CAPÍTULO IX

LA REFORMA DE “LOS CUADROS INTERMEDIOS”

Después de Jedin la distinción entre Reforma católica y Contrarreforma ha hecho escuela. Muchos autores distinguieron entre “acciones de reforma” y  “acciones impregnadas por el espíritu contrarreformista”. La Inquisición, la teología controversista, la acción política y militar, una cierta acentuación de la piedad popular... son alineadas en la columna de las acciones contrarreformistas. La renovación del clero, los seminarios, los clérigos regulares, la acción apostólica —predicación, misiones—, los colegios, la renovación de la teología... son, en cambio, considerados como actos “reformistas”; malos los primeros, buenos los segundos.

Sin embargo este plantemiento no convence. Equivaldría a decir que acciones operadas por la misma persona son, unas veces, de un signo y, otras, del signo contrario. En vez de privilegiar la coherencia de la persona, se busca la coherencia con ideas abstractas.

En este capítulo afrontaremos la renovación de “los cuadros intermedios”. Después de haber visto la renovación en acto en el interior del laicado, veremos este mismo movimiento de novedad en el interior de los religiosos y del clero secular.

I. El mundo franciscano

1. Bula Ite vos

La reforma de los religiosos estaba en acto. Se piense en el capítulo de las Observancias. Pero no era algo general, por lo que los no reformados eran, de hecho, una masa amorfa. La razón de esto es múltiple...

-Los observantes no querían juntarse con los conventuales para no caer en la relajación.

-Los superiores generales entendieron que reformar conllevaba un precio demasiado elevado en pérdida de popularidad y de autoridad —quien no quiere ser reformado se rebela—. Preferían gobernar un cuerpo inerte antes que perder reputación y arriesgar divisiones.

-Existían obstáculos que frenaban la renovación: el sistema de las encomiendas, así como la desenvoltura con que algunos dicasterios daban dispensas.

En el interior de los franciscanos el ministro general de la orden, Egidio Delfini, había intentado establecer la unidad, promulgando unas constituciones, los Statuta Alexandrina (1501). Observantes y conventuales fueron contrarios: los primeros las consideraron demasiado mitigadas; los segundos demasiado conciliantes. Tampoco Julio II tuvo éxito en el intento de reunificar a los franciscanos, por lo que León X hizo una bula “de unión” —más bien “de separación”—, la Ite vos (1517), donde se divide definitivamente la orden franciscana: Observantes —Ordo Fratrum Minorum Regularis Observantiae—, con familias reformadas menores, como los Amadeos, los Coletanos, los Descalzos de Juan de Puebla; y Conventuales —Ordo Fratrum Minorum Conventualium—.

2. Los capuchinos

Después de las luchas surgidas por la emanación de la Ite vos, los Observantes no admitían ser superados en ardor reformista por pequeños grupos. Eran tendentes a frenar las múltiples iniciativas que surgían, entre ellas una que tuvo lugar en la Marca Anconitana.

El fraile observante Matteo da Bascio (1495-1552) anhelaba el retorno radical y genuino a la regla franciscana. A él se adhirieron, en un primer grupo, dos hermanos: Ludovico y Raffaele da Fossombrone. Querían observar la regla franciscana sin interpretaciones, exenciones, privilegios, en una dimensión eremítica que contemplaba también la predicación itinerante. Gracias a la protección de Caterina de Cibo, duquesa de Camerino y sobrina de Clemente VII, y a la posibilidad de refugiarse junto a los conventuales, obtienen la aprobación pontificia —Religiosus zelus, 3 de junio de 1528—. Así nacía la orden de los Capuchinos. En 1529 se promulgaron las constituciones, dichas “de Albacina”, mientras el vicario Ludovico da Fossombrone consolidó la comunión y organizó su expansión[1].

