EL MISTERIO EN EL NACIMIENTO
DE LA IGLESIA
Descendiendo el curso de los siglos con el pueblo judío, hemos
llegado al fin a la época en que los historiadores fijan el
nacimiento de la Iglesia. Es el momento en que ella aparece a
pleno día. Deja el secreto de su prehistoria. ¿No pasa entonces el
misterio a la experiencia? ¿No se ha convertido en Iglesia de
hecho, simple y verificable como todas las existencias históricas?
¿Cesa el Misterio de la Iglesia en Palestina, en el siglo primero de
nuestra era?
¿Qué dicen de ello los cristianos?
Que el nacimiento de la Iglesia es un hecho histórico, manifiesto
por los métodos del estudio histórico, nadie lo duda. Por lo
demás, hace ya mucho tiempo -y no se deja de volver a hacerlo-,
se han catalogado, rotulado todos los hechos y gestos de Jesús
de Nazaret al instituir la Iglesia, se han fechado sus palabras y sus
actos, comentado y discutido todos sus detalles. La aparición de
la Iglesia es, para los historiadores, un hecho como la aparición
de toda sociedad humana.
No son los teólogos católicos quienes lo discutirán. Tampoco
serían ellos los que nos impidieran subrayar este punto de vista,
puesto que ellos dan al proceso de institución jurídica un relieve
predominante y casi exclusivo 1. Ciertamente, están obligados a
ello, pero de escucharles uno acabaría por creer que la fundación
de la Iglesia no fue sino un acto como tantos otros, idéntico a la
decisión por la cual un individuo decide fundar una sociedad
cualquiera, deportiva, de socorros mutuos, de investigación
científica, etc.... El nacimiento de la Iglesia entonces sólo sería
cosa de un «acta» notarial y de un buen método para poner en
práctica esta «acta».
En tales condiciones se concibe que unos cristianos - los
protestantes por ejemplo, y también otros - estén poco tentados
de adherirse a una concepción que, según creen, ignora el
sentido de la Revelación y prefieran declarar -demasiado
unilateralmente a su vez- que el nacimiento
de la Iglesia es un «acontecimiento» de gracia, pura y
simplemente un misterio invisible, del cual importa más creer
gracias a la fe que existe, y que es trascendente, que discernir si
se inscribe en la historia y cómo se inscribe. Estos cristianos no
tendrían necesidad de ser estimulados para decir que la
institución de la Iglesia, en el sentido jurídico de los católicos
romanos, es una realidad demasiado mezquina para haber
constituido en toda su verdad el nacimiento de la Iglesia.
Por fortuna, no es necesario escoger entre estos puntos de vista
como si se opusieran. El nacimiento de la Iglesia es a la vez
institución, acto que «es cosa de derecho», visible, verificable,
histórico y acontecimiento sobrenatural, invisible por consiguiente
y trascendente a la historia. Por decisión divina estas dos caras
de la misma realidad no son separables, sino esencialmente
solidarias una de otra.
El nacimiento de la Iglesia es misterio de fe y es historia. Es un
hecho que sobrepasa el tiempo y los hombres que son sus
actores. Sin embargo, este hecho se presenta en la historia bajo
apariencias visibles, en gestos humanos. El Catecismo. Romano
lo ha dicho hace mucho tiempo: la fundación de la Iglesia es un
misterio que sólo se reconoce en la fe, si bien se puede percibir
algo de la Iglesia aunque se sea turco o judío o incrédulo
-añadiremos para nuestro tiempo -. Es por otra parte bastante
curioso que un protestante, Karl Barth, se complazca en citar este
texto 3.
Nuestra intención es recordar en la fundación de la Iglesia los
aspectos visibles y jurídicos - la «institución» -, pero sin omitir por
ello la obra divina e invisible, el «acontecimiento» carismático 4 .
Estos dos elementos son solidarios y en su solidaridad se sitúa el
misterio del nacimiento de la Iglesia.
I. Fundación de la Iglesia y misterio de Cristo
En la historia religiosa de la humanidad, la fundación de la Iglesia
no es un episodio como otros. Se relaciona con el Cristo histórico,
y basta abrir los ojos para percibirlo, y es solidario también del
Misterio total, que es el Cristo en su Plenitud (Colosenses, 1, 25
ss.). Hay que abrir los «ojos de la fe» para distinguirlo. La
fundación de la Iglesia, en efecto, se realiza a lo largo de la
existencia histórica del Señor, en el mismo Hombre Dios, antes de
la Resurrección y después de la Resurrección. En ciertos
aspectos, se prosigue hasta el fin de los tiempos. Es lo que
trataremos de mostrar en las páginas que siguen.
A decir verdad, es el mismo Cristo quien nos invita a pensar que
la constitución de la Iglesia es un misterio sucesivo. Algunas de
sus palabras abren esta perspectiva.
En Cesarea, después de la confesión de Pedro: «Tú eres el
Cristo, Hijo de Dios», Jesús declara: «Edificaré mi Iglesia». Habla
en futuro. Por más que designe a Pedro como cabeza, por más
que haya reunido ya los doce primeros discípulos, no considera
que su Iglesia esté construida. También en futuro habla cuando
anuncia que Pedro recibirá las llaves del Reino de los Cielos, el
poder de atar y desatar. (Mateo, 16, 18-19). También de futuro se
trata cuando Cristo confía a los Doce ese mismo poder de atar y
de desatar (Matea, 18, 18). ¿Cuál es este futuro? ¿Dónde está
situado en la vida de Cristo? En el momento en que estas
palabras son pronunciadas, no lo sabemos.
Después de la última Cena, cuando Cristo ha celebrado la
Eucaristía con los Apóstoles, conversa con ellos y les anuncia un
acontecimiento futuro, la venida del Espíritu Santo (Juan, 14, 16).
Ahora bien, el Espíritu Santo tiene una misión eclesial. A él, en
efecto, se asigna la misión de conservar la verdad, de
interiorizarla en los miembros de la Iglesia (Jn 16, 13; 14, 20-26),
de mantener la unidad de la asamblea en Jesucristo (Juan, 14,
20). Así Cristo insinuará que la fundación de la Iglesia se extiende
hasta más allá de su muerte, puesto que el Espíritu Santo no
puede venir hasta que él mismo haya dejado a los suyos.
Estas pocas indicaciones son suficientes para invitarnos a seguir
las etapas de la fundación de la Iglesia, a descubrir cuanto sea
posible su Misteriosa sucesión.
II. El primer tiempo de la fundación eclesial antes de la
Resurrección
La Iglesia fue deseada por Cristo 5. Mas para medir la extensión
y la profundidad de su intención, es mejor situarse en el punto de
donde se abarca todo el misterio según sus dimensiones
humanas y divinas.
¿Cuál es este punto privilegiado? La última Cena.
¿Por qué? Porque Cristo, en el transcurso de la última cena dio
el sentido definitivo de su misión, de su vida y de su muerte,
aclarando de manera decisiva las alusiones o las declaraciones
que había hecho anteriormente.
La tarde del jueves 6, habiendo llegado a Jesús «su Hora»,
reunió a su alrededor a los doce compañeros para la última cena,
antes de la prisión y la muerte. Es un instante único. Va a suceder
el cumplimiento de la profecía sobre el Reino de Dios y la Iglesia.
En estas pocas horas se resumirá la «institución» y se descubrirá
el «acontecimiento», que da a la institución su perpetua eficacia.
Entonces la intención que anima al Señor desde el comienzo de
su ministerio adquiere un sentido preciso. Se trata de realizar el
reino de Dios -por una parte ligándolo para siempre al Misterio del
Cristo Salvador -por otra parte confiando sus destinos a las
manos de los Doce y de sus sucesores. Este advenimiento del
Reino había frecuentado a los videntes del Antiguo Testamento y
éstos lo habían representado bajo la imagen de un banquete
escatológico (Isaías, 15, 16 ss). Cristo recoge, pues, esta imagen.
