EL MISTERIO DE LA IGLESIA

ANTES DE LA IGLESIA


INTRODUCCIÓN

I/PREHISTORIA: Hace veinte siglos que existe la Iglesia. Existe 
incluso con cierta obstinación. No es, por cierto, que le hayan 
faltado todos los apuros propios para desanimarla de sobrevivir. 
En el mismo interior de su recinto se han levantado tempestades 
que hubieran debido aniquilarla.
Pero a fin de cuentas existe...
Parece, pues, que en veinte siglos la humanidad habría podido 
hacerse de la Católica una idea no en exceso fantasiosa, así como 
ha logrado adquirir una noción razonable de la forma de África y 
del movimiento de los astros. Pero no hay nada de esto. Puede 
incluso declararse, sin riesgo de caer en la exageración, que de 
todas las comunidades humanas, la Iglesia es la que es objeto de 
los desprecios más caracterizados, más tenaces y más 
divergentes.

La Iglesia de las apariencias. - La Iglesia, es cierto, presenta un 
espectáculo sorprendente. ¿Acaso la costumbre impide que nos 
demos cuenta? 
En medio de los Estados de nuestro planeta, todos limitados en 
el espacio por fronteras permeables o impermeables, 
exclusivamente atentos a organizar o a acumular los bienes de la 
Tierra, existe una sociedad sin fronteras asignables en el espacio, 
más antigua en el tiempo que todos los Estados modernos, que 
lleva su propia existencia de manera autónoma, que hace 
profesión de no preocuparse sino de la eternidad y de los caminos 
que a ella conducen. Sin embargo, el Gobierno de esta sociedad 
netamente centralizada sostiene relaciones diplomáticas con gran 
parte de los Estados.
Además, la Iglesia posee células en casi todas las naciones de 
la tierra: son las diócesis y, en las diócesis, las parroquias. Posee 
sus tribunales propios, un código de derecho particular, y 
establece su jurisprudencia.
A sus súbditos, impone ciertas formas de vida determinadas y 
muy visibles: cada domingo, se dirigen a un lugar de culto común, 
rehúsan comer carne el viernes, ayunan varias veces al año. Para 
ellos el matrimonio será indisoluble. Algunos de los miembros de 
esta sociedad adoptan un género de vida que los distingue de los 
demás: vestido especial, celibato perpetuo. A lo cual añaden 
algunos también la obligación de la vida en común, de la pobreza y 
de la obediencia a un superior .
Ante este panorama, el espectador que no es más que un 
espectador se irrita, se inquieta o se alegra, según su 
temperamento.
Algunos confiesan las esperanzas que ponen en la Iglesia. Ésta, 
con su poderosa organización, su fuerte armazón, su vieja 
experiencia, ¿no es la muralla de todo orden social, de la 
«civilización cristiana»? Estos partidarios comprometedores 
felicitan a la Iglesia por haber acomodado el mensaje de Cristo a 
las conveniencias y a las exigencias del tiempo, por haber 
expulsado el «veneno del Magnificat». Tras esta muralla, unos se 
apresuran a poner al abrigo su caja fuerte, otros, sus timideces, 
otros, en fin, su miedo a las novedades.
A estas categorías, añadiríanse fácilmente otras aún, por 
ejemplo la categoría de los que, atacados de revolución, piden a la 
Iglesia que justifique, bendiga y sostenga la acción subversiva que 
ellos sueñan.
Pero todos estos se equivocan, partidarios o adversarios. No 
ven ni verán jamás sino las apariencias de la Iglesia, es decir, que 
no la verán nunca.

La Iglesia invisible. - En el otro extremo están los cristianos que 
contemplan con fe el espectáculo de la Iglesia. Pero un 
menosprecio igual les amenaza y sería ingenuo creer que todos lo 
han evitado.
Algunos están tentados a no retener de la Iglesia sino la 
realidad invisible y sobrenatural. Lo visible, lo aparente, no es en la 
Iglesia seductivo en todos los aspectos. Muy al contrario. El 
cristiano es decepcionado por sus hermanos cristianos, que no 
son todos, ni mucho menos, modelo de virtud, decepcionados por 
los jefes de la Iglesia, que no son todos genios ni siquiera santos. 
Algunos se extravían, se escandalizan, de ese gran aparato que se 
llama administración, del movimiento y del ruido tan profanos que 
produce el movimiento de este gran cuerpo, de los métodos que 
evocan los Estados de la tierra.
Así pues, el cristiano, para salvaguardar su fe en la Iglesia, se 
encuentra como invitado a negar que el aspecto histórico exterior y 
visible sea esencial. Se encuentra como forzado a mirar más arriba 
del rostro terrestre que ofrece la Iglesia, a desechar las 
apariencias... Al fin y al cabo, ¿no está la Iglesia más por encima 
de nuestra historia, en el acto de Dios que le da la fe y que 
justifica? ¿La Iglesia de Dios no está en el interior, en el secreto de 
los almas que acogen la fe y la justificación? Abandonemos pues, 
dicen de buena gana estos cristianos, la comunidad humana y 
visible a sus miserias, a sus mezquindades, a sus escándalos y 
fijemos nuestra mirada únicamente en la Iglesia Santa e invisible, 
por encima del tiempo presente, hacia su futuro trascendente. La 
Iglesia es objeto de nuestra fe y no de nuestra experiencia, ni 
siquiera religiosa. La Iglesia es una esperanza, no una realidad. La 
Iglesia es un ideal y no una historia.
La actitud espiritual así esquematizada corresponde ciertamente 
al protestantismo. Pero se equivocaría quien pensase que no 
existe entre los católicos en estado de tendencia.
Sean lo que fueren las intenciones profundas de sus 
defensores, sentimientos tales no hacen justicia en modo alguno al 
misterio de la Iglesia.

La Iglesia y su Misterio. -¿Qué es, pues, el Misterio de la Iglesia? 

