UNA - SANTA - CATÓLICA - APOSTÓLICA
1. I/NOTAS PENT/I:
Pentecostés, principio de la Iglesia en la misión del Espíritu
Santo
En los Hechos de los Apóstoles se encuentra un primer esbozo
de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso
los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas frdhkatholisch
(católico primitivo) y lo critican por esta razón. San Lucas
desarrolla su programa eclesiológico en los dos primeros capítulos
de los Hechos, especialmente en el relato del día de Pentecostés.
Quisiera, pues, presentar en esta conferencia una breve visión
general de los elementos principales de la eclesiología, partiendo
del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los
Hechos.
Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la
Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la
comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-,
reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles.
Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada
del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una
comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son
María y los apóstoles.
Cuando meditamos sobre esta sencilla realidad que nos
describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo las
notas de la Iglesia.
1. I/APOSTOLICA: La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el
fundamento de los apóstoles y de los profetas» (/Ef/02/20). La
Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera
viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión
apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles. En
este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia
primitiva, San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia:
«Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El
valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados
en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del
evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de
todos los tiempos-. Me parece que la traducción oficial de la
Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en
este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los
apóstoles». No se trata sólo de un escuchar; se trata del ser
mismo de aquella perseverancia profunda y vital con la que la
Iglesia se halla insertada, arraigada en la doctrina de los
apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace también
radical exigencia para la vida personal de los creyentes.
¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina?
¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia? El
impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Efeso
(c.20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia
en la doctrina de los apóstoles». Los presbíteros son los
responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la
«perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar»
implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los
presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual
el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la
Iglesia de Dios, que El ha adquirido con su sangre» (20,29).
¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por
el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya
adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio
que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este
rebaño?
2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una
comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad
que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota
de la Iglesia: la Iglesia es santa (I/SANTIDAD), y esta santidad no
es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su
conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se
transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo. «Fijemos
firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo»,
escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2),
y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice:
«Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la
mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta
perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la
Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.
Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la
descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo
de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del
pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los
ojos en la sangre de Cristo. Comprenderemos así que la
celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo
puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra
vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con
la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). De esta suerte se hace santa la
Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento
«fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San
Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente
a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos
en el amor y transformarse en amante.
3. I/UNIDAD: Con estas consideraciones volvemos al
acontecimiento de Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se
mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de
la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión
todavía más intensa: «La muchedumbre... tenía un corazón y un
alma sola» (/Hch/04/32). Con estas palabras, el evangelista indica
la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la
unicidad del corazón. El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es
el órgano propulsor del cuerpo, tó egemonikón, según la filosofía
estoica. Este órgano esencial, este centro de la vida, no es ya,
después de la conversión, el propio querer, el yo particular y
aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y se hace el centro
del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único para
todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál
2,20), dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la
misma realidad: cuando el centro de la vida está fuera de mí,
cuando se abre la cárcel del yo y mi vida comienza a ser
participación de la vida de Otro -de Cristo-, cuando esto sucede,
entonces se realiza la unidad.
Este punto se halla estrechamente vinculado con los anteriores.
La trascendencia, la apertura de la propia vida, exige el camino de
la oración, exige no sólo la oración privada, sino también la
oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la unión
real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la
perseverancia en la doctrina de los apóstoles y la unión con los
sucesores de los apóstoles, con Pedro. Pero debe intervenir
también otro elemento, el elemento mariano: la unión del corazón,
la penetración de la vida de Jesús en la intimidad de la vida
cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del entendimiento.
4. I/CATOLICA: El día de Pentecostés manifiesta también la
cuarta nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su
presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte
el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que
querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente
que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de
Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros
que separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce
únicamente su inteligencia, su voluntad y su corazón, y, por ello,
ya no es capaz de comprender el lenguaje de los demás ni de
escuchar la voz de Dios. El Espíritu Santo, el amor divino,
comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la
diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las
lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo
y tierra. Este puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido.
La construcción de este puente rebasa las posibilidades de la
técnica; la voluntad babilónica tenía y tiene que naufragar.
Únicamente el amor encarnado de Dios podía levantar aquel
puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben y
bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.
