LEY, REY, TEMPLO
1. NOVEDAD/BI BI/NOVEDAD TIEMPO-HT/ISRAEL
HT/TIEMPO/ISRAEL:
La concepción del tiempo que acabamos de esbozar ha sido
tematizada por Israel tras un largo periodo de reflexi6n y
profundización en su experiencia religiosa. Von Rad muestra cómo
el calendario festivo israelita denota la influencia de una religión
agrícola; sin embargo, «Israel ha historizado unas fiestas que
eran antes puramente agrarias», relacionándolas con
acontecimientos precisos (la salida de Egipto, la marcha por el
desierto...), y no con fenómenos periódicos de la naturaleza (1):
Ex 23, IS; Lv 23, 42-43. Esta modificación del sentido de las
celebraciones originalmente agrícolas es el primer paso en la
comprensión del tiempo como historia. Un segundo paso consistirá
en montar sobre una única linea temporal los diversos
acontecimientos significativos de su pasado: la época de los
patriarcas, la salida de Egipto, la entrada en Canaán, etcétera.
«De este conjunto de actos salvíficos sucesivos nació una
secuencia histórica». No un único suceso, sino una serie de actos
coordinados es lo que hace que Israel tome conciencia de la
historicidad de su devenir (2). Antes de llegar a tal constatación,
seguramente hubo un tiempo en que los diversos eventos del
pasado eran celebrados independientemente unos de otros y en
distintos lugares. La certidumbre de que es Dios quien dirige los
acontecimientos, con vistas a un fin, ha sido determinante en
orden a la ordenación y unificación de éstos en una historia.
Textos como Dt 26, 5-10 y Jos 24, 2-13 atestiguan la
preocupación de Israel por abarcar su pasado en una síntesis
coherente, teológicamente interpretada.
Cuando, en fin, el documento sacerdotal retrotrae dicha síntesis
hasta la creación del mundo y liga esta con la historia de los
patriarcas por medio de las cadenas de generaciones, Israel está
dando expresión a la versión revolucionaria de un tiempo que
discurre. desde su comienzo, por el cauce que Dios le señala y en
el que se está gestando progresivamente su plan de salvación. Se
elimina así, además, el mas fuerte reducto del pensamiento cíclico
(anhistórico), el mito de los orígenes, que en todas las religiones
extrabíblicas da lugar a una concepción circular de la
temporalidad, al excitar el deseo de recuperar cúlticamente el
momento absolutamente privilegiado, mas aún, sagrado, del inicio
del mundo; concepción en la que no hay espacio para una
intervención de Dios al interior del devenir, puesto que tal devenir
no hace sino marcar un ritmo prefijado, que no tolera la
introducción de un elemento de novedad.
Por el contrario, en el momento en que la fe de Israel inserta el
hecho de la creación en la linea del acontecer historico-salvifico,
su pensamiento está maduro para ver en el tiempo el lugar de
emergencia de lo nuevo. Repetidamente se ha llamado la
atención sobre la importancia que la categoría de novedad tiene
en la Biblia (3). Se trata de una idea que depende esencialmente
de la fe en la creación. El tiempo historizado por la irrupción en él
de Dios puede ser marco de novedades porque su curso, la
historia de salvación, está en las manos del ser que lo creó todo.
La creación no sólo posibilita la puesta en marcha de la historia,
sino la expectación de nuevos actos creadores, productores de lo
nuevo, de lo distinto y mejor que lo antiguo. Y esa expectación
impone la apertura al futuro y el primado de éste sobre el pasado
y el presente en la vivencia creyente del tiempo humano. Israel
espera del futuro un nuevo nombre (Is 62, 2); un cántico nuevo
(Sal 33, 3; 40, 4; 96, 1; Is 42, 10); una alianza nueva (Jer 31, 31);
un espíritu o un corazón nuevo (Ez 11, 19; Sal 51, 12). El Nuevo
Testamento incrementara notablemente este catálogo de
novedades: nueva Jerusalén (Ap 3, 12; 21, 2); vino nuevo (Mc
14, 25); vida nueva (Rm 6, 4); mandamiento nuevo (Jn 13, 34; I
Jn 2, 7); nueva creación (2 Co 5, 17; Ga 6, 15); nuevo hombre
(Ef 2, 15; 4, 24; Col 3, 10).
Todas estas novedades, que orientan al hombre de la Biblia
hacia el futuro de Dios, se condensan genéricamente en la
promesa emitida por su palabra y cubierta por su fidelidad. La
escatología bíblica, que tiene su punto de partida en la
concepción del tiempo como historia que acabamos de reseñar,
resulta inexplicable si no se apela a la idea de promesa, una de
las mas ricas teológicamente de todo el AT.
(·RUIZ-DE-LA-PEÑA-1. _PRESENCIA-TEOLÓGICA. Pág 53 s.)
......................................
1. VON RAD, G., Théologie del Ancien Testament 11, Genève 1963 (hay
trad. esp.), 92.