I/MISTERIO: Hay que entenderlo en el sentido original del 
término Mysterion, tal como lo expone san Pablo en varias 
ocasiones: (1 Co 2, 7-8; Rm, 16, 25-27; Col, 1, 24-28; 2, 2-3; Ef, 3, 
3-12).
No hay que reducir pues el misterio a no ser sino una verdad 
oculta y obscura al espíritu. El misterio es un acontecimiento que 
realiza el poder de Dios y que Dios descubre, precisamente 
cumpliéndolo. Este acontecimiento alcanza a los hombres y solicita 
su acción. A decir verdad, el misterio es «Cristo entre nosotros» 
(Colosenses, 1, 24-28), acontecimiento infinito de] cual la Iglesia es 
una cara.
En este sentido y por esta razón, el misterio de la Iglesia 
consiste en la solidaridad, en sus muros, de la historia y de la 
Eternidad Divina, del hombre y de Dios, de lo visible y lo Invisible. 
Hablemos, si se quiere, un lenguaje más directo: la Iglesia es la 
asamblea de hombres bautizados, animados de la fe sobrenatural 
en Jesucristo, que reconoce la autoridad de Pedro, de los 
apóstoles y de sus sucesores, y es al mismo tiempo el instrumento 
por medio del cual, Dios, en su Misericordia, provee a la salvación 
eterna de todo el género humano. El Misterio es la conjunción de 
estos dos puntos de vista: sociedad humana por una parte - 
prolongación de la existencia de Jesucristo por otra.
San Gregorio de Nisa ha expresado el misterio eclesial en una 
brillante página: «La fundación de la Iglesia es la creación de un 
nuevo universo... En ella se forma otro hombre a imagen de Aquel 
que lo ha creado; en ella se encuentra una nueva especie de 
astros (los Apóstoles), de los cuales se ha dicho: "Vosotros sois la 
luz del Mundo... Y así como el que mira el mundo sensible y 
comprende la Sabiduría que se manifiesta en la belleza de los 
seres se remonta por las cosas visibles a las cosas invisibles, así 
el que considera este nuevo Cosmos de la creación de la Iglesia ve 
en él Aquel que es y se hace todo en todos. De este modo 
conduce su espíritu hacia el Dios incomprensible, como de la 
mano, a través de los objetos sensibles y los objetos de la fe»1. Es 
decir, que la Iglesia es una cosa muy distinta de lo que parece. No 
es solamente el Espejo donde brilla el sol de Justicia, según una 
expresión del Doctor Niseno 2, sino que es la Morada de Dios.
Así pues, la Iglesia no es solamente asamblea humana y objeto 
de experiencia histórica, sea cual fuere. La Iglesia es misterio de 
fe, por más que no sea sólo misterio de fe.
El Misterio es que el «pequeño rebaño» se haga mediador de la 
gracia para el género humano entero, a través de todas las 
épocas a través de todos los continentes. El misterio es que todo 
hombre se encuentra actor en la historia eclesial, posee en él un 
papel cierto, y que todo ello no se logrará sino por medio de la 
obra concentrada de la masa humana, ya que «también nosotros 
somos colaboradores de Dios».
Henos aquí, pues, en el misterio en el sentido original: verdad 
que nosotros no hubiéramos podido descubrir si no hubiera 
intervenido la Revelación sobrenatural; realidad cuya naturaleza 
permanece para nosotros obscura aún después de la Revelación; 
acción en que estamos todos implicados, para desempeñar en ella 
un papel de repercusiones indefinidas y sobrenaturales.
A este respecto, la Iglesia es objeto de fe, no bajo sus aspectos 
humanos e históricos -esto es objeto de experiencia -, sino en su 
intimidad sobrenatural, según que es santificada por el Espíritu, 
participa de la Santidad de Dios, se convierte en el Reflejo de su 
Verdad y en el Instrumento de su Amor Salvador.
Pero siendo el misterio de la Iglesia solidario de apariencias 
humanas, el escándalo acecha al hombre, a todo hombre, al 
incrédulo, claro, pero también al creyente. Divina y humana, 
grande y miserable, la Iglesia es todo esto a la vez. Son 
dimensiones que nos cuesta admitir y poner de lado. La segunda 
ofusca a la primera. Así antaño, los judíos que veían al Hijo de 
Dios ir y venir, comer y beber, estuvieron al borde del escándalo y 
muchos cayeron en él.
Pero «bienaventurado el que no se habrá escandalizado por mi 
causa» (Lucas 7, 23).

División de la materia.- Nuestro fin es desplegar el misterio de la Iglesia, 
dar vueltas, por así decirlo, a su alrededor, a fin de considerar sus caras 
sucesivamente.
En efecto, el Misterio de la Iglesia está en el tiempo que precede la venida 
de Jesús de Nazaret (cap. l). Está en la génesis de la Iglesia en el curso de la 
existencia histórica de Jesucristo (cap. II). Está en la naturaleza de la Iglesia 
(cap. III), en su acción (IV), en su palabra (V). El Misterio está también en el 
fulgor de la santidad eclesial (cap. VI), está en fin en toda la historia de la 
Iglesia, presente, pasada y futura (cap. VII).


