JESÚS Y LA IGLESIA


JESÚS anunció el Reino y lo que vino fue la Iglesia. Con estas 
palabras sintetizaba Loisy su desilusión y desconcierto al comparar el 
magnífico mensaje del evangelio con la triste realidad de una institución 
anquilosada en el conservadurismo, la incomprensión y el anatema. 
Millones de personas estarían dispuestas a repetir la misma frase, 
pensando que la burocracia, el poder, el dinero, el legalismo, han 
prevalecido a menudo sobre los valores cristianos. Más que hablar de 
«Jesús y la Iglesia» preferirían hacerlo de «Jesús contra la Iglesia» o 
«la Iglesia contra Jesús». Porque ésta se ha convertido con frecuencia 
en obstáculo para creer en El, y porque, si Jesús volviese, tendría que 
acusamos nuevamente de haber convertido «la casa de mi Padre en 
una cueva de ladrones».
Creo que la única manera de superar este escándalo es volver a los 
orígenes, recordar lo que los evangelios nos cuentan sobre el tema. 
Pero ya en esto tropezamos con una dificultad. Los evangelios no 
reproducen los hechos históricos de manera fría y descarnada. Cada 
uno de ellos (Mateo, Marcos, Lucas, Juan) los presenta de forma 
peculiar, según los intereses e inquietudes de sus respectivas 
comunidades. Por eso, más que de una visión de la Iglesia debemos 
hablar de distintas visiones, todas ellas verdaderas y complementarias, 
como cuatro afluentes de un mismo río. Algunos pretenden «destilar» 
estas diversas aportaciones para obtener la historia pura de las 
relaciones entre Jesús y la Iglesia. Me temo que el resultado final sea 
un producto incoloro, inodoro e insípido. Es preferible el agua de un 
manantial, aunque no sea químicamente pura.
Centraré, pues, mi exposición en el evangelio de Mateo, que dedica 
gran interés a nuestro tema. Renuncio a un análisis minucioso 
-imposible en el breve tiempo del que dispongo- para presentar una 
síntesis de las ideas principales. Se trata de recorrer el mismo camino 
que, según Mateo, recorrió la primera comunidad. La fidelidad 
histórica es secundaria. Lo importante es conocer ese itinerario, 
identificarnos con sus metas, sus temores, sus ilusiones, para seguir 
siendo la auténtica comunidad de seguidores de Jesús.


I El presupuesto

I/INSTITUCION J/I I/J:
SEGÚN MATEO, que coincide en esto con Marcos y Lucas, las 
primeras palabras pronunciadas por Jesús en su actividad pública, 
cuando aún marcha en solitario, sin discípulos, fueron éstas: 
«Arrepentíos, porque el Reinado de Dios está cerca» (4,17). Este 
anuncio del Reino es fundamental para comprender las palabras y los 
hechos de Jesús, incluida la fundación de la Iglesia.
El «Reinado de Dios» sintetiza las mayores esperanzas del pueblo 
judío en tiempos de Jesús; incluye libertad política frente a la opresión 
romana, justicia social, paz, bienestar, fidelidad a Dios. Es normal que 
así sea, porque cuando se instaure ese reinado será el mismo Señor 
quien gobierne al pueblo, no una potencia extranjera o un rey terreno 
lleno de debilidades.
La idea de Dios como rey era muy antigua en Israel, anterior incluso 
a la aparición de la monarquía en el siglo XI antes de Cristo. Muy 
pronto, los israelitas admiten que Dios ejerce su realeza a través de un 
ser humano, representante suyo en la tierra. Pero El sigue siendo el 
verdadero rey de Israel. Por eso, cuando al cabo de cinco siglos 
desaparece la monarquía y los babilonios destierran a los 
descendientes de David, muchos judíos no se angustian. Lo 
importante es que Dios venga a reinar en persona. Uno de los 
mayores profetas de esta época, al que conocemos como 
Deuteroisaías, no sueña ya con un descendiente de David, sino que se 
entusiasma pensando en la aparición de Dios como rey:

«¡Qué hermosos son sobre los montes 
los pies del heraldo que anuncia la paz, 
que trae la buena nueva, que pregona la victoria! 
Que dice a Sión: Tu Dios es rey» (Is 52,7).

Y un pasaje al final del libro de Sofonías explica los motivos de este 
gozo:

«Grita, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel; 
festéjalo exultante, Jerusalén capital.
Que el Señor ha expulsado a los tiranos, 
ha echado a los enemigos.
El Señor dentro de ti es el Rey de Israel 
y ya no temerás nada malo.
Aquel día dirán a Jerusalén:
No temas, Sión, no te acobardes. 
El Señor, tu Dios, es dentro de ti 
un soldado victorioso, 
que goza y se alegra contigo 
renovándote su amor. 
Se llenará de júbilo por ti 
como en día de fiesta. 
Apartará de ti la desgracia 
y el oprobio que pesa sobre ti.
Entonces yo mismo trataré con tus opresores, 
salvaré a los inválidos, reuniré a los dispersos,
les daré fama y renombre en la tierra 
donde ahora los desprecian» (Sof 3,14-19).

