La Iglesia católica y el nazismo


Julio de la Vega-Hazas
Revista Palabra, septiembre 1997

 


l. HITLER TOMA EL PODER

El 28 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, y Hitler sólo tardó tres días en convocar nuevas elecciones. El 5 de marzo las urnas le dieron 288 escaños, que no suponían mayoría absoluta en un parlamento de 647 diputados, pero aprovechó el incendio del Reichstag, atribuido a los comunistas pero en realidad organizado por los nazis, para declarar ilegal al partido comunista. Descartados así los 81 diputados comunistas, los nazis obtenían una mayoría absoluta por escaso margen –10 Escaños, con la que aprobaban una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan sólo una hora después se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar esta medida, y, con la maquinaria de propaganda firmemente en manos del nazi Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por abrumadora mayoría. Con ello, Adolf Hitler se convertía en señor absoluto de Alemania hasta el aplastamiento de ésta en 1945.

Desde su aparición en la escena pública, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya había advertido públicamente de las consecuencias que traería la prevalencia de «un duro nacionalismo, es decir, el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien» (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en día, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo. A diferencia de otras épocas, no puede decirse que los fieles católicos no entendieran el mensaje o lo recibieran con indiferencia. El fulgurante ascenso de la representación parlamentaria del partido nacionalsocialista se debió al voto masivo de las zonas protestantes, sobre todo Prusia, mientras que los católicos se decidieron sobre todo por el viejo «Zentrum» –nacido en la época de Bismarck, e instrumento decisivo para poner fin a su «Kulturkampf»–, y, en Baviera –zona católica y a la vez de bastante inclinación nacionalista y donde se gestó el partido nazi–, a este se le sumaba el partido populista bávaro, que obtuvo 19 escaños en 1933.

Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Fulda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: «la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana». Por lo demás, se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva «Kulturkampf», los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato. Su propaganda empezó a preparar el terreno hablando de los pactos de Letrán con la Italia de Mussolini como «modélicos».


2. EL CONCORDATO

En realidad, la iniciativa de un concordato entre el III Reich y la Santa Sede no surgió ni de los nazis ni de la Iglesia, sino de un político católico del Centro, Franz von Papen, a quien Hitler, que quería, mientras viviera Hindenburg, mantener una apariencia respetable, le tenía en su gobierno como vicecanciller. Como católico y miembro del gobierno, creía que un acuerdo serviría para resolver las posibles fricciones que ya empezaban a manifestarse. Con este fin, von Papen visitó Roma en abril de 1933.

En Roma, las principales figuras con las que tenía que entrevistarse eran dos: el Papa Pío XI, y su Secretario de Estado Pacelli. Los dos eran favorables a firmar un concordato, y pensaban que, por pocas que fuesen las ventajas, siempre resultaba conveniente intentar entenderse con los diferentes regímenes, aunque fueran hostiles a la Iglesia, como se había demostrado, por ejemplo, con la República española.

El concordato no requirió largas negociaciones. Básicamente reproducía el contenido de los recientes concordatos con varios «Länder» alemanes, Baviera, Prusia y Baden, que habían sido negociados por el entonces nuncio Pacelli. Sólo hubo un punto controvertido. Pío XI, que tantas esperanzas tenía puestas en las organizaciones confesionales, quería dejar bien atado que conservaban su independencia, especialmente las juveniles. La experiencia italiana le mostraba que ese era un punto de fricción. Al final se llegó a una redacción que satisfacía a las dos partes, y la firma fue pregonada como un éxito por ambas.

No hubo ingenuidad en la negociación del concordato, salvo, quizás, por parte de von Papen. Hitler, desde el primer momento, no actuaba de buena fe. La Iglesia no se hacía ilusiones al respecto, pero consideraba que el concordato serviría de referencia para denunciar los previsibles abusos que cometerían las autoridades, y quizás para mitigarlas. Es difícil calibrar hasta qué punto sirvió para conseguir este último objetivo, pero puede aventurarse que tuvo cierta utilidad. En cuanto al instrumento en sí, no parece en absoluto desacertado su contenido si se tiene en cuenta que ese concordato de 1933 sigue todavía vigente.


