CAPÍTULO XXX

LA HERENCIA DE ROMA (431-476)


I. El cuadro histórico


Las dos partes del Imperio se volvieron ya rápidamente hacia el destino diverso que la historia les había reservado en los siglos futuros: en Occidente se precipitó el proceso de disgregación, el cual puede decirse completamente acabado en el 476 cuando desaparece hasta la sombra que había quedado del Imperio en Italia con Rómulo Augústulo —depuesto por Odoacro—. En Oriente se prolongó el dominio de Constantinopla, que llegó a defenderse de las amenazas persas y mongólicas.


Se sentaron sobre el trono —hasta la mitad del siglo— dos primos, ambos nietos del gran Teodosio: Valentiniano III (424-455) en la corte, ahora ya sin decoro, de Rávena; Teodosio II (408-450) en la corte dorada de Constantinopla. Y en la una y en la otra fueron emperatrices dos mujeres: en la primera Gala Placidia, a partir del momento en el que su hijo, de apenas cinco años, se había vestido la púrpura después de la muerte de su padre Constancio III; en la segunda, Pulqueria, que asume el deber de educar y, después, “aconsejar” al hermano, que a la edad de siete años había sucedido al padre Arcadio. Junto a las emperatrices, dos hombres poderosos tuvieron el gobierno de las dos partes: Aecio —magister militiae— en Occidente, y Antemio —praefectus praetorio— en Oriente.


1. Occidente


Del todo diversa era la escena política que circundaba cada corte. En cuanto al imperio de Occidente, en primer lugar, atormentado por las guerras como nunca antes en el pasado, caía poco a poco en pedazos. En el 439 dos acontecimientos decisivos hicieron irreversible tal desastre: uno en la Galia, cuando los godos se instalaron como pueblo soberano, después de la estrepitosa victoria de Tolosa; el otro en África, cuando Genserico se adueñó de la floreciente provincia consular, obteniendo después, con la paz del 442, el reconocimiento del dominio. Los otros numerosos acontecimientos, aunque trágicos —como las terribles experiencias ligadas a las invasiones de los hunos o las relativas a las asignaciones de los francos—, no fueron sino episodios de un curso ineludible y acelerado, cuando muerto trágicamente el último de los Teodosios, los emperadores de Occidente no fueron sino larvas en manos del potente Ricimero (455-472).


En un contexto de por sí grave, la caída de la autoridad imperial llegaba cada vez a grados de mayor postración, dando lugar a vacíos de poder que la Iglesia supo colmar viniendo en socorro no sólo de los cives abandonados a su destino, sino también de los nuevos pueblos que se establecían al lado de la población preexistente. Tal acción de suplencia —especialmente fueron los obispos (con parte del clero) los que se hicieron cargo de ello—, conjugada frecuentemente con comportamientos de solidaridad en las preocupaciones de los más significativos fermentos sociales del período, hizo que la Iglesia no viniera implicada en el proceso por el cual la nueva realidad histórica fue distanciándose del odiado nomen Romanum. Esto confirió a la misma Iglesia la autoridad moral también a los ojos de los bárbaros, abriéndole notables espacios de afirmación temporal, mas también permitiéndole salvar y transmitir precisamente la romanitas, aquella herencia civil que, no obstante todas las cosas, los nacientes grupos étnicos advertían como irrenunciable.


2. Oriente


Nada de esto se verificó en la pars oriental. Aquí fue aún la autoridad imperial quien lideró los acontecimientos que vincularon con el pasado de Roma la historia también milenaria del imperio bizantino. Respetada de la furia de las invasiones germánicas, puesta en un punto estratégico entre Europa y Asia, estable en la organización burocrática y no privada de recursos económicos, Constantinopla supo —aunque no sin dificultad y fracasos— tener unidos los distintos componentes de su imperio. Ni siquiera el fin de la dinastía teodosiana afectó aquí a la calidad de los sucesores, ya que, el primero de éstos, Marciano (450-457) —subido al trono gracias al matrimonio (“místico”) con la augusta Pulqueria— se mostró de carácter fuerte y decidido.