Estos y otros textos dejan claro que, cuando Dios reine, Israel 
encontrará su libertad e independencia, vivirá en paz y prosperidad, 
será fiel a Dios. Y después de siglos de espera, Jesús irrumpe 
anunciando que ese momento está cerca. Podemos imaginar la 
conmoción que supuso entre la gente y las ilusiones que despertó. 
Toda su vida la consagrará a proclamar el mensaje del Reino con sus 
palabras y a anticiparlo con su acción. Limitándonos a este segundo 
aspecto, y de forma muy esquemática, podemos decir:
MIGROS/RD RD/MILAGROS: En primer lugar, Jesús anticipa el 
Reino curando las enfermedades. Los «milagros» de Jesús no son 
simples obras de misericordia ni puras manifestaciones de su poder. 
Son «signos» de ese mundo futuro en el que ya no habrá llanto, ni 
lágrimas, ni sufrimiento. Curar la enfermedad significa devolver al 
hombre la armonía con lo más personal de sí mismo, su propio cuerpo 
y su espíritu. Al mismo tiempo, cada enfermo sanado supone una 
victoria sobre las fuerzas del mal (los demonios) que encadenan al 
hombre y se oponen al Reinado de Dios.
En segundo lugar, Jesús anticipa el Reino perdonando los pecados. 
Los relatos de este tipo no son tan frecuentes como los anteriores, 
pero se orientan en una línea parecida. Porque el pecado es una 
forma de esclavitud, que ata interiormente al hombre y no le permite 
situarse rectamente ante Dios y los demás. El perdón de los pecados 
trae paz y alegría, hace sentirse amado por Dios. Y anticipa el gozo 
del Reino definitivo.
I/IMAGEN-RD RD/I-PROYECTO: Pero, si Jesús hubiese anticipado el 
Reino sólo de estas dos maneras, su obra habría acabado con El. 
Además, habría destacado un aspecto exclusivamente personalista, 
cuando lo esencial del reino es su carácter comunitario. Por eso Jesús 
lo anticipa de una tercera forma: creando un grupo de personas 
dispuestas a reproducir lo mejor posible las condiciones del mundo 
futuro. Quienes lo vean podrán decir: parecido a eso será la sociedad 
en la que Dios reine.
Así, como proyecto y esbozo de futuro, como anticipación de la 
realidad definitiva, es como tiene sentido la Iglesia. Esto excluye el 
triunfalismo que pretende identificarla plenamente con el Reino de 
Dios, reivindicando incluso territorios pontificios y autoridad política. 
Pero también excluye la crítica radical que niega toda relación entre el 
Reino y la Iglesia.


II Los invitados

PARA UNA TAREA como la que Jesús desea encomendar a su grupo 
(anticipar el Reinado de Dios) cabría esperar una gran selección. 
Toda asociación religiosa, política, cultural, es tanto más exigente 
cuanto más altas son las metas que se propone. Hace veinte siglos 
ocurría lo mismo. Los esenios, por ejemplo, no admitían a jóvenes en 
su comunidad. El escritor judío Filón nos indica las causas en su 
Apología de los hebreos: «Entre los esenios no hay niños, ni 
adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es 
inconstante e inclinado a las novedades a causa de su falta de 
madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la 
vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por 
las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única 
libertad». Algo parecido podríamos decir de los sicarios, que junto a 
unas convicciones firmísimas (fanáticas en ciertos puntos) exigían 
arriesgar la vida al servicio de la revolución antirromana.
I/J/CRITERIO-LLAMAR APOSTOL/QUIEN-ES Precisamente porque 
la selección es un dato arraigado en la historia y la sicología, nos 
llaman la atención los criterios que emplea Jesús. Se dirige al lugar 
menos adecuado para llamar a las personas menos adecuadas. 
Después del bautismo, «al enterarse de que habían detenido a Juan, 
Jesús se retiró a Galilea. Dejó Nazaret y se estableció en Cafarnaúm, 
junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que 
había dicho el profeta Isaías: País de Zabulón y país de Neftalí, camino 
del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que 
habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y 
sombra de muerte una luz les brilló» (Mt 4,12-16, citando Is 8,23-9,1).
Se expresa aquí, a nivel geográfico, lo que será la actitud de Jesús 
durante toda su vida. No se dirige a las regiones ricas, influyentes, 
donde reside el gobierno del país, florece la cultura y se encuentran 
los centros del poder religioso, político y económico. Jesús elige la 
Galilea de los paganos. La tierra olvidada y mal vista, de la que no 
puede salir nada bueno, sin pasado ni futuro, madre de incultura y 
revoluciones.
Y el material humano que elige está en perfecta consonancia con la 
tierra. Llama a las personas más extrañas, incluso peligrosas: a los 
pobres, los que sufren, los no violentos, los que tienen hambre y sed 
de justicia, prestan ayuda, son limpios de corazón, trabajan por la paz y 
viven perseguidos por su fidelidad. Es gente muy diversa: unas están 
necesitadas de ayuda o carecen de algo, otras adoptan una actitud 
positiva ante los demás. Aunque entonces como ahora muchos 
pueden sintonizar con algunas de las bienaventuranzas, el criterio de 
selección manifestado por Jesús supone una «subversión de todos los 
valores».
Y el desconcierto aumenta en pasajes posteriores, cuando Jesús 
dice sin tapujos que ha venido a interesarse por «los enfermos», a 
buscar a «las ovejas perdidas de la casa de Israel»; o cuando elogia a 
los sencillos, invita a los «agobiados y cargados», acoge a extranjeros 
y paganos. Todo esto se concreta en pecadores y descreídos, 
recaudadores de impuestos y prostitutas, niños e ignorantes, personas 
que la sociedad bienpensante, de derecha o de izquierda, margina y 
rechaza.