3. LA ENCICLICA «MIT BRENNENDER SORGE»

El gobierno empezó a incumplir el concordato desde el primer momento. Y desde el primer momento empezaron a llover las denuncias por parte de los obispos alemanes. Se hostigaba a la Iglesia de diversos modos, sin excluir encarcelamientos de eclesiásticos. Desde Roma se apoyaba a la jerarquía local, y Pacelli envió varios memorandums de protesta a las autoridades alemanas, y el mismo Pío XI aprovechó varias peregrinaciones de alemanes para formular públicamente sus quejas. A partir de 1935, la propaganda nazi lanzó una campaña de desprestigio de la Iglesia católica, con el montaje de varios procesos amañados a eclesiásticos acusados de fraude.

En enero de 1937 llegaban a Roma, con la mayor discreción posible, los principales representantes del episcopado alemán: los cardenales Bertram (el Primado, de Breslau, ciudad actualmente polaca con el nombre de Wroclaw), Faulhaber (Munich) y Schulte (Colonia), y los obispos Preysing (Berlín) y von Galen (Munster). A la vista del acoso que sufría la Iglesia católica alemana, iban con el propósito de solicitar una intervención pontificia que condenara el nazismo. De aquí nacería la encíclica "Mit brennender Sorge", que, contrariamente a lo que se piensa, partió de una iniciativa del episcopado alemán, no de la Santa Sede.

En Roma se entrevistaron con Pío XI y con el cardenal Pacelli. El primero, sin dejar de darles su pleno apoyo, fue algo reservado. Pero Pacelli suscribió la iniciativa sin reservas, y pidió al cardenal Faulhaber un borrador. A los cuatro días lo pasó al Secretario de Estado, y Pacelli, que dominaba el alemán, le dio su forma definitiva. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, calificación de la construcción de una iglesia nacional como apostasía, etc. No faltaban referencias a lo que hoy se denomina «culto a la personalidad»: «Quien quiera que, con sacrílego desconocimiento de las diferencias esenciales entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara levantar a un mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, al nivel de Cristo, más aún, por encima de Él o contra Él, ese merece que se le diga que es un profeta de fantasías, al que se le aplica espantosamente la palabra terrible de la Escritura. El que vive en los cielos se ríe de ellos». Por mucho menos se había dado por personalmente aludido Adolf Hitler. Pero Pío XI no dudó en firmar la encíclica.

Fue una sorpresa general, para fieles, autoridades y policía, la lectura de la encíclica, el domingo día 21 de marzo de 1937, en todos los templos católicos alemanes, que eran más de 11.000. La unanimidad fue absoluta. Y, en toda la breve historia del Tercer Reich, nunca recibió éste en Alemania una contestación que llegara a acercarse a la que se produjo con la "Mit brennender Sorge".

Como era de esperar, al día siguiente el órgano oficial nazi, "Voelkischer Beobachter", publicó una primera réplica a la encíclica. Pero, sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, fue lo suficientemente inteligente y perspicaz como para advertir la fuerza que había tenido esa declaración. Y, con el control total de prensa y radio que ya tenia por esas fechas, decidió que lo más conveniente para el régimen era ignorar completamente la encíclica y las declaraciones de la jerarquía. Sus subordinados cumplieron escrupulosamente sus órdenes. Y, durante una temporada, disminuyeron asimismo los ataques a la Iglesia.


4- LA UNION DE AUSTRIA AL REICH

Un año después, en marzo de 1938, el ejército alemán entraba en Austria, llamado por un canciller que había impuesto Hitler con amenazas. En general, se recibió bien la anexión –el «Anschluss»–, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen que del régimen alemán había dado la activa propaganda nazi. Se convocó un plebiscito, por el que Austria pasaba a ser la «Ostmark», la «marca del Este» del Reich alemán.

