MAGISTERIO DE LA IGLESIA
LEON
XIII, 1878-1903
De
la recepción de los herejes convertidos
[Del
Decreto del Santo Oficio de 20 de noviembre de 1878]
Sobre
la duda: “Si debe
administrarse el bautismo condicionado a los herejes que se convierten a la fe
católica, de cualquier lugar que provengan y a cualquier secta que
pertenezcan”:
Se
respondió: “Negativamente.
Pero en la conversión de los herejes, de cualquier lugar o de cualquier secta
que vengan, hay que inquirir sobre la validez del bautismo recibido en la herejía.
Tenido, pues, en cada caso el examen, si se averiguare que o no se confirió
bautismo o fue nulamente conferido, han de bautizarse absolutamente. Pero si
practicada la investigación conforme al tiempo y la razón de los lugares, nada
se descubre ora en pro, ora en contra de la validez, o queda todavía duda
probable sobre la validez del bautismo, entonces bautícense privadamente bajo
condición. Finalmente, si constare que el bautismo fue válido, han de ser sólo
recibidos a la abjuración o profesión de fe”.
Del
socialismo
[De
la Encíclica Quod Apostolici muneris, de 28 de diciembre de 1878]
Según
las enseñanzas del Evangelio, la igualdad de los hombres consiste en que, habiéndoles
a todos cabido en suerte la misma naturaleza, todos son llamados a la dignidad
altísima de hijos de Dios, y juntamente en que, habiéndose señalado a todos
un solo y mismo fin, todos han de ser juzgados por la misma ley, para conseguir,
según sus merecimientos, el castigo o la recompensa.
Sin
embargo, la desigualdad de derecho y poder dimana del autor mismo de la
naturaleza, de quien toda paternidad recibe su nombre en el cielo y en la
tierra [Eph. 3, 15]. Ahora bien, de tal manera se enlazan entre sí
por mutuos deberes y derechos, según la doctrina y preceptos católicos, las
mentes de los príncipes y de los súbditos que por una parte se templa la
ambición de mando, y por otra se hace fácil, firme y nobilísima la razón de
la obediencia...
Sin
embargo, si alguna vez se diere el caso de que la pública potestad sea ejercida
por los príncipes temerariamente y traspasando sus límites, la doctrina de la
Iglesia Católica no permite levantarse por propia cuenta contra ellos, a fin de
que no se perturbe más y más la tranquilidad del orden o de ahí reciba la
sociedad mayor daño; y cuando la cosa llegare a términos que no brille otra
esperanza de salvación, enseña que ha de acelerarse el remedio con los méritos
de la paciencia cristiana y con instantes oraciones a Dios. Pero si los
decretos de los legisladores y príncipes sancionaran o mandaran algo que
repugne a la ley divina o natural, la dignidad y el deber del nombre cristiano y
la sentencia apostólica persuaden que se debe obedecer más a Dios que a los
hombres [Act. 5, 29].
Mas
la sabiduría católica, apoyada en los preceptos de la ley divina y natural, ha
provisto también prudentísimamente a la tranquilidad pública y doméstica por
su sentir y doctrina acerca del derecho de propiedad y la repartición de los
bienes que han sido adquiridos para lo necesario o útil a la vida. Porque
mientras los socialistas acusan al derecho de propiedad como invención que
repugna a la igualdad natural de los hombres y, procurando la comunidad de
bienes, piensan que no debe sufrirse con paciencia la pobreza y que pueden
impunemente violarse las posesiones y derechos de los ricos; la Iglesia, con más
acierto y utilidad, reconoce la desigualdad entre los hombres —naturalmente
desemejantes en fuerzas de cuerpo y de espíritu— aun en la posesión de los
bienes, y manda que cada uno tenga, intacto e inviolado, el derecho de propiedad
y dominio, que viene de la misma naturaleza. Porque sabe la Iglesia que el hurto
y la rapiña de tal modo están prohibidos por Dios, autor y vengador de todo
derecho, que no es lícito ni aun desear lo ajeno, y que los ladrones y
rapaces, no menos que los adúlteros e idólatras, están excluídos del reino
de los cielos [I Cor. 6, 9 s].
No
por eso, sin embargo, descuida el cuidado de los pobres u omite acudir como
piadosa madre a las necesidades de aquéllos; antes bien, abrazándolos con
maternal afecto, y sabiendo muy bien que representan la persona de Cristo mismo,
que tiene por hecho a sí mismo aun el más pequeño beneficio que se preste a
cualquiera de los pobres, los tiene en grande honor y los alivia con la ayuda
que puede; cuida de que en todas las partes de la tierra se levanten casas y
hospicios para recogerlos, alimentarlos y cuidarlos y toma tales instituciones
bajo su tutela. A los ricos, aprémialos con gravísimo mandamiento de que den
lo superfluo a los pobres y les amenaza con el juicio divino que ha de
condenarlos a los suplicios eternos, si no socorren la necesidad de los pobres.
Finalmente, ella alivia y consuela sobremanera las almas de los pobres, ora poniéndoles
delante el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro
[2 Cor. 8, 9]; ora recordandoles las palabras del mismo Cristo, por las que
declaró bienaventurados los pobres [Mt. 5, 3] y Ies mandó esperar los
premios de la eterna bienaventuranza.
Del
matrimonio cristiano
[De
la Encíclica Arcanum divinae sapientae, de 10 de febrero de 1880]
Como
recibido del magisterio de los Apóstoles hay que considerar cuanto nuestros
Santos Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron
siempre [v. 970], a saber, que Cristo Señor levantó el matrimonio a dignidad
de sacramento, v que juntamente hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos
por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron, alcanzaran la
santidad en el mismo matrimonio; que en éste, maravillosamente conformado al
ejemplar de su mística unión con la Iglesia, no sólo perfeccionó el amor que
es conforme a la naturaleza [Concilio Tridentino, sesión 24, c. 1, de la
reforma del matr.; cf. 969], sino que estrechó más fuertemente la sociedad
del varón y de la mujer, indivisible por su naturaleza, con el vínculo de su
caridad divina...
Ni
debe tampoco convencer a nadie la distinción tan decantada por los regalistas,
en virtud de la cual separan del sacramento el contrato matrimonial, con la
intención, a la verdad, de que, reservado a la Iglesia lo que tiene razón de
sacramento, pase el contrato a la potestad y arbitrio de los gobernantes del
Estado. Porque semejante distinción o, más exactamente, violenta separación,
no puede ser admitida, como quiera que es cosa averiguada que en el matrimonio
cristiano el contrato no es disociable del sacramento, y no puede, por ende,
darse verdadero y legítimo contrato sin que sea, por el mero hecho, sacramento.
Porque Cristo Señor enriqueció al matrimonio con la dignidad de sacramento;
ahora bien, el matrimonio es el contrato mismo, si ha sido legítimamente hecho.
Alégase a esto que el matrimonio es sacramento por ser signo sagrado que
produce la gracia y representa la imagen de las místicas nupcias de Cristo con
la Iglesia. Ahora bien, la forma y figura de éstas se expresa justamente con
aquel mismo vínculo de suprema unión con que quedan mutuamente ligados varón
y mujer y que no es otra cosa que el matrimonio mismo. Así, pues, es evidente
que todo legítimo matrimonio entre cristianos es en sí y de por sí
sacramento, y nada se aleja más de la verdad que hacer del sacramento una
especie de ornamento añadido, y una propiedad extrínsecamente sobrevenida, que
puede, al arbitrio de los hombres, separarse y ser extraña al contrato.
Sobre
el poder civil
[De
la Encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881]
Aunque
el hombre, incitado por cierta arrogancia y contumacia ha intentado muchas veces
rechazar el freno de la obediencia, nunca, sin embargo, ha podido conseguir no
obedecer a nadie. La necesidad misma obliga a que en toda asociación y
comunidad de hombres haya algunos que estén al frente... Pero conviene atender
en este lugar que los que han de presidir el Estado pueden en ciertos casos ser
elegidos por voluntad y juicio del pueblo, sin que a ello se opongan ni repugne
la doctrina católica. A la verdad, por esta elección se designa el gobernante,
pero no se le confieren los derechos de gobierno ni se le entrega el mando, sino
que se designa por quién ha de ser desempeñado. Tampoco se discute aquí sobre
las formas de gobierno; no hay, en efecto, razón alguna por que no haya de ser
aprobado por la Iglesia el mando de uno solo o de varios, con tal que sea justo
y se ordene al bien común. Por eso, salva la justicia, no se prohibe a los
pueblos que se procuren aquel género de gobierno que mejor se adapta a su
natural o a las leyes y costumbres de sus mayores.
Por
lo demás, respecto al poder civil, la Iglesia enseña rectamente que viene de
Dios... Es grande error no ver, lo que es manifiesto, que no siendo los hombres
una especie que vague solitaria. independientemente de su libre voluntad, han
nacido para la comunidad natural; y además, ese pacto que proclaman, es
evidentemente fantástico y fingido y no es capaz de otorgar al poder civil
tanta fuerza, dignidad y firmeza cuanta requieren la tutela del estado y el bien
común de los ciudadanos. Sino que esas excelencias y garantías todas sólo las
tendrá el poder, si se entiende que dimana de Dios, su fuente augusta y santísima...
Una
sola causa tienen los hombres para no obedecer, y es cuando se les pide algo que
abiertamente repugne al derecho natural o divino; porque todo aquello en que se
viola el derecho de la naturaleza o la voluntad de Dios, tan criminal es
mandarlo como hacerlo. Si alguno, pues, se viere en el trance de tener que
escoger entre desobedecer los mandatos de Dios o de los príncipes, hay que
obedecer a Jesucristo que nos manda dar a Dios lo que es de Dios y al César
lo que es del César [Mt. 22, 21], y a ejemplo de los Apóstoles, responder
animosamente: Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act.
5, 29]... No querer referir a Dios como a su autor el derecho de mandar es
querer que se le borre su bellísimo esplendor y que se le corten sus nervios...
En
realidad, a la llamada Reforma, cuyos secuaces y caudillos atacaron con
las nuevas doctrinas los cimientos de la potestad religiosa y civil, siguiéronla
repentinos tumultos y audacísimas rebeliones, sobre todo en Alemania... De
aquella herejía trajo su origen en el siglo pasado la pseudofilosofía, el
derecho que llaman nuevo, el imperio del pueblo y una licencia que
desconoce todo límite, a la que muchos tienen por la sola libertad. De ahí se
ha venido a las plagas que con todo eso confinan, es decir: al comunismo, al
socialismo, al nihilismo, monstruos espantosos, que son casi el
aniquilamiento de la humana sociedad...
A
la verdad, la Iglesia de Cristo no puede ser ni sospechosa a los gobernantes ni
mal vista de los pueblos. A los gobernantes, por una parte, ella misma los
amonesta a seguir la justicia y a no apartarse en cosa alguna de su deber; pero
juntamente robustece y de muchos modos ayuda a su autoridad. La Iglesia reconoce
y declara que lo perteneciente a las cosas civiles está en la potestad y
suprema autoridad de aquellos; en lo que, si bien por causa diversa, pertenece a
la vez a la potestad religiosa y civil, quiere que haya concordia entre una y
otra, a fin de evitar las contiendas funestas para entrambas.
De
las sociedades secretas
[De
la Encíclica Humanum genus, de 20 de abril de 1884]
Nadie
piense que le es lícito por causa alguna dar su nombre a la secta masónica, si
tiene la profesión de católico y la salvación de su alma en la estima que
debe tenerla. Ni engañe a nadie una simulada honestidad; puede, en efecto,
parecer a algunos que nada exigen los masones que sea contrario abiertamente a
la santidad de la religión y de las costumbres; mas como la razón y causa toda
de la secta está en el vicio y la infamia, justo es que no sea lícito unirse
con ellos o de cualquier modo ayudarlos...
[De
la Instrucción del Santo Oficio de 10 de mayo de 1884]
...
(3) a fin de que no haya lugar a error cuando haya de determinarse cuáles de
esas perniciosas sectas están sometidas a censura, y cuáles sólo a prohibición,
cierto es en primer lugar que están castigados con excomunión latae
sententiae, la masónica y otras sectas de la misma especie que... maquinan
contra la Iglesia o los poderes legítimos, ora lo hagan oculta, ora públicamente,
ora exijan o no de sus secuaces el juramento de guardar secreto.
(4)
Aparte de éstas, hay otras sectas prohibidas y que deben evitarse bajo pena de
culpa grave, entre las cuales hay que contar principalmente todas aquellas que
exigen por juramento a sus secuaces no revelar a nadie el secreto y prestar omnímoda
obediencia a jefes ocultos. Hay, además, que advertir que existen algunas
sociedades que, si bien no puede determinarse de manera cierta si pertenecen o
no a las que hemos nombrado, son sin embargo dudosas y están llenas de peligro,
ora por las doctrinas que profesan, ora por la conducta de aquellos bajo cuya guía
se reunieron y se rigen...
De
la asistencia del médico o confesor al duelo
[De
la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Poitiers, de 31 de mayo de 1884]
A
las dudas:
I.