La Iglesia, desde el primer momento de su existencia, es
católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de Iglesia y,
por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el prodigio de
las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la Iglesia
universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes
que las partes. La Iglesia universal no consiste en una fusión
secundaria de Iglesias locales; la Iglesia universal, católica,
alumbra a las Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser
Iglesia en comunión con la catolicidad. Por otra parte, la
catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la conciliación y
reunión de las riquezas de la humanidad en el amor del
Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en
algo exterior, sino que es además una característica interna de la
fe personal: creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los
continentes, de todas las culturas, de todas las lenguas. La
catolicidad exige la apertura del corazón, como dice San Pablo a
los Corintios: «No estáis al estrecho con nosotros...; pues para
corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ¡abrid también
vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). «Non angustiamini in nobis...
dilatamini et vos!» Este «dilatamini» es el imperativo permanente
de la catolicidad. Los apóstoles pudieron realizar la Iglesia católica
porque la Iglesia era ya católica en su corazón. Fue la suya una fe
católica abierta a todas las lenguas. La Iglesia se hace infecunda
cuando falta la catolicidad del corazón, la catolicidad de la fe
personal.
El día de Pentecostés anticipa, según San Lucas, la historia
entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una manifestación del
don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del Espíritu,
que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los
tiempos, constituye el contenido central de todos los capítulos de
los Hechos de los Apóstoles, donde se nos describe el paso del
Evangelio, del mundo de los judíos al mundo de los paganos, de
Jerusalén a Roma. En la estructura de este libro, Roma representa
el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se hallan
fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la
llegada del Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el
final del proceso de San Pablo, sino porque este libro no es un
relato novelesco. Con la llegada a Roma, ha alcanzado su meta el
camino que se iniciara en Jerusalén; se ha realizado la Iglesia
católica, que continúa y sustituye al antiguo pueblo de Dios, el cual
tenía su centro en Jerusalén. En este sentido, Roma tiene ya una
significación importante en la eclesiología de San Lucas; entra en
la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.
Podemos decir así que Roma es el nombre concreto de la
catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una
contradicción, como si el nombre de una Iglesia particular, de una
ciudad, viniera a limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad.
Roma expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los
tiempos y a una Iglesia que habla en todas las lenguas. Este
contenido espiritual de Roma es, por tanto, para los que hemos
sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía concreta de la
catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.
Exige:
--una fidelidad decidida y profunda al sucesor de Pedro; un
caminar desde el interior hacia una catolicidad cada vez más
auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la
condición de los apóstoles tal como la describe San Pablo:
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros nos ha asignado el
último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a
ser espectáculo para el mundo... como desecho del mundo, como
estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13). El sentimiento antirromano es,
por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y errores
de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de
conciencia constante y suscitar una profunda y sincera humildad;
por otra parte, este sentimiento corresponde a una existencia
verdaderamente apostólica, y es así motivo de gran consolación.
Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay cuando todos los
hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres
con los profetas!» (Lc 6,26).
Nos vienen a la memoria también las palabras que San Pablo
escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis ricos?» (1
Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con esta
saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería
renegar de la cruz del Señor.
En resumen: la eclesiología de San Lucas es, como hemos visto,
una eclesiología pneumatológica y, por ello mismo, plenamente
cristológica; una eclesiología espiritual y, al mismo tiempo,
concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y personal,
ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta
síntesis de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el
compromiso de vivir cada vez con más intensidad esta síntesis y
llegar a ser de este modo realmente católico.
JOSEPH
RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR
MADRID-1990.Págs. 149-155
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2. ...y en una sola Iglesia
I/UNIDAD: El P. Karl ·Rahner-K escribe que la Iglesia es una de
esas realidades que sólo se comprenden si se aman. Como casi
todo lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Como
la propia familia, la mujer y los amigos, las instituciones de las que
hemos recibido mucho y a las que hemos querido dedicar lo mejor
de nuestros afanes. Y también podríamos decir, al revés, que
estas realidades se aman más a medida que se las va
comprendiendo desde dentro, como parte de la propia existencia.
Eso pasa con la Iglesia.
