LA IGLESIA, SACRAMENTO DE JESUCRISTO


Meditando sobre el Cuerpo de Cristo, nos esforzamos por proyectar 
alguna luz sobre el Misterio de la Iglesia. La misma intención aquí 
también, pero se sujeta a comprender la acción eclesial. ¿Cuál es, en 
efecto, el obrar eclesial? ¿cuál es su naturaleza? ¿es también 
misterio? Las respuestas que se darán a estas preguntas son otros 
tantos adelantos hacia el conocimiento de la Iglesia.
Para informarse sobre la acción de la Iglesia, ¿no es lo mejor y más 
sencillo mirarla? Ahora bien, si miramos la Iglesia con los ojos de todo 
el mundo, los del periodista, por ejemplo, o los del historiador, 
advertimos enseguida unos movimientos aparentes, muy aparentes. 
Para una gran mayoría, la vida de la Iglesia y su acción se parecen a la 
vida de todas las sociedades humanas. En ella se habla, se administra, 
se juzga, se gobierna, incluso se toman sanciones.
Pero abandonemos el campo de los observadores superficiales, para 
escuchar la voz de los cristianos, la de los Protestantes en primer 
lugar. ¿Qué piensan éstos de la acción eclesial? ¿qué es? En la 
medida en que niegan que las comunidades que se llaman «iglesias» 
hayan sido instituidas inmediatamente por Cristo, les es difícil discernir 
en ellas otras cosas que una actividad puramente humana. Sin 
embargo esta actividad posee un sentido preciso: la Iglesia es, por 
toda su vida, el recuerdo y el signo de] acontecimiento de gracia en 
Jesucristo. La acción de la Iglesia es profética. Esta función profética 
tiene una doble dimensión. Vuelta hacia el pasado, recuerda el Misterio 
de Cristo y lo propone a la fe; vuelta hacia el futuro, anuncia el retorno 
de Cristo, el advenimiento de la Ciudad celeste, la apertura de los 
últimos tiempos de la historia. La acción propia de la Iglesia es ser en el 
presente el heraldo de un pasado y de un porvenir trascendental.
Así hay que concluir que la palabra es en la Iglesia la única acción 
propiamente eclesial, gracias al Espíritu Santo. Y no hay otra palabra 
que la predicación.
Ahora bien, la cuestión está precisamente en saber si la acción eclesial 
es simplemente profética, si no hay que ir más lejos. Hagámoslo, y 
veremos que la misma acción profética es más profunda, más divina, 
como dicen expresamente algunos protestantes.
Para juzgar sobre ello más seguramente, diremos primero lo que hizo el 
Señor al instituir la Iglesia. Después nos hallaremos en el caso de 
determinar más ciertamente la naturaleza de la acción eclesial.

I. La intención de Jesucristo
Para discernir la naturaleza del poder que Cristo pensaba confiar a su 
Iglesia, hay que considerar cual fue su intención cuando agrupaba e 
instruía a los Doce.

La misión confiada a los Apóstoles. - Su designio era constituir el 
Verdadero Israel, el Pueblo de Dios, haciendo de Israel según la carne 
un Israel según el Espíritu. Este designio encubría en sí mismo una 
intención aún más vasta. Jesús, al fundar la Iglesia, quería dar al 
hombre de todos los tiempos la salvación definitiva, la Vida eterna para 
el cuerpo y para el alma. Tal es su designio, ni más ni menos. La 
edificación de la Iglesia se inscribe en esta perspectiva y esta voluntad 
de salvación universal.
Cristo, por lo demás, se explica sin ambigüedad. En efecto, transfiere, 
explícitamente su misión personal a la Iglesia y se la entrega sin 
reserva, como sin reserva la ha recibido de su Padre: «Como mi Padre 
me ha enviado, así os envío yo también a vosotros» (Juan, 20, 21). Y 
esta misión es bien conocida: «He venido para que mis ovejas tengan 
la vida y la tengan en abundancia» (Juan, 10, 10). Esta misión Cristo la 
ha cumplido en toda su vida, al tenor de las circunstancias, en todos 
sus gestos: expulsar a los mercaderes del templo, realizar milagros, 
convocar a los discípulos. Esta misión se cumple también en la 
predicación del Señor: «Las palabras que yo os he dicho son espíritu y 
son vida» (Juan, 6, 63). Se realizó en fin soberanamente en su 
humanidad, entregada a la muerte: «El Hijo del Hombre no ha venido a 
ser servido, sino a servir, y a dar su vida como rescate para muchos» 
(Marcos, 10, 45; cf., Juan, 6, 51). 
Cuando Cristo, pues, declara que confía su propia misión, es todo esto lo 
que confía a la Iglesia de los Doce, y por este mismo hecho les 
encarga de ser el instrumento que prolonga su acción. En una palabra, 
al instituir la Iglesia, la constituye en el mismo momento instrumento al 
servicio de la Redención, a perpetuidad: «Haced esto en memoria 
mía».
¿Es seguro esto? ¿Esta misión y esta acción no habrán sido confiadas 
por un tiempo solo? De ningún modo. La misión de comunicar la Vida 
Eterna es conferida a la Iglesia para siempre. ¿Cómo discutirlo cuando 
el Señor da esta misión a la Iglesia en favor de todos los hombres? 
Jamás Cristo dejó entender que su misión redentora se limitara a una 
sola generación; y cuando confía a los Apóstoles esa misión que es la 
suya, no la restringe en modo alguno a sus contemporáneos. Cristo 
veía la historia del mundo prolongarse más allá de su existencia 
terrestre, y lo dijo en varias ocasiones 1.
El Concilio del Vaticano resumió todo el pensamiento de Cristo cuando 
escribió: «El Pastor Eterno y el Guardián de nuestras almas (1 Pedro, 
2, 25), para hacer perpetua la obra saludable de la Redención, decidió 
fundar la Iglesia»