¿Puede el médico, rogado por los duelistas, asistir al duelo con intención de
poner antes fin a la lucha o simplemente de vendar o curar las heridas, sin que
incurra en la excomunión reservada simplemente al Sumo Pontífice?
II.
¿Puede, por lo menos, sin presenciar el duelo, quedarse en una casa vecina o en
lugar cercano, próximo y preparado para prestar su auxilio, si los duelistas lo
necesitaren?
III.
¿Qué debe pensarse del confesor en las mismas condiciones?
Se
respondió:
A
I. Que no puede y se incurre en la excomunión.
A
II y III. En cuanto se hace de común acuerdo, no se puede, y se incurre
igualmente en la excomunión.
De
la cremación de los cadáveres
[De
los Decretos del Sano Oficio, de 19 de mayo y 15 de diciembre de 1886]
A
las dudas:
I.
¿Es lícito dar su nombre a las sociedades, cuyo fin es promover la práctica
de quemar los cadáveres humanos?
II.
¿Es lícito mandar que se quemen los cadáveres propios o de los demás?
Se
respondió el día 19 de mayo de 1886:
A
I. Negativamente, y si se trata de sociedades filiales de la masónica, se
incurre en las penas dadas contra ésta.
A
II. Negativamente.
Luego,
el día 15 de diciembre de 1886:
Cuando
se trate de aquellos cuyos cuerpos no se queman por propia voluntad, sino por la
ajena, pueden cumplirse los ritos y sufragios de la Iglesia, ora en casa, ora en
el templo, pero no en el lugar de la cremación, removido el escándalo. Ahora
bien, el escándalo podrá también removerse, haciendo conocer que la cremación
no fue elegida por propia voluntad del difunto. Mas si se trata de quienes por
propia voluntad escogieron la cremación y en esta voluntad perseveraron cierta
y notoriamente hasta la muerte, atendido el decreto de la feria IV, 19 de mayo
de 1886 [cf. supra], hay que obrar con ellos de acuerdo con las normas del Ritual
Romano, Tit. Quibus non licet dare ecclesiasticam sepulturam. En los casos
particulares en que pueda surgir duda o dificultad, ha de consultarse al
Ordinario...
Del
divorcio civil
[Del
Decreto del Santo Oficio, de 27 de mayo de 1886]
Algunos
obispos de Francia propusieron a la S. R. y U. Inquisición las dudas
siguientes: “En la carta de la S. R. y U. Inquisición, de 25 de junio de
1885, dirigida a todos los ordinarios de dominio francés, se decreta así
acerca de la ley del divorcio: En atención a gravísimas circunstancias de
cosas, tiempos y lugares, puede tolerarse que los magistrados y abogados traten
en Francia las causas matrimoniales, sin que estén obligados a retirarse de su
cargo, añadió las condiciones, la segunda de las cuales es ésta: Con
tal que estén en tal disposición de ánimo, ora sobre la validez y nulidad del
matrimonio, ora sobre la separación de los cuerpos, de cuyas causas se ven
obligados a tratar, que nunca dicten sentencia ni defiendan que debe dictarse o provoquen
o exciten a ella, si es contraria al derecho civil o eclesiástico.”
Se
pregunta:
1.
¿Es recta la interpretación, difundida por Francia, incluso en textos
impresos, según la cual satisface a la precitada condición el juez que, aun
cuando un matrimonio sea válido delante de la Iglesia, prescinde totalmente de
tal matrimonio, que es verdadero y constante, y, aplicando la ley civil,
dictamina que ha lugar a divorcio, con tal que en su mente sólo intente romper
los efectos civiles y el solo contrato civil, y a ellos solos miren los términos
de la sentencia dictada? En otros términos: ¿la sentencia así dada puede
decirse que no es contraria al derecho civil o eclesiástico?
II.
Después de que el juez sentenció que ha lugar a divorcio, ¿puede el síndico
(en francés: le maire), mirando también éste sólo los efectos civiles
y el solo contrato civil, como arriba se expone, declarar el divorcio, aunque el
matrimonio sea válido ante la Iglesia?
III.
Declarado el divorcio, ¿puede el mismo síndico unir civilmente con otro al cónyuge
que intenta pasar a nuevas nupcias, aun cuando el primer matrimonio sea válido
ante la Iglesia y viva la otra parte?
Se
respondió:
Negativamente
a I, II y III.
De
la constitución de los Estados
[De
la Encíclica Immortale Dei, de 1 de noviembre de 1885]
Así,
pues, Dios ha distribuído el gobierno del género humano entre dos potestades,
a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas;
otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su género; una y otra
tienen límites determinados, en que han de contenerse, y ésos definidos por la
naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se circunscribe una como
esfera en que se desarrolla por derecho propio la acción de cada una... Así,
pues, todo lo que en las cosas humanas es de algún modo sagrado, todo lo que
pertenece al culto de Dios y a la salvación de las almas, ora sea tal por su
naturaleza, ora en cambio se entienda como tal por razón de la causa a que se
refiere; todo eso está en la potestad y arbitrio de la Iglesia; todo lo demás,
empero, que comprende el género civil y político, es cosa clara que está
sujeto a la potestad civil, como quiera que Jesucristo mandó que se diera al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios [Mt. 22, 21]. Sin
embargo, alguna vez hay circunstancias en que vige también otro modo de
concordia, a saber: cuando determinados gobernantes de la cosa pública y el
Romano Pontífice se ponen de acuerdo sobre un asunto particular. En tales
circunstancias, la Iglesia da eximias muestras de su materna piedad, puesto que
suele llevar su facilidad y condescendencia al extremo máximo posible...
Mas
querer que la Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el desempeño de
sus deberes, es no sólo grande injusticia, sino temeridad grande. Por semejante
hecho se atropella el orden, porque se antepone lo que es natural a lo que está
por encima de la naturaleza; se suprime o, por lo menos, en gran manera se
disminuye la muchedumbre de bienes de que, si no se le pusiera obstáculo,
colmaría la Iglesia la vida común; además, se abre camino a las enemistades y
conflictos, los cuales cuánto daño acarrean a una y otra potestad, con
demasiada frecuencia lo han demostrado los acontecimientos. Tales doctrinas que
la razón humana no aprueba y que son de suma importancia para la disciplina
civil, los Romanos Pontífices antecesores nuestros, entendiendo bien lo que de
ellos pedía el cargo apostólico, no consintieron en modo alguno que se
propagaran impunemente. Así Gregorio XVI, por la Carta Encíclica que empieza Mirari
vos, de 15 de agosto de 1882 [v. 1613 ss], condenó con grande gravedad de
sentencias lo que ya entonces se proclamaba: que en cuestión de religión, no
hay que hacer distinción ninguna; que cada uno puede juzgar de la religión lo
que mejor le plazca, que nadie tiene otro juez que la conciencia; que es además
lícito publicar lo que cada uno sienta, e igualmente lícito tramar
revoluciones en el Estado. Sobre la separación de ]a Iglesia y del Estado, el
mismo Pontífice se expresa así: “Ni podemos tampoco augurar más prósperos
sucesos para la religión y para el poder, de los deseos de aquellos que a todo
trance quieren la separación de la Iglesia y el Estado y que se rompa la
concordia del poder civil con el sacerdocio. Lo que consta es que es en gran
manera temida por los amadores de una impudentísima libertad aquella concordia
que fue siempre fausta y saludable, lo mismo a la religión que al Estado.” No
de modo distinto, Pío IX notó, según se ofreció la oportunidad, muchas de
aquellas opiniones falsas que habían particularmente empezado a cobrar fuerza y
posteriormente mandó reducirlas a un índice, a fin de que, en medio de tan
grande aluvión de errores, tuvieran los católicos ante los ojos lo que sin
tropiezo habían de seguir.
Ahora
bien, de estas enseñanzas de los Pontífices debe absolutamente entenderse que
el origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no en la muchedumbre;
que la licitud de las sediciones repugna a la razón; que no tener en nada los
deberes de la religión o guardar la misma actitud ante las varias formas de
religión, no es lícito a los particulares ni es lícito a los Estados; que la
inmoderada libertad de sentir y de manifestar públicamente lo que se sienta, no
está entre los derechos de los ciudadanos ni debe en modo alguno ponerse entre
las cosas dignas de gracia y protección.
Debe
igualmente entenderse que la Iglesia, no menos que la misma sociedad civil, es
una sociedad perfecta por su género y derecho, y que quienes ocupan la
autoridad suprema no deben atreverse a forzar a la Iglesia a que les sirva o esté
sometida, ni permitir que se le cercene su libertad para el desempeño de su
misión ni que se le quite ninguno de los demás derechos que le fueron
otorgados por Jesucristo.
En
los asuntos, en cambio, de derecho mixto, es sobremanera conforme a la
naturaleza, no menos que a los consejos de Dios, no la separación de una
potestad de otra, y mucho menos el conflicto, sino manifiestamente la concordia,
y ésta, congruente con las causas próximas que dieron origen a una y otra
potestad.
Tal
es lo que la Iglesia enseña sobre la constitución y régimen de los Estados.
Ahora bien, si rectamente se quiere juzgar, se verá que con estas declaraciones
y decretos ninguna de las varias formas de gobierno es reprobada por sí misma,
como quiera que nada tienen que repugne a la doctrina católica y, si sabia y
justamente se aplican, pueden mantener el Estado en óptima situación.
Es
más, de suyo tampoco es reprobable que el pueblo participe más o menos en el
gobierno, cosa que en ciertos tiempos y en determinadas legislaciones puede ser
no sólo de utilidad, sino de deber para los ciudadanos.
Además,
tampoco puede haber causa justa para acusar a la Iglesia o de restringir más de
lo justo su blandura y flexibilidad o ser enemiga de la que es genuina y legítima
libertad.
A
la verdad, si es cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas
formas de culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera religión; sin
embargo, no por eso condena a aquellos gobernantes que para alcanzar algún bien
o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre que aquellas diversas
formas tengan lugar en el Estado.
Y
en otra cosa tiene la Iglesia suma cautela, y es que nadie sea forzado contra su
voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente advierte Agustín:
“nadie puede creer sino voluntariamente”.
Por
semejante manera no puede tampoco la Iglesia aprobar aquella libertad que
engendra desprecio de las leyes santísimas de Dios y pretende eximir de la
debida obediencia a la potestad legítima. En realidad, es más bien licencia
que no libertad y con toda razón es por San Agustín llamada libertad de
perdición y por el bienaventurado Pedro, capa de malicia [1 Petr. 2,
16]; antes bien, como quiera que está fuera de lo razonable, es verdadera
servidumbre, pues el que comete pecado, esclavo es del pecado [Ioh. 8,
34]. Por el contrario, aquélla es genuina libertad, aquélla debe ser apetecida
que, si a lo privado se mira, no consiente que el hombre sea esclavo de los
errores y pasiones que son los más tétricos tiranos; si a lo público, dirige
sabiamente a los ciudadanos, les procura facilidad de aumentar ampliamente sus
fortunas y defiende al Estado de toda ajena ingerencia.
Pues
esta libertad, honrosa y digna del hombre, nadie hay que la apruebe como la
Iglesia, la cual jamás dejó de esforzarse y encarecer que se mantuviera firme
y entera entre los pueblos. En verdad, las cosas que más contribuyen al bien
común en el Estado, las que han sido útilmente instituidas para frenar la
licencia de los gobernantes que desatienden el bien del pueblo; las que prohiben
al Estado invadir importunamente el ámbito municipal o familiar; las que valen
para conservar el decoro, la persona del hombre y la igualdad del derecho en
todos los ciudadanos: de todo eso, los monumentos de las edades pasadas
atestiguan que fue siempre la Iglesia inventora, favorecedora o guardiana.
Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la
desmesurada libertad que termina para individuos y pueblos en desenfreno o
servidumbre, abraza por otra de muy buena gana los progresos que el tiempo trae,
si realmente contribuyen a la prosperidad de esta vida, que es como una etapa en
el camino hacia la otra que ha de durar para siempre.
Consiguientemente,
decir que la Iglesia mira con malos ojos el moderno régimen de los Estados y
que repudia indistintamente cuanto la naturaleza de estos tiempos ha producido,
es vacua e infundada calumnia. Repudia, en efecto, la locura de las opiniones,
reprueba los criminales intentos de las sediciones, y señaladamente aquella
disposición de las almas en la que claramente se ven los comienzos del
voluntario apartamiento de Dios; mas como quiera que todo lo que es verdadero
procede necesariamente de Dios, cuanto de verdad se alcanza por la investigación,
la Iglesia lo reconoce como un vestigio de la mente divina. Y pues nada hay de
verdadero en la naturaleza de las cosas que contraríe a la fe en las doctrinas
divinamente enseñadas, y sí mucho que la confirma, y todo descubrimiento de la
verdad puede conducir a conocer o alabar a Dios mismo; de ahí que todo lo que
contribuya a dilatar los confines de las ciencias, será recibido con gozo y
beneplácito de la Iglesia, y, como suele, con las demás disciplinas, fomentará
y promoverá también con todo empeño aquellas que tienen por objeto la
explicación de la naturaleza.
