La iglesia del perdón

 

1. El perdón en la Biblia

Cuando Jesús, en Lc 24, 47-49, envía a los discípulos en misión, les promete el Espíritu santo y caracteriza su misión así: «En nombre del Mesías se predicará el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todos los pueblos». Por otra parte, en la primera predicación de los Hechos (2, 38), Pedro establece el vínculo entre don del Espíritu y remisión de los pecados.

El perdón de que es signo la iglesia no es humano. Es una realidad extraterrestre, pero de la que la tierra tiene una necesidad primordial si no quiere perecer en la asfixia del mal, en la espiral de la violencia, en la epidemia del engaño.

Puede establecerse un cuadro más o menos sombrío de la contaminación espiritual que amenaza a la humanidad. La Biblia, como es bien sabido, se caracteriza por la combinación sorprendente de un pesimismo muy lúcido ante el estado presente del hombre y un optimismo desmesurado en cuanto a su porvenir. La Biblia no disminuye para nada la gravedad del mal. En oposición a las palabras tranquilizantes como «Eso no es grave... ya pasará... no es culpa vuestra», la Biblia insiste: «Es muy grave, esto os lleva a la muerte y será porque así lo habéis querido». Pero está también el perdón de Dios y esta realidad autoriza todas las esperanzas. Dios es el que perdona y muestra precisamente que es Otro («Yo soy Dios y no hombre») perdonando. Dios hace lo que el hombre no es capaz de hacer. El hombre no está hecho para afrontar el mal; ante el mal, el hombre es como un niño, desconcertado («¿Por qué existe eso?»), miedoso (con reacciones de agresividad reveladoras) o fascinado hasta perderse en él. Ante el mal, el hombre es el deudor insolvente de la parábola (Mt 18, 23-25).

Para perdonar de verdad, es decir, no borrar sino transformar, hace falta un amor absolutamente lúcido y perfectamente desinteresado, un amor no alcanzado por el pecado y que desee apasionadamente la salvación del otro. Cuando Dios dice en Isaías: «No me gusta destruir», hay que traducir: Dios no quiere dejar que el mal haga su obra. El hombre no compra este perdón (Miq 6, 7): en la parábola de Mateo, el perdón de Dios es gratuito.

Sólo Dios perdona y decide perdonar. En el «Padre. nuestro» el pequeño «así como» de la quinta petición es muy importante: «perdónanos... así como nosotros perdonamos a...». Nuestro perdón no es verdaderamente la condición del perdón de Dios: es sobre todo la señal de que el perdón de Dios ha penetrado seriamente en nosotros. Además, sólo con esta condición de sentirse verdaderamente perdonados sin humillación, podemos perdonar sin humillar. Y toda la iglesia debe acordarse de ello en el ministerio de la penitencia: transmite el perdón porque es perdonada. Cada vez que quiere presentarse por encima de los demás, el anuncio del perdón suena a falso.

«Perdón» es por tanto una palabra sagrada, una palabra del reino, una palabra divina como «espíritu». La iglesia, realidad humana, reivindicada por Dios, está consagrada a este perdón. Lo vive porque es humana y por tanto pecadora, lo proclama, lo celebra y permite que lo vivan todos aquellos que ven la gravedad del mal y no aceptan el poder de las tinieblas, ni sobre ellos ni sobre el mundo. ..

2. ¿Iglesia del perdón o de la ley?

De hecho, muchas personas tienen la impresión de que la iglesia es más la iglesia de la ley que la iglesia del perdón. Querría aclarar este punto y establecer algunas distinciones que me parecen importantes.

La iglesia cristiana no es sólo una religión (eso es lo que yo creo), pero es también una religión. Tiene, por tanto, una función social: consolidar el equilibrio espiritual y moral que cada sociedad edifica frente al caos que siempre la amenaza. Y en especial en el dominio moral, la religión aporta una cautela divina al conjunto de las reglas morales, de las prohibiciones que la sociedad impone a sus miembros para permitir esta vida en común. Toda religión ha dado a la moral la autoridad de Dios. La religión cristiana ha sido en esto como las otras. Ha justificado esta autoridad divina de la ley moral por el dogma de la creación. El orden del cosmos (= mundo en armonía) viene de Dios; la ley natural, las leyes naturales son la expresión de la voluntad divina. Contradecirlas, o cambiar algo en ellas, es iniciar una rebelión contra Dios (cf. Rom 13, 1-7).

