CAPITULO VII

EL CRISTIANISMO EN LOS ESCRITOS JOANEOS

 

Recorriendo la historia del cristianismo en el primer siglo, al final, se encuentra un grupo de escritos que muy pronto la tradición ha atribuido al apóstol Juan, hijo del Zebedeo y hermano pequeño de Santiago el Mayor. Estos escritos comprenden un Evangelio, una carta larga de exhortación, dos cartas más breves y un Apocalipsis: ofrecen un panorama del cristianismo que representa en su desarrollo un estadio de por sí. Aquí se trata de poner de relieve aquellos rasgos que son relevantes para la historia eclesiástica, sobre todo dos: la imagen de Cristo en el cuarto evangelio y la imagen de la Iglesia en el Apocalipsis.

Aunque la cuestión relativa al autor no ha podido encontrar hasta ahora una solución universalmente aceptada, existen dificultades para considerar que el Evangelio y el Apocalipsis sean, en su forma actual, obra de un mismo autor; se los puede situar al final del siglo I, en las comunidades cristianas de la costa occidental del Asia Menor. En este tiempo, la figura dominante en esta región es el apóstol Juan, por lo que estos escritos llevan seguramente su espíritu, aunque puedan haber recibido su forma definitiva de manos de un discípulo. El Evangelio debía existir ya hacia el año 100, porque probablemente Ignacio de Antioquía lo conocía, y un fragmento de papiro con Jn. 18, 31ss., datado hacia el 130, así lo postula. Más o menos del mismo período es la 1 Juan, como lo demuestra la utilización por Papías y el hecho de que la cite Policarpo de Esmirna en su carta a los filipenses. El Apocalipsis, según Ireneo, se habría escrito en los últimos años del emperador. Domiciano; y ciertamente, las cartas a las iglesias hacen pensar en un desarrollo de las comunidades, impensable antes del año 70.

El fin de Juan, al escribir su Evangelio es éste: "Estos signos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre" (20,31). El Evangelio, según su contenido, puede ir dirigido a cristianos, y así se podría leer como un profundizar en la fe en el Mesías y en su condición de Hijo de Dios (los caps. 13-17 parecen dirigidos a personas que no tienen ninguna duda sobre Jesús como Mesías); o bien, iría dirigido a los ambientes en que se ponía en duda tal mesianidad, sobre todo a los judíos de la diáspora, entre lo cuales había quienes decían que el Mesías era Juan el Bautista, por lo que en el Evangelio adquiere gran importancia el testimonio de éste.

Sean unos u otros los destinatarios del Evangelio, Juan busca transmitirles una idea de Cristo de singular profundidad y grandeza, cuando lo anuncia como el Logos existente desde toda la eternidad, de naturaleza divina, que desde su preexistencia se ha encarnado en este mundo (cf. prólogo, que podría ser un himno de alguna comunidad cristiana del Asia Menor).

Con esta imagen de Cristo como Logos, el evangelista da a entender una clara conciencia de la misión universal del cristianismo, de su carácter de religión universal. Esto se ve más claramente a la hora de hablar de la muerte de Jesús, como salvación para todos los hombres.

Junto a esta imagen de Cristo, aparece una imagen de la Iglesia en los escritos joáneos que ofrece nuevos aspectos: el Evangelio no deja ninguna duda sobre el hecho de que mediante un acto sacramental se es acogido en la comunidad de los que consiguen la vida eterna creyendo en Jesús: "Si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios" (3,5). El Espíritu que el Señor exaltado mandará, obrará un renacimiento y comunicará la nueva vida divina. Los bautizados constituyen la sociedad de aquellos que tienen la recta fe y que son purificados por la sangre de Jesús. De la comunión con éstos son excluidos los "anticristos", porque no confiesan verazmente a Cristo y no observan el amor fraterno. Sólo en esta comunidad se hace uno partícipe de la Eucaristía, que junto con el Bautismo es la fuente de la vida que da el Espíritu.

En la idea del evangelista, la Iglesia está llamada, en medio de un mundo hostil, a dar testimonio del Resucitado y de la salvación que él ha traído; esto significa la lucha con este mundo, y en esto consiste el verdadero martyrium: la iglesia es una iglesia de mártires. Esta es una imagen típica del Apocalipsis, que trata de fortificar la lucha de los que viven en la tierra su condición de cristianos, con la imagen de los que murieron en la lucha, "despreciando su vida hasta morir" y vencieron a Satanás "por medio de la sangre del Cordero y gracias al testimonio de su martirio" (12,11). Se cierra así el arco entre la iglesia del cielo y la de la tierra, que como esposa del Cordero, va en camino hacia las bodas. Cuando haya alcanzado la meta de su peregrinación, ésta continuará viviendo como nueva Jerusalén en el reino de Dios del fin de los tiempos. Es ésta una imagen de Iglesia destinada, como mensaje de ánimo, a los cristianos de finales del siglo I, que vivían bajo la pesadilla de la persecución de Domiciano.