Si
en estos estudios hallare la mente algo nuevo, la Iglesia no se opone; ni le
contraría que se investigue más y más para ornamento y comodidad de la vida;
antes bien, enemiga de la inacción y de la pereza, quiere con todo empeño que,
por el ejercicio y la cultura, los ingenios de los hombres den copiosos frutos;
ella presta incentivo para todo género de artes y de trabajos, y, dirigiendo
con su virtud todo los estudios de estas cosas a la honestidad y salvación, sólo
se esfuerza en impedir que la inteligencia e industria del hombre le aparten de
Dios y de los bienes del cielo...
Así,
pues, si los católicos, en tan difíciles circunstancias, Nos oyeren, como es
menester, fácilmente verán cuáles sean los deberes de cada uno lo mismo en
sus opiniones que en su conducta. Y en cuanto a las opiniones, ante todo es
necesario no sólo mantener todas las cosas con firme juicio comprendidas, que
los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren, sino profesarlas públicamente,
siempre que la ocasión lo exigiere. Y, señaladamente, acerca de las que llaman
libertades, en estos novísimos tiempos inventadas, es menester atenerse
al juicio de la Sede Apostólica y lo que ella sintiere, eso debe sentir cada
uno. Téngase cuidado que a nadie engañe su honesta apariencia, sino piénsese
qué principios tuvieron y con qué intentos se sustentan y fomentan
corrientemente. Bastantemente ha demostrado ya la experiencia qué es lo que
ellas producen en el Estado, pues han prodigado tales frutos que con razón se
arrepienten de ellas los hombres honrados y sabios. Si en alguna parte existiera
realmente o por el pensamiento se imaginara un estado en que proterva y tiránicamente
se persiguiera el nombre cristiano y con él se compara el régimen moderno de
que estamos hablando, podrá éste parecer más tolerable. Sin embargo, los
principios en que se apoya son ciertamente tales que, como antes dijimos, de
suyo, no deben ser por nadie aprobados.
En
cuanto a la acción, ésta puede considerarse ya en los asunto:, privados y domésticos,
ya en los públicos. Privadamente el primer deber es conformar con toda
diligencia la vida y las costumbres a los preceptos evangélicos y no rehusar si
acaso la virtud cristiana exige sufrir y tolerar algo más dificultoso. Deben
además amar todos a la Iglesia como a madre común y guardar obedientemente sus
leyes, trabajar por el honor de ella, querer que se respeten sus derechos y
esforzarse, en fin, por que aquellos sobre quienes se tenga alguna autoridad, la
honren y amen con el mismo afecto.
Otra
cosa interesa también a la pública salud, y es prestar sabiamente su cooperación
en la administración de las cosas ciudadanas y en ella poner el mayor celo y
esfuerzo en que públicamente se atienda a la formación de los jóvenes en la
religión y buenas costumbres de la manera que dice con los cristianos: de ello
depende en gran manera la salud de cada uno de los Estados.
Igualmente
y de modo general es útil y honesto que la obra de los católicos salga, como
si dijéramos, de este campo más estrecho y se extienda también al gobierno
supremo. Decimos de modo general, porque estas enseñanzas nuestras se
dirigen a todas las naciones; pero puede darse en alguna parte el caso que, por
gravísimas y muy justas causas, no convenga en modo alguno ocupar el mando del
Estado ni desempeñar cargos políticos. Pero de modo general, como hemos dicho,
no querer tomar parte alguna en las cosas públicas sería tan reprensible como
no poner empeño ni trabajo alguno para la común utilidad, tanto más cuanto
que los católicos, por imperativo de la doctrina misma que profesan, son
impelidos a una gestión íntegra y fiel. En cambio, si ellos están mano sobre
mano, fácilmente tomarán las riendas del mando otros, cuyas ideas no han de
ofrecer ciertamente grande esperanza de bienandanza. Y ello iría también junto
con el daño del nombre cristiano, como quiera que tendrán el máximo poder los
que son de ánimo hostil a la Iglesia, y mínimo, los que la aman.
Por
lo tanto, es evidente que tienen los católicos causa justa de intervenir en el
gobierno del Estado; porque no intervienen ni deben intervenir para aprobar lo
que en los regímenes de hoy dm no es honesto, sino para dirigir, en lo posible,
estos mismos regímenes al bien público auténtico y verdadero, con la
determinación de infiltrar en las venas todas del Estado, como savia y sangre
salubérrima, la sabiduría y virtud de la religión católica...
...
A fin de que la unión de los ánimos no se rompa por la temeridad de
recriminarse, entiendan todos que la integridad de la profesión católica no es
compatible en modo alguno con las opiniones que se allegan al naturalismo o
racionalismo, que se cifran en arrasar hasta sus cimientos las instituciones
cristianas y sentar en la sociedad, sin tener en cuenta a Dios, el dominio del
hombre.
Tampoco
es lícito seguir privadamente una forma de deber y otra en público, es decir,
que privadamente se reconozca la autoridad de la Iglesia y públicamente se
rechace. Porque esto sería mezclar lo honesto con lo torpe y obligar al hombre
a entablar combate consigo mismo, cuando por lo contrario ha de ser consecuente
siempre consigo y en ningún asunto ni en género alguno de vida ha de desviarse
de la virtud cristiana.
Mas
si la cuestión versa sobre las meras formas políticas, sobre la mejor forma de
gobierno, sobre la varia organización de los Estados; ciertamente, sobre estos
asuntos puede darse legítima disensión.
Así,
pues, no consiente la justicia que a quienes por otra parte son conocidos por su
piedad y su prontitud de ánimo para recibir obedientemente los decretos de la
Sede Apostólica, se les recrimine por su disentimiento de opinión acerca de
esos puntos que hemos dicho; y mucho mayor injusticia serla si se los acusara de
sospecha o violación de la fe católica, cosa, de que nos dolemos haber más de
una vez sucedido.
Tengan
absolutamente presente este mandato los que acostumbran divulgar por escrito sus
ideas y señaladamente los redactores de periódicos. A la verdad en esta lucha
en que se ponen en juego los intereses supremos, no hay que dar lugar alguno a
disensiones intestinas o a miras de partidos, sino con ánimos unidos y con un
solo empeño, todos deben tender a lo que es propósito común de todos: la
salvación de la Religión y del Estado. Si hubo, pues, antes algún
disentimiento, hay que pisotearlo con voluntario olvido; si en algo se ha obrado
injusta o temerariamente, tenga quien tuviere la culpa, ha de compensarse por la
mutua caridad y resarcirse principalmente por la obediencia de todos a la Sede
Apostólica.
Por
este camino han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera preclaras, una
cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de la sabiduría
cristiana, y otra procurar un beneficio máximo a la sociedad civil, cuya salud
está en gravísimo peligro por causa particularmente de las malas doctrinas y
concupiscencias.
De
la craneotomía y del aborto
[De
la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Lyon, de 31 de mayo de 1889
(28 de mayo de 1884)]
A
la duda:
¿Puede
enseñarse con seguridad en las escuelas católicas ser lícita la operación
quirúrgica que llaman craneotomía, cuando de no hacerse, han de perecer la
madre y el niño, y de hacerse se salva la madre, aunque muera el niño?
Se
respondió:
No
puede enseñarse con seguridad.
[De
la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 19 de mayo de 1889]
Se
respondió de modo semejante, con la añadidura:
...
y cualquier operación quirúrgica directamente occisiva del feto o de la madre
gestante.
[De
la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 24/25 de julio de
1895]
El
médico Ticio, al ser llamado a asistir a una mujer encinta gravemente enferma,
advertía a cada paso que no había otra causa de enfermedad mortal, sino la preñez
misma, es decir, la presencia del feto en el útero. Así, pues, sólo le
quedaba un camino para salvar a la madre de una muerte cierta e inminente, a
saber, el de procurar el aborto o eyección del feto. Este camino solía él
ordinariamente seguir, empleando, sin embargo, los medios y operaciones que
tienden de suyo e inmediatamente no a matar el feto en el seno materno, sino a
sacarlo a luz, de ser posible, vivo, aunque haya de morir próximamente, por
estar todavía completamente inmaturo.
Ahora
bien, leído lo que se respondió el 19 de agosto a los arzobispos de Cambrai, que
no puede enseñarse con seguridad ser lícita operación quirúrgica alguna
directamente occisiva del feto, aun cuando ello fuere necesario para la salvación
de la madre; Ticio está dudoso acerca de la licitud de las operaciones quirúrgicas
con las que él mismo no raras veces procuraba hasta ahora el aborto, para
salvar la vida a las preñadas gravemente enfermas.
Por
lo cual, para atender a su conciencia, Ticio suplica una aclaración: Si puede
con seguridad realizar las operaciones explicadas dadas las repetidas
circunstancias dichas.
Se
respondió:
Negativamente,
conforme a los demás decretos, a saber: de 28 de mayo de 1884 y de 19 de agosto
de 1889.
Y
el siguiente día, jueves, 25 de julio... Nuestro Santísimo Señor aprobó la
resolución de los Emmos. Padres que le fue referida.
[De
la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Sinaloa, de 4/6 de mayo de 1898]
I:
¿Es lícita la aceleración del parto, siempre que por la estrechez de la mujer
se haría imposible la salida del reto en su tiempo natural?
II.
Y si la estrechez de la mujer es tal que ni el parto prematuro se considere
posible, ¿será lícito provocar el aborto o realizar a su tiempo la operación
cesárea?
III.
¿Es lícita la laparotomía, cuando se trate de pregnación extrauterina, o de
concepciones ectópicas?
Se
respondió:
A
I. La aceleración del parto no es de suyo ilícita, con tal que se haga por
causas justas y en tiempo y de modo que, según las contingencias ordinarias, se
atienda a la vida de la madre y del feto.
A
II: En cuanto a la primera parte, negativamente, conforme al decreto de la feria
IV, 24 de julio de 1895, sobre la ilicitud del aborto. En cuanto a lo segundo,
nada obsta para que la mujer de que se trata sea sometida a la operación cesárea
a su debido tiempo
A
III: Si hay necesidad forzosa, es lícita la laparatomía para extraer del seno
de la madre las concepciones ectópicas, con tal de que seria y oportunamente se
provea, en lo posible, a la vida del feto y de la madre.
En
la siguiente del viernes, 6 del mismo mes y año, el Santísimo aprobó las
respuestas de los Emmos. y Rvmos. Padres.
[De
la Respuesta del Santo Oficio al Decano de la Facultad Teol. de la Universidad
de Montreal,
de 5 de marzo de 1902]
A
la duda:
Si
es alguna vez lícito extraer del seno de la madre los fetos ectópicos aún
inmaturos, no cumplido aún el sexto mes de la concepción.
Se
respondió:
“Negativamente,
conforme al decreto de miércoles, 4 de mayo de 1898, en cuya virtud hay que
proveer seria y oportunamente, en lo posible, a la vida del feto y de la madre;
en cuanto al tiempo, el consultante debe recordar, conforme al mismo decreto,
que no es lícita ninguna aceleración del parto, si no se realiza en el tiempo
y modo que, según las ordinarias contingencias, se atienda a la vida de la
madre y del feto.”
Errores
de Antonio de Rosmini-Serbati
[Condenados
en el Decreto del Santo Oficio, de 14 de diciembre de 1887]
1.
En el orden de las cosas creadas se manifiesta inmediatamente al entendimiento
humano algo de lo divino en sí mismo, a saber, aquello que pertenece a la
naturaleza divina.
2.
Cuando hablamos de lo divino en la naturaleza, no usamos la palabra divino para
significar un efecto no divino de la causa divina; ni tampoco es nuestra intención
hablar de cierta cosa divina que sea tal por participación.
3.
Así, pues, en la naturaleza del universo, es decir, en las inteligencias que
hay en él, hay algo a que conviene la denominación de divino, no en sentido
figurado, sino propio. Hay una actualidad no distinta del resto de la actualidad
divina
4.
El ser indeterminado que sin duda alguna es conocido de todas las inteligencias,
es lo divino que se manifiesta al hombre en la naturaleza.
5.
El ser que el hombre intuye es necesario que sea algo del ser necesario y
eterno, causa creadora, determinante y finalizadora de todos los seres
contingentes: y éste es Dios.
6.
En el ser que prescinde de las criaturas y de Dios, que es ser indeterminado, y
en Dios, ser no indeterminado, sino absoluto, hay la misma esencia.
7.
El ser indeterminado de la intuición, el ser inicial, es algo del Verbo, que en
la mente del Padre distingue no realmente, sino con distinción de razón, del
Verbo mismo.
8.
Los entes finitos de que se compone el mundo, resultan de dos elementos, a
saber, del término real finito, y del ser inicial. que da a dicho término la
forma de ente.
9.
El ser, objeto de la intuición, es el acto inicial de todos los entes: El ser
inicial es inicio tanto de lo cognoscible como de lo subsistente, es igualmente
inicio de Dios, tal como por nosotros es concebido, y de las criaturas.
10.