En 1536 el capítulo general elaboró nuevas constituciones, en las que se afirmaba que los Capuchinos querían observar la regla de san Francisco a la letra y sin interpretaciones que la mitigasen, según el testamento del fundador y su misma vida. En los conventos debía reinar un clima de oración, penitencia y contemplación. La pobreza era requerida de modo exigente, aunque no era fin en sí misma; en los tiempos de carestía y de peste, la pobreza era prueba concreta de solidaridad con los pobres y los enfermos —para el tiempo de contagio se imponía un servicio heroico—. La oración se inspiraba en la tradición franciscana, aunque enriquecida por elementos de la Devotio moderna. El apostolado debía tener lugar, sobre todo, a través de la predicación. Los contenidos de la predicación debían ir a lo esencial del anuncio y no hacer alarde de erudición. Para prepararse a ella se debían promover los estudios “santos y devotos”.

Una terrible crisis atravesó la orden cuando Bernardino Ochino, su vicario general, abandonó la orden y cayó en herejía. Se alzaron voces que pedían la supresión de la orden. Pero la crisis fue superada y se expandió aún más, siendo acogidos, por todas partes, con gran simpatía. En 1625 había 42 provincias con 1.260 conventos y cerca de 17.000 miembros. Gracias a su predicación y a la generosidad que manifestaron en epidemias y desventuras, los capuchinos se hicieron una de las fuerzas de arrastre de la Iglesia postridentina. Al primer plano de su actividad vinieron las misiones al pueblo, los ejercicios, la predicación junto a las cortes, en las ciudades y en los campos, sin distinción.

3. Las capuchinas

La fundadora del primer monasterio fue María Lorenza Longo (1462-1542). Quedó viuda y fundó en San Nicolás al Molo, en Nápoles, un hospital de los Incurables (1518-1519). En 1530 fue arrebatada por el ideal de reforma de los capuchinos, que ella protegió junto a Carlos V y Pablo III. Con el consejo de Cayetano de Thiene fundó un monasterio de terciarias franciscanas, dicho de Santa María en Jerusalén, donde en 1535 se encerró con 12 compañeras. En la bula de fundación, Pablo III la constituía como abadesa vitalicia. En 1538 san Cayetano renuncia a la dirección espiritual del monasterio y Longo obtiene que el monasterio fuese puesto bajo la jurisdicción y dirección espiritual de los capuchinos.

Las capuchinas adquieren un tipo de vida que las tiene escondidas como en una tumba; visten ásperas lanas, caminan con los pies desnudos, ayunan continuamente con abstinencia de carne; se levantan de madrugada. Al final del siglo XVIII tenían 200 monasterios, de los cuales 89 eran italianos, con 2.500 religiosas[2].

II. Los clérigos regulares

1. Vista panorámica

Entre 1524 y 1617 salieron a la luz nuevas fuerzas para la renovación de la Iglesia: los clérigos regulares. El nombre viene de muy antiguo. Se define así a aquellos grupos de clérigos y laicos que viven la vida común sobre la base de unas constituciones, de los tres votos, del “cuarto voto”... para un objetivo apostólico. El nombre se da por primera vez a los teatinos, teniendo en cuenta que ellos no intentaban instituir una nueva orden religiosa —dada la prohibición de fundar nuevas órdenes religosas por parte del concilio Laterano IV, c. 13—. Las fuentes de las normas de vida serían el Evangelio, la “vida apostólica” de los Doce con Cristo, la primitiva comunidad de Jerusalén y la tradición viva de la Iglesia.

Los primeros fueron, por tanto, los Clérigos regulares o teatinos (1524), fundados en Roma por san Cayetano Thiene y por Giampietro Carafa —futuro Pablo IV—. Siguieron los Clérigos regulares de San Pablo —bernabitas—, fundados en Milán por san Antonio M. Zaccaria en 1530; la Compañía de Jesús de san Ignacio de Loyola, que tuvo los inicios en París en 1534 y que fue aprobada como orden religiosa por Pablo III en 1540. Contemporáneamente nacieron los Clérigos regulares de Somasca —somascos—, fundados en Venecia por san Jerónimo Emiliani o Miani, y la Compañía de los siervos de los pobres, en 1534.