CAPITULO PRIMERO

EL MISTERIO DE LA IGLESIA 
ANTES DE LA IGLESIA

El origen de la Iglesia plantea un problema. ¿De dónde viene 
esta comunidad? ¿Cuál es su principio de explicación? ¿Hállase 
éste en el nivel de la humanidad, y la Iglesia es producto de la 
historia, como el imperio de los Incas o las civilizaciones 
industriales? ¿Deberemos decir, por el contrario, que su principio 
de explicación es transnatural, de suerte que la Iglesia no puede 
ser nunca tratada como un fenómeno puramente humano? 
A estas preguntas hay que responder desde el principio: la 
Iglesia no se explica simplemente recurriendo a intenciones y 
acciones situadas a ras de historia, sino a un Acontecimiento que 
trasciende absolutamente todo el orden natural histórico y que no 
obstante se inscribe en él y lo modifica, es decir, a una Decisión de 
la Voluntad de Dios. Ciertamente, al proclamar esta verdad, se 
choca inmediatamente con la opinión común, que no ve en la 
existencia de la Iglesia sino el resultado de leyes sociológicas. 
Según este modo de ver, la aparición de la Iglesia se explicaría 
únicamente por la necesidad en que se halla el hombre de vivir en 
sociedad si quiere subsistir biológicamente, intelectualmente, 
moralmente y religiosamente. Sin negar la parte de verdad que 
este concepto encubre, hay que declararlo radicalmente 
incompleto, reconocerlo perfectamente ilusorio, mientras sea 
retenido de manera exclusiva.
El principio de la Iglesia es un misterio sobrenatural. Se 
presenta bajo dos aspectos diferentes.
Por un lado, el origen de la Iglesia está fuera del tiempo, oculto 
en Dios. Es el Pensamiento Eterno según el cual el Dueño del 
Tiempo decide escribir la historia de los hombres y conducirla a su 
término por medio de Jesucristo y de su Iglesia. Dios predestina el 
tiempo de traer la Iglesia.
Por otro lado, el misterio de la Iglesia desciende al tiempo, aun 
antes de que la Iglesia aparezca sensiblemente en la historia 
humana. Dios dirige entonces la historia en previsión de la Iglesia 
que nacerá, da a luz progresivamente esbozos y bosquejos de la 
Iglesia futura, a través de los acontecimientos humanos y de 
manera alusiva. Es la profecía de la Iglesia.
Pero, se dirá tal vez, si la profecía procede por alusiones y 
esbozos, no merece el nombre de «profecía». De hecho, si 
«profecía» debe significar «predicción» pura y simplemente, es 
decir, «anuncio y descripción completa de un acontecimiento futuro 
claramente circunscrito», no se trata de profecía en el caso que 
nos ocupa. Pero, en realidad, las profecías del Antiguo 
Testamento son el anuncio repetido, sucesivo, de la Voluntad de 
Dios, que orienta la esperanza y la espera de los hombres hacia 
un Futuro determinado, sin por ello describir con precisión el 
término futuro, sin dar el retrato de cuerpo entero del 
acontecimiento anunciado. Por cuanto la profecía se define como 
acabamos de hacerlo, no es reconocida como verdadera profecía 
sino después del cumplimiento de los acontecimientos. Así, los 
judíos, que oyeron a los profetas proyectar hacia el futuro los 
brillantes cuadros de un Israel triunfante, no podían saber que su 
pueblo prefiguraba la Iglesia, por más que conocieran 
perfectamente que su nación preparaba el Reino Universal de 
Dios. En cuanto a nosotros, que contemplamos ahora el pueblo 
eclesial, podemos percibir retrospectivamente en los bosquejos del 
pasado la ascensión de la Iglesia en el horizonte judío.

I. Predestinación de la Iglesia
¿Por qué la Iglesia? La única explicación es la decisión 
soberana por la cual Dios la destina a nuestra tierra, para una 
época determinada, en una región determinada. La Iglesia no tiene 
explicación natural que sea exhaustiva; no es efecto de las causas 
segundas, aunque sean humanas y espirituales, como si la acción 
de estas últimas bastara para dar razón adecuada del hecho 
eclesial.
No obstante, este hecho que ninguna historia explica, se halla 
en plena historia. La Iglesia está hecha con hombres - ¡nadie lo 
discute! -, sufre el rechazo de los acontecimientos, influye, en 
parte, en estos mismos acontecimientos, pero no es su producto. 
Lo decía san Pablo, hace ya mucho tiempo, a los cristianos de 
Efeso: nuestra unión, tomada sobre la masa humana, es objeto de 
un Designio Eterno, nuestra comunidad eclesial no es el fruto de 
un azar ni siquiera providencial:
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha 
colmado en Cristo de toda suerte de bendiciones espirituales del cielo, 
así como por él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para 
ser santos y sin mácula en su presencia, por la caridad; habiéndonos 
predestinado al ser de hijos suyos adoptivos por Jesucristo a gloria 
suya... para hacernos conocer el misterio de su voluntad, fundada en su 
beneplácito, por el cual se propuso el restaurar en Cristo, cumplidos los 
tiempos prescritos, todas las cosas de los cielos y las de la tierra. Por él 
fuimos también nosotros llamados como por suerte, habiendo sido 
predestinados según el decreto de Aquél que hace todas las cosas 
conforme al designio de su voluntad, para que seamos la gloria y el 
objeto de las alabanzas de Cristo, nosotros que hemos sido los primeros 
en esperar en él» (Ef, 1, 3-12 passim).

Así pues, en este tiempo en que el hombre piensa regular la 
marcha del mundo, la Iglesia está en devenir, a la sombra de Dios, 
desde siempre y hasta el fin de los tiempos.
La Ekklesia es el Proyecto de Dios sobre el tiempo de los 
hombres y éste no adquiere forma de historia sino gracias a la 
Iglesia. Tal es la ley del tiempo que es nuestro. Reconocido esto, 
hay que descender ahora hacia la historia de los historiadores 
para reconocer en ella el otro aspecto del misterio. Así podremos 
discernir cómo anuncia Dios y realiza concretamente su Designio, 
como se desarrolla la profecía de la Iglesia.

II. La profecía de la Iglesia
En un sentido que hay que aclarar, la Iglesia estaba en el 
Antiguo Testamento. Estaban persuadidos de ello los Padres, que 
decían muy simplemente que los Justos del Antiguo Testamento 
pertenecían ya a la Iglesia.
Bajo otra forma, los primeros cristianos, en la Iglesia de los 
Apóstoles, expresaban el mismo pensamiento. Tenían conciencia 
de ser el verdadero Israel, el verdadero pueblo de Dios, y de 
ponerse a continuación de una historia muy antigua, tan antigua 
como la historia de Moisés. San Pablo, tan sensible a la novedad 
del cristianismo, no deja de designar la asamblea de los fieles 
como el verdadero Israel, y los hijos de la verdad cristiana como 
los descendientes de Abraham (Gálatas, 4, 28; Romanos, 9, 6-13). 
Por ello no siente ningún apuro en declarar que Abraham es 
«padre de todos nosotros», que somos los cristianos (Romanos, 4, 
12-16). Como dirá más tarde San Gregorio de Nisa, «si todos los 
que tienen el corazón puro ven a Dios, los que de hecho le ven 
son y se llaman Israel a justo título» 
En otro signo aún se manifiesta la conciencia que tienen los 
cristianos de ser espiritualmente judíos. A los fieles de Cristo, en 
efecto, pasa de entonces en adelante la palabra laôs (pueblo), 
aplicada antes a Israel, laôs de Dios. Hecho insignificante, si se 
quiere, pero que revela la certeza espontánea de que se produce 
un cumplimiento con la Iglesia de Cristo: el verdadero pueblo se 
realiza 2. Si el cumplimiento se da con la Ekklesia, el principio pues 
ha sido puesto antes, antes de Cristo, antes de los cristianos. La 
Iglesia ha existido, pues, incluso antes de aparecer, lo cual 
reconocía san Gregorio el Grande cuando escribía: «La Iglesia, 
situada ya en la Ley Antigua, deseaba a Cristo y le esperaba» 3.
Pero si la Iglesia estaba en la antigua Economía, no estaba sino 
en esperanza, en esbozo. Su presencia es análoga a la presencia 
de la encina en la bellota. Su crecimiento será una obra de largo 
aliento, extendida sobre muchos siglos. En este desarrollo, hay 
ciertos momentos particularmente decisivos.