La misión sacramental. - Es pues su misión perpetua lo que confía Cristo 
a la Iglesia. Pero la Misión de Cristo se desarrolló de un modo 
particular, que es decisivo para la Iglesia. Si Jesucristo vino a transmitir 
la Vida Eterna, no la comunica en el curso de su vida terrestre sino por 
medio de sus acciones humanas, localizadas, limitadas a tal tiempo, 
circunscritas en tal espacio. Las acciones redentoras de Cristo son 
gestos, como ocurre en los milagros, palabras cuando Jesús enseña, 
consuela y perdona, actos en que la existencia humana del señor está 
comprometida, Agonía, Pasión, Resurrección. Las acciones de Cristo 
significan la salvación que viene al hombre y, al significarla, la 
producen y la comunican. En este sentido la misión del Señor es 
sacramental, tal como hemos señalado antes (cap. 11, § V).
Con toda verdad, Cristo es el Sacramento de nuestra salvación. «Al 
hablar de Cristo como de un misterio, san Pablo, seguido de los 
Padres, no significa simplemente una realidad oculta y misteriosa, sino 
también un signo, una promesa, una garantía y una causa de salvación 
para el hombre», «Cristo es sacramento, como declara san Pablo a los 
Colosenses ... » 3. Por ello todos los misterios de la existencia de 
Cristo procuran la Vida Eterna, en cuanto significan su presencia y su 
poder. Era este el pensamiento de santo Tomás de Aquino, y nos 
equivocaríamos ciertamente de no seguirlo 4 . La misión de Cristo se 
cumple sacramentalmente en la Encarnación, que es palabra y 
presencia en el mundo, -en la Pasión, que es revelación, renuncia al 
mundo -, en la Resurrección, que es revelación y superación del 
mundo de Dios.
Volvamos a la Iglesia. Lo que ella recibe de Cristo es la misión misma del 
Señor, ya lo hemos dicho. Ahora bien, ésta es sacramental. La 
comunidad apostólica recibe pues el encargo de aplicar la Redención 
adquirida en Jesucristo, significándola por sus palabras y sus actos, 
por los vocablos que pronuncia y los gestos que hace. Los actos y las 
palabras de la misión serán las mismas palabras y los mismos actos de 
Cristo, puesto que la Iglesia es su Cuerpo, que vive de la propia vida 
del Hijo de Dios, impregnando de su santidad, irradiando el Espíritu 
santificador. El Cuerpo de Cristo «obra» Cristo, es acción sacramental, 
transmite el Cristo Salvador.
Sin embargo las formas en que se expresa la mediación de la Iglesia no 
son determinadas por ella a su antojo. Sólo el Señor es el dueño de los 
caminos y medios de la Salvación, sólo él decide qué gestos 
redentores serán encomendados a la Iglesia. La Sagrada Escritura ha 
conservado el recuerdo de las decisiones del Maestro y singularmente 
el recuerdo del momento en que Cristo, dando a la Iglesia la Eucaristía, 
«ordenaba» a los Apóstoles a fin de que la perpetuaran. La Iglesia 
nace en el sacramento y subsiste por el sacramento.
Con decisión soberana, el Señor dio pues a su Iglesia una constitución 
sacramental. Ésta, lejos de abolir la constitución jerárquica, la refuerza 
y le es solidaria. La misión sacramental, en efecto, no es encomendada 
a cualquiera en la Iglesia, sino sólo a los que son sus jefes. Y los jefes 
no lo son sino por haber sido designados, sacramentalmente y por 
acción de autoridad, primero por Cristo, después por los Apóstoles y 
sus sucesores en la continuación de los tiempos. Sólo los guías del 
pueblo de Dios tendrán autoridad sobre los sacramentos y tendrán 
poder de realizarlos todos.