(Mateo, 8, 11; 22, 14 ss.). Más aún, aquella tarde, anticipa el
banquete de los últimos tiempos, con el pan y el vino sobre
aquella mesa, y promete que la esperanza del Reino se colmará
infaliblemente: «Ardientemente he deseado comer con vosotros
esta Pascua antes de mi pasión; porque os digo que ya no la
comeré otra vez hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de
Dios» ... ; «ya no beberé el zumo de la vid hasta que llegue el
Reino de Dios» (Lucas, 22, 15-16 y 18).
La intención de Cristo. - ¿Cómo comprende Cristo el Reino de
Dios de que habla en esas últimas horas y cómo concibe que
debe cumplirse?
Para responder a estas preguntas, hay que retroceder a los tres
años que precedieron a la última Cena. Ellos prepararon,
esbozaron, la fundación de la Iglesia, que se realiza en el
transcurso de esta velada. Muchas veces apareció entonces el fin
del Señor, que no es solamente enseñar la Buena Nueva, sino
constituir el verdadero pueblo y conducir la historia de los
hombres a su término por medio del pueblo de la Alianza, que es
precisamente realizar el Reino de Dios.
Repitiendo durante la Cena la expresión «Reino de Dios», Cristo
despertaba pensamientos y deseos familiares a sus comensales.
Evocaba imágenes gloriosas: el Señor Yahvé manifestaría un día
su poder a todas las naciones del mundo y se daría a conocer
como el único Señor, como el único Dueño del tiempo, como el
único Rey de todos los pueblos; no habría límites en el Reino de
Dios; su extensión sería universal, puesto que Dios es el dueño
de todos. Claro está que, como ha dicho y repetido la Escritura, el
advenimiento del Reino de Dios no puede acaecer sin que Israel
sea su instrumento y los Apóstoles lo dudan menos que nadie.
Anunciar el Advenimiento del Reino de Dios es anunciar al mismo
tiempo el último período de la Historia, aquél en que la existencia
de Israel ya no será discutida, en que el pueblo de Dios
reconstituido ya no deberá temer la muerte y los enemigos que
hasta entonces tan tristemente le habían maltratado. Una vez
establecido, el Reino de Dios es imperecedero, es la última época
del mundo, es «escatológico» (Mateo, 25, 31-46). Israel, pueblo
de Dios, pueblo del Reino de Dios ¿puede ser otra cosa que el
pueblo definitivo?
Evocando estos pensamientos, Jesús, en el transcurso de su
ministerio, había encontrado el acuerdo fundamental de sus
oyentes: el Reino de Dios no podía imaginarse sino a través de
un pueblo consagrado a Dios, instrumento de Dios, mediador de
la salvación universal, y este pueblo era evidentemente Israel.
Simultáneamente, Jesús sugería la perpetuidad de Israel.
Si Cristo debe explicarse más ampliamente, es porque en ciertos
puntos Él introduce innovaciones. Y el acuerdo con sus oyentes
cesa.
En efecto, Cristo aseguraba que el pueblo de Dios ya no sería
una entidad política o racial (Marcos, 12, 17). ¿Cómo iba a serlo,
por otra parte, el pueblo de Dios, si el mismo
Reino no lo es (Juan, 18, 33)? En este Reino, pues, no se entrará
por derecho de nacimiento, la pertenencia al Reino no será una
herencia en que uno se instala porque padre y madre la han
transmitido. El Reino es un mundo espiritual, cuya carta, espiritual
también, es el Sermón de la Montaña, cuyos valores están
constituidos por las Bienaventuranzas y por la justicia interior
(Mateo, 5, 1 ss.; cf. Marcos, 10, 14-15). Igualmente, el Reino de
Dios no puede ser privilegio de una nación con exclusión de otra,
de una raza en detrimento de las demás. Para pertenecer a este
Reino, es preciso y suficiente tomar como programa personal las
Bienaventuranzas, seguir a Cristo adonde vaya (Mateo, 16,
24-26), después de haberse unido a Él y al Reino por medio del
bautismo (Juan, 3, 5; Marcos, 16, 16).
Cristo prosigue pues, el eterno Designio, bien conocido de los
judíos: constituir el pueblo del Reino de Dios. Pero es un pueblo
cuyos súbditos serán tomados de la masa de todos los pueblos
de la historia, sin distinción de color, de raza o de patria. Las
únicas condiciones de la nueva ciudadanía son la justicia y la
obediencia a los guías del pueblo (Mateo, 16, 19; 18, 16). Por ello
también, el Reino de Dios es universal en derecho y la igualdad
reina entre todos, también en derecho.
Esto era nuevo. Pero hay más novedades aún. Los judíos
pensaban que el Reino de Dios se cumpliría terrenalmente. Sin
duda las grandiosas imágenes que los profetas habían empleado
para describir el advenimiento del Reino hubieran debido intrigar
a los lectores de sus oráculos 7 e incitarlos a preguntarse: ¿,En
qué lugar se cumplirá el Reino de Dios? ¿Será en la tierra? ¿Será
más allá de la historia presente y por encima de nuestro mundo?
En realidad los judíos, en conjunto, no habían retenido mucho
más que el cumplimiento terrestre... Pero ahora habla Jesús. Y Él
lo afirma: el Reino de Dios se realiza en la tierra, pero al mismo se
cumple más allá, más arriba de nuestra historia, ante Dios, en el
tiempo en que cada uno será definitivamente recompensado o
castigado según sus méritos o sus deméritos. Así pues, el Reino
de Dios aparece como terrestre y presente, futuro y trascendente
a la tierra (Mateo, 25, 31-46; cf. 13,
36-43).
Tal es el Reino de que hablaba Cristo durante la última Cena.
Pero queda una pregunta: ¿Tendrá todavía Israel un papel
exclusivo que desempeñar en el advenimiento del Reino? Todos
lo creían, alrededor de Jesús, y no quería soltar prenda. Por lo
demás, las profecías que Cristo pretende cumplir dicen
claramente que Israel subsistirá indefinidamente. No obstante,
Cristo afirma explícitamente que el privilegio de los judíos es
abolido en razón de sus infidelidades: «El Reino de Dios os será
quitado para ser confiado a un pueblo que le haga dar frutos»
(Mateo, 21, 43; cf. 8, 11-12, 21, 34-36; 22, 1-14; comp. con
Lucas, 13, 6-9; 14, 15-24). Existe pues una antinomia cuyos
elementos parecen inconciliables.
Esta antinomia es tanto más irritante cuanto Jesús se presenta
como el Mesías, es decir como el Rey de Israel.
Lo hace sin duda en una perspectiva particularísima, dándose el
título de «Hijo del Hombre», pero su reivindicación no es
discutible. En otras partes, Cristo describe el Reino del Hijo del
Hombre y sus habitantes (Mateo, 13, 41); en otras partes también,
habla de «su Reino» (Mateo, 16, 28; Juan, 18, 36). Jesús es,
pues, Rey del Reino de Dios. Lo es igualmente de Israel,
aceptando el título de rey que le daba la buena gente, y dejando
recordar su origen davídico.
Así pues, en la persona de Cristo, Israel y el Reino de Dios
coinciden y parecen identificarse exactamente. Pero entonces,
¿cómo puede Cristo declarar en el mismo momento que el Reino
de Dios será quitado a Israel y confiado a otro pueblo?
El acto de fundación.- I/FUNDACION: Cristo, al parecer, hablaba
en enigma. Él mismo declaró que anunciaba el «secreto del Reino
de los cielos». Éste, ya explicado durante los años del ministerio
público, se aclarará más aún durante la última Cena. Allí es, en
efecto, donde aparece la fundación del nuevo Israel, salido del
antiguo, allí es donde el nuevo Israel se hace distinto del antiguo
pueblo que, sin embargo, continúa.