Después de Trento fueron fundados en Roma, en 1582, los camilos, o Clérigos regulares Ministros de los enfermos, por san Camilo de Lellis; los caraciolis, o Clérigos regulares Menores, cuya fundación se debe a Juan A. Adorno y san Francisco Caracciolo (1588), los Clérigos regulares de la Madre de Dios, fundados en Lucca por san Juan Leonardi (1574). La última fundación en este período es la de los Clérigos pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías —escolapios o piaristas—, fundados en Roma por san José de Calasanz (1617).

2. Características

En la historia de la Iglesia no se puede hablar nunca de un inicio absoluto o de una novedad completa. Así, las primeras de estas órdenes tenían elementos típicos de la tradición monástica, como los teatinos y bernabitas, que conservaron el rezo del oficio coral, algunas prácticas penitenciales y usos conventuales —como la clausura—. Mérito de san Ignacio fue el de separar a los jesuitas de todas las observancias monásticas, incluso del oficio coral.

Los elementos peculiares son...

-No tienen una regla, sino unas constituciones.

-La forma de gobierno es más centralizada, dúctil y dinámica. Podrán regir parroquias, especializar a los hermanos, salir de una parte a otra gracias a este gobierno central.

-El lugar de la comunidad no se llama monasterio o convento, sino casa.

-El hábito es el habitual de los sacerdotes.

-El oficio coral no se celebra de manera solemne. Los libros litúrgicos eran los de la liturgia Romana.

-Diferían de los monjes por no tener la tendencia a la soledad y a la contemplación.

-Diferían de los mendicantes en cuanto a la pobreza. Los ministerios sacerdotales —teatinos y jesuitas— y de enseñanza —jesuitas y escolapios— debían ser gratuitos. Por tanto, necesariamente debían tener “rentas” para mantener a los hermanos en las obras.

-El objetivo apostólico se hace fundamental. Son comunidades en diaconía que se dedican a la cura pastoral —predicación, misiones—, a la instrucción —colegios, seminarios— y a los enfermos.

-Emiten un “cuarto voto” que es de “garantía” —renuncia a prebendas— o especial —que especifica el fin, como el voto de asistir a los enfermos en tiempo de contagio (camilos), el de la educación de la juventud (escolapios), o el de una obediencia particular al Papa acerca de las misiones (jesuitas)—.

-Su espiritualidad es sacerdotal y apostólica, muy activa, ascética más que mística.

3. Teatinos

En su origen, además de san Cayetano Thiene y Giampietro Carafa, estuvieron Bonifacio De’Colli y Paolo Consiglieri. La comunidad nace en el seno del oratorio romano del Divino Amor, persuadidos de que la reforma debía nacer en ellos mismos, con la conversión de su vida, el ejercicio de las obras de caridad y de apostolado, y con una oportuna adaptación a las exigencias de los tiempos. El primer paso que dieron fue la renuncia a beneficios y prebendas[3] para vivir apostólicamente del altar y del evangelio; es decir con lo proveniente del ministerio y de las ofrendas hechas espontáneamente por los fieles —no colectadas—. Después del Sacco di Roma se refugian en Venecia. En 1530 fueron llamados a ocuparse de la herejía; también se ocuparon de la reforma de la liturgia romana.

Se señalaron por un ritmo de vida intenso[4]. En el centro de su espiritualidad estaba la práctica de la oración mental. Además de los días prescritos, también se ayunaba en Adviento y los viernes de todo el año. La comida estaba acompañada de la lectura de la Biblia o de los Santos Padres. A la oración unían el estudio[5].

En 1536 Carafa llega a Roma para ocuparse del Consilium de emendanda Ecclesia. El futuro Pablo IV dejaba de tener parte en el gobierno de la orden para ser san Cayetano quien adquiriese todo el protagonismo.