Misión sacramental y Misterios de Jesucristo. - Si bien es claramente 
definida por el Señor, la constitución sacramental de la Iglesia no 
recibe plena validez y eficacia hasta el momento en que los Misterios 
del Salvador son a su vez completados, en que el mismo Cristo se ha 
hecho «perfecto». El advenimiento de la Iglesia está vinculado -ya lo 
hemos dicho- a la historia del cuerpo de Cristo y a los acontecimientos 
que se le refieren.
La Iglesia, en efecto, sólo es medianera de la Vida de Jesús si el Señor 
se mantiene en medio de ella y con ella, glorioso Resucitado, 
irradiando el Espíritu Santo. Entonces, pero sólo entonces, la Iglesia 
comunica a la humanidad que entra en su recinto lo que ella recibe del 
Señor, su Espíritu y su Vida. Mientras esto no sucede, «el pequeño 
rebaño» es impotente e inerte, no es todavía sacramento en el sentido 
pleno, ya que no es todavía el signo eficaz de la gracia instituida por 
Jesucristo.
Esto se comprueba por otra parte abriendo los Evangelios y los Hechos 
de los Apóstoles. Entre la Pasión y el Pentecostés, la comunidad de los 
Apóstoles y de los ciento veinte hermanos no actúa. Los Once, incluso 
una vez pasado el gran miedo del Viernes Santo, no realizan ninguna 
misión de Iglesia. Entre las apariciones del Señor resucitado, vuelven a 
su trabajo de pescadores; luego, por orden de Cristo, después de la 
Ascensión, pasan en el retiro y la oración del Cenáculo los días que 
median entre la Ascensión y Pentecostés.
Pero cuando el alba del Pentecostés completa los Misterios de 
Jesucristo, en este instante la Iglesia se convierte en sacramento en el 
sentido plenario del término. Ella significa a Cristo y comunica su Vida. 
Pedro proclama el sentido de la Cruz y de la Resurrección, después 
bautiza. La vida sacramental de la Iglesia ha empezado. Y no cesará 
nunca más. Lo que los Hechos de los Apóstoles presentan en 
imágenes y en relatos, San Pablo lo convierte en teología para el uso 
de los Efesios. Habiendo declarado a estos últimos que la Iglesia ha 
sido constituida Cuerpo de Cristo en la Pasión (Efesios, 2, 14-16; cf. 
Colosenses, 1, 18-20), describe su vida y su actividad. Éstas están 
destinadas no simplemente a hacer crecer la comunidad visiblemente, 
sino a «alzarla para ser un templo santo en el Señor», de suerte que 
«también vosotros entráis a ser parte de la estructura de este edificio, 
para llegar a ser morada de Dios en el Espíritu Santo» (Efesios, 2, 
21-22). Añade Pablo que el crecimiento sobrenatural se opera en la 
Iglesia por mediación «de los conductos de comunicación según la 
medida correspondiente a cada miembro», cada uno de los cuales 
recibe «el aumento propio del cuerpo, para su perfección mediante la 
caridad» (Efesios, 4, 16; cf. Colosenses, 2, 19). Pero nosotros 
sabemos bien cuáles son los «vasos y conductos de comunicación en 
que piensa Pablo. Son los «apóstoles, profetas, evangelistas, pastores 
o doctores» que han sido «constituidos» por Cristo para la «edificación 
del Cuerpo de Cristo» (Efesios, 4, 11-13).
En estas pocas frases, definía el Apóstol la constitución sacramental de 
la Iglesia y describía su acción, también sacramental. Al mismo tiempo 
recordaba la fuente de donde saca la Iglesia la eficacia de su acción 
sacramental, «la sangre de Cristo» (Efesios, 2, 13), gracias a la cual 
nosotros tenemos, «unidos en el mismo Espíritu, cabida con el Padre» 
(Efesios, 4, 11-13).
En estas pocas frases definía el Apóstol la constitución sacramental de la 
Iglesia y describía su acción, también sacramental. Al mismo tiempo 
recordaba la fuente de donde saca la Iglesia la eficacia de su acción 
sacramental, «la sangre de Cristo» (Efesios, 2, 13), gracias a la cual 
nosotros tenemos, «unidos en el mismo Espíritu, cabida con el Padre» 
(Efesios, 2, 18).
La Tradición cristiana ha conservado todas estas enseñanzas. Para no 
citar sino una voz en la cual escuchamos todas las demás, limitémonos 
a esta frase de Santo Tomás de Aquino: «Del costado de Cristo 
dormido en la Cruz han manado todos los sacramentos de que está 
constituida la Iglesia (quibus fabricatur Ecclesia)» 5. En efecto, es en el 
Misterio de Jesucristo donde tiene sus raíces el poder santificador de la 
Iglesia; es en este Acontecimiento, doloroso y glorioso a la vez, donde 
la Ekklesia primitiva se convirtió en comunidad sacramental.

II. El Ser sacramental de la Iglesia
I/SACRAMENTO-DE-SV: En los misterios del Hijo del Hombre, pues, la 
Iglesia se convirtió en poder de redención y en comunidad 
sacramental. En Jesucristo ella es y sigue siendo el sacramento 
original.

La Iglesia sacramento original. - ¿Qué significan «comunidad 
sacramental» y «sacramento original»? 
Significan que el pueblo de los bautizados, reunidos en una misma fe y en 
una misma obediencia alrededor de sus jefes, los sucesores de los 
Apóstoles, es hoy como ayer el signo sensible y el instrumento de que 
se sirve el Señor para transmitir a los hombres su Vida personal y 
divina, para extenderla cada vez más lejos, para interiorizarla cada vez 
más en las generaciones humanas. Es pues la inmensa agrupación de 
los fieles, de los sacerdotes, de los obispos, es ese «todo concreto y 
visible», lo que es instrumento y signo de la Redención.
El signo visible es la palabra, la acción, propiamente eclesiales. En la 
medida en que son signos de la salvación eterna, el Señor comunica 
por ellas las gracias de conversión, las llamadas a la perfección, las 
riquezas de la divinización. Cuanto más son signo de la Redención, 
más son su canal. Así, pues, la Iglesia no es simplemente el signo y el 
testimonio de la salvación ofrecida por Jesucristo, sino que es, por 
Dios, su medio eficaz y actual.
Tal vez el cristiano haya adquirido la costumbre de considerar en la 
administración de los sacramentos el ejercicio de un privilegio 
concedido al sacerdote a título personal. Es una lástima, aunque esta 
perspectiva haga del sacerdote un dignatario. Es más exacto 
comprender primero que la Iglesia entera es el signo eficaz de la 
gracia, por más que esta misión sea ejercida tan sólo por aquellos que 
han recibido de los Apóstoles su cargo y su orden, su deber y su 
poder. En realidad, es la unidad entera de la Iglesia la que es raíz de la 
eficacia sacramental, es decir, la unión de todos en Cristo Jesús, la 
comunión de todos con la Cabeza. Así lo sugiere el concilio de 
Florencia 6. Ello equivale a decir que el poder de santificar reside 
radicalmente en el Cuerpo de Cristo entero, precisamente porque es el 
Cuerpo de Cristo. La Iglesia santifica, porque es el sagrado Cuerpo de 
Cristo, que obra con el Santísimo, que es su Cabeza. Así es como San 
Agustín veía a la Iglesia entera entrar en acción en la administración 
del Bautismo 7.
La eficacia sacramental está en el Cuerpo entero porque está unido a su 
Cabeza. Es ello tan cierto que un rito, materialmente idéntico a un 
sacramento, pero realizado fuera de la Iglesia y sin ninguna relación 
con la Iglesia, no sería un sacramento. Es el Cuerpo entero el que es 
sacramento, y sólo él, Cabeza y miembros, porque es el Cuerpo entero 
el que ha recibido el sello de Cristo, como dice San Gregorio de Nisa 
8.
En los actos en que expresa la misión redentora del Señor, la Iglesia no 
se limita pues a dar una representación del pasado, sino que hace 
actual la virtud divinizadora de la Pasión y de la Resurrección. La 
acción de la Iglesia no es, pues, solamente volver las miradas de los 
hombres hacia la Palestina de antaño, para que unos recuerdos muy 
queridos vuelvan a hacerse vivos o permanezcan vivos, sino introducir 
de modo eficaz y presente la Salvación en la existencia de todos los 
hombres. La acción propia del Cuerpo de Cristo es hacer el único 
Sacrificio contemporáneo de todo hombre, así como en el Calvario era 
contemporáneo de la Virgen María, de Juan, de las santas mujeres, 
para su salvación. La obra eclesial es hacer que Cristo sea Salvador 
hoy y mañana, aquí, allá y en cualquier parte.
Tal es la eficacia de la Catholica. ¿Cómo dudarlo, si en la Iglesia es 
Jesús mismo quien está obrando? «Estoy con vosotros para siempre ... 
». Es Cristo el único que toma a su cargo los actos en que la Iglesia 
actúa inmediata y oficialmente como Cuerpo de Cristo. Pío XII podía, 
pues, escribir: «Es Cristo quien, por invisible que sea, preside los 
concilios y los ilumina... Cuando la Iglesia administra los sacramentos 
bajo ritos visibles, es Él, Cristo, quien opera sus efectos en las almas ... 
; Él es, quien por medio de la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, 
retiene, ofrece, sacrifica»