III El programa

BITS/CONTENIDO: ES SORPRENDENTE que Jesús invite a estas 
personas, de las que tan poco cabría esperar. Y aún más sorprende la 
enorme confianza que Jesús deposita en ellas. Las llama «sal de la 
tierra» y «luz del mundo», y les propone un programa altísimo, no de 
ofertas y privilegios, sino de responsabilidad y exigencias. Este 
programa lo desarrolla en el «Sermón del monte», que prefiero calificar 
como «discurso sobre la actitud cristiana». No es una exposición 
exhaustiva (al estilo del programa electoral de un partido político), pero 
refleja el tipo de hombre nuevo que Jesús desea para sus seguidores. 
Resulta imposible comentar un texto tan rico de contenido en pocas 
palabras. Me limitaré a enunciar sus temas capitales y a sugerir 
algunas ideas.
El discurso desarrolla la actitud cristiana ante la ley (Mt 5,21-48), las 
obras de piedad (6,1-28), el dinero y la providencia (6,19-34), el 
prójimo (7,1-12); termina con unos «requisitos para mantener la actitud 
cristiana» (7,13-27).
La primera parte se dirige contra el legalismo de los escribas 
utilizando seis casos concretos: asesinato, adulterio, divorcio, 
juramento, venganza, amor al prójimo. En ocasiones, Jesús lleva la ley 
a sus consecuencias más radicales (primer y segundo caso); en otras, 
cambia la ley o la norma de conducta por otra más exigente (talión, 
amor al enemigo); en otras, anula la ley en vigor (divorcio, juramento). 
J/LEGALISMO LEGALISMO/J: En conjunto, estas diversas actitudes 
se oponen al legalismo, forma larvada de escapar al espíritu de la ley 
ateniéndose a la letra de la misma. El problema consiste en saber 
cómo atenerse al espíritu. La conducta de Jesús puede iluminarnos: 1) 
nunca produce la impresión de sentirse agobiado por leyes y normas; 
para El, la voluntad del Padre es lo esencial, pero dicha voluntad es 
algo más rico, vivo y personal que una colección de decretos; 2) 
siempre concede más importancia a la misericordia que al cumplimiento 
del precepto (ver Mt 9,13; 12,7; 23,23), porque para Dios el hombre es 
más importante que todas las leyes; 3) a veces cumple la ley para no 
escandalizar, pero con espíritu crítico, atacándola más que 
defendiéndola (ver Mt 17,24-27); 4) en general no concedió valor a las 
tradiciones religiosas, sobre todo a las farisaicas; las consideraba 
«preceptos humanos» (afirmación que muchos considerarían 
blasfema), que a menudo impedían el cumplimiento de cosas más 
importantes (Mt 15,1-9). Esta batalla de Jesús contra el legalismo 
conserva toda su vigencia. Después de siglos, la Iglesia católica se ha 
convertido con frecuencia en la hija predilecta del fariseísmo y de la 
hipocresía casuística. La abundancia de normas, orientaciones y 
decretos supone una carga insoportable para millones de personas, en 
contra del espíritu de Jesús, que hablaba de un yugo suave y ligero (Mt 
11,30). Prescindiendo de que a esos leguleyos se les puede reprochar 
lo mismo que a los del tiempo de Jesús: «Lían fardos insoportables y 
los cargan en las espaldas de los demás, mientras ellos, no quieren 
empuñarlos ni con un dedo» (Mt 23,4).
La segunda parte (6,1-18) se centra en las obras de piedad; 
prácticas que no se consideraban necesarias para la salvación, pero sí 
muy convenientes para agradar a Dios. A propósito de ellas Jesús 
enuncia un principio general (6,1), que luego aplica a tres casos 
concretos: limosna, oración y ayuno. No condena estas prácticas, pero 