Estas condiciones confirieron fuerza al aparato estatal, de modo que la Iglesia misma fue como englobada, con la consecuencia de vincularse estrechamente a la clase dirigente, mas también de sufrir la intervención directa de los emperadores en el ámbito —incluso doctrinal— de las propias prerrogativas. A la solidaridad entre trono y altar correspondió perfectamente la intriga en desviaciones teológicas y tendencias separatistas, que infligieron heridas incurables a la integridad de aquella Iglesia y de aquel Imperio.



II. La política religiosa de los emperadores


Los dos primos, reinantes respectivamente en las dos partes del Imperio, tuvieron, desde el punto de vista religioso, estilos de vida netamente contrastados: disoluto Valentiniano III, pío y observante Teodosio II. Y las cortes reflejaron de lleno el comportamiento de sus soberanos: mundana —con su poeta Merobaudes— la de Rávena; austera como un monasterio, regulada al ritmo de la oración y del trabajo, la de Constantinopla. Sobre esta última —y sobre la educación del joven hermano— impuso su férrea disciplina Pulqueria, que, por otra parte, había hecho voto de virginidad.


Pero en cuanto a la política religiosa, las dos cortes coincidieron en la dirección de favor acordado a la Iglesia, enriqueciendo el ya generoso paquete de privilegios dispuesto por Teodosio I y por sus hijos Arcadio y Honorio. Rávena, sin embargo, no tuvo parecida oportunidad de imprimir a tal política una impresión cesaropapista, aunque la intransigencia antiarriana de Gala Placidia había influido no poco sobre el desarrollo de algunos acontecimientos externos.


Fue más bien la fuerte personalidad del papa León Magno (440-461) a emerger en Occidente y —si no a imponer— ciertamente a inspirar la actividad legislativa de la casa imperial: Valentiniano III emanó disposiciones contra nestorianos, maniqueos y pelagianos. Y si indirecto fue el influjo del pontífice sobre procedimientos represivos emanados contra la insurrección de manifestaciones paganas —y quizás también sobre aquéllas concernientes a los privilegia—, solicitados personalmente por León Magno fueron, en cambio, los pronunciamientos del emperador a favor del primado del obispo de Roma73: la controversia con Hilario de Arles ofreció una de las ocasiones más claras.


En contra del obispo de Roma reaccionaron, sin embargo, los soberanos de Constantinopla. El profundo y encendido interés que la augusta Pulqueria manifestaba también por las cuestiones doctrinales, constituía una premisa inconciliable con las exigencias del magisterio de la Iglesia. El concilio de Calcedonia por ella preparado y organizado no pudo sino desencadenar conflictos insanables. El patriarca de la Nueva Roma obtuvo muchas ventajas —también por engaños— gracias a este celo religioso femenino; mas precisamente la posición jurídica y de honor a él reconocida hizo irremediable el contraste de fondo con la sede de Roma.


La actuación de Pulqueria, sin embargo, brotaba de profundas convicciones religiosas, como dejan suponer aquellas iniciativas no sólo benéficas —instituciones humanitarias, construcciones de iglesias—, sino también de heroica renuncia —su entero patrimonio devuelto a los pobres—, que la hicieron proclamar santa.



III. Al paso con el cambio de la Historia


A mitad del siglo V todo Occidente, en el trasiego del cambio radical, advirtió con dramatismo la necesidad de referentes ideales. La Iglesia, también entre sus faltas, supo ir al encuentro de esta exigencia, impregnando de animus christianus y transmitiendo algunos valores esenciales de la romanidad. Ella alcanzó la autoridad necesaria para ello de la prestigiosa posición asumida frente al Imperio y frente a los nuevos pueblos.


1. Relevancia del papa León Magno


León Magno, en primer lugar, tuvo un papel de primera importancia en el desarrollo de la autoridad espiritual y temporal del papado. Las cartas emanadas de su cancillería hacen conocer la multiforme actividad por él desplegada en la cura pastoral —liturgia, vida monástica, disciplina eclesiástica— y en la defensa de la ortodoxia —determinantes fueron los escritos relativos al concilio de Calcedonia—. Pero fue sobre todo la alta concepción que tuvo de su propia misión —fundada sobre la trilogía Cristo-Pedro-Papa— la que inspiró las intervenciones más decisivas ad sedis Apostolicae auctoritatem elevandam. El primado de Roma sobre otras sedes episcopales, indiscutido por las sedes occidentales, debió ser sostenido con energía en los enfrentamientos con la cada vez más inalcanzable autosuficiencia de las orientales.