El centro sacramental. - La Iglesia posee ser y obrar sacramentales. No 
obstante, no todos sus actos participan de la misma manera y con 
tanta perfección del ser y del obrar sacramentales. Hay en la Iglesia 
como círculos de intensidad diferentes, zonas en que el poder 
sacramental es grande, zonas en que es menor. Hay un centro en que 
la virtud sacramental alcanza su más alto valor. Este punto privilegiado 
ha sido llamado espontáneamente por la piedad cristiana «Santísimo 
Sacramento» y Santo Tomás lo designaba como el potissimum 
sacramentorum. El sacramento por excelencia es, en efecto, la 
Eucaristía.
EU/CENTRO-I: En la Eucaristía se ha realizado y completado 
perfectamente la misión de Cristo. Había venido a salvar a su pueblo. 
He aquí pues, el Cuerpo y la Sangre dados por todos, en remisión de 
los pecados. La misión de Cristo es permanecer con los suyos hasta el 
fin de los tiempos. He aquí pues, su Cuerpo, he aquí su Sangre en esta 
tierra, en esta historia, hasta el término de esta tierra y de esta historia. 
La misión de Cristo, en fin, es dar la Vida. He aquí también su Cuerpo y 
su Sangre, pues «si no comiereis la carne del Hijo del Hombre y no 
bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan, 6, 53).
En la Eucaristía se engendra la vida de la Iglesia y en la Eucaristía se 
realiza. La existencia de la Iglesia, ¿no es precisamente ser Cuerpo de 
Cristo y serlo cada vez más intensamente? Ahora bien, como hemos 
dicho, es en el sacramento eucarístico donde la Iglesia se realiza 
Cuerpo de Cristo en perfección. Cuando el sacerdote en nombre de la 
Iglesia y en nombre del Señor, cuando los fieles reciben el cuerpo de 
Cristo, todos juntos, asimilados divinamente por aquel a quien reciben, 
se hacen más seriamente, más realmente Cuerpo de Cristo. En este 
instante, la Iglesia es Cuerpo de Cristo en un sentido eminente e 
insuperable. La unión de todos con el Señor y de todos con todos se 
hace íntima: «Que sean una sola cosa en nosotros», rogaba Jesús 
después de la última Cena. Así la Iglesia se realiza a sí misma y recibe 
la gracia de ser el sacramento de Jesucristo, de irradiarlo 
indefinidamente, de ser su acción más eficazmente, más santamente.