4. Bernabitas

Su origen es debido al encuentro en Milán entre médico cremonés san Antonio M. Zaccaria, el abogado Bartolomeo Ferrari y el noble Giacomo Antonio Mirigia. Habían frecuentado el oratorio de la Eterna Sabiduría y experimentaron la fascinación por el dominico fray Battista de Crema, director espiritual de Zaccaria, de san Cayetano de Thiene y de la noble Ludovica Torelli, condesa de Guastalla. Puesto que en 1545 los “hijos de Pablo” comenzaron a regir la iglesia de San Bernabé de Milán, fueron llamados “bernabitas”. Muerto el fundador en 1539, la comunidad tuvo serias dificultades: no tenía una fisonomía jurídica, ni una organización; estaba expuesta a intervenciones letales, como la expulsión de Venecia (1551), la condena de los libros de fray Bautista y la visita apostólica de 1552. Fue entonces cuando se redactaron las constituciones, en cuya redacción definitiva participó san Carlos Borromeo.

El estilo de vida barnabita tiene como fundamento los votos. El papel de la obediencia está muy acentuado —«quae huius Instituti caput est»—, así como también el de la pobreza. No debían ambicionar cargos ni prevendas eclesiásticas. Tenían un continuo reclamo en san Pablo, venerado por ellos como patrón, modelo y maestro. La fisonomía espiritual de la orden viene enunciada en las constituciones por estos tres puntos: renuncia al mundo; consagración total a Dios; celo por la salvación de las almas.

Podemos resaltar algunos caracteres: imitación y predicación de Cristo crucificado; adoración de la Eucaristía en las Cuarenta Horas y difusión de la comunión frecuente; devoción mariana; dirección espiritual; misiones; un acentuado carácter de amabilidad y señorío; una ascesis de tipo moderado y discreto; una actividad apostólica que da preferencia al púlpito y al confesonario.

Merecen ser resaltados dos aspectos colaterales: por una parte, san Antonio M. Zaccaria, con la ayuda de la condesa Ludovica Torelli, fundó las Angélicas (1530), religiosas que seguían la regla de san Agustín, y cuyo objetivo era vivir la caridad, la pureza del corazón, la humildad “más baja” y la vida apostólica. Para esto debían ser enviadas al mundo con los bernabitas para la reforma de los conventos y para las misiones populares. Julio III, en 1552, promovió una visita apostólica con la competencia de corregir algunos abusos, como la promiscuidad en el monasterio de san Pablo, la participación de las religiosas en el capítulo y en el gobierno de los padres, así como en sus actos públicos, y, después, el título concedido a la angélica Paola Antonia Negri (+1555) de “divina madre”. Se las impuso la clausura. Torelli dejó la orden y fundó el Colegio de la Guastalla.

Igualmente innovadora fue la familia de los “matrimonios de san Pablo”, la cual intentaba implicar personas casadas en una propuesta de vida en sintonía con los bernabitas y las angélicas.

5. Somascos

La Compañía de los siervos de los pobres surge en 1534 por la obra de un gentilhombre veneciano llamado Jerónimo Emiliani. Se convirtió y experimentó la influencia de Cayetano de Thiene y de Giampietro Carafa. Se dedicó desde el principio a la asistencia de los incurables, de las viudas y de las mujeres descarriadas, y, después, al cuidado de los niños huérfanos y abandonados, que recogió en orfanatos, donde eran educados y aprendía un oficio. Emiliani se sirvió de la colaboración de sacerdotes y de laicos. La gran novedad consiste en el hecho de que se organizaron, por primera vez, los orfanatos.

Jerónimo Emiliani no redactó regla de la Compañía, sino dejó tan sólo algunas líneas para responder a necesidades contingentes, en las cartas —que contenían exhortaciones espirituales y normas pedagógicas— y en el ejemplo de su caridad.

Los somascos se dividieron en dos clases: los sacerdotes o hermanos de votos solemnes, y los “agregados al hábito”, sólo con votos privados.

III. San Ignacio y los jesuitas

San Ignacio estuvo profundamente influenciado por el ambiente de la renovación pretridentina de la Península Ibérica, si bien tuvo una visión muy universal. En esto ayudaron varias cosas:

-Su cultura universitaria: entendió que el problema no era sólo de tipo ascético y místico, sino también cultural. No bastaba un retorno a un ascetismo más austero, sino se debía responder a las preguntas de sentido de su tiempo.