Los Doce pues, están reunidos alrededor de Cristo, en la
estancia encojinada, en el piso superior. No son invitados de azar,
comensales casuales o de conveniencia.
Son los Doce, escogidos por Cristo para «ser sus compañeros»
(Marcos, 3, 14). Ellos no han escogido a su Maestro (Juan, 15,
16), han sido llamados y, esta noche, convocados una vez más. El
Maestro ha hecho de estos humildes unos encargados de misión,
representantes de su propia persona (shaliah): «Quien os
escucha me escucha» (Lucas, 10, 16). «Quien os recibe me
recibe» (Mateo, 10, 40, Juan, 13, 20). Lo hayan o no comprendido
desde el primer día, los doce compañeros se han convertido en
personajes oficiales en el orden que se instaura. La madre de los
dos hijos de Zebedeo, por lo menos ella, sí lo había comprendido
bien (Mateo, 20, 20).
Escogidos doce, se han convertido en «los Doce», tantos como
tribus en Israel. Aquella tarde se reunieron, sólo doce,
representando las tribus. Ellos son «el Resto». Significan también
el pueblo por venir, son su principio, tal como Cristo ha querido, a
fin de promover el advenimiento del Reino de Dios. Si bien no son
más que un «pequeño rebaño», a ellos con todo ha decidido Dios
confiar el cuidado del Reino entero (Lucas, 12, 32). En medio de
ellos está el rey pacífico, Hijo del Hombre, hijo de David, que les
ha convocado. Es la asamblea oficial del pueblo en devenir. Por
ello Jesús había empleado, para designarla de antemano, el
mismo nombre que designaba antaño la asamblea oficial del Israel
del desierto (Deuteronomio, 9, 10). La había llamado: «mi
ekklesia» (Mateo, 16, 18; cf. 18, 17), palabra de que deriva
«iglesia». Tal es la asamblea del nuevo Israel, cuyo verdadero
Mesías, Jesús, es Rey para siempre.
La ekklesia está pues, alrededor de la mesa, sus miembros
comerán juntos la Pascua. Así como antaño en Egipto la primera
Pascua había sido el origen en la constitución del pueblo elegido,
así ahora es ella el momento decisivo en la constitución del nuevo
pueblo, que sucede así al antiguo Israel. Nova et vetera.
Es una comida. En todas las civilizaciones del mundo, la comida
tiene un sentido por sí misma, cuando es tomada en común.
Significa intimidad, familiaridad, y la crea. Es la consagración de
un acercamiento, sanciona una amistad, funda una comunión.
Esa noche, alrededor de Jesús, la cena conserva su sentido: el
lazo de la ekklesia es afecto al Señor, amistad de todos con
todos. No es un azar que el mismo Cristo reanude la enseñanza
sobre la caridad, antes de la cena y en términos apremiantes
(Juan, 13, 33-36; 15, 1-17; 17, 21-26). Pablo había comprendido
bien las cosas cuando escribía más tarde: «Puesto que no hay
sino un solo pan, todos nosotros no formamos sino un cuerpo» (1
Co, 10, 17), una sola familia.
Con esta cena suena el final de una época. Es al mismo tiempo el
principio de otra. Juan, en su relato, introduce la cena con
solemnidad. En efecto, Jesús va a morir. Con todo, no es
únicamente la perspectiva de la muerte la que da la gravedad del
instante, sino los acontecimientos que le son solidarios. Es el fin
de una era: «Ya no comeré otra vez esta Pascua (de la Antigua
Ley)», dice Cristo. La Alianza mosaica ha terminado, pero se
perfila un cumplimiento: «... hasta que tenga su cumplimiento esta
Pascua (es decir que sea terminada y renovada) en el Reino de
Dios» (Lucas, 22, 16). Un mundo desaparece, pues, ya que Cristo
va a morir: «ya no beberé el zumo de la vid». Con Cristo muere la
ley antigua (Gálatas, 3, 13), y todo lo que sostiene y supone la ley
antigua. Otro mundo surge, el advenimiento del Reino que llega
(Lucas, 22, 18) y que llega en la celebración eucarística.
Este mundo nuevo es la Iglesia. Para mejor advertirlo,
consideremos la cena en que estos acontecimientos suceden.
PAS/NUEVO-EXODO: Es la cena pascual. La primera Pascua
había sido para el pueblo hebreo la señal de la partida. Habían
dejado Egipto en nombre de Yahvé, para convertirse en el pueblo
de Dios en la Alianza del Sinaí. Lo mismo ocurre a los Doce en el
curso de la última cena. La historia vuelve a empezar, se prepara
un nuevo Éxodo. No se trata ya de dejar Egipto, sino la
mentalidad de esta raza que es la suya y que rehúsa reconocer
en Jesús al Mesías auténtico y en su comunidad al Verdadero
Israel, instrumento del Reino de Dios. Ahora hay que dejar la
incredulidad y seguir al Hijo del Hombre, sin mirar atrás (Lucas, 9,
62). Más aún, hay que reproducir la imagen del Hijo de Dios
(Romanos, 8, 29). Esto significa convertirse en el pueblo de Dios,
procurar el Reino de Dios, siguiendo al hijo de David, al Rey
Jesús.
A los doce, como a los hebreos en el, Sinaí, se ofrece y concede
la Alianza (Éxodo, 19, 3-8). Pero ésta es nueva y eterna, Jesús la
proclama y la instaura (Lucas, 22, 20), cumpliendo así la
predicción de Jeremías (31, 3-14). Es un nuevo pacto que supera
el antiguo, así como el Reino descrito por Jesús supera el Reino
previsto por los profetas. Como la Antigua, la Nueva Alianza no
recibe consagración y validez sino en el sacrificio. Pero éste es
nuevo, más profundo, más total. No se trata ya simplemente de
una destrucción o inmolación ritual (Levítico, 16 y 17), sino que se
trata de volver a Dios a través de la muerte. El Rey Mesías es
quien pasará primero (Juan, 13, l), el Hijo de Dios será el
sacrificio, con su cuerpo, su sangre, su alma: «Éste es mi cuerpo,
que se da por vosotros» (Lucas, 22, 19), «ésta es mi sangre del
nuevo Testamento, la cual será derramada por muchos para
remisión de los pecados» (Mateo, 26, 28). Él se pone a la cabeza,
porque es el Rey. Así es sellada la Alianza con la sangre, y el
pueblo que sigue a la Cabeza elegida por Dios se convierte, en la
sangre de la Alianza, en el pueblo de Dios, como en el Sinaí.
También como en el Sinaí (Éxodo, 24, 9-12), cada uno de los
Doce es invitado ahora a comprometerse personalmente en la
Alianza, a ratificar por su cuenta el sacrificio, participando en él
ritualmente y aceptándolo espiritualmente para el instante en que
deberá entregar su vida a Dios como Cristo. Es la comunión con
el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Que cada uno de ellos se
convierta en aquello que recibe: «Tomad y comed ... » «Tomad v
bebed ... ».
Así se cumple la fundación del Nuevo Israel. En adelante su
destino está soldado al Sacrificio personal del Señor Jesús,
irrevocablemente.
En efecto, para siempre la nueva comunidad está unida al
sacrificio de Jesucristo, a su Muerte, a su Resurrección. Para que
nadie lo ignore, Cristo declara formalmente: «Haced esto en
memoria mía». Habrá pues que repetir el sacramento del
sacrificio, mantener la virtud de la Redención en medio de la
Iglesia. Es un deber, y por lo mismo es un poder. Los Once que
quedan -Judas acaba de salir- reciben así la misión de perpetuar
la nueva Alianza perpetuando el Sacrificio que la funda. Lo harán
mientras exista Iglesia, es decir hasta el fin de los tiempos (Mateo,
28, 20), mientras haya pecados por borrar, es decir hasta el fin
del mundo pecador.
