LA PATERNIDAD DE DIOS EN LA LITERATURA MODERNA

FERNANDO CASTELLI, S.J.

En HUMANITAS Nro.16

 

Dos textos literarios nos introducen en el tema que deseamos abordar: la paternidad de Dios en la literatura moderna. El primero es de Henrik Ibsen y el segundo de Pieter van der Meer.

Brand, protagonista del drama homónimo de Ibsen, es un pastor luterano, dotado de gran voluntad y sentido del deber, que realiza grandes esfuerzos por conquistar a Dios. Y su Dios todo lo exige: es la antítesis del anciano bonachón y componedor con el cual simpatiza la gente común; es absolutista, inexorable y totalitario. Para conquistarlo y realizarse, Brand lo sacrifica todo por Él: hijo, esposa, madre, bienestar, estima. Su lema es “todo o nada”. Convencido de que Dios no reside en las iglesias hermosas, refugio de los mediocres, sino en las altas cumbres y los glaciares, exhorta a los fieles a seguirlo a la montaña para adorar a Dios en el espíritu y la verdad. Lluvia, viento, tempestad. Los fieles se rebelan, lo golpean y vuelven atrás maldiciéndolo mientras se queda solo y sangrante en la cima de la montaña. Un alud de nieve lo arrolla. En el estruendo, antes de desaparecer, tembloroso y turbado, pide a Dios: “Respóndeme, Dios, en esta hora en que la muerte me devora: ¿es suficiente toda la voluntad de un hombre para conseguir un hilo de salvación?”. Desde lo alto una voz responde: “¡Dios y caridad!”[1]. El final es poco claro. Sea como fuere, el Dios de Brand inspira terror: reside en la iglesia “de nieve y hielo”, implacable e intransigente, Dios de la ley y el castigo, del deber y la voluntad, del “todo o nada”.

El segundo texto es del escritor holandés Pieter van der Meer, amigo y confidente de León Bloy y los Maritain. Convertido al catolicismo, tuvo períodos de crisis violentas. Solo, en su departamento de París, “con el corazón sangrante y el alma en llanto”, se preguntaba qué hacer para encontrar la paz. La respuesta la dio él mismo en una página de su Diario de un convertido, con fecha 9 de noviembre de 1910.

“¡Qué profunda alegría debe experimentar aquel que de pronto, después de mucho caminar buscando la paz inútilmente, comprende que también él es hijo de un Padre que lo ama y lo conoce y no un átomo partido en la inmensidad del espacio! Este hombre caminaba desesperado en el vacío y ahora la conciencia le dice con palabras de fuego que su vida no es inútil, que Dios lo ve, que Jesús lo ama, que una mano divina lo comprende y acompaña amorosamente en su angustia. Ahora sus pensamientos y sentimientos tienen una salida al infinito y al misterio y sabe que le ha sido confiado un tesoro inmenso y ese tesoro es su propia alma. ¡Oh, alegría liberadora de esta certeza!”[2].

La última página del Diario termina con estas palabras: “Ahora vivo en la espera y rezo: Padre, ¡todo es hermoso porque todo es amor!”.
Ibsen y van der Meer: dos existencias errantes, vividas bajo la mirada de Dios. El Dios del dramaturgo noruego es divinidad implacable, exigencia inhumana, cerrada a ala piedad. Caminar bajo su sombra equivale a debilitarse y apagarse en una iglesia “de nieve y hielo”, como le ocurre a Brand. El Dios del escritor holandés es un padre que no abandona a sus hijos, sobre todo cuando la oscuridad acosa y la pesadez de vivir atrapa el alma en sus redes. Caminar de la mano con Él equivale a alimentarse de esperanza “viva” y avanzar hacia puertos felices.

Los escritores de todos los tiempos se ubican en estas dos orillas opuestas. A la negativa y las imprecaciones de uno de los grupos, se oponen el abandono confiado y la fe adulta del otro. Sus voces se diversifican. Escuchemos algunas de ellas, entre las más paradigmáticas de la literatura moderna.

Aquellos que niegan la paternidad de Dios

Un gran número de escritores admite la existencia de Dios, pero le niega su condición de padre, ubicándose en tres frentes. En el primer frente, se dice que Dios no puede ser padre por cuanto está demasiado lejos del hombre, perdido en la fría inmensidad de sus cielos, indiferente a los hechos de la historia, inmerso en su propia beatitud. El mismo Aristóteles -nos recuerdan en este frente- sostiene que Dios no conoce al mundo en cada uno de sus individuos y mucho menos los ama o se ocupa de ellos. Entre Dios y el hombre hay un desierto.