Alrededor de la Eucaristía, el círculo sacramental. - El Santísimo 
Sacramento es el centro. A su alrededor resplandecen los otros 
sacramentos. La Eucaristía los explica, porque de ella derivan y porque 
hacia ella convergen.
Los demás signos de la gracia son, en efecto, los caminos por donde el 
Cristo eucarístico se aproxima a los fieles. De él recibe cada 
sacramento, según su significación, la eficacia de la salvación, el poder 
de abrir las puertas de la vida. ¿No tiene toda gracia de la Pasión y de 
la Resurrección del Señor, del Misterio de la Redención? ¿Pues dónde 
se encuentra, en nuestro mundo, el Misterio de la Redención, sino allí 
donde Cristo está presente, allí donde es salvador, allí donde se 
realiza la Eucaristía? Así, pues, los sacramentos no son eficaces sino 
porque son participaciones diversas en la Eucaristía, es decir, en la 
Pasión y en la Resurrección de Jesucristo. Todos ellos son su contacto 
y su continuidad hasta nosotros y para nuestro provecho. Todos ellos 
intervienen, según su grado, en la unión con Cristo Jesús, cuya 
plenitud reside en la «comunión» eucarística.
A través de cada sacramento, es Cristo quien viene. Claro está que el 
Señor no concede su Presencia Real sino en la Eucaristía, pero se 
menguaría la verdad si no se confesara su presencia eficiente bajo los 
demás ritos sacramentales. Todos son actos del Señor, en todos está 
presente, a fin de purificar, a fin de transformar. ¿Quién podría 
hacerlo, además, si no lo hiciera por sí mismo? En toda verdad, «es 
Cristo quien está presente en los sacramentos por su poder» 10.
Todo esto había sido expresado por San Agustín con un relieve 
impresionante. Si Pedro bautiza, decía, es Cristo quien bautiza; si 
Pablo bautiza, es Cristo quien bautiza; si Judas bautiza, es Cristo quien 
bautiza 11. Tal es también el lenguaje de San Juan Crisóstomo 12. 
Igualmente San Optato de Milevo, en el siglo IV, decía de los 
sacramentos que son las entrañas de la Iglesia. Tenía razón. Los 
sacramentos son la acción eclesial por excelencia, porque es la acción 
en que ella obra con Cristo presente, en que ella «obra» a Cristo, en 
que ella existe como sacramento de Cristo.
Alrededor del círculo sacramental, se extiende la liturgia en sus 
diferentes formas. Ella participa del círculo sacramental y de éste saca 
su valor sobrenatural.
La liturgia, como es sabido, es el conjunto de signos desplegados 
alrededor de los sacramentos para enseñar más completa y más 
solemnemente la acción de Jesucristo en favor de nuestra salvación. 
La liturgia nació de los sacramentos, vive alrededor de los 
sacramentos. Es a la vez palabra y espectáculo, lección y 
representación sagradas. Pero se equivocaría completamente quien no 
viera en ella sino un medio de dar solemnidad a las ceremonias 
religiosas, tal como se procura hacer en las ceremonias civiles, 
acumulando palabras, decorados, gestos, desfiles. La liturgia cristiana 
es un «acontecimiento» en el cual Cristo vuelve a nosotros, ofreciendo 
las gracias sobrenaturales en la medida en que se está dispuesto a 
ello. Por la liturgia Cristo se hace presente, trátese de las ceremonias 
en la ordenación sacerdotal, la misa, la confirmación, o de las preces 
públicas que la Iglesia dirige a Dios. ¿No fue el mismo Cristo quien 
prometió estar entre los que se reunieran en su nombre? «Donde dos 
o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí me hallo yo en medio de 
ellos» (Mateo, 18, 20) Porque el Señor lo preside, el curso ceremonial 
participa de la virtud sacramental. Así, pues, la liturgia de la Iglesia, que 
no es un sacramento 14 , es por lo menos un sacramental. Es decir, 
que es un instrumento unido menos directamente a Jesucristo, menos 
eficiente por tanto. Es, sin embargo, una irradiación de su voluntad de 
Redención universal 15. El jesuita Nadal lo había dicho hace ya mucho 
tiempo: «Se siente y se recibe una fuerza divina en todas las cosas de 
la Iglesia, por ejemplo las imágenes, los altares, los templos, los objetos 
benditos, los ritos y las ceremonias litúrgicas»

El círculo doctrinal. - La enseñanza de la Iglesia, cuando se da 
oficialmente en nombre del Cuerpo de Cristo, participa también de la 
naturaleza sacramental de la Iglesia.
Es una opinión errónea, porque es una opinión «laica», reducir el papel 
de la enseñanza de la Iglesia -sea cual fuere su forma- al de una 
enseñanza dada en una escuela. Cada vez que la Iglesia obra según la 
misión de Redención a ella confiada, presenta al mismo Cristo, 
presenta necesariamente también la gracia de Jesucristo, ya que Cristo 
no está nunca presente sin estarlo con su poder redentor. Es Cristo, 
dice la encíclica Mystici Corporis, quien vive en su Iglesia y quien 
enseña por ella, «quien preside los concilios y los ilumina» 18. Es decir 
que la función del magisterio es presentar la luz de Cristo y el mismo 
Cristo. San Pablo decía a los Corintios en una frase bastante brusca: 
«Cristo habla en mí» (II Corintios, 13, 3). Si así es, la palabra que 
explica a Jesucristo, la palabra que es pronunciada en su nombre, lleva 
consigo una virtud iluminadora, convertidora, santificante, y se hace 
medianera de la presencia del Señor para el oyente de la palabra de 
Dios. San Pablo decía también a los corintios: «Mi palabra y mi 
mensaje no tenían nada de los discursos persuasivos de la sabiduría; 
esto era una demostración de Espíritu y de poder» (1 Corintios, 2, 5), 
frase que significa cuando desarrollamos su sentido: «Era una 
demostración convincente por el solo poder del Espíritu». En otra parte 
aún, Pablo escribía que la palabra pronunciada por la iglesia es en 
realidad la palabra que Dios pronuncia en Cristo (1 Tesalonicenses, 2, 
13; 2 Corintios, 2, 17; 4,2): «Somos unos embajadores en nombre de 
Cristo, y es como si Dios os exhortase por nuestra boca» (2 Corintios, 
5, 20).
Asimismo, la humilde predicación realizada en nombre de la Iglesia en las 
misas parroquiales participa de la dignidad del orden sacramental. La 
predicación no debe su fuerza principal a la habilidad de los 
predicadores, de sobra lo sabemos. No está sólo dotada de eficacia 
psicológica, intelectual o afectiva. Si la fe de los cristianos debiera 
mantenerse únicamente por la elocuencia de los predicadores, tiempo 
ha que habría muerto. En verdad la palabra de Dios, aun transmitida 
por voces inhábiles, tiene su fuerza propia, «esta Palabra permanece 
activa» (I Tesalonicenses, 2, 13). Ella transmite alguna luz divina, es el 
canal de la gracia. No es con ocasión de ella que se da la gracia, es 
por su mediación. En este sentido, posee un valor sacramental, como 
la liturgia.
Esto no es de extrañar, puesto que la predicación forma parte de la 
liturgia. San Pablo lo sabía bien (Romanos, 15, 16). La predicación no 
es en la Iglesia sino la palabra destinada a introducir el espíritu de los 
asistentes en el misterio de la salvación actualizado en la celebración 
eucarística. Las palabras de la predicación son precisamente las 
palabras del misterio sacramental y eucarístico, pero repetidas, 
explicadas, desarrolladas, desplegadas en uno u otro aspecto, con 
vistas a introducir en el misterio de la Salvación con más fe y caridad. 
Las frases pronunciadas no tienen otro fin que dar acceso a los 
sacramentos, y singularmente al misterio Eucarístico. La predicación es 
un ministerio, una «diaconía» con vistas a la Redención, es la 
Redención que se acerca en forma de enseñanza.
¿No declaró el mismo Jesucristo que sus propias palabras eran vida y 
espíritu (Juan, 6, 63)? Y añadió que las de sus enviados tendrían 
poder en el Espíritu: «Imprimid en vuestros corazones que no debéis 
discurrir de antemano cómo habéis de responder; pues yo pondré las 
palabras en vuestra boca, y una sabiduría a que no podrán resistir ni 
contradecir todos vuestros enemigos» (Lucas, 21, 12-19). Más aún, 
Cristo declara: «Quien os escucha me escucha» (Lucas, 10, 16). 
¿Cómo la palabra, que emana de Cristo, podría estar presente sin ser 
operatoría y «más incisiva que una espada de dos filos» (Hebreos, 4, 
12)? Así, pues, Pablo permanece en la línea de su Maestro cuando 
escribe: «El lenguaje de la Cruz es... para los que se salvan, para 
nosotros, poder de Dios» (1 Corintios, 1, 18).