Todo ha terminado. Jesucristo ha dicho lo esencial. ¿Qué se ha
hecho de la Ekklesia del Señor? ¿Qué son ahora los Primeros de
la Ekklesia?
Son sacerdotes, puesto que tienen la misión del sacrificio, a fin de
perpetuarlo. Son sacerdotes para procurar el advenimiento del
Reino de Dios por medio del único Sacrificio. Son sacerdotes para
introducir en el sacrificio del Señor el pueblo por venir cuyo
principio ellos mismos son.
Pero son también jefes. Son jefes porque Jesucristo les confía
-sólo a ellos- la iniciativa de la Eucaristía y la misión de reunir al
pueblo con vistas a la celebración del sacrificio. Por otra parte, el
deber que incumbe a los apóstoles de dirigir la Ekklesia, Cristo no
lo había dejado a la sombra. Antes de la última Cena, los Doce
fueron expresamente designados como conductores de hombres,
jefes para regir la Iglesia de Dios (Mateo, 16, 18-20; cf. Hechos,
20, 28) y para sancionar, de ser preciso, los delitos (Mateo, 18,
15-28).
Sacerdotes, jefes, los Doce son también instituidos doctores. Al
repetir la Eucaristía según la orden del Señor, proclamarán al
mismo tiempo que la gracia de la salvación viene por la Eucaristía,
enseñarán cuál es la economía de la Misericordia, tal como el
Señor la revela por primera vez al declarar: «Éste es mi Cuerpo
que se da por vosotros». «Ésta es mi sangre derramada por
todos para la remisión de los pecados». La celebración
eucarística es una lección de cosas, por así decirlo, ya que
celebrar la Eucaristía es declarar con actos y palabras que la
salvación es real, que el Reino de Dios se acerca, que Jesucristo
es Salvador, aquí y en este momento, bajo estos ritos y en esta
asamblea dirigida por los apóstoles o sus sucesores. Además, el
Señor, mucho antes de la última Cena, había impuesto esta
misión doctrinal. En términos explícitos había confiado: «Quien os
escucha me escucha» (Lucas, 10, 16) y lo había repetido (Mateo,
10, 7-27; 18, 18) en favor de los Doce, así como había
encomendado a Pedro: «Te daré las llaves del Reino
de los Cielos, y lo que tú atares en la tierra, atado será en el cielo,
y lo que desataras, desatado será en el cielo» (Mateo, 16,.19) 9.
Así termina en lo esencial la constitución de la Iglesia. Jesús
establece el derecho en el pueblo de Dios. Las estructuras
definitivas son colocadas cuando Jesús ha terminado de
«instituir» los ritos eucarísticos y cuando ha terminado la
«ordenación» de los hombres habilitados para perpetuarlos.
Desde ahora al celebrar la Eucaristía -«Haced esto en memoria
mía»-, los Apóstoles y sus sucesores obedecerán a su triple
deber. Jefes de la Iglesia, deberán convocar al pueblo a la Mesa
del Señor; doctores, enseñarán el misterio de la salvación
cumpliéndolo sacramentalmente; sacerdotes, perpetuarán la obra
de la Redención en el único Sacrificio.
Tal es el derecho divino. Es inmutable, y para preservarlo de
toda desviación, Cristo permanecerá presente a los Apóstoles y a
la Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mateo, 28, 20).
El acontecimiento de gracia. - Acabamos de seguir los contornos
visibles de la «institución». Pero por sí misma ésta no posee valor
alguno. Lo que le confiere alcance y sentido trascendentes es el
poder divino. Éste transforma la decisión de Cristo en acto eficaz
para toda la duración de la historia humana. Pero esta gracia
transformadora, Cristo, en el momento de la Cena, todavía no la
ha merecido para su Iglesia, sólo el Sacrificio total podrá
obtenerla, como insinúan las mismas palabras de Jesús durante la
última Cena.
Así, pues, cuando Cristo deja el Cenáculo, todavía no ha
terminado de fundar su Iglesia. Ha trazado sus estructuras. Pero
el pueblo eclesial -su germen, los Doce- no es todavía la mansión
santa, el pueblo de Dios, el instrumento de la salvación. Es en su
Pasión cuando Cristo merece definitivamente esta gracia, y es en
su Resurrección cuando esta gracia es puesta irrevocablemente a
disposición de la Iglesia.
Entonces, pero sólo entonces, se cumple el «acontecimiento» y
se termina la obra absolutamente sobrenatural de la fundación
eclesial. La venida del Espíritu Santo, en Pentecostés, será la
eclosión de la Redención que ha fundado la Iglesia.
Mientras espera ese día, la Iglesia no es todavía todo lo que
debe ser. No puede conceder el perdón de los pecados, puesto
que el cuerpo del Señor todavía no ha sido entregado para la
remisión de los pecados. No puede transmitir la vida eterna,
puesto que Jesús no ha triunfado todavía, en la Resurrección,
definitivamente de la muerte, triunfando del pecado. No puede
derramar el Espíritu Santo porque Cristo no es todavía «espíritu
vivificador», «no se había comunicado aún el espíritu, ya que
Jesús no había sido glorificado» (Juan, 7, 39).
La Pasión y la Resurrección de Jesucristo son el acontecimiento
sobrenatural que da al grupo de los Once la gracia de ser una
comunidad sobrenatural en el poder de Dios. En adelante estará
abierta la fuente de donde los primeros discípulos recibirán fuerza
de cohesión, perseverancia e irradiación en la fe, impulso y fervor
en la caridad. En adelante estará adquirida la participación en la
santidad del propio Señor. Y los Apóstoles obtendrán todas estas
gracias, no como un privilegio individual pura y simplemente, sino
como un privilegio conferido en su persona y la Iglesia como tal.
El misterio del Calvario y de Pascua es pues, para la fundación
de la Iglesia, el instante capital. La Iglesia adquiere consistencia
divina. Se convierte, en Cristo que sufre y que resucita, en el
pueblo de Dios, el verdadero, el que Dios ha querido desde toda
la eternidad y para el cual el Israel según la carne había sido
deseado. Se convierte en el pueblo que renuncia a la
servidumbre del pecado, que conserva la fe, la esperanza y la
caridad, es «la raza elegida, el sacerdocio real, la nación santa, el
pueblo rescatado» (1 Pedro, 2, 9). Solidario de Cristo a causa de
la Pasión y Resurrección, -la Iglesia será su Esposa para siempre
(Efesios, 5, 23-30).
Por este mismo hecho, la Iglesia se convierte en el instrumento
eficaz de la salvación. Unida a Cristo, como la Esposa a su
Esposo, como el Cuerpo a la Cabeza, ella prolonga a Cristo. Su
existencia y su palabra son ya Verbum Domini, la Palabra del
Señor (Hechos, 9, 2; cf. 6, 7; 12, 24; 19, 20). Su crecimiento y su
acción serán en adelante el advenimiento progresivo del Reino de
Dios y la efusión de la vida divina (Efesios, 2,20 ss; 4, 12-13, 16;
Colosenses, 2, 19).
Estas verdades contenidas en la Escritura, los Doctores de la
Iglesia las han expresado de diferentes modos.
Pío XII las repetía en las encíclicas Haurietis aquas y Mystici
Corporis, de las cuales bastará recordar esta frase que reúne el
«acontecimiento» y la «institución»: «El Divino Redentor inició la
edificación del Templo Místico de la Iglesia cuando, en sus
conversaciones, formuló sus mandamientos, y la terminó cuando,
glorificado, fue colgado en la Cruz».