El esbozo de la Iglesia en el pueblo escogido por Dios.- La 
profecía de la Iglesia empieza el día en que una multitud de 
hombres fue reunida por la intervención inmediata de Dios 4.
Que este acontecimiento se dio y que fue realizado por el Dios 
todopoderoso, es ciertamente el hecho de nuestra historia que 
más merece extrañarnos. Ya que esta multitud era una banda muy 
semejante a otras por los instintos y los apetitos. Estaba 
compuesta por los descendientes de aquellas «setenta» personas 
que penetraron en Egipto siguiendo las huellas de José y 
«aumentaron y se multiplicaron hasta el punto de llenar el país» 
(Éxodo, 1, 7). La continuación de su historia demostrará que esta 
raza no es menos cruel ni menos inmoral que otras varias. Estos 
hombres no son más que una raza terrestre.
Es también un hecho que esta raza, dispersada a través de 
Egipto, gracias a Moisés se reagrupará. Pero se reagrupa en 
nombre de Yahvé y en nombre de la misión que Yahvé ha 
impuesto a Moisés. Entonces, también en nombre de Yahvé, 
aquellos hombres, aquellas mujeres, aquellos niños, dejan Egipto 
(Éxodo, 12, 38). Avanzan por el desierto, renegando y 
rebelándose, en él se aglutinan unos con otros, acaban por formar 
un pueblo poco homogéneo, que adora a un mismo Dios, que 
marcha hacia el mismo fin, la Tierra prometida, y entran por fin, 
siempre en nombre de Yahvé, en la tierra de Canaán.
Y es la reagrupación de estas tribus semitas lo que sancionaba 
el acontecimiento del Sinaí, dándole un sentido trascendente y 
definitivo. A decir verdad, la significación del acontecimiento 
aplasta a ese pobre pueblo. Se comprende bien, ya que a fin de 
cuentas sucede una cosa inmensa: Dios escoge para sí como 
pueblo particular a ese conjunto de nómadas indóciles y se lo 
adhiere decididamente, como si tuviese verdadera necesidad de 
él. Lo declara solemnemente en frases que debieron de pasar por 
encima de la cabeza de la masa:

«Seréis para mi entre todos los pueblos la porción escogida, ya que 
es mía toda la tierra. Y seréis vosotros para mí un reino sacerdotal y 
nación santa (Éxodo, 19, 5-6).

Desde ahora, este pueblo posee una divisa. Pero no la ha 
escogido él y es teologal: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré 
vuestro Dios», declara Yahvé.
Si el acontecimiento del Sinaí es decisivo, no es porque se 
rodeara «de truenos y relámpagos, y de una nube espesísima, 
acompañada de un potente son de trompa» (Éxodo, 19, 16), sino 
porque es esencialmente la instauración de la Alianza. Aquí está lo 
sorprendente, el misterio y al mismo tiempo el primer 
descubrimiento de la Iglesia por venir.
Todo está en esta palabra. La Alianza es un contrato que 
celebra Dios con esos hombres y no con otros. Que la Alianza tuvo 
un puesto sin par en el pensamiento religioso del pueblo hebreo y 
de sus descendientes, es una evidencia 5. El sentido que se le 
atribuye no es menos notable. Para todo hebreo, la Alianza es un 
acto imprevisible, cuya iniciativa corresponde únicamente a Dios, 
por medio del cual Dios escoge a ese pueblo y lo compromete a su 
servicio de una manera especial, ligándose, por así decirlo, a 
cambio, a esa nación. Hablar de Alianza, pues, no es declarar que 
todos los pueblos pertenecen a Dios. Es una cosa muy distinta. Es 
decir que Dios se vuelve hacia esa porción de humildad, se la 
adhiere, se «convierte» a ella en nombre de su Fidelidad, porque 
así lo quiere (Deuteromio, 7, 6). Pero es también inmediatamente 
una toma de posesión, de suerte que esa raza se convierte en «la 
porción de Yahvé», su parte de herencia en la tierra, su propiedad 
en este mundo, como si el resto del Universo no lo fuera, respecto 
a esta propiedad (Deuteronomio, 32, 9). La Alianza, aunque sea 
misericordia, es una relación de derecho; crea lazos recíprocos.
A partir del Sinaí, los hebreos merecen, pues, el título de pueblo 
de Dios. Ni siquiera hay necesidad ya de decir explícitamente la 
pertenencia a Yahvé. Decir «el pueblo» es designar 
suficientemente al «pueblo de Dios». Esto distingue a Israel de 
todos los demás, que no son sino «naciones» 6.
Extraño pueblo en verdad, que no debe sino a Dios su 
existencia, su constitución, su patria (Deuteronomio, 4, 34-38; 32, 
6-11; 33, 29), cuya vocación consiste en reservarse para Dios 
solo. Marcha pues, tras verse rehusar el derecho a desposarse 
con las hijas de las naciones vecinas, y el de contrastar alianza 
con esas mismas naciones (Deuteronomio, 7, 1-4). Su política, la 
única que le es lícita, es creer en Yahvé y no guiarse en absoluto 
por la sabiduría de los hombres. En estas condiciones, merece ser 
llamado por Dios «mi hijo primogénito» (Éxodo, 4, 22).
Este pueblo es tan de Dios que el profeta Samuel le rehúsa 
elegir a un rey «que le rija como a las demás naciones» (Samuel, 
8, 5). Esto sería atentar contra las prerrogativas de Dios que es el 
único rey: «A mí me han desechado, dice Yahvé, al no querer que 
reine sobre ellos» (1 Samuel, 8, 7). Si al cabo se concede la 
realeza, Dios mantendrá su exclusiva regencia escogiendo al 
detentador del poder (I Samuel, 10, 24-, II Samuel, 7, 8), 
disponiendo soberanamente de la estirpe real hasta el fin de los 
tiempos (II Samuel, 7, 12-16; Jeremías, 23, 5-6; 33, 14; Ezequiel, 
33, 24-31; 37, 24-28). Al recibir gobernadores terrestres, el pueblo 
de Dios, pues, no cambiará de Príncipe. Si por ventura 
gobernantes y gobernados lo olvidan, los profetas recordarán a los 
reyes, no sin violencia, que su papel es ministerial y subordinado (I 
Reyes, 18 a 19; Oseas, 13, 4-11; Isaías, 43, 15; 44, 6).
También la fisonomía de este pueblo es curiosamente única. 
Israel es propiedad divina, sin que posea tierra, patria, reyes, 
existencia, sino en virtud de un decreto especialmente dictado por 
Dios en su favor. Si las «naciones» poseen sus dioses, Israel, en 
verdad, es poseído por su Dios, el único dueño del mundo.
¿No evoca todo esto al «pequeño rebaño» mucho más tarde 
reunido por el Hijo de Dios? Él es, el Hijo de Dios, quien inventa 
esta reunión. Es también su propiedad. Hablando de lo que acaba 
de hacer, dice: «mi asamblea, mi Iglesia». ¡Él es quien designa sus 
jefes. Esto ocurre también en una montaña, pero sin estallido, 
pues el Verbo de Dios se ha hecho hombre verdadero (cf. Lucas, 
6, 12- 16). En fin, a esos Doce, el Hijo de Dios les conducirá lejos 
de los caminos hollados por los hombres, lejos de sus 
preocupaciones, desprovistos de medios, para que no tengan más 
que una preocupación: «venga a nos el Tu reino, hágase Tu 
Voluntad así en la tierra como en el cielo». Jesús, nuevo Moisés, 
es más grande que Moisés.