El círculo de la jurisdicción. -El poder de regencia, ¿no escapa 
enteramente de la esencia sacramental de la Iglesia? ¿No es, en 
efecto, de naturaleza idéntica a la del poder civil? El gobierno 
eclesiástico se parece singularmente al gobierno de los Estados, sus 
métodos son los de toda administración, se ejerce por mediación de las 
criaturas, como en las naciones. Es el orden de las causas segundas, 
es decir el orden en que los hombres actúan con lo que tienen de 
inteligencia y de actividad, pero también con lo que tienen de 
imperfecto, de torpe y hasta de malo. Nos preguntamos pues: ¿es el 
gobierno de la Iglesia estrictamente idéntico, en cuanto a su 
naturaleza, a un gobierno secular cualquiera? 
Esta pregunta afecta, notémoslo, a la esencia y al principio del gobierno 
de la Iglesia, en modo alguno a la naturaleza de cada uno de los actos 
particulares de los hombres de Iglesia. Decimos claramente -aunque 
sea una perogrullada- que toda decisión de un hombre de Iglesia no es 
necesariamente un acto de la autoridad de la Iglesia. La jurisdicción no 
está en juego, para hablar propiamente, sino en el caso de que la 
Iglesia formule prescripciones a fin de realizar su misión pública de 
Cuerpo de Cristo, es decir a fin de perpetuar la obra de la Redención, 
directa o indirectamente, de forma próxima o de forma remota.
Dicho esto, volvemos a la pregunta: ¿el gobierno de la Iglesia es un 
hecho puramente profano? 
No, el poder de regencia en la Iglesia no es puramente profano, por más 
que se ejerza por mediación de las causas segundas. Participa 
también, en cierto modo, de la esencia sacramental de la Iglesia, es 
pues, también en cierto modo, un canal por el cual la gracia de 
Jesucristo llega hasta el hombre bien dispuesto.
Más de un teólogo católico lo ha pensado. Si se examina la pregunta, 
debe terminarse de acuerdo con ellos. En efecto, cuando Jesús confirió 
a los Apóstoles el poder de gobernar con autoridad, no fue con vistas a 
una misión temporal que les confiaba esta autoridad, sino con vistas a 
conducir el Pueblo de Dios a la Vida Eterna. Ahora bien, ésta no reside 
en la tierra sino en y por la Eucaristía (Juan, 6, 53). Así, pues, la 
jurisdicción en la Iglesia no posee una raíz profunda, sino una raíz 
sacramental. Su finalidad no es el orden temporal ni la organización de 
la masa, sino la constitución sobrenatural del Pueblo de Dios en el 
Señor Jesús, por medio de la Eucaristía y de los sacramentos, directa o 
indirectamente.
Si alguien lo pone en duda, basta considerar el caso del Sacramento de 
la Penitencia. En éste, la Iglesia, por medio del sacerdote, ejerce su 
jurisdicción. Ella acoge al pecador que se arrepiente, le impone una 
satisfacción por sus pecados, le admite a la comunión de la Iglesia y a 
la comunión eucarística. 0 bien, si la falta es muy grave y no recusada, 
la Iglesia aparta al pecador de la comunión eucarística. Llega a ocurrir 
incluso que lo separe completamente de la comunidad eclesiástica. Es 
la excomunión. Por el mismo hecho, separa de la comunión eucarística. 
Sea cual fuere la sentencia pronunciada por la Iglesia, vése aquí 
ejercer la autoridad con respecto a la Eucaristía. Ahora bien, lo que es 
cierto en el caso de la Penitencia, es cierto -en las mismas 
circunstancias, por otra parte- en todos los casos en que se ejerce la 
jurisdicción.
Se puede exponer más claramente, de una manera más amplia, la 
relación entre poder de jurisdicción y poder de santificación 
sacramental. La Iglesia, decimos corrientemente, ha recibido el 
«poder» de santificar. Nada es más exacto. Pero tengamos en cuenta 
que el «poder» no es, en este caso, una simple capacidad de hacer 
santo. No es tampoco un simple derecho. Es un deber, es una misión. 
La Iglesia «debe». Porque debe santificar por medio de los 
sacramentos -realidades humanas en medio de los hombres-, la Iglesia 
posee al mismo tiempo el deber y por lo tanto el derecho de determinar 
y de prescribir en qué condiciones los sacramentos serán realizados 
por los hombres y para los hombres. La autoridad de jurisdicción nace 
de la misión de santificar. Es preciso que los sacramentos sean 
realizados válidamente, santamente, que sean realmente puestos a la 
disposición de los hombres de buena voluntad y retirados de los 
indignos, dispensados por quien se debe a quien los necesita. 
Establecer estas reglas, directa o indirectamente ordenadas a la 
administración de los sacramentos, es ejercer la autoridad de 