El ser virtual y sin límites es la primera y más esencial de todas las
entidades, de suerte que cualquiera otra entidad es compuesta y entre sus
componentes está siempre y necesariamente el ser virtual. Es parte esencial de
todas las entidades absolutamente, como quiera se dividan por el pensamiento.
11.
La quiddidad (lo que la cosa es) del ente finito, no se constituye por lo que
tiene de positivo, sino por sus límites. La quiddidad del ente infinito se
constituye por la entidad, y es positiva; la quiddidad, empero, del ente finito
se constituye por los límites de la entidad, y es negativa.
12.
La realidad finita no existe, sino que Dios la hace existir añadiendo limitación
a la realidad infinita. El ser inicial se hace esencia de todo ser real. El ser
que actúa las naturalezas finitas, que está unido a ellas, es cortado de Dios.
13.
La diferencia entre el ser absoluto y el ser relativo no es la que va de
sustancia a sustancia, sino otra mucho mayor; porque uno es absolutamente ser,
otro es absolutamente no ser. Pero este otro es relativamente ser. Ahora bien,
cuando se pone ser relativo, no se multiplica absolutamente el ser; de ahí que
lo absoluto y lo relativo no son absolutamente una sustancia única, sino un ser
único, y en este sentido no hay diversidad alguna de ser; más bien se tiene
unidad de ser.
14.
Por divina abstracción se produce el ser inicial, primer elemento de los entes
finitos; mas por divina imaginación se produce el real finito, o sea, todas las
realidades de que el mundo consta.
15.
La tercera operación del ser absoluto que crea el mundo es la síntesis divina,
esto es, la unión de los dos elementos, que son el ser inicial, común
principio de todos los seres finitos, y el real finito, o mejor: los
diversos reales finitos, términos diversos del mismo ser inicial. Por esta unión
se crean los entes finitos.
16.
El ser inicial por la divina síntesis, referido por la inteligencia —no como
inteligible, sino meramente como esencia—, a los términos finitos reales,
hace que existan los entes finitos subjetiva y realmente.
17.
Lo único que Dios hace al crear es que pone íntegramente todo el acto del ser
de las criaturas; este acto, pues, no es propiamente hecho, sino puesto.
18.
El amor con que Dios se ama, aun en las criaturas, y que es la razón por la que
se determina a crear, constituye una necesidad moral que en el ser perfectísimo
induce siempre el efecto; porque tal necesidad, sólo entre diversos entes
imperfectos deja íntegra libertad bilateral.
19.
El Verbo es aquella materia invisible, de la que, como se dice en Sap. 11, 18,
todas las cosas del universo fueron hechas.
20
No repugna que el alma humana se multiplique por la generación, de modo que se
concibe que pase de lo imperfecto, es decir, del grado sensitivo, a lo perfecto,
es decir, al grado intelectivo.
21.
Cuando el ser se hace intuíble al principio sensitivo, por este solo contacto,
por esta unión de sí, aquel principio antes sólo sintiente, ahora juntamente
inteligente, se levanta a más noble estado, cambia su naturaleza y se convierte
en inteligente, subsistente e inmortal.
22.
No es imposible de pensar que puede suceder por poder divino que del cuerpo
animado se separe el alma intelectiva y siga él siendo todavía animal; pues
permanecería aún en él, como base de puro animal, el principio animal que
antes estaba en él como apéndice.
23
En el estado natural el alma del difunto existe como si no existiera; al no
poder ejercer reflexión alguna sobre sí misma o tener conciencia alguna de sí,
su condición puede decirse semejante al estado de tinieblas perpetuas y de sueño
sempiterno.
24.
La forma sustancial del cuerpo es más bien efecto del alma y el término
interior de su operación; por lo tanto, la forma sustancial del cuerpo, no es
el alma misma. La unión del alma y del cuerpo propiamente consiste en la
percepción inmanente, por la que el sujeto que intuye la idea, afirma lo
sensible, después de haber intuído en ella su esencia.
25.
Una vez revelado el misterio de la Santísima Trinidad, su existencia puede
demostrarse por argumentos puramente especulativos, negativos ciertamente e
indirectos, pero tales que por ellos aquella misma verdad entra en las
disciplinas filosóficas en una proposición y se convierte en una proposición
científica como las demás; porque si ésta se negara, la doctrina teosófica
de la razón pura no sólo quedaría incompleta, sino que, rebosando por
todas partes de absurdos, se aniquilaría.
26.
Las tres supremas formas del ser, a saber: subjetividad, objetividad y
santidad, o bien, realidad, idealidad, moralidad, si se trasladan al ser
absoluto, no pueden concebirse de otra manera que como personas subsistentes y
vivientes. El Verbo, en cuanto objeto amado, y no en cuanto Verbo, esto es,
objeto en sí subsistente, por sí conocido, es la persona del Espíritu Santo.
27.
En la humanidad de Cristo, la voluntad humana fue de tal modo arrebatada por el
Espíritu Santo para adherirla al Ser objetivo, es decir, al Verbo, que ella le
entregó a Éste íntegramente el régimen del hombre, y el Verbo lo tomó
personalmente, uniendo así consigo la naturaleza humana. De ahí que la
voluntad humana dejó de ser personal en el hombre y, siendo persona en los
otros hombres, en Cristo permaneció naturaleza.
28.
En la doctrina cristiana, el Verbo, carácter y faz de Dios, se imprime en el
alma de aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo. El Verbo, es decir,
el carácter, impreso en el alma, en la doctrina cristiana, es el Ser real
(infinito) por sí manifiesto, que luego conocemos ser la segunda persona de la
Santísima Trinidad.
29.
No tenemos en modo alguno por ajena a la doctrina católica, que es la sola
verdadera, la siguiente conjetura: En el sacramento de la Eucaristía la
sustancia del pan y del vino se convierte en verdadera carne y verdadera sangre
de Cristo, cuando Cristo la hace término de su principio sintiente y la
vivifica con su vida, casi del mismo modo como el pan y el vino se
transustancian verdaderamente en nuestra carne y sangre, porque se hacen término
de nuestro principio sintiente.
30.
Realizada la transustanciación, puede entenderse que al cuerpo glorioso de
Cristo se le añade alguna parte incorporada al mismo, indivisa y juntamente
gloriosa.
31.
En el sacramento de la Eucaristía, por virtud de las palabras, el cuerpo
y sangre de Cristo están sólo en aquella medida que responde a la cantidad (ital.:
a quel tanto) de la sustancia del pan y del vino que se transustancian;
el resto del cuerpo de Cristo está allí por concomitancia.
32.
Puesto que el que no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre,
no tiene la vida en sí [Ioh. 6, 54]; y, sin embargo, los que mueren con el
bautismo de agua, de sangre o de deseo consiguen ciertamente vida eterna, hay
que decir que a quienes no comieron en esta vida el cuerpo y la sangre de
Cristo, se les suministra este pan del cielo en la vida futura, en el mismo
instante de la muerte. De ahí que también a los Santos del Antiguo Testamento
pudo Cristo, al descender a los infiernos, darse a comulgar a sí mismo bajo las
especies de pan y vino, a fin de hacerlos aptos para la visión de Dios.
33.
Como los demonios poseían el fruto, pensaron que si el hombre comía de él,
ellos entrarían en el hombre; porque convertido aquel manjar en el cuerpo
animado del hombre, ellos podrían entrar libremente en su animalidad, esto es,
en la vida subjetiva de este ente, y así disponer de él como se habían
propuesto.
34.
Para preservar a la Bienaventurada Virgen María de la mancha de origen, bastaba
que permaneciera incorrupta una porción. mínima de semen en el hombre,
descuidado casualmente por el demonio, semen incorrupto del que, trasmitido de
generación en generación, nacería, a su tiempo, la Virgen María.
35.
Cuanto más se examina el orden de justificación en el hombre, más exacto
aparece el modo de hablar espiritual, de que Dios cubre o no imputa ciertos
pecados. Según el salmista [Ps. 31, 1], hay diferencia entre ]as iniquidades
que se perdonan y los pecados que se cubren: Aquéllas, a lo
que parece, son culpas actuales y libres; éstos, son pecados no libres de
quienes pertenecen al pueblo de Dios, a quienes, por tanto, ningún daño
acarrean.
36.
El orden sobrenatural se constituye por la manifestación del ser en la plenitud
de su forma real, el efecto de esta comunicación o manifestación es el
sentimiento (sentimiento) deiforme que, incoado en esta vida, constituye
la luz de la fe y de la gracia, y completado en la otra, constituye la luz de la
gloria.
37
... La primera luz que hace al alma inteligente es el ser ideal; otra primera
luz es también el ser, no ya puramente ideal, sino subsistente y viviente: Aquél,
escondiendo su personalidad, manifiesta sólo su objetividad; mas el que ve al
otro (que es el Verbo), aun cuando sea por espejo y enigma, ve a Dios.
38.
Dios es objeto de la visión beatífica en cuanto es autor de las obras ad
extra.
39.
Las huellas de la sabiduría y bondad que brillan en las criaturas, son
necesarias a los comprensores; porque ellas mismas, recogidas en el eterno
ejemplar, son la parte del mismo que puede por ellas ser visto (che è loro
accessibile) y prestan motivo para las alabanzas que los bienaventurados
cantan a Dios eternamente.
40.
Como Dios no puede, ni siquiera por medio de la luz de la gloria, comunicarse
totalmente a seres finitos, no puede revelar ni comunicar su esencia a los
comprensores, sino de modo acomodado a inteligencias finitas: esto es, Dios se
manifiesta a ellas en cuanto tiene relación con ellas, como creador, provisor,
redentor y santificador.
Censura:
El Santo Oficio juzgó
que en estas proposiciones “en el propio sentido del autor deben ser
reprobadas y proscritas, como por el presente decreto general las reprueba,
condena y proscribe... Su Santidad aprobó y confirmó el decreto de los Emmos.
Padres y mandó que fuera por todos guardado.”
De
la extensión de la libertad y sobre la acción ciudadana
[De
la Encíclica Libertas, praestantissimum, de 20 de junio de 1888]
...
Muchos finalmente no aprueban la separación de lo religioso y lo civil, pero
juzgan que debe lograrse que la Iglesia se adapte a la época y se doble y
acomode a lo que en el gobierno de los pueblos exige la moderna ciencia. Honesta
sentencia, si se entiende de cierta equidad que puede ser compatible con la
verdad y la justicia; es decir, que, averiguada la esperanza de algún grande
bien, se muestre la Iglesia indulgente y conceda a los tiempos lo que, salva la
santidad de su deber, les puede conceder. Pero otra cosa es si se trata de cosas
y doctrinas que, contra todo derecho, han introducido el cambio de las
costumbres y un juicio engañoso...
Así,
pues, de lo dicho se sigue que no es en manera alguna lícito pedir, defender ni
conceder la libertad de pensar, escribir y enseñar, ni igualmente la promiscua
libertad de cultos, como otros tantos derechos que la naturaleza haya dado al
hombre. Porque si verdaderamente los hubiera dado la naturaleza, habría derecho
a negar el imperio de Dios y por ninguna ley podría ser moderada la libertad
humana. Síguese igualmente que esos géneros de libertad pueden ciertamente ser
tolerados, si existen causas justas, pero con limitada moderación, a fin de que
no degeneren en desenfreno e insolencia...
Donde
el poder sea opresor o amenace uno de tal naturaleza que vaya a tener al pueblo
oprimido por injusta fuerza o a obligar a la Iglesia a carecer de la debida
libertad, lícito es buscar otra forma de régimen, en que se conceda obrar con
libertad; porque entonces no se ambiciona aquella libertad inmoderada y viciosa,
sino que se pretende un alivio por causa de la salud de todos, y este sólo se
hace para que donde se concede licencia para el mal, no se impida el poder de
obrar honestamente.
Tampoco
es de suyo contra el deber preferir para el Estado un régimen democrático,
quedando sin embargo a salvo la doctrina católica acerca del origen y ejercicio
del poder público. La Iglesia no rechaza ninguno de los varios regímenes del
Estado, con tal de que sean aptos para procurar el bien de los ciudadanos; pero
sí quiere que cada uno se constituya —cosa que evidentemente manda la
naturaleza— sin agravios de nadie y, sobre todo, dejando intactos los derechos
de la Iglesia.
Tomar
parte en la gestión de los asuntos públicos, a no ser donde, por la condición
de las circunstancias, se precava de otro modo, es cosa honesta; más aún, la
Iglesia aprueba que cada uno aporte su trabajo para el provecho común y, por
cuantos medios pueda, defienda, conserve y acreciente la prosperidad del Estado.
Tampoco
condena la Iglesia querer que la propia nación no sea esclava de nadie, ni de
un extraño ni de un tirano, con tal de que pueda hacerse sin atentar contra la
justicia. En fin, tampoco reprende a aquellos que intentan conseguir que sus
Estados vivan de sus propias leyes y los ciudadanos gocen de la máxima
facilidad de acrecentar sus provechos. La Iglesia acostumbró ser siempre
fautora fidelísima de las libertades cívicas sin intemperancia; lo que
atestiguan principalmente los Estados italianos que alcanzaron prosperidad,
riquezas y renombre glorioso en el régimen municipal, en la época en que la
saludable virtud de la Iglesia penetraba, sin oposición de nadie, en todas las
instituciones de la cosa pública.
