Bajo condición, afirmativamente, sobre todo si por las circunstancias es lícito conjeturar que por lo menos implícitamente rechazan sus errores; excluido, sin embargo, eficazmente, el escándalo, manifestando, por ejemplo, a los circunstantes que la Iglesia supone que en el último momento han vuelto a la unidad.

III. En cuanto a la sepultura eclesiástica, debe seguirse el Ritual Romano.

Del espiritismo

[Respuesta del Santo Oficio, de 24 de abril de 1917]

Si es licito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos.

Resp.: Negativamente a todo.

Código de Derecho Canónico

Del Código de Derecho Canónico, promulgado el 19 de mayo de 1918, citamos varios cánones en el Indice sistemático.

Acerca de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo

[Decreto del Santo Oficio, de 5 de junio de 1918]

Propuesta por la sagrada Congregación de Seminarios y Universidades la duda: Si pueden enseñarse con seguridad las siguientes proposiciones:

I. No consta que en el alma de Cristo, mientras Éste vivió entre los hombres, se diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores.

II. Tampoco puede decirse cierta la sentencia que establece no haber ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por ciencia de visión.

III. La opinión de algunos modernos sobre la limitación de la ciencia del alma de Cristo, no ha de aceptarse menos en las escuelas católicas que la sentencia de los antiguos sobre la ciencia universal.

Los Emmos. y Revmos. Sres. Cardenales Inquisidores Generales en materias de fe y costumbres, previo sufragio de los Señores Consultores, decretaron que debía responderse: Negativamente.

De la inerrancia de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de septiembre de 1920]

Con la doctrina de Jerónimo se confirman e ilustran de una manera egregia aquellas palabras con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, solemnemente declaró la antigua y constante fe de la Iglesia acerca de la absoluta inmunidad de las Escrituras respecto a cualesquiera errores: “Tan lejos está..” [véase 1951]. Y después de alegar las definiciones de los Concilios de Florencia y Trento, confirmadas en el del Vaticano, añade además lo siguiente: “Por eso poco importa... pues en otro caso no sería Él mismo el autor de la Sagrada Escritura entera” [v. 1952].

Aun cuando estas palabras de nuestro predecesor no dejan lugar a duda ni tergiversación alguna, doloroso es, sin embargo, Venerables Hermanos, que no hayan faltado no sólo de entre los que están fuera, sino también de entre los hijos de la Iglesia Católica y hasta —cosa que con más vehemencia desgarra nuestro corazón— de entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas disciplinas, quienes apoyados orgullosamente en su propio juicio han rechazado abiertamente u ocultamente combatido el magisterio de la Iglesia en esta materia. Cierto que aprobamos el designio de aquellos que para salir ellos y sacar a los demás de las dificultades del Sagrado Libro, buscan nuevos métodos y modos de resolverlas, apoyándose en todos los auxilios de los estudios y de la crítica; pero míseramente se descaminarán de su intento, si descuidaren las enseñanzas de nuestro antecesor y traspasaren las fronteras ciertas y los límites establecidos por los Padres [Prov. 22, 28]. A la verdad, no se encierra en esas enseñanzas y límites la opinión de aquellos modernos que, introduciendo la distinción entre el elemento primario o religioso de la Escritura, y el secundario o profano, quieren, en efecto, que la inspiración misma se extienda a todas las sentencias y hasta a cada palabra de la Biblia, pero coartan o limitan sus efectos y, ante todo, la inmunidad de error y absoluta verdad, al elemento primario o religioso. Sentencia suya es, en efecto, que sólo lo que a la religión se refiere es por Dios intentado y enseñado en las Escrituras; pero lo demás, que pertenece a las disciplinas profanas y sólo sirve a la doctrina revelada como de una especie de vestidura exterior de la verdad divina, eso solamente lo permite y lo deja a la flaqueza del escritor. Nada tiene, pues, de extraño que en materias físicas e históricas y otras semejantes, haya en la Biblia muchas cosas que no puedan en absoluto componerse con los adelantos de nuestra edad en las buenas artes. Hay quienes pretenden que estos delirios de opiniones no pugnan en nada contra las prescripciones de nuestro predecesor, como quiera que declaró éste que en las cosas naturales el hagiógrafo habla según la apariencia externa, ciertamente falaz [v. 1947]. Pero cuán temeraria, cuán falsamente se afirme eso, manifiestamente aparece por las palabras mismas del Pontífice...

No disienten menos de la doctrina de la Iglesia... quienes piensan que las partes históricas de las Escrituras no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa y en la opinión concorde del vulgo; y esto no temen deducirlo de las palabras mismas del Pontífice León, como quiera que éste dijo poderse trasladar a las disciplinas históricas los principios establecidos sobre las cosas naturales [v. 1949]. Consiguientemente pretenden que, así como en lo físico hablaron los hagiógrafos según lo que aparece; así refieren sucesos sin conocerlos, tal como parecia que constaban por la común sentencia del vulgo o por los falsos testimonios de los otros, y que ni indicaron las fuentes de su conocimiento ni hicieron suyos los relatos de los otros. ¿A qué prodigarnos en refutar una cosa que es patentemente injuriosa a nuestro antecesor, falsa y llena de error? Porque, ¿qué tiene que ver la historia con las cosas naturales, cuando la física versa sobre lo que “sensiblemente aparece” y debe por tanto concordar con los fenómenos, y la ley principal de la historia es, por lo contrario, que lo escrito ha de convenir con los hechos, tal como realmente se realizaron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo permanecerá incólume aquella verdad inmune de toda falsedad en la narración sagrada, verdad que nuestro predecesor en todo el contexto de su Carta declara debe mantenerse? Y si afirma que puede provechosamente trasladarse a la historia y disciplinas afines lo que tiene lugar en lo físico, eso no lo estableció ciertamente de modo general, sino que aconseja solamente que usemos de método semejante para refutar las falacias de nuestros adversarios y defender de sus ataques la fe histórica de la Sagrada Escritura...

No le faltan a la Escritura Santa otros detractores; nos referimos a quienes de tal manera abusan de principios de suyo rectos, con tal de que se contengan dentro de ciertos límites, que destruyen los fundamentos de la verdad de la Biblia y socavan la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres.

Si aun viviera, sobre ellos dispararía Jerónimo aquellos acérrimos dardos de su palabra, pues, sin tener en cuenta el sentir y juicio de la Iglesia, acuden con demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las narraciones sólo aparentemente históricas; o pretenden encontrar en los Sagrados Libros ciertos géneros literarios, con los que no puede componerse la integra y perfecta verdad de la palabra divina; o tales opiniones profesan sobre el origen de la Biblia que se tambalea o totalmente se destruye su autoridad. Pues, ¿qué sentir ahora de aquellos que en la exposición de los mismos Evangelios, de la fe a ellos debida, la humana la disminuyen y la divina la echan por tierra? En efecto, lo que nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo, no creen haya llegado a nosotros integro e inmutable, por aquellos testigos que religiosamente pusieron por escrito lo que ellos mismos vieron y oyeron; sino que —particularmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere— parte procedió de los Evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, parte se compuso de la narración de los fieles de otra generación...

Pues ya, Venerables Hermanos, no vaciléis en llevar a vuestro clero y pueblo lo que en este décimoquinto centenario de la muerte del Doctor máximo hemos comunicado con vosotros, a fin de que todos, bajo la guía y patronazgo de Jerónimo, no sólo mantengan y defiendan la doctrina católica sobre la inspiración divina de las Escrituras, sino que sigan también cuidadosísimamente los principios que en la Carta Encíclica Providentissimus Deus y esta nuestra están prescritos...

De las doctrinas teosóficas

     [Respuesta del Santo Oficio, de 18 de julio de 1919]

Si las doctrinas que llaman hoy día teosóficas pueden conciliarse con la doctrina católica, y por tanto, si es licito dar su nombre a las sociedades teosóficas, asistir a sus reuniones y leer sus libros, revistas, diarios y escritos. Resp.: Negativamente en todo.

 

PIO XI 1922-1939

De la relación entre la Iglesia y el Estado

[De la Encíclica Ubi arcano, de 23 de diciembre de 1922]

Y si la Iglesia mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo de estos negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con propio derecho se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto, o para oponerse de cualquier manera a aquellos bienes más elevados en que se cifra la salvación eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con leyes y mandatos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de la Iglesia misma o finalmente para conculcar los sagrados derechos de Dios mismo en la sociedad civil.

De la ley y modo de seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino

[De la Encíclica Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923]

Nos, empero, queremos que todo cuanto nuestros predecesores y, ante todo, León XIII y Pío X decretaron, y Nos mismo el año pasado mandamos, cuidadosamente lo atiendan e inviolablemente lo guarden aquellos señaladamente que en las escuelas de los clérigos desempeñan el magisterio de las disciplinas superiores. Y persuádanse estos mismos que no sólo cumplirán con su deber, sino que llenarán también nuestros votos, si empezaren ellos por amar ardientemente al Doctor Aquinatense, a fuerza de revolver día y noche sus escritos, y comunicaren luego ese ardiente amor a sus alumnos, al interpretar al mismo Doctor, y los vuelven idóneos para excitar también en otros esa misma afición.

Es decir, que entre los amadores de Santo Tomás, cual es bien que lo sean todos los hijos de la Iglesia que se dedican a los mejores estudios, Nos deseamos que se dé aquella honesta emulación dentro de la justa libertad, de donde procede el progreso de los estudios; pero no detracción alguna que no favorece a la verdad y únicamente vale para romper los lazos de la caridad. Sea, pues, cosa santa para cada uno lo que en el Código de derecho canónico se manda, a saber, que “los profesores traten absolutamente los estudios de la filosofía racional y de la teología, y la instrucción de los alumnos en estas disciplinas según el método, doctrina y principios del Doctor Angélico y sosténganlos religiosamente”; y aténganse todos de modo tal a esta norma, que puedan llamarle verdaderamente su maestro. Pero no exijan unos de otros más de lo que de todos exige la Iglesia, maestra y madre de todos; pues en aquellas materias en que se disputa en contrario sentido en las escuelas católicas entre los autores de mejor nota, a nadie se le ha de prohibir que siga aquella sentencia que le pareciere más verosímil.

De la reviviscencia de los méritos y de los dones

[De la Bula del jubileo Infinita Dei misericordia, de 2 de mayo de 1924]

Lo que se daba entre los hebreos el año sabático, que, recuperados sus bienes, que habían pasado a propiedad de otros, volvían a su antigua posesión, y que los siervos volvían libres a la familia primitiva [Lev. 25, 10] y que se perdonaban las deudas a quienes debían, todo eso sucede y se cumple con más facilidad entre nosotros en el año de expiación. Todos aquellos, en efecto, que con espíritu de penitencia, cumplan, durante el magno jubileo, los saludables mandatos de la Sede Apostólica, reparan y recuperan integramente aquella abundancia de méritos y dones que pecando perdieron y se eximen del aspérrimo dominio de Satanás, para adquirir nuevamente aquella libertad con que Cristo nos liberó [Gal. 4, 31], y finalmente quedan absueltos plenamente, en virtud de los méritos copiosísimos de Jesucristo, de la B. Virgen Maria y de los Santos, de todas las penas que habían de pagar por sus culpas y pecados.

De la realeza de Cristo

[De la Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925]

Ahora bien, en qué fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro Señor, convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: “De todas las criaturas, para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación, no por haberla arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino por su misma esencia y naturaleza”; es decir, su realeza se funda en aquella maravillosa unión que llaman hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino que también ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, es decir: aun por el solo título de la unión hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas. Mas por otra parte, ¿qué pensamiento más grato ni más dulce podemos tener que el de que Cristo impere sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho adquirido, es decir, por el de redención? ¡Ojalá, en efecto, los hombres todos, tan olvidadizos, recordaran cuánto le hemos costado a nuestro Salvador: Porque no habréis sido comprados con oro o plata corruptibles, sino con la sangre de Cristo, como de cordero inmaculado y sin tacha [1 Petr. 1, 18-19]. Ya no somos nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a alto precio [1 Cor. 6, 20]; nuestros mismos cuerpos, son miembros de Cristo [Ibid. 15].

Ahora bien, para declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este principado, apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder, careciendo del cual apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más que sobradamente los testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras acerca del imperio universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con fe católica que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en quien confíen y, al mismo tiempo, como legislador a quien obedezcan [Concilio de Trento, sesión n, Can. 21; v. 831]. Ahora bien, los Evangelios no tanto nos cuentan que Él dio leyes, cuanto nos lo presentan dándolas; y quienes esos preceptos guardaren, esos dice el divino Maestro, unas veces con unas, otras con otras palabras, que le probarán el amor que le tienen y que permanecerán en su amor [Ioh. 14, 15; 15, 10]. Que la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el mismo Jesús lo proclama ante los judíos que le echan en cara la violación del descanso del sábado por la maravillosa curación de un hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga a nadie, sino que todo juicio lo dio al Hijo [Ioh. 5, 22]. Y en él se comprende, por ser cosa inseparable del juicio, el imponer por propio derecho premios y castigos a los hombres, aun mientras viven. Y hay, en fin, que atribuir a Cristo el poder que llaman ejecutivo, como quiera que a su imperio es menester que obedezcan todos, y ese poder justamente unido a la promulgación, contra los contumaces, de suplicios a que nadie puede escapar.