«Creo en una sola Iglesia». Parece ser que en los credos más
primitivos (por ejemplo el de la Tradición Apostólica de Hipólito,
escrita a principios del siglo III) se decía: "Creo en el Espíritu Santo
en la Iglesia"). Es decir, «en el Espíritu Santo que está actuando
en la Iglesia». Y aunque podemos decir que «creemos» en la
Iglesia, no pretendemos que la Iglesia sea un objeto de fe
exactamente al mismo nivel que cuando decimos que creemos en
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En Dios creemos con una fe que
significa entrega absoluta y total. En cuanto a la Iglesia, creemos
que es obra de Dios, que Dios actúa en ella por medio de su
Espíritu -su gracia-; pero en la Iglesia actuamos también los
hombres, más o menos dóciles a la gracia de Dios. Por eso el
último Concilio hablaba -haciendo referencia a una manera de
hablar muy tradicional- de la Iglesia como «misterio»: el misterio
donde se encuentra la Gracia salvadora de Dios con la realidad
humana, finita, condicionada y, en definitiva, pecadora. Y ya
hemos dicho que, cuando Dios se encuentra con el hombre, no se
impone con violencia o anulando su realidad, sino que le invita, le
estimula, le transforma desde dentro de su realidad. De aquí surge
el misterio de la Iglesia, humana y divina al mismo tiempo. La
gracia de Dios es totalmente pura y santa y tiene una fuerza
santificadora infinita. Pero la realidad humana es finita y pecadora;
y en su designio benevolente y respetuoso, Dios permite que los
hombres pongan límites y hasta obstáculos a su Gracia. No hasta
el punto de que puedan hacer fracasar definitivamente la gracia
de Dios, pero si limitando e impidiendo, temporal o parcialmente,
sus efectos.
I/SANTA-PECADORA I/JUDAS: Mons. ·Ronald-Knox,
convertido del anglicanismo, que fue muchos años capellán
universitario de Oxford, el día en que fue acogido oficialmente en
la Iglesia Católica, después de la ceremonia, cuando recibía las
congratulaciones de sus amigos, les dejó perplejos cuando dijo:
"Ahora sí que estoy contento, porque estoy seguro de pertenecer
a la verdadera Iglesia de Cristo, que es la misma Iglesia de Judas
Iscariote». La verdadera Iglesia es la que fundó Jesús: la Iglesia a
la que Jesús llamo a Pedro -que le negaría- y a Judas -que le
traicionaría-. A lo largo de la historia ha habido centenares de
tentativas puritanas: grupos de personas que han intentado hacer
una Iglesia exclusivamente de «santos», "puros" -montanistas,
novacianos, donatistas, cátaros, puritanos de todo tipo-. La Iglesia
auténtica ha sido siempre una Iglesia de pecadores que buscan,
sí, el perdón y la santidad y que encuentran en la Iglesia estímulo,
ayuda y gracias abundantes para ser santos; pero que pueden
malgastar estas gracias y pueden incluso llegar a ser "traidores".
Verdaderamente, la Iglesia de Jesús es un misterio: el misterio de
la gracia de Dios y de la libertad de los hombres.
J. Ballarin habla de «la Iglesia de las puertas abiertas», como la
de Jesús, que convocaba a los pobres, los descarriados, los
publicanos, los pecadores... Cuando la Iglesia cierra las puertas y
dice: "nosotros solos" (sean quienes sean: los de derechas, los de
izquierdas, los santos, la jerarquía, los sacerdotes...), cuando
decimos: "nosotros solos", ya no hay Iglesia. Hay una capillita, hay
una secta. La Iglesia tiene que estar abierta siempre a todo el
mundo, incluso a los pecadores.
Y a pesar de que la Iglesia será siempre una Iglesia de hombres
pecadores, en el Credo decimos: «Creo en el Espíritu Santo en la
Iglesia". No son los hombres pecadores con sus pecados los que
hacen la Iglesia. La crea constantemente el Espíritu con su gracia
santificadora. Podríamos definir la Iglesia como el lugar de
encuentro del Espíritu vivificante de Dios con la realidad pecadora
del hombre.
El Vaticano II lo dice de otra manera: La Iglesia es la incoación,
el comienzo o inicio y la realización progresiva pero no acabada,
no perfecta, del Reino de Dios en la tierra. No es todavía el Reino
de Dios completo y realizado, pero sí algo que tiene que ver con el
Reino de Dios. Es como la semilla, la planta, que fructificara
plenamente y de modo definitivo cuando Dios nos acoja a todos en
su gloria.
Uno de los primeros grandes teólogos, ·Ireneo-SAN, obispo de
Lyon, en Francia, lo expresaba así:
"El Espíritu hace la unidad de las tribus diversas y ofrece al
Padre las primicias de todos los pueblos. Por eso el Señor
prometió enviar al Paráclito que nos haría aceptables a Dios. Así
como del trigo seco no se puede hacer una masa ni un pan sin el
agua, tampoco nosotros podemos ser uno en Cristo sin el agua
que viene del cielo. Y así como la tierra no fructifica si no recibe la
lluvia, así nosotros, que estábamos secos, no habríamos
fructificado nunca, para la vida, sin la gratuita lluvia de lo alto.