jurisdicción. Ahora bien, esta autoridad es consubstancial al deber de 
santificar, no nace sino dentro de esta responsabilidad. No posee sino 
un fin sacramental y sobrenatural, a saber la santificación de la Iglesia 
entera y la de cada fiel en particular.
Por instinto, la Iglesia ha sentido que su autoridad no es idéntica a la de 
un magistrado o de un gobernador, que no es una autoridad laica. Este 
sentimiento se ha hecho cada vez más exigente. Así, la Iglesia ya no 
admite y considera como un abuso que la autoridad de una diócesis 
esté en manos de un laico, prescribe positivamente que se dé la 
jurisdicción únicamente a los clérigos, como si fuera privar la 
jurisdicción. de su sentido privaría de su referencia al orden 
sacramental (Derecho canónico, número 331, § 1; n.2 118). El poder 
de jurisdicción en la Iglesia es una autoridad sagrada.
Precisemos: el poder de jurisdicción participa del Misterio sacramental de 
la Iglesia. Los actos de la jurisdicción, ¿no son, en efecto las 
prescripciones que pronuncia la autoridad en el Cuerpo de Cristo, a fin 
de perpetuar la obra de la Redención? Si así es, estas prescripciones 
no pueden dejar de ser, en cierto modo, las prescripciones del mismo 
Cristo. Nada más cierto, por otro lado. Pío XII, en la encíclica Mystici 
Corporis, no lo contradice en absoluto. Júzguese de ello: «Sólo Cristo 
conduce y gobierna su Iglesia» y, para llevar a buen término este 
gobierno, utiliza de manera ordinaria a Pedro y sus sucesores 19. 
Palabras tales no constituyen una innovación. San Cipriano había 
afirmado que el Señor está presente en los jefes de la Iglesia para 
ayudarles en su tarea 20; San Agustín osaba decir: «El obispo 
prescribe, es Cristo quien, en mí, prescribe», y daba la razón de ello: 
los pastores de la Iglesia son todos miembros del único Pastor 21. El 
número de los que han proclamado esta verdad es inmenso. Cayetano 
ha escrito una frase que resume bien el pensamiento católico: «Es 
Cristo quien obra por mediación de Pedro y de todos los demás 
(sucesores de Pedro)».
Por otra parte, también en esto Cristo mismo puso el fundamento de toda 
verdad. ¿Acaso no dijo: «Quien recibe al que yo enviare a mí me 
recibe, quien me recibe a mí recibe a Aquél que me ha enviado» (Juan, 
13, 20)? ¿No dijo también: «Quien os escucha me escucha» (Lucas, 
10, 16)? ¿No enseñan estas palabras una cierta presencia de Cristo 
en el que habla y manda en nombre del Señor? 
Ahora bien, si Cristo está presente en las prescripciones que emanan de 
la Iglesia, ¿puede estarlo sin aportar alguna parte de los bienes de la 
Redención? La respuesta afirmativa se desprende de las palabras de 
San Pablo. Según el Apóstol, el ministerio apostólico, enseñanza y 
gobierno, es un ministerio litúrgico que santifica a los súbditos por la 
obediencia. Más precisamente aún, Pablo tiene conciencia -implícita y 
vivida- de la dimensión sobrenatural de la autoridad, y la cosa aparece 
con ocasión del incestuoso de Corinto que él excomulgará. Exclama, en 
efecto: «En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, uniéndose con 
vosotros en mi espíritu, con el poder que he recibido de Nuestro Señor 
Jesús, sea ése que tal hizo entregado a Satanás para castigo de su 
cuerpo, a trueque de que su alma sea salva en el día de Nuestro Señor 
Jesucristo» (1 Corintios, 5, 4). Sin duda alguna, el ejercicio de la 
autoridad punitiva es aquí presentado como un instrumento lleno del 
poder de Dios y marcado con su sello. Por ello las decisiones que 
emanan de él proveen de alguna manera a la salvación del inferior, a 
fin de que «su alma sea salva en el día de Nuestro Señor».
En estas condiciones hay que reconocer que el poder de jurisdicción, 
aunque se ejerza por mediaciones humanas, que permanecen muy 
humanas, no es extraño al ser sacramental de la Iglesia. Por los 
mandatos de la autoridad, pasa la acción salutífera de Cristo. En la 
misión de gobernar reside, pues, algún valor sacramental. Ciertamente, 
si bien es mediación sacramental, el círculo jurisdiccional es el más 
débil, comparado con el círculo magisterial y con el círculo 
sacramental. En efecto, la jurisdicción, considerada en sí misma, es 
menos significativa de la gracia de Cristo, menos directamente 
expresiva de la Redención que las palabras del magisterio, la liturgia y 
los sacramentos. Y ya hemos dicho que las realidades eclesiales 
operan lo que significan y en la medida en que significan.