Sin embargo, que este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual pertenezca muéstranlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos alegado de la Biblia, y confirmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo Señor mismo. Porque fue así que en más de una ocasión, como los judíos y hasta los mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de reivindicar la libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, Él les quitó y arrancó esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser proclamado rey por la confusa muchedumbre de los que le admiraban, Él rehusó ese nombre y honor, huyendo y escondiéndose; y ante el presidente romano proclamó que su reino no era de este mundo [Ioh. 18, 36]. Tal se nos propone ciertamente en los Evangelios este reino, para entrar en el cual los hombres han de prepararse haciendo penitencia, y no pueden de hecho entrar si no es por la fe y el bautismo, sacramento este que, si bien es un rito externo, significa y produce, sin embargo, la regeneración interior; opónese únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus seguidores no sólo que, desprendido su corazón de las riquezas y de las cosas terrenas, ostenten mansedumbre de costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Y habiendo Cristo adquirido la Iglesia, como Redentor, con su sangre, y habiéndose, como Sacerdote, ofrecido a si mismo como victima por los pecados y siguiendo perpetuamente ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia dignidad ha de revestir y participar la naturaleza de aquellos dos cargos de Redentor y Sacerdote?

Torpemente, por lo demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio sobre cualesquiera cosas civiles, como quiera que Él tiene de su Padre un derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas bajo su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se abstuvo en absoluto de ejercer semejante dominio y, como entonces despreció la posesión y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus posesores y se las deja ahora. Y aquí puede muy bellamente aplicarse aquello de que: “No quita los reinos mortales, quien da los celestiales” [Himno Crudelis Herodes del oficio de la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro Redentor comprende a todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente nuestras las palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII: “Es decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico, ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen ciertamente de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus opiniones los lleve extraviados, o la disensión los separe de la caridad; sino que comprende también cuantos entran en el número de los que carecen de fe cristiana, de suerte que con toda verdad está en la potestad de Cristo toda la universidad del género humano” [Encíclica Annum sacrum, de 25 de mayo de 1899]. Y en este punto no hay diferencia alguna entre los individuos y las sociedades domésticas y civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no están menos en poder de Cristo que individualmente.

La misma es, a la verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no hay en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 12]; el mismo es, tanto para los ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el autor de la prosperidad y de la auténtica felicidad: “Porque no es el Estado feliz de otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es el Estado que la concorde muchedumbre de los hombres.” No rehusen, pues, los rectores de las naciones prestar al imperio de Cristo, por si y por su pueblo, público homenaje de reverencia y sumisión, si es que de verdad quieren, mantenida incólume su autoridad, promover y acrecentar la prosperidad de la patria.

Del laicismo

   [De la misma Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1935]

Pues ya, al mandar que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del nombre católico, por ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos presentes y pondremos un remedio principal a la peste que ha inficionado a la sociedad humana.

Peste de nuestra edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y criminales intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas las naciones; se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo de Cristo, de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden, ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a poco, fue igualada la religión de Cristo con las falsas religiones y puesta con absoluto indecoro en su mismo género; se la sometió después al poder civil y se la dejó casi al arbitrio de gobernantes y magistrados. Aún pasaron más allá quienes pensaron que la religión divina debía ser sustituida por una religión natural, por una especie de movimiento natural del alma. Y no han faltado Estados que han creído podían pasar sin Dios, y que su religión consistía en la impiedad y en el abandono de Dios.

Del “Comma lohanneum”

[Del Decreto del Santo Oficio, de 13 de enero de 1897 y la Declaración del Santo Oficio,                        de 2 de junio de 1927]

A la pregunta: “Si puede negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en duda que sea auténtico el texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5, vers. 7, que dice así: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: El Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una sola cosa”; se respondió el 13 de enero de 1897: Negativamente.

Sobre esta respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración, dada ya desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego muchas veces repetida, la cual se ha hecho de derecho público por autorización del mismo Santo Oficio en el EB 121:

“Este decreto fue dado para reprimir la audacia de los doctores particulares que se arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en duda en último juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum. Pero no quiso en manera alguna impedir que los escritores católicos investigaran más a fondo el asunto, y pesados cuidadosamente los argumentos de una y otra parte con la moderación y templanza que requiere la gravedad de la cosa, se inclinaran a la sentencia contraria a la genuinidad, con tal que declararan que están dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia, a la que fue por Jesucristo encomendado el cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras, sino también el de custodiarlas fielmente.

De las reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos

[Del Decreto del Santo Oficio, de 8 de julio de 1927]

Si es licito a los católicos asistir o favorecer las reuniones, asociaciones, congresos o sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos reclaman para sí de un modo u otro el nombre de cristianos se unan en una sola alianza religiosa.

Resp.: Negativamente, y hay que atenerse totalmente al Decreto publicado por esta misma Suprema S. Congregación el día 4 de julio de 1919 Sobre la participación de los católicos en la sociedad “para procurar la unidad de la cristiandad”.

Del nexo de la sagrada Liturgia con la Iglesia

[De la Constitución Apostólica Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]

Habiendo la Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la santidad del culto divino, a ella le toca ciertamente —salvo la sustancia del sacrificio y de los sacramentos—, mandar aquellas cosas, a saber: ceremonias, ritos, fórmulas, preces, canto, por las que ha de regirse de la mejor manera aquel augusto y público ministerio, cuyo nombre peculiar es Liturgia, como si dijéramos, la acción sagrada por excelencia. Y cosa, a la verdad, sagrada es la Liturgia, pues por ella nos levantamos a Dios y con Él nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos obligamos a Él con gravísimo deber por los beneficios y auxilios recibidos, de los que perpetuamente estamos necesitados. De ahí el intimo parentesco entre la sagrada Liturgia y el dogma, así como entre el culto cristiano y la santificación del pueblo. Por eso Celestino I creía ver expresado el canon o regla de la fe en las fórmulas venerandas de la Liturgia. Dice efectivamente: “La ley de creer ha de establecerla la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de los pueblos santos desempeñan la delegación que les ha sido encomendada, representan ante la clemencia divina la causa del género humano, y piden y suplican, a par que con ellos gime la Iglesia entera” [v. 139].

De la masturbación procurada directamente

[Del Decreto del Santo Oficio, de 2 de agosto de 1929]

Si es licita la masturbación directamente procurada para obtener esperma con que se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la blenorragia.

Resp.: Negativamente.

De la educación cristiana de la juventud

[De la Encíclica Divini illius magistri, de 31 de diciembre de 1929]

Puesto que toda la razón de la educación se dirige a aquella formación del hombre que éste debe conseguir en esta vida mortal para alcanzar el fin supremo a que fue destinado por su Creador, es evidente que, como no puede haber educación verdadera alguna que no se enderece toda al fin último; así, en el presente orden de las cosas, establecido por la providencia de Dios, es decir, después que Él mismo se reveló en su Unigénito, único que es camino, verdad y vida [Ioh. 14, 6], no puede darse educación plena y perfecta, sino la que se llama cristiana..

La misión de educar pertenece necesariamente a la sociedad, no a los individuos en particular. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas entre sí, pero, por voluntad de Dios, armónicamente unidas, en que el hombre queda inscrito desde su nacimiento: dos de ellas, es decir, la doméstica y la civil, de orden natural, la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. El primer lugar lo ocupa la sociedad doméstica, que por haber sido instituída y dispuesta por Dios mismo para este fin propio, que es la procreación y educación de los hijos, antecede por su naturaleza y, consiguientemente, por derechos a ella propios, a la sociedad civil.

Sin embargo, la familia es sociedad imperfecta, precisamente porque no está dotada de todos los medios para conseguir, de modo perfecto, su fin nobilísimo; en cambio, la sociedad civil, por disponer de todo lo necesario para el fin a que está destinada, que es el bien común de esta vida terrena, es sociedad en todos aspectos absoluta y perfecta, y, por esta causa, aventaja a la comunidad familiar que precisamente sólo en la sociedad civil alcanza segura y debidamente su objeto. En fin, la tercera sociedad en que los hombres entran, por el lavatorio del bautismo y la vida de la gracia divina, es la Iglesia, sociedad ciertamente sobrenatural, que abraza a todo el género humano, y es en si misma perfecta, por disponer de todos los medios para alcanzar su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y, por ende, suprema en su orden.

Síguese de aquí que la educación que abarca a todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia divina, pertenece igualmente a estas tres sociedades necesarias, en una medida proporcional y correspondiente al fin propio de cada una, según el orden actual de la providencia, por Dios establecido.

Y en primer lugar y de manera eminente, la educación pertenece a la Iglesia, por doble titulo de orden sobrenatural que Dios le concedió exclusivamente a ella y, por tanto, absolutamente superior y más fuerte que cualquier otro títuIo de orden natural.

La primera razón de este derecho se funda en la suprema autoridad y misión del magisterio que su divino Fundador confió a la Iglesia por estas palabras: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la Tierra. Marchad, pues, y enseñad... hasta la consumación del tiempo [Mt. 28, 18-20]. A este magisterio otorgó Cristo Señor la inmunidad de todo error, juntamente con el mandato de enseñar su doctrina a todos los hombres; por lo cual, “la Iglesia ha sido constituida por su divino Autor columna y fundamento de la verdad, para enseñar a todos los hombres la fe divina y guardar su depósito, a ella confiado, integro e inviolado, y formar y dirigir a los hombres, sus asociaciones y acciones, a la honestidad de costumbres e integridad de la vida, conforme a la norma de la doctrina revelada”.

La segunda razón de su derecho nace de aquel sobrenatural oficio de madre, por el que la Iglesia, esposa purísima de Cristo, reparte a los hombres la vida de la gracia y la alimenta y acrece con sus sacramentos y enseñanzas. Con razón, pues, afirma San Agustín: “No tendrá a Dios por padre, quien no quisiere tener a la Iglesia por madre”...

La Iglesia, consiguientemente promueve las letras, las ciencias y las artes, en cuanto son necesarias o útiles para la educación cristiana y para toda su labor de la salud de las almas, aun fundando y sosteniendo escuelas e instituciones propias, donde se enseñe toda disciplina y se dé entrada a todo grado de erudición. Ni ha de tenerse por ajena a su maternal magisterio la que llaman educación física, como quiera que también ella es tal que puede aprovechar o dañar a la educación cristiana.

Esta acción de la Iglesia en todo género de cultura, así como cede en sumo provecho de las familias y naciones, que sin Cristo caminan a su ruina —como rectamente observa San Hilario: “¿Qué hay más peligroso para el mundo que no recibir a Cristo?”—, así no trae inconveniente alguno a las ordenaciones civiles de estas cosas; pues la Iglesia, como madre que es prudentísima, no sólo no se opone a que sus escuelas e instituciones para la educación de los seglares se conformen en cada nación a las legitimas disposiciones de los gobernantes, sino que está dispuesta en todo caso a ponerse de acuerdo con éstos y resolver, de común consejo, las dificultades que pudieran surgir.

Tiene además la Iglesia no sólo el derecho, de que no puede abdicar, sino el deber, que no puede abandonar, de vigilar sobre toda educación que a sus hijos, los fieles, se dé en cualquier institución pública o privada, no sólo en cuanto a la doctrina religiosa que en ellas se enseñe, sino también respecto a toda otra disciplina y reglamentación de las cosas, en cuanto están relacionadas con la religión y la moral...

Con este principal derecho de la Iglesia, no sólo no discrepan, sino que absolutamente están de acuerdo los derechos de la familia y del Estado y hasta los mismos derechos que cada ciudadano tiene en lo que atañe a la justa libertad de la ciencia y de los métodos de investigación científica y, finalmente, de cualquier cultura profana. Efectivamente, para declarar desde luego la causa y origen de esta armonía, tan lejos está el orden sobrenatural, en que se fundan los derechos de la Iglesia, de destruir o mermar el orden natural a que pertenecen los otros derechos que hemos mencionado, que, por lo contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de los dos órdenes presta al otro un auxilio y como complemento, proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, como quiera que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo: Las obras de Dios son perfectas y todos sus caminos justicia [Deut. 32, 4].

Lo mismo se verá más claramente si consideramos separadamente y más de cerca la misión que en orden a la educación incumbe a familia y a Estado.

Y ante todo, con la misión de la Iglesia concuerda maravillosamente la misión de la familia, como quiera que una y otra proceden de Dios de modo muy semejante. Porque Dios, en el orden natural, comunica can la familia de modo inmediato su fecundidad, principio de vida y, por ende, principio de educación para la vida, juntamente con la autoridad, principio de orden.

A este propósito, dice el Doctor Angélico con la perspicacia y la precisión que acostumbra: “El padre carnal participa particularmente de la razón de principio, que de modo universal se halla en Dios... El padre es principio de la generación, de la educación, de la disciplina y de todo lo que atañe a la perfección de la vida humana”.

Tiene consiguientemente la familia inmediatamente del Creador la misión, y por ende, el derecho, de educar a la prole; derecho, ciertamente, que no puede por una parte renunciarse, por ir unido a un gravísimo deber, y es por otra anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y, por esta causa, a ninguna potestad de la tierra es licito infringirlo...

De esta misión educativa que compete en primer término a la Iglesia y a la familia, no sólo dimanan, como hemos visto, máximas ventajas a la sociedad entera, sino que ningún daño puede venir a los verdaderos y propios derechos del Estado en orden a la educación de los ciudadanos. Estos derechos se conceden por el autor mismo de la naturaleza a la sociedad civil, no por titulo de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, sino por razón de la autoridad que tiene para promover el bien común en la tierra, que es ciertamente su propio fin.

De aquí se sigue que la educación no pertenece de manera igual a la sociedad civil que a la Iglesia y a la familia, sino manifiestamente de otra manera, que responda a su fin propio. Ahora bien, este fin, que es el bien común en el orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada ciudadano gozan en el ejercicio de sus derechos, y juntamente en la máxima abundancia que sea posible en esta vida mortal, de las cosas, espirituales y perecederas, que se debe alcanzar con el esfuerzo y acuerdo de todos. Doble es, pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y promover, pero en manera alguna absorber y suplantar a la familia y a los individuos.

Por tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor decir, es deber del Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la familia, que antes hemos recordado, es decir, el de educar cristianamente a la prole, y, consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en orden a esa educación cristiana.