2. Ibid., 93. Cf. MUELLER, H. P., 49-68; WOSCHITZ, K., 231-244.
3. BEHM, J., «Kairós», en TWNT III, 451 ss.; KASPERS, W., Dogma y
Palabra de Dios, Bilbao 1968, 113-116; MOLTMANN, J., Esperanza y
planificación del futuro, Salamanca 1971, 287-311.
........................................................................
2.
-Dios y las instituciones:
Ley, Rey y Templo
INSTITUCIONES-JUDIAS LEY/REY/TEMPLO
REY/LEY/TEMPLO TEMPLO/LEY/REY
Cuando los israelitas dejaron tras de sí la esclavitud de Egipto y
el nomadismo del desierto, habitaron la tierra de la actual
Palestina y empezaron a adaptarse a un sistema de vida agrícola
y sedentario. Esto suponía entrar en contacto frecuente e intenso
con los pueblos agrícolas que ya ocupaban el país desde hacía
tiempo. La conquista de Canaán no la hemos de imaginar como
una victoriosa ocupación total, con la expulsión de los habitantes
anteriores, a pesar de algunas descripciones bíblicas. Más bien se
trató de una gradual y sucesiva infiltración de grupos diversos de
«arameos», que había empezado antes de que llegasen los que
propiamente procedían de Egipto. Las tribus autóctonas
-cananeos, jebuseos, amorreos...- convivían con los recién
llegados con más o menos hostilidad, tolerancia o sincretismo,
según los momentos y situaciones. No ha de extrañarnos que la
religión de los israelitas sufriese transformaciones profundas,
provocadas por la transformación de su modo de vida, de nómada
a sedentario, y por el influjo de las culturas autóctonas. Estas
tenían una religión naturalista, en la que los cultos de la
fecundidad eran particularmente importantes. Su principal dios,
Baal, era tenido como el poder engendrador que fecunda las
tierras con el esperma de la lluvia. Junto a Baal, la diosa Astarté
aseguraba la fertilidad, con muchas otras divinidades menores. Su
culto se celebraba en santuarios sobre lugares altos, y entrañaba
un simbolismo sexual de unión de la divinidad con la tierra,
representada por objetos cúlticos como estelas de piedras o
troncos de madera clavados verticalmente en el suelo. Los
santuarios eran lugares donde se celebraban fiestas y sacrificios
vistosos, relacionados con los momentos de la siembra, la siega,
la vendimia... y simultáneamente eran lugares de encuentro, como
mercados o ferias de transacciones. Todo esto difería mucho de la
sobria religión del único Dios personal, propia de los israelitas.
Es natural que en todos los órdenes, y también en el religioso,
la vida de los israelitas sufriese el influjo de aquellas culturas, en
muchos aspectos superiores a la suya. Seguían adorando a
Yahvé, su Dios, pero participaban en el sistema laboral, social y
económico de sus vecinos. Era inevitable que algunos de ellos
participasen también en festividades y cultos, que podían tener
tanto de acto religioso como de acontecimiento social o de rutina
laboral. Y sin necesidad de suponer propiamente una apostasía,
las ideas religiosas del entorno irían influenciando las maneras de
pensar incluso de los que querían permanecer fieles a Yahvé. El
yahvismo tenía conciencia de su originalidad irreductible, pero a la
vez, de una manera seguramente imperceptible, se iba
contaminando con ideas y formas ajenas. Lo admirable es que la
religión de Yahvé no fuera enteramente absorbida en este
proceso ni se diluyera en una religión naturalista. Había peligro, y
muy grave, de que así fuese, como lo atestiguan las constantes
admoniciones contra los cultos cananeos, que llenan los libros
históricos de la Biblia.
Desde el comienzo debió de haber un núcleo de fieles de Yahvé
que ofrecían resistencia a esta contaminación: el recuerdo
actualizado y engrandecido de la gesta liberadora de Egipto y la
adaptación del culto a Yahvé en nuevos santuarios (Siquem,
Betel, Silo, Gabaon, etc.) mantuvieron viva la llama del yahvismo.
Pronto surgirían las corrientes deuteronómica y profética,
caracterizadas por el anhelo de preservar el yahvismo de todo lo
que fuese cananeo. Ya habían sido asimilados muchos elementos
cananeos: ritos sacrificiales, técnicas oraculares como el «efod»,
atributos y ceremonial sacerdotales, fiestas antiguas a las que se
daba un nuevo sentido... (1). Fue un proceso parecido al de la
asimilación y transformación de ritos y fiestas paganas que se dio
en los primeros siglos cristianos. Pero finalmente, gracias sobre
todo al esfuerzo deuteronómico y profético, la religión de Yahvé se
mantuvo como la religión del Dios personal, aunque lastrada con
elementos ambivalentes, que fueron continuamente causa de
tensiones internas.
Entre estos elementos quisiera considerar los tres que me
parecen más importantes:
1. La Ley. El pueblo, ahora sedentario, necesitaba un sistema
jurídico adaptado a las nuevas condiciones, que fue copiado en
gran parte de las costumbres del entorno. Pero la tradición
yahvista actuaba como fuerza purificadora y relativizadora. La ley
tiende a convertirse en absoluto y desemboca en un legalismo.
Pero la reacción de raíz yahvista impedirá la consumación
definitiva de este movimiento. Por encima de la ley están Yahvé y
el hombre con quien Dios ha pactado, objeto del amor de Yahvé.
2. El Rey. La nueva situación exigía una organización política
más coherente. Yahvé la garantiza y la apuntala, pero también la
relativiza, impidiendo que venga a ser una religión nacional al
servicio únicamente del poder real. Yahvé está por encima del rey
y de los poderes políticos, para interpelarlos y juzgarlos.
3. El Templo y el culto. La nueva situación exigía expresiones de
fe más organizadas: surge el templo, el sistema de sacrificios, el
cuerpo sacerdotal, el ritual. Pero también esto se relativiza desde
el yahvismo. La religión es perversa si se convierte en un sistema
para poseer y dominar a Dios, como ocurre en las religiones
naturalistas.
D/TRASCENDENCIA: La afirmación del Dios verdadero, Señor
de todo y de todos, hace surgir en el seno de todas las
mediaciones divinas una tensión, que es la que se manifestará en
aquellas tres realidades. El Dios vivo no se deja reducir a nada, al
contrario que los ídolos -los dioses que no tienen vida-. Yahvé es
irreductible al orden moral, al orden social y al religioso. Siempre
es más y siempre es el Otro que lo juzga todo. Encontramos ya
planteada la problemática -tan actual- del reduccionismo de Dios a
sus mediaciones. Estas son necesarias para que la realidad de
Dios se exprese entre nosotros, pero Dios nunca se reduce a
ellas.
Y, quizá, merece la pena notar aquí cómo la lucha contra
aquellas tres formas de reduccionismo fue uno de los rasgos
esenciales de toda predicación profética, y también de la actividad
de Jesús de Nazaret, que fue clavado en la cruz porque se negó a
absolutizar la Ley (contra escribas y fariseos), la autoridad política
(contra los jefes judíos y romanos) y el Templo (contra los
sacerdotes). Cuando se deja a Dios ser Dios, estas tensiones son
inevitables; permanecen punzantes allá donde los hombres
intenten reducir a Dios a la medida de sus intereses particulares.
Las leyes de los hombres y la ley de Dios LEY/D
«Vivir en el pacto significa participar de la amistad de Dios con
su pueblo. La religión bíblica no es lo que el hombre hace con su
solicitud, sino más bien lo que hace gracias a la preocupación de
Dios en favor de todos los hombres... Dios nunca es neutral,
nunca permanece indiferente ante el bien y el mal. Siempre es
parcial en favor de la justicia» (2).
Más de un lector de la Biblia se habrá visto perdido y abrumado
al intentar leer las retahílas de leyes, ordenanzas y preceptos de
todo tipo -éticos, sociales, cultuales- que llenan buena parte de los
cinco primeros libros de la Biblia. Son prescripciones que se
presentan como dictadas por el mismo Dios, o por Moisés en
nombre de Dios; pero es fácil ver que, de hecho, son una mezcla
acumulativa y a menudo repetitiva de elementos de diversas
épocas, que abarcan desde restos del derecho consuetudinario
de los primitivos nómadas hasta elaboradas ordenanzas que
responden a necesidades religiosas, sociales e incluso
económicas de épocas posteriores. Se presenta todo como
formando parte del «Código de la Alianza», cuando en realidad se
trata de un conglomerado heterogéneo de piezas que se
sobreponen unas a otras, se repiten, se corrigen, se adaptan y se
crean de nuevo, según las necesidades.
G. von Rad explica así el nacimiento del sistema
jurídico-religioso israelita. Las tribus que venían del desierto
tenían sus costumbres y sus formas de organización. Pero, al
establecerse en Canaán,
«la convivencia humana de los nuevos sedentarios exigía un
nuevo ordenamiento jurídico, ya que la entrada en el nuevo país
había transformado profundamente la estructura sociológica de
los antiguos grupos seminómadas. No se trataba sólo del paso a
la agricultura, pues grupos de familias se establecieron en
ciudades y pueblos, y algunos llegaron a ser ricos propietarios de
tierras. La economía monetaria hizo grandes progresos, y con ella
nació el sistema de préstamos. ¿Cómo habría podido afrontar un
simple pastor de la estepa una situación tan súbitamente
complicada, si no era aceptando instituciones jurídicas, que ya
desde hacia tiempo se habían mostrado válidas en aquellos
ambientes?» (3).
Comienza entonces un largo proceso de adaptación, asimilación
y sincretismo jurídico que, en realidad, nunca se dará por
acabado. Pero ¿cómo hemos de entender el hecho de que el
nuevo conglomerado legal siga presentándose como «Ley de
Dios»? Sin reticencias, podemos decir que se trata más bien de
leyes de los hombres; pero estas leyes humanas -y a veces
demasiado humanas- quieren expresar la única y verdadera Lev
de Dios, que es que los hombres reconozcan a Dios como Señor
de todo y de todos, organizando su vida de manera que todo
contribuya al bien de todos los hombres y que todos vean su vida,
su dignidad y sus posibilidades respetadas, como conviene a
miembros iguales de un mismo pueblo de Dios.
Pienso que se ha subrayado poco que el Código de la Alianza
representa, docenas de siglos antes de la cacareada revolución
francesa, el primer intento serio de edificar la vida social sobre los
principios de la igualdad y la fraternidad de todos los miembros del
cuerpo social.
«Porque Yahvé vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor
de los señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace
acepción de personas y no admite soborno; que hace justicia al
huérfano y a la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y vestido.
Ama, pues, al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en el
país de Egipto» (Deut 10,17-19).
Los investigadores del antiguo derecho oriental comparado
descubren muchas coincidencias entre el derecho israelita y el
derecho de otros pueblos de la misma área geográfica. Pero
también descubren singularidades muy significativas en el sentido
antes dicho (4). Si es verdad que el derecho de Israel se enmarca
dentro de las ideas jurídicas de los pueblos de su entorno, es
digno de resaltar que la selección, conservación y adaptación no
responden, sin más, a las tendencias de aquel derecho ancestral
ni a los tabúes sagrados o al juridicismo religioso del antiguo
Oriente. Mezclado con elementos muy primitivos e incluso
«bárbaros», se encuentra un sentido totalmente original de
respeto al hombre y a la vida humana -hasta la de los socialmente
más débiles-, que viene del hecho de que todo hombre que ha
entrado en la alianza de Dios es protegido y estimado por el
mismo Dios. La alianza con Dios se vive respetando a las
personas y sus bienes. La fidelidad a Dios se traduce en fidelidad
a los hombres.
Es muy importante la correlación que se establece entre la
religión y la moral, tanto individual como social, económica y hasta
política. Conviene recordarlo, ahora que muchos -muy
interesadamente- critican el que los teólogos o los pastores se
metan en temas sociales, económicos o políticos. Uno de los más
eminentes investigadores de las ciencias bíblicas, el alemán W.
Eichrodt, de quien no se sabe que tuviera conexión alguna con
movimientos revolucionarios, y que escribía mucho antes de que
se pusiese de moda la teología política, comentaba así las
diversas redacciones del Código de la Alianza: FE/COMPROMISO
CSO/FE
«La actuación moral va indisolublemente unida a la adoración
de Dios. Lo cual quiere decir, simultáneamente, que el Dios a
quien se pide protección considera el cumplimiento de las normas
morales tan importante como la adoración exclusiva a El... La
configuración justa de la vida social es el objeto principal de la
voluntad divina... Las diferencias entre el Libro de la Alianza y el
Código de Hammurabi ponen de manifiesto que la vida religiosa
que late en aquél ha crecido en realidad hasta convertirse en un
profundo sentido moral. Lo demuestra la superioridad de la vida
humana frente a todo. En delitos contra la propiedad queda
excluida la pena de muerte, que en tales casos el derecho
babilónico admitía ampliamente. El esclavo queda protegido de
todo trato inhumano: no es una cosa, como lo era en todo el
mundo antiguo; es un hombre... Otro rasgo muy característico de
la ley israelita es la supresión de toda brutalidad cruel... de las
mutilaciones usuales en otros lugares, como era el cortar las
manos, la nariz o las orejas, el arrancar la lengua o los pechos, o
el marcar con fuego.
... Se rechaza toda forma de justicia clasista. No hay fuero
especial para sacerdotes o para la aristocracia. El forastero es
equiparado por la ley al israelita. Hay medidas enérgicas contra la
explotación de la viuda, de los huérfanos, de los económicamente
débiles. Aunque se mantiene la diferencia entre esclavos y libres,
aquellos están defendidos en la ley: un esclavo gravemente
maltratado debe ser liberado; el que golpee mortalmente a un
esclavo será reo de la falta (Ex 21,26ss). En cambio, en el Código
de Hammurabi y en otras legislaciones antiguas encontramos un
derecho abiertamente clasista, que distingue muy claramente
entre cortesanos, sacerdotes, ministros, hombres libres y
esclavos, así como también entre hombres de diversas
profesiones» (5).
La cita ha sido larga. Pero el mismo autor todavía continúa
notando la protección que la Ley ofrecía a la mujer, para que no
fuese maltratada ni abandonada por su marido, especialmente en
caso de divorcio. Además, podríamos comentar la legislación
sobre el «año sabático»: cumplido un servicio de siete años, los
esclavos habían de ser liberados sin pagar rescate (Ex 21,2; Deut
15,1-18). Más adelante (Lev 25,8ss), se establecerá el «año
jubilar», que no era, como nuestros «jubileos», un año de
festividades religiosas, sino que, cada cincuenta años, los que se
habían visto obligados por la necesidad a vender sus tierras
podían recuperarlas, ya que -decía el Señor- «la tierra no se
puede vender para siempre, porque la tierra es mía» (/Lv/25/23).
La intención más profunda era algo que actualmente algunos
considerarían sumamente peligroso: la negación de un verdadero
derecho de propiedad sobre el único medio de producción que
entonces había. Se trataba, a lo más, de un mero usufructo
durante cincuenta años de todo lo que era únicamente propiedad
de Yahvé. Se trataba de evitar la acumulación de bienes
inmuebles, impidiendo así que surgiesen notables diferencias
sociales. No es extraño que leyes tan sabias -y tan radicales- se
atribuyesen al mismo Dios. Pero sus intérpretes -los legistas-,
creyendo ser mucho más hábiles, encontraron la manera de
reducirlas a mera formalidad religiosa.
W. Eichrodt nos explica la razón última de la singularidad del
sistema legal israelita:
«Las leyes israelitas muestran... un profundo sentido de justicia.
La explicación no puede encontrarse en otra cosa que en el
conocimiento de un Dios que ha creado al hombre a su imagen y
que, por eso, aunque se haga digno de castigo, Dios le protege
en su dignidad humana y le respeta el derecho a la vida» (6).
En verdad, el sistema legal había evolucionado notablemente
entroncado con el yahvismo. Pero ello no evitó que surgiesen las
tensiones que hemos indicado. Este sistema, sustancialmente
excelente, no podía impedir que de hecho fuese interpretado de
manera formalista y legalista y que, como casi siempre, la ley
fuese manipulada en servicio de los más poderosos, o al menos
no resultara gravosa para éstos, gracias a la casuística.
Menudearán, eso sí, las referencias a los hipócritas piadosos y a
los jueces perversos. Los profetas lo decían muy claro: hay
fidelidades a la ley que están muy lejos de ser fidelidad a Yahvé.
El Rey: «ya no quieren que yo reine
sobre ellos» (1 Sam 8,7) REYES/D:
El libro de los Jueces mantiene el recuerdo de los tiempos en
que las tribus de los israelitas aún no estaban organizadas como
unidad política. Se sentían más o menos solidarios por lazos
étnicos y de tradición y por la adoración del Dios de sus Padres
que les había acompañado y protegido, sobre todo en el tiempo
en que un grupo de antepasados -que pronto fueron
considerados como antepasados de todos- había conseguido
liberarse de los trabajos forzados de Egipto. Cada clan, o cada
grupo de clanes, vivía su vida trabajando las tierras donde habían
conseguido establecerse. En principio seguían fieles a Yahvé,
pero ello no implicaba que, como hemos dicho, no tuviesen
también sus atenciones a los dioses de los lugares donde se
habían establecido. Los israelitas, en el proceso de
sedentarización, tendían a asimilar su vida a la de los cananeos
en todos los aspectos; a la larga, también en el aspecto religioso y
político. El mismo culto a Yahvé sufrió esta influencia de
asimilación (7). Empezaron a ofrecerse a Yahvé sacrificios
semejantes a los que los cananeos ofrecían a sus dioses, y en los
mismos lugares sagrados donde los ofrecían los cananeos, que
empezaron a ser relacionados con las antiguas tradiciones de los
Patriarcas y a ser considerados como «lugares santos» o
santuarios de Yahvé. No había centralización religiosa ni política:
cada grupo tenía su santuario (Siquem, Silo, Gilgal, etc.). El
Yahvismo personalista de los nómadas parecía que había de
transformarse en una religión localista agraria. Pero no: Yahvé no
podía quedar reducido a la categoría de uno de los dioses
cananeos de la fertilidad. La religión yahvista nunca se asimiló del
todo a la religiosidad cananea, aunque le pidió prestadas muchas
de sus formas cultuales. Al contrario, se robusteció en su
singularidad frente a la religión de los autóctonos.
JUECES/ISRAEL:Algo similar pasó con las estructuras políticas.
Las tribus tenían una estructura patriarcal simple: un código
tradicional ético-religioso bastaba para mantener la cohesión del
grupo. La nueva situación creaba nuevos problemas,
principalmente cuando las tribus tenían que enfrentarse a otros
grupos poderosos y organizados. En situaciones difíciles podía
surgir un cabecilla decidido o inspirado que conseguía aunar los
esfuerzos de todos y defender sus intereses improvisando un
ejército o planeando una estrategia. Surgieron de esta forma los
«jueces» de Israel, con una autoridad más personal y carismática
que institucionalizada, cuya actuación se limitaba a una tribu o a
una pequeña coalición de tribus. El único jefe y señor de Israel era
Yahvé. Pero los israelitas constataban que una organización
política más fuerte, como la que tenían sus vecinos, bajo un rey y
con un sistema administrativo centralizado, ofrecía muchas
ventajas. Algunos empezaron a desear un rey y una organización.
Del victorioso Gedeón se dice que le ofrecieron la monarquía
hereditaria, pero que la rechazó:
«No seré yo el que reine sobre vosotros, ni mi hijo; Yahvé será
vuestro rey» (Jue 8,23).
Así se expresa tradicionalmente el espíritu yahvista (8).
Abimélek, hijo de Gedeón y de su concubina siquemita, intentó
establecerse como rey de los israelitas y cananeos de Siquem.
Pero era un hombre irreflexivo que se forjó su propia ruina. Su
hermano Jotam pronunció contra sus pretensiones una parábola
que ha sido calificada como el texto más antimonárquico de la
literatura universal (/Jc/09/07-15). Y es muy chocante que este
texto se haya incluido en la Biblia.
Unos años después, la amenaza de los «pueblos del mar», los
Filisteos, obliga a los israelitas a organizarse para la resistencia y
a proclamar un rey en la persona de Saúl. La Biblia constata la
ambigüedad de este acontecimiento. El profeta Samuel se resistía
a la monarquía, y el mismo Yahvé dice: «me han rechazado a mí
para que no reine sobre ellos» (1 Sam 8,7). Yahvé había sido y
tenía que seguir siendo el único rey de Israel. Pero parece que el
mismo Yahvé accede a una solución de compromiso: «escucha su
petición», dice al profeta, «pero les advertirás claramente y les
enseñarás el fuero del rey que va a reinar sobre ellos» (ib. 9). El
profeta advierte al pueblo de todos los inconvenientes de tener un
rey: impondrá tributos; obligará a los jóvenes a servir en el
ejército, y a las jóvenes a servir en palacio; dará a sus servidores
las mejores tierras y el mejor ganado... Pero el pueblo no le
escucha: «Tendremos un rey y nosotros seremos también como
los demás pueblos» (ib. 19).
Lo que estaba en juego era realmente importante. Hasta
entonces, Israel había sido un pueblo de hombres libres e iguales
ante Yahvé, que era el único que estaba por encima de todos y
que garantizaba la libertad, la dignidad y los bienes de todos. En
adelante, estarán sometidos a un hombre, a su corte y a sus
servidores. El rey dispondrá de ellos y de sus bienes: «vosotros
mismos seréis sus esclavos» (ib. 17). Los textos reflejan los
sentimientos de la minoría yahvista, que veía cómo del servicio
liberador a un único Señor divino se pasaba al servicio
esclavizante de un señor humano. Más aún, se entrevé el peligro
de que todo el sistema político y religioso esté más al servicio del
rey y de sus «eunucos y servidores» que al servicio del pueblo; y
que se apele al carácter sagrado del rey y de la religión para
defender los intereses demasiado humanos de los que detentan la
autoridad. Los sistemas absolutistas de las monarquías orientales,
que los israelitas conocían muy bien, ofrecían abundantes
ejemplos de abusos de poder, sancionados por la religión. Yahvé
no podía convertirse en mero sancionador de la voluntad del rey.
PODER/RELIGION:RL/PODER:Toda la inacabable historia
subsiguiente -hasta nuestros días- de conflictos entre política y
religión, entre la razón de Estado y las exigencias de la fe, parece
que ya está presente desde el primer momento en la monarquía
israelita. Las religiones de los otros pueblos, a quienes se querían
parecer los israelitas, eran religiones de Estado. Bajo la ficción
sagrada de que los reyes eran instrumento de los dioses, de
hecho los dioses se convertían en instrumento de los reyes para
sacralizar su dominio y su opresión. Se podría pensar que la
religión de Israel tenía que entrar irremediablemente por este
camino, convirtiéndose en lo que ahora llamaríamos una
«ideología sacralizadora» del poder político, sustentadora de los
poderosos y esclavizadora del pueblo, como ha ocurrido tantas
veces en la historia. Pero el yahvismo se resistía intrínsecamente
a esa forma de manipulación. Yahvé era un D¿os de libertad que
estaba por encima de los reyes y de los poderosos y que no se
dejaba poner al servicio de reyes y poderosos. Ningún rey podrá
jamás ni acariciar la pretensión de ser señor absoluto. Señor
absoluto sólo lo es Yahvé, quien juzga al rey como a los demás y
defiende siempre los derechos de todos. Yahvé no sacraliza la
«distinción de personas». Es igualitario. Los profetas, empezando
por Samuel en el mismo acto de la proclamación de Saúl, se lo
harán saber sin ningún género de dudas... y sufrirán por ello las
consecuencias:
«Aquí tenéis ahora al rey que os habéis elegido. Yahvé ha
establecido un rey sobre vosotros... Si vosotros y el rey que reine
sobre vosotros seguís a Yahvé vuestro Dios, está bien. Pero si no
escucháis la voz de Yahvé... la mano de Yahvé pesará sobre
vosotros y sobre vuestro rey» (I Sam 12,13-15).
TEOLOGIA-POLITICA Los sucesos que seguirán pondrán de
manifiesto la tensión intrínseca que había entre el yahvismo y las
pretensiones de poder político absoluto. Saúl preferirá los
intereses de los suyos a la voluntad de Yahvé, y éste le
abandonará. David será juzgado por el profeta y castigado,
cuando crea poder disponer de los bienes o de la mujer de sus
súbditos (cf. 2 Sam l lss.). Lo mismo pasará con Salomón, Josías,
Acab y Jezabel; con todos los reyes que, creyéndose amos y
señores, hacían «lo que no era agradable a Yahvé». Los libros
históricos de la Biblia son libros de verdadera «teología política»:
enseñan que ningún señor humano se puede creer señor
absoluto de nada ni de nadie; que Yahvé defiende los derechos
de todos, y singularmente de los más débiles; y que sólo
reconociendo a Yahvé como al único Señor absoluto de todo y de
todos, se puede conseguir un sistema de relaciones humanas que
lleve al verdadero bien de todos.
El Templo: «Yo no he habitado en ninguna casa»
El templo había de llegar a ser uno de los elementos más
característicos de la religión judía. Pero, si miramos sus orígenes,
veremos que desde la perspectiva del yahvismo era una realidad
al menos tan ambigua como la realeza; y así lo dejan entrever
patentemente los textos bíblicos. Si con el rey existía el riesgo de
absolutizar el poder político y la razón de Estado por encima de
Yahvé, con el templo cabía el peligro de absolutizar el poder
sacral y la realidad cultual por encima del mismo Dios. Con una
intuición profunda de lo que ha de ser la auténtica religión, los
fieles de Yahvé, al igual que no vieron con buenos ojos que el
yahvismo fuera utilizado como ideología sancionadora del poder
político, tampoco vieron bien que ahora este poder político
centralizase y controlase desde el templo los diversos aspectos de
la adoración y del culto a Yahvé. Recordemos que el templo
estaba construido en el mismo terreno del palacio real y era
servido por funcionarios del rey.
Los israelitas, en su época seminómada, no tenían tradición de
templos. Daban culto a Yahvé a cielo abierto y sobre altares
improvisados. La frecuentemente citada «tienda de la reunión»,
que más tarde sería asimilada a una especie de templo lujoso y
elaborado (cf. Ex 26,1; 36,8, etc.), originariamente era la tienda
del jefe del clan, adonde se retiraba para ponerse en presencia de
Yahvé y adonde convocaba a la gente para comunicarles lo que
Dios le inspiraba. Las palabras con las que el profeta Natán
responde a la propuesta de David de construir un templo son muy
significativas:
«No he habitado en una casa desde el día en que hice subir a
los hijos de Israel de Egipto hasta el día de hoy, sino que he ido
de un lado para otro en una tienda, en una morada. En todo el
tiempo he caminado entre los hijos de Israel» (2 Sam 7,6-7).
En un texto más antiguo se nos dice que propiamente Yahvé ni
habitaba en la famosa tienda. Yahvé no tiene una morada limitada
sobre la tierra, porque sobrepasa cualquier circunscripción local.
Pero se hacía notar su presencia concreta en la Nube:
«Durante el día la Nube de Yahvé estaba sobre la tienda, y
durante la noche había fuego a la vista de toda la casa de Israel»
(Ex 40,38: cf Núm 9, l 5) .
«Yahvé iba al frente de ellos, de día en columna de nube para
guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego para
alumbrarlos» (Ex 13,21).
Estos textos muestran la realidad propia de Yahvé como una
presencia protectora, personal y permanente en el caminar del
pueblo. La nube era un símbolo, más que una verdadera morada.
La religión yahvista no era la religión del dios de un lugar o de un
templo, sino la religión del Dios que «caminaba entre todos los
hijos de Israel» (2 Sam 7,7) como un Dios personal.
Este carácter personal de Yahvé encuentra una expresión
insuperable en la promesa que Dios hace a David, por medio del
profeta, en el mismo momento en que el rey planea construir el
templo como culminación de su obra de organización del estado.
Se trata de un texto que iba a tener una importancia capital,
porque a través de él las generaciones futuras iban a intuir que lo
que Dios quería no era encerrarse en una religiosidad circunscrita
a un templo de piedra y a su sistema cultual, sino que quería
formarse un pueblo:
«Yo he estado contigo en todas tus empresas... Fijaré un lugar
a mi pueblo Israel y lo plantaré allí para que more en él; no será ya
perturbado y los malhechores no seguirán oprimiéndole como
antes» (2 Sam 7,9-10).
Cuando el rey piensa en un lugar para Dios, Dios manifiesta que
es El quien piensa en un lugar de libertad para su pueblo. No es
un templo para sí lo que Dios quiere, sino una tierra libre para los
hombres. Y añade aún:
«Yahvé te anuncia que Yahvé te edificará una casa... Afirmaré
después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y
consolidaré el trono de su realeza... Yo seré para él padre y él
será para mí hijo. Si hace el mal, le castigaré con vara de hombres
y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo
aparté de Saúl... » (2 Sam 7,11-16).
En vez de un templo regio, Dios anuncia la promesa de una
estirpe de la que El mismo será padre y de la que no apartará su
amor, aunque habrá de castigarla si obra el mal.
La tensión entre la idea de una presencia benévola y personal,
propia del yahvismo puro, y la idea de una presencia local en un
lugar sagrado erigido y controlado por el rey, a imitación de las
concepciones cananeas, fue cediendo en favor de la segunda
alternativa, aunque la idea primigenia nunca quedó ahogada del
todo.
David no construyó aún el templo, pero llevó el arca a Jerusalén
(no sin temores y vacilaciones, como consta en 2 Sam 6,1-11) y
organizó a su alrededor todo un sistema cultual a imitación de los
cultos y ceremonias de las religiones del lugar. La unificación
política de las tribus bajo el reinado de David comporta la
unificación y centralización del culto. El apoyo que el rey dará al
nuevo santuario y el esplendor de su ceremonial harán olvidar los
antiguos santuarios de Siló, Siquem, Guilgal, etc. Se han puesto
los cimientos de una nueva forma de religión localista y estatal.
Salomón ya no tendrá ningún escrúpulo en construir el templo. De
hecho, era una exigencia de la nueva forma de religión. La
construcción del templo de Salomón, con su magnificencia
proverbial, era -como luego tantos otros templos- más un acto de
ostentación y de fortalecimiento del poder real que un verdadero
acto de honor al Yahvé liberador. Pero, por desgracia, ya casi
nadie lo veía así. El templo fue construido por obreros paganos
-fenicios- según modelos de templos paganos. La institución del
sacerdocio de los hijos de Sadoc (a quien se legitimó buscándole
una genealogía que se remontaba hasta Aarón: cf. 1 Cron 24,1ss)
acabó de redondear la nueva situación (9).
ISRAEL/TEMPLO TEMPLO/ISRAEL La historia posterior iba a
mostrar que la tensión entre el yahvismo personalista y la religión
localista y estatal no estaba definitivamente resuelta. Cada vez
más, el judaísmo, en el Reino del Sur, tenderá a hacer del culto al
templo de Jerusalén la esencia y prácticamente el todo del servicio
a Yahvé. Por mimetismo, en el Reino del Norte intentarán
revitalizar los antiguos santuarios de allá, en competencia con
Jerusalén. Pronto los profetas clamarían contra esta reducción
cultualista de la antigua religión. Como síntesis de todos ellos,
aporto el oráculo de Jeremías en tiempos de Yoyaquim (608 a.C.):
«Mejorad de conducta y de obras, y Yo me quedaré con
vosotros en este lugar. No fiéis en palabras engañosas diciendo:
"¡Templo de Yahvé, Templo de Yahvé, Templo de Yahvé es
éste!"... Si realmente hacéis justicia mutua, y no oprimís al
forastero, al huérfano y a la viuda, ni andáis en pos de otros
dioses, entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar» (Jer
7,3-7; cf. 26,1-19).
Por encima del cultualismo dominante y manipulado por los
dominadores, resuena aquí la fuerza del Dios liberador de
personas, como en el Éxodo. La religión verdadera del Dios
verdadero no se puede reducir jamás al culto y al templo, sino que
se manifiesta en las relaciones interpersonales entre los hombres,
de quienes Dios quiere ser protector y garante. Y es iluminador
pensar que Jesús, como antes el profeta, fue condenado porque,
al defender la imagen de Dios Padre de todos y protector de
todos, parecía menospreciar todo el sistema cultual y de poder
montado alrededor del Templo. Y la historia ha seguido
repitiéndose, porque realmente resulta mucho más cómodo dar
culto a Dios en templos, por costosos que sean, que respetar y
fomentar la libertad y la dignidad de los hijos de Dios.
............
1. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento 1. Salamanca 1972, pp.
39ss.
2. A.J. HESCHELs Los Profetas I, Buenos Aires 1973, p. 132.
3. G. VON RAD, op. cit. I, p. 57.
4. Una buena síntesis de la cuestión, en W. EICHRODT, Teología del
Antiguo Testamento I, Madrid 1975. pp. 70ss.
5. W. EICHRODT, op. cit. I, p. 69.
6. Ibid., p. 71.
7. El culto sacrificial habría sido uno de los elementos que los israelitas
habrían tomado de la religión cananea. Así: R. DUSSAND, Les origines
cananéennes du sacrifice israelite, París 1921. M. NOTH (Historia de Israel,
Barcelona 1966, p. 102) confirma la misma tesis a partir de los textos de
Ugarit, que ofrecen una terminología sacrificial muy semejante a la de la
Biblia. La mención de sacrificios y la erección de altares se halla en textos
deuteronómicos secundarios, como Dt 27,5-7 y Jos 8,30-31, en los que se
da una combinación de elementos confusos.
8. Algunos estudiosos piensan que este pasaje, como algunos otros que
mencionaremos luego, puede pro- venir de una época posterior de
reafirmación del espíritu antimonárquico. En todo caso, expresa un
sentimiento que permaneció siempre más o menos vivo en la conciencia de
Israel.
9. Cf. R.E. CLEMENTS, God and Temple, Oxford 1965; H. RENCKENS, La
religión de Israel, Florida (Argen- tina) 1970.
JOSEP
VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988.Págs. 63-76