Nuestros cuerpos han recibido la unidad que lleva a la
incorrupción por el bautismo y nuestras almas lo han recibido por
el Espíritu» (Ireneo, AH, 27: PG 7,930).
·Agustín-san, rebatiendo a los donatistas, que querían hacer
ellos solos una Iglesia de santos y puros, decía algo parecido, aún
con más fuerza:
I/PAJA-TRIGO: "En este tiempo, la Iglesia es como una era, en
la que se hallan a la vez la paja y el trigo. Que nadie tenga la
pretensión de eliminar toda la paja antes que llegue la hora de
aventar. Que nadie abandone la era antes de esta hora, aunque
sea con el pretexto de evitar el daño que le pueden hacer los
pecadores... Si uno mira la era desde lejos, uno diría que no hay
en ella más que paja. Hay que revolverla con la mano y soplar con
la boca para echar fuera el tamo y descubrir el grano. Si no es así,
el grano no se ve. Y a veces aun a los mismos granos les sucede
algo de este género: se encuentran separados unos de otros y sin
contacto entre sí, y puede incluso llegar a pensar cada uno que
está enteramente solo". (Enarr. Ps. 25,5: PL 36,190-191) Ver
PARA/CIZAÑA /Mt/13/24-3O
Tendríamos que concebir la Iglesia, en relación con el Reino, no
como una realidad ya hecha, acabada y estática, sino como algo
dinámico. En la medida en que la Iglesia, en su conjunto y en cada
uno de sus miembros, crece en el seguimiento de Jesús y se deja
agarrar y transformar por la fuerza del Espíritu, la Iglesia crece, va
siendo más lo que tiene que ser y, podríamos decir, se hace en
ella más real y más patente el Reino de Dios aquí en la tierra. Y al
contrario, en la medida en que la Iglesia -en cada uno de sus
miembros y en su conjunto- se resiste a la gracia y sigue el camino
del egoísmo pecador, se distancia de lo que tendría que ser,
haciendo menguar la presencia del Reino de Dios en la tierra.
El Espíritu en la Iglesia cumple su misión primordial de hacernos
exclamar «Abba»: nos empuja hacia la filiación en la fraternidad, a
sentirnos hijos del único Padre y a comportarnos como tales,
viviendo como hermanos. El Reino de Dios es el Reino donde los
pobres son bienaventurados no porque Dios les vaya a dar la
felicidad allá arriba, sino porque realmente son acogidos ya en la
comunidad, donde los pacificadores trabajan por construir la paz,
donde los que lloran son consolados. Se va haciendo así el Reino
de Dios. Por eso la caridad y la justicia son tan esenciales en la
Iglesia. La Iglesia no es sólo el lugar donde se da culto a Dios.
Esta dimensión es una parte simbólica, necesaria desde luego,
porque toda realidad humana tiene que ser simbolizada. Pero si,
después, el símbolo no corresponde a la realidad, podría resultar
la Iglesia como un montaje vacío, falseado. A veces se dan
situaciones donde hay exceso de símbolo con respecto a la
realidad; como también otras veces hay realidades que no acaban
de encontrar los signos para manifestarse. Puede suceder que, a
pesar de tener la Iglesia tesoros espirituales insospechados, no
llegue a comunicarlos por no encontrar la manera de hacerlos
asequibles, comprensibles y amables en un sistema simbólico
adecuado. "Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al
Padre del cielo". Por eso, tan importante para la Iglesia como la
fidelidad a su Señor y al Espíritu es el deseo de comunicar
efectivamente a los hombres sus dones. De aquí nace la
necesidad de adaptar el mensaje de salvación a las posibilidades
de comprensión de las diversas culturas, las diversas situaciones
históricas, las diversas clases sociales, con un sistema simbólico
pertinente en la predicación y en la catequesis, en la celebración,
en el culto y en los sacramentos. En este sentido, la Iglesia tiene
que ser una realidad siempre dinámica y viva, siempre en
evolución orgánica.