Se vivía un clima de euforia. Si para la humillada Austria era la recuperación del orgullo perdido, para más de un eclesiástico era el alejamiento del peligro comunista. Todavía no sabían con quien se habían juntado. Con ese ambiente, cuando Hitler –austríaco de nacimiento– llegó a Viena, se entrevistó con el cardenal Innitzer. Creyendo que era bien acogido, emitió unas directrices en las que pedía que se acogiera la anexión con buena voluntad, e incluía, como se lo había pedido el Führer, el que las organizaciones juveniles se prepararan para incorporarse a las del Reich alemán. Pocos días después encabezaba una declaración del episcopado austríaco en la que se daba la bienvenida y se ensalzaba al nacionalsocialismo alemán. Enseguida vio Innitzer que se habían rebasado los limites de la prudencia, y añadió una nota aclaratoria en la que se decía que todo lo anterior estaba condicionado a que se garantizaran los derechos de Dios y de la iglesia. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda referencia a esta última nota.

Este comportamiento fue muy mal recibido en Roma, máxime cuando incluía esa imprudente declaración sobre las organizaciones juveniles católicas. Innitzer fue inmediatamente llamado a Roma. Allí le esperaba Pacelli, con quien mantuvo una tensa conversación. Como resultado, "L'Osservatore Romano" publicaba el 7 de abril una declaración de Innitzer, que venía a ser una rectificación de lo anterior, en la que reivindicaba los derechos establecidos en el concordato austríaco, la independencia de las organizaciones juveniles católicas y los derechos de los fieles cristianos. Sólo entonces recibía Pío XI al cardenal austríaco; hasta entonces no había querido hacerlo.

La prensa nazi ignoró la rectificación. Y el nuevo gobierno suprimió de un golpe las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y, poco más tarde, hasta la facultad de teología de Innsbruck. El palacio arzobispal de Innitzer fue asaltado y arrasado por las «Hitler-Jugend», las juventudes hitlerianas.

Lo ocurrido en Austria muestra el acierto de los obispos alemanes. La firmeza de estos impidió que los nazis tomaran las medidas de desmantelamiento de la Iglesia católica en Alemania, país en que los católicos eran minoría, mientras que la debilidad y cortedad de miras de los austríacos no pusieron freno a esas medidas en la católica Austria.


5. LA GUERRA MUNDIAL

Con el estallido de la guerra mundial, cambiaran bastantes cosas. Las relaciones de la Iglesia con el Tercer Reich ya no se referirán tan sólo a lo que suceda dentro de las fronteras alemanas, sino a una geografía más amplia y siempre cambiante. A los efectos que nos interesan, lo que importa es únicamente cuando un territorio está bajo la directa dominación alemana, y no si está alineado con el Eje. Italia, por ejemplo, sólo cae bajo dominio alemán cuando es derribado Mussolini en septiembre de 1943, y sólo la parte no ocupada por los aliados; habrá paracaidistas alemanes –y más discretamente, la Gestapo– vigilando los bordes de la Ciudad del Vaticano, pero sólo medio año, pues los norteamericanos entrarán en Roma a principios de junio de 1944. El hecho de que cada vez más países entren en guerra, y lo crítica que se volverá su situación a partir de 1943, hará que el régimen nazi se radicalice: cada vez le importará menos quedar bien ante nadie, ni le quedarán espacios donde poner en juego la diplomacia. Las matanzas de judíos –la «solución final»– comenzaron en la segunda mitad de 1942. En esa situación, los esfuerzos de la Santa Sede se dirigirán más bien a los aliados de Alemania, desde luego menos inhumanos que esta, con la intención de que resistieran la presión de los nazis para realizar deportaciones.

Cada país es una historia, y no hay espacio aquí para detallar qué sucedió en cada uno. Por parte de la Santa Sede, la principal novedad es el fallecimiento de Pío XI poco antes de comenzar la guerra, en febrero de 1939. Pero su sucesor fue el hasta entonces Secretario de Estado, Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. Nombró Secretario de Estado al cardenal Luigi Maglione. En cuanto a Alemania, no hay cambios importantes en la jerarquía. Por su firmeza en denunciar los abusos, que no faltaban, consiguieron que la represión anticatólica no fuera tan fuerte como en otros lugares, aunque hubo detenciones e internamientos en campos de concentración. Por lo demás, al estallar la guerra muchos de los judíos alemanes ya habían emigrado, y los mayores atropellos nazis tuvieron lugar fuera de sus fronteras, donde poco podían hacer los obispos alemanes.