Del
amor a la Iglesia y a la Patria
[De
la Encíclica Sapientiae christianae, de 10 de enero de 1890]
Que
los católicos tienen en su vida más y más importantes deberes que quienes o
tienen idea falsa de la fe católica o en absoluto la desconocen, cosa es de que
no puede dudarse... Después que el hombre ha abrazado, como debe, la fe
cristiana, por el mero hecho queda sometido a la Iglesia, como de ella nacido, y
se hace partícipe de aquella sociedad máxima y santísima, que los Romanos
Pontífices, bajo la cabeza invisible, Cristo Jesús, tienen por propio cargo
regir con suprema potestad. Ahora bien, si por ley de naturaleza se nos manda señaladamente
amar y defender la patria en que nacimos y fuimos recibidos a esta presente luz,
hasta punto tal que el buen ciudadano no duda en afrontar la muerte misma en
defensa de su patria; deber mucho más alto es de los cristianos, hallarse en la
misma disposición de ánimo para con la Iglesia. Es, en efecto, la Iglesia, la
ciudad santa del Dios vivo, de Él mismo nacida y por obra suya constituída; y
si es cierto que anda peregrina en la tierra, llama, no obstante, e instruye y
conduce a los hombres a la eterna felicidad de los cielos. Debe, pues, ser amada
la patria de la que recibimos esta vida mortal; pero es menester que nos sea más
cara la Iglesia, a quien debemos la vida del alma que ha de permanecer
perpetuamente; pues justo es anteponer los bienes del alma a los del cuerpo y
mucho más santos son nuestros deberes para con Dios que para con los hombres.
Por
lo demás, si queremos juzgar con verdad, el amor sobrenatural a la Iglesia y el
cariño natural de la Patria, son dos amores gemelos que nacen del mismo
principio sempiterno, como quiera que autor y causa de uno y otro es Dios; de
donde se sigue que no puede haber pugna entre uno y otro deber... No obstante,
sea por la calamidad de los tiempos, sea por la mala voluntad de los hombres, se
trastorna algunas veces el orden de estos deberes. Es decir, se dan casos en que
parece que una cosa exige a los ciudadanos el Estado y otra la religión a los
cristianos, y esto no por otra causa sucede, sino porque los rectores de la cosa
pública o menosprecian la sagrada autoridad de la Iglesia o quieren que les esté
sometida... Si las leyes del Estado discrepan abiertamente con el derecho
divino, si imponen un agravio a la Iglesia o contradicen a los que son deberes
de la religión, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice Máximo;
entonces, a la verdad, resistir es el deber, y obedecer, un crimen, y éste va
unido a un agravio al Estado, porque contra el Estado se peca, siempre que
contra la religión se delinque.
Del
apostolado de los seglares
[De
la misma Encíclica]
Y
nadie objete que Jesucristo, conservador y vengador de la Iglesia, no necesita
para nada de la ayuda de los hombres. Porque no por falta de fuerza, sino por la
grandeza de su bondad, quiere Él que también de nuestra parte pongamos algún
trabajo para obtener y alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha
granjeado.
Lo
primero que este deber nos exige es profesar abierta y constantemente la
doctrina católica y, en cuanto cada uno pudiere, propagarla... A la verdad, el
cargo de predicar, es decir, de enseñar toca por derecho divino a los maestros,
que el Espíritu Santo puso por obispos para regir a la Iglesia de Dios [Act.
20, 28] y señaladamente al Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo, puesto con
suprema potestad al frente de la Iglesia universal, maestro de la fe y de las
costumbres. Nadie piense, sin embargo, que se prohibe a los particulares poner
alguna industria en este asunto, aquellos particularmente a quienes dio Dios
facilidad de ingenio juntamente con celo de obrar el bien. Éstos, siempre que
la ocasión lo pida, muy bien pueden no precisamente arrogarse oficio de
maestros, sino repartir a los demás lo que ellos han recibido y ser como un eco
de la voz de los maestros. Es más, la cooperación de los particulares hasta
punto tal pareció oportuna y fructuosa a los Padres del Concilio Vaticano que
juzgaron había a todo trance que reclamarla: “Por las entrañas de Jesucristo
suplicamos a todos sus fieles...” [v. 1819]. Por lo demás acuérdense todos
que pueden y deben sembrar la doctrina católica con la autoridad del ejemplo y
predicarla con la constancia en profesarla. Entre los deberes, por ende, que nos
ligan con Dios y con la Iglesia, hay que contar particularmente éste de que
cada uno trabaje y se industrie cuanto pueda en propagar la verdad cristiana y
rechazar los errores.
Del
vino, materia de la Eucaristía
[De
las Respuestas del Santo Oficio, de 8 de mayo de 1887 y 30 de julio de 1890]
Para
precaver el peligro de corrupción del vino, el obispo de Carcasona propone dos
remedios:
1.
Añádase al vino natural una pequeña cantidad de aguardiente;
2.
Hiérvase el vino hasta los sesenta y cinco grados.
A
la pregunta sobre si estos remedios son lícitos en el vino para el sacrificio
de la misa y cuál ha de preferirse,
Se
respondió:
Debe
preferirse el vino conforme se expone en el caso segundo.
El
obispo de Marsella expone y pregunta:
En
muchas partes de Francia, particularmente las situadas al sur, el vino blanco
que sirve para el incruento sacrificio de la misa es tan débil e impotente, que
no puede conservarse mucho tiempo, si no se le mezcla una cantidad de espíritu
de vino o alcohol.
1.
Si esta mezcla es lícita.
2.
Si lo es, qué cantidad de esta materia extraña se permite añadir al vino.
3.
En caso afirmativo ¿se requiere espíritu de vino extraído del vino puro, es
decir del fruto de la vid?
Se
respondió:
Con
tal que el alcohol sea realmente alcohol vínico y la cantidad de alcohol añadido
junto con la que naturalmente tiene el vino de que se trata, no exceda la
proporción de 12 % y la mezcla se haga cuando el vino es aún muy reciente,
nada obsta para que el mismo se emplee en el sacrificio de la Misa.
Del
derecho de propiedad privada, de la justa retribución del trabajo y del derecho
de constituir sociedades
privadas
[De
la Encíclica Rerum novarum, de 15 de mayo de 1891]
Poseer
privadamente las cosas como suyas es derecho que la naturaleza ha dado al
hombre... Ni hay por qué se introduzca la providencia del Estado, pues el
hombre es más antiguo que el Estado y hubo por ende de tener por naturaleza su
derecho para defender su vida y su cuerpo antes de que se formara Estado
alguno... Porque las cosas que se requieren para conservar y, sobre todo, para
perfeccionar la vida, cierto es que la tierra las produce con gran largueza;
pero no podría producirlas de suyo, sin el cultivo y cuidado de los hombres.
Ahora bien, al consumir el hombre el ingenio de su mente y las fuerzas de su
cuerpo en la explotación de los bienes de la naturaleza, por el mismo hecho se
aplica a sí mismo aquella parte de la naturaleza corpórea que el cultivó y en
la que dejó como impresa una especie de forma de su propia persona; de suerte
que es totalmente justo que aquella parte sea por él poseída como suya, y que
en modo alguno sea lícito a nadie violar su derecho. La fuerza de estos
argumentos es tan evidente que causa verdadera admiración ver que disienten
ciertos restauradores de ideas envejecidas. Son los que ciertamente conceden al
individuo el uso del suelo y los varios frutos de las fincas; pero niegan de
plano que tenga derecho a poseer como dueno el suelo sobre que edificó o la
finca que cultivó...
Pero
estos derechos que los hombres tienen individualmente, aparecen mucho más
firmes, si se consideran en su aptitud y conexión con los deberes de la vida
familiar... Así pues, el derecho de propiedad que hemos demostrado haber sido
dado a los individuos por la naturaleza, es menester trasladarlo al hombre en
cuanto es cabeza de familia; y, aún más, ese derecho es tanto más firme
cuantos más son los deberes que abarca la persona humana en la vida familiar.
Ley santísima de la naturaleza es que el padre de familia, defienda, con medios
de vida y con todo cuidado, a quienes él engendró, y la naturaleza misma le
lleva a querer adquirir y procurar para sus hijos, como quiera que estos
representan y en cierto modo prolongan la persona del padre, los medios por los
que puedan honestamente defenderse de la miseria en el curso dudoso de la
presente vida. Ahora bien, eso no puede lograrlo de otro modo, sino por la
posesión de cosas provechosas, que pueda transmitir a sus hijos por la
herencia... Querer, pues, que el Estado penetre en su arbitrio hasta la
intimidad del hogar, es un grande y pernicioso error... La patria potestad es de
tal naturaleza que ni puede extinguirse ni ser absorbida por el Estado... Quede,
pues, asentado cuando se trata de buscar un alivio al pueblo, que es menester
que se tenga por fundamento la guarda intacta de la propiedad privada...
La
justa posesión del dinero se distingue del uso justo del dinero. Poseer bienes
privadamente es derecho natural al hombre, como poco antes hemos demostrado, y
usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito,
sino manifiestamente necesario... Mas si se pregunta cuál ha de ser el uso de
los bienes, la Iglesia responde sin vacilación alguna: “en cuanto a esto, no
debe el hombre tener las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de
modo que fácilmente las comunique en las necesidades de los demás. De ahí que
el Apóstol dice: A los ricos de este siglo mándales... que den fácilmente,
que comuniquen [1 Tim. 6, 17]. A nadie ciertamente se le manda que socorra a
los demás de lo que necesitará para su uso o el de los suyos; más aún, ni
siquiera dar a los otros lo que ha menester para guardar la conveniencia y
decoro de su persona... Mas una vez atendida la necesidad y el decoro, es
obligación hacer gracia a los necesitados de lo que sobra. Lo que sobra,
dadlo en limosna [Lc. 11, 41]. No son éstos, excepto en casos extremos,
deberes de justicia, sino de cristiana caridad, los cuales ciertamente no hay
derecho a reclamar por acción legal; pero a la ley y juicio de los hombres se
antepone la ley y juicio de Cristo Dios, que de muchos modos persuade la práctica
de la limosna... y ha de juzgar como hecho o negado a sí mismo, el beneficio
hecho o negado a los pobres [Mt. 25, 34 ss].
Dos
como caracteres tiene el trabajo en el hombre, marcados por la naturaleza misma,
a saber, que es personal, porque su fuerza operante es inherente a la
persona y totalmente propia de aquel que la ejerce y a cuya utilidad está
destinada; y, luego, que es necesario por razón de que el hombre necesita del
fruto de su trabajo para la conservación de su vida; y conservar la vida es
mandato de la naturaleza misma, a la que se debe antes de todo obedecer. Ahora
bien, si sólo se considera desde el punto de vista personal, no hay duda que en
mano del obrero está señalar un límite demasiado estrecho a la paga
convenida; pues, así como de su voluntad pone su trabajo, así puede
voluntariamente contentarse con escasa y aun ninguna paga de su trabajo. Pero le
modo muy distinto hay que juzgar, si, con la razón de personalidad, se
junta la razón de necesidad, que sólo por pensamiento, no en la
realidad, es separable de aquélla. Realmente, permanecer en la vida es
universal deber de todos, y un crimen, faltar a él. De aquí nace
necesariamente el derecho a procurarse las cosas con que la vida se sustenta, y
esas cosas, al hombre de la clase más humilde, sólo se las proporciona el
salario ganado con el trabajo. Pase, pues, que el obrero y el patrono convengan
libremente en lo mismo y, concretamente, en la determinación del salario; sin
embargo, siempre hay algo que viene de la justicia natural y que es superior y
anterior a la libre voluntad de los pactantes, a saber, que el salario no puede
ser insuficiente para el sustento de un obrero frugal y morigerado. Y si el
obrero, forzado por la necesidad o movido por miedo a un mal peor, tiene que
aceptar una condición más dura, quiera que no quiera, por imponérsela el
patrono o empresario, esto es ciertamente sufrir una violencia contra la que
reclama la justicia... Si el obrero recibe un salario bastante elevado, con que
pueda fácilmente atender al sustento propio, y al de su mujer e hijos, si es
prudente, fácilmente atenderá al ahorro y hará lo que la misma naturaleza
parece amonestar, a saber, que, atendidos los gastos, sobre algo con que pueda
formarse un pequeño capital. Porque ya hemos visto que no hay manera eficaz de
dirimir esta contienda de que tratamos, si no se sienta y establece que es
menester que el derecho de propiedad privada sea inviolado... Sin embargo, no es
posible llegar a estas ventajas, sino a condición de que el capital privado no
se agote por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Porque como el derecho
de poseer privadamente bienes no ha sido dado al hombre por la ley, sino por la
naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo moderar su uso y
atemperarlo al bien común. Obra, pues, injusta e inhumanamente si, a título de
tributo, cercena más de lo justo los bienes de los particulares...