contrapone dos posturas: la del hipócrita que busca publicidad y 
obtiene su recompensa de los hombres, y la del cristiano, que procura 
pasar inadvertido y recibe su recompensa de Dios. En este tema, 
aunque se cometen siempre muchos fallos, creo que los cristianos 
tenemos las ideas claras. La lástima es que no seamos consecuentes 
con la teoría.
En cierto modo, estas dos primeras partes son negativas: indican 
cómo no debe actuar el discípulo de Jesús. A partir de ahora trata 
Mateo aspectos positivos de la conducta cristiana. Y un puesto capital 
lo concede al tema del dinero y de la fe en la Providencia. El 
evangelista sabe el enorme peligro que supone la riqueza. Por treinta 
monedas de plata traicionó Judas a Jesús (26,14-16). Esto demuestra 
que el afán de enriquecerse «ahoga la palabra de Dios y la deja 
estéril» (13,22); por eso es tan difícil que entre un rico en el reino de 
los cielos (19,23). Mateo, con esta convicción y esta enseñanza de 
Jesús, insiste desde ahora en la importancia de no querer 
enriquecerse (6,19-21), de ser generosos (6,22-23), de captar la 
alternativa radical entre Dios y Mammón, dios de la riqueza (6,24), de 
confiar en la Providencia, poniendo las necesidades primarias por 
debajo del valor supremo del Reino (6,25-34). En este caso, como en 
el del legalismo, la Iglesia ha permanecido poco fiel a la enseñanza y al 
ejemplo de Jesús. Nunca han faltado seguidores eximios de la pobreza 
evangélica; algunos quizá incluso más radicales que el mismo Jesús, ya 
que éste manifestaba la libertad suprema de dormir en el suelo y comer 
en casa de un rico. Pero, si tomamos en conjunto la historia de la 
comunidad cristiana, no es dicha orientación la predominante. La 
alternativa radical de Jesús entre el servicio a Dios y el servicio a los 
bienes terrenos (Mt 6,24) ha dado paso a una componenda 
vergonzante, que pretende vivir bien y con la conciencia tranquila.
La sección final del discurso (7,1-12) es la menos elaborada. Tras 
hablar de la actitud ante el prójimo y sus defectos (7,1-5), sigue una 
frase misteriosa (7,6), una exhortación a la oración de petición (7,7-1 
1) y la síntesis final, que empalma con 5,17 y resume en pocas 
palabras todo lo que Jesús espera de sus discípulos. En estos casos, 
como en el de las obras de piedad, la teoría es clara y conocida. Otra 
cosa es la práctica, que deja mucho que desear.
El discurso termina con los requisitos para mantener una actitud 
cristiana (7,13-27). Conviene saber que se trata de una decisión seria 
y difícil (7,13-14), que cabe el peligro de ser engañado por los falsos 
profetas (v.15-20), o de engañarse uno mismo, pensando que todo es 
cuestión de palabras o de obras portentosas (v.21-23). Lo importante 
es responder a la voluntad de Dios poniendo en práctica lo que se 
acaba de escuchar (v.24-27). La ortopraxis es más importante que la 
ortodoxia.
Este discurso programático deja sin tratar ciertos puntos. A veces 
nos gustaría que fuese más concreto. Pero asombra por su genial 
trabazón de ideas y su ideal de vida. Este hombre nuevo es el que 
desea Jesús para formar parte de su comunidad, reflejando y 
anticipando el futuro reinado de Dios. Un hombre libre del legalismo, 
del deseo de aparentar, del dinero y la codicia, del orgullo que juzga y 
condena a los demás, de la desconfianza en Dios. Libertad que 
permite amar con plenitud, perdonar sin límites incluso a los enemigos. 
Es el hombre nuevo con vistas a la nueva sociedad, tan distinta de la 
que conocemos.