Es cierto que Jesús la hizo plena y perfecta en su esencia, pero
permanece abierta en sus formas de predicación, de celebración,
de organización y de actuación en el mundo. De hecho, a lo largo
de la historia vemos que ha ido haciéndolo así, con más o menos
aciertos o desaciertos. Solo las personas con menguados
conocimientos históricos pueden pensar que la Iglesia salió
totalmente hecha, estructurada e inmutablemente determinada en
todo por la acción de su Fundador o de los Apóstoles. La Iglesia
ha ido evolucionando, a lo largo del tiempo y de manera muy
diversa, en los distintos ámbitos geográficos y culturales, en la
manera de concebir y expresar la fe -la predicación, la teología-,
en la manera de celebrar la liturgia y los sacramentos, en su
organización y maneras de ejercer la autoridad, en su sensibilidad
hacia la manera práctica y concreta de vivir las exigencias del
Evangelio.
Los cristianos de los países occidentales tendemos a pensar
que nuestra forma concreta de vivir el cristianismo es la forma
absoluta, necesaria y única de ser cristiano. Si tuviéramos una
mínima formación histórica sabríamos que, además de unas
formas occidentales, el cristianismo se desarrolló en multitud de
formas, algunas mucho más antiguas que las nuestras y, en
principio, tan genuinamente cristianas como las nuestras. Son
inmensas las riquezas de vida cristiana de las antiguas iglesias
orientales, persas, armenias, sirias, griegas, con sus variables
liturgias, su organización administrativa y ministerial, su derecho y
sus costumbres. El hecho de que algunas de estas iglesias -no
todas, por fortuna-, en un determinado momento histórico, a veces
por culpa de recelos, incomprensiones, intransigencias
injustificadas, rompiesen la esencial comunión con el Primado de
Pedro, no nos autoriza para descalificar en bloque sus formas de
vivir el cristianismo. La Iglesia es y ha de ser única -"una sola
Iglesia"-, pero plural. Única, porque es uno solo su Señor, uno el
Espíritu que le anima, una la suprema responsabilidad de Pedro, a
quien el Señor confió el ministerio de la unidad. Pero plural,
porque los hombres, las culturas, las condiciones de vida, las
costumbres legítimas, los usos y las tradiciones de la diversidad de
los pueblos son plurales. Creo que se puede decir que el impulso
centralizador y uniformador vigente en la Iglesia en los últimos
siglos no es teológicamente justificable, aunque históricamente
sea quizá explicable. Así lo pensaba un eminente colaborador
íntimo de Pablo VI, nada sospechoso, pues estuvo la mayor parte
de su vida al servicio de la Curia Romana.
«El arzobispo Benelli, en la Conferencia Episcopal Europea de
Augsburgo de 1973, dijo que ciertamente el primado de
jurisdicción del Papa sobre la Iglesia universal es de derecho
divino, pero la centralización del poder en Roma es resultado de
circunstancias humanas, y objetivamente una anormalidad».
(OR 29.9.74: Herder Korresp. 1973, 383 ss.)
Dicho de otra manera, la Iglesia ha de ser una ciertamente, pero
ha de ser verdaderamente católica, que quiere decir universal: no
con universalidad uniformadora, niveladora y arrasadora de las
legítimas diferencias, sino con una universalidad verdaderamente
acogedora e integradora de todo lo que hay de bueno en los
diversos pueblos y culturas. Así lo proclamó el ultimo Concilio: De
todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios,
«porque de todas recibe sus ciudadanos, que lo son de un reino,
por cierto, no terreno, sino celestial...
...La Iglesia o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no
arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino, al contrario,
todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la
idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las
favorece y asume; pero al recibirlas las purifica, las fortalece y las
eleva.
...En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes presenta
sus dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que el
todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos los que
mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De
donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de
diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado de diversos
elementos.
...Además, en la comunión eclesial existen Iglesias particulares
que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el
primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de
la caridad, define las legitimas variedades y, al mismo tiempo,
procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la
unidad, sino incluso cooperen a ella» (Lumen Gentium, n.13)
Es evidente que esta manera de entender la catolicidad o
universalidad de la Iglesia tendría que abrir nuevas perspectivas
en la cuestión ecuménica, de cara a la reunión de las Iglesias
separadas. Pero más aún se tendrían que abrir nuevas
perspectivas en la cuestión de la «inculturación» del cristianismo
en culturas distintas de las occidentales, como las africanas, las
asiáticas o las autóctonas de América. Desgraciadamente, hasta
ahora casi siempre -con muy raras aunque notables excepciones-
el esfuerzo misionero de evangelizar a los pueblos nuevos parecía
no poder superar la tendencia a "occidentalizarlos" e incluso a
«latinizarlos». Por ejemplo, durante mucho tiempo los sacerdotes
nativos de las misiones chinas eran obligados a decir la misa en
latín sin haber podido aprender el sentido de esta lengua.