Esta visión es criticada en la actualidad de dos maneras.

a) Sobre el vínculo que se establece entre Dios y el mundo en esta afirmación de la creación. Es una manera de entender este vínculo. Pero se puede entender de forma completamente distinta. Se puede decir por ejemplo, con R. M. Rilke, que «Dios crea el mundo como el mar crea los continentes, retirándose». Parece que la Biblia, por ejemplo, insiste más en la distancia que se instaura entre Dios creador y el mundo creado que en la proximidad entre uno y otro. También parece que en el antiguo testamento «creación» significa más «llamada», «vocación» que «tomar entre manos», y también en esto la distancia tiene carácter primario.

b) Sobre el hecho de que el hombre, surgiendo al término de la creación (en el pensamiento bíblico) es creado creador, socio de Dios. Adán y Eva traducen: iguales e independientes. No se trataba de su verdad y por tanto es su pérdida. Socios: capaces de diálogo dejados a su iniciativa y sobre todo a su responsabilidad de responder o no al amor de Dios que es su vida. El hombre no es en primer lugar un ejecutante, es por encima de todo un creador que está llamado a abrirse al Creador primero. El hombre es también un origen, es por tanto origen de la ley (precisando: origen originario y no originante).

En mi opinión, el actual movimiento de secularización de la moral es una experiencia bienhechora. Dios no acabará reducido al paro porque no se le consulte ya qué hay que hacer. En primer lugar, porque la moral no es el elemento específico del nuevo testamento. «Puede decirse en sentido amplio que la enseñanza moral dada por la iglesia primitiva estaba bastante vinculada con el movimiento general que animaba a la sociedad grecorromana para el perfeccionamiento de la moralidad pública, tarea a la que se aplicaron en el siglo I diversos organismos. Los maestros cristianos aceptaron como dada la estructura social existente con sus problemas y sus peligros bien conocidos. Hasta cierto punto, podían hacer suyas buena parte de las críticas fundamentales y de los consejos que los moralistas serios de otras escuelas proponían con insistencia a sus contemporáneos». 1

Este comentario de Dodd no debe hacernos concluir que la moral no tiene importancia en el evangelio (todo su libro dice lo contrario). El cristianismo tiene razones propias para proponer la moral de todo el mundo: «En resumen todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt 7, 12).

La palabra «moral» tiene mala prensa. Y es una pena, pues es muy importante «moralizar», es decir, encontrar las vías concretas de una mayor humanización. El hombre no es un dato, algo completamente hecho, es una tarea a realizar y es preciso estar en todo momento despejando el bosque de la historia para abrir los caminos de su realización. La iglesia no puede dejar de participar en esta tarea, en primer lugar como institución social y sobre todo como iglesia cristiana: la fe es una respuesta activa a la llamada activa de Dios. Mientras los hechos no se enderecen, la fe no es un «Amén», un sí. Aceptar ser amado por Dios es amar también. No hay reciprocidad humana al amor de Dios por el hombre: quien se sabe amado por Dios es invitado por san Juan no a pagar a Dios en actitud recíproca sino a amar a su hermano, y por tanto a construir el mundo. («Para hacer un mundo, hace falta amor y nada más»). Convertirse a Dios es necesariamente alejarse del «deja vivir» y creer la vida humana que es victoria continua sobre la disipación de los deseos incontrolados y sobre las necesidades que se autodenominan ineludibles.

En esta moral que se debe hacer en todo momento (lo que no quiere decir que siempre deba volver a comenzar), la iglesia tiene por tanto su lugar, su voz. A partes iguales con otras instancias. Y hará muy bien en no ponerse en el papel de quien baja del Sinaí, tras haber recibido sobre la cuestión (moral) luces definitivas.