Tan alto sentir de la propia autoridad espiritual se tradujo después sobre el plano político —ciertamente con la acentuación de la línea ambrosiana— en un comportamiento vigoroso de libertad de acción en los debates con la autoridad imperial: el cesaropapismo de Constantinopla no tuvo la mínima posibilidad de hacer brecha sobre la fuerte personalidad de este pontífice, mientras el absentismo de Rávena consintió que esta misma personalidad se afirmase de manera tal como para poner las bases del futuro poder temporal.


Cuando en el 452 el papa León I fue al encuentro de Atila, el cual marchaba sobre Italia, posiblemente él no habría salido a detenerlo —así suponen algunos estudiosos— si otras razones estratégicas no hubiesen inducido al jefe huno a retirarse; en todo caso, sin embargo, es indudable que sólo el prestigio del que gozaba el pontífice ante los bárbaros habría podido sugerir tal audacia. Tres años después León frenó la furia del vándalo Genserico, que saqueaba la Urbe, y esto propuso de nuevo un análogo testimonio del papel cristiano y romano que el papado se prestaba a desarrollar en el Occidente latino-bárbaro.


2. Conciencia de un cambio epocal en Salviano


También la cristiandad en su conjunto —aparte de las inquietantes ansias que la afligieron y las innobles caídas que la mancharon— tuvo presentes los valores de continuidad que ella misma debía garantizar en el cambio epocal. El comportamiento de Salviano, reflejado en su De gubernatione Dei, tiene un valor emblemático a tal respecto.


A propósito de los vándalos, este presbítero de mitad del siglo V advertía que Genserico, expropiando a los señores de las tierras, aniquilaba la fiscalidad romana y liberaba a los pobres colonos de la peor opresión económica y social. Aquellos pobres desventurados habrían acogido con alivio el beneficio de la paridad creada entre ellos y los ricos en el común aguante de la Wandalorum eversio. La idea de la igualdad social es expresada con fuerza por Salviano. Son de resaltar las pinceladas con las que el presbítero de Marsella pinta el escenario de Cartago asedidada, pinceladas que apoyan su discurso moralista sobre un eficaz contraste de imágenes en todo a favor de los bárbaros: Populi barbarorum fuera de las murallas y Ecclesia Cartaghinis dentro de los muros; los primeros circumsonabant armis; la segunda insaniebat in circis, luxuriabat in theatris; extra muros fragos proeliorum, intra muros fragor ludicrorum; parte del pueblo erat foris captiva hostium, la otra intus captiva vitiorum; confundebatur vox morientium voxque bacchantium; y malamente podía distinguirse la plebis heiulatio quae cadebat in bello del sonus populi qui clamabat in circo74.


Sintomático al máximo es, sobre todo, el pensamiento de Salviano cuando refleja cuál será la suerte del Imperio por efecto del acontecimiento de los bárbaros. En la pars barbarorum Salviano ve ya transmigrar valores antiguos, de tal manera que a la idea orosiana —y también agustiniana— de la continuidad del imperio cristiano, Salviano opone la idea de la traslatio romanitatis. Aquel sacerdote supo tomar sin excitación los aspectos decisivos de la revolución epocal. Godos, vándalos, burgundios, alanos..., no constituían ya un peligro, porque ellos estaban instalados definitivamente dentro del Imperio. Y si junto a ellos se refugiaron las poblaciones romanas era porque la buena convivencia entre los dos pueblos constituía ya un dato experimentado. A tal convivencia, además, no se oponía tampoco la religión arriana de los bárbaros, que Salviano justificaba casi con despreocupación.


Las señales que Salviano recogía eran suficientes para que en el horizonte se pudiera advertir el perfilarse algo nuevo. Y, aunque vagamente, se intuía la forma, la cual debía ser cristiana, bárbara y romana a la vez. Cristiana porque, de otra manera, Salviano mismo habría pagado en vano la vena moralista que también recorría en medio de su discurso apologético; bárbara, ya que el bárbaro dentro del imperio iam florebat, y los procesos históricos como el de aquella naturaleza son irreversibles; romana, por fin, porque junto a los bárbaros había emigrado ya la Romana humanitas.