Que
corrientemente se formen estas sociedades, ora se compongan totalmente de
obreros, ora sean mixtas de uno y otro orden, es cosa grata; pero es de desear
que crezcan en número y actividad... Porque formar sociedades privadas, le ha
sido concedido al hombre por derecho de naturaleza; ahora bien, el Estado ha
sido instituído para defensa, no para ruina del derecho natural; y además, si
vedara las asociaciones de los ciudadanos, obraría contradictoriamente consigo
mismo, pues tanto él como las asociaciones privadas han nacido de este solo
principio: que los hombres son sociables por naturaleza. Hay alguna vez
ocasiones en que es justo que las leyes se opongan a este linaje de
asociaciones, a saber, cuando por su constitución persigan un fin que
abiertamente pugne con la probidad, con la justicia o con la salud del Estado.
Sobre
el duelo
[De
la Carta Pastoralis officii a los obispos de Alemania y Austria, de la de
septiembre de 1891]
...
Una y otra ley divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón natural,
ora la que consta en las Letras escritas por divina inspiración, vedan
estrechamente que nadie, fuera de causa pública, mate o hiera a un hombre, a no
ser forzado por la necesidad de defender su propia vida. Ahora bien, los que
retan al duelo o aceptan el reto tienen por intento, y a ello dirigen su ánimo
y sus fuerzas, sin que los fuerce necesidad alguna, o quitar la vida o por lo
menos herir al adversario. Además una y otra ley prohiben despreciar
temerariamente la propia vida, exponiéndola a un grave y manifiesto peligro,
cuando no lo aconseja razón alguna de deber o de caridad magnánima; y esta
ciega temeridad, despreciadora de la vida, entra manifiestamente en la
naturaleza del duelo. Por lo cual, para nadie puede ser oscuro o dudoso que
sobre quienes privadamente traban combate singular, pesa un doble crimen: el
voluntario peligro de daño ajeno y de la propia vida. Finalmente, apenas hay
calamidad que más lejos esté de la disciplina de la vida civil y que más
perturbe el orden del Estado que la licencia dada a los ciudadanos de que se
tomen la venganza por su mano y venguen el honor que crean ofendido...
Tampoco
para quienes aceptan el reto puede servir de justa excusa el temor de pasar ante
el vulgo por cobardes si se niegan a la lucha. Porque si los deberes de los
hombres hubieran de medirse por las falsas opiniones del vulgo, y no por la
norma eterna de lo recto y de lo justo, no existiría diferencia alguna natural
y verdadera entre las acciones honestas y los hechos ignominiosos. Los mismos
sabios paganos supieron y enseñaron que el hombre fuerte y constante ha de
despreciar los juicios falaces del vulgo. Más bien es justo y santo temor el
que aparta al hombre de causar una muerte injusta y le hace solícito de la
salvación propia y de la de sus hermanos. La verdad es que quien desprecia los
vanos juicios del vulgo, quien prefiere sufrir los azotes de la afrenta antes
que desertar un punto de su deber, ése demuestra tener mayor y más levantado
ánimo que no el que, herido por una injuria, acude a las armas. Y aun si se
quiere juzgar rectamente, ése sólo es en quien brilla la sólida fortaleza,
aquella fortaleza decimos, que lleva de verdad nombre de virtud y a la que
acompaña la gloria no pintada y falaz. Porque la virtud consiste en el bien
conforme a la razón, y si no se apoya en el juicio y aprobación de Dios vana
es toda gloria.
De
la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias
[De
la Encíclica Octobri mense, sobre el rosario, de 22 de septiembre de
1891]
Cuando
el Hijo eterno de Dios, para redención y gloria del hombre, quiso tomar
naturaleza de hombre y por este medio establecer con el género humano entero un
místico desposorio, no lo hizo antes de que se allegara el libérrimo
consentimiento de la que estaba designada para madre suya y que representaba en
cierto modo la persona del humano linaje, conforme a aquella ilustre y de todo
punto verdadera sentencia del Aquinate: “Por la Anunciación se esperaba que
la Virgen, en representación de toda la naturaleza humana, diera su
consentimiento”.
De
ahí, no menos verdadera y propiamente es lícito afirmar que de aquel grandioso
tesoro que trajo el Señor —porque la gracia y la verdad fue hecha por
medio de Jesucristo [Ioh. 1, 17]— nada se nos distribuye sino por medio de
María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se acerca al
supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede acercarse a
Cristo sino por su madre.
[De
la Encíclica Fidentem, sobre el rosario, de 20 de septiembre de 1896]
Nadie,
efectivamente, puede ser pensado que haya contribuído o haya jamás de
contribuir con cooperación igual a la suya a reconciliar a los hombres con
Dios. Porque es así que ella trajo el Salvador a los hombres que se
precipitaban en su ruina sempiterna, ya cuando con admirable consentimiento
“en representación de toda la naturaleza humana” recibió el mensaje del
misterio de la paz que fue traído por el ángel a la tierra. Ella es de
quien ha nacido Jesús [Mt. 1, 16], es decir, verdadera madre suya y, por
esta causa, digna y muy acepta medianera para el mediador.
De
los estudios de la Sagrada Escritura
[De
la Encíclica Providentissimus Deus, de 18 de noviembre de 1893]
...
Como sea necesario cierto método para llevar útilmente a cabo la interpretación,
el maestro prudente ha de evitar un doble inconveniente: el de aquellos que dan
a probar trozos tomados de corrida de cada uno de los libros, y el de los que se
detienen más de lo debido en una parte determinada de uno solo... Para esta
labor tomará como ejemplar la versión Vulgata que el Concilio Tridentino, decretó
fuera tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputas, predicaciones
y exposiciones [v. 785], y recomendada también por uso cotidiano de la
Iglesia. Tampoco, sin embargo, habrá de dejarse de tener en cuenta las otras
versiones que alabó y usó la antigüedad cristiana, y sobre todo los códices
originales. Porque si bien en cuanto al fondo, de las dicciones de la Vulgata
brilla bien el sentido del griego y del hebreo, sin embargo, si algo se ha
trasladado allí ambiguamente o de modo menos exacto, será de provecho, según
consejo de San Agustín, el examen de la lengua original.
...
El Concilio Vaticano abrazó la doctrina de los Padres, cuando renovando el
decreto del Concilio Tridentino acerca de la interpretación de la palabra de
Dios escrita, declaró que la mente de aquél es que en las materias de fe y
costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse
por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que mantuvo y sigue
manteniendo la Santa Madre Iglesia; a quien toca juzgar del verdadero sentido e
interpretación de las Escrituras Santas; y que por tanto, a nadie es lícito
interpretar la misma Sagrada Escritura contra este sentido ni tampoco contra el
unánime consentimiento de los Padres [v. 786 y 1788]. Por esta ley
llena de sabiduría, la Iglesia no retarda ni impide la investigación de la
ciencia bíblica, sino que más bien la preserva de todo error y en gran manera
contribuye a su verdadero progreso. Porque a cada maestro particular se le abre
un amplio campo en que puede gloriosamente y con provecho de la Iglesia campear
con paso seguro su pericia de intérprete. Ciertamente, en los lugares de la
divina Escritura que aún esperan una determinada y definida exposición, puede
así suceder por el suave designio de Dios providente que por una especie de
estudio preparatorio madure el juicio de la Iglesia; y en los lugares ya
definidos, puede igualmente el maestro privado ser de provecho, o explicándolos
con más claridad al pueblo fiel, o disertando con más ingenio ante los doctos,
o defendiéndolos con más insigne victoria contra los adversarios...
En
lo demás ha de seguirse la analogía de la fe, y tomarse como norma suprema la
doctrina católica, tal como es recibida por ]a autoridad de la Iglesia... De
donde aparece que ha de rechazarse por inepta y falsa aquella interpretación
que o hace que los autores inspirados se contradigan de algún modo entre sí, o
se opone a la doctrina de la Iglesia...
Ahora
bien, los Santos Padres que, “después de los Apóstoles plantaron, regaron,
edificaron, apacentaron y alimentaron a la Iglesia y por cuya acción creció
ella”, tienen autoridad suma siempre que explican todos de modo unánime un
texto bíblico, como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres...
La
autoridad de los otros intérpretes católicos es ciertamente menor; sin
embargo, como quiera que los estudios bíblicos han seguido en la Iglesia un
progreso continuo, también a los comentarios de estos autores hay que
tributarles el honor que se les debe, y de ellos pueden sacarse oportunamente
muchas cosas para refutar a los contrarios y resolver las dificultades. Mas lo
que es de verdad harto indecoroso es que, ignoradas o despreciadas las obras
egregias que en gran abundancia dejaron los nuestros, se prefieran los libros de
los heterodoxos y, con peligro inmediato de la sana doctrina y, no raras veces,
con detrimento de la fe, se busque en ellos la explicación de pasajes en que
los católicos, de mucho tiempo atrás, ejercitaron, con óptimo resultado, sus
ingenios y trabajos...
...
La primera de estas ayudas para la interpretación es el estudio de las antiguas
lenguas orientales y juntamente el arte que llaman crítica ... Es, pues,
necesario a los maestros de la Sagrada Escritura y conveniente a los teólogos
que conozcan aquellas lenguas en que los libros canónicos fueron primeramente
escritos por los autores sagrados... Estos mismos, y por la misma razón es
menester que sean suficientemente doctos y ejercitados en la verdadera
disciplina del arte critica; pues, perversamente y con daño de la religión, se
ha introducido un artificio que se honra con el nombre de “alta critica” por
la que se juzga del origen, integridad y autenticidad de un libro cualquiera por
solas las que llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que en
cuestiones históricas, como el origen y conservación de los libros, deben
prevalecer sobre todo los testimonios de la historia, y ésos son los que con más
ahínco han de investigarse y discutirse; en cambio, las razones internas no son
las más de las veces de tanta importancia que puedan invocarse en el pleito, si
no es a modo de confirmación... Ese mismo género de “alta crítica” que
preconizan vendrá finalmente a parar a que cada uno siga su propio interés y
prejuicio en la interpretación...
Al
maestro, de la Sagrada Escritura le prestará también buen servicio el
conocimiento de las cosas naturales, con el que más fácilmente descubrirá y
refutará las objeciones dirigidas en este terreno contra los libros divinos. A
la verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el físico,
con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno, procurando
cautamente seguir el aviso de San Agustín de “no afirmar nada temerariamente
ni dar lo desconocido por conocido”; pero si, no obstante, disintieren en cómo
ha de portarse el teólogo, he aquí en compendio la regla por él mismo
ofrecida: “Cuanto ellos —dice— pudieren demostrarnos por argumentos
verdaderos de la naturaleza de las cosas, mostrémosles que no es contrario a
nuestras letras, mas cuanto presentaren de cualesquiera libros suyos como
contrario a nuestras letras, es decir, a la fe católica, o mostrémoselo también
por algún medio o sin vacilación creamos que es cosa de todo punto falsa.
Acerca de la justeza de esta regla es de considerar en primer lugar que los
escritores sagrados o, más exactamente, “el Espíritu de Dios que por medio
de ellos hablaba, no quiso ensenar a los hombres esas cosas (es decir la intima
constitución de las cosas sensibles), como quiera que para nada habían de
aprovechar a su salvación”; por lo cual, más bien que seguir directamente la
investigación de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o
por cierto modo de metáfora o como solía hacerlo el lenguaje común de su
tiempo, y aún ahora acostumbra, en muchas materias de la vida diaria, aun entre
los mismos hombres más impuestos en la ciencia.
Ahora
bien, como el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae bajo los
sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado (y lo notó también el
doctor Angélico), “ha seguido aquello que sensiblemente aparece”, o sea, lo
que Dios mismo, al hablar a los hombres, expresó de manera humana para ser
entendido por ellos.
Ahora,
de que haya que defender valerosamente la Escritura Santa, no hay que concluir
que deben por igual mantenerse todas las opiniones que en su interpretación
emitieron cada uno de los Padres y los intérpretes que les sucedieron, como
quiera que, conforme a las ideas de su época, al explicar los pasajes en que se
trata de fenómenos físicos, quizá no siempre juzgaron tan de acuerdo con la
verdad, que no sentaran afirmaciones que ahora no son tan aceptables. Por ello,
hay que distinguir cuidadosamente en sus explicaciones qué es lo que realmente
ensenan como perteneciente a la fe o íntimamente ligado con ella, qué es lo
que ensenan con unánime sentir; porque “en lo que no es necesidad de la fe, lícito
fue a los Santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros”,
conforme al sentir de Santo Tomás, el cual, en otro lugar, se expresa muy
prudentemente: “Paréceme ser más seguro que las cosas de esta clase que comúnmente
sintieron los filósofos y no repugnan a nuestra fe, ni deben afirmarse como
dogmas de fe, si bien a veces puedan introducirse bajo el nombre de los filósofos,
ni deben negarse como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo
ocasión de menospreciar la doctrina de la fe”.