Toca igualmente al Estado proteger ese mismo derecho en la prole, si alguna vez llegase a faltar física o moralmente la obra de los padres, por negligencia, incapacidad o indignidad; porque, como antes hemos dicho, el derecho educativo de los padres, no es absoluto y despótico, sino que depende de la ley natural y divina, y está, por ende, sujeto no sólo a la autoridad y juicio de la Iglesia, sino también, por razón del bien común, a la vigilancia y tutela del Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad perfecta que tenga en si misma todo lo necesario para su cabal y pleno perfeccionamiento. En este caso, por lo demás, excepcional, ya no suplanta el Estado a la familia, sino que atiende y provee a una necesidad con oportunos remedios, siempre en conformidad con los derechos naturales de la prole y los sobrenaturales de la Iglesia.

De modo general, es derecho y misión del Estado proteger la educación moral y religiosa de la juventud, conforme a las normas de la recta razón y de la fe, apartando aquellas causas públicas que a ella se oponen. Pero toca principalmente al Estado, como lo exige el bien común, promover de muchos modos la educación e instrucción misma de la juventud. Ante todo y directamente, favoreciendo y ayudando a la acción de la Iglesia y de las familias, cuya eficacia se demuestra por la historia y la experiencia; luego complementando esa misma acción, donde falta o no es suficiente; fundando también escuelas e instituciones propias; pues el Estado dispone de recursos superiores a los de los particulares y como le fueron entregados para las comunes necesidades de todos, es justo y conveniente que los emplee en utilidad de los mismos de quienes los ha recibido. Puede además mandar el Estado, y por ende procurar, que todos los ciudadanos no sólo aprendan sus derechos civiles y nacionales, sino que también reciban aquel grado de cultura científica, moral y física que conviene y realmente exige el bien común en nuestros tiempos. Sin embargo, es evidente que en todos estos modos de promover la educación e instrucción pública y privada, el Estado tiene el deber no sólo de respetar los derechos nativos de la Iglesia y la familia en orden a la educación cristiana, sino que ha de obedecer a la justicia que da a cada uno lo suyo. Por consiguiente, no es licito que el Estado de tal modo monopolice toda la educación e instrucción, que las familias, contra los deberes de su conciencia cristiana, o contra sus legitimas preferencias, se vean forzadas física o moralmente a mandar sus hijos a las escuelas del mismo Estado.

Pero esto no quita que para la recta administración de la cosa pública o para la defensa interior y exterior de la paz, todo lo cual, así como es tan necesario para el bien común, así exige peculiar pericia y especial preparación, el Estado instituya escuelas que pudieran llamarse preparatorias para algunos cargos, especialmente militares, con tal que, en lo que a ellas se refiere, se abstenga de violar los derechos de la Iglesia y de la familia...

A la sociedad civil y al Estado pertenece la que puede llamarse educación cívica, no sólo de la juventud, sino de todas las edades y condiciones, y que en la parte que llaman positiva, consiste en proponer públicamente a los hombres pertenecientes a tal sociedad las cosas que imbuyendo sus mentes e hiriendo sus sentidos con conocimientos e imágenes, inviten la voluntad hacia lo honesto y a ello la conduzcan por una especie de necesidad moral; y en su parte negativa, en precaver e impedir lo que a ella se opone. Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que abarca casi toda la obra del Estado por el bien común, como haya de conformarse a las leyes de la equidad, no puede oponerse a la doctrina de la Iglesia que está divinamente constituída maestra de esas leyes...

Tampoco... ha de perderse jamás de vista que el sujeto de la educación cristiana es el hombre todo entero, es decir, el hombre que se compone de una sola naturaleza por medio del espíritu y del cuerpo y dotado de todas las facultades de alma y cuerpo que o proceden de la naturaleza o la sobrepasan; tal, finalmente, como le conocemos por la recta razón y los divinos oráculos; es decir, el hombre a quien, después de caer de su prístina nobleza, redimió Cristo y le restituyó a la sobrenatural dignidad de ser hijo adoptivo de Dios, sin devolverle, no obstante, aquellos privilegios preternaturales en virtud de los cuales era antes su cuerpo inmortal y su alma equilibrada e integra. De donde resultó que sobreviven en el hombre las fealdades que a la naturaleza humana fluyeron de la culpa de Adán, particularmente la debilidad de la voluntad y las desenfrenadas concupiscencias del alma.

Y a la verdad, pegada está la necedad al corazón del niño, y la vara de la disciplina la arrojará fuera [Prov. 22, 15]. Desde la niñez, por lo tanto, hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son malas, y fomentarlas si son buenas, y, sobre todo, es menester imbuir la mente de los niños con las doctrinas que de Dios vienen y fortalecer su voluntad con los auxilios de la gracia divina, en faltando los cuales, ni podrá nadie moderar sus concupiscencias, ni podrá la Iglesia llevar a término y perfección la disciplina y formación, no obstante haberla Cristo provisto de celestes doctrinas y sacramentos divinos, para que ella fuese maestra eficaz de todos los hombres.

Por lo tanto, toda pedagogía, cualquiera que sea, que se contente con las meras fuerzas de la naturaleza y rechace o descuide lo que por institución divina contribuye a la debida formación de la vida cristiana, es falsa y llena de error, y todo método y procedimiento educativo de la juventud que no tenga apenas para nada en cuenta la mancha trasmitida por los primeros padres a toda su posteridad, ni tampoco la gracia divina, y que, por ende, se funde toda entera en las solas fuerzas de la naturaleza, se desvía totalmente de la verdad. Tales son, sobre poco más o menos sistemas que con nombres varios se propalan públicamente en nuestros tiempos, los cuales se reducen a poner casi totalmente el fundamento de cualquier educación en que sea permitido a los niños formarse ellos a sí mismos, según su plena inclinación y arbitrio, aun repudiando los consejos de los mayores y maestros, y sin tener para nada en cuenta ley alguna, ni ayuda humana, ni divina. Todo esto, si de tal manera se circunscribiera en sus propios límites, que estos nuevos maestros quisieran que los adolescentes colaboraran también en su educación con su propio trabajo e industria, tanto más cuanto más adelantan en edad y conocimiento de las cosas, o bien, que de la educación de los niños se apartara toda violencia y aspereza (con la que no ha, sin embargo, de confundirse la justa corrección), la cosa sería verdadera, pero en modo alguno nueva, como quiera que eso mismo ha enseñado la Iglesia y lo han mantenido por tradición de sus mayores los educadores cristianos, imitando a Dios, el cual quiere que todas las criaturas y señaladamente todos los hombres, colaboren con Él, conforme a la propia naturaleza de ellos, pues la divina sabiduría se extiende poderosa de confín a confín y lo dispone todo suavemente [Sap. 8,1]...

Pero mucho más perniciosas son las ideas y doctrinas sobre seguir absolutamente como guía a la naturaleza, que tocan una parte delicadísima de la educación humana, aquella —decimos— que atañe a la integridad de las costumbres y a la castidad. Corrientemente, en efecto, se hallan muchos que, tan necia como peligrosamente, defienden y proponen aquel método educativo que con afectación llaman educación sexual, estimando falsamente que podrán precaver a los jóvenes contra el placer de la lujuria por medios puramente naturales y sin ayuda alguna de la religión y de la piedad; a saber, iniciándolos e instruyéndolos a todos, sin distinción de sexo, y hasta públicamente, en doctrinas resbaladizas, y aun —lo que es peor— exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, a fin de que su espíritu, acostumbrado, como ellos dicen, a estas cosas, quede como curtido para los peligros de la pubertad.

Pero yerran gravemente esos hombres al no reconocer la nativa fragilidad de la naturaleza humana ni la ley ínsita en nuestros miembros, la cual, para valernos de las palabras del Apóstol Pablo, combate contra la ley de la mente [Rom. 1, 23], y al negar temerariamente lo que sabemos por la diaria experiencia, que los jóvenes más que nadie caen frecuentemente en los pecados torpes, no tanto por falta de conocimiento de la inteligencia, cuanto por debilidad de la voluntad, expuesta a los halagos y desprovista de los auxilios divinos.

En este asunto, de verdad difícil, si, atendidas todas las circunstancias, se hace necesario dar oportunamente a algún joven alguna instrucción de parte de quienes han recibido de Dios el deber de educar a los niños juntamente con las gracias oportunas, hay que emplear aquellas cautelas y artes que no son desconocidos de los educadores cristianos...

Igualmente ha de tenerse por erróneo y pernicioso para la educación cristiana aquel método de formación de la juventud que llaman vulgarmente coeducación... Uno y otro sexo han sido constituídos por la sabiduría de Dios para que en la familia y en la sociedad se completen mutuamente y formen una conveniente unidad, y eso justamente por su misma diferencia de cuerpo y alma, que los distingue entre sí, diferencia que, por tanto, debe mantenerse en la educación y formación, y hasta favorecerse por la conveniente distinción y separación, adecuada a las edades y condiciones. Y estos preceptos, que dicta la prudencia cristiana, han de guardarse en su tiempo y ocasión, no sólo en todas las escuelas, señaladamente durante los años inquietos de la adolescencia, de los que depende totalmente la marcha de casi toda la vida futura, sino también en los ejercicios de gimnasia y deporte, en los que debe atenderse de modo peculiar a la cristiana modestia de las niñas, de las que gravemente desdice cualquier exhibición y publicidad a los ojos de todos...

Mas para procurar una perfecta educación es menester procurar que cuanto a los niños rodee durante el periodo de su formación, corresponda bien al fin que se pretende.

Y, a la verdad, como primer ambiente que por necesidad rodea al niño para su recta formación, hay que considerar su propia familia, destinada por Dios precisamente para esta misión. De ahí que con razón tendremos por más constante y segura educación, la que se recibe en la familia bien ordenada y morigerada, y tanto más eficaz y firme cuanto los padres principalmente y los demás domésticos más vayan con su ejemplo de virtud delante de los niños...

Mas a las débiles fuerzas de la naturaleza humana, decaída por la culpa originaria, Dios por su bondad atendió con los auxilios abundantes de su gracia y con aquella copiosidad de medios de que dispone la Iglesia para purificar a las almas y levantarlas a la santidad; la Iglesia, decimos, aquella gran familia de Cristo, la cual es por ello la educadora que se adapta y une como ninguna con las familias particulares...

Mas como era necesario que las nuevas generaciones se instruyeran en aquellas artes y disciplinas por las que prospera y florece la sociedad civil, y para ello no bastaba por sí sola la familia; de ahí tuvieron principio los públicos institutos, primero —nótese bien— por la acción mancomunada de la Iglesia y de la familia, y mucho después por la del Estado. Por eso las instituciones literarias y las escuelas, si a la luz de la historia se examinan sus orígenes, fueron por su naturaleza como un subsidio  y casi complemento de la Iglesia y de la familia juntamente; de donde consiguientemente se sigue que las escuelas públicas no sólo no pueden oponerse a la familia y a la Iglesia, sino que deben, en la medida de lo posible, estar de acuerdo con una y otra, de suerte que las tres —escuela, familia e Iglesia— formen como un santuario único de la educación cristiana, si es que no queremos que la escuela se desvíe totalmente de sus fines y se convierta en peste y ruina de los adolescentes...

De ahí se sigue necesariamente que las escuelas que llaman neutras o laicas, socavan y trastornan todo fundamento de educación cristiana, como quiera que de ellas se excluye de todo punto la religión; escuelas, por lo demás, que sólo en apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en enemigas declaradas de la religión.

Largo fuera, y tampoco es necesario, repetir lo que nuestros predecesores, señaladamente Pío IX y León XIII, declararon abiertamente, como quiera que fue principalmente en sus tiempos, cuando esta peste del laicismo invadió las escuelas públicas. Nos reiteramos y confirmamos sus protestas, así como las prescripciones de los sagrados cánones en que se prohibe a los niños católicos frecuentar por ninguna causa las escuelas, ora neutras, ora mixtas, es decir, aquellas en que se reúnen sin distinción educadores católicos y acatólicos; a las cuales, sin embargo, será lícito asistir, sólo según el prudente juicio del Ordinario, en determinadas circunstancias de lugares y de tiempos, con tal que se pongan las convenientes cautelas. Tampoco puede tolerarse aquella escuela (y menos si es “única”, y a ella tienen que acudir todos los niños) en que, si bien se da separadamente a los católicos la instrucción religiosa, no son, sin embargo, católicos los maestros que instruyen promiscuamente a niños católicos y acatólicos en las letras y en las artes.

Porque tampoco basta que en una escuela se dé instrucción religiosa (frecuentemente con harta parsimonia), para que satisfaga a los derechos de la Iglesia y de la familia y se haga digna de ser frecuentada por alumnos católicos; pues para que una escuela cualquiera logre esto realmente, es de todo punto preciso que la educación y enseñanza toda, la organización toda de la escuela, es decir, maestros, métodos, libros, en lo que atañe a cualquier disciplina, de tal modo estén imbuídos y penetrados de espíritu cristiano, bajo la dirección y maternal vigilancia de la Iglesia, que la religión misma constituya no sólo el fundamento, sino la cúspide de toda la educación; y esto no sólo en las escuelas elementales, sino también en aquellas en que se dan las disciplinas superiores. “Menester es —para valernos de palabras de León XIII— que no sólo se enseñe en determinadas horas a los jóvenes la religión, sino que todo el resto de la formación respire sentimientos de piedad. Si esto falta, si este hábito sagrado no penetra y calienta los corazones de maestros y discípulos, exiguos frutos se sacarán de cualquier doctrina, y con frecuencia se seguirán danos no exiguos...”