Institución y acontecimiento. - Ahora se comprende por qué la
Cena es, en la fundación de la Iglesia, un momento decisivo. Ella
remite, en efecto, a las dos dimensiones de la edificación de la
Iglesia: la «institución» y el «acontecimiento» de gracia.
El Señor resume en ella todos los actos institucionales que había
planteado en el decurso de su vida: reunión, formación e
instrucción de los Doce, y colocación de su misión. Todo esto se
encuentra en el curso de la celebración del Jueves Santo.
Pero a todos estos actos el Señor asigna explícitamente un
sentido carismático. Todas las decisiones, todos los
mandamientos formulados antes por Cristo se ordenan, en el acto
eucarístico, a la Redención. En el Misterio redentor, los gestos
constitucionales reciben de Cristo valor de eternidad y eficacia
sobrenatural. En la misión dada Jesucristo infunde la gracia y en
las funciones el poder salvador. Cuando Cristo prescribe: «Haced
esto en memoria mía» une «esto» -el Sacrificio Redentor- al
"hacer» de los Apóstoles, a su acción jurídica y visible, a su
misión.
III. El segundo momento de la fundación,
después de la Resurrección
Jesús, al anunciar que se dará el Espíritu Santo a los Apóstoles a
fin de ayudarles a cumplir su misión eclesial, daba a entender que
la Iglesia no estaría realmente terminada hasta que hubiera
venido el Espíritu; ya lo hemos dicho. Ahora bien, Jesús ha
resucitado de la muerte, es glorificado «predestinado Hijo de Dios
con poder según el Espíritu de santificación por su resurrección
de entre los muertos» (Romanos, 1, 4). Convertido en espíritu
vivificador (Corintios, 15, 45), puede enviar al Espíritu Santo.
Incluso es necesario que lo envíe, ya que sólo el Espíritu puede
transmitir a la primera comunidad los bienes que pertenecen a
Jesucristo (Juan, 16, 14-15). Pero esa hora hay que separarla.
La institución confirmada. -Hasta ese momento, que el Padre ha
fijado por su sola autoridad, Jesús, entre la Resurrección y la
Ascensión, vuelve a sus Apóstoles. Vuelve a la tarea, por así
decirlo, de la institución de la Iglesia, repite a los Once su misión,
repasa con ellos los deberes impuestos, renueva los poderes
encomendados. Una vez más, se inclina sobre la estructura de su
Iglesia, la presenta al Espíritu Santo que promete de nuevo y cuya
venida Él anticipa.
Es entonces impresionante encontrar en boca de Cristo
voluntades parecidas a las que expresaba antes de la
Resurrección y palabras idénticas para formularlas. Cristo
después de la Resurrección es exactamente el mismo de antes de
la Resurrección.
Antes de morir, el Señor había dicho dirigiéndose a su Padre:
«Así como tú me has enviado al mundo, así yo los he enviado
también a ellos al mundo» (Juan, 17, 18). Ahora, apareciéndose a
los diez apóstoles en Jerusalén, en ausencia de Tomás, declara:
«Como el Padre me ha enviado, así también yo os envío». Dicho
esto alentó sobre ellos y añadió: «Recibid el Espíritu Santo. A
aquellos a quienes perdonaréis los pecados, les serán
perdonados; a aquellos a quienes los retuviéreis, les serán
retenidos» (Juan, 20, 21-23). Estas pocas palabras repiten
también, parcialmente al menos, los poderes concedidos a los
Apóstoles cuando Cristo les decía: «Todo lo que atáreis en la
tierra atado será en el cielo, y todo lo de desatáreis en la tierra
será desatado en el cielo» (Mateo, 18, 18).
Igualmente también, Cristo resucitado recapitulaba los poderes
de enseñar y de gobernar. Éstos son definitivamente confiados a
Pedro -en presente esta vez-, cuando la aparición en el lago de
Genezaret. Solemnemente y por tres veces, Jesús encarga a
Pedro que apaciente el rebaño de Cristo: «Apacienta mis
corderos, apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos» (Juan,
21, 15-18) 11.
Más tarde aún, el Señor vuelve sobre la misión doctrinal de los
Apóstoles para subrayar otro aspecto bien preciso: «Seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda la Judea y la Samaria y hasta los
confines de las tierra« (Hechos, 1, 8; Lucas, 24, 47-48). Es la
misma misión que les había sido confiada cuando su designacíón
como Apóstoles (Mateo, 1o, 18-20) y repetida poco antes de la
prisión del Maestro. (Juan, 15, 27.)
Es instructivo ver a Cristo glorificado y «espíritu vivificador»
refrendar los estatutos de su Iglesia. En una especie de premisa a
la efusión del Espíritu Santo, consagra los elementos funcionales
de su comunidad. Según el relato de Mateo la última
preocupación del Señor antes de la Ascensión es confirmar los
deberes de los jefes de su Iglesia: «Formad discípulos», -deberán
santificar a los hombres -: « ... bautizándolos en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», deberán gobernar e instruir:
« ... enseñándoles a observar todo lo que yo os he prescrito»
(Mateo, 28, 19-20) 12.
Así pues lo que Jesús humilde y perseguido establecía en su
Iglesia, el Señor, Juez de los vivos y de los muertos, lo consagra
expresamente en la gloria de la Resurrección, y lo ofrece al
Paráclito como un instrumento destinado a realizar los designios
de Dios.
El acontecimiento de la gracia: la efusión del Espíritu. -Ha llegado
el momento en que el Espíritu Santo animará el instrumento
constituido por Cristo: es la fiesta de Pentecostés. En este día en
la Iglesia, tal como ha sido estructurado por Cristo, se derrama el
Espíritu Santo cuya venida Cristo ha merecido. Desde este
momento la Iglesia, hasta entonces confinada y silenciosa en el
Cenáculo, se anima, entra en movimiento , y Jerusalén lo
advertirá sin tardanza y sin complacencia.
El acontecimiento evoca la creación del primer hombre. Dios
había modelado primero el cuerpo, y después «insufla un hálito
de vida» (Génesis, 2, 7). Así Jesús formó primero el cuerpo de la
Iglesia y ahora le insufla un alma que es el Espíritu Santo.
A la comunidad primera como tal fue dado el Espíritu Santo, a los
jefes de la Iglesia se hizo el don, porque eran jefes y para que lo
fuesen como hay que serlo (Hechos, 1, 15; 2, 1; 2, 44-47; cf.
Juan, 17). Lo que se les concedió con el Paráclito fue una gracia
comunitaria y pública, la gracia de ser Iglesia y de hacer
«profesión de Iglesia». Ello se ve bien en seguida. «Divulgado el
suceso, acudió una gran multitud y quedaron atónitos» (Hechos,
2, 6). Entonces Pedro aprovecha la ocasión. El miedoso del
Viernes Santo toma la palabra, dice el mensaje, el ofrecimiento de
la salvación, el deber de reanudar el Éxodo, de agregarse al
pueblo de Dios cuya Cabeza ellos son, ellos, los Doce y los ciento
veinte hermanos (Hechos, 2, 38-40).
Muchos oyentes respondieron a la convocación y entraron en el
verdadero Israel: «Recibieron la doctrina y fueron bautizados»
(Hechos, 2, 41) y «perseveraban todos en las instrucciones de los
apóstoles y en la comunión fraterna, en la fracción del pan (la
Eucaristía) y en la oración» (ib., 2, 42). La Iglesia emprende la
marcha, vive: predicación de los apóstoles, santificación de los
creyentes, caridad para con los menos favorecidos, comunidad de
bienes (ib., 2, 42, 4, 32-34), ayuda a las viudas (ib., 6, 1-6), envío
de las primeras misiones (ib., 11, 19-26), castigo de los pecados
graves (íb., 5, 1 ss.), etc...