A
la verdad, aun cuando el intérprete debe demostrar que no se opone a las
Escrituras rectamente entendidas nada de lo que los investigadoras de la
naturaleza afirman ser ya cierto con argumentos ciertos; no se le pase, sin
embargo, por alto que también ha acontecido que algunas cosas ensenadas por aquéllos
como ciertas han sido luego puestas en duda y hasta repudiadas. Y si los físicos,
traspasando las fronteras de su disciplina, invaden por la perversidad de sus
ideas, el dominio de la filosofía, a los filósofos debe dejar su refutación
el intérprete teólogo.
Esto
mismo será bien se traslade seguidamente a las disciplinas afines,
principalmente a la historia. De doler es, en efecto, que haya muchos que
investigan a fondo y sacan a luz, y ciertamente con grandes esfuerzo, los
monumentos de la antigüedad, las costumbres e instituciones de los pueblos y
los testimonios de cosas semejantes, pero frecuentemente con el intento de
descubrir en las Sagradas Letras las manchas del error y hacer así que su
autoridad de todo punto se debilite y vacile. Y esto lo hacen algunos con ánimo
demasiadamente hostil y con juicio no lo bastante justo, como quiera que de tal
modo se fían de los libros profanos y de los documentos de la antigüedad, como
si en ellos no cupiera ni sospecha siquiera de error; en cambio, por una
apariencia de error sólo imaginada y no honradamente discutida, niegan a los
libros de la Sagrada Escritura una fe siquiera igual.
Puede
ciertamente suceder que algunas cosas se les escaparan a los copistas al
transcribir menos exactamente los códices; pero esto debe juzgarse con
consideración y no admitirse con facilidad, si no es en aquellos pasajes en que
se haya debidamente demostrado; puede también darse que en algunos pasajes
permanezca dudoso el sentido genuino, para cuyo esclarecimiento, mucho
contribuirán las mejores reglas de hermenéutica; pero es absolutamente ilícito
ora limitar ]a inspiración solamente a algunas partes de la Sagrada Escritura,
ora conceder que erró el autor mismo sagrado. Ni debe tampoco tolerarse el
procedimiento de aquellos que, para salir de estas dificultades, no vacilan en
sentar que ]a inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a
nada mas...
Todos
los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, han sido escritos
íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y tan lejos
está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que ella de suyo
no sólo excluye todo error, sino que los excluye y rechaza tan necesariamente
como necesario es que Dios, Verdad suprema, no sea autor de error alguno.
Ésta
es la antigua y constante fe de la Iglesia, definida también por solemne
sentencia en los Concilios de Florencia [v. 706] y de Trento [v. 783 ss] y
confirmada finalmente y más expresamente declarada en el Concilio Vaticano, que
promulgó absolutamente: Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento...
tienen a Dios por autor [v. 1787]. Por ello, es absolutamente inútil alegar
que el Espíritu Santo tomara a los hombres como instrumento para escribir, como
si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados, se
les hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fue Él mismo quien, por
sobrenatural virtud, de tal modo los impulsó y movió, de tal modo los asistió
mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y fielmente
habrían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo
aquello y sólo aquello que Él mismo les mandara: en otro caso, no sería Él,
autor de toda la Escritura Sagrada... Hasta punto tal estuvieron los Padres y
Doctores todos absolutamente persuadidos de que las divinas Letras, tal como
fueron publicadas por los hagiógrafos, estaban absolutamente inmunes de todo
error, que con no menor sutileza que reverencia pusieron empeño en componer y
conciliar entre sí no pocas de aquellas cosas (que son poco más o menos las
que en nombre de la ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar
alguna contrariedad o desemejanza; pues profesaban unánimes que aquellos
libros, en su integridad y en sus partes, procedían igualmente de la inspiración
divina, y que Dios mismo, que por los autores sagrados había hablado, nada
absolutamente pudo haber puesto ajeno a la verdad.
Valga
en general lo que el mismo Agustín escribió a Jerónimo: “Si tropiezo en
esas Letras con algo que parezca contrario a la verdad, no dudaré sino que o el
códice es mendoso, o el traductor no alcanzó lo que decía el original, o yo
no he entendido nada...”.
...
Muchas cosas efectivamente tomadas de todo género de ciencias, se han lanzado
durante mucho tiempo y con ahínco contra la Escritura, y luego han envejecido
totalmente por vanas; igualmente, no pocas interpretaciones (no pertenecientes
propiamente a la regla de la fe y las costumbres) fueron en otro tiempo
propuestas de pasajes en que más tarde vio más rectamente una investigación más
penetrante. En efecto, el tiempo borra las fantasías de las opiniones, pero
“la verdad permanece y cobra fuerzas eternamente”.
De
la uni(ci)dad de la Iglesia
[De
la Encíclica Satis cognitum, de 29 de junio de 1896]
...
A la verdad, que la auténtica Iglesia de Jesucristo es una, de tal modo consta
para todos por claros y múltiples testimonios de las Sagradas Letras, que ningún
cristiano puede atreverse a contradecirlo. Mas cuando se trata de determinar y
establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los errores que a muchos desvían
del camino. Ciertamente, no sólo el origen, sino toda la constitución de la
Iglesia pertenece al género de cosas que proceden de la libre voluntad ¡ por
lo tanto, toda la cuestión está en saber lo que realmente se ha hecho, y lo
que hay que averiguar no es precisamente de qué modo puede la Iglesia ser una,
sino de qué modo quiso que fuera una Aquel que la fundó.
Ahora
bien, si se mira lo que ha sido hecho, Jesucristo no concibió ni formó a la
Iglesia de modo que comprendiera pluralidad de comunidades semejantes en su género,
pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hicieran a la Iglesia
indivisible y única, a la manera que profesamos en el Símbolo de la fe: Creo
en una sola Iglesia... Y es así que cuando Jesucristo hablara de este místico
edificio, sólo recuerda a una sola Iglesia, a la que llama suya: Edificaré
mi Iglesia [Mt. 16, 18]. Cualquiera otra que fuera de ésta se imagine, al
no ser fundada por Jesucristo, no puede ser la verdadera Iglesia de
Jesucristo... Así, pues, la salvación que nos adquirió Jesucristo, y
juntamente todos los beneficios que de ella proceden, la Iglesia tiene el deber
de difundirlos ampliamente a todos los hombres y propagarlos a todas las edades.
Consiguientemente, por voluntad de su fundador, es necesario que sea única en
todas las tierras en la perpetuidad de los tiempos... Es, pues, la Iglesia de
Cristo única y perpetua. Quienquiera de ella se aparta, se aparta de la
voluntad y prescripción de Cristo Señor y, dejado el camino de la salvación,
se desvía hacia su ruina.
Mas
el que la fundó única, la fundó también una, es decir, de tal naturaleza que
cuantos habían de formar parte de ella habían de estar unidos entre sí por
tan estrechísimos vínculos, que de todo punto formaran una sola nación, un sólo
reino, un solo cuerpo: un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido
llamados en una sola esperanza de vuestro llamamiento [Eph. 4, 4]... Mas el
necesario fundamento de tan grande y absoluta concordia entre los hombres es el
acuerdo y unión de las inteligencias, de donde naturalmente se engendra la
conspiración de las voluntades y la semejanza de las acciones...
Consiguientemente, para aunar las inteligencias, para lograr y conservar la
concordia del sentir, por más que existieran las Letras Divinas, era de todo
punto necesario otro principio distinto...
Por
lo cual instituyó Jesucristo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y
juntamente perenne, al que dotó de su propia autoridad, le proveyó del Espíritu
de la verdad, lo confirmó con milagros y quiso y severísimamente mandó que
sus enseñanzas fueran recibidas como suyas... Este es consiguientemente sin
duda alguna el deber de la Iglesia: conservar la doctrina de Cristo y propagarla
íntegra e incorrupta...
Mas
a la manera que la doctrina celeste jamás fue abandonada al arbitrio e ingenio
de los particulares, sino que, enseñada al principio por Jesús, fue luego
separadamente encomendada al magisterio de que hemos hablado; así tampoco a
cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha sido divinamente
conferida facultad de realizar y administrar los divinos misterios, juntamente
con el poder de regir y gobernar...
Por
lo cual Jesucristo llamó a los mortales todos, cuantos eran y cuantos habían
de ser, para que le siguieran como guía y salvador, no sólo cada uno
individualmente, sino también asociados y mutuamente unidos de hecho y de corazón,
de suerte que de la muchedumbre se formara un pueblo legítimamente asociado:
uno por la comunidad de fe, de fin y de medios conducentes al fin, y sujeto a
una sola y misma potestad... Por tanto, la Iglesia es sociedad, por su origen,
divina; por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin,
sobrenatural; mas en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana...
Como
el autor divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la fe, por el
régimen y por la comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para que en
ellos estuviera el principio y como el centro de la unidad... Mas, en cuanto al
orden de los obispos, entonces se ha de pensar que está debidamente unido con
Pedro, como Cristo mandó, cuando a Pedro está sometido y obedece; en otro
caso, necesariamente se diluye en una muchedumbre confusa y perturbada. Para
conservar debidamente la unidad de fe y comunión, no basta desempeñar una
primacía de honor, no basta una mera dirección, sino que es de todo punto
necesaria la verdadera autoridad y autoridad suprema, a que ha de someterse toda
la comunidad... De ahí aquellas singulares denominaciones de los antiguos
aplicadas al bienaventurado Pedro, que pregonan brillantemente estar él
colocado en el más alto grado de dignidad y de poder. Llámanle a cada paso príncipe
del colegio de los discípulos, príncipe de los santos Apóstoles,
corifeo de su coro; boca de los Apóstoles todos; cabeza de aquella
familia; puesto al frente del orbe de la tierra; primero entre los Apóstoles;
cima de la Iglesia...
Pero
es cosa que se aparta de la verdad y abiertamente repugna a la constitución
divina, ser de derecho que los obispos estén individualmente sujetos a
la jurisdicción de los Romanos Pontífices y no ser de derecho que lo estén todos
juntos... Esta potestad de que hablamos, sobre el colegio mismo de los
obispos, que tan abiertamente proclaman las Divinas Letras, la Iglesia no dejó
de reconocerla y atestiguarla en ningún tiempo... Por estas causas, por el
Decreto del Concilio Vaticano sobre la naturaleza y razón del primado del
Romano Pontífice [v. 1826 ss], no se introdujo una opinión nueva, sino que se
afirmó la fe, vieja y constante, de todos los siglos. Ni tampoco, en verdad, el
que unos mismos súbditos estén sometidos a doble potestad, engendra confesión
alguna en el gobierno. Sospechar nada semejante, nos lo prohibe en primer lugar
la sabiduría de Dios, por cuyo designio se ha constituído esta suerte de régimen.
Y hay que observar, en segundo lugar, que se perturbaría el orden de las cosas
y las mutuas relaciones, si en un pueblo hubiera dos poderes de igual categoría,
sin dependencia uno de otro. Pero la potestad del Romano Pontífice es suprema,
universal y enteramente independiente; pero la de los obispos está circunscrita
a ciertos límites y no es enteramente independiente...
Mas
los Romanos Pontífices, acordándose de su deber, quieren más que nadie que se
conserve cuanto en la Iglesia ha sido divinamente constituído; y por eso, así
como defienden su propia autoridad con el cuidado y vigilancia que es debido; así
se han esforzado y se esforzarán constantemente porque a los obispos quede a
salvo la suya. Es más, cuanto honor, cuanta obediencia se tributa a los
obispos, todo lo consideran ellos como tributado a sí mismos.
De
las ordenaciones anglicanas
[De
la Carta Apostolicae curae, de 13 de septiembre de 1896]
En
el rito de realizar y administrar cualquier sacramento, con razón se distingue
entre la parte ceremonial y la parte esencial, que suele llamarse materia y
forma. Y todos saben que los sacramentos de la nueva Ley, como signos que son
sensibles y que producen la gracia invisible, deben lo mismo significar la
gracia que producen, que producir la que significan [v. 695 y 849]. Esta
significación, si bien debe darse en todo el rito esencial, es decir, en la
materia y la forma, pertenece, sin embargo, principalmente a la forma, como
quiera que la materia es por sí misma parte no determinada, que es determinada
por aquélla. Y esto aparece más manifiesto en el sacramento del orden, cuya
materia de conferirlo, en cuanto aquí hay que considerarla, es la imposición
de las manos, la que ciertamente por sí misma nada determinado significa y lo
mismo se usa para ciertos órdenes que para la confirmación.
Ahora
bien, las palabras que hasta época reciente han sido corrientemente tenidas por
los anglicanos como forma propia de la ordenación presbiteral, a saber: Recibe
el Espíritu Santo, en manera alguna significan definidamente el orden del
sacerdocio o su gracia o potestad, que principalmente es la potestad de
consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor en aquel sacrificio,
que no es mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz [v. 950].
Semejante forma se aumentó después con las palabras: para el oficio y obra
del presbítero; pero esto más bien convence que los anglicanos mismos
vieron que aquella primera forma era defectuosa e impropia. Mas esa misma añadidura,
si acaso hubiera podido dar a la forma su legítima significación, fue
introducida demasiado tarde, pasado ya un siglo después de aceptarse el Ordinal
Eduardiano, cuando, consiguientemente, extinguida la jerarquía, no había ya
potestad alguna de ordenar.