Mas todo cuanto hacen los fieles para promover y defender la escuela católica para sus hijos, es sin género de duda obra de religión y por ello misión principalísima de la Acción Católica; de suerte que son particularmente gratas a nuestro corazón de padre y dignas de especiales alabanzas aquellas asociaciones todas que en múltiples formas trabajan de modo peculiar y con todo empeño en obra tan necesaria.

Por eso, hay que proclamar muy alto y por todos ha de ser bien advertido y reconocido que, al procurar los fieles la escuela católica para sus hijos, no hacen en nación alguna obra de partido político, sino que cumplen un deber de religión que imperiosamente les exige su conciencia; y tampoco pretenden separar a sus hijos de la disciplina y espíritu del Estado, antes bien, educarlos en él del modo más perfecto y más conducente a la prosperidad de la nación, puesto que el verdadero católico, formado precisamente en la doctrina católica, es por ello mismo el mejor ciudadano y el mejor patriota, que obedece a la pública autoridad con sincera lealtad bajo cualquier forma legítima de gobierno.

Sin embargo, la saludable eficacia de las escuelas, no ha de atribuirse tanto a las buenas leyes, cuanto a los buenos maestros, que especialmente preparados y bien impuestos cada uno en la disciplina que ha de enseñar, dotados de aquellas cualidades intelectuales y morales que su cargo, a la verdad gravísimo, reclama, ardan en pura y divina caridad para con los jóvenes que les han sido confiados, del mismo modo que aman a Jesucristo y a su Iglesia —de quienes aquéllos son hijos carísimos—, y por lo mismo buscan con todo empeño el verdadero bien de las familias y de la patria. Llénasenos, pues, el alma de consuelos preclaros, y damos gracias a la divina Bondad, cuando vemos que a los religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza de niños y adolescentes, se agregan tantos y tan excelentes maestros de ambos sexos —unidos también ellos para cultivar más santamente su espíritu en congregaciones y asociaciones especiales, que han de alabarse y promoverse como el más noble y poderoso auxiliar de la Acción Católica— los cuales, olvidados de su propio interés, trabajan con celo y constancia en lo que San Gregorio Nacianceno llama “el arte de las artes y la ciencia de las ciencias”, es decir, en la obra de dirigir y formar a los jóvenes. Sin embargo, como sea cierto que también a ellos se aplica el dicho del divino maestro: La mies es mucha, pero los obreros pocos [Mt. 9, 37], roguemos con humildes preces al Señor de la mies que envíe más y más tales operarios de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el corazón los pastores de las almas y los supremos moderadores de las órdenes religiosas.

Es menester además dirigir y vigilar la educación del joven, como que es “de cera para doblarse al vicio”, en cualquier ambiente de vida en que se halle, apartándole de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las buenas, en las recreaciones y en la selección de sus compañías, porque corrompen las buenas costumbres las conversaciones malas [1 Cor. 15, 33].

Sin embargo, esta guardia y vigilancia que hemos dicho es menester emplear, no exige en modo alguno que los jóvenes hayan de estar separados de la sociedad humana en la que han de vivir y atender a la salvación de su alma, sino que se armen y cristianamente fortalezcan, hoy más que nunca, contra los halagos y errores del mundo que, como dice San Juan, es todo concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida [1 Ioh. 2, 16]; de suerte que, como de los primeros cristianos escribió Tertuliano, sean tales los nuestros cuales en todo tiempo es bien sean los cristianos: “coposeedores del mundo, pero no del error”.

Fin propio e inmediato de la educación cristiana es, con la cooperación de la gracia divina, hacer al hombre auténtico y perfecto cristiano, es decir, expresar y formar a Cristo mismo en aquellos que han renacido por el bautismo, conforme a la viva expresión de San Pablo: Hijitos míos, por quienes otra vez estoy de parto, hasta que se forme Cristo en vosotros [Gal. 4, 19]. Vida, en efecto, sobrenatural debe vivir en Cristo el auténtico cristiano —Cristo vida vuestra [Col. 8, 4]— y esa misma ha de poner de manifiesto en todas sus acciones, de suerte que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal [2 Cor. 4, 11].

Siendo esto así, el conjunto mismo de los actos humanos, lo mismo en la acción de los sentidos que del espíritu, lo mismo en cuanto a la inteligencia que a las costumbres, los individuos y la sociedad, sea esta doméstica, sea civil, todo lo abarca la educación cristiana, pero no para menoscabarlo en lo mas mínimo, sino para levantarlo, dirigirlo y perfeccionarlo conforme a los ejemplos y doctrina de Jesucristo.

Así, pues, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, no es otro que el hombre sobrenatural que siente, juzga y obra de modo constante y congruente consigo mismo, conforme a la recta razón, sobrenaturalmente ilustrada por los ejemplos y doctrina de Jesucristo; es decir, el hombre que se distingue por su auténtica firmeza de carácter. Porque no todo el que obra de acuerdo consigo mismo y es tenaz en su propio y personal intento, es el hombre de sólido carácter, sino sólo aquel que sigue las eternas razones de la justicia, como lo reconoció el mismo poeta pagano, al exaltar “al varón justo” y juntamente •tenaz en su propósito”; razones, por lo demás, de justicia que no pueden ser íntegramente guardadas, si no se da a Dios, como hace el verdadero cristiano, lo que a Dios es debido...

El verdadero cristiano está tan lejos de abdicar de la gestión de las cosas de la vida y de amenguar sus facultades naturales, que, por el contrario, las desarrolla y perfecciona, armonizándolas con la vida sobrenatural de modo que ennoblece la misma vida natural y la dota de más eficaces auxilios no sólo en orden a lo espiritual y eterno, sino también a las necesidades de la misma vida natural...

Del matrimonio cristiano

[De la Carta Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por ende, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de las Sagradas Letras [Gen. 1, 27 s; 2, 22 s; Mt. 19; 3 ss; Eph. 5, 23 ss]; ésta, la constante y universal tradición de la Iglesia; ésta, la solemne definición del sagrado Concilio de Trento, que predica y confirma con las palabras mismas de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vinculo del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor (sesión 24; v. 969 ss].

Mas, aun cuando el matrimonio sea por su naturaleza de institución divina, también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo; y este acto libre de la voluntad, por el que una y otra parte entrega y acepta el derecho propio del matrimonio, es tan necesario para constituir verdadero matrimonio, que no puede ser suplido por potestad humana alguna. Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieren o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraido, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales. Pues, tratando el Doctor Angélico de la fidelidad y de la prole: “Éstas —dice—s e originan en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de suerte que si en el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio”.

Por obra, pues, del matrimonio, se unen y funden las almas antes y más estrechamente que los cuerpos y no por pasajero afecto de los sentidos o del espíritu, sino por determinación firme y deliberada de las voluntades. Y de esta unión de las almas surge, porque Dios así lo ha establecido, el vinculo sagrado e inviolable.

La naturaleza absolutamente propia y señera de este contrato lo hace totalmente diverso, no sólo de los ayuntamientos de las bestias realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vinculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica.

De ahí se desprende ya que la legitima autoridad tiene el derecho y está, por ende, obligada por el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes, que se oponen a la razón y a la naturaleza; mas como se trata de cosa que se sigue de la naturaleza misma del hombre, no consta con menor certidumbre lo que claramente advirtió nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII: “No hay duda ninguna que en la elección del género de vida está en la potestad y albedrío de cada uno tomar uno de los dos partidos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vinculo del matrimonio. Ninguna ley humana puede privar al hombre del derecho natural y originario de casarse ni de modo alguno circunscribir la causa principal de las nupcias, constituida al principio por autoridad de Dios: Creced y multiplicaos [Gen. 1, 28]”.

Ahora bien, al disponernos, Venerables Hermanos, a exponer cuáles y cuán grandes sean los bienes dados por Dios al verdadero matrimonio, se nos ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien no ha mucho, con ocasión del XV centenario de su muerte, exaltamos en nuestra Carta Encíclica Ad Salutem: “Tres son los bienes —dice San Agustín— por los que las nupcias son buenas: la prole, la fidelidad y el sacramento”. De qué modo estos tres capítulos puede con razón decirse que contienen una luminosa síntesis de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, el mismo santo Doctor lo declara expresamente cuando dice: “En la fidelidad se atiende que fuera del vinculo conyugal no se unan con otro o con otra; en la prole, a que se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, en fin, a que la unión no se rompa y el repudiado o repudiada, ni aun por razón de la prole, se una con otro. Ésta es como la regla de las nupcias, por la que se embellece la fecundidad de la naturaleza o se reprime el desorden de la incontinencia”.

[1.] Así pues, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y a la verdad, el mismo Creador del género humano que quiso por su benignidad valerse de los hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así, cuando en el paraiso, al instituir el matrimonio, les dijo a los primeros padres y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra [Gen. 1, 28]. Lo mismo deduce bellamente San Agustín de las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: Así, pues, que por causa de la generación se hagan las nupcias, el mismo Apóstol lo atestigua: Quiero —dice— que las que son jóvenes se casen, y como si le preguntaran: ¿Para qué? añade seguidamente: para que engendren hijos, para que sean madres de familia [1 Tim. 5,14]...

Mas los padres cristianos han de entender que no están ya destinados solamente a propagar y conservar en la tierra el género humano; más aún, ni siquiera a producir cualesquiera adoradores del Dios verdadero, sino a dar descendencia a la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios [Eph. 2, 19], a fin de que cada día se aumente el pueblo dedicado al culto de Dios y de nuestro Salvador. Porque, si bien es cierto que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no son capaces de transmitir la santificación a la prole, antes bien la natural generación de la vida se convirtió en camino de la muerte, por el que pasa a la prole el pecado original; en algo, sin embargo, participan de algún modo en aquel primitivo enlace del paraíso, como quiera que a ellos les toca ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, a fin de que esta madre fecundísima de los hijos de Dios, la regenere por el lavatorio del bautismo para la justicia sobrenatural, y quede hecha miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y heredera, finalmente, de la gloria eterna que todos de todo corazón anhelamos...

Mas no termina el bien de la prole con el beneficio de la procreación, sino que es menester se añada otro que se contiene en la debida educación de la prole. Insuficientemente en verdad hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho de engendrar, no les hubiera también atribuído el derecho y el deber de educar. A nadie, efectivamente, se le oculta que la prole no puede bastarse y proveerse a sí misma, ni siquiera en las cosas que atañen a la vida natural, y mucho menos en las que atañen a la vida sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, instrucción y educación de los otros. Ahora bien, es cosa averiguada que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y de todo punto se les veda que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Ahora bien, en el matrimonio se proveyó del mejor modo posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y otro...

Tampoco hay, finalmente, que pasar en silencio que por ser de tan grande dignidad y de tan capital importancia esta doble función encomendada a los padres para el bien de la prole, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios para procrear nueva vida, por imperativo del Creador mismo y de la misma ley de la naturaleza, es derecho y privilegio del solo matrimonio y debe absolutamente encerrarse dentro del santuario de la vida conyugal.

[2.] El segundo bien del matrimonio, recordado, como dijimos, por San Agustín, es el bien de la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de suerte que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, se debe únicamente al otro cónyuge, ni a éste le sea negado ni a ningún otro permitido; ni tampoco al cónyuge mismo se conceda lo que, por ser contrario a los derechos y leyes divinas y ajeno en sumo grado a la fe conyugal, no puede jamás concederse.

Por lo tanto, esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio, que el Creador mismo preestableció en el matrimonio de nuestros primeros padres, al no querer que se diera sino entre un solo hombre y una sola mujer. Y si bien más tarde, Dios, legislador supremo, mitigó un tanto, temporalmente, esta ley primitiva, no hay, sin embargo, duda alguna de que la Ley evangélica restableció íntegramente aquella prístina y perfecta unidad y derogó toda dispensación, como evidentemente lo manifiestan las palabras de Cristo y la constante enseñanza y práctica de la Iglesia... [v. 969].

Mas no sólo quiso Cristo Señor nuestro condenar toda forma de la llamada poligamia o poliandria sucesiva o simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar absolutamente inviolado el recinto sagrado del matrimonio: Yo empero os digo, que todo el que mirare a una mujer para codiciarla, ya cometió con ella adulterio en su corazón [Mt. 5, 28]. Palabras de Cristo nuestro Señor que ni siquiera con el consentimiento del otro de los cónyuges pueden anularse, como quiera que expresan una ley de Dios y de la naturaleza, que nunca es capaz de invalidar o desviar ninguna voluntad de los hombres.

Más aún, las mutuas relaciones familiares de los cónyuges deben distinguirse por la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todo según la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren seguir siempre la voluntad del Creador sapientísimo y santísimo con grande reverencia a la obra de Dios.

Ahora bien, esta que San Agustín con suma propiedad llama “la fidelidad de la castidad”, florecerá no sólo más fácil, sino también más grata y noblemente por otro motivo excelentísimo, es decir, por el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de nobleza en el matrimonio cristiano. “Pide además la fidelidad del matrimonio que el marido y la mujer estén unidos por un singular, santo y puro amor; y no se amen como los adúlteros, sino del modo como Cristo amó a la Iglesia, pues esta regla prescribió el Apóstol cuando dijo: Varones, amad a vuestras esposas, como también Cristo amó a la Iglesia [Eph. 5, 25; cf. Col. 3, 19]; y ciertamente Él la abrazó con aquella caridad inmensa, no por su interés, sino mirando sólo el provecho de la Esposa”.