IV La decisión y la duda

ESTE PROGRAMA de Jesús debía chocar inevitablemente a ciertos 
sectores. El legalista, que sólo es feliz con innumerables reglas que 
determinan hasta los menores actos de su vida (reglas que le ofrecen 
seguridad sicológica y le permiten condenar a los demás), escuchará a 
disgusto el mensaje de Jesús. Es peligroso, conduce al libertinaje, no 
da certeza. Quien interpreta la piedad como una moda social que 
permite adquirir buena fama se siente condenado por este programa. 
Igual que la persona convencida de ser fiel a Dios en medio de la 
abundancia económica y el egoísmo. O la que considera sus propios 
defectos como cosas sin importancia en comparación con los graves 
pecados ajenos. Veinte siglos de pequeñas y grandes tradiciones no 
han conseguido limar las aristas de esta actitud de Jesús. Y aunque 
desde instancias muy diversas se acepten y bendigan los nuevos 
fariseísmos y los eternos egoísmos, el Evangelio será siempre el único 
punto válido de referencia.
Precisamente por su pureza, por su desinterés, el mensaje de Jesús 
suscita también un fuerte atractivo en otros sectores. Son muchos los 
que encuentran en él un sentido para su vida, una meta que alcanzar, 
un compromiso. Y, poco a poco, los dos grupos clarifican sus 
posturas. En los capítulos 11-12 de Mateo asistimos a este proceso. 
Por una parte, la desconfianza de «esta generación» (1 1,7-19), que 
da paso a la obstinación de Corozain y Betsaida (1 1,20-24). Por otra, 
la reacción de los sencillos, que entienden y aceptan el mensaje 
(11,25-30). El final de estos capítulos enfrenta de modo programático 
las consecuencias de ambas actitudes. Unos terminan peor de lo que 
estaban, dominados no por un espíritu inmundo, sino por otros siete 
más (12,43-45). Frente a ellos, los que escuchan a Jesús dejan de ser 
un grupo más o menos interesado en su persona para convertirse 
expresamente en su familia: «Aquí están mi madre y mis hermanos» 
(12,46-50).
Sin embargo, no hemos llegado aún al momento fundacional de la 
Iglesia. Antes de que el grupo se consolide, Mateo introduce un 
importante discurso, que no cabría esperar en este momento. Se trata 
de las siete parábolas del reino (Mt 13). Más que reflejar la realidad 
histórica (es probable que Jesús pronunciase estas parábolas en 
distintas ocasiones), el texto refleja las inquietudes e interrogantes de 
la comunidad de Mateo, años después de la desaparición de Jesús. Es 
probable que el evangelista haya situado aquí este discurso para 
aclarar posibles dudas entre los seguidores de Jesús antes de que 
adquiriesen su compromiso pleno. Esos interrogantes, que conservan 
su vigencia, podemos resumirlos en cinco puntos: 
1) ¿por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús?; 
2) ¿qué actitud adoptar con quienes no viven ese mensaje?; 
3) ¿tiene algún futuro esto tan pequeño?; 
4) ¿vale la pena?; 
5) ¿qué ocurrirá a quienes no acepten el mensaje? 

A la primera pregunta responde la parábola del sembrador. Unos no 
aceptan el mensaje del reino porque no lo captan, no les dice nada, no 
responde a sus necesidades ni a sus deseos. Para ellos, la formación 
de una comunidad de hombres libres, generosos entregados a los 
demás, carece de sentido. Otros aceptan la idea con alegría, pero les 
falta coraje y capacidad de aguante en las persecuciones. Otros dan 
más importancia a las necesidades primarias que al gran objetivo final 
del Reinado de Dios, Sin embargo, la parábola es optimista. Existe una 
tierra buena que acogerá la semilla y la hará fructificar. Y aquí 
introduce Jesús un matiz que, por desgracia, olvidamos con frecuencia. 
La producción no siempre es la misma: en unos casos cien, en otros 
sesenta o treinta. Pero, en cualquier tipo de rendimiento, la tierra es 
buena. Esta idea no acabamos de aceptarla. Siempre exigimos el 
rendimiento cien, rechazando que una tierra buena -un buen cristiano- 
pueda producir sólo treinta. Lo rechazamos en nosotros porque hiere 
nuestro narcisismo; en los demás, porque hiere nuestra intolerancia. 
Jesús, que nunca pecó de narcisista ni de intransigente, acepta ese 
fruto medio, humanamente escaso, y lo recompensa; igual que pagará 
el salario completo al obrero que comienza su trabajo a las cinco de la 
tarde.
A la segunda pregunta (¿qué actitud adoptar con quienes no viven 
el mensaje?) responde la parábola del trigo y la cizaña. La 
interpretación alegórico posterior (13,36-43) equipara al campo con el 
mundo, la buena semilla con los ciudadanos del Reino y la cizaña con 
los secuaces del diablo. Pero es posible que en la parábola primitiva 
«la finca» no se refiriese al mundo sino a la comunidad cristiana, en la 
que surgían personas indeseables. Al menos, desde el punto de vista 
de otros miembros de la comunidad. La reacción espontánea es 
entonces la intolerancia. Lc 9,51-56 cuenta cómo Santiago y Juan 
pretendieron fundar la Inquisición sin necesidad de procesos ni piras; 
les bastaba invocar el rayo, «fuego del cielo», para acabar con los 
enemigos de la Iglesia. Jesús se opuso a ello (lástima que los Papas y 
obispos posteriores no acostumbrasen leer el evangelio). Y también se 
opone a estas decisiones drásticas dentro de la comunidad, porque es 
fácil equivocarse y que paguen justos por pecadores.
A la tercera pregunta (¿tiene algún futuro esto tan pequeño?) 
responden dos parábolas: la del grano de mostaza y la de la levadura. 
En ambos casos se trata de algo insignificante a primera vista. Pero 
basta esperar para asombrarse con los resultados. La comunidad 
cristiana no debe desanimarse si es pequeña en número. Su eficacia 
será grande, y Jesús invita al optimismo. Pero optimismo no es 
triunfalismo. La parábola del grano de mostaza sólo se comprende a 
fondo cuando la comparamos con la que probablemente le sirvió de 
modelo: la parábola del cedro, contada por Ezequiel seis siglos antes 
(Ez 17,22-24). Después del exilio, y para expresar la gloria futura del 
pueblo de Dios, anuncia el profeta:
«Cogeré una guía del cogollo del cedro alto y encumbrado; 
del vástago cimero arrancaré un esqueje 
y yo lo plantaré en un monte elevado y señero, 
lo plantaré en el monte encumbrado de Israel.
Echará ramas, se pondrá frondoso 
y llegará a ser un cedro magnífico; 
anidarán en él todos los pájaros, 
a la sombra de su ramaje anidarán todas las aves.
Yo, el Señor, lo digo y lo hago.»