De forma paradójica, puede decirse que absolutizar la moral, en la actualidad, es quitarle lo que tiene de serio. Pienso en especial en las formas negativas de la ley moral que son las prohibiciones. No hay vida moral ni crecimiento humano sin prohibiciones, sin « no» -es acompañados de sanciones apropiadas. Estas prohibiciones han estado sacralizadas desde siempre (cf. el decálogo). Pero esta sacralización («es Dios quien lo prohíbe») provoca un aplastamiento o bien una rebelión desproporcionada con el alcance real de las prohibiciones, que quieren señalar los peligros serios de tal comportamiento para el individuo y la sociedad. Tomarse en serio las prohibiciones que forman parte de la vida moral supone justamente que la religión se prohíbe absolutizar las prohibiciones. Estas son la voz de la experiencia secular de la humanidad y no la voz atronadora de lo eterno.

No presentar a un Dios de la naturaleza, Dios evidente, imponente, Dios del orden que se debe conservar, no hablar ya de Dios así, no es dejar de hablar de Dios. Se puede hablar de Dios de otra manera (y, pienso yo, salir ganando). Un Dios que llama, que convoca, que provoca, un Dios que tiene en cuenta en primer lugar el primer don que ha dado al hombre: su libertad. Creo que un Dios así se comprende mejor como el Dios de la vida. Se ve mejor su deseo primordial: que el hombre viva en toda su verdad y el nombre de Dios sea santificado, es decir, que Dios sea reconocido en lo que verdaderamente es: un Padre que hace vivir. Por tanto, por lo mismo que Dios no pierde nada dejando la iniciativa moral al hombre, la iglesia no pierde nada abandonando cierto monopolio de la emisión de las consignas morales. Tiene muchas otras cosas que hacer que sí son competencia propia de la iglesia.

3. El pecado y el perdón

La iglesia debe hablar del pecado y del perdón. Y es indudable que existe el desorden moral: el dejar las cosas a su aire, el instinto desbocado, el desprecio, el sadismo, la corrupción, la mentira, el cinismo, el orgullo, la dictadura, la opresión... Contra esta manera renovada sin cesar, la sociedad eleva sin cesar diques de protección: leyes, educación, costumbres, policía, opinión, justicia... Y la iglesia debe participar ocupando su lugar en esta moralización, tratando de moderar el idealismo que ha contaminado a tantos cristianos. Es difícil prescindir de todo idealismo cuando se medita en el proyecto sobrehumano de Cristo: «Sed perfectos como vuestro Padre...». Pero el idealismo no debe ser la única voz de la conciencia del cristiano (y de muchos otros). El análisis de la realidad es también un componente esencial de la reflexión moral. El idealismo habla en primer lugar de lo que «debería ser», en lugar de ver también lo que es y lo que podría ser en la etapa inmediata. Es este idealismo quien ha provocado tantos impotentes en el dominio de la política, a pesar de tratarse de un trabajo sumamente moral: humanizar la jungla social.

Sin embargo, más allá del desorden moral, la iglesia debe revelar un desorden más fundamental: el pecado. El pecado toma apariencia de vicio y adquiere también rostro de virtud. «Lo contrario del pecado no es la virtud, es la gracia» (F. Mauriac). .

San Pablo, al reflexionar sobre su pasado de fariseo intransigente, ve en ello el pecado. Y sin embargo todo estaba minuciosamente reglamentado. Como en el examen de conciencia del fariseo de la parábola, que constata con satisfacción que todo está en su lugar exacto, que tiene una vida perfectamente reglamentada.

El pecado es justamente esta ausencia de fisura, esta invulnerabilidad, esta pretensión de no estar herido. Cinismo del vicioso, del arrivista que justifica su mala conducta, ridiculizando la llamada a la justicia, a la verdad: cierra la trampa. Fanatismo de los doctrinarios y de los políticos que están en posesión del secreto de la felicidad y no quieren recibirlo de ningún otro; poseen la verdad, ésta no les viene de otra parte, y menos todavía de otras personas. Infantilismo de los miedosos, de los perezosos que quieren inmediatamente (y preparado por «los demás») un mundo sonriente, aséptico, al abrigo; sin dramas, ni muertes, ni horrores, un mundo confortable en que se vean los toros desde la barrera: rechazan toda provocación, toda bofetada del viento. Ceguera de las buenas conciencias, preocupadas ante todo de lo correcto, del deber, del orden, de la seguridad interior: para ellas no debe existir el mal, ni ningún desorden, ni siquiera ningún exceso; no quieren oír el grito de la locura, a los locos se les encierra y si es preciso se los hace desaparecer.