Caridad, pues, decimos, que no estriba solamente en la inclinación carnal que con harta prisa se desvanece, ni totalmente en las blandas palabras, sino que radica también en el íntimo afecto del alma y, “puesto que la prueba del amor es la muestra de la obra” se comprueba también por obras exteriores. Ahora bien, esta obra en la sociedad doméstica no sólo comprende el mutuo auxilio, sino que es necesario que se extienda, y hasta que éste sea su primer intento, a la recíproca ayuda entre los cónyuges en orden a la formación y a la perfección más cabal cada día del hombre interior; de suerte que por el mutuo consorcio de la vida, adelanten cada día más y más en las virtudes y crezcan sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y con el prójimo, de la que, en definitiva, depende toda la ley y los profetas [Mt. 22, 40]. Es decir, que todos, de cualquier condición que fueren y cualquiera que sea el género honesto de vida que hayan abrazado, pueden y deben imitar al ejemplar más absoluto de toda santidad, propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Señor, y llegar también, con la ayuda de Dios, a la más alta cima de la perfección cristiana, como se comprueba por los ejemplos de muchos santos.

Esta mutua formación interior de los cónyuges, este asiduo cuidado de su mutuo perfeccionamiento, puede también llamarse en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo romano, causa y razón primaria del matrimonio, cuando no se toma estrictamente como una institución para procrear y educar convenientemente a la prole, sino, en sentido más amplio, como una comunión, estado y sociedad para toda la vida.

Con esta misma caridad es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del matrimonio, de suerte que sea no sólo ley de justicia, sino norma también de caridad aquello del Apóstol: El marido preste a la mujer el débito; e igualmente, la mujer al marido [1 Cor. 7, 3].

Fortalecida, en fin, con el vínculo de esta caridad la sociedad doméstica, por necesidad ha de florecer en ella el que San Agustín llama orden del amor. Este orden comprende tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos, cuanto la pronta y no forzada sumisión y obediencia de la mujer, que el Apóstol encarece por estas palabras: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, como al Señor porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza dé la Iglesia [Eph. 5, 22 ss].

Tal sumisión ho niega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez con la razón misma y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con las personas que en el derecho se llaman menores, a las que, por falta de madurez de juicio o inexperiencia de las cosas humanas, no se les suele conceder el libre ejercicio de sus derechos; sino que veda aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia, veda que en este cuerpo de la familia el corazón se separe de la cabeza, con daño grandísimo de todo el cuerpo y con peligro máximo de ruina. Porque si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y como aquél tiene la primacía del gobierno, esta puede y debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor.

Por otra parte, el grado y modo de esta sumisión de la mujer al marido puede ser diverso, según las diversas condiciones de personas, de lugares y de tiempos; más aún, si el marido faltare a su deber, a la mujer toca hacer sus veces en la dirección de la familia; mas trastornar y atentar contra la estructura de la familia y a su ley fundamental constituída y confirmada por Dios, no es lícito en ningún tiempo ni en ningún lugar.

Sobre este orden que ha de guardarse entre marido y mujer, enseña muy sabiamente nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano, de que hemos hecho mención: “El varón es el rey de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, ha de someterse y obedecer al marido, no a manera de esclava, sino de compañera; es decir, de forma que a la obediencia que se presta no le falte ni la honestidad ni la dignidad. En el que manda, empero, y en la que obedece, puesto que uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, la caridad divina sea moderadora perpetua del deber...”

[3.] Sin embargo, la suma de tan grandes beneficios se completa y llega como a su colmo por el bien aquel del matrimonio cristiano que, con palabra de San Agustín hemos llamado sacramento, por el que se indica tanto la indisolubilidad del vínculo, como la elevación y consagración del contrato, hecha por Cristo, a signo eficaz de la gracia. Y cierto, ante todo, Cristo mismo urge la indisolubilidad de la alianza nupcial, cuando dice: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]; y: Todo aquel que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18].

En esta indisolubilidad pone San Agustín lo que él llama el bien del sacramento con estas claras palabras: “En el sacramento, empero, se atiende a que no se rompa el enlace, y ni el repudiado ni la repudiada, ni aun por causa de la prole, se una con otro”.

Y esta inviolable firmeza, si bien no a cada uno en la misma y tan perfecta medida, compete, sin embargo, a todos los verdaderos matrimonios; puesto que habiendo dicho el Señor de la unión de los primeros padres, prototipo de todo futuro enlace: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, fuerza es que se refiera absolutamente a todos los matrimonios verdaderos. Así, pues, aun cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y severidad de la ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de Dios por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por determinadas causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de legislador supremo, revocó este permiso de mayor licencia, y restableció íntegramente la ley primitiva por aquellas palabras que nunca hay que olvidar: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Por lo cual, sapientísimamente, nuestro predecesor de feliz memoria, Pío VI, escribiendo al obispo de Eger, dice: “Por lo que resulta patente que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, a la verdad, mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue de tal suerte instituído por Dios, que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, que no puede, por ende, ser desatado por ley civil alguna. En consecuencia, aunque la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como acontece entre infieles; sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el momento que es verdadero matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste aquel perpetuo lazo que, desde el origen primero, de tal modo por derecho divino se une al matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil. Y, por tanto, todo matrimonio que se diga contraerse, o se contrae de modo que sea verdadero matrimonio, y en ese caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se supone contraído sin aquel perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino unión ilegítima, que por su objeto repugna a la ley divina; unión, por tanto, que ni puede contraerse ni mantenerse”.

Y si esta firmeza parece estar sujeta a alguna excepción, aunque muy rara, como en ciertos matrimonios naturales contraidos solamente entre infieles, y también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos, pero no consumados; tal excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera meramente humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola guardiana e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podrá esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital; así también, por voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e indisolubilidad, que por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada.

Y si queremos... investigar reverentemente la razón íntima de esta voluntad divina, fácilmente la hallaremos en la mística significación del matrimonio cristiano, que se da de manera plena y perfecta en el matrimonio entre fieles consumado. Porque, según testimonio del Apóstol, en su Epístola a los Efesios (a la que desde el comienzo aludimos), el matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión que media entre Cristo y su Iglesia: Este sacramento es grande; pero yo lo digo en Cristo y la Iglesia [Eph. 5, 32]. Y esta unión, mientras Cristo viva, y por Él la Iglesia, jamás a la verdad podrá deshacerse por separación alguna...

Mas en este bien del sacramento se encierran, aparte la indisoluble firmeza, provechos mucho más excelsos, aptísimamente designados por la misma voz de sacramento, pues para los cristianos no es éste un nombre vano y vacío, como quiera que Cristo Señor, “instituidor y perfeccionador de los sacramentos”, al elevar el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia interior, por la que “se perfeccionara el amor natural, se confirmara su indisoluble unidad y se santificará a los cónyuges”.

Y puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno entre bautizados “que no sea por el mero hecho sacramento”.

Desde el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal consentimiento, abren para si mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y funciones fiel y santamente y con perseverancia hasta la muerte.

Porque este sacramento, a los que no ponen lo que se llama óbice, no sólo aumenta el principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia santificante, sino que añade también dones peculiares, buenas mociones del alma, gérmenes de la gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza a fin de que los cónyuges puedan no sólo por la razón entender, sino íntimamente sentir, mantener firmemente, eficazmente querer y de obra cumplir cuanto atañe al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin, concédeles derecho para alcanzar auxilio actual de la gracia, cuantas veces lo necesiten para cumplir las obligaciones de su estado.

Sin embargo, como sea ley de la divina providencia en el orden sobrenatural, que los hombres no recojan pleno fruto de los sacramentos que reciben después del uso de la razón, si no cooperan a la gracia; la gracia del matrimonio quedará en gran parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y no cultivan y desarrollan los gérmenes de la gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán llevar las cargas y cumplir los deberes de su estado y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan gran sacramento. Porque, como enseña San Agustín, así como por el bautismo y el orden, es el hombre diputado y ayudado ora para vivir cristianamente, ora para ejercer el ministerio sacerdotal, y nunca está destituído del auxilio de aquellos sacramentos; casi por modo igual (si bien no en virtud de carácter sacramental), los fieles que una vez se han unido por el vínculo del matrimonio, nunca pueden estar privados de la ayuda y lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, aun después que se hayan hecho adúlteros, arrastran consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no para la gloria de la gracia, sino para la culpa del crimen, “del mismo modo que el alma apóstata, como si se apartara del matrimonio de Cristo, aun después de perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la regeneración recibiera”.

Pero los mismos cónyuges, no ya constreñidos, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados por el lazo de oro del matrimonio, han de esforzarse con todas sus fuerzas para que su unión, no sólo por virtud y significación del sacramento, sino también por su mente y costumbres de su vida, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia que es el misterio venerable de la más perfecta caridad...

Del abuso del matrimonio

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Hay que hablar de la prole que muchos se atreven a llamar carga pesada del matrimonio, y estatuyen que ha de ser cuidadosamente evitada por los cónyuges, no por medio de la honesta continencia (que también en el matrimonio se permite, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto de la naturaleza. Esta criminal licencia, unos se la reivindican, porque, aburridos de la prole, desean procurarse el placer solo sin la carga de la prole; otros, diciendo que ni son capaces de guardar la continencia, ni pueden tampoco admitir la prole, por sus propias dificultades, las de la madre o las de la hacienda.

Pero ninguna razón, aun cuando sea gravísima, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza, se convierta en conveniente con la naturaleza y honesto. Ahora bien, como el acto del matrimonio está por su misma naturaleza destinado a la generación de la prole, quienes en su ejercicio lo destituyen adrede de esta su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción intrínsecamente torpe y deshonesta.

Por lo cual no es de maravillar que las mismas Sagradas Letras nos atestigüen el aborrecimiento sumo de la Divina Majestad contra ese nefando pecado, y que alguna vez lo haya castigado de muerte, como lo recuerda San Agustín: “Porque ilícita y torpemente yace aun con su legítima esposa, el que evita la concepción de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él le mató Dios”.

Habiéndose, pues, algunos separado abiertamente de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y jamás interrumpida, y creyendo ahora que sobre tal modo de obrar se debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan torpe mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su legación divina, levanta su voz por nuestra boca y nuevamente promulga: Que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, por industria de los hombres, queda destituido de su natural virtud procreativa, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y los que tal cometen se mancillan con mancha de culpa grave.

Así, pues, según pide nuestra suprema autoridad y el cuidado por la salvación de todas las almas, advertimos a los sacerdotes dedicados al ministerio de oir confesiones y a cuantos tienen cura de almas, que no consientan en los fieles a ellos encomendados error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios; y mucho más, que se conserven ellos mismos inmunes de estas falsas opiniones y no condesciendan en manera alguna con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujere a esos errores a los fieles que le están encomendados o por lo menos los confirmare en ellos, ya con su aprobación, ya con silencio doloso, sepa que ha de dar estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de haber traicionado a su deber, y tenga por dichas a sí mismo las palabras de Cristo: ciegos y guías de ciegos son; mas si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo [Mt. 15, 14].

Muy bien sabe la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges más bien sufre que no comete el pecado, cuando por causa absolutamente grave permite la perversión del recto orden, que él no quiere, y que, por lo tanto, no tiene él culpa, con tal que también entonces recuerde la ley de la caridad y no se descuide de apartar al otro del pecado. Ni hay que decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho de modo recto y natural, aunque por causas naturales ya del tiempo, ya de determinados defectos, no pueda de ello originarse una nueva vida. Hay, efectivamente, tanto en el matrimonio como en el uso del derecho conyugal, otros fines secundarios, como son, el mutuo auxilio y el fomento del mutuo amor y la mitigación de la concupiscencia, cuya prosecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su debida ordenación al fin primario...

Se ha de evitar a todo trance que las funestas condiciones de las cosas externas den ocasión a un error mucho más funesto. En efecto, no puede surgir dificultad alguna que sea capaz de derogar la obligación de los mandamientos de Dios que vedan los actos malos por su naturaleza intrínseca; sino que en todas las circunstancias, fortalecidos por la gracia de Dios, pueden los cónyuges cumplir fielmente su deber y conservar en el matrimonio su castidad limpia de tan torpe mancha; porque firme está la verdad de fe cristiana, expresada por el magisterio del Concilio de Trento: “Nadie... para que puedas” [v. 804]. Y la misma doctrina ha sido nueva y solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia, al condenar la herejía janseniana, que se habla atrevido a proferir esta blasfemia contra la bondad de Dios: “Algunos mandamientos... con que se hagan posibles” [v. 1092].

De la muerte del feto provocada

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Todavía hay que recordar otro crimen gravísimo con el que se atenta a la vida de la prole, escondida aún en el seno materno. Hay quienes pretenden que ello está permitido y dejado al arbitrio del padre y de la madre; otros, sin embargo, lo tachan de ilícito a no ser que existan causas muy graves, a las que dan el nombre de indicación médica, social y eugénica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales del Estado que prohiben dar muerte a la prole concebida, pero no dada aún a luz, exigen que la indicación que cada uno defiende, unos una y otros otra, sea también reconocida por las leyes públicas y declarada exenta de toda pena. Es más, no faltan quienes reclaman que los públicos magistrados presten su concurso para estas mortíferas operaciones, lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.

Por lo que atañe a “la indicación médica y terapéutica” —para emplear sus palabras—, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto nos mueve a compasión el estado de la madre a quien, por razón de su deber de naturaleza, amenazan graves peligros a la salud y hasta a la vida; pero, ¿qué causa podrá jamás tener fuerza para excusar de algún modo la muerte del inocente directamente procurada? Porque de ella tratamos en este lugar. Ya se cause a la madre, ya a la prole, siempre será contra el mandamiento de Dios y la voz de la naturaleza que clama: No matarás [Ex. 20, 13]. Porque cosa igualmente sagrada es la vida de entrambos y nadie, ni la misma autoridad pública, podrá tener jamás facultad para atentar contra ella. Muy ineptamente, por otra parte, se quiere deducir este poder contra los inocentes del ius gladii o derecho de vida y muerte, que sólo vale contra los reos; no hay aquí tampoco derecho alguno de defensa cruenta contra injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará agresor injusto a un niño inocente?), ni el que llaman “derecho de extrema necesidad”, por el que pueda llegarse hasta la muerte directa del inocente. Laudablemente, pues, se esfuerzan los médicos honrados y expertos en defender y salvar ambas vidas, la de la madre y la de la prole; y se mostrarían, por lo contrario, muy indignos del noble nombre y de la gloria de médicos quienes, so pretexto de medicinar, o movidos de falsa compasión, procuraran la muerte de uno de ellos.