6. POLONIA

Durante la mayor parte de la guerra, la principal preocupación de la Santa Sede era Polonia. Conquistada el primer mes de la guerra, seguiría en manos alemanas hasta el otoño de 1944, casi al final. Tenía todos los ingredientes para convertirse en un infierno: ocupada durante cinco años, país católico, de la raza eslava, despreciada por los nazis y con más de tres millones de judíos, casi diez veces más que Alemania antes del nazismo, y la mayor proporción de Europa –ligeramente superior al 10%–. Y en eso se convirtió.

Se produjo una triple división con la ocupación. La franja oriental la ocuparon los soviéticos, que persiguieron duramente a la Iglesia católica. La parte central pasó a denominarse «Gobierno General de Polonia», bajo control alemán. La franja occidental se anexionó al Reich, que recuperaba así su frontera oriental anterior a la primera guerra mundial, y pasó a ser un distrito conocido como el «Warthegau».

Los alemanes no aceptaron un representante de la Santa Sede para un país que para ellos había dejado de existir, pero a la vez rechazaban sistemáticamente cualquier referencia del nuncio en Berlín, Mons. Orsenigo, a asuntos de Polonia, alegando que sólo se le reconocía competencia para lo que sucediera en el Reich. También, en esta hora amarga, la Iglesia polaca se quedó sin la cabeza que podía darle la cohesión que necesitaba. La invasión sorprendió al cardenal Hlond, arzobispo de Varsovia y primado polaco, de peregrinación en Lourdes, y no pudo moverse de allí hasta acabada la guerra.

Los nazis no sólo querían someter Polonia, sino suprimirla como nación, despojarla de su identidad. Por ello enseguida comenzaron las detenciones de lo que con razón consideraban como una de las principales señas de identidad polacas: la Iglesia católica. Se cerraron seminarios, se detuvieron sacerdotes y seminaristas, incluso varios obispos. Los alemanes intentaron aislar Polonia y que no llegaran al exterior noticias de lo que pasaba. Pero llegaban. Comenzaron a llover protestas de la Santa Sede. Se consiguió poco; principalmente, que los eclesiásticos detenidos fuesen a parar a un mismo lugar. Pero posiblemente esta medida también convenía a los nazis, y el lugar era el nada envidiable campo de concentración de Dachau, donde murieron muchos, a causa de las duras condiciones de vida y también por los «experimentos médicos» –a muchos se les inyectó tifus– que les tuvieron como víctimas.

Podría parecer que las condiciones de vida para la Iglesia en el «Warthegau» iban a ser mejores, pero no fue así. Con la misma excusa para evitar injerencias de la Santa Sede –que el territorio caía fuera del ámbito concordatario–, Hitler aprovechó la situación para hacer una especie de «prueba-piloto» e implantar de golpe lo que pretendía que acabara siendo el régimen de su «Gran Alemania». Para ello nombró un «Gauleiter» con poderes especiales. Pronto se vio que incluían la detención masiva de eclesiásticos, tanto de habla polaca como alemana. Buena parte de los clérigos alemanes que fueron a parar a Dachau provenían de esta provincia. Con la experiencia del Warthegau se comprenden perfectamente las verdaderas intenciones de Hitler, y lo que hubiera sucedido en el resto de Alemania si la jerarquía eclesiástica no hubiera dado un ejemplo de cohesión y firmeza.


7. EL DILEMA DE LA SANTA SEDE

En una guerra se pueden disimular acciones aisladas y ocultar en el anonimato nombres propios, pero no se pueden esconder por mucho tiempo atrocidades como las cometidas por los nazis en Europa a quienes tienen medios para hacerse informar. Ahora están apareciendo pruebas documentales de algo que por lo demás es de sentido común: que los gobiernos aliados estaban perfectamente al tanto del exterminio programado de judíos. Si no lo denunciaron públicamente es porque nadie quería recibir una oleada de refugiados judíos. Probablemente sabían también que los nazis, antes de decidir la «solución final», habían considerado otras posibles alternativas que incluían el destierro forzoso. La Santa Sede tenía cauces de información distintos, pero los tenía y, aunque se le pudieran escapar datos como para tener el cuadro completo, lo cierto es que estaba muy al tanto de los atropellos nazis. ¿Debió formular condenas públicas y explícitas?

