IGLESIA SANTA

 

I/SANTA-PECADORA:
EI Nuevo Testamento no habla de la Iglesia pecadora. En lugar 
del antiguo pueblo de Dios que se hizo pecador, conoce la nueva 
y definitiva esposa, que Cristo purificó para sí en el baño del agua 
como esposa sin mácula ni arrugas (cf. Ef 5,27). La tarea de 
aceptar, primero de hecho y luego también teológicamente, que 
pese a todo la nueva esposa tiene máculas y arrugas, y que el 
nuevo pueblo de Dios es una Iglesia de pecadores y hasta quizá 
"Iglesia pecadora", requirió un proceso de siglos y corre en gran 
parte pareja con el proceso de demolición de la expectación 
escatológica. Contra esta afirmación no cabe tampoco referirse a 
las cartas del Apocalipsis, que no llaman efectivamente pecadora 
a la Iglesia, sino que por lo contrario prevén la expulsión de la 
Iglesia de las comunidades pecadoras, hecho en que a la verdad 
se dibuja claramente el punto de partida de la ulterior evolución. 
Pero a ello se añade un hecho que repugna aún mucho más a 
nuestro actual gusto teológico. Mientras el Nuevo Testamento no 
habla de la Iglesia pecadora, conoce desde luego algo así como 
una identificación de Cristo y la Iglesia.


El carácter dinámico de esta unidad 


Podremos decir que Cristo y la Iglesia son uno solo a la manera 
como marido y mujer forman juntos un cuerpo por la comunidad 
matrimonial. Pero, al afirmar esto, se ve claro que la unidad que 
Pablo percibía en la expresión de "soma Jristou" (cuerpo de Cristo) 
no representa una unidad de identificación, sino de unión 
dinámica.
...............

La unión dinámica, de que aquí se habla, entraña dos 
referencias desiguales. Está primeramente la entrega de Cristo a 
la Iglesia. Este lado de la referencia, el lado de Cristo, es definitivo 
e indestructible. El contenido cabalmente del «Evangelio» es que 
ahora, contra la inmoralidad e iniquidad de los hombres, que no 
pueden cumplir la ley, aparece el «no obstante» de la gracia divina 
que, a pesar del pecado y a pesar de la inobservancia de la ley, 
simplemente «por gracia», salva al hombre y lo introduce en una 
alianza, que no está ya en el modo condicional: «Si hacéis esto, 
recibiréis», sino en el modo absoluto de la misericordia divina. En 
este sentido, pertenece al núcleo del Evangelio que la entrega de 
Cristo a la Iglesia es definitiva e irrevocable. Como hemos dicho, lo 
específico del Nuevo Testamento, su novedad frente al «Antiguo», 
radica en situarse en lo absoluto de la misericordia divina 
irrevocable y nunca más retraíble, que hace definitiva esta nueva 
alianza, la cual a su vez no caducará más ni «envejecerá». La 
nueva vid no será ya arrancada como la antigua porque, 
enraizada en Cristo, es para siempre la viña santa de Dios.
Pero ahora hay que considerar también el otro lado de la 
relación Cristo-Iglesia, la entrega de la Iglesia a Cristo. Esta 
entrega está sujeta a la tentación, es fragmentaria y está 
ensombrecida por el misterio de la infidelidad. En el 
entrecruzamiento y unión de estas dos relaciones desiguales 
dentro de la relación única, que describimos con la palabra «un 
cuerpo», radica el verdadero misterio de la Iglesia en el tiempo. Y 
en el hecho de que en esta relación única se dan la mano y 
entrecruzan las dos relaciones opuestas, se funda también el que 
la Iglesia sea ya nueva alianza y no sea todavía Reino de Dios; lo 
que en la perspectiva profética parece ser una sola cosa, diverge 
ampliamente en la historia; la visión de la nueva alianza, tal como 
se proyecta en los profetas, no está cumplida. Los padres 
expresaron este hecho en la tríada de sombra-imagen-realidad. La 
Iglesia no es ya para ellos mera «sombra», como el Antiguo 
Testamento, pero tampoco es aún realidad, plenitud de la 
promesa, sino imagen, «intermedio», en que se da ya lo nuevo, se 
goza ya de lo definitivo de la unión irrevocable, pero imperan 
todavía la infidelidad y la apostasía permanentes, de suerte que la 
unión impenetrable de ambas constituye la verdadera figura de la 
Iglesia en este período intermedio.