Podría prolongarse la enumeración. -El pecado es el rechazo del Otro y de los otros, es el rechazo de Dios en cuanto que es Dios, por ser de otra parte, y de los otros, por ser otros, y por tanto diferentes. El pecado no es forzosamente el ateísmo, pues hay ateísmos que son tales en relación con la idea de Dios: no se quiere a un Dios que se parezca demasiado al hombre. Por el contrario, el pecado puede ser la religión, pues hay religiones que son la sacralización, la bendición de los egoísmos, de los prejuicios, la negativa a plantearse las cosas.

Y ésta puede ser quizá la raíz del pecado: se está en un lugar determinado y se decide que ese lugar es el bueno, que no hay otro mejor y que es mejor no moverse. El pecado conoce todos los matices desde una especie de testarudez enfurruñada hasta el orgullo declarado, pasando por el engaño más o menos consciente («la verdad es que no me daba cuenta») o la duda que se autodenomina motivada y que enmascara la cobardía («habría que estar seguro de no equivocarse»).

El Dios bíblico es el Dios que viene de otra parte y que nos provoca. Es seguro que cierto ateísmo es pecado, en este rechazo de lo que está en otra parte. Bien entendido, de este ateísmo y de todas las demás formas de pecado descritas más arriba, se puede decir: «Hay pecado, sin duda ninguna», pues el pecado procede del secreto de la conciencia y de la única clarividencia de Dios. Pero en general se puede describir el pecado como una negativa a emigrar o el rechazo a recibir algo que sea verdaderamente distinto por no aceptar que se está herido.

4. Las vías del perdón

Y sin embargo la salvación comienza con la aceptación de la carencia. Lo que la tradición llama humildad es esta mirada sencilla del hombre insatisfecho que confiesa sin complejos: «La cosa no está tan bien». No se acusa, no escurre el bulto, sólo constata: «Yo estoy ahí, pero ése no es mi lugar, pues no es el lugar que Dios sueña para mí». Humildad que reconoce también su impotencia: «Sinceramente, no podría llegar por mis propios medios». Se abre a la propuesta de perdón que se expresa en los evangelios a través de los milagros de Jesús frente a tantas situaciones sin remedio: el ciego de nacimiento, el paralítico desde hacía treinta y ocho años, el leproso excluido, la mujer pública catalogada, la esposa infiel condenada...

La gracia de Dios no tiene más que un solo camino de acceso hacia el hombre, el que traza el mismo hombre (la conversión - la fe) bien partiendo de su alegría: es la acción de gracias que reconoce su fuente; o bien a partir de su angustia: es la llamada a la salvación que tanto abunda en los salmos: «Tú, tú libras de la fosa, pones en el camino del porvenir, fuerzas las murallas, haces saltar los obstáculos, liberas de la opresión de la angustia».

El mal en que me han colocado, en que he sentido complacencia, el mal que ha salido de mí casi fatalmente, el mal que se escondía a mi alrededor y que me ha rodeado, este mal es algo sobre lo que ya no tengo control, pero el Dios de Jesucristo es el que da testimonio de su identidad profunda perdonando, es decir, cogiendo este mal y quitándole su carácter de fatalidad y por tanto dándome poder sobre este mal. Dios nos perdona: nos devuelve el gusto de tomar iniciativas, la certeza de ser amados, tal como somos y allá donde estemos.

Dios no nos transporta a una situación de ensueño, como cuando se consuela a un niño que ha tenido una pesadilla: «No ha sido nada, ha sido un sueño». El mal no es un sueño, y nada desaparece: el carácter no se cambia ni la situación se invierte milagrosamente. Pero lo que parecía un agujero negro se convierte en camino con un horizonte; lo que parecía fatalidad inexorable se convierte en lucha, esperanza y victoria posible. Lo que era mortal se convierte en resurgimiento de vida.

El perdón es esta intervención de Dios que solicita al hombre. Pedir el perdón (mejor que pedir perdón) no es un abandono ni un atropello (si se siente así, hay que revisarlo). Es el reconocimiento de la verdad: «No quiero capitular ante el mal, pero soy incapaz de vencerlo, es decir, de transformarlo». Este odio que me acecha, por ejemplo, es algo a lo que no querría ceder, pero soy perfectamente capaz de contenerlo, de rechazarlo o de neutralizarlo con una piedad equívoca. Creo que sólo el diálogo en verdad con el amor absoluto podrá liberar este odio, dejarlo correr, ponerlo en otras manos que se encarguen de él y me liberen del mismo. No como un cirujano que extrae un tumor, sino algo parecido a la luz que disipa los temores nocturnos y «pone» las cosas en su sitio.