Últimamente se ha adelantado notablemente en la línea
inculturadora. Pero aún no se puede decir, ni mucho menos, que
el catolicismo occidental haya entrado decididamente por el
camino de no confundir evangelización con occidentalización.
La Iglesia, toda la comunidad, con la jerarquía especialmente
responsable de ella, ha de procurar mantener la unidad esencial
de la fe en la pluralidad de formas en que puede ser vivida. Y
tienen que discernir lo que sería verdaderamente destructor de
aquella unidad, tanto en el campo de la doctrina como en el de la
práctica. Esta es la especial responsabilidad de los que, por
voluntad del Señor, tienen autoridad en la Iglesia: Pedro y los
Apóstoles, sus sucesores y aquellos que han sido llamados a
colaborar con ellos en el ejercicio de esta tarea necesaria y
delicada. Como recomendó el Señor, la autoridad en la Iglesia no
se ha de ejercer como la ejercen «los que son tenidos por jefes de
las naciones, que las gobiernan como señores absolutos y
oprimen a los pequeños. No ha de ser así entre vosotros, sino que
quien quiera ser grande, que se haga servidor, y el que quiera ser
el primero, que se haga el esclavo de todos, porque el Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 1 1,42).
MINISTRO/SOS SOS/MINISTRO La autoridad en la Iglesia no
es mas que un servicio a la comunidad, en vista a la unidad de la
fe, a la disponibilidad de los medios de la gracia y a la ayuda
efectiva a todos los hombres, especialmente a los más débiles. Se
ha de decir que los que ejercen la autoridad en la Iglesia en sus
diferentes grados y formas -desde el Papa hasta el encargado de
la iglesia o comunidad más pequeña- acostumbran a hacerlo con
este deseo de servir; pero no se puede negar que a menudo ha
habido y seguirá habiendo fallos y desaciertos más o menos
involuntarios, o abusos y pecados quizá gravemente culpables. Es
la consecuencia del modo en que Dios ha querido actuar, a través
y por medio de los hombres, con todas sus limitaciones y
debilidades y respetando su libertad. Tenemos que pensar,
porque así lo prometió el Señor, que la Iglesia no fallará jamás en
su misión esencial de anunciar la salvación de Dios y procurar a
los hombres la gracia salvadora. Por eso decimos que el Papa, e
incluso los obispos colegialmente, son infalibles cuando enseñan
oficial y solemnemente, en la forma debida, lo que ha de creer
toda la Iglesia; pero esto no quiere decir que sean impecables
personalmente o en su manera concreta de ejercer la autoridad, o
que acierten siempre con lo mejor, o que sus opiniones
personales, incluso en materia religiosa, sean incuestionables. Por
eso decimos también que el ministro más indigno o más ignorante,
aunque fuese un gran pecador, celebra válidamente los
sacramentos y es instrumento de la gracia salvadora siempre que
quiera hacer "lo que quiere hacer la Iglesia". Es decir, la misa o la
absolución de un sacerdote santo no vale más en sí misma que la
de un sacerdote indigno. La Iglesia la administran ciertamente los
hombres con sus propias cualidades y defectos, que afectan sin
duda en muchas cosas la marcha externa de la Iglesia; pero la
gracia salvadora de Dios no es cosa humana: Dios salva a través
y a pesar de los hombres, por más paradójico que parezca. Y una
vez más, topamos con el misterio de la Iglesia, el misterio de la
acción infinita de Dios en la realidad finita de los hombres.
No tenemos que pensar que Jesucristo determinó todos los
detalles de la organización y funcionamiento de la Iglesia, aunque
fuera fundada e instituida por El. Mandó a los Apóstoles que
continuasen su obra, dejándoles toda la iniciativa y
responsabilidad sobre la manera de hacerlo. Al principio la
organización era muy elemental: en cada lugar donde se reunía un
grupo de cristianos se celebraba la Eucaristía en recuerdo del
Señor de la manera que mejor parecía, y se encargaba a un grupo
de «ancianos» -a imitación de la organización de la sinagoga
judía-, bajo un jefe o presidente, que cuidara de la comunidad.