Romana humanitas es una expresión, para el tiempo de Salviano, del todo singular, porque él escribe cuando su época ya ha forjado el concepto de civilitas. Este concepto75 sustituía y definía mejor aquel apunte de humanitas. La verdad es que la civilitas representa la «tradición de la ciudad», de su riqueza, de su cultura, de sus cives. Y en oposición a ella —con un significativo retorno a lo antiguo— está el concepto de humanitas: Salviano opone ante todo los valores de la Roma que había sido gloriosa a las apariencias de la Roma que está declinando; pero también proclama que aquellos valores ya han encontrado salvación cerca de los bárbaros, e instituye las tres contraposiciones de los tiempos nuevos: la verdadera libertad entre los bárbaros contra la mísera esclavitud bajo el yugo de las riquezas romanas; la cultura espiritual entre los herederos contra la civilización materialista de las metrópolis; la inocente rusticidad de los campesinos y soldados, contra la corrupta urbanitas de los nobles. La intuición de Salviano había percibido en aquel momento la dirección fundamental de los acontecimientos históricos.



IV. El concilio de Éfeso


Las grandes definiciones trinitarias del siglo precedente no habían aquietado del todo el genio especulativo de los orientales. Una vez aclarado que Jesucristo era verdadero hombre y verdadero Dios, se preguntaron de qué modo se debía entender la co-presencia de las dos naturalezas. En definir tan delicada relación su preocupación fundamental fue la de conservar íntegro el misterio de la divinidad de Cristo. Mas, ya que precisamente tal misterio implicaba la fe en la inmutabilidad y, a la vez, la eficacia redentora de la naturaleza divina, era inevitable que prevaleciese —a causa de una sensibilidad teológica distinta— la atención a uno o a otro de los dos aspectos. Y ciertamente en esto Constantinopla y Antioquía tuvieron una sensibilidad distinta a la de Alejandría. Así, las expresiones con las que tales sensibilidades se manifestaban fueron interpretadas, por quien lo sentía diversamente, como un peligroso comprometer el símbolo niceno-constantinopolitano. Fue así como se accedió a un conflicto bastante áspero entre las dos partes.


La chispa saltó precisamente desde una de las más bellas expresiones que la fe —también popular— en la divinidad de Cristo había podido crear, la de theotókos, «Madre de Dios», atribuida a la Virgen María. A Nestorio —monje formado en Antioquía y elegido obispo de Constantinopla en el 428— tal término le parecía caer en el riesgo de implicar la divinidad en los procesos del devenir —nacimiento, pasión, muerte— al que Cristo fue sujeto en cuanto hombre. Le pareció, por tanto, oportuno suprimir, en su acción pastoral, el uso de este atributo mariano.


Tal posición, sin embargo, preocupó mucho al obispo de Alejandría, Cirilo (412-444), el cual comenzó escribiendo largas cartas a Nestorio, en las cuales exponía, con apreciable corte teológico, la tesis que, precisamente por la preocupación de garantizar la plena divinidad de Cristo y de separarla por eso de cuanto pertenecía íntimamente a su persona —entonces también del acontecimiento de su nacimiento de María Virgen—, habría comprometido la eficacia de la misma divinidad sobre el plano de la redención. Según Cirilo, por tanto, más que hablar de “conjunción” de las dos naturalezas —que era la expresión usada por Nestorio para salvaguardar la integridad de la naturaleza divina—, sería oportuno adoptar la fórmula —por él inventada— de “unión hipostática”. Además, para que esta doctrina pudiera ser mejor divulgada, fue resumida por el obispo alejandrino en doce proposiciones —los famosos “anatemas” de Cirilo—, mientras un dossier de textos sobre la controversia era enviado por él mismo al papa Celestino, con el fin de ganarlo a su causa.


De este modo el debate entró en una fase dramática. En primer lugar, cayó sobre Nestorio la condena del papa, pronunciada en un sínodo convocado en Roma en agosto del 430. Dado que Nestorio refutó el retractarse, intervino el emperador Teodosio II, convocando un concilio en Éfeso. Éste se tuvo en junio del 431 y fue dominado por la personalidad de Cirilo, manifestándose en esta ocasión como hábil político y sin escrúpulos —como su tío Teófilo, al que había sucedido en la cátedra alejandrina—. Antes de nada, tuvo cuidado de llegar con tiempo a la ciudad conciliar, con un séquito de carros cargados de regalos preciosísimos y de parabalani —poderosos guardaespaldas—: los primeros para ganar a la corte imperial, los otros para intimidar a los opositores. Aprovechó después la tardanza de algunos obispos orientales para abrir con autoridad, en su ausencia, el concilio. Entonces leyó rápidamente las tesis propias y quiso, sin respeto hacia las reglas democráticas, que en la misma jornada fueran aprobadas por apelación nominal, y que al mismo tiempo fuera suscrita la condena y la deposición del “blasfemo” Nestorio.