En primer lugar, no puede perderse de vista lo delicado de la situación. A diferencia de otros gobiernos, la Santa Sede no hablaba «desde fuera»: estaba en juego la supervivencia misma de la Iglesia en muchos países. Y, en los primeros años de la guerra, parecía claro que había medidas que podían resultar contraproducentes, pues podían conducir a que los entonces victoriosos nazis radicalizaran más aún sus posturas. El nuncio en Berlín, Orsenigo, ya había oído de algunos funcionarios que interceder por una persona sólo servía para que empeorara su situación. Y pudo comprobarse que era verdad: cuando la jerarquía católica de Amsterdam se quejó públicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, la respuesta alemana fue limpiar Amsterdam de judíos, enviados a los campos de concentración. Además, la praxis diplomática de la Santa Sede tenía como norma evitar, en tiempo de guerra, hacer manifiestos que pudieran aprovecharse por la propaganda de alguno de los beligerantes y situar a la Iglesia como parcial. La principal razón es que generaba desunión entre los católicos, y en particular de los de la parte «perjudicada», con la Santa Sede. Por ello, de entrada se prefirió la protesta, que fue todo lo intensa que se pudo. El mismo Pío XII, al recibir al ministro alemán de Asuntos Exteriores von Ribbentrop en 1941, le formuló una lista detallada de quejas durante dos días (Ribbentrop, que hizo la visita con fines propagandísticos, declaró que su resultado era «satisfactorio», pero no fue así. Cuando se produjo la invasión de la URSS, Alemania quiso que el Vaticano la denominase «cruzada contra el bolchevismo», y la contestación vaticana, con su negativa, era otra lista de agravios, que se añadió a la que acababa de formular el episcopado alemán tras su reunión de Fulda.

A la vez, la Santa Sede consideraba la posibilidad de formular una condena pública. Al principio, decidió amagar. Hizo saber a las autoridades nazis, a través del embajador von Weizsacker, que si seguían produciéndose los abusos no le quedaría otro remedio que formular un manifiesto de condena. Por un tiempo, por desgracia breve, pareció surtir efecto. Más adelante, ya no le importaba a Alemania, y en el Vaticano se llegó a la conclusión de que no serviría para nada.

En el último periodo de la guerra los esfuerzos de la Iglesia fueron encaminados a intentar salvar personas, e influir ante los satélites de Hitler para que impidieran a las SS alemanas tener mano libre en su territorio. Se consideraba lo más práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo; se salvaron así muchos miles de hebreos –no se puede dar una cifra exacta, pero esta debería tener seis dígitos–, aunque, en comparación con el total exterminado, los resultados fueran más bien exiguos: no se podía hacer otra cosa. Se pudieron conseguir resultados en Italia, donde muchos judíos se salvaron por la protección de eclesiásticos –en Roma, Pío XII participaba personalmente en esta labor– y otros fieles católicos, y en menor medida en Francia y Bélgica. También en Rumanía, gracias a que entre la caída de Antonescu –que puso el país en manos alemanas– y la entrada de los rusos medió poco tiempo; pero en ese poco tiempo pudieron hacer más estragos si no fuera por las gestiones, entre otros, de Mons. Roncalli, futuro Juan XXII y entonces delegado apostólico en Turquía. Por fortuna para muchos judíos rumanos, su país, a diferencia de otros, tenía una vía de escape: el mar Negro.


8. CASOS TRAGICOS

Como ya se ha señalado, cada país tuvo sus peculiares circunstancias y su historia. Es bastante ilustrativo lo sucedido en tres de ellos, con algunas características comunes: los tres eran de mayoría católica, en los tres parecía que podía evitarse la catástrofe, pero al final los tres casos acabaron en tragedia.