El pueblo testigo, figura de la Iglesia. -Los rasgos propios de 
Israel se acusan también si se considera la misión que se le da. 
Ésta no es simplemente existir, durar, prosperar, dominar, política. 
Sino que es, ante representar un personaje en la escena política. 
Sino que es, ante todo, testificar que existe un Designio de Dios 
sobre el mundo, que se cumple en Israel, que se cumple. también, 
por Israel. Este Designio es nada menos que el Reino universal de 
Yahvé. Es todo esto lo que Israel debe testificar. Es definido 
incluso como el pueblo testigo: «He aquí, dice Yahvé, que yo voy a 
presentarle como testigo a los pueblos» (Isaías, 55, 4).
Helo pues el servicio del Reino de Yahvé. Jerusalén no tiene 
otra razón de existir que la de ser el lugar de donde se proyecta y 
donde se cumple el designio de Dios:

«De Sión vendrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé» (Miqueas, 
4, 2; Isaías, 2, 2-4). «Sobre ti (Jerusalén) nacerá el Señor, y en ti se 
dejará ver su gloria. Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al 
resplandor de tu nacimiento» (Isaías, 60, 2-3).

Testigo de Dios Israel lo es también porque será el instrumento 
del Reino de Yahvé, no ya en favor de las naciones paganas, 
como en los textos ahora citados, sino contra ellas (Isaías, 10, 17). 
Pueblo testigo, lo es más aún y de forma más alta, porque tiene la 
preocupación de la gloria de Dios y se confiesa responsable de 
ello ante el mundo entero, como en esta hermosa oración:

«Que todos te conozcan, Señor, como nosotros hemos conocido que 
no hay otro Dios sino tú, Señor... que todos en la tierra reconozcan que 
tú eres el Señor, el Dios eterno» (Eclesiástico, 36, 4-17) 

El pueblo testigo es responsable de la verdad, debe proclamarla 
a los demás, debe en primer lugar guardarla él mismo. Y la conoce 
bien, esa verdad primordial. Le ha sido presentada solemnemente: 
«No tendrás otros dioses ante mí» (Éxodos, 20, 3-23). Por tanto, si 
el pueblo testigo tergiversa, deja de ser testigo, pierde toda su 
razón de ser, no le queda sino perecer. Así, la apostasía que se 
declara alrededor del becerro de oro, en ausencia de Moisés, 
reclama un castigo que prefigura ya la desaparición del pueblo ya 
que «aquel día, tres mil hombres del pueblo perdieron la vida» 
(Éxodo, 32, 28). Otros ejemplos hay, igualmente sangrientos. A 
estos últimos se junta una enseñanza perfectamente clara: «No os 
dejéis seducir en vuestro corazón... la cólera de Yahvé se 
inflamaría contra vosotros y pereceríais pronto en este feliz país 
que os da Yahvé» (Deuteronomio, 10, 17). Es Moisés quien 
pronuncia estas palabras. Pero después de él otros lo dirán y 
repetirán. En este asunto, todos los profetas fueron elocuentes, 
Amós (2, 4-1-6), Isaías (5, 8-30), Jeremías (1, 15-17), o Ezequiel 
(33, 23-29).
En una palabra, la misión del pueblo de Dios es estrictamente 
religiosa, aunque deba llevar una existencia política, mezclada a 
los acontecimientos internacionales. También en esto ese pueblo 
es único. Tiene de ello conciencia, por otra parte, por más que 
nunca verificó completamente hasta qué punto debía ser único.
En él se anuncia la Iglesia. ¿Acaso no es, en efecto , la nación 
reunida por Dios, la nación consagrada a Dios, la nación testigo 
del Dios único? ¿No será esto la Iglesia también? Sin duda es un 
esbozo muy vago cuyos contornos indecisos no permiten prever 
todos los rasgos esenciales de la Iglesia por venir. Es un esbozo 
positivo con todo, en cuando dibuja unas estructuras que se 
perpetuarán en la Iglesia de Cristo, a saber: pueblo convocado por 
Dios, pueblo consagrado a Dios, pueblo testigo de Dios.

El desarrollo de la profecía.- Así avanza la profecía de la Iglesia. 
A los rasgos que hemos destacado, se añaden otros que 
sorprenden. En efecto, la profecía entraña un aspecto positivo y 
un aspecto negativo. El aspecto negativo es el fracaso temporal de 
este pueblo. El aspecto positivo es la afirmación en el mismo 
fracaso de que el pueblo tendrá así y todo un futuro indefinido.