Lo que suele aducirse en favor de la indicación social y eugénica, puede y debe tenerse en cuenta, con medios lícitos y honestos, y dentro de los debidos límites; pero querer proveer a las necesidades en que aquéllas se fundan, por medio de la muerte de inocentes, es cosa absurda y contraria al precepto divino, promulgado también por las palabras del Apóstol: Que no hay que hacer el mal, para que suceda el bien [Rom. 3, 83.

Finalmente, no es licito que quienes gobiernan las naciones y dan las leyes, echen en olvido que es función de la autoridad pública defender con leyes y penas convenientes la vida de los inocentes, y eso tanto más cuanto menos pueden defenderse a sí mismos aquellos cuya vida peligra y es atacada, entre los cuales ocupan ciertamente el primer lugar los niños encerrados aún en las entrañas maternas. Y si los públicos magistrados no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenaciones los abandonan, y, aún más, los entregan a manos de médicos u otros para ser muertos, acuérdense que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que de la tierra clama al cielo [Gen. 4, 10].

Del derecho al matrimonio y de la esterilización

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Es, finalmente, necesario reprobar aquel otro uso pernicioso que inmediatamente se refiere, sin duda, al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero toca también en un sentido verdadero, al bien de la prole. Hay, en efecto, quienes demasiado solícitos de los fines eugénicos, no sólo dan ciertos saludables consejos para procurar con más seguridad la salud y vigor de la prole futura —lo cual, a la verdad, no es contrario a la recta razón—, sino que anteponen el fin eugénico a cualquier otro, aun de orden superior, y pretenden que por pública autoridad se prohiba contraer matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su ciencia, creen que han de engendrar, por la transmisión hereditaria, prole defectuosa y tarada, aun cuando de suyo sean aptos para contraer matrimonio. Más aún, llegan a pretender que por pública autoridad se los prive de aquella facultad natural, aun contra su voluntad, por intervención médica; y esto no para solicitar de la autoridad pública un castigo cruento de un crimen cometido ni para precaver futuros crímenes de los reos, sino atribuyendo contra todo derecho y licitud a los magistrados civiles un poder que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener.

Quienesquiera que así obran, olvidan perversamente que la familia es más santa que el Estado y que los hombres no se engendran ante todo para la tierra y para el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y no es ciertamente licito que hombres, capaces, por lo demás, del matrimonio, los cuales, aun empleada toda diligencia y cuidado se conjetura no han de engendrar sino prole tarada; no es lícito —decimos— cargarlos con grave delito por contraer matrimonio, si bien frecuentemente, haya que disuadírseles de que lo contraigan.

Los públicos magistrados, empero, no tienen potestad directa alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego, ni por razones eugénicas, ni por otra causa alguna podrán jamás atentar o dañar a la integridad misma del cuerpo, donde no mediare culpa alguna ni motivo de castigo cruento. Lo mismo enseña Santo Tomás de Aquino, cuando inquiriendo si los jueces humanos, para precaver futuros males, pueden irrogar algún mal a un hombre, lo concede, en efecto, en cuanto a algunos otros males, pero con razón y justicia lo niega en cuanto a la lesión corporal: “Jamás —dice— según el juicio humano se debe castigar a nadie, sin culpa, con pena corporal: muerte, mutilación, azotes”.

Por lo demás, la doctrina cristiana establece y ello consta absolutamente por la luz misma de la razón humana, que los individuos mismos no tienen sobre los miembros de su cuerpo otro dominio que el que se refiere a los fines naturales de aquellos, y no pueden destruirlos o mutilarlos o de cualquier otro modo hacerlos ineptos para las funciones naturales, a no ser en el caso que no se pueda por otra vía proveer a la salud de todo el cuerpo.

De la emancipación de la mujer

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Cuantos... de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan por tierra la confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más audazmente algunos de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna esclavitud de un cónyuge respecto del otro; que todos los derechos son iguales entre los dos; y pues estos derechos se violan por la sujeción de uno de los dos, proclaman con toda soberbia haberse logrado o haberse de lograr no sabemos qué emancipación de la mujer. Tal emancipación establecen ser triple, ora en el régimen de la sociedad doméstica, ora en la administración del patrimonio familiar, ora en la facultad de evitar o suprimir la vida de la prole, y así la llaman social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su arbitrio estén libres o se libren de las cargas conyugales o maternales (emancipación ésta, como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni quererlo el marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a toda la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los cuidados domésticos, lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que, sin preocuparse de ellos, pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los negocios y a cargos, incluso públicos.

Mas ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la razonable y dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la esposa cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y de la dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el marido se ve privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la familia toda de su guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad e igualdad no natural con el varón, se convierte en ruina de la mujer misma; pues si ésta desciende del trono, en verdad regio, a que fue levantada por el Evangelio dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a la antigua servidumbre (si no en la apariencia, si en la realidad) y se convertirá, como entre los paganos era, en mero instrumento del varón.

Aquella igualdad de derechos que tanto se exagera y de que tanto se alardea, ha de reconocerse ciertamente en lo que es propio de la persona y de la dignidad humana y en lo que se sigue al pacto conyugal y es inherente al matrimonio; en todo eso, ciertamente, ambos cónyuges gozan del mismo derecho y ambos están ligados por las mismas obligaciones; en lo demás, tiene que haber cierta desigualdad y templanza, que exigen de consuno el bien de la familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad y orden doméstico.

Sin embargo, si en alguna parte, deben de algún modo cambiarse las condiciones económicas y sociales de la mujer casada, por haber cambiado los usos y costumbres del trato humano, a la pública autoridad le toca adaptar los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de esta época, teniendo bien en cuenta lo que exige la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la familia; con tal también que permanezca incólume el orden esencial de la sociedad doméstica, fundado por más alta autoridad que la humana, es decir, la divina autoridad y sabiduría, y que no puede mudarse ni por las leyes públicas ni por los caprichos particulares.

Del divorcio

[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Los favorecedores del nuevo paganismo, no aleccionados para nada por la triste experiencia, se desatan cada día con más violencia contra la sagrada indisolubilidad del matrimonio y contra les leyes que la protegen, y pretenden que se declare lícito el divorció, a fin —dicen— que una ley más humana sustituya a leyes ya anticuadas. Muchas son, ciertamente, y muy varias las causas que aquéllos alegan en favor del divorcio: unas, que llaman subjetivas, nacidas de vicio o culpa de las personas; otras, objetivas, que dependen de la condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más áspera e ingrata la indivisible comunidad de vida...

Por esto vociferan que las leyes han de conformarse en absoluto a todas estas necesidades, al cambio de condiciones de los tiempos, a las opiniones de los hombres, a las instituciones y costumbres de los Estados; todo lo cual, aun separadamente y, sobre todo, reunido todo en haz, prueba, según ellos, de la manera más evidente, que debe absolutamente concederse por determinadas causas la facultad de divorciarse.

Otros, pasando más adelante con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio, como contrato que es puramente privado, ha de dejarse totalmente al consentimiento y arbitrio privado de cada contrayente, como se hace en los demás contratos privados, y que, por ende, puede disolverse por cualquier causa.

Pero también frente a todos estos desvaríos se levanta... la sola certísima ley de Dios, amplísimamente confirmada por Cristo, que no puede debilitarse por decreto alguno de los hombres, ni convención de los pueblos, ni por voluntad alguna de los legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]. Y si por injusticia el hombre lo separa, su acción será absolutamente nula. Por eso, con razón, como más de una vez hemos visto, afirmó Cristo mismo: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18]. Y estas palabras de Cristo miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la disolución del vinculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular.

De la “educación sexual” y de la “eugénica”

[Del Decreto del Santo Oficio, de 21 de marzo de 1931]

I) Si puede aprobarse el método que llaman de “la educación sexual” y también de la “iniciación sexual”.

Resp.: Negativamente; y ha de guardarse absolutamente en la educación de la juventud el método que por la Iglesia y por hombres santos ha sido hasta el presente empleado y que S. S. ha recomendado en su Carta Encíclica De christiana inventae educatione, fecha el día 31 de diciembre de 1929 [v. 2214]. Ha de procurarse ante todo una plena, firme y nunca interrumpida formación religiosa de la juventud de uno y de otro sexo; hay que excitar en ella la estima, el deseo y el amor de la virtud angélica e inculcarle con sumo interés que inste en la oración, que sea asidua en la recepción de los sacramentos de la penitencia y de la Santísima Eucaristía, que profese filial devoción a la Bienaventurada Virgen, madre de la santa pureza y se encomiende totalmente a su protección; que evite cuidadosamente las lecturas peligrosas, los espectáculos obscenos, las malas compañías y cualesquiera ocasiones de pecar.

Por tanto, en modo alguno puede aprobarse lo que, particularmente en estos últimos tiempos, se ha escrito y publicado, aun por parte de algunos autores católicos, en defensa del nuevo método.

II) ¿Qué debe sentirse de la llamada teoría “eugénica” tanto positiva como negativa, y de los medios por ella indicados para promover el mejoramiento de la especie humana, sin tener para nada en cuenta las leyes naturales ni divinas, ni eclesiásticas que se refieren al matrimonio y al derecho de los individuos?

Resp.: Que debe ser totalmente reprobada y tenida por falsa y condenada, como se enseña en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano Casti connubii, fecha el día 31 de diciembre de 1930 [v. 2245 s].

De la autoridad de la Iglesia en materia social y económica

[De la Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Como principio previo hay que sentar lo que brillantemente confirmó tiempo ha León XIII, a saber, que tenemos derecho y deber de juzgar con autoridad suprema sobre estas cuestiones sociales y económicas... Porque si bien es cierto que la economía y la moral, cada una en su ámbito, usan de principios propios; es, sin embargo, un error afirmar que el orden moral y el económico están tan alejados y son entre sí tan extraños, que éste no depende, bajo ningún aspecto, de aquél.

Del dominio o derecho de propiedad

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Su carácter individual y social. Así, pues, téngase ante todo por cosa cierta y averiguada que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado guiados por la dirección y el magisterio de la Iglesia, negaron jamás ni pusieron en duda el doble carácter de la propiedad, que llaman individual y social, según mire a los individuos o al bien común; sino que siempre afirmaron unánimemente que el derecho de la propiedad privada fue dado a los hombres por la naturaleza, es decir, por el Creador mismo, no sólo para que cada uno proveyera a sus necesidades y a las de la familia, sino también para que con ayuda de esta institución, los bienes que el Creador destinó para toda la familia humana, sirvieran verdaderamente para este fin, todo lo cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de cierto y determinado orden...

Obligaciones inherentes a la propiedad. Para señalar con certeza los términos de las controversias que han empezado a agitarse en torno a la propiedad y a sus deberes inherentes, hay que sentar previamente, a modo de fundamento, lo que León XIII estableció, a saber, que el derecho de la propiedad se distingue de su uso. Efectivamente, respetar religiosamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno, traspasando los limites del propio dominio, cosa es que manda la justicia que se llama conmutativa; mas que los dueños no usen de lo suyo sino honestamente, no es objeto de esta justicia, sino de otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes “no puede reclamarse por acción legal”. Por lo cual, sin razón proclaman algunos que la propiedad y el uso honesto de ella se encierran en unos mismos limites, y mucho más se desvía de la verdad afirmar que por el abuso mismo o por el no-uso caduca o se pierde el derecho de la propiedad.

Qué es lo que puede el Estado. En realidad, que los hombres en este asunto no han de tener sólo en cuenta su propio provecho, sino también el común, dedúcese del carácter mismo, como ya dijimos, individual y social juntamente de la propiedad. Ahora bien, determinar por menudo estos deberes, cuando la necesidad lo exige y la misma ley natural no lo ha hecho ya, cosa es que pertenece a los que presiden el Estado. Por tanto, la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina, y considerada la verdadera necesidad del bien común, puede determinar más concretamente que sea licito a los que poseen y qué ilícito en el uso de sus propios bienes. Es más, León XIII había sabiamente entendido que “Dios dejó al cuidado de los hombres y a las instituciones de los pueblos la delimitación de los bienes particulares”... Sin embargo, es evidente que el Estado no puede desempeñar esa función suya arbitrariamente, pues es necesario que quede siempre intacto e inviolado el derecho de poseer privadamente y de trasmitir por la herencia los bienes; derecho que el Estado no puede abolir, como quiera que “el hombre es anterior al Estado” y también “la sociedad doméstica tiene prioridad lógica y real sobre la sociedad civil”. De ahí que ya el sapientísimo Pontífice había declarado que no es licito al Estado agotar los bienes privados por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Pues como el derecho de propiedad privada no ha sido dado a los hombres por la ley, sino por la naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo atemperar su uso y conciliarlo con el bien común...

Obligaciones sobre la renta libre. Tampoco se dejan al omnimodo arbitrio del hombre sus rentas libres; aquéllas, se entiende que no necesita para sustentar conveniente y decorosamente su vida; antes bien, la Sagrada Escritura y los Santos Padres de la Iglesia con palabras clarísimas declaran a cada paso que los ricos están gravísimamente obligados a ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia.

Ahora bien, el que emplea grandes cantidades, a fin de que haya abundante facilidad de trabajo remunerado, con tal que ese trabajo se ponga en obras de verdadera utilidad; ése hay que decir que practica una ilustre obra de la virtud de la magnificencia, muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos, como lógicamente deducimos de los principios sentados por el Doctor Angélico.