Firme fue, sin embargo, la reacción de los obispos orientales llegados por entonces. Liderados por Juan de Antioquía, reunieron un contra-concilio y así se debió asistir a una serie de excomuniones y deposiciones recíprocas, sostenidas de vez en cuanto por tumultos populares y por intrusiones de cortesanos. Sin embargo, precisamente este concilio regalaba entretanto a la Iglesia universal la consoladora definición de la maternidad divina de María. Mas al final, en octubre, con una decisión salomónica, Teodosio declaró cerradas las dos asambleas.



El único en pagar las consecuencias del incandescente enredo del concilio fue Nestorio, que no regresó a la sede de Constantinopla, terminando sus días en el 450 en un rincón perdido de Egipto. En cuanto a la controversia, que naturalmente continuó bajo las cenizas entre Cirilo —vuelto como triunfador a su Alejandría— y Juan de Antioquía —el más notable sustentador del derrotado Nestorio—, tuvo manera de aplacarse gracias a la mediación de un ermitaño de grandísima autoridad, Simeón el Estilita, que llegó a hacer firmar por parte de los dos un documento de acuerdo: la llamada Fórmula de unión, en el 433.


Más allá de estos dos obispos —los cuales desaparecerían pronto de la escena—, las dos concepciones litigantes de Éfeso resistieron hasta la muerte. La nestoriana alimentó una fuerte acción misionera en territorios como Persia y China. La alejandrina encontró en un monje llamado Eutiquio un defensor poco formado de la tesis en torno a la presencia hipostática de la naturaleza divina, al considerar que ésta era la única naturaleza verdadera de Cristo —“monofisismo”—. Se repitieron las distintas tomas de posición, las condenas y hasta un concilio en Éfeso en el 449. Otra vez fue guiado el concilio por un obispo de Alejandría, Dióscuro, agrupándose naturalmente con Eutiquio, lo cual no sirvió sino para contrastar con las sedes de Constantinopla y de Antioquía, decididamente adversas al monje. Mas Dióscuro era un triste personaje, y sus engaños y violencias sobrepasaron hasta tal punto los límites, que indujo al papa León —el cual había intervenido en la polémica con escritos de alto valor teológico— a definir el mismo concilio como el «latrocinio de Éfeso».


V. El concilio de Calcedonia

Los nuevos soberanos, Marciano y Pulqueria, a fin de restablecer la concordia religiosa, convocaron un nuevo concilio, el cual se celebró en Calcedonia en octubre del 451. Occidente fue representado por una pequeña delegación, si bien Pascasino, obispo de Lilibeo en Sicilia, lo presidió a petición del papa. Fue depuesto el obispo de Alejandría, Dióscuro. Fue aprobada una fórmula de fe con la que se reconocía que las dos naturalezas de Cristo están unidas en una sola persona. Fue reconfirmado el atributo de Theotókos dado a la Virgen María. El ecumene cristiano fue dividido en cinco grandes patriarcados: Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Roma.


Pero fue el canon 28 —con el que se atribuían a Constantinopla los mismos títulos y los mismos privilegios que a Roma— el que provocó entre las dos sedes principales una distancia que no sería ya nunca salvada, ya que el ejercicio de las funciones del “primado” de Oriente —sostenidas también por la pretensión de su origen apostólico, a causa del hallazgo de las reliquias de san Andrés— vaciaban cada vez más de contenido el primado de la cátedra de Pedro.


Precisamente la Iglesia de Oriente, por otra parte, sufría después de Calcedonia las consecuencias de enfrentamientos doctrinales no aplacados, que desembocaron —también por razones étnicas—, al final del siglo VI, en la ruptura entre Constantinopla y las llamadas «iglesias no calcedonianas» —la copta en Egipto, la etiópica, la siríaca, la persa, la armena—, todavía vitales y creativas.

73Epp. 10 y 11.

74VI, 69-71.

75Descubierto por Mazzarino.