El fracaso. -Hay que trazar sumariamente el itinerario de la 
prueba, para comprender las superaciones. El fracaso es el de la 
nación y aparentemente el fracaso del Designio de Dios al mismo 
tiempo.
«Porción de Yahvé» y testigo de Dios, la nación había recibido 
una misión inmensa y aplastante. Iba a ser inferior a su vocación y 
a sucumbir bajo el peso de tanta grandeza.
La apostasía del Sinaí, en la misma hora de la elección y de la 
Alianza, es sintomático. Debía ir seguida de otras muchas. Todo es 
ocasión para ello: la instalación en la tierra de Canaán entre las 
tribus idólatras, los contactos con los grandes pueblos de Oriente. 
Jamás en el pueblo elegido la idolatría será completamente 
cortada, ni bajo los Jueces ni bajo los Reyes; y el Eclesiástico, 
dando una ojeada sobre el pasado de la Realeza, debe declarar 
melancólicamente que «a excepción de David, de Ezequiel y de 
Josías, todos cometieron iniquidad» (49, 4).
Se enseñó a este pueblo que siendo consagrado no podía 
tener confianza sino únicamente en Dios. La historia del Éxodo le 
era sometida incesantemente ante los ojos como prueba e 
ilustración de este destino estrictamente religioso. No obstante, 
Israel no pudo decidirse nunca a no ser más que el pueblo de 
Dios. Si las tribus reclaman un rey, es porque quieren organizar 
por sí mismas su seguridad y su grandeza, como si respecto a 
ellas Dios pudiera faltar a la fidelidad. Tal es su pecado, tal es 
también el fracaso de la Alianza, y todos tienes conciencia de ello: 
«A todos nuestros pecados hemos añadido la maldad de pedir un 
rey que nos gobernase» (I Samuel, 12, 19). Más tarde, les 
parecerá que la Alianza con Dios sólo es un medio de defensa 
bastante irrisorio contra los poderosos vecinos que tienen carros y 
caballos. Entonces buscarán otra cosa, para mayor indignación de 
los profetas (Isaías, 7, 1-9; 30, 1-7; cf. 22, 8-12). El mismo culto se 
reduce a servir de garantía contra el infortunio (Isaías, 1, 11-18; 
Amós, 5, 21-27). En suma, Israel no consiente en ser un pueblo 
aparte, tal como Yahvé le prescribió cuando declaraba: «Sed 
santos porque yo soy santo» (Levítico, 11, 45). A despecho de 
todas las censuras, Israel duda en apoyarse en la única «Roca» 
(Salmo, 18, 32; Deuteronomio, 32, 3; Isaías, 44, 8; 45, 21). En una 
palabra, no llega a ser aquello para lo cual ha sido reunido: pueblo 
de la fe y pueblo de Yahvé.
Así pues, no es sino a duras penas el pueblo de la Alianza. ¿No 
se rompe ésta finalmente a fuerza de infidelidades? «Me marcharé, 
declara Yahvé, y volveré a mi habitación» (Oseas, 5, 15), «han 
violado mi alianza y me han traicionado (Oseas, 6, 7). Los profetas 
van repitiendo que por voluntad del pueblo se ha roto la alianza, 
que se ha aniquilado (Isaías, 24, 5). Sin temor a exasperar a sus 
oyentes, empleando imágenes muy gráficas -la del adulterio por 
ejemplo-, los profetas, a partir del siglo VIII, declaran que la Alianza 
se hunde a causa del pecado de Israel (Oseas, 1, 9; 2, 5; 
Jeremías, 11, 10; 31, 32; Ezequiel, 15, 59; 44, 7).
Cuando aparece el Deutero-lsaías en el siglo VI, se tiene la 
impresión de que el tiempo de la Alianza mosaica es una época 
superada. Ningún recuerdo queda, se dirá, ningún sillar sobre el 
cual se pudiera reconstruir (Isaías, 54, 10; 55, 3; 61, 8 ss). En todo 
caso, parece que la Alianza mosaica ha sido vana.
Israel, pues, perecerá. Es el cumplimiento normal de la profecía 
amenazadora consignada en el Levítico (26, 14). El Deuteronomio 
la atestigua de nuevo (28, 15 y ss), resumiendo el pensamiento 
común a los anteriores profetas: Dios no reprimirá su justa cólera. 
Ya que el pueblo prácticamente apostata, el contrato celebrado en 
el Sinaí queda anulado; ya que esta nación rehúsa su función 
original, puede y debe desaparecer.
Y es lo que ocurre. A despecho de algunos enderezamientos 
pasajeros, la decadencia de las Doce tribus se producirá 
paulatinamente. Después de la efímera gloria de Salomón, viene el 
cisma de las tribus del Norte (hacia 931), después de la 
destrucción del reino del Norte (721), la del reino de Judá (587). Es 
el exilio. Después del fin del exilio, servidumbre sucede a 
servidumbre, esperando la ruina de Jerusalén (70 después de J. 
C.) y la dispersión del pueblo judío por la superficie de la tierra.