Poco a poco se fue estableciendo como un «derecho» -que se
desarrolló de manera diferente según los distintos lugares- por el
que se fue profundizando el sentido de la fe, distinguiendo las
interpretaciones coherentes con la tradición recibida y con el
conjunto del Nuevo Testamento, de otras interpretaciones más o
menos infundadas, caprichosas o aberrantes. Las comunidades
tenían cada una su vida propia, manteniendo al mismo tiempo un
gran sentido de comunión con las demás comunidades, en cuanto
a lo que se refiere a lo esencial de la fe en Jesús y a la caridad
entre los hermanos. En cuanto a las costumbres y formas
concretas de organización, las comunidades se adaptaban en
buena parte a los usos y formas de los lugares en que vivían,
purificándolos de lo que pudiese haber de indigno del Evangelio.
En el «Discurso a ·Diogneto», obra cristiana de un autor anónimo
del siglo II, encontramos esta preciosa descripción:
"Los cristianos, efectivamente, no se distinguen de los otros
hombres ni por el país ni por el lenguaje ni por los vestidos.
Porque no habitan en ciudades exclusivamente de ellos, ni hablan
ningún dialecto especial, ni llevan una vida aparte.
Repartiéndose en las ciudades griegas o bárbaras, según le
toque en suerte a cada uno, y haciéndose a los usos locales en
cuestión de vestimenta, comida y convivencia, muestran la
admirable y, por confesión de todos, paradójica condición de su
ciudadanía.
Residen en sus propias patrias, pero como forasteros; cumplen
todos los deberes de ciudadanos y soportan todas las cargas
como los extranjeros; cualquier tierra extraña es para ellos patria,
y toda patria tierra extraña. Se casan como todo el mundo y
engendran hijos, pero no exponen a los recién nacidos.
Comparten todos la mesa, pero no el lecho. Se encuentran dentro
de la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo sobre
la tierra, pero tienen los derechos de ciudadanía en el cielo.
Obedecen las leyes establecidas, pero con sus vidas superan las
leyes. Aman a todo el mundo, y todos les persiguen. Se les
desconoce y, sin embargo, se les condena. Se les mata y así se
les hace obtener la vida. Son pobres y enriquecen a mucha gente.
Les falta todo y abundan en todo". (Cap. V).
Se puede decir que en la época del imperio romano la Iglesia se
amolda a la organización y a los usos del imperio; y aún hoy día
buena parte del derecho eclesiástico, de las divisiones
administrativas o de las formas de autoridad en la Iglesia llevan la
impronta del derecho y usos romanos. Lo mismo se podría decir
del ámbito del imperio bizantino. Después la Iglesia sufrirá el influjo
de los usos del feudalismo. Más adelante, en la época centralista y
absolutista, se harán sentir en la Iglesia corrientes centralizadoras
y absolutistas en la manera de ejercer la autoridad eclesiástica.
Más recientemente, ante una nueva valoración de los principios
democráticos, se hace sentir la necesidad de una cierta
adaptación menos centralista y autoritaria del funcionamiento de la
Iglesia. Y, con todo, la Iglesia sigue siendo un misterio singular que
sobrepasa todos los sistemas o concepciones de organización
humana. En ninguna de las distintas épocas (romana, feudal,
absolutista, democrática) la organización de la Iglesia fue mera
copia del sistema existente. Y es que, por encima de toda
estructura, la Iglesia tiene conciencia de ser una comunión que es
obra del Espíritu, que la empuja más allá de lo que es solo propio
de este mundo. "En el mundo sin ser del mundo" es el principio
paradójico que le dejó su Señor y Fundador.
Este modo de existencia paradójica comporta evidentes
dificultades: sólo hay que mirar hacia el pasado para ver que ha
habido momentos en que la Iglesia ha estado demasiado metida
"en el mundo", y otros en que quizá ha estado demasiado «fuera
del mundo». Pero la profunda fuerza interior del Espíritu que el
Señor prometió a la Iglesia hace que nunca sea totalmente
atrapada por las corrientes demasiado humanas o demasiado
inhumanas que le sobrevienen; y más allá de lo que quieren y
hacen a veces hasta sus mismos representantes oficiales, destaca
lo que es la verdadera vida de la Iglesia en los santos y hombres
de Dios -canonizados o no-, que son los que, a menudo más que
las mismas autoridades, nos muestran el verdadero rostro de la
Iglesia. La Iglesia es la comunión de los santos en medio de la
historia pecadora de los hombres. No la comunión de los que se
tienen por santos y se ponen por encima y fuera de la masa
pecadora, sino la comunión de los que, desde dentro de esta
masa y sintiéndose tan afectados como cualquiera por la realidad
pecadora, buscan purificación y superación de su pecado en el
Espíritu -la Palabra, los Sacramentos, la Comunión- que se nos da
en la Iglesia. El mismo autor del discurso de Diogneto expresa la
paradoja de estar en el mundo sin ser del mundo con la imagen
del alma y del cuerpo.
