¿Cómo Dios permite tantos errores?
En los años siguientes a la Primera Guerra Mundial –cuenta José
Orlandis–, un joven llamado Gétaz, que ocupaba un alto cargo dentro
del socialismo suizo, recibió de su partido el encargo de elaborar un dossier
con vistas a una campaña que se pretendía lanzar contra la Iglesia católica.
Gétaz puso manos a la obra, con la seriedad propia de un político helvético:
recogió multitud de testimonios, estudió la doctrina católica y la
historia del cristianismo desde sus primeros siglos, y en poco tiempo
logró reunir una amplísima documentación.
El resultado que se siguió de todo aquello, sin embargo, no pudo ser más
sorprendente. Paso a paso, el joven político llegó al convencimiento
de que la Iglesia católica no podía ser invención de hombres.
Dos mil años de negaciones, sacudidas, cismas, conflictos internos,
herejías, errores y transgresiones del Evangelio, habían dejado a la
Iglesia, si no intacta, sí al menos en pie.
Las propias deficiencias humanas que en ella se advertían a lo largo de
veinte siglos –mezcladas siempre con ejemplos insignes de heroísmo y
de santidad– fueron para él un claro argumento a favor de su
divinidad. Si esa iglesia no fuera divina –vino a concluir en buena lógica–
habría tenido que desaparecer mil veces de la faz de la tierra.
El desenlace de todo aquel episodio no pudo ser más distinto de lo que
se había previsto: Gétaz se convirtió al catolicismo, se hizo fraile
dominico, y en su cátedra del Angelicum, en Roma, enseñó
durante muchos años, precisamente, el tratado acerca de la Iglesia. Sus
clases tenían el interés de ser, en buena medida, como un relato
autobiográfico: como el eco del itinerario de su propia conversión.
—De
todas formas, la reacción de muchos otros ante las miserias de los
miembros de la Iglesia es bien distinta. Me pregunto si no habría
sido mejor, ya que Dios es todopoderoso, que al menos los ministros de
su Iglesia hubieran estado exentos de tantos vicios...
Comprenderás que si Jesucristo, como dices, hubiera tenido que valerse
sólo de ministros total y permanentemente buenos, se habría visto
obligado a estar realizando continuamente milagritos, y no parece
que eso sea lo mejor. De entrada, porque tendría que estar
interviniendo cada vez que una de esas personas fuera a cometer
cualquier error o imperfección, y eso les privaría de la debida
libertad.
Por otra parte, aunque es cierto que a lo largo de los siglos los
hombres que han compuesto la Iglesia no han estado exentos de
deficiencias humanas, hay que decir que la Iglesia católica es una
institución de reconocido prestigio moral en todo el mundo.
Y aunque es verdad que ese prestigio se ve a veces empañado por las
debilidades de algunos de sus miembros, habría que contar –por si
alguno quisiera hacer cálculos de porcentajes estadísticos de
actuaciones desafortunadas– con que hay que dividir entre casi mil
millones de católicos, y casi un millón doscientos mil sacerdotes y
religiosos (y eso, contando sólo los actualmente vivos).
Para ser justos, habría que mirar un poco más a esa ingente multitud
de católicos que a lo largo de veinte siglos se ha esforzado
diariamente por vivir cabalmente su fe y ayudar a los demás. Y habría
que fijarse en todos esos curas de pueblo que permanecen en lugares de
los que ha huido casi todo el mundo. Y ver también el sacrificio de
tantísimos religiosos y religiosas que han dejado todo para ir a servir
a los desheredados de la fortuna, tanto en lejanas tierras de misión
como en esos otros lugares, olvidados de todos, pero dramáticamente
cercanos, y cuyo esfuerzo quizá sólo es observado por Dios.
¿Y
el poderío temporal de la Iglesia?
—Bueno, ¿y qué dices del poder temporal de la Iglesia, tan activo
durante algunos siglos...?
Antes de nada, es preciso reconocer que ha habido actuaciones y
mentalidades erradas en pueblos cristianos, y que con frecuencia han caído
también en ellas algunos personajes eclesiásticos. Eso es algo que a
ningún cristiano le ha de costar admitir. Sin embargo, me parece que,
para ser justos, conviene enmarcar el fenómeno del poderío temporal de
la iglesia en sus adecuadas coordenadas históricas, valorando todos los
condicionantes de cada época. De lo contrario, es fácil caer en una
visión anacrónica, puesto que no se puede pretender que los hombres
del siglo XVI pensaran como los hombres del siglo XX o XXI.
La única época que no criticamos –señala Jean-Marie Lustiger– es
la nuestra, porque nos parece evidente. Nuestra referencia actual es lo
que a nosotros nos parece más acertado y sensato, pero basta una
perspectiva de cincuenta o cien años para que salte a la vista la
relatividad de esos puntos de vista, aun los considerados en aquel
momento como más razonables.