Reforma católica y reforma protestante 
Demos un paso más. En el entrecruzamiento de ambas 
relaciones desiguales, que representan, sin embargo, en unidad 
paradójica, la única relación Cristo-Iglesia, se funda también el 
peculiar flanco débil que presenta el predicado de «santa», dicho 
de la Iglesia. Por razón de la entrega del Señor que nunca le falta, 
la Iglesia es siempre la por Él santificada, en que se hace presente 
entre los hombres la santidad del Señor. Pero es de hecho la 
santidad del Señor, que se hace presente y que una y otra vez se 
escoge para vaso de su presencia, en paradoja de amor, 
precisamente las manos sucias de los hombres. Es santidad que 
irradia como santidad de Cristo en medio del pecado de la Iglesia.
En la simultaneidad y unidad de ambas relaciones radica, 
finalmente, el origen de la mala inteligencia de la Iglesia y 
partiendo de ahí se decide luego qué se entienda por reforma 
católica o protestante de la misma. Se da por una parte la 
posibilidad de ver, en un estrechamiento cristológico, únicamente 
el aspecto de Cristo en la relación Cristo-Iglesia, y llegar así a una 
teología de la pura identidad y a una lisa "theologia gloriae", en 
que la Iglesia se entiende a sí misma exactamente como el Reino 
de Dios ya presente y con ello niega, en el fondo, su futuro 
escatológico; se torna virgen necia, que consume ya ahora el 
aceite de sus lámparas para iluminar por decirlo así su propia 
fiesta, en lugar de tenerlas a punto para cuando el Señor venga a 
las bodas. Sin género de duda, éste es el peligro católico, como se 
puso de manifiesto en el período de entreguerras con el conocido 
libro de Ansgar Vonier: Mystery of the Church (Londres 1952). 
Desde este punto de vista, el peligro católico pudiera también 
describirse como la anticipación del eskhaton, al entenderse a sí 
misma la Iglesia como el Reino de Dios ya establecido, con lo quo 
queda prácticamente eliminado el pensamiento de la renovación, 
el temblor por la condición pecadora de la Iglesia. A decir verdad, 
existe también el peligro de una mala inteligencia inversa, 
partiendo única y exclusivamente del ingrediente inferior, la 
infidelidad de la Iglesia, y llevando a cabo consecuentemente una 
re£orma que rompe con la Iglesia concreta, a la que se mira luego 
como anticristo, como si estuviera en total apostasía. Es claro, a 
su vez, que esto representa el peligro de la cristiandad protestante 
y de su teología que, allí donde la Iglesia católica se antepone por 
decirlo así al eskhaton, reduce y desplaza en sentido opuesto el 
concepto de Iglesia al Antiguo Testamento. Un concepto 
acristológico de pueblo de Dios desconoce lo novotestamentario 
en la Iglesia y reduce el concepto de ésta a su ingrediente 
veterotestamentario. Paréceme importante advertir que el 
concepto de pueblo de Dios por sí solo no expresa nunca la 
totalidad de la idea novotestamentaria de Iglesia; ese concepto 
significa siempre en el Nuevo Testamento el elemento 
veterotestamentario de la Iglesia, su continuidad con Israel. Su 
especificación novotestamentaria sólo la recibe ahora, con la 
máxima claridad, en la idea de cuerpo de Cristo. Así podría decirse 
que la fe protestante conoce, desde luego, una certidumbre de 
salvación del creyente particular, pero no una certidumbre de 
salvación de la Iglesia. La fe católica, por lo contrario, conoce una 
certidumbre de salud de la Iglesia, pero no una certidumbre de 
salud del individuo. La fe protestante está persuadida de que mi fe 
me da la certeza de que la gracia se ha pronunciado ya como 
última palabra para mí y sobre mí. A mi parecer, aquí se da, sobre 
el plano del individuo, la misma eliminación de la escatología que 
hemos encontrado antes en el concepto católico de Iglesia, de 
signo triunfalista, sobre el plano de la Iglesia en general. El 
eskhaton ha sido llevado a una actualidad adialéctica. Pero así 
resulta el peculiar entrecruzamiento de que, por una parte, la 
Iglesia es retrotraída al estado del Antiguo Testamento y, por otra, 
el individuo se anticipa al estado de eskhaton, y desaparece el 
espacio intermedio, que caracteriza el tiempo de la Iglesia, la 
región de la «imagen» entre la sombra y la realidad.