Los títulos de adquisición de la propiedad. Ahora, la tradición de todos los tiempos y la doctrina de León XIII, nuestro predecesor, atestiguan con evidencia que la propiedad se adquiere originariamente por la ocupación de la cosa de nadie (res nullius) y por el trabajo o la que llaman especificación. Contra nadie, en efecto, se comete injusticia alguna, por más que algunos charlataneen en contrario, cuando se ocupa una cosa que está a disposición de todos, o sea, que no es de nadie; el trabajo, por otra parte, que el hombre ejerce en su propio nombre y por cuya virtud surge una nueva forma o un aumento de valor de la cosa, es el único que adjudica estos frutos al que trabaja.

Del capital y del trabajo

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Muy otra es la condición del trabajo que, contratado con otros, se ejerce sobre cosa ajena. A éste señaladamente se aplica lo que León XIII dice ser cosa “verdaderísima”, “que las riquezas de los Estados, no de otra parte nacen, sino del trabajo de los obreros”.

Ninguno de los dos puede nada sin el otro. De aquí resulta, que si uno no ejerce su trabajo sobre cosa propia, deberán unirse el trabajo de uno y el capital del otro, pues ninguno de los dos puede lograr nada sin el otro. Esto tenía ciertamente presente León XIII cuando escribía: “Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital”. Por lo tanto, es completamente falso atribuir al capital solo o al trabajo solo lo que se ha obtenido por la eficaz colaboración de entrambos; y totalmente injusto que uno de los dos, negada la eficacia del otro, se arrogue todo lo logrado...

Principio directivo de la justa atribución. Indudablemente, para que con estos falsos principios no se cerraran mutuamente el paso a la justicia y a la paz, unos y otros debieron haberse precavido con las sapientísimas palabras de nuestro predecesor: “Por varia que sea la forma en que la tierra esté distribuida entre los particulares, ella no cesa de servir a la utilidad de todos...”. Por lo tanto, las riquezas, que constantemente se acrecen por el desarrollo económico social, de tal modo han de distribuirse entre los individuos y las clases sociales, que quede a salvo aquella común utilidad de todos que León XIII preconiza, o, en otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad. En efecto, la viola la clase de los ricos, cuando libres de cuidados en la abundancia de sus fortunas, piensan que el justo orden de las cosas consiste en que todo el provecho sea para ellos, y nada para el obrero, no menos que la clase proletaria, cuando vehementemente encendida por la violación de la justicia, y demasiado pronta a reivindicar su solo derecho, de que tiene conciencia, lo reclama todo para si como producto de sus manos, y, por ende, combate y pretende abolir la propiedad y las rentas o intereses, que no hayan sido adquiridos por el trabajo, de cualquier género que sean y cualquiera que sea la función que en la sociedad humana desempeñen, no por otra causa, sino porque son tales [es decir, no adquiridos por el trabajo]. Ni hay que pasar por alto en esta materia cuán ineptamente y sin razón apelan algunos al dicho del Apóstol: Si alguno no quiere trabajar, no coma tampoco [2 Thess. 3, 10]. Porque el Apóstol condena a aquellos que, pudiendo y debiendo trabajar, no lo hacen y avisa que aprovechemos diligentemente el tiempo y las fuerzas de cuerpo y alma, y no gravemos a los demás, cuando nosotros podemos proveernos a nosotros mismos. Mas que el trabajo sea el título único de recibir sustento o ganancias, en modo alguno lo enseña el Apóstol [cf. 2 Thess. 3, 8-10],

Debe, pues, darse a cada uno su parte de bienes y ha de lograrse que la distribución de los bienes creados se ajuste y conforme a las normas del bien común o de la justicia social.

De la justa retribución del trabajo o salario

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Tratemos, pues, la cuestión del salario, que León XIII dijo ser de “muy grande importancia”, declarando y desenvolviendo, donde fuere preciso, su doctrina y preceptos.

El contrato de salario no es por su naturaleza injusto. En primer lugar, los que afirman que el contrato de trabajo es por su naturaleza injusto y que debe, por ende, sustituirse por el contrato de sociedad, sostienen ciertamente un absurdo y torcidamente calumnian a nuestro predecesor, cuya Encíclica no sólo admite el salario, sino que se extiende largamente explicando las normas de justicia que han de regirlo...

[Norma de la justa retribución.] Ahora bien, que la cuantía justa del salario no se debe deducir de la consideración de un solo capitulo, sino de varios, sabiamente le había ya declarado León XIII con estas palabras: “Para establecer con equidad la medida del salario, hay que tener presentes muchos puntos de vista...”.

Carácter individual y social del trabajo. Como en la propiedad, así en el trabajo, y principalmente en el trabajo contratado, se comprende evidentemente que hay que considerar no sólo su carácter personal o individual, sino también el social; porque, si no se forma cuerpo verdaderamente social y orgánico, si el orden social y jurídico no protege el ejercicio del trabajo, si las varias profesiones, que dependen unas de otras, no se conciertan entre sí y mutuamente se completan, y si, lo que es más importante, no se asocian y se unen para un mismo fin la dirección, el capital y el trabajo, el quehacer de los hombres no puede rendir sus frutos. Éste, pues, no se podría estimar justamente ni retribuir conforme a la equidad, si no se tiene en cuenta su naturaleza social e individual.

Tres factores que hay que considerar. De este doble aspecto que es intrínseco por naturaleza al trabajo humano, brotan consecuencias gravísimas, por las que debe regirse y determinarse el salario.

a) El sustento del obrero y su familia. Y en primer lugar, hay que dar al obrero un salario que sea suficiente para su propio sustento y el de su familia. Justo es, a la verdad, que el resto de la familia contribuya según sus fuerzas al sostenimiento común de todos, como es de ver particularmente en las familias de campesinos y también en muchas de artesanos y comerciantes al por menor; pero es un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En casa y en lo que se refiere de cerca a la casa es donde principalmente las madres de familia han de desarrollar su trabajo, entregándose a los quehaceres domésticos. Pero es un abuso gravísimo y con todo empeño ha de ser extirpado que la madre, por causa de la escasez del salario del padre, se vea forzada a ejercer fuera de las paredes domésticas un arte productivo abandonando sus cuidados y deberes peculiares y, sobre todo, la educación de los niños pequeños. Debe, consiguientemente, ponerse todo empeño, para que los padres de familia reciban un salario suficiente para atender convenientemente las necesidades ordinarias de una casa. Y si las presentes circunstancias no siempre permiten hacerlo así, la justicia social exige que cuanto antes se introduzcan aquellas reformas, por las que pueda asegurarse tal salario a todo obrero adulto. No será aquí inoportuno tributar las merecidas alabanzas a cuantos con sapientísimo y muy útil consejo han experimentado e intentado diversos medios para acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de la familia, de manera que, aumentadas éstas, sea aquélla más amplia; y hasta, si fuere menester, haga frente a las necesidades extraordinarias.

b) La situación de la empresa. Para determinar la cuantía, del salario, debe también haberse cuenta de la situación de la empresa y del empresario, porque sería injusto reclamar salarios desmesurados que la empresa no podría soportar sin ruina suya y consiguiente daño de los obreros. Aunque si la ganancia es menor por causa de pereza o negligencia, o por descuidar el progreso técnico o económico; ésta no debe reputarse causa justa de rebajar el salario a los obreros. Mas si las empresas mismas no disponen de entradas suficientes para pagar un salario equitativo a los obreros, ora por estar oprimidas por cargas injustas, ora por verse obligadas a vender sus productos a precio inferior al justo, quienes de tal suerte las oprimen son reos de grave delito, al privar a los obreros del justo salario, pues, forzados de la necesidad, tienen que aceptar uno inferior al justo...

c) La necesidad del bien común. Finalmente, la cuantía del salario ha de atemperarse al bien público económico. Ya hemos anteriormente expuesto cuanto contribuye a este bien público que obreros y empleados, ahorrada alguna parte que sobre de los gastos necesarios, vayan formando poco a poco un modesto capital; pero tampoco ha de pasarse por alto otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos altamente necesario y es que a cuantos pueden y quieren trabajar, se les dé oportunidad de trabajo... Es, consiguientemente, ajeno a la justicia social que con miras al propio interés y sin tener en cuenta el bien común, se rebajen o eleven demasiado los salarios de los obreros; y la misma justicia pide que, con acuerdo de consejos y voluntades, en cuanto sea hacedero se regulen los salarios de modo que el mayor número posible logren trabajo y puedan ganarse el necesario sustento de la vida.

También al capital favorecen oportunamente la justa proporción de los salarios, con la que se enlaza estrechamente la justa proporción de los precios a que se vende lo que produzcan las diversas artes, como son la agricultura, la industria y otras. Si todo esto se guarda convenientemente, las diversas artes se unirán y fundirán como en un solo cuerpo, y, a manera de miembros, se prestarán mutua ayuda y perfección. A la verdad, sólo entonces estará sólidamente establecida la economía social y alcanzará sus fines, cuando a todos y a cada uno se les procuren los bienes todos que se les pueden procurar por las riquezas y subsidios de la naturaleza, por la técnica y por la organización social y económica, y estos bienes han de ser tantos cuantos son necesarios para satisfacer las necesidades y honestas comodidades de la vida y también para elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz, que, prudentemente administrada, no sólo no empece a la virtud, sino que en gran manera la favorece.

Del recto orden social

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

[La función del Estado.] Al aludir la reforma de las instituciones, tenemos principalmente presente el Estado, no porque toda la salvación haya de esperarse de su acción, sino porque el vicio que hemos dicho del individualismo, ha reducido la situación a que, abatida y casi extinguida la rica vida social que en otros tiempos se desarrolló armónicamente por medio de asociaciones o gremios de toda clase, casi han quedado solos frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño daño de éste, pues perdida aquella forma de régimen social y recayendo sobre el Estado todas las cargas que antes sostenían las antiguas cooperaciones, se ve abrumado y oprimido por asuntos y obligaciones poco menos que infinitos...

Es, pues, menester que la suprema autoridad del Estado deje a las corporaciones los asuntos y cuidados de menor importancia, que por otra parte la entorpecerían, de donde resultará que ejecutará con más libertad, fuerza y eficacia lo que sólo a ella pertenece, como quiera que sola ella está en condiciones de hacerlo: dirigir, vigilar, urgir y reprimir, según se presente el caso y la necesidad lo exija. Persuádanse, por tanto, los gobernantes que cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, guardando el principio de la función supletiva del Estado, tanto más excelente será la autoridad y eficiencia social y tanto más próspera y feliz la situación del Estado.

Aspiración concorde de profesiones. Ahora bien, lo que ante todo ha de mirar, lo que debe intentar tanto el Estado como todo buen ciudadano es que, suprimida la lucha de clases opuestas, se suscite y promueva una concorde aspiración de profesiones...

La política social ha de dedicarse, por ende, a la reconstrucción de las profesiones... profesiones, decimos, en que se agrupen los hombres no por la función que tienen en el mercado del trabajo, sino según las diversas partes sociales que cada uno desempeña. Porque así como por instinto de la naturaleza, los que están unidos por la vecindad del lugar, forman un municipio; así quienes se dedican a la misma arte o profesión —tanto si es económica como de algún otro género— formen ciertos gremios o cuerpos, de tal suerte que estas corporaciones que tienen su propio derecho, han sido por muchos tenidas si no por esenciales, por lo menos como naturales a la sociedad civil...

Apenas hace falta recordar que lo que León XIII enseñó acerca de la forma de gobierno, lo mismo, guardada la debida proporción, se aplica a los gremios o corporaciones profesionales: es decir, que los hombres son libres de elegir la forma que quisieren, con tal que se atienda a las exigencias de la justicia y del bien común.

  Libertad de asociación. Ahora bien, como los habitantes de un municipio suelen fundar asociaciones para los más varios fines, en los que cada uno tiene amplia libertad de inscribirse o no; así los que ejercen la misma profesión formarán asociaciones igualmente libres unos con otros para los fines de algún modo conexos con el ejercicio de su profesión. Como estas libres asociaciones, las explica distinta y lúcidamente nuestro predecesor, de gloriosa memoria, nos contentamos con inculcar un solo punto: que el hombre tiene libre facultad no sólo de fundar estas asociaciones que son de derecho y orden privado, sino “de adoptar libremente en ellas aquella disciplina y aquellas leyes que se juzgue mejor han de conducir al fin que se propone”. La misma libertad hay que afirmar, de instituir asociaciones que excedan los límites de las profesiones particulares. Ahora bien, aquellas de las asociaciones libres que estén ya en estado floreciente y se gocen de sus saludables frutos, traten de preparar el camino para aquellas agrupaciones u órdenes más perfectos de los que antes hemos hecho mención y procuren con varonil denuedo realizarlas, según la mente de la doctrina social cristiana.

Restauración del principio directivo de la economía. Otro punto hay que procurar todavía, muy enlazado con el anterior. A la manera que la sociedad humana no puede basarse en la lucha de clases, así tampoco el recto orden económico puede quedar abandonado al libre juego de la concurrencia... Hay que buscar, pues, más altos y más nobles principios por los que este poder sea severa e íntegramente gobernado: a saber, la justicia social y la caridad social. Por tanto, las mismas instituciones de los pueblos y, por ende, de la vida social entera, han de estar imbuídas de aquella justicia y ello es sobremanera necesario para que resulte verdaderamente eficaz, es decir, que constituya un orden jurídico y social del que esté como impregnada toda la economía. En cuanto a la caridad social, ha de ser como el alma de ese orden, a cuya defensa y vindicación efectiva es menester que se entregue denodadamente la autoridad pública; y le será menos difícil lograrlo, si echa de si aquellas cargas que antes hemos declarado no competirle.