Por eso sería un anacronismo que juzgáramos una sociedad, una época
anterior, desde una óptica que nos parece la ideal hoy, sin hacernos
cargo del diferente marco histórico, como si nosotros estuviéramos al
margen de la historia y fuéramos sus jueces.
Hecha esta salvedad, sólo me queda insistir en que no se caiga en una
visión simplista de la historia. Es triste que haya habido cobardías,
errores y pecados, pero es que la vida de los hombres es una historia de
pecado y de perdón de la que nadie ha quedado exento, y tampoco los
hombres sinceramente creyentes y deseosos de santidad. Y eso son cosas
de la vida, no de la Iglesia.
La
historia de las misiones
—Hay
bastantes movimientos críticos contra el modo en que se
desarrollaron las misiones. Parece que la Iglesia lleva con esto un
lastre importante.
Ha
habido con esto muchos juicios sumarios y apresurados que no responden a
la verdad de la historia. No pretendo disculpar los fallos, grandes o
pequeños, que seguro que habrá habido a lo largo de todos estos siglos
de trabajo en las misiones de tantísimas personas en tantísimos
lugares del mundo. Pero hay cada vez más estudios históricos serios
sobre este tema, y las nuevas investigaciones dejan al descubierto que
la fe, y la propia Iglesia, realizaron una gran tarea de servicio y de
protección de las personas y de la cultura frente al impulso de
aplastamiento que muchas veces tuvieron los conquistadores o las
potencias coloniales.
En
el caso concreto de América Latina, el papa Pablo III y sus sucesores
intercedieron con firmeza a favor de los derechos de los indígenas, y
dictaron disposiciones jurídicas bien claras. La corona española también
promulgó leyes que protegían los derechos de los nativos, y fue en
aquel siglo de oro español cuando los teólogos y canonistas católicos
dieron origen a la idea de los derechos humanos. Todo aquello constituyó
un auténtico valladar contra el exterminio de las poblaciones indígenas,
tristemente habitual en otro tipo de colonizaciones.
Esa
ingente actividad misionera se transformó en un gran movimiento
defensor de la dignidad y los derechos del hombre. Y si los indígenas
acogieron enseguida el cristianismo fue en gran parte porque
comprendieron su enorme fuerza protectora y su valor liberador
(liberador también del culto que muchos de ellos habían tenido hasta
entonces). Los obispos, sacerdotes y misioneros se convirtieron en los
principales defensores con que podían contar los débiles y los
oprimidos. Y de modo semejante a como había sucedido en la Edad Media
en la vieja Europa, actuaron también como educadores, como fundadores
de universidades, como desbrozadores de terrenos baldíos, como
estudiosos de aquellas culturas indígenas, como promotores de formas de
vida que no concluyeran con el exterminio de una raza por otra, sino con
el mestizaje. Si las etnias y las culturas indígenas no desaparecieron
fue debido a esa fecunda labor que hizo prevalecer los principios
cristianos sobre la codicia de los conquistadores.
La
abolición de la esclavitud
—Pero
así como la defensa de los indígenas americanos tuvo desde el
principio sus principales valedores en el cristianismo, no puede
decirse lo mismo de la esclavitud.
Es
un asunto más complejo, y habría que analizar su evolución a lo largo
de la historia. En el mundo antiguo se consolidó la idea aristotélica
de que algunos hombres habían nacido para ser esclavos. Esto, unido a
la piedad con los prisioneros de guerra, para los que ser esclavo era
mejor que la muerte, hizo que el fenómeno de la esclavitud estuviera
presente en todas las civilizaciones de la antigüedad. Entre las
sociedades esclavistas estaban la griega y la romana. El derecho romano,
por ejemplo, consideraba al esclavo una cosa –res–, sin ningún
derecho, a disposición total de su amo.
Con
la llegada del cristianismo se proclama la igualdad absoluta de todos
los hombres ante Dios. Sin embargo, tardará siglos en llegarse a la
abolición de la esclavitud, pero el punto de partida estaba puesto ya.
La Iglesia desde el principio consideró a los esclavos como personas,
los admitió a los sacramentos, se preocupó de su instrucción e impulsó
a los amos a tratarlos con la mayor consideración. Pese a eso, el fenómeno
de la esclavitud vino a ser en todo el mundo una de las más grandes
lacras sociales y una ofuscación que pervivió durante siglos y
ensombreció verdades que estaban contenidas en el mensaje cristiano.
Pero
la lucha contra la esclavitud
surgió poco a poco
en el seno del cristianismo,
y sólo bastante después
recibió el respaldo de otras culturas
y otros modos de pensar.
—¿No
fue algo que impulsó más bien la Ilustración?
Coincidió
en el tiempo, pero no siempre en las ideas. Si examinamos las páginas
de la Enciclopedia –el máximo exponente de la Ilustración–,
puede verse que los ilustrados no sólo no eran contrarios a la
esclavitud, sino que veían como natural considerar que unas razas eran
superiores y otras inferiores, y que las primeras dominaran a las
segundas "por su bien, pues –afirmaba la Enciclopedia–
los negros se encontrarán mejor bajo el dominio de un amo blanco en América
que en libertad en África".