Manifiestamente el Espíritu Santo sostiene y consagra la triple
misión dada por el Señor Jesús antes y después de la
Resurrección: santificar, instruir, gobernar. El Paráclito se revela
verdaderamente como Espíritu del Señor Jesús «recibiendo el
bien de Cristo» para impartirlo a los apóstoles (Juan, 16, 14-15).
Así por la efusión del Paráclito se termina la «ordenación» que
Cristo empezó a conferir a los Doce durante su ministerio público
y que Él condujo al punto decisivo cuando declaró: «Haced esto
en memoria mía». El Espíritu Santo concede a esos humildes ser
«hombres de Iglesia», les otorga el valor y la eficacia
sobrenaturales.
A este respecto, el Pentecostés es el último acto de la fundación
eclesial. Ella atestigua que la institución y el don del Espíritu están
ligados uno a otro según la promesa del Señor, que la
Constitución de la Iglesia y el Acontecimiento de gracia son
solidarios para siempre, el Espíritu inspirando a la Iglesia y la
Iglesia sirviendo al Espíritu, comprendiendo sus designios,
realizándolos en cuanto permite la humana debilidad.
Igualmente la Iglesia tiene plena conciencia de la importancia que
presenta el Pentecostés en el misterio de su fundación.
San Agustín pregunta: «¿Dónde empezó, pues, la Iglesia?» y
contesta: «Allí donde el Espíritu Santo descendió del cielo y llenó
a los ciento veinte discípulos reunidos en un solo lugar 14. La
teología oriental y la teología de los ortodoxos grecorrusos son
tradicional y justamente sensibles a la importancia del Misterio de
Pentecostés para el nacimiento de la Iglesia. «La sociedad de los
creyentes, escribe un teólogo ortodoxo, el día de la venida del
Espíritu Santo, se convirtió en Iglesia en el sentido propio del
término, es decir, una sociedad natural, divina y humana, el
Cuerpo de Cristo.»
Si bien las enseñanzas de la Sede Apostólica han insistido
oficialmente y más a menudo sobre la «institución» en el curso de
la existencia terrestre de Jesús, la Iglesia, tomada en su conjunto,
no ignora que el cumplimiento eclesial se encuentra en el
Pentecostés. En aquel día, decía santo Tomás de Aquino, fue
plantada la Iglesia. San Buenaventura se expresaba en los
mismos términos. Recientemente, Pío XII, exhortando a los
cristianos a rogar especialmente por las misiones en la fiesta de
Pentecostés, recordaba a todos que en este día fue fundada la
Iglesia bajo el soplo del Espíritu. En 1943 había ya expresado la
importancia del Pentecostés, cuando el Señor «manifestó y
promulgó su Iglesia enviando de manera visible el Espíritu Santo
sobre sus discípulos»
Conclusión de la Iglesia en el Paráclito, tal es el acontecimiento
del Pentecostés, que no hay que interpretar como un adiós de
Cristo a su Iglesia después de terminarla. La Promesa de Jesús
Resucitado se mantiene: «En cuanto a mí, dijo, estoy con
vosotros para siempre hasta el fin del mundo» (Mateo, 28, 20).
Por otra parte, precisamente antes de la Pasión, Cristo había
ligado su presencia y su sacrificio con la Ekklesia para siempre en
la Eucaristía. Si desciende el Espíritu sobre la Iglesia en
Pentecostés, es a fin de realizar las promesas de Cristo. Ya que
sólo en el Espíritu puede Cristo permanecer presente a sus fieles
y rescatarlos del pecado y de la muerte (Efesios, 3, 17). Sólo en
el Espíritu los cristianos recibirán el testimonio del Padre sobre el
Hijo (Juan, 15, 26-, I Corintios, 12, 3), sólo por el Espíritu se
universalizará la Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía.
La Ascensión, es pues muy cierto, no era una ceremonia de
despedida. El Pentecostés no consagraba una separación y una
ausencia. Muy al contrario. Una y otra fiesta son conjuntamente la
inauguración oficial de la Iglesia unida en el Espíritu a Jesucristo
resucitado.
IV. La fundación eclesial continúa
I/FUNDACION-CONTINUA: La obra de Jesús en favor de la
Iglesia puede circunscribirse entre los comienzos de su ministerio
público y la fiesta de Pentecostés.
Pero en ciertos aspectos la fundación de la Iglesia desborda esos
pocos años para extenderse desde ellos a toda la era cristiana. El
Misterio de la fundación eclesial alcanza y engloba todas las
generaciones progresivamente. Si la «institución» está
estrictamente localizada en la existencia histórica de Jesús, la
fundación es contemporánea de cada instante de nuestra
historia.
¿Cómo comprender este misterio? ¿Cómo comprender que
Jesús sigue trabajando siempre en la fundación de su Iglesia?
La Iglesia en el peligro del hombre. - Reflexionemos. Cristo
construyó su Iglesia. Le dio vida. Ella avanza, se extiende, desde
Pentecostés.
Pero ella debe recorrer toda la historia antes del fin de los
tiempos, y debe recorrerla en medio de los hombres, porque está
a su vez compuesta por hombres. Se le ofrece una tarea ilimitada:
conquistar el pueblo de Dios de la masa de la humanidad,
mantenerlo pueblo de Dios, acrecentarlo en fin hasta «constituir
este Hombre perfecto, en la fuerza de la edad que realiza la
plenitud de Cristo» (Efesios, 4, 13). Todo está hecho, pero sin
embargo, todo está por hacer. Jesús lo sabía muy bien, cuando
rogaba, momentos antes de su prisión, diciendo: «Que sean
todos uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros» (Juan, 17, 21). Si el modelo que
debe reproducir la unidad eclesial es la unión de las Personas en
la Santísima Trinidad, como pide Jesús, entonces la tarea es
infinita. Digamos más aún: es imposible. La misma Iglesia es
imposible, humanamente hablando.
En efecto se levanta contra la Iglesia por construir la incredulidad
de todos, de los mismos cristianos. ¡Ya sabemos lo que costó a
los Doce creer! Bastante vemos al día siguiente a Pentecostés
que la mayoría de los judíos de Jerusalén no se rinde. El mismo
peligro subsiste contra la Iglesia de todos los siglos y en su
interior. ¿Cómo será posible la unanimidad de la fe? ¿Cuánto
tiempo durará después de Pentecostés?
El peligro de la Iglesia son también los pecados de toda especie
que sus miembros no evitan, no rehúsan. No puede vivir y
sobrevivir sino en un mundo en que el pecado no triunfe, ya que
es el pecado de los individuos lo que disgrega las familias, las
comunidades, las sociedades. Infaliblemente, el pecado hará
perecer también a la Iglesia, a menos que el Señor le ponga
remedio y salve a su pueblo de la ruina.
Sólo él y nadie más puede hacerlo. El Cuerpo de Jesucristo -y
sólo él- se da «para la remisión de los pecados», y "para la vida
del mundo». La Iglesia no será preservada de la disolución y de la
muerte engendradas por el pecado sino por el cuerpo de Cristo,
en su Pasión y en su Resurrección. La Iglesia no puede ser el
pueblo escatológico e imperecedero más que si los pecados de
los bautizados son borrados en la sangre de Cristo, más que si
los hijos de la Iglesia reciben la vida eterna en la Resurrección de
Cristo, más que si los cristianos son incesantemente convertidos
por el Sacrificio Redentor. Si no, la Ekklesia se derrumbará antes
del Fin.
Pero esta obra de conversión es siempre urgente. El pecado
entra en la Iglesia con el pecador y en ella renace continuamente.