Es más, convendría que varias naciones, puesto que en el orden económico dependen en gran parte unas de otras y necesitan de la mutua cooperación, unieran sus esfuerzos y trabajos para promover, por sabios convenios e instituciones, la fausta y feliz cooperación de los pueblos en materia económica.

Del socialismo

[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

Declaramos lo siguiente: el socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya como “acción”, si realmente sigue siendo socialismo, aun después de las concesiones a la verdad y a la justicia que hemos dicho, es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, pues concibe la misma sociedad como totalmente ajena a la verdad cristiana.

Su concepción de la sociedad y del carácter social del hombre, es absolutamente ajena a la verdad cristiana. En efecto, según la doctrina cristiana, el hombre, dotado de naturaleza socia], ha sido puesto por Dios en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada por Dios [cf. Rom. 13, 1], cultive y desenvuelva plenamente todas sus facultades a gloria y alabanza de su Creador y, cumpliendo fielmente el deber de su profesión u otra vocación, alcance su felicidad, temporal y eterna juntamente. El socialismo, en cambio, totalmente ignorante y descuidado de este fin sublime tanto del hombre como de la sociedad, pretende que el consorcio humano ha sido instituido por causa del solo bienestar...

Católico y socialista son términos antitéticos. Y si el socialismo, como todos los errores, tiene en si algo de verdad (lo que ciertamente nunca han negado los Sumos Pontífices), se apoya, sin embargo, en una doctrina sobre la sociedad humana —doctrina que le es propia—, que disuena del verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, son términos contradictorios. Nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista...

De la maternidad universal de la Bienaventurada Virgen María

[De la Encíclica Lux Veritatis, de 20 de diciembre de 1931]

Es decir, que ella, por el hecho mismo de haber dado a luz al Redentor del género humano, es también, en cierto modo, madre benignísima de todos nosotros, a quienes Cristo Señor quiso tener por hermanos. “Tal—dice nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII— nos la dio Dios, quien por el hecho mismo de haberla elegido para madre de su Unigénito, le infundió sentimientos verdaderamente maternales que no respiran sino amor y misericordia; tal, con su modo de obrar, nos la mostró Jesucristo, al querer estar voluntariamente sometido y obedecer a María como hijo a su madre; tal nos la proclamó desde la cruz, cuando en el discípulo Juan encomendó a su cuidado y amparo a todo el género humano [Ioh. 19, 26 s]; tal, finalmente, se dio ella misma, cuando al abrazar generosamente aquella herencia de inmenso trabajo que su hijo moribundo le dejaba, empezó inmediatamente a cumplir para todos sus oficios de madre”.

De la falsa interpretación de algunos textos bíblicos

[Respuesta de la Comisión Bíblica, de 1º de julio de 1933]

I. Si es licito a un católico, sobre todo dada la interpretación: auténtica del Principe de los Apóstoles [Act. 2, 24-33; 13, 35-37], interpretar las palabras del salmo 15, 10-11: No abandonarás a mi alma en lo profundo, ni permitirás que tu santo vea la corrupción. Me diste a conocer los senderos de la vida, como si el autor sagrado no hubiera hablado de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Resp.: Negativamente.

II. Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se: leen en San Mateo 16, 26: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre daño en su alma? O, ¿qué cambio dará el hombre por su alma? Y juntamente las que trae San Lucas, 9, 25: Porque ¿qué adelanta el hombre con ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo y a sí mismo causa daño?, no se refieren en su sentido literal a la salvación eterna del alma, sino sólo a la vida temporal del hombre, no obstante el tenor de las mismas palabras y su contexto, así como la unánime interpretación católica.

Resp.: Negativamente.

De la necesidad y misión del sacerdocio

[De la Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]

En ningún tiempo ha dejado de sentir el género humano la necesidad de sacerdotes, es decir, de hombres, que por oficio legítimamente conferido, fueran los conciliadores de Dios y los hombres, la función de los cuales durante toda su vida comprendiera los menesteres que dicen relación con la eterna Divinidad y que ofrecieran plegarias, expiaciones y sacrificios en nombre de la sociedad misma, que tiene realmente obligación de practicar públicamente la religión, de reconocer a Dios como dueño supremo y primer principio, de proponérselo como su último fin, rendirle gracias inmortales y hacérselo propicio. A la verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres se tiene noticia, si no se los fuerza a obrar contra las leyes más santas de la naturaleza humana, siempre se hallan ministros de las cosas sagradas, aun cuando con harta frecuencia estén al servicio de la superstición; e igualmente, dondequiera los hombres profesan alguna religión, dondequiera erigen un altar, no sólo no carecen de sacerdotes, sino que se les rodea de peculiar veneración.

Sin embargo, cuando brilló la divina revelación, la función sacerdotal fue distinguida con dignidad ciertamente mucho mayor, dignidad que por cierta misteriosa manera, anticipadamente anuncia aquel Melquisedec, sacerdote y rey [Gen. 14, 18], cuyo símbolo relaciona el Apóstol Pablo con la persona y el sacerdocio de Jesucristo [cf. Hebr. 5, 10; 16, 20; 7, 1-11 y 15].

Y si el ministro de lo sagrado, según la preclara sentencia del mismo Pablo, es tomado de entre los hombres; no obstante, está constituído en favor de los hombres en aquellas cosas que atañen a Dios [Hebr. 5, 1], es decir: su ministerio no mira a las cosas humanas y perecederas, por más dignas que puedan parecer de estimación y alabanza, sino a las divinas y juntamente eternas...

En las Sagradas Letras del Antiguo Testamento se atribuyen peculiares oficios, cargos y ritos al sacerdote, constituido según las normas que Moisés por inspiración y voluntad de Dios promulgara...

Mas el sacerdocio del Antiguo Testamento, no de otra parte tomaba sus glorias y majestad sino de que anticipadamente anunciaba el del Nuevo y eterno Testamento dado por Jesucristo, es decir, instituido por la sangre del verdadero Dios y Hombre.

El Apóstol de las gentes, tratando sumaria y rápidamente de la grandeza, dignidad y misión del sacerdocio cristiano, esculpe como a cincel su sentencia con estas palabras: Así nos ha de mirar el hombre, como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 9, 1].

De los efectos del orden del presbiterado

[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]

El sacerdote es ministro de Cristo: es, por consiguiente, como un instrumento del divino Redentor para poder proseguir a lo largo de los tiempos aquella obra suya admirable que, reintegrando con superior eficacia a toda la sociedad humana, la condujo a un culto más excelso. Más aún, él es, como solemos decir con toda razón, “otro Cristo”, puesto que representa su persona, según aquellas palabras: Como el Padre me ha enviado, así también yo os envío [Ioh. 20, 21]; y del mismo modo que su Maestro por voz de los ángeles, así él canta Gloria a Dios en las alturas y persuade la paz a los hombres de buena voluntad [cf. Lc. 2, 14]...

Tales poderes, conferidos al sacerdote por un peculiar sacramento, no son caducos y pasajeros, sino estables y perpetuos, como quiera que proceden del carácter indeleble, impreso en su alma por el que, a semejanza de Aquel, de cuyo sacerdocio participa se ha hecho Sacerdote para siempre [Ps. 109, 4]. Y aun cuando por fragilidad humana, cayere en error o en infamias morales; jamás, sin embargo, podrá borrar de su alma este carácter sacerdotal. Además, por el sacramento del orden, no recibe el sacerdote solamente este carácter sacerdotal, ni sólo aquellos poderes excelsos, sino que se le concede también una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, a condición de que fielmente secunde con su libre cooperación la virtud de los celestes dones divinamente eficaces, podrá responder de manera ciertamente digna y con ánimo levantado a los arduos deberes del ministerio recibido...

De estos sagrados retiros [los ejercicios espirituales], podrá también resultar alguna vez la utilidad de que, quien ha entrado “en la herencia del Señor”, no llamado por Cristo mismo, sino guiado por sus propios consejos terrenos, pueda resucitar la gracia de Dios [cf. 2 Tim. 1, 6]; pues, como quiera que también ése está adscrito a Cristo y a la Iglesia por vínculo perpetuo, no podrá menos de abrazar el consejo de San Bernardo: “Haz en adelante buenos tus caminos, tus intentos y tu santo ministerio: si la santidad de la vida no precedió, que siga al menos”. La gracia que Dios da comúnmente y que da por peculiar razón al que recibe el sacramento del orden, sin duda le ayudará también a él, con tal que en verdad quiera, no sólo para corregir lo que en un principio fue tal vez viciosamente puesto, sino para entender y cumplir los deberes de su vocación.

Del oficio divino, como oración pública de la Iglesia

[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]

El sacerdote, finalmente, continuando también en esto la misión de Jesucristo que pasaba la noche en la oración de Dios [Lc. 6, 12] y vive siempre para interceder por nosotros [Hebr. 7, 25], es de oficio el público intercesor ante Dios en favor de todos, y tiene mandamiento de ofrecer a la Divinidad celeste en nombre de la Iglesia no sólo el verdadero y propio sacrificio del altar, sino también el sacrificio de alabanza [Ps. 49, 14] y las comunes oraciones; es decir, que el sacerdote, con salmos, súplicas y cánticos, tomados en gran parte de las Sagradas Letras, una y otra vez a diario rinde a Dios el debido tributo de adoración, y cumple este necesario deber de impetración en favor de los hombres...

Si la oración, aun privada, goza de tan solemnes y magnificas promesas, como las que le hizo Jesucristo [Mt. 7, 7-11; Mc. 11, 24; Lc. 11, 9-13] indudablemente, mayor fuerza y virtud tienen las súplicas que se hacen oficialmente en nombre de la Iglesia, es decir, de la esposa querida del Redentor.

De la justicia social

[De la Encíclica Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937]

[51] Pero aparte de la justicia que llaman conmutativa, hay que practicar también la justicia social, la que ciertamente impone deberes a que ni obreros ni patronos pueden sustraerse. Ahora bien, a la justicia social toca exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Mas así como, tratándose de cualquier organismo de cuerpo viviente, no se provee al todo, si no se da a cada miembro cuanto necesita para desempeñar su función; así, en lo que atañe a la organización y gobierno de la comunidad, no puede mirarse por el bien de la sociedad entera, si no se distribuye a cada miembro, es decir, a los hombres adornados de la dignidad de personas, todo aquello que necesitan para cumplir cada uno su función social. Consiguientemente, si se hubiere atendido a la justicia social, la economía dará los copiosos frutos de una actividad intensa, que madurarán en la tranquilidad del orden y pondrán de manifiesto la fuerza y firmeza del Estado, a la manera que la salud del cuerpo humano se conoce por su inalterado, pleno y fructuoso trabajo.

[52] Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social, si los obreros no tienen asegurado su sustento y el de sus familias con un salario proporcionado a este fin; si no se les facilita alguna ocasión de una modesta fortuna para prevenir la plaga del pauperismo, que tan ampliamente se difunde; si no se toman precauciones en su favor con instituciones públicas o privadas de seguros para el tiempo de la vejez, de la enfermedad o del paro. Y sobre este punto, nos es grato referir lo que dijimos en nuestra Carta Encíclica Quadragesimo anno: “A la verdad, sólo entonces la economía social... favorece” [v. 2265].

De la resistencia contra el abuso del poder

[De la Encíclica Firmissimam constantiam a los Obispos de Méjico, de 28 de marzo de 1937]

Hay que conceder ciertamente que para el desenvolvimiento de la vida cristiana son también necesarios los auxilios externos, que se perciben por los sentidos, y juntamente que la Iglesia, como sociedad humana que es, necesita absolutamente para su vida e incremento, de una justa libertad de acción, y los fieles mismos gozan del derecho de vivir en la sociedad civil de acuerdo con los dictámenes de la razón y la conciencia.

Síguese de ahí que cuando se atacan las libertades originarias del orden religioso y civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos católicos. Sin embargo, aun la vindicación de estos derechos y libertades, puede ser, según las diversas circunstancias, más o menos oportuna, más o menos vehemente. Pero vosotros mismos, Venerables Hermanos, habéis repetidas veces enseñado a vuestros fieles, que la Iglesia, aun a costa de graves sacrificios de su parte, es favorecedora de la paz y del orden y condena toda rebelión injusta, es decir, la violencia contra los poderes constituidos. Por lo demás, también es vuestra la afirmación que si alguna vez los poderes mismos atacan manifiestamente la verdad y la justicia, de suerte que destruyen los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo pudiera condenarse a aquellos ciudadanos que Se coaligaran para la propia defensa y para salvar la nación, empleando medios lícitos y adecuados contra quienes abusan del mando para ruina del Estado.

Y si bien la solución de esta cuestión depende necesariamente de las circunstancias particulares; sin embargo, hay que poner en clara luz algunos principios:

1. Estas reivindicaciones tienen razón de medio o bien de fin relativo, no de fin último y absoluto.

2. Que en su razón de medios, deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente malas.

3. Como tienen que ser convenientes y adecuadas al fin, han de emplearse en la medida en que, total o parcialmente, conducen al fin propuesto, de tal modo, sin embargo, que no acarreen a la comunidad y a la justicia daños mayores que los que tratan de reparar.

4. El uso, empero, de tales medios y el pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos, como quiera que comprende también los casos de orden puramente temporal y técnico, y de defensa violenta, no pertenece directamente a la función de la Acción Católica, aunque sea deber de ésta instruir a los católicos sobre el recto ejercicio de sus propios derechos, y la reivindicación de los mismos por justos medios, en cuanto así lo exige el bien común.

5. El Clero y la Acción Católica, como quiera que por la misión de paz y amor a ellos encomendada, están obligados a unir a todos los hombres en el vínculo de la paz [Eph. 4, 3], deben en gran manera contribuir a la prosperidad de las naciones, ora señaladamente fomentando la reconciliación de las clases y de los ciudadanos, ora secundando todas las iniciativas sociales que no estén en desacuerdo con la doctrina y la ley moral de Cristo.

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