Incorporación a la Iglesia y su santidad 
Quisiera esclarecer todo esto desde otro punto de vista. En las 
declaraciones del Concilio sobre la incorporación a la Iglesia se 
encuentra una fórmula de considerable importancia que a causa 
de la controversia en torno a los aspectos tradicionales de la 
cuestión, apenas si ha sido valorada hasta ahora. Aquí se lleva a 
cabo un retroceso tras siglos de tradición teológica, a la que 
correspondería plantear de nuevo por ambos lados el problema de 
la santidad y de la renovación. Surge por sí misma la cuestión 
sobre los límites de la institución, sobre la diferencia parcial entre 
institución e Iglesia en sentido propiamente teológico, y recibe 
nuevas perspectivas, de forma que pudiera resultar una tarea 
para ambos lados.
I/PERTENENCIA: Hasta el concilio se había impuesto en la 
Iglesia católica, por lo menos desde la época de Trento, la 
concepción de que el ser miembro de la Iglesia debía definirse por 
caracteres puramente institucionales; consiguientemente, es 
miembro de la Iglesia todo bautizado, como dicen los canonistas, o 
el que es bautizado, se somete a la jerarquía, incluido el papa, y 
comparte el credo católico. Así lo dice la tradición apologética que 
hizo suya la encíclica sobre el cuerpo místico. Sin embargo, a las 
dos tradiciones contrarias les es común el que una y otra dan una 
definición puramente institucional de la incorporación a la Iglesia y 
prescinden, a propósito, del estado interior del hombre en 
cuestión. En todo caso, lo decisivo para conceder o negar la 
incorporación a la Iglesia es únicamente que el aspirante satisfaga 
los criterios institucionales. Si los tiene, pertenece a la Iglesia aun 
cuando, como pecador, esté interiormente separado de Cristo. Si 
no los tiene, no pertenece a la Iglesia, aun cuando, por estar en 
gracia, pertenezca enteramente a Cristo.
Frente a esta determinación puramente institucional de la 
incorporación a la Iglesia, tras la cual se oculta una interpretación 
de la misma demasiado institucionalizada, pero también una 
solución tajante de la cuestión de su santidad, la constitución 
sobre la Iglesia ha admitido de nuevo en nuestro caso un criterio 
espiritual, cuando dice: «A esta sociedad de la Iglesia están 
incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de 
Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios 
de salvación establecidos en ella y en su cuerpo visible están 
unidos con Cristo» (Il, 14). Como criterio de la pertenencia plena a 
la Iglesia se mienta aquí también la posesión del Espíritu de 
Jesucristo. Con ello se ha puesto en juego, de manera 
conmovedora, el problema de la Iglesia de los santos, de la 
santidad como exigencia esencial de la Iglesia. En los comienzos 
de la Iglesia pareció obvio que el cristiano tenía que ser también 
santo en el pleno sentido de la palabra. La lucha de los primeros 
siglos estuvo en aceptar la cizaña en el campo, en abandonar el 
sueño de una Iglesia de los puros y aceptar a los pecadores como 
miembros de la Iglesia. Una vez, empero, que esto quedó 
asegurado, se comenzó a caer en el extremo opuesto, de forma 
que, finalmente, la santidad quedó totalmente separada del 
problema de la pertenencia a la Iglesia.
El texto conciliar podría abrir aquí una tercera etapa al 
sobrepasar, sin recaer en exaltación, el mero institucionalismo y 
tomar de nuevo bien en serio la vinculación indisoluble entre 
Iglesia y santidad. Qué pueda significar esa nueva evolución, 
querría yo tratar de explicarlo partiendo de unas palabras de Hans 
Urs von Balthasar, quien, en su tratado publicado en 1961: 
«¿Quién es la Iglesia?», subrayó con énfasis la exigencia de 
santidad que surge de la esencia de la Iglesia, para proseguir 
luego: "Si ello es así, síguese que hay Iglesia en grado máximo 
donde se encuentran en grado máximo fe, caridad y esperanza, en 
grado máximo abnegación de sí mismo y paciencia con los demás» 
(Sponsa Verbi. Skizzen zur Theologie II, Einsiedeln 1961, 181). En 
otro pasaje, aclara así el mismo pensamiento: «...Ser ese vaso de 
Dios sería el papel de la Iglesia... y allí donde eso se realiza, sería 
ella enteramente ella misma, tendría su verdadera cúspide y 
centro, que están situados en lugar totalmente distinto de su 
centro administrativo visible». De hecho, se podrá decir que la 
cima exterior y la cima interior de la Iglesia no coinciden. En todo 