No
resulta difícil imaginar lo que hubiera sido de esos hombres si, frente
a la visión de los conquistadores, frente al pensamiento ilustrado y
frente a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se
hubiera alzado una recuperación del concepto cristiano acerca de la
dignidad de todo hombre.
—¿Y
cuál fue el proceso de la abolición?
El
inicio de la trata de esclavos a gran escala comenzó en el siglo XV en
diferentes puntos de la costa africana. Durante más de un siglo,
Portugal casi monopolizó ese tráfico gracias a la colaboración de los
comerciantes árabes del norte de África, que ya enviaban esclavos de
África central a los mercados de Arabia, Irán y la India. El
descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a esa práctica
tan denigrante. Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la
situación, y la Constitución norteamericana admitió también la
esclavitud.
La
idea de abolir la esclavitud surgió en el seno del cristianismo, a
medida que se fue tomando mayor conciencia de que se oponía a los
principios del Evangelio. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con
intereses económicos obvios, pero finalmente, y gracias sobre todo al
empeño de William Wilberforce, Inglaterra prohibió en 1807 el comercio
de esclavos, y en 1833 declaró la abolición de la esclavitud en la
totalidad de los territorios británicos. El único país que se adelantó
fue Dinamarca, en 1792, y lo hizo también apelando directamente a
valores cristianos. A lo largo del siglo XIX la esclavitud fue abolida
sucesivamente en el resto de los países de tradición cristiana.
Hoy
día, a pesar de las normas antiesclavistas de la legislación
internacional, la esclavitud sigue siendo una triste realidad fuera de
Occidente y afecta a no menos de cien millones de personas. En algunos
países islámicos y budistas cuenta incluso con una cobertura legal. De
no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez tendríamos
ese mismo panorama en las sociedades occidentales.
Las
riquezas de la Iglesia
Vittorio
Messori, al comentar las frecuentes habladurías sobre supuestas
riquezas vaticanas, recomienda fijarse en algunos datos, pequeños pero
bastante significativos.
El
presupuesto de la Santa Sede, es decir, de todo un Estado que entre
otras cosas ha de sostener más de cien embajadas –nunciaturas– en
todo el mundo, además de sus propios órganos de administración y de
gobierno, seguridad y servicios, todo ese presupuesto es inferior a la
mitad del coste que tiene el Parlamento italiano. Tan sólo los
diputados y senadores que acuden a dos edificios romanos cuestan a los
contribuyentes italianos más del doble de lo que cuesta todo el Estado
Vaticano a la generosidad de los mil millones de católicos de todo el
mundo.
Preocupación
por los que sufren
Por
otra parte, hay que decir que la influencia de la fe cristiana en la
lucha por aliviar el sufrimiento humano ha sido decisiva a lo largo de
la historia. Ya en el imperio romano, el cristianismo se preocupó por
los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos
por los que el imperio no sentía apenas preocupación. También dio una
acogida extraordinaria a la mujer, y contribuyó a suavizar las barreras
étnicas entonces tan marcadas. El cristianismo predicaba a un Dios ante
el cual no cabía mantener la discriminación que oprimía a las
mujeres, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de
gladiadores, la práctica del aborto o el infanticidio, la justificación
de la infidelidad masculina, el abandono de los desamparados, etc., y su
influencia fue enorme.
En
los siglos siguientes, el cristianismo fue también decisivo para
preservar la cultura y extender la educación. Impulsó la defensa y la
asistencia de los débiles y se preocupó por quienes nadie parecía
tener interés. Baste citar, por poner un ejemplo, la aportación de San
Juan de Dios, que fundó una orden dedicada a la atención de los
enfermos mentales (verdaderos olvidados de la sociedad durante siglos);
o el esfuerzo de innumerables instituciones católicas dedicadas durante
siglos a atender leproserías, dispensarios, personas pobres o
abandonadas, niños huérfanos, etc.
"Ahora
–ha escrito Tomás Alfaro–, o en cualquier otro momento de la
historia de los últimos veinte siglos, si buscamos un grupo de personas
miserables, abandonadas por todos, marginadas por la sociedad, con los
que nadie querría pasar una hora, es casi seguro que a su lado
encontremos a alguien que se considera hijo de la Iglesia, y que hace lo
que hace precisamente por ser seguidor de Cristo".
Ver
también:
-
César
Vidal, "La lucha contra la esclavitud"
-
Manuel
Ordeig, "Sobre la teoría de la evolución", Palabra,
IX.1997
-
Jesús
Simón Pardo, "La culpa de la división de la Iglesia por el
cisma de Oriente es compartida", Palabra, IX.1997
-
Alfonso
Bailly-Bailliere, "Girolamo Savonarola: un fraile incómodo
para su época", Palabra, IX.1997
-
Javier
Paredes, "Piononadas" (sobre beatificación Pío IX), Alfa
y Omega, 25.IX.2000
Gentileza
de http://interrogantes.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
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