La imagen vegetal y la referencia a los pájaros del cielo que anidan 
en las ramas son comunes a Ezequiel y Mateo. No creo que se deban 
a pura casualidad. Pero, mientras el profeta elige un árbol «alto y 
encumbrado», el majestuoso cedro, Jesús se contenta con un arbusto 
que «cuando crece sobresale por encima de las hortalizas» 
(/Mt/13/32). Detalle de humor, no exento de crítica. Estas sencillas 
parábolas abordan el problema tan discutido hace pocos años de la 
Iglesia de masa o de minoría y el papel del cristianismo como fermento 
del mundo. Es absurdo querer solucionar en dos palabras lo que ha 
ocupado miles de páginas, sin llegar a un acuerdo. Pero es evidente 
que la Iglesia no debe angustiarse cuando parece pequeña y como 
perdida en medio del mundo. Su futuro está asegurado.
RD/CR/POCA-ESTIMA: Muy relacionada con la anterior está la 
cuarta pregunta (¿vale la pena?), a la que responden las parábolas del 
tesoro y de la piedra preciosa. Ambas subrayan el valor del Reino 
describiendo la actitud de la persona que lo vende todo por conseguir 
un tesoro o una joya. Lo hace con enorme alegría, deseoso de poseer 
algo tan preciado. Pero el problema sigue en pie, porque el valor del 
Reino no es tan patente como el de un tesoro o una piedra preciosa. 
Por eso creo que estas parábolas nos enseñan algo muy importante: 
es el cristiano, con su actitud, quien revela a los demás el valor 
supremo del Reino. Si no se llena de alegría al descubrirlo, si no 
renuncia a todo por poseerlo, no hará perceptible su valor. A la 
pregunta inicial (¿vale la pena?), estas parábolas parecen responder: 
«No preguntes si el Reino vale la pena; demuestra que sí con tu 
actitud».
A la última pregunta (¿qué ocurrirá a quienes no aceptan el Reino?) 
contesta la séptima parábola, la de la red que recoge toda clase de 
peces, buenos y malos. Jesús establece una distinción radical entre 
ellos. Pero esta parábola tan dura conviene completarla con otros 
pasajes, como Mt 25,31-46, donde se nos dice quiénes son los buenos 
y los malos. Son buenos quienes, sin saberlo incluso, se preocupan 
por los más pequeños, débiles y abandonados. No creo que la 
parábola de la red sirva de fundamento bíblico al principio «extra 
Ecclesiam nulla salus» (fuera de la Iglesia no hay salvación). Más que 
a pensar en el posible castigo de los otros nos anima a recordar 
nuestra propia responsabilidad.


V La búsqueda de identidad comunitaria

A PARTIR de ahora, Mateo refleja una tensión creciente entre las 
posturas favorable y opuesta a Jesús. La desconfianza detectada en 
los capítulos anteriores da paso al escándalo de los nazarenos 
(13,53-58), el asesinato de Juan Bautista (14,1-12), el escándalo de 
los fariseos (15,1-20) y el enfrentamiento con fariseos y saduceos 
(16,1-12). De estos grupos no cabe esperar nada; a lo sumo, que 
repitan con Jesús lo ocurrido a Juan.
En el polo opuesto, la familia de Jesús cierra filas en torno a El y lo 
conoce de forma cada vez más plena. Por dos veces Jesús alimenta a 
su comunidad (14,13-21; 15,32-39), la salva en el peligro (14,22-33) y 
anticipan la salud de los tiempos mesiánicos (15,2931); y el grupo se 
amplía con la aceptación de Jesús por parte de los de Genesaret 
(14,34-36) y la fe de la cananea (15,21-28). A través de estos 
episodios el Señor desvela el misterio de su misión y de su persona. Y 
no extraña que todo culmine en la confesión de Pedro («Tú eres el 
Mesías, el Hijo de Dios vivo»), a la que sigue la referencia explícita de 
Jesús a la edificación de su Iglesia.
A partir de este momento, estas personas que se han entusiasmado 
con el mensaje de Jesús, superando la desconfianza, el rechazo, el 
escándalo, van a encontrar su identidad comunitaria a medida que 
descubren el misterio de Jesús.
De hecho, la confesión de Pedro sólo supone un primer paso, e 
incluso peligroso. Se presta a interpretaciones triunfalistas, contrarias 
al pensamiento de Jesús. Porque El no entiende el mesianismo como 
un título de gloria o una garantía de triunfo político, sino como una 
misión de servicio, que implica la victoria final, pero a través del 
sufrimiento y de la muerte. Este tema es capital en los capítulos 16-20 
de Mateo, donde todo lo que se dice está enmarcado en los tres 
anuncios de la pasión y resurrección (16,21-28; 17,22-23; 20,17-19). 
El contenido de los mismos podemos esbozarlo del modo siguiente, 
que ayuda a captar la relación entre episodios tan variados:

1ª. predicción de la pasión y resurrección (16,21-28)
1. La transfiguración (17,1-13) 
2. Instrucción sobre la fe (17,14-21)

2ª. predicción (17,22-23)
1. Instrucción sobre el tributo (17,24-27) 
2. Los peligros del discípulo en la vida comunitaria: 
- ambición (18,1-5) 
- escándalo (18,6-9) 
- despreocupación por los pequeños (18,10-14)
3. Las obligaciones del discípulo:
- la corrección fraterna (18,15-20)
- el perdón (18,21-35)
4. El desconcierto de los discípulos:
- ante el matrimonio y el celibato (19,3-12) 
- ante los niños (19,13-15) 
- ante la riqueza (19,16-29) 
- ante la recompensa (19,30-20,16)

3ª. predicción (20,17-19)
1. Petición de la madre de los Zebedeos y reyerta (20,20-28)
2. «Que se nos abran los ojos» (20,29-34)

Este esquema no coincide con el que ofrecen generalmente las 
traducciones de la Biblia. En algunos puntos es discutible. Pero tiene 
la ventaja de que deja ver la estrecha relación entre el misterio de 
Jesús y la identidad de la comunidad cristiana. Sólo cuando 
recordamos que Jesús murió y resucitó encontramos fuerza para creer 
y superar los peligros de ambición, escándalo y despreocupación. 
Sólo Cristo muerto y resucitado nos permite la verdadera corrección 
fraterna y el perdón. Sólo este misterio ilumina el desconcierto ante el 
celibato, los pequeños, la riqueza y la recompensa. La estructura de 
estos capítulos demuestra que, según Mateo, para que exista auténtica 
comunidad cristiana no basta el llamamiento de Jesús ni la aceptación 
inicial del evangelio; hay que acoger el misterio de la muerte y 
resurrección e imitar a Jesús, que no vino a ser servido sino a servir. 
Su sufrimiento y triunfo posterior justifican los sufrimientos, renuncias y 
alegrías de la comunidad.
Cuando se comparan estos capítulos con los documentos de 
Qumrán (Regla de la comunidad, Documento de Damasco, etc.) se 
advierten profundas diferencias. Jesús no está obsesionado por 
separar a su grupo de las otras personas; no habla de castigos y 
sanciones; ni estipula minucias. No organiza jerárquicamente a su 
comunidad, determinando con exactitud las funciones, estableciendo 
tiempos fijos para los determinados grados de incorporación. Se limita 
a esbozar algunos temas capitales y, sobre todo, a imbuirlos de un 
espíritu.
AMBICION/PELIGRO: Dada la imposibilidad de tratarlos todos deseo 
hacer referencia al menos al peligro de ambición y el escándalo que 
comporta. La cuestión es tan trascendental que, además de la 
instrucción contenida en 18,1-5, vuelve a surgir al final de este bloque 
(20,20-28). De la curiosidad por saber «quién es el más grande en el 
Reino de Dios» (18,1) se pasa al deseo de sentarse «uno a tu derecha 
y el otro a tu izquierda» (20,21). Sin duda, se trata de ambición 
política, porque ni Juan ni Santiago ni su madre están pidiendo un 
puesto especial en la otra vida, sino en el reino que esperan inaugure 
Jesús dentro de poco en Jerusalén. Esta ambición terrena, este deseo 
de ocupar los primeros puestos, no sólo crea divisiones entre los doce, 
sino que provoca un grave escándalo al resto de la comunidad. Con 
frecuencia se ha pensado que /Mt/18/06-10 habla del peligro de 
escandalizar a los niños. Era fácil caer en esta trampa porque 
inmediatamente antes Jesús ha puesto a un chiquillo en medio de los 
discípulos para que lo tomen como ejemplo (18,2-4). Sin embargo, las 
palabras griegas son distintas en ambos pasajes. En el primer caso se 
trata efectivamente de un niño (paidíon), pero cuando habla del 
escándalo Jesús se refiere a «esos pequeños (tôn mikrôn toútôn) que 
creen en mí». No son pequeños por la edad, sino por su situación 
dentro de la comunidad. Y lo que puede escandalizarles, según el 
contexto, es la ambición de los discípulos. Lástima que se predique 
tanto contra ciertos escándalos olvidando que más daño hace a la 
comunidad el afán de dominio.
En este problema, como en todos los otros, la comunidad cristiana 
debe reconocer sus deficiencias e identificarse con los ciegos de 
Jericó, figuras que cierran este bloque (20,29-34). La petición de los 
Zebedeos y la reyerta posterior entre los doce demuestran que ni ellos 
ni nosotros hemos asimilado el mensaje de Jesús. Sólo cabe pedirle: 
«Ten compasión de nosotros, Señor, Hijo de David». Y luego: «Señor, 
que se nos abran los ojos». La ceguera física se convierte en símbolo 
de la espiritual. Pero, igual que los ciegos de Jericó «al momento 
recobraron la vista y lo siguieron», también la comunidad cristiana 
espera que la curen de su ceguera y seguir a su Señor.