Bien se ve en los primeros días de la Iglesia primitiva. Hubo en
seguida Ananías y Safira, codiciosos y mentirosos (Hechos, 5,
1-10), hubo las murmuraciones de los helenistas contra los
hebreos (Hechos, 6, l), las divisiones entre fieles en Corinto
(Corintios, 1, 10-13), el caso de incesto también en Corinto (ib., 5,
1- 13) y otras muchas miserias... La Iglesia no puede subsistir con
el empuje original, como un barco corre sobre su derrotero. No
hay ley de inercia en el orden sobrenatural. Sólo la acción del
Señor en persona es capaz de mantener la Iglesia en vida, sólo él
puede, en su Pasión-Resurrección, «rescatarnos de toda
iniquidad y purificar un pueblo que le pertenezca como propio,
fervoroso en el bien obrar» (Tito, 2, 14).
Así pues la existencia de la Iglesia y su perduración no son
posibles más que si Cristo sigue haciendo su Iglesia, sigue
fundándola transformando los corazones, convirtiendo los
espíritus. En este sentido, la fundación de la Iglesia no puede ser
un acto situado pura y simplemente en el pasado, debe continuar,
reanudarse incesantemente. Es tanto como decir que el Señor
debe seguir destruyendo los pecados renacientes, dando la vida
sobrenatural, enviando el Espíritu Santo.
El misterio eucarístico. -Y ciertamente este acontecimiento se
produce. Cristo está obrando constantemente (Juan, 5, 17).
Plantó el árbol de la Cruz en medio de la Iglesia, la tarde de la
última Cena, lo plantó para siempre, al decir: «Haced esto en
memoria mía.» Y ahora, cada vez que los ritos eucarísticos se
cumplen, el Señor actualiza el Sacrificio pasado y transmite la
virtud sobrenatural de la Pasión y de la Resurrección. Es la Misa
del domingo, la Misa cotidiana, en todas las Iglesias, en todos los
oratorios de nuestra tierra.
En el acto eucarístico se prosigue, se extiende indefinidamente la
obra Redentora, se prolonga tantas veces cuanto «se hace esto
en memoria de Jesucristo».
Por lo demás, es él mismo quien vuelve: «Este es mi Cuerpo» -Es
él quien padeció y murió bajo Poncio Pilatos-, «dado por
vosotros» -Es él quien resucitó, siempre vivo para interceder en
nuestro favor-. Por él y con él existe la efusión del Espíritu Santo,
la Pasión continuada para destruir el pecado, la Resurrección
comunicada para dar la Vida a las víctimas del pecado.
El Señor Jesús vuelve pues a la Hora eucarística,
misteriosamente, con su Pasión y su Resurrección, tan
eficazmente como antaño en su «Hora», cuando levantado sobre
el madero de la Cruz merecía para él y para todos los hombres la
gracia de la Resurrección. Para esta Hora, Cristo llama a todos
los creyentes. Es él mismo, quien lo hace. En efecto, el día del
Señor, por la voz de los Apóstoles y de sus sucesores, Cristo,
cabeza de su Iglesia, convoca a los suyos a la asamblea de la
Salvación, como convocó antaño a los Apóstoles para la última
Cena. Cuando los fieles están reunidos a su alrededor, el Señor
les presenta su Cuerpo y su Sangre, como lo hizo con los Doce:
«Tomad y comed ... »: que todos se hagan semejantes a él, tanto
como posible sea a la flaqueza del hombre, que todos
comprendan los designios del Hijo de Dios sobre ellos mismos,
sobre el mundo, que enciendan su caridad en la suya, su
abnegación en la suya, que animen su renuncia en la suya y
sostengan su gozo en el suyo.
Tal es la «comunión». Cristo instituye la reunión de todos, no
solamente en torno a él, sino en él, por la fe, la esperanza y la
caridad. El Señor, el mismo en todos, es la unidad invisible, pero
real: el mismo espíritu, el mismo amor, la misma vida en el Señor y
en todos los que le acogen en la comunión. Así el pueblo es
atado a su Jefe, así los miembros del Cuerpo están unidos a su
Cabeza y entre sí, desembarazados de los odios separadores y
acordes en la unanimidad. Es la fundación de la Iglesia que
prosigue, como en la primera Eucaristía. «Puesto que no hay sino
un solo pan para todos, no formamos sino un solo cuerpo, ya que
participamos de este pan único» (1 Corintios, 10, 17).
Es Cristo quien hace su Iglesia en la Eucaristía, pero no la hace
sin nosotros. Espera y exige que cada bautizado obre con él, que
cada uno se conforme «a la imagen del Hijo de Dios», que «es
nuestra Paz», que «nos reconcilia a todos en un solo Cuerpo por
medio de la Cruz». Aquí el misterio de la Iglesia se apodera de
cada fiel, envuelve y condiciona su existencia.
La obra del cristiano, en el Instante Eucarístico, es dejarse hacer
por Cristo, en favor de la Iglesia. Ahora bien, Cristo quiere
«presentársela a sí mismo sin mácula ni arruga ni cosa
semejante, sino santa e inmaculada» (Efesios, 5, 25, 57), quiere
«transfigurar en sí mismo su Cuerpo que es la Iglesia, cuya
Cabeza él se ha dignado ser» 16. En la comunión eucarística, el
Señor invita a entrar en la unanimidad de la fe y de la caridad, a
unirse cada uno con todos, y cada uno con el Señor: «Que todos
sean uno... que sean consumados en la unidad ... » (Juanl, 17,
21-23). Que todos reciban en el Espíritu Santo «la unidad del
Espíritu por medio de este lazo que es la paz. No hay sino un
cuerpo y un Espíritu, así como no hay sino una esperanza al
término de la llamada que habéis recibido: un solo Señor, una
sola fe, un solo bautismo ... » (Efesios, 4, 3-5). En este instante,
en verdad, «todos vosotros sois una sola cosa en Cristo Jesús»
(Gálatas, 3, 28), sois la Iglesia en Cristo.
Así pues, cada día, Cristo prosigue la obra empezada hace veinte
siglos; cada día envía su Espíritu a reunir el pueblo, para
conservarlo en la verdad y en la caridad. Si cesara de hacerlo un
solo momento, el pueblo de Dios volvería a sus pasiones
terrestres, a sus desórdenes, a sus divisiones. Pronto disperso
por la superficie de la tierra, ya no sería el pueblo de Dios. Para
evitar este infortunio, Cristo está obrando siempre, construyendo
su Iglesia en el misterio eucarístico.
Nuestro misterio. - En el misterio eucarístico, la fundación de la
Iglesia se convierte en nuestro misterio y nuestro deber.
Atravesando el tiempo con el Señor, la edificación de la Iglesia se
ofrece como una tarea siempre actual y como obra propia de
cada generación cristiana. En la celebración eucarística la
fundación de la Iglesia es repetida y debe serlo por los hombres
de todos los tiempos.
Tal es la vocación eclesial del creyente. Es participar, en la
comunión sacramental, en el sacrificio Redentor y en la fundación
de la Iglesia. Unido al Hijo de Dios, el cristiano realiza su misión
personal: convertirse en sacrificio como el Señor Jesús,
convertirse en él en poder de aproximación y radiación de
caridad, convertirse como él en luz para la fe de los demás. Todo
esto es su parte en la edificación de la Iglesia. En este sentido el
misterio de la fundación eclesial es nuestro y reclama la
colaboración de todos.
Y he aquí que surge el problema personal. La responsabilidad de
fundar la Iglesia no ha sido quitada de nuestros hombros por el
hecho de que Cristo sea su Fundador en un sentido soberano y
único. No lo es más por el hecho de que los Apóstoles sean las
columnas de la Iglesia. Lo que ha hecho Cristo para edificar la
Iglesia, lo ha hecho comunicándonos la fuerza y la inteligencia
sobrenaturales a fin de asociarnos a su obra. A cada uno de los
cristianos corresponde su parte, aunque por falta de talentos o de
medios esta parte sea mínima. Ésta es siempre de renuncia para
evitar las desuniones, de lucidez para conocer y amar a la Iglesia,
de abnegación para sostenerla. Ahora bien, todo esto que es
gracia, no es recibido en plenitud sino en el sacramento
eucarístico en la Hora en que Cristo, en nosotros y por nosotros,
sigue haciendo la Iglesia.