-Fue “español” y “convertido”: unió en sí estos dos elementos. Por una parte estaba la fuerza de la Reconquista y, por otra, el impulso de quien ha descubierto personalmente la verdad y la quiere anunciar.

-Llega a Roma, donde su Compañía podrá respirar la eclesialidad y la universalidad a pleno pulmón.

Sus años de estudio en París (1528-1535) fueron esenciales para su formación y para el descubrimiento de su carisma. En París vio una ciudad dividida por las tendencias erasmianas —que pretendían restaurar un cristianismo más simplificado, más vital que doctrinal—, las tendencias de evangelismo de J. Lefèvre d’Etaples y del grupo de Meaux —favorecedores de un cristianismo reducido a un indistinto biblicismo y protorreformismo—. En París, contemplando este panorama, escribe las Reglas para sentir con la Iglesia, a fin de reforzar la obediencia de fe a la «verdadera Esposa de Cristo, nuestro Señor».

Durante sus estudios universitarios tuvo la oportunidad de reunir en torno a sí un grupo de jóvenes, así como proponerles sus Ejercicios Espirituales. Francisco Javier, Favro, Salmerón, Bobadilla, Rodríguez, Laínez... se reunieron con él y el 15 de agosto de 1534, en Montmatre, hicieron voto de pobreza, castidad y de dedicar la propia existencia a la predicación en medio de los infieles, posiblemente en Palestina o dondequiera que el Romano Pontífice quisiera. Ordenado sacerdote en Roma (1538) tuvo una experiencia mística en la Storta, en la que Cristo le confirmaba que en Roma le sería propicio. En 1539 redacta la Formula Instituti, que constituyó el primer esquema de la naciente Compañía de Jesús, la cual sería aprobada por Julio III con la bula Regimini militantis Ecclesiae, en 1540. Ignacio muere en Roma el 31 de julio de 1556. Beatificado en 1609, sería canonizado en 1622.

1. La Compañía de Jesús

Objetivo de la Compañía es la defensa y la propagación de la fe, así como el apostolado entre los infieles con la actividad pastoral y la caridad. A diferencia de las órdenes antiguas y medievales —que ponían el acento en la “perfección”—, en la Compañía el epicentro gravita sobre la “diaconía”, sin especificar ninguna obra, donde se haga explícita la misión apostólica expresada por el cuarto voto.

El servicio de Dios no es un servicio de corte, sino de guerra, es decir, «combatir bajo el estandarte de la cruz». Tres son las características que derivan de esto: la movilidad, la centralización y la adaptabilidad. La centralización está asegurada por el vínculo especial con el Papa, con los nombramientos de todos los cargos por parte del General. La movilidad induce al abandono de trabas, como el coro, el hábito religioso, la liturgia en el canto, las austeridades establecidas por regla..., para dejar más tiempo y energías al servicio de las almas. La adaptabilidad fue una cualidad exigida por el hecho de que los jesuitas debían injertarse en los más variados ambientes y culturas —inculturación—.

San Ignacio introdujo dos años de noviciado —para evitar algunos inconvenientes encontrados en los religiosos de su tiempo—: después de ellos, el religioso no era admitido a la profesión solemne, sino sólo a la simple hasta la perpetua. Después de la ordenación sacerdotal y el “tercer año de probación” se emitían “los últimos votos”, solemnes o simples.

Por cuanto concierne a la pobreza, desde los inicios hasta la supresión, se tuvo un doble régimen: las casas profesas no tenían rentas fijas, y vivían de limosnas; las casas de formación —colegios y universidades—, en cambio, eran “fundaciones”, es decir, dotadas de “fondos”, y entonces mantenían gratuitamente a los alumnos con las rentas. Después de la reconstitución de la Compañía, las cosas cambiaron, en cuanto que, a falta de fundaciones, no fue ya posible la gratuidad.

Resulta, pues, una estructura original. La orden se compone de tres tipos de religiosos: los profesos de cuatro votos solemnes —emiten los tres votos tradicionales más el cuarto al papa “acerca de las misiones”—; los “coadjutores espirituales” con tres votos simples —eran sacerdotes admitidos al ministerio y a la enseñanza—; y “coadjutores temporales” —hermanos laicos, también ellos con tres votos simples—.