caso, la cima interior de la Iglesia está donde más está lo suyo 
propio, aquello que constituye la razón de su existencia, donde 
hay más santidad y más conformidad con Cristo. De donde se 
sigue que la cima interna de la Iglesia puede extenderse mucho 
más que sus fronteras institucionales. Ahora bien, esta conclusión 
sitúa la disputa sobre la pertenencia a la Iglesia y sobre la 
eclesialidad de las otras Iglesias sobre su verdadero plano o 
muestra por lo menos la limitación de su perspectiva. Todas estas 
cuestiones afectan sólo al orden de los medios, que son desde 
luego y serán siempre expresión indispensable de la presencia 
salvadora del Señor en medio de nuestro mundo, pero no agotan 
toda la esencia de la Iglesia, sino que están en un engranaje con 
ella que impide la disgregación absoluta de ambos. Permite, sin 
embargo, una ecuación dispar, de forma que puede darse un plus 
interior de Iglesia, donde se da un minus exterior, y a la inversa. 
Con ello es posible un paso más. Podríamos ahora decir que, si 
la Iglesia está en grado máximo donde tiene lugar el grado máximo 
de participación en Cristo, ello significa, a la inversa, que, donde la 
Iglesia está en grado máximo, se cierra y se excluye a sí misma en 
grado mínimo. Porque allí es ella enteramente participación en el 
"para" esencial, en la apertura de servicio de Jesucristo; allí 
conlleva ella con Cristo, que cargó sobre sí el peso de todos los 
hombres. El que los pecadores pertenezcan a la Iglesia, aunque 
aparentemente contradiga a su esencia, radica a la postre en que 
la santidad de Jesucristo no es una santidad excluyente, sino una 
santidad que soporta y salva. Más aún, creo que puede decirse 
incluso con H. U. von Balthasar: "Cierto que la Iglesia está llena de 
pecadores; pero, en cuanto pecadores, no pueden contarse como 
Iglesia. Sólo pueden ser en ella miembros "impropios", "llamados", 
"aparentes", "numéricos", "simulados", mas no pueden como 
pecadores expresar la incorporación al único cuerpo de la 
caridad» (Ibid. 182). Pero debe entonces añadirse con Balthasar 
que este cuerpo de la caridad se muestra cabalmente como tal, 
porque en él no vige sólo la ley de soportarse mutuamente, sino 
también la de ayudarse unos a otros. "Aquí aparece claro", 
escribe, "que la Iglesia de los santos no sólo representa a la 
Iglesia de los pecadores, de los imperfectos y de los aspirantes, 
sino que los comporta y responde de ellos ante Dios, se enajena 
en Cristo, para buscar en la debilidad y la ignominia al más 
pequeño de los miembros y poderlo representar no solamente de 
palabra y aseveración, sino de hecho y en verdad» (Ibid. 178).
En este lugar se manifiesta la verdad que se ocultaba tras la 
antigua disciplina penitencial de la Iglesia, por muy problemática 
que pueda resultar en muchos puntos, de que el pecado y el 
perdón no son asunto del individuo, sino que la Iglesia entera 
sufre y ama, ora y compadece. Tal vez partiendo de aquí pueda 
lograrse incluso un nuevo acceso al fenómeno de la Iglesia de los 
pecadores, a la paradoja con que hemos tropezado antes: la 
"esposa sin mácula ni arruga" está llena de máculas y 
deformaciones. ¿No dependerá ello íntimamente de que la Iglesia 
es expresión y despliegue de aquel amor de Dios que, en Cristo, 
se sentó a la mesa con los pecadores y se mezcló hasta tal punto 
con ellos que Pablo pudo decir abiertamente que Cristo se hizo 
pecado por nosotros (cf. /2Co/05/21), al atraer a sí enteramente el 
pecado, hacerlo suyo, hacerlo parte suya y revelar así lo que es el 
amor? Partiendo de ahí pudiera preguntarse si la Iglesia no 
aparece en comunión indivisible con el pecado y los pecadores 
para continuar históricamente este destino del Señor que cargó 
con todos nosotros. En tal caso, en la santidad no santa de la 
Iglesia frente a la expectación humana de lo "puro", se 
manifestaría la peculiar, nueva y verdadera santidad del amor de 
Dios, que no se mantiene a la noble distancia del intangiblemente 
puro, sino que se mezcla con la suciedad del mundo para 
superarla. Se expresaría así aquella santidad que, contra la 
antigua idea de pureza, es esencialmente amor; ello significa 
interés por el otro, aceptación del otro, soportar al otro y llevar así 
a cabo una redención. 

JOSEPH RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972
.Págs. 264-272