El primer caso era el de Croacia. Antes de la guerra formaba parte de Yugoslavia. Los recientes acontecimientos han puesto de manifiesto que la antigua Yugoslavia (la «Eslavia del sur») era un país complejo y problemático. Lo ha sido desde su nacimiento, pues no nació bien: fue una idea de Clemenceau en Versalles aglutinar varios territorios en ese nuevo Estado, juntando a Serbia con la Croacia y Eslovenia que habían pertenecido al imperio austrohúngaro, y con algunas zonas más. En resumen: era un país bastante artificial, y con nacionalismos latentes que estallarían en la guerra. Alemania la ocupo en primavera de 1941, y se retiró a finales de 1944, con sus tropas muy hostigadas por los guerrilleros de Tito, comunistas armados por los ingleses y no por los rusos. Junto a la ocupación alemana, hubo un sector italiano al noroeste, hasta el armisticio italiano de 1943.

Los alemanes se aprovecharon enseguida del nacionalismo croata para crear un Estado títere en Croacia, con un filonazi –Pavelic– como presidente, que incluso envió tropas al frente ruso para luchar con los alemanes. Pero los problemas que pronto empezaron a surgir venían sobre todo de las milicias que quedaron en Croacia: los «ustachis». Fanáticos y violentos, comenzaron a hostigar a serbios y judíos. Como, al menos en teoría, los ustachis eran católicos, la comunidad judía apeló a la Santa Sede, y ésta, que ya estaba recibiendo informes de obispos y noticias de sus quejas, reaccionó. Consiguió garantías en la zona italiana, y envió en el verano de 1941 un delegado apostólico a Zagreb, el abad benedictino Marcone. Este encontró que buena parte de los judíos habían sido concentrados en campos, pero sus gestiones eran respondidas con evasivas; sólo a principios de 1942 pudo su secretario y el del arzobispo de Zagreb visitar algunos de los campos.

A pesar de todo, el catolicismo del país se notaba, y no todos eran fanáticos pronazis. Marcone entabló cierta amistad con el jefe de la policía croata. A través de él pudo saber en el verano de 1942 que los alemanes habían pedido la deportación de todos los judíos a Alemania. Informó inmediatamente a la Santa Sede, pidiendo que se hiciera algo. Pero ese «algo» tenía que consistir principalmente en las gestiones del propio Marcone. Y las realizó repetidamente, sobre todo ante Pavelic, que no quiso hacerle caso. El jefe de la policía procuró retrasarlo, pero en noviembre cambió, y el nuevo era un viejo funcionario que tenía miedo de hacer nada al respecto. En mayo de 1943 Himmler visita Zagreb para ultimar la operación. Marcone y el arzobispo de Zagreb, Stepinac, intentaron hacer gestiones para parar la deportación judía. Fue en vano. Con todo, el esfuerzo de Marcone no había pasado inadvertido a la comunidad hebrea, cuyo gran rabino de Zagreb ya le había llamado varias veces para darle las gracias.

Otro caso particularmente doloroso es el de Hungría. Nación de mayoría católica, contaba con una numerosa población judía, superior al medio millón si se incluían los huidos de otros países. Gobernaba el dictador Horthy, que no era católico, bajo el cual el país se había incorporado al Eje y luchado al lado de Alemania. Había hecho aprobar algunas leyes que discriminaban a los judíos, pero nunca quiso ir más allá, y se negó a cualquier deportación a territorio bajo control alemán. La Santa Sede, a través sobre todo del nuncio Rotta, estaba ejerciendo una eficaz mediación para su salvaguardia. Pero en marzo de 1944 el ejército alemán entró en Hungría. Comenzaron las deportaciones con destino a Auschwitz. En julio, Horthy recupera el control y se interrumpen. Pero en octubre los alemanes le arrestan, y colocan en su lugar a extremistas fanáticos –los «cruces de flechas»–, y es entonces cuando las deportaciones cobran mayor intensidad, hasta principios de 1945, cuando el país cae en manos rusas. Era un afán diabólico. Con la guerra claramente perdida, muchos trenes que se necesitaban para el esfuerzo bélico se dedicaron a transportar hacia la muerte a decenas de miles de judíos. Pío XII había enviado en agosto de 1944 un telegrama a Horthy, que fue bien recibido, pero cuando se le apartó del poder no se pudo hacer nada. Los «cruces de flechas» no escuchaban a la Iglesia; con ellos, antes que con los comunistas, conoció la cárcel el futuro cardenal Mindszenty, que ya era obispo por estas fechas.