La superación del fracaso. - Ahora bien es precisamente en el 
interior y en razón de este largo fracaso, donde se prosigue el 
bosquejo profético de la Iglesia. En efecto, por oposición y en 
contraste con el hundimiento del pueblo de la Alianza, se dibuja la 
figura del futuro. El recuerdo de algunos momentos más 
importantes bastará para darlo a comprender.
Entre los siglos octavo y cuarto, los profetas anunciaron 
constantemente la ruina del pueblo escogido, pero inmediatamente 
y sin transición pasaban a las seguridades de reanudación y de 
perpetuidad para este mismo pueblo. Así, mientras predicen la 
aniquilación de Israel, repiten con firmeza la profecía de Natán 
dirigida a David: «Tu casa y tu Reino subsistirán para siempre ante 
mí» (11 Samuel, 7, 16).
Sus oráculos explican por otra parte que el pueblo consagrado 
a la destrucción permanecerá. Figurando el futuro con las 
imágenes que el pasado o el presente les proporcionan, certifican 
que el pueblo de Dios dividido por el cisma de 931 será 
reconstituido, que los fragmentos dispersos, Israel y Judá, se 
reunirán (Oseas, 2, 2-3; Ezequiel, 37, 15-19), que volverá David, 
que una Jerusalén invencible brillará a perpetuidad (Isaías, 54, 
11-15; 60, 19-20; Ezequiel, cap. 40-48), que el Reino de Dios se 
instaurará definitivamente en el pueblo, que por mediación de este 
último se inaugurará el Reino de Yahvé en el universo. (Isaías, 45, 
23-35; cf., 52, 7; 60, 14-16; Jr, 33, 9).
Así en la victoria alcanzada por Dios sólo el pueblo de Dios 
triunfa y recibe contra la muerte una garantía perpetua. La 
profecía promete un Israel imperecedero, de igual modo que la 
Iglesia recibirá la misma seguridad de perpetuidad.
¿Pero es en realidad Israel lo que la profecía describe bajo 
rasgos tan brillantes? ¿Existe una continuidad entre el Israel del 
presente y el Israel por venir? 
Sin duda alguna. Es la nación actual la que será el pueblo de 
Dios en el futuro, o por lo menos los descendientes de esta nación. 
Cierto que los oráculos proféticos anuncian que la nación actual 
deberá sufrir recortes, estrecharse a través de amputaciones 
considerables. Israel no conservará sino las dimensiones de un 
«Resto» 7. Pero permanecerá un resto, declara Amós, desde el 
siglo octavo (3, 12; 5, 15).
Espiritualmente, este pueblo será nuevo. En un futuro 
indeterminado, una «Nueva Alianza» se concluirá, ya que la 
primera se ha revelado ineficaz. La Nueva Alianza es una Alianza 
Eterna (Isaías, 53, 3; Jeremías, 31, 31-34; Ezequiel, 37, 26). Ella 
abre pues el último período de la historia humana, la época 
definitiva.
Entonces ocurrirá un acontecimiento considerable. La Alianza y 
la ley no serán ya inscritas en tablas de piedra como en el Sinaí, 
sino interiorizadas en el corazón del hombre por el Espíritu de 
Dios. Desde entonces el sentido espiritual de la justicia habitará las 
generaciones futuras:

«Pondré mi Ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón. 
Entonces seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 33). «Derramaré 
yo mi espíritu sobre toda clase de hombres... Y aun también sobre mis 
siervos y siervas derramaré mi espíritu... Cualquiera que invocara el 
nombre del Señor será salvo, porque en el monte Sión y en Jerusalén 
hallarán la salvación... (Joel, 2, 28-32).