Dios perdona: «Pone» el pecado (que es cerrazón, repliegue) en la corriente de la vida. La palabra y el amor sin condiciones liberan de la inquietud por uno mismo y deja agresividad que acompaña a la falta de agradecimiento y a la condena. El paisaje se ilumina, se tiene deseo de recorrerlo en todos los sentidos.

5. Iglesia, sacramento del perdón

Esta realidad del perdón está en el corazón de la realidad «iglesia», como sacramento, signo de la salvación. Esto debe ser, en mi opinión, su centro de gravedad. ¿Es que la iglesia debe preocuparse de hablar del pecado? El pecado se desvela cuando se habla de la exigencia evangélica. Cuando se pide que se abran las puertas y se observa el punto en que están bloqueadas y chirrían las puertas. Es el amor quien constituye el objeto de la predicación evangélica, en todas las formas en que se puede dar el amor: hablar, escuchar, acompañar, dejar marchar, consolar, estallar, decir que sí, decir que no, tener paciencia, provocar, explicarse, callarse, actuar, dejar hacer, etc. El amor que invade todos los sectores de la vida y no puede admitir la existencia de zonas prohibidas. El comercio, la política, la producción, la especulación, la violencia, la abstracción, el placer, la imaginación, etc., todo esto debe explicarse con la exigencia de amor que es para la humanidad una necesidad tan imperiosa como el respirar o hablar.

Y sin embargo hay un peligro terrible en convertir la exigencia de amor en centro del cristianismo. Este peligro tiene un nombre: fariseísmo. El fariseísmo aparece en el mismo momento en que se pone una ley como primer principio, incluyendo la ley evangélica. Desde el momento en que se juzga por los hechos, por ejemplo, por los hechos de compromiso al servicio de los demás: Desde el momento en que el criterio de valor es el comportamiento, por ejemplo, el comportamiento militante.

Ahora bien, en el corazón del evangelio (y por tanto en el corazón de la iglesia) está la afirmación de que no hay criterio de admisión, de que las acciones no constituyen el valor del hombre y que ninguna ley da seguridad ante Dios. La única seguridad del hombre es el amor incondicional que Dios le manifiesta, la única grandeza del hombre es la pobreza del corazón, su único valor verdadero está no en hacer sino en acoger.

«Así pues, la salvación y la penitencia han intercambiado sus posiciones respectivas. Si, para el pensamiento judío, la penitencia es lo primero, si condiciona para el pecador, la esperanza en la gracia, ahora, es la gracia la que engendra la conversión. Los que se sientan a la mesa del rico, son los pobres, los lisiados, los ciegos y los paralíticos, y no personas ya en proceso de curación. No se pregunta a los publicanos y pecadores que están en la mesa con Jesús -como tampoco al hijo pródigo- el grado de su progreso moral. Es lo que demuestran las parábolas de la oveja y de la dracma perdidas. No hablan de condiciones previas que el hombre deba satisfacer antes de que le sea impartida la gracia; se trata únicamente de volver a encontrar lo que se había perdido; así, y no de otra manera, es como describen la alegría que hay en el cielo por un solo pecador que se convierta (Lc 15, 7-10). Lejos de ser una intervención del hombre que prepara la gracia, la penitencia, puede decirse, es "ser encontrado"».2

No es el amor que se debe practicar lo que ocupa el centro, sino el amor que se debe recibir: tal es el sentido de los sacramentos del bautismo, penitencia, eucaristía. Una iglesia sin sacramentos es una iglesia que, infaliblemente, se desliza hacia el moralismo evangélico y el legalismo cristiano.