El tercer caso es el de Eslovaquia. A raíz de la ocupación alemana de Bohemia y Moravia –la actual Chequia–, Eslovaquia se independizó, aunque sin dejar de ser un satélite de Alemania. Gobernaba el país –de mayoría católica– un partido filonazi cuya cabeza era el primer ministro, Bela Tuka. Pero el presidente de la República era un sacerdote católico, Josef Tiso. Tiso constituye un buen ejemplo de a dónde puede conducir un nacionalismo aparentemente inofensivo. Era un claro ejemplo de nacionalismo, y políticamente era de derechas y de cierta tendencia antisemita, pero no era de ideología nazi, y menos aún un asesino. Política y personalmente débil, dejaba hacer a Tuka y su partido, que se iba radicalizando conforme avanzaba la guerra. En 1942 empezaron las deportaciones de judíos –había unos 80.000 en Eslovaquia–, y la Santa Sede, que ya veía con desagrado la posición de Tiso, pidió a su encargado de negocios (siguiendo la tradición, no había representación diplomática plena en un país que nace en una guerra mientras esta no acabase), Mons. Burzio, que formulara las protestas pertinentes, a las que se sumaba el Secretario de Estado Maglione, que recibió al ministro eslovaco Sidor. Además, la Santa Sede pidió a Burzio que apelara a la conciencia sacerdotal de Tiso. Este intentó suavizar la realización de las medidas y concedió los indultos que pudo... pero nada más. Le frenaba el miedo a los alemanes, y a que estos acabaran con el Estado eslovaco. El gobierno eslovaco respondió al Vaticano dando unas garantías insuficientes y con ambigüedad. Con todo, en 1943 hubo pocas deportaciones, y la situación se calmó. Pero en 1944 cambiaron las cosas. En verano hubo una sublevación, y para sofocarla entraron tropas alemanas en Eslovaquia. Y, con ellas, se reanudaron las deportaciones en masa. Tiso quiso oponerse, pero apenas consiguió retrasarlas unos días. Burzio pidió a la Santa Sede una intervención, y Mons. Tardini envió a Tiso un telegrama en nombre de Pío XII, que el Papa había revisado personalmente. Pedía, en nombre del Santo Padre, «que ajustara sus sentimientos y sus decisiones a las exigencias de su dignidad y de su condición sacerdotal». La verdad es que a esas alturas poco podía hacer Tiso, pero también es cierto que él no estuvo a la altura: en su contestación –fechada el 8 de noviembre–, aparte de inculpar veladamente a los alemanes, intentó minimizar la gravedad de lo que sucedía, dio a entender que las deportaciones tenían como destino las fábricas alemanas, e incluso se deslizaba alguna expresión antisemita. La Santa Sede no respondió, y quedó con el consuelo de saber que buena parte de los judíos que se habían salvado lo habían hecho gracias al refugio que encontraron en instituciones católicas, donde se les escondía arriesgando la vida –y en más de un caso perdiéndola–, como en tantos lugares de Europa. En cuanto a Tiso, tampoco parecía procedente iniciar un expediente penal canónico: para cuando se hubiera fallado, ya estaría en manos rusas. Así ocurrió, y fue fusilado en 1947


9. FINAL

Poco después, en mayo de 1945, acababa la pesadilla de la guerra en Europa. No duraría mucho el alivio de la Santa Sede, que no tardaría en ver nacer la pesadilla comunista en el Este europeo. La Iglesia intentó desde el primer momento frenar la avalancha neopagana y racista nazi. No pudo conseguir demasiado, salvo en algunos sitios como Francia e Italia, pero igualmente cierto es que lo intentó con todos los medios a su alcance y que, cuando terminó la contienda, entre los pocos a quienes podían manifestar su agradecimiento las organizaciones judías figuraban la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia católica, empezando por Pío XII.