Hay un hecho notable. Las grandes desgracias de la historia, guerras, hambres,
epidemias, no dejan ningún lugar al aburrimiento. En cualquier peligro que se
esté, en cualquier agobio que se sufra, todas las energías están
movilizadas para vencer la adversidad. Sin tener que preguntarse nada, cada
uno conoce claramente el fin de su acción y la razón de su esfuerzo. El
porvenir asedia al presente. En esa terrible urgencia casi se olvida que se
vive, de tanto vivir ardientemente.
Aparece así que vivir no llega a ser problema más que cuando ya no es
problemático vivir. Sólo cuando se está liberado de las necesidades de la
vida uno se descubre dominado por lo que la vida tiene de contingente:
entonces aparece el aburrimiento. ¿Qué hacer de la vida, cuando el vivir ya
no depende más que de uno mismo?
Es Nicolás Grimaldi el que nos ayuda a encuadrar con estas palabras las
consideraciones que quiero presentar a continuación. Un poco más adelante,
en su trabajo titulado “Ennui et modernicé” (“Cahiers de la société
ligérienne de Philosophie”, Tours, 1978, pp. 42-43), nos dice que “en su Histoire
de France, Michelet sitúa hacia finales del siglo XV el primer ataque de
aburrimiento, y que todas las biografías de los duques de Borgoña nos
muestran cómo rompen imprevisiblemente sus placeres y sus reuniones para
recluirse extrañamente en la melancolía”.
Y todavía añade que, unos siglos después, ya en el XIX, “a pesar de la
cautivante exhortación del señor Guizot (Primer Ministro) a enriquecerse, de
todas partes iba a elevarse hacia (el rey) Luis-Felipe (de Orleáns) una
insistente y punzante voz que, finalmente, acabaría por destronarle: Sire,
la France s'ennuie. “Señor, Francia se aburre” (p. 45).
Estas pinceladas dibujan, incipiente pero clara y profundamente, algunos de
los rasgos característicos de una enfermedad que es tanto más seria cuanto
que no lo parece: el aburrimiento.
Cuando en la vida ya no hay problemas, es la vida misma la que se convierte en
problema: ¿Qué hacer hoy? Tenemos, está a nuestra disposición, algo
decisivo -el tiempo- que no queremos o no sabemos usar. Ahora bien, como el
tiempo pasa, de hecho, no usarlo es un dispendio, una forma de “exceso”
existencial. Por eso, tradicionalmente el aburrimiento se considera enfermedad
de rico. Es Montesquieu el que nos lo dice: “Todos los príncipes se
aburren: prueba de ello, es que se van a la caza”. Y Rousseau, en el Emilio,
apostrofa: “El pueblo no se aburre: conduce una vida activa”. Por el
contrario, “el gran azote de los ricos es el aburrimiento. En medio de
muchas costosas diversiones, rodeados de tanta gente que se ocupa de hacerles
la vida agradable, se aburren hasta la muerte”. (Emile, ou de I'éducation,
IV libre, p. 438, ed. Richard).
Pero no es sólo el crecimiento de la riqueza el causante del problema. Los
antiguos griegos conocían bien la “anía”, los latinos el “taedium”,
y también los medievales desarrollaron una cuidadosa y profunda teoría
acerca de él. Con todo, el aburrimiento es un fenómeno -como bien nos
muestra Grimaldi- que se agudiza en los últimos siglos. Y, a mi juicio, la
explicación está en que, en ellos, no sólo aumenta la riqueza, sino que,
con el crecer de ella y de la instrucción, se disparan las posibilidades, los
mundos posibles e imaginarios, pero no se desarrolla al mismo tiempo el arte
supremo y más sencillo -es decir, más difícil- del espíritu, a saber, el
diálogo.
Que precisamente la gente más instruida, ya que no educada, es la más capaz
de aburrirse lo vio bien Nietzsche: “Los animales más finos y más activos
son los primeros capaces de aburrimiento”, apunta. Y ello porque están más
despiertos para lanzarse a muchos mundos posibles que buscamos poseer pero
que, una vez alcanzados, nos decepcionan.
Antes, A. Schopenhauer había repetido, en los Parerga y Paralipomena,
el aforismo antiguo romano: “al pueblo, pan y circo”: El pan simboliza
el objeto de los deseos de la gente. Una vez alcanzados, hay que darles el
circo para que no se aburran. ¿Son la televisión o las discotecas el
circo? En cualquier caso, lo que sugiere Nietzsche es que el aburrimiento
popular es trivial y, por ello -así hubiera dicho Kierkegaard-, más grave, más
difícil de curar. Algo parecido sucede con el aburrimiento juvenil: no es
agudo, y a veces se sabe esconder bien, con la diversión y la actividad
trepidante. Pero es tanto más serio cuanto menos se toma en serio.
La tesis que voy a sostener brevemente acerca del problema que nos ocupa -es
ya el momento de decirlo- se expresa en el título de este escrito: el
aburrimiento es una muerte social, y su causa una insuficiencia filosófica.
Generalmente se suele decir que se trata de una cierta muerte personal, una tristeza
o tedio, pero espero mostrar que aquí se ve muy bien la verdad de
la idea según la cual el hombre es un ser social, de manera que su muerte
en cuanto persona (y no física) es idéntica con la muerte de la
sociedad. Y la persona, en cuanto persona, muere de hecho exactamente por lo
mismo que muere la sociedad: por la desaparición del diálogo. Ahora bien, el
diálogo -como bien ha visto, por ejemplo, M. Heidegger- no es lo mismo que el
parloteo o la verborrea. Dialogar -como ya he señalado- es un arte muy difícil,
por su sencillez: su realización es el ejercicio mismo de la filosofía. Por
eso, lo que quiero decir aquí se puede expresar también de la siguiente
manera: alguien se aburre porque su filosofía se encuentra bajo mínimos.
Muchos responderán, en este momento, que es más bien por culpa de
la filosofía por lo que nos aburrimos. Pero no, aquí la filosofía podría
bien decir, como la vieja canción, “yo no soy esa que tú te imaginas”, o
que te han hecho creer que soy.
El que se aburre es alguien que rechaza, es decir, un crítico en un
cierto sentido de esta palabra. Aburrirse significa no aceptar: abhorrere, aborrecer,
o, en otras lenguas, in-odiare (ennui, noia, annoyance). Aburrirse es,
así, no interesarse, no practicar el inter-esse, no estar
metido dentro. Inicialmente, pues, y ese era el sentido clásico, el
aburrimiento iba dirigido hacia fuera, a objetos, a personas. El problema está
en que, tanto más los rechazamos, tanto más nos quedamos solos, con nosotros
mismos, solos con nuestra propia vida. Pero hay dos soledades: la activa y la
pasiva. La primera es sólo aparente: me separo momentáneamente para ponderar
y calibrar aquello en lo que estoy interesado, aquello que me gusta. La
segunda es la propia del aburrido y muestra un rasgo muy característico
-aunque no aparente- de él, a saber, la debilidad. El aburrimiento es una
forma de debilidad, como la melancolía romántica, que se diferencia de él sólo
en que esta última pone en juego la imaginación. La imaginación del pasado
-nostálgica- o la de un futuro que no es dibujo de un proyecto práctico, son
muestras de huida de la dureza de lo real. Pero, ¿hacia dónde huir,
entonces? No queda más que un sitio: hacia mí mismo.
Aparece así el yo particular, en el romanticismo en forma de tragedia
interior, y en el aburrimiento en forma de percepción pura del
tiempo. El aburrido es el que percibe el pasar del tiempo, en cuanto tal,
como un vacío. Es la experiencia pura del tiempo, un tiempo que carece de
cualidad, de color, sonido y sabor. Salta a la vista, pues, que lo que une al
romántico y al aburrido -en sus diferentes modos de ser- es la inquietante
presencia interior de la negación, del vacío, de la nada. Se trata de una
estrechez o angostura -angustia- propia de la falta de recursos. Uno de los
primeros que la tematizó en la Europa moderna fue Pascal, como es sabido.
Pascal define el aburrimiento como “vivencia de la nada del ser”, y dice
-no muy bien, a mi juicio- que pertenece a “la condition de I'homme”.
Después de él -y quizá más a fondo que él- ha sido Kierkegaard el autor
que más brillantemente ha profundizado en esta idea. Lo aburrido es lo vacío
y carente de contenido, dice en El concepto de ironía (XIII, 386, La
ironía según Fichte, final), y “una continuidad en la nada”. Es
“una eternidad sin contenido, una felicidad sin gusto, una profundidad
superficial, un hartazgo hambriento...”.
Si al rechazar lo otro no me encuentro a mí mismo, sino que me encuentro con
el vacío, eso quiere decir que para encontrarme a mí mismo tengo que hacer
justamente lo contrario: aceptar lo otro, o el otro, interesarme, tomarme en
serio lo otro. Pero, para poder hacerlo debo llevar a cabo un trabajo, un
verdadero trabajo, muy sencillo, o sea, muy difícil: cambiar el lugar
de la negación. Si antes negaba, rechazaba, lo de fuera, ponía la negación
más fuera (“me hastía todo”), ejercitando así el espíritu crítico en
su forma más común, ahora he de poner la negación dentro, he de negarme a mí
mismo, pues esa es la condición imprescindible para aceptar al otro. En la
medida en que esa negación se suele llamar humildad, es también la causa de
la maduración, de la madurez. El perpetuo crítico es -como es bien sabido-
el perpetuo inmaduro.
Sólo si te vacías interiormente lo otro se destaca en su ser, en su existir
ante ti. Aquí entramos en el punto más difícil. ¿Por qué nos aburrimos?
Porque deseamos algo que pudiera llenar nuestras aspiraciones, nos
diera la paz, el entretenimiento, la aventura feliz y perpetua, y todo ello en
plenitud y sin esfuerzo. Pero, de antemano sabemos -en el fondo de nuestro
corazón- que eso no es posible. Entonces nos dejamos caer, nos deprimimos,
nos ponemos melancólicos, nos aburrimos. Ante este problema, ante la cantidad
de veces que el deseo nos muestra su engaño o su futilidad, muchos han
pensado que la culpa del aburrimiento es precisamente el deseo, y que, por
ello, tendríamos que suprimirlo. Así, el budismo Zen o Schopenhauer.
Pero no me parece correcto. Es otra forma de cobardía. La valentía está en aprender
a desear correctamente. Querer lo que podemos desear y desear lo que
podemos querer.
Para saber qué y cómo debemos desear, no tenemos que suprimir
el deseo, sino suspenderlo momentáneamente. Se trata de una tarea que
requiere esfuerzo y valentía, porque al principio yo soy mis deseos, mi yo
está aparentemente identificado con ellos. (“Quiero esto o lo otro”).
Pero debo olvidar ese yo para que el otro se destaque ante mí,
no como me lo imagino, sino como es. En nuestros días, ha sido Robert
Spaemann (en Glück und Wohlwollen) quizá el que mejor lo ha dicho: sólo
si pensamos que el otro es un cierto absoluto, una cierta realidad
exístencial podemos tomarnos en serio la relación con él.
Es decir: podemos y debemos ironizar sobre los sucesos de este mundo, y también
sobre nuestros deseos, pero no podemos ironizar sobre la persona, ni mía ni
del otro.
Ahora bien, ¿qué significa aceptar a otro como absoluto y, sin
embargo, relacionarme con él? Significa dialogar.
Vemos así que el diálogo tiene su origen en el esfuerzo de autonegación y
en el esfuerzo de dejarse maravillar por la realidad del otro ser. Es verdad
que “en la variedad está el gusto”, pero eso es sólo una parte de la
verdad. La parte accidental. El mayor gusto se obtiene en la constancia, en
la repetición, por el fruto que ella trae.
En un texto que Christoph Kuffner, autor vienés, escribe para Beethoven, y
que éste colocó en su maravillosa Fantasía coral (op. 80), se lee:
“Wenn sich Lieb’ und Kraft vermählen, lohnt dem Menschen Götter-Gunst”,
es decir, “Cuando se unen el amor y la fuerza, el favor divino recompensa al
hombre”.
El amor y la fuerza dan lugar a la palabra en el diálogo: tengo algo
que decir, porque me he vencido -la fuerza de negarme y me he llenado de lo
otro o del otro, que me entusiasma. Así, puedo responder. Ese
responder es un activo dar a luz en la verdad. Es una novedad,
una ocurrencia, pero no caprichosa, sino originada por el encuentro con lo
real, con el ser del otro. En cuanto a la filosofía es el ejercicio del espíritu
que me entrena para ver el ser, lo real, la filosofía es el instrumento
universal básico para el diálogo, es decir, para la existencia de
la sociedad, o sea, de la persona.
El ordenador es el instrumento universal básico para la información, o sea,
para el poder, pues la información es poder. Pero la filosofía
lo es para la sociedad, es decir, para la humanidad, para que el
hombre sea hombre.
Vemos, pues, que no hay interioridad real sin el descubrimiento de la exterioridad
real y su aceptación. El melancólico y el aburrido toman la pura
apariencia, no se atreven con el peso de lo real, porque tienen mucho
sentimiento, pero les falta amor.
Según el famoso dicho de San Juan apóstol, en el amor no hay temor. Y
tampoco hay soledad. Si bien es cierto que la unión completa no es posible en
este mundo, son el diálogo y la esperanza los que convierten definitivamente
el regalo, el don, en algo verdadero y, aunque no pueden quitar todo
encerramiento accidental, apartan, sin embargo, toda soledad esencial.
Así, y para terminar, vemos que dejar de lado el aburrimiento significa
abandonar todas esas secuelas suyas tan típicas y tan magistralmente
descritas por Tomás de Aquino: evagatio mentis, verbositas,
curiositas (afán inmoderado de novedades), importunitas (dispersión),
inquietudo, instabilitas loci vel propositi.
Además, el torpor, o embotada indiferencia ante lo grande, la
pusillanimitas, o espíritu pequeño, la maldad o la desesperación. En
realidad, el aburrimiento es una desesperación encubierta.
Para no aburrirse, en suma, hay que seguir los tres pasos adecuados de toda
vida, sea profesional, deportiva, familiar, religiosa, etc. Antes de nada, hay
un primer deseo que despierta nuestra atención. Pero enseguida vemos que lo
deseado no nos llena, que su apariencia era engañosa en parte. Si por
debilidad, debida a la excesiva juventud o al descuido -el descuido nos hace
dejar de lado el entrenamiento que fortalece-, abandonamos el interés por lo
deseado -ya que nos frustró-, caemos primero en el aburrimiento, y luego en
la desesperación quizá.
Pero si, tras el primer deseo, ponemos la constancia, entonces realizamos el
segundo momento: la studiositas. El esfuerzo del estudio, que
-como el origen latino de la palabra indica- significa mirar algo con amor.
El que tiene deseo y añade estudio, el que tiene buena disposición y con
esfuerzo adquiere escuela, oficio, ese está en condiciones de recibir el
favor divino, de llegar al tercer momento: descubre infinitas novedades -tras
pasar por la autonegación del estudio- en aquello que primero sólo era el
brillo fugaz de un deseo inicial.
Consigue así, gracias a una filosofía verdadera, es decir, que se demuestra
en la vida, y que es, por tanto, también práctica -filosofía práctica-, un
diálogo, que le da la alegría permanente. No superamos de verdad el
aburrimiento por la excitación de la guerra -que es una pseudofiesta-, ni por
el frenesí -con eso sólo conseguimos un mal olvido-, sino por la verdadera
fiesta del espíritu: estar con Dios, los hombres y la creación
entera.