El perdón de Dios debe predicarse, creo yo, antes del deber de amar y sobre todo antes de la incapacidad de amar. Por otra parte, amar no pasa a ser puro deber más que en la soledad. Debería ser una respuesta y es así como Cristo nos lo propone: «Venid a la mesa de Dios y él os dará la alegría nupcial». La certeza de este amor, inalterable e inagotable, libera de la impaciencia y del grave peso que rezuman, casi inevitablemente, del moralismo evangélico. Bornkamm 3 nota cómo Jesús denuncia en los fariseos su falta de alegría. Muchas veces nos llega el mismo reproche: «Sois unos pesados». Somos pesados porque nos sentimos presionados: «Es preciso que los hombres se liberen» y si es preciso se les obligará a ser libres. Somos pesados porque ponemos por delante las cosas que hay que hacer y no la vida y el amor que se pueden recibir. No inventamos el amor, no lo creamos, sólo podemos transmitirlo.

Además, en el campo del mundo, debemos acostumbrarnos a la cizaña, lo mismo que el Señor, después del diluvio, se resigna a la maldad de los hombres. Se sueña en un mundo de generosidad pura, se sueña en un mundo de total distensión, y todas nuestras paredes se llenan con imágenes de este sueño: sonrisas inalterables, cielos azules, cuerpos esbeltos y luminosos, o bien, puños dinámicos, rostros indomables, grupos unidos para lo mejor y para lo peor. Pero, de hecho, hay tanta, si no más, fatiga, despecho, rencor, estupidez, perversidad, pasotismo, etcétera.

Confieso que me producen un poco de estupefacción los teóricos modernos que unen en la misma ideología a Marx y a Freud, a pesar de todos los problemas de impedancia que se plantean entre los dos sistemas. ¿Cómo unir el optimismo lúcido de uno con la lucidez pesimista del otro?

¿Por qué el mal? No tengo ni idea. El mal existe y existirá. No puedo sofocarlo, es una hidra de innumerables cabezas. Como cristiano, no bajo los brazos, tiendo las manos hacia un amor que «ha destruido el odio».

En la práctica de la iglesia cristiana, parece que la celebración del perdón es algo esencial. Esencial para la iglesia que vive del perdón de Dios (¡debería ser tan diferente!) y esencial para el mundo cuya salvación es la acogida de un amor que perdona. He dicho deliberadamente «la celebración del perdón» y no el discurso sobre el perdón. Pues se trata de acoger.

Por eso todos los esfuerzos litúrgicos sobre los sacramentos de la reconciliación (bautismo - penitencia - eucaristía) son esenciales para la evangelización. Es preciso que estos sacramentos sean verdaderos signos de la salvación. Para que la salvación sea una realidad que nos haga señales hoy en día. Y para que aprendamos a caminar, sin temor ni ilusión. Para que sepamos combinar la lucidez y la esperanza.

6. Un testimonio

«Un día me di de bruces con el pecado en toda su desnudez. Se planteó en toda su crudeza el problema de perdonar. Era el hecho mismo de perdonar el que me sublevaba: consentir en olvidar todo, en no tener ya nada en el corazón. No me preocupaban los hechos que tenía que realizar para llegar a ello, Dios no me los exigía entonces. Sólo me mostraba, muy claramente, hasta dónde quería que llegara y que estuviera dispuesto a ir hasta ese punto. Todo mi ser respondía que no, me era insoportable el pensar que sí. Entonces, comprendí casi físicamente lo que era el pecado: decir no a Dios. Estaba entonces al borde del infierno pero prefería el infierno a decir que sí; por otra parte, bailaban ante mí aquellas breves palabras: "Amad a vuestros enemigos... a fin de que seáis hijos de vuestro Padre...". Dije sí conscientemente. En aquel instante, que no duró mucho, lo elegía él, contra mí, pues tenía la impresión de que diciendo sí me perdía, renunciaba a ser yo: "El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo". Ahora, cuando vuelvo a pensar en aquello, no tengo ni amargura ni nada parecido, sino alegría y agradecimiento hacia Dios que obtuvo aquello de mí. ¡Qué sorprendente es la libertad!».4

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1. C. H. Dodd, Morale de l'Evangile, Paris 1958.
2. G. Bornkamm, Jesús de Nazaret, Salamanca 1975, 89.
3. Ibid., 90.
4. B. Bro, On demande des pécheurs, Paris 1969, 142-143.

Paul Guerin
El Credo, hoy
Edic. Sígueme.Salamanca 1985, págs.143-156