"Lo que el alma es al cuerpo son los cristianos en el mundo. El
alma está en todos los miembros del cuerpo, y los cristianos están
por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo,
pero no es del cuerpo: también los cristianos habitan en el mundo,
pero no son del mundo. Invisible, el alma esta encerrada dentro
del cuerpo visible: de modo semejante, los cristianos viven
visiblemente en el mundo, aunque su piedad sea invisible. La
carne aborrece el alma y le hace la guerra sin haber recibido
ningún daño de ella, sólo por el hecho de que no le deja gozar de
los placeres. Igualmente el mundo aborrece a los cristianos sin
haber recibido ningún daño de ellos, por el hecho de que se
oponen a los placeres. El alma ama la carne y a los miembros que
la odian, y los cristianos aman también a los que les aborrecen. El
alma esta recluida en el cuerpo, pero es ella la que lo anima: así
los cristianos están como detenidos en la prisión del mundo, pero
son ellos los que animan el mundo. Inmortal, el alma reside en una
tienda mortal: así también los cristianos acampan en habitaciones
corruptibles mientras esperan la incorruptibilidad en el cielo. El
alma, mortificada por el hambre y la sed, sale cada día mejor: y los
cristianos, castigados, crecen también cada día más. Dios les ha
señalado un lugar tal que no les permite desertar".
La Iglesia es santa y pecadora como todos nosotros. Todos
procuramos seguir a Cristo, pero todos tenemos nuestras
debilidades, nuestras miserias y nuestros pecados. «Santo»
significa diferente, escogido, separado; y en este sentido, la Iglesia
es algo nuevo y renovador, que no es el espíritu del mundo. La
Iglesia es como el Señor dice en el Evangelio: la luz del mundo, la
sal de la tierra, la levadura. Estas metáforas expresan muy bien lo
que es la esencia de la Iglesia: ser sal, ser luz, ser levadura. Y
precisamente porque es sal, porque es luz, porque es levadura, ha
de estar en medio del mundo para mezclarse y producir su efecto.
La Iglesia no puede cerrarse: la sal tiene que insertarse en la
comida, la luz tiene que alumbrar en la oscuridad, la levadura tiene
que mezclarse con la masa. Por otra parte, no se puede dejar
absorber. Si la sal pierde su gusto, si la levadura se pasa, si la luz
se ahoga... se pierde todo.
De esta manera paradójica de ser la Iglesia -«en el mundo sin
ser del mundo»- surgen tensiones que han de ser asumidas y
resueltas; y cuando no se resuelven, se desvirtúa la Iglesia. Por
ejemplo, por el hecho de estar en el mundo, la Iglesia es visible,
organizada, jurídica ("como el Reino de Francia o la República de
Venecia", según decía el cardenal Bellarmino). Pero se deforma y
desvirtúa la realidad de la Iglesia si se reduce sólo a sus aspectos
visibles, jurídicos, jerárquicos, como sucedió en determinadas
épocas de maximalismo juridicista. Pero también desvirtúan la
Iglesia los que la reducen a una realidad puramente espiritual, sin
ninguna clase de organización ni de lazos visibles. Tampoco esto
correspondería a la manera histórica, humana, encarnada, en que
Dios ha querido comunicar la salvación a los hombres. La Iglesia
es visible y jurídica, es la congregación de los bautizados en
comunión externa con los obispos y con su cabeza, el Obispo de
Roma; pero también es espiritual e invisible: la comunión de los
santos en la gracia santificadora del Espíritu de Jesús. Es posible
que no todo lo que vemos de la Iglesia revele siempre esa
comunión invisible. Pero no es posible que la comunión invisible se
realice en nuestra realidad humana sin que se manifieste con
signos y manifestaciones visibles. Procuremos todos que haya la
máxima adecuación y correspondencia entre estos dos aspectos
de la realidad eclesial. La Iglesia será lo que su Señor quiere que
sea en la medida en que cada uno de nosotros procure ser fiel
seguidor de aquel Señor, con plena y responsable docilidad a su
Espíritu.
JOSEP
VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986.Págs. 174-192