Lo
mismo hay que decir de la ordenación episcopal. Porque a la fórmula: Recibe
el Espíritu Santo, no sólo se añadieron más tarde las palabras: para
el oficio y obra del obispo, sino que de ellas hay que juzgar, como en
seguida diremos, de modo distinto que en el rito católico. Ni vale para nada
invocar la oración de la prefación Omnipotens Deus, como quiera que
también en ella se han cercenado las palabras que declaran el sumo sacerdocio.
A la verdad, nada tiene que ver aquí averiguar si el episcopado es complemento
del sacerdocio o un orden distinto de éste; o si conferido; como dicen, per
saltum, es decir, a un hombre que no es sacerdote, produce su efecto o no.
Pero de lo que no cabe duda es que él, por institución de Cristo, pertenece
con absoluta verdad al sacramento del orden y es el sacerdocio de más alto
grado, el que efectivamente tanto por voz de los Santos Padres, como por nuestra
costumbre ritual, es llamado sumo sacerdote, suma del sagrado ministerio. De
ahí resulta que, al ser totalmente arrojado del rito anglicano el sacramento
del orden y el verdadero sacerdocio de Cristo, y, por tanto, en la consagración
episcopal del mismo rito, no conferirse en modo alguno el sacerdocio, en modo
alguno, igualmente, puede de verdad y de derecho conferirse el episcopado; tanto
más cuanto que entre los primeros oficios del episcopado está el de ordenar
ministros para la Santa Eucaristía y sacrificio...
Con
este íntimo defecto de forma está unida la falta de intención, que se
requiere igualmente de necesidad para que haya sacramento... Así, pues,
asintiendo de todo punto a todos los decretos de los Pontífices predecesores
nuestros sobre esta misma materia, confirmándolos plenísimamente y como renovándolos
por nuestra autoridad, por propia iniciativa y a ciencia cierta, pronunciamos y
declaramos que las ordenaciones hechas en rito anglicano han sido y son
absolutamente inválidas y totalmente nulas...
De
la fe e intención requerida para el bautismo
[Respuesta
del Santo Oficio, de 30 de marzo de 1898]
Se
pregunta si puede el misionero administrar el bautismo en el artículo de la
muerte a un mahometano adulto que se supone estar de buena fe en sus errores:
1.
Si tiene todavía plena advertencia, exhortándole sólo al dolor y a la
confianza, no hablándole para nada de nuestros misterios, por temor de que no
los vaya a creer.
2.
Cualquier advertencia que tenga, no diciéndole nada, ya que por una parte se
supone que no le falta la contrición y por otra no es prudente hablar con él
de nuestros misterios.
3.
Si ha perdido la advertencia, no diciéndole absolutamente nada.
Respuestas:
a 1 y 2,
negativamente, es decir, que no es lícito administrar el bautismo a tales
mahometanos... ni absoluta ni condicionalmente; y dénse los decretos del Santo
Oficio al obispo de Quebec de 25 de enero y de 10 de mayo de 1703 [v. 1849 a s].
A
3: sobre los mahometanos moribundos y faltos ya de sentido, hay que responder
como en el Decreto del Santo Oficio de 18 de septiembre de 1850 al obispo de
Perth; esto es: “Si antes hubieren dado señales de quererse bautizar o en el
estado presente manifestaren la misma disposición por señas o de otro modo,
pueden ser bautizados bajo condición, en cuanto, sin embargo, atendidas todas
las circunstancias, así lo juzgare prudente el misionero”... El Santísimo lo
aprobó.
Del
americanismo
[De
la Carta Testem benevolentiae, al cardenal Gibbons, de 22 de enero de
1899]
El
fundamento sobre que, en definitiva, se fundan las nuevas ideas que dijimos, es
el siguiente: Con el fin de atraer más fácilmente a los disidentes a la
doctrina católica, debe por fin la Iglesia acercarse algo más a la cultura de
este siglo ya adulto y, aflojando la antigua severidad, condescender con los
principios y modos recientemente introducidos entre los pueblos. Y muchos
piensan que ello ha de entenderse no sólo de la disciplina de la vida, sino
también de las enseñanzas en que se contiene el depósito de la fe. Pretenden,
en efecto, que es oportuno para atraer las voluntades de los discordes, omitir
ciertos puntos de doctrina, como si fueran de menor importancia, o mitigarlos de
manera que no conserven el mismo sentido que constantemente mantuvo la Iglesia.
Mas con cuán reprobable consejo haya sido todo eso excogitado... no hace falta
largo discurso para demostrarlo, con que se recuerde la naturaleza y el origen
de la doctrina que enseña la Iglesia. Dice a este propósito el Concilio
Vaticano: “Y jamás hay que apartarse...” [v. 1800] .
Y
la historia de todas las edades pretéritas es testigo de que esta Sede Apostólica,
a quien fue concedido no sólo el magisterio, sino también el régimen supremo
de toda }a Iglesia, se mantuvo constantemente adherida al mismo dogma, al mismo
sentido, a la misma sentencia [Concilio Vaticano, v. 1800]; mas en cuanto a la
disciplina de la vida, de tal manera acostumbró siempre moderarse que,
mantenido incólume el derecho divino, jamás desatendió las costumbres y modos
de tan varias gentes como ella comprende. ¿Y quién dudará de que también
ahora lo ha de hacer, si así lo exige la salvación de las almas? Mas esto no
ha de ser determinado al arbitrio de los individuos particulares, que de
ordinario se engañan con apariencia de bien, sino que es menester dejarlo al
juicio de la Iglesia...
En
la causa, sin embargo, de que hablamos, querido Hijo Nuestro, lo que trae más
peligro y es más perjudicial a la doctrina y disciplina católica es el consejo
aquel de los seguidores de novedades por el que piensan que hay que introducir
en la Iglesia una especie de libertad, de suerte que, restringida en cierto modo
la fuerza y vigilancia del poder, sea lícito a los fieles entregarse algo más
ampliamente a su natural y a la virtud activa...
Todo
magisterio externo es rechazado como superfluo y hasta como menos útil por
aquellos que se dedican a alcanzar la perfección cristiana: ahora —dicen—
infunde el Espíritu Santo en las almas de los fieles más amplios y abundantes
carismas que en los tiempos pasados, y les enseña y los conduce, sin intermedio
de nadie, por cierto misterioso instinto...
Sin
embargo, si se considera a fondo el asunto, quitado también todo director
externo, apenas se ve en la sentencia de los innovadores a que debe referirse
ese más abundante influjo del Espíritu Santo, que tanto exaltan. Ciertamente,
es absolutamente necesario el auxilio del Espíritu Santo, sobre todo para
cultivar las virtudes; pero los que gustan de seguir las novedades, alaban más
de la medida las virtudes naturales, como si éstas respondieran mejor a las
costumbres y necesidades de la época presente y valiera más estar adornado de
ellas, pues preparan mejor y hacen al hombre más fuerte para la acción. Difícil
ciertamente se hace de entender cómo quienes están imbuídos de la sabiduría
cristiana, pueden anteponer las virtudes naturales a las sobrenaturales y
atribuirles mayor eficacia y fecundidad...
Con
esta sentencia sobre las virtudes naturales está estrechamente unida otra, por
la que todas las virtudes cristianas se dividen como en dos géneros, en
pasivas, como dicen, y en activas, y añaden que aquéllas convienen mejor a las
edades pasadas, y que éstas se adaptan más a la presente... Ahora bien, sólo
tendrá las virtudes cristianas por acomodadas unas a unos tiempos y otras a
otros, quien no recuerde las palabras del Apóstol: A quienes de antemano
conoció, a éstos predestinó para hacerse conformes a la imagen de su Hijo [Rom.
8, 29]. El maestro y ejemplar de toda santidad es Cristo, a cuya regla es
preciso que se adapten todos los que han de ser colocados en los asientos de los
bienaventurados. Ahora bien, Cristo no cambia con el curso de los siglos, sino
que es el mismo ayer y hoy y por los siglos [Hebr. 13, 8]. A los hombres,
pues, de todas las edades pertenece su palabra: Aprended de mí, porque soy
manso y humilde de corazón [Mt. 11, 29]; y en todo tiempo se nos muestra
Cristo hecho obediente hasta la muerte [Phil, 2, 8]; y en todo tiempo es
válida la sentencia del Apóstol: Los que... son de Cristo han crucificado
su carne con sus vicios y concupiscencias [Gal. 5, 24]...
En
esta especie de menosprecio de las virtudes evangélicas que erróneamente se
llaman pasivas, era natural consecuencia que también invadiera insensiblemente
los ánimos el desprecio de la vida religiosa. Y que eso sea común a los
fautores de las nuevas ideas, lo conjeturamos de algunas de sus sentencias sobre
los votos que profesan las órdenes religiosas. Dicen, en efecto, que tales
votos se apartan muchísimo del carácter de nuestra edad, como quiera que
estrechan los límites de la libertad humana; que son más propios de ánimos débiles
que de fuertes y que no valen mucho para el aprovechamiento cristiano ni para el
bien de la sociedad humana, sino que más bien se oponen y dañan a lo uno y a
lo otro. Mas cuán falsamente se dice todo eso, es bien evidente por la práctica
y doctrina de la Iglesia, que aprobó siempre sobremanera el género de vida
religiosa... Y en cuanto a lo que añaden, que la vida religiosa o no ayuda en
absoluto o es poco lo que ayuda a la Iglesia, aparte denotar malquerencia para
las órdenes religiosas, no habrá uno solo que así piense, si ha repasado los
anales de la Iglesia...
Finalmente,
para no detenernos en minucias, se proclama que el camino y método que hasta
ahora han seguido los católicos para convertir a los disidentes, debe ser
abandonado y empleado otro... Que si de las varias formas de predicar la palabra
de Dios, parece alguna vez que haya de preferirse la de hablar a los disidentes
no en los templos, sino en algún lugar particular honesto, y no como quien
discute, sino como quien conversa amigablemente, la cosa no es ciertamente de
reprender; a condición, sin embargo, que para este cargo se destinen por
autoridad de los obispos quienes antes les hubieren probado su ciencia e
integridad...
Así,
pues, de cuanto aquí hemos disertado, resulta evidente, querido Hijo Nuestro,
que Nos no podemos aprobar esas opiniones, cuyo conjunto designan algunos con el
nombre de americanismo... Pues eso nos produce la sospecha que hay entre
vosotros quienes se forjan y quieren una Iglesia distinta en América de la que
está en todas las demás regiones.
La
Iglesia es una por su unidad de doctrina, como por su unidad de gobierno y, a la
vez, católica, y pues Dios estableció su centro y fundamento en la cátedra
del bienaventurado Pedro, con razón se llama Romana; pues donde está Pedro,
allí está la Iglesia. Por el cual, todo el que quiera honrarse con el nombre
de católico, debe usar de verdad las palabras de Jerónimo a Dámaso Pontífice:
“Yo, no siguiendo a nadie antes que a Cristo, me asocio por la comunión a tu
beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro, yo sé que sobre esa piedra está
edificada la Iglesia [Mt. 16, 18]; todo el que contigo no recoge,
esparce” [Mt. 12, .30].
De
la materia del bautismo
[Del
Decreto del Santo Oficio de 21 de agosto de 1901]
El
arzobispo de Utrecht (Holanda) expone:
“Varios
médicos, en los nosocomios y en otras partes, suelen bautizar a los niños en
caso de necesidad, sobre todo en el útero de la madre, con agua mezclada con
cloruro mercúrico (sublimado corrosivo). Esta agua se compone aproximadamente
de la solución de una parte de este cloruro de mercurio en mil partes de agua,
y por esa solución el agua resulta venenosa para beber. La razón por que se
usa de esta mezcla, es para evitar la infección del útero de la madre.
A
las dudas, pues:
I.
¿El bautismo administrado con esa agua, es cierta o dudosamente válido?
II.
¿Es lícito administrar el sacramento del bautismo con esa agua, para evitar
todo peligro de enfermedad?
III.
¿Es lícito usar también de esa agua, cuando sin ningún peligro de enfermedad
puede emplearse el agua pura?
Se
respondió (con aprobación de León XIII):
A
lo I. Se proveerá en lo II.
A
lo II. Es licito, cuando hay verdadero peligro de enfermedad.
A
lo III. Negativamente.
Del
uso de la Santísima Eucaristía
[De
la Encíclica Mirae caritatis, de 28 de mayo de 1902]
...
Lejos, pues, el error tan divulgado como pernicioso de los que opinan que el uso
de la Eucaristía ha de relegarse casi exclusivamente a quienes libres de
cuidados y apocados de ánimo, se proponen vivir tranquilos en un tenor de vida
más religiosa.
Puesto
que este asunto, a que ningún otro sobrepasa en excelencia y saludable
eficacia, atañe a cuantos, sean del cargo y dignidad que fueren, quieran —y
nadie debe dejar de quererlo— fomentar en sí mismos la vida de la gracia
divina cuyo término último es la consecución de la vida bienaventurada con
Dios.