Sin embargo, no estuvieron exentos de dificultades. Algunos padres, como san Francisco de Borja, querían acentuar la parte penitencial. Pablo IV impuso el coro y el uso de la capucha, no paraciéndole bastante respetuoso hacia la tradición religiosa de la Iglesia una comunidad tan libre de elementos probados por la historia. Hacia el fin del siglo XVI algunos jesuitas españoles pretendieron eliminar el generalato vitalicio. No obstante todo esto, la Compañía se reforzó y vino a ser uno de los puntales de la renaciente Iglesia renovada.

El apostolado de los jesuitas fue de evangelización —con las misiones internas y ad gentes, con la predicación en los países católicos, mas también, y sobre todo, en aquéllos influenciados por el protestantismo— y de caridad —sobre todo a través de la formación de los pobres en las escuelas gratuitas, de las clases más influyentes en los “colegios”, del clero en los seminarios y en las universidades, y de los príncipes con los confesores de corte—.

Instrumentos muy eficaces de carácter formativo fueron los Ejercicios Espirituales, que muy pronto se hicieron “internos” —con el padre Huby— y los colegios. A la muerte del fundador los colegios crecieron enormemente. La enseñanza fue regulada por la Ratio studiorum (1598), que sería el modelo de la educación superior europea por diversos siglos. La base era humanística, mas se daba amplio espacio a la filosofía, a la física y a las matemáticas. Los jesuitas constituyeron una extensa red de colegios, trabajaron para la recuperación de la Iglesia en los países conquistados por la Reforma —Canisio— y, con los Ejercicios, colaboraron válidamente en la interiorización de la reforma católica.

IV. Las ursulinas

Desde principios del siglo XVI se dio una revolución importante en el papel de la mujer en la Iglesia. El ideal para la mujer, hasta entonces, venía dado por el dilema: o claustro o matrimonio; o casada o monja. En los albores de la Edad Moderna el monasterio formaba parte de las estructuras sociales, en cuanto permitía a las familias nobles colocar aquellas hijas a las que no habían podido asegurar un matrimonio conveniente.

Entre finales del siglo XV y la primera mitad del siglo XVI, mientras se afirmaban algunas formas de emancipación femeninas, se tuvo la interesante experiencia de santa Ángela Merici (1474-1540). Ella, visitando a los incurables, se dio cuenta de la presencia de muchas muchachas solteras que quedaban en casa. Entonces fundó en Brescia (1535) la Compañía de Santa Úrsula, compuesta por mujeres sin votos, sin uniforme, sin vínculos de vida común y sin las ínfimas prescripciones que la seguían. Viviendo en las propias familias y del trabajo propio, eran llamadas a ser signo de separación «desde las tinieblas de este mundo».

Elemento central y caracterizante no eran las formas o las modalidades de la pobreza o de la obediencia, sino la virginidad, que rendían a las ursulinas «verdaderas y castas esposas del Altísimo». La disciplina debía ser dulce y humana. La pedagogía religiosa no debía ser impuesta sobre contricciones, sino sobre el amor. Para la santa, la obediencia se dirige a Dios y comporta la sumisión a los mandamientos, a los preceptos de la Iglesia, a las órdenes de los superiores, hasta las inspiraciones interiores del Espíritu. Un concepto éste que, en el ámbito contrarreformista, sería poco después abandonado[6]. También para la pobreza cambiaba la perspectiva: más que la renuncia a la propiedad, la santa ponía la exigencia en alcanzar el propio sostenimiento no de rentas, sino del trabajo.

Las vicisitudes sucesivas de las ursulinas nos permiten observar cómo en sus enfrentamientos se desencadenó una doble oposición: por una parte la nobleza bresciana y por otra los ambientes más radicales de la Contrarreforma. Los primeros veían en peligro el inmobilismo de la estructura social; los segundos se esforzaron en poner las ursulinas bajo el control eclesiástico y de reducirlas a clausura. Los tiempos no estaban aún maduros para una plena promoción de la mujer en la Iglesia.