VI La crisis y su superación

DE HECHO, los capítulos siguientes de Mateo nos conducen hasta 
Jerusalén, donde tiene lugar el drama final. Jesús adopta una actitud 
desafiante en su entrada (21,1-11) y la purificación del templo 
(21,12-17). Y la higuera maldecida y sin fruto se convierte en símbolo 
de esas autoridades religiosas y civiles que se oponen a El hasta 
condenarlo a muerte: sacerdotes, senadores, fariseos, herodianos, 
saduceos, letrados (ver 21,23-23,39).
El destino trágico de Jesús anticipa el drama del fin del mundo, 
desarrollado en los capítulos 24-25. Era casi inevitable tratar este 
tema, que apasionaba a los contemporáneos. Pero Jesús no se deja 
enredar en banales cuestiones sobre los signos que precederán al fin 
o el momento exacto en que tendrá lugar. Aprovecha el tópico para 
exhortar a su comunidad a la vigilancia (24,37-44), la buena conducta 
(24,45-50), a estar preparada (25,1-13), a la responsabilidad 
(25,1430) y a preocuparse por los hermanos mas pequeños 
(25,31-46).
Se acercan momentos difíciles y se cumplirá lo profetizado en el libro 
de Zacarías: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas». La triple 
negación de Pedro refleja la profunda crisis de la comunidad, 
empezando por los más íntimos. Afortunadamente, la Iglesia de Jesús 
no es la «jerarquía». De lo contrario, se habría quedado solo. Pero al 
pie de la cruz permanecen firmes «muchas mujeres», entre ellas la 
madre de los Zebedeos, que parece haber entendido el misterio de 
Jesús mucho mejor que sus hijos. Y resulta también irónico que Mateo, 
tan crítico con los ricos y la riqueza, nos hable al final de «un hombre 
rico de Arimatea» (27,57), el único discípulo de Jesús que se preocupa 
de recoger el cuerpo y sepultarlo. La crisis es, pues, aguda, pero no 
total. Gracias a las personas más inesperadas, que se mantienen 
fieles en todo momento.
Dos de ellas serán las primeras testigos de la resurrección y, a pesar 
de ser mujeres, recibirán el encargo de indicar a los once lo que deben 
hacer (28,11l). Cuando se reúnan con Jesús en Galilea, algunos de 
ellos dudarán (28,17). Pero todos, entre la veneración y la duda, 
recibirán la misión de extender el mensaje a todo el mundo y la 
garantía de la presencia de Jesús hasta el final.


El Reino, anticipado en la Iglesia

I/RD-ANTICIPADO: ASÍ TERMINA Mateo su evangelio. Su intención 
ha sido más catequética que histórica. No ha pretendido recordar 
fríamente los hechos, sino engarzarlos en un gran esbozo teológico, 
que sirva para educar a su comunidad y, a través de ella, a todos 
nosotros. La falta de espacio me ha obligado a omitir ciertos datos 
esenciales para el evangelista (como la oposición entre el antiguo y el 
nuevo Israel, la apertura a los paganos, el discurso de la misión) y a 
tratar todo con excesiva rapidez. Pero estas páginas no pretenden ser 
una presentación exhaustiva del tema, sino animar a la lectura 
personal del evangelio.
Quisiera terminar recordando las palabras de Loisy: «Jesús anunció 
el Reino y lo que vino fue la Iglesia». Aun reconociendo las graves 
injusticias de que fue víctima, no podemos aceptar sus palabras. La 
visión anterior nos llevaría a decir: «Jesús anunció el Reino, y para 
anticiparlo edificó la Iglesia». Es posible que nuestra comunidad haya 
reflejado y anticipado muy poco ese mundo definitivo. Incluso puede 
haber dado una imagen contraria. Pero, a pesar de todas las 
inconsecuencias, traiciones e hipocresías, sigue proclamando que 
Jesús y su mensaje son la única verdad absoluta, el único camino, 
fuente de vida. Con ello condena al mismo tiempo su propio pasado y 
sus deficiencias Presentes y queda abierta a la posibilidad de 
conversión. No es tarea nuestra condenar a nadie, ni arrancar la 
cizaña, sino esforzarnos por reproducir el modelo futuro, el Reinado de 
Dios. 

J. L. SICRE DIAZ
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 9-42