V. Conclusión
La fundación de la Iglesia, misterio sacramental
Las dimensiones del misterio de la fundación eclesial llenan el
universo visible e invisible, comprenden lo histórico y lo divino, lo
jurídico y lo espiritual. Este misterio es sacramental.
Al emplear esta expresión de «misterio sacramental», queremos
decir a la vez que es un acontecimiento obscuro a las solas luces
naturales de la razón y que este acontecimiento se produce en
realidades sensibles e históricas, que se expresa en signos
humanos que revelan y actualizan el poder de Dios.
Que la fundación eclesial es un misterio sacramental, todo lo que
hemos expuesto anteriormente invita a pensarlo. Basta pues
subrayar algunos rasgos.
La acción sacramental de Cristo.- En el transcurso de su vida
terrestre, Cristo realizó los actos, hizo los gestos que convocaban
al pueblo de Dios. Determinó los deberes y otorgó los poderes
correspondientes.
Tales son los signos sensibles que significan la constitución del
nuevo Israel. Al instituirlos, Cristo promulgaba la salvación y la
forma de la salvación, los caminos y el alcance de la Redención.
Palabras, frases, gestos, decisiones, prescripciones, ritos,
describen la gracia futura, la presentan, la revelan, y en este
sentido son los signos de la Salvación que Dios nos dirige en
Jesucristo.
Pero no son simples signos, palabras y gestos vacíos, como los
dibujos animados. Lo que Jesús significa, lo que prescribe, lo
opera, lo hace real. ¿Acaso no es justamente el Hijo de Dios? ¿No
es acaso el Verbo divino, la Palabra eterna? Y ésta es siempre
creadora y todopoderosa. «Mis palabras son espíritu y vida», dijo
el mismo Señor (Juan, 6, 63). Las palabras que pronuncia Jesús,
sus gestos, adquieren en efecto su eficacia en la Pasión y la
Resurrección; en los misterios del Hijo de Dios se hacen causa de
la gracia. Los signos sensibles son signos operatorios. Son signos
sacramentales.
Así, cuando Cristo promete a su Iglesia la infalibilidad, ella la
recibe. Cuando declara que el Sacrificio Redentor será hecho
contemporáneo de todas las generaciones mediante la Eucaristía,
la gracia que proclama es concedida, la obra que anuncia se
realiza. Cuando designa a los Doce como gobernantes, doctores
y sacerdotes en su Iglesia, se hacen realmente gobernantes,
doctores, sacerdotes.
La fundación de la Iglesia, pues, no es comparable a la redacción
de estatutos o a la promulgación de una constitución. Es un
misterio sacramental, en que los gestos de institución operan lo
que significan, actúan ex opere operato, confieren la gracia divina
que anuncian, porque son los actos del Hijo de Dios, nuestro
Redentor.
Si bien Cristo no administró nunca por sí mismo el sacramento
del bautismo, debemos decir -sin paradoja alguna- que no ha
cesado de administrar el sacramento que hace a la Iglesia
perpetua, «ordenando», enviando y formando a los Apóstoles
durante tres años. La liturgia de este sacramento duró toda la
vida histórica del Señor, cumpliéndose en varias etapas, desde el
ministerio público hasta las últimas palabras pronunciadas en el
momento de la Ascensión. En el interior del sacramento -el
Sacramento de la Iglesia- que Jesús administraba, situó la
Eucaristía en el primer plano, como un punto de llegada,
preparando para ella largamente, explicándola con cuidado (Juan,
6 y Lucas, 22). Los Apóstoles fueron los sujetos inmediatos y los
beneficiarios de esos ritos sacramentales y lo fueron en favor de
las generaciones por venir.
El sacramento primordial instituido y administrado por Jesucristo,
es pues, el carácter de la Iglesia Indefectible, conferido a los doce
hijos de Israel. Entonces la humanidad entera pasa el Nuevo y
Eterno Testamento, puesto que el Sacramento es eficaz para
todos en la Pasión y la Resurrección del Hijo de Dios.
Misterio contemporáneo de cada generación.- Ahora bien, la
fundación de la Iglesia no es un simple hecho diverso de la
historia de Israel en el siglo I. Es Misterio; trasciende por lo tanto
al tiempo. Es Misterio sacramental; se inscribe pues
sensiblemente en el
tiempo, haciéndose así contemporáneo de todas las épocas
después de Cristo, por medio de los signos litúrgicos trazados
sobre nuestro presente.
Así el acto total que funda la Iglesia habita nuestra duración, visible
e invisiblemente. A los ojos que saben discernir la realidad
absoluta, la edificación de la Iglesia por Jesucristo y sus enviados
es lo que constituye la trama de nuestra historia, pasado, presente
y futuro. Constituye el Acontecimiento hacia el cual convergen
misteriosamente y al cual se ordenan secretamente los demás
acontecimientos de nuestro tiempo, opacos o relucientes, a fin de
que se constituya «el Hombre perfecto, en la fuerza de la edad,
que realiza la plenitud de Cristo» (Efesios, 4, 11-13).
ANDRÉ DE
BOVIS
LA IGLESIA Y SU MITERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 29-54
..................
1. Hay excepciones, naturalmente.
2. Catechismus Romanus, Primera Parte, cap. 10, nº. 17 y 18. Amberes, 1587,
páginas 84-85.
3. Kirchliche Dogmatik, IV, 1, 1953, págs. 735-736.
4. El término «institución» es utilizado por los teóIogos católicos para designar
el aspecto jurídico, organizador, de las palabras de Jesús respecto a la
Iglesia. El término «acontecimiento» en el sentido de gracia divina, es
utilizado con bastante frecuencia por los protestantes actuales. Cf., por
ejemplo, el título del libro de J. L. LEUBA, La institución y el acontecimiento,
que ha contribuido a extender esta terminología, aun entre los católicos.
5. El acuerdo entre cristianos sobre este punto está más extendido hoy que a
principios del siglo XIX. Cf. F. M. BRAUN, Nouveaux aspects du probléme de
I'Église, 1942.
6. Según la cronología tradicional.
7. Por ejemplo, en ISAÍAS: 11, 6-9; 25, 6-8; 60, 18-22.
9. «Atar y desatar»: esta expresión designa las decisiones jurídicas y
doctrinales (cf, Biblia de Jeru- salén sobre este texto, en nota).
11. Notemos de paso que la triple repetición no es simplemente una alusión a
la triple negación de Pedro, sino más verosílmente la colación solemne en
forma jurídica de una misión, según los usos contemporáneos. - Apacentar
significa, si nos referimos al capítulo 10 de Juan, dirigir y enseñar.
12. Para comprender exactamente el sentido de este texto, hay que recordar
que "formar discípulos» no equi- vale a «tener alumnos», sino a «reunir
fieles en la sumisión», como indica por otra parte el fin del mismo texto:
«guardad todo lo que os he prescrito». El texto paralelo de Marcos pone de
relieve la función y la misión doctrinales.
14. In ep. Joannis ad Parthos, P. L., 35, 1991. - Nótese que San Agustín
atribuye, a los ciento veinte discípulos el don del Espíritu, mientras que en
realidad sólo fue concedido a los Doce reunidos en el Cenáculo (cf. Bible de
Jérusalem sobre este texto de los Hechos).
16. SAN AGUSTÍN, En. in. ps., 87, 3; P. L., 37, 1111. - Cf. Pío XII, Mystici Corporis.
Mediator Dei.