Conclusión. -La acción propia de la Iglesia es el «obrar» sacramental. 
Éste es, en las manos de Dios, un instrumento de Redención, en la 
misma medida en que representa la salvación operada en Jesucristo, 
en la medida también en que el hombre está dispuesto para acoger los 
signos y los gestos de gracia. La acción sacramental de la Iglesia nos 
llega humanamente, desplegándose en zonas de distinta intensidad, 
desde la Eucaristía, «sacramento de sacramentos», hasta el poder de 
jurisdicción inclusive.
Tal es el Misterio en la Iglesia. Las acciones humanas son asumidas en el 
Cuerpo de Cristo, y son elevadas hasta llegar a ser servidoras de la 
Redención, mediadoras de sus efectos sobrenaturales. En cuanto el 
hombre participa de la misión recibida por la Iglesia, en cuanto repite 
los actos que el mismo Señor le ha prescrito, se hace, por su parte, 
difusor de la Vida Eterna. Así, pasan hasta nosotros la acción y la 
presencia de Jesucristo Salvador.

III. Últimas reflexiones
I/MEDIACION-NEDA: ¿Se inquietará el cristiano por la mediación eclesial, 
como si ésta fuera a hacer imposible el encuentro con el mismo Señor? 
¿Va a temer -precisamente porque es cristiano- que la presencia de la 
Iglesia en su vida personal sea la de un tercero entre dos amigos? Es 
el temor que experimenta ciertamente el protestantismo frente a la 
Eclesiología católica. Es, incluso, el temor que se ve dibujarse en 
ciertos católicos, más o menos conscientemente.
Pero tal vez, en el origen de estas desconfianzas y de estos temores, se 
encuentra una falsa representación que de buen principio descarría la 
imaginación y finalmente el mismo pensamiento.
De hecho, si se considera a la Iglesia como una realidad ajena a 
nosotros mismos y al Señor, es demasiado claro que no podrá ser 
jamás otra cosa que un tercero y un estorbo en nuestro encuentro con 
Dios. Pero la verdad es diferente. Por una parte la Iglesia somos 
nosotros mismos, por cuanto las palabras que pronuncia, las palabras 
que formula, las enseñanzas que presenta, son interiorizadas, 
asimiladas, acogidas, comprendidas, deseadas. En este sentido, la 
Iglesia se hace nuestra propia substancia espiritual, puesto que 
adoptamos su pensamiento y su obrar cordialmente. Pero por otra 
parte, la Iglesia es la gracia de Dios, es Dios mismo traído hasta 
nuestra alma por esas palabras, esos gestos, esas directrices, esas 
acciones. Para que recorramos el camino que conduce al Señor, la 
Iglesia no nos da ayudas terrestres, nos da al mismo Dios. Lo que ella 
aporta no son entidades naturales, sino el Señor en persona, en la fe, 
la esperanza y la caridad. Y el Señor entonces nos conduce a Sí 
Mismo. Así ocurrió, guardadas todas las proporciones, con la 
humanidad de Jesucristo en el tiempo de su vida en Palestina. Es la 
humanidad del Mesías lo que conduce a Dios: «Yo soy el Camino», 
dice el Señor. Hay que mirar, pues, su humanidad, comprenderla, 
acogerla tanto como humanamente es posible, hay que interiorizarla 
mirándola, escuchándola con los ojos y los oídos del cuerpo. Pero 
Cristo no es solamente el Camino hacia el Señor, es el Señor en 
Persona, Vida y Resurrección. La humanidad del Señor no es, pues, 
una pantalla, es la misma Luz de Dios: «Quien me ha visto ha visto al 
Padre» (Juan, 14, 9).

ANDRÉ DE BOVIS
LA IGLESIA Y SU MISTERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 79-97

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1. Es lo que aparece en la respuesta que da Jesús en Betania (Marcos, 14, 3-9), en 
la parábola de la mostaza (Mateo, 13, 31), en sus últimas palabras (Mateo, 28, 
18-20).
2. D. 1821 (D = Detzinger, Enchiridion symbolorum definitionumque).
3. Notemos que Cristo no es sólo Sacramento de Salvación, es el la Salvación, ya 
que es el Dios Vivo.
4. Quodlibet II, q. 1, art. 2; Compendium theologicum, cap. 227, nº. 476; capítulo 228, 
nº. 479; cap. 239, n.º 514; Summa Theologica, 3ª. pars, qu. 48, art. 6 y ad. 1.
5. In 4 Sentent., D. 18, q. 1, a. 1, sol. 1. «Dormido», esta palabra alude a la creación 
de la primera mujer y establece una comparación entre Eva sacada del costado 
de Adán dormido y la Iglesia sacada de Cristo muerto en la Cruz. 
6. Decretum pro Jacobitis, en 1442; D. 714: «... tantimque valere ecclesiastici 
corporis unitatem ut solum in ea manentibus ad salutem ecclesiastica 
sacramento proficiant». Afirmar, como hace el concilio, la necesidad de pertenecer 
a la Iglesia para recibir la gracia de los sacramentos, ¿no es afirmar 
indirectamente que la unidad de la Iglesia es una condición necesaria de la 
eficacia sacramental? 
7. «Tota ergo mater Ecclesia, quae in sanctis est, facit quia tota omnes, tota singulos 
pascit», Epist. 98, 5; PL 33, 562.
8. In cant. cant., Hom VIII; PG 44, 949.
9. Mystici Corporis, Acta Ap. Sed. 35 (1943), págs. 216, 217, 218, passim.
10. PIO XII Mediator De¡, Acta Ap. Sed. 39 (1947). págs. 528 y 533; Mystici Corporis, lb. 
35 (1943), pág. 217. 
11. In Joan evang., tractatus 5, nº. 18; PL 35, 1423-1424.
12. 2 de Catequesis bautismal.
13. Es precisamente lo que observa Ia Encíclica Mediator Dei, Acta Ap. Sed. 39 
(1947), pág. 258.
14. Se considera aquí la liturgia fuera del sacramento propiaminte dicho, 
19. Acta Ap. Sed. 35 (1943), págs. 209, 210; cf. págs. 211, 218, 238
20. Epist. 69, 9.
21. Sermo 392, 4; PL 39, 1711; In Joan, Evang., Tractatus 46, núms. 5, 6 y 7; PL 35, 
1730-1731.