El pueblo del futuro será pues un pueblo de justos, «ellos no 
dañarán ni matarán en todo mi monte santo; porque el 
conocimiento del Señor llenará la tierra, como las aguas llenan el 
mar» (Isaías, 11, 9). Entonces Israel será verdaderamente el 
pueblo de Dios, rebaño conducido por el Buen Pastor, el mismo 
Yahvé: «Cuidaré yo mismo de mi rebaño y lo revistaré» (Ezequiel, 
34, 12-16). Entonces Israel accederá al rango de nación esposa 
del Señor: «Tu esposo es tu Creador» (Isaías, 54, 5). 
La grandeza de este futuro se anuncia también en otras 
imágenes. Israel es descrito como ciudad y como templo a la vez, 
del cual Yahvé es el constructor (Isaías, 54, 11-12), donde la Paz 
ejerce el juicio, donde gobierna la Justicia, donde las puertas se 
llaman «Alabanza» y los muros «Salvación» (Isaías, 60, 17- 18). 
Esta ciudad merece apelativos teologales: «Te llamarán Ciudad de 
Justicia» (Isaías, 1, 26), «Ciudad de Yahvé, Sión del Santo de 
Israel» (Isaías, 60,14), o también, según Ezequiel: «El nombre de 
la ciudad será en adelante "el Señor está en ella"» (48,35). Así el 
pueblo futuro se convierte en el pueblo de Dios en un sentido 
eminente, ya que será el pueblo de la presencia Divina.
Tales caracteres trascienden evidente e infinitivamente el 
pueblo carnal, el Israel engolfado en sus pecados, sus cálculos, su 
incredulidad. En particular, tales prerrogativas transfiguran el Israel 
terrestre, limitado a los individuos de una sola raza. En efecto, si la 
justicia es constitutiva del Israel futuro, ¿cómo no iban a ser 
miembros suyos los justos de todos los países, como no iban a 
entrar en el pueblo de Dios? Estas perspectivas habían sido 
abiertas desde la revelación hecha a Abraham (Génesis, 12, 1 ss). 
Fueron repetidas y desarrolladas en los profetas; todos están 
llamados a la salvación, hasta los que habitan «los extremos de la 
tierra» (Isaías, 49, 6). Más precisamente, la puerta de la Ciudad no 
se cerrará ante el extranjero fiel al Dios verdadero, no se cerrará 
tampoco ante el eunuco, y Dios añade: «Juntaré otros a los que ya 
están juntos», sus preces y sus sacrificios serán recibidos con 
agrado, ya que «mi casa se llamará casa de oración para todos los 
pueblos» (Isaías, 56, 3-7). Si bien la igualdad entre todos aún no 
es proclamada, - Jesucristo será el primero en hacerlo - es ya sin 
embargo la afirmación de la salvación ofrecida universalmente.
Estos rasgos, repitámoslo, no podrían aplicarse al Israel 
contemplado por los autores de los libros sagrados. Y sin embargo 
es precisamente su pueblo y su destino lo que describen. Pero las 
mezquindades, el formalismo legalista, los «cuellos envarados» 
han desaparecido. Se levanta otro mundo, espiritual e ilimitado 
preservado contra toda disgregación y regresión, ¿No es esto una 
figura de la Iglesia de la tierra, universal e indefectible? 
Este cuadro evoca al mismo tiempo la Iglesia triunfante, más allá 
del tiempo y de la tierra. Presenta en efecto un mundo en que ya 
no se comete el mal, donde el dolor es superado, así como la 
muerte. Estas previsiones no pueden realizarse en el futuro de la 
historia, sino sólo en la eternidad de Dios ¿quién lo discutiría? 
Así la Jerusalén celeste parece oscilar entre cielo y tierra. ¿No 
es esto también una prefiguración de la Iglesia, que vive en la 
tierra y se perfecciona en Dios en la eternidad, donde posee «de 
jaspe los baluartes, de rubíes las almenas, de cristal las puertas y 
de piedras preciosas los recintos» (Isaías, 54, 11-12), donde 
Yahvé será la luz, «cuando los días de su llanto se hayan 
cumplido» (Isaías, 60, 20; cf., 54, 11-12)? Los dos horizontes, 
tiempo y eternidad, se superponen, se prolongan uno en otro. El 
pueblo histórico y terrestre anuncia otro pueblo, el pueblo de los 
santos admitidos a la visión de Dios.
A pesar de la obscuridad inherente a la mezcla de las 
perspectivas, una cosa es clara: el futuro predecido no se realizará 
sino a través de una crisis. Ésta será dramática para Israel. Será el 
tiempo de las desdichas: trastornos nacionales, devastaciones en 
el país, destrucción de Jerusalén y del templo, esclavitud, 
destierro. Es la condición absoluta para que un «Resto» fiel y 
digno del designio de Dios se forme y retoñe.
Ahora bien, si se sigue al «Resto» a través de los oráculos de 
Isaías, se le ve identificarse con un personaje misterioso, «el 
Servidor de Yahvé» 8. Este último es a la vez la colectividad del 
«Resto» y un ser individual cuya misión es salvar a Israel y a todos 
los hombres. Más aún, el Reino de Yahvé se concentra en este 
personaje. Es el elegido de Dios (Isaías, 42, 1-6), el «Resto», la 
Alianza del pueblo (Isaías, 49, 8), el Justo (Isaías, 42, 1; 50, 4-5).
El Servidor de Yahvé se presenta pues como el verdadero 
Israel, fiel a la Alianza, instrumento de la salvación universal. Pero 
el «Resto» es singularmente reducido: no lo constituye más que un 
solo individuo.
Para el Servidor, igualmente, la crisis es formalmente predecida 
en términos concretos. Será «objeto de menosprecio y recusación 
de la humanidad, varón de dolores y visitado por el sufrimiento» 
(lsaías, 53, 3).
En esta extrema miseria y a causa de esta extrema miseria, se 
cumplirá la misión confiada antaño a la nación entera y 
mencionada de nuevo en el caso del Servidor. Él será el 
instrumento del Reino de Yahvé (Isaías, 49, 6-7). Ofreciendo su 
vida en expiación, «verá una larga descendencia.... y se cumplirá 
por él la voluntad de Yahvé... Justificará a muchos con sus 
sufrimientos, cargando sobre sí los pecados de todos» (Isaías, 53, 
10-11).
Así pues, a partir del «Resto» de Israel que resume el Servidor, 
a causa de él, el Reino de Dios va a extenderse y a triunfar: «Yo le 
concederé multitudes», declara el oráculo (Isaías, 53, 12). La 
existencia del Servidor es pues promesa de una fecundidad 
ilimitada, de una renovación a través de la muerte. Lo que se 
profetiza es el triunfo de la Cruz, y con éste la predicción de un 
universo de rescatados por la Cruz.
En el Servidor de Yahvé se ha reconocido a Cristo. Israel, 
según el designio de Dios, conduce a él, desaparece en él como 
raza, instrumento de salvación, para surgir de él nuevamente, 
pueblo de la nueva alianza, reclutado en nombre de la justicia, con 
vistas a llevar la salvación universal a los extremos de la tierra.
Podemos ahora intentar un rápido vuelo por encima de la 
profecía entera.
Los profetas se dirigían al pueblo histórico, mas para 
convertirlo. Lo superaban pues sin cesar, mostrándole lo que 
debía ser. Sus palabras proyectaban más arriba del Israel concreto 
la imagen de un Israel mejor, y la proyectaban en el futuro que 
Dios iba a realizar. Así se descubría poco a poco el pueblo tal 
como Dios lo quería. En cuanto al pueblo histórico, de raza judía, 
nunca llegó a ser y a permanecer el pueblo de Dios que los 
profetas le invitaban a hacerse. Por lo demás, ¿qué pueblo 
hubiera llegado a serlo, sin ser primero renovado y como 
reconstruido de pies a cabeza? 
En el plano de la historia, el pueblo judío va de fracaso en 
fracaso, y esta dolorosa aventura interpretada por los profetas, 
comprendida por los humildes, enseña la necesaria renuncia a las 
miras terrestres, el abandono indispensable de las ambiciones 
humanas, la obligación de una fe absoluta. Sólo un reducido 
número asimilará estas verdades: es el «Resto». Pero dejado a sí 
mismo el «Resto» no puede rehacer el pueblo, renovarlo, 
cambiarle el corazón. El «Resto» será también reducido. Se 
resume en el Cristo. Él es el instrumento eficaz de la salvación, el 
«Servidor de Yahvé». Sólo él puede ser, porque es el Verbo de 
Dios en persona,
Entonces Israel podrá volver a salir de la vara de Jessé, de ese 
hijo de David, crecer y multiplicarse, llenar la tierra. Este será el 
Israel fiel, universal, el que Dios ha amado desde toda la eternidad, 
cuyas puertas abre a cualquiera que anhele la justicia. Es la santa 
«convocación» que nosotros llamamos Iglesia universal.
Pero antes es preciso que se haya levantado la Cruz en el 
Gólgota.

III. Conclusión
El misterio de la Iglesia trabaja pues incluso antes de que su 
nombre sea pronunciado.
Está por encima del tiempo no sólo en la Intención Divina que 
ha decidido la Iglesia de toda la eternidad, sino también en la 
providencia sobrenatural que vela incesantemente por su lenta 
génesis. Es el misterio de la «Previsión Divina».
El Misterio de la Iglesia se inscribe también en el tiempo desde 
los orígenes del mundo. Por ella en efecto se han producido las 
intervenciones del Dueño de la Historia. Aparezca pues la Ekklesia 
en la hora de Dios, sean por ella todos los seres reunidos bajo una 
sola Cabeza, el Cristo Jesús! Esperando que esta hora suene y 
para que suene, Dios suscita en el corazón de los mejores el 
deseo y la esperanza de su reino. A algunos sugiere también los 
esbozos del futuro con las imágenes ampliadas de] presente. El 
Misterio de la Iglesia es el misterio de la Presencia Divina en 
tiempo de Israel. En este tiempo, Dios escribe con la libertad 
humana una historia particular, compuesta con la alegría y el 
sufrimiento de los hombres, con su vida y con su muerte. Pero en 
esta historia, tan parecida a otras y no más espectacular, no hay 
solamente esperanzas y temores de hombres, hay el Designio de 
Dios que es Misericordia y Transfiguración.

ANDRÉ DE BOVIS
LA IGLESIA Y SU MISTERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 8-29