Los protagonistas de Esperando a Godot, de Samuel Beckett (1906-89), se mueven o permanecen sentados en un escenario desolado, sin geografía y sin vida. “¿Y ahora qué hacemos? - No sé - Vámonos - No se puede - ¿Por qué? - Estamos esperando a Godot - Sí, es verdad”[3]. En esta espera estéril, la vida se reduce a encontrar una zanahoria o un nabo en el bolsillo, a un dolor de riñones, al estribillo de una cancioncilla. Se espera a Godot (¿Dios, un pequeño Dios?), que nunca vendrá. Tal vez se extravió en los cielos, cansado de torturar a sus criaturas. Es absurdo considerarlo padre. Para el sueco Pär Lagerkvist (1891-1974), el hombre advierte la nostalgia de Dios y lo busca con afán, sin lograr jamás encontrarlo, condenado a ser un peregrino sin meta (cfr. La sibila, Peregrino en el mar, La tierra santa). ¿Puede llamarse “padre” un Dios que no se deja ver? En un oratorio, Elie Wiesel (1982) pone en escena a Abraham, Isaac y Jacob, cuya misión es recorrer las calles para recoger los ecos del sufrimiento de los hebreos y referirse a ellos en el cielo. “Los testigos dan cuenta y el tribunal celestial escucha en silencio. Los jueces supremos callan mientras un pueblo entero es devorado por la oscuridad o abismo divino, un abismo en cuyo fondo sólo está Dios”. “Silencio. Total. Absoluto”. “Los asesinos matan, los asesinos ríen. Y Dios siempre calla -Dios calla siempre”. Oprimidos por este silencio, los tres retroceden, pero Dios no los llama. “Y el silencio de Dios es Dios”. Dios no habla ni escucha: “Se tapó las orejas”[4].

Ante este Dios sordomudo, Jacques Prévert (1900-77), reflejando a otros escritores y poetas, rezó en esta forma: Padre Nuestro que estás en los cielos / permanece allí / Nosotros, en cambio, permaneceremos en la tierra / tan bella a veces / con todos sus misterios de Nueva York / además de los misterios de París / que bien valen el de la Trinidad[5].

En un segundo frente, otros escritores van más lejos: Dios no es padre, es enemigo del hombre. Un personaje del drama L'ennemi, de Julien Green (1900-98) aclara esta posición. Elisabeth, esposa de Philippe, está dividida entre Pierre, que la fascina, y Dios, que la llama. Para Elisabeth, este Dios que se interpone entre ella y el objeto de su deseo es un enemigo. “Es quien me impide ser totalmente feliz contigo”[6], le explica a Pierre. Luego se rendirá ante este “feliz contigo” y encontrará la paz. D'Annunzio (1863-1936), en cambio, permaneció fijo en su rencoroso rechazo de Dios (más específicamente de Cristo, el “Enemigo”). Someterse a Dios -pensaba- habría significado sacrificarle su “cuadriga imperial”, que lo vivificaba: voluptuosidad, voluntad, orgullo, instinto. Dios era su enemigo por ser contrario a estos “cuatro caballos de batalla”. Confió el escritor a una amiga: “Si estuviera seguro de que existe la otra vida, debería vivir como monje, renunciando a todo. Prefiero la nada y los gusanos que me comerán”[7]. También André Gide echó pestes contra Dios, antes de volverle la espalda definitivamente, porque hacía resonar su helado “no” en los senderos de la alegría humana. Los escritores ubicados en el tercer frente acusan a Dios de ser autor del mal. Dios déspota, Dios verdugo, Dios amo. Sus voces tienen diferentes timbres, algunos fríos, otros violentos; pero todas son eco de sufrimientos personales, genocidios y masacres. Ivan Karamazov, por ejemplo, toma “respetuosamente” distancia ante un Dios indiferente a los sufrimientos de los inocentes y grita exigiendo una explicación.

En el soneto Hombre, el poeta español Blas de Otero (1916-79) acusa a Dios de arrancarle los ojos. Luchando cuerpo a cuerpo con la muerte / junto al precipicio invoco a Dios / Mas su silencio, resonando, ahoga / mi voz dentro del inerte vacío. / Si debo, oh Dios, morir, quiero mantenerte / despierto. Y noche tras noche, no sé cuándo, / me escucharás. Dios, estoy hablando solo. / Rasgo las sombras para verte. / Levanto la mano y me la cortas. / Abro los ojos y me los arrancas de la vida. Tengo sed y se cubre de sal tu arena./ Esto es ser hombre: horror a manos llenas./ Ser -y no ser- eternos fugitivos. / Angel con grandes alas de cadenas[8].

En la novela Los niños Jeromin, de Ernst Wiechert (1887-1950), se acusa a Dios de permanecer sordo ante la matanza de los niños. “Y ni siquiera te bastó tu único Hijo. Lo clavaste en la cruz para redimirnos, pero sigues redimiendo con cruces siempre nuevas”[9]. Junto a Wiechert, encontramos a Wolfgang Borchert (1921-47) y Peter Weiss (1916-82), autores de dramas crudos y profanadores. En la novela El evangelio según Jesús, José Saramago (1922) presenta a Jesús como víctima de un Dios despótico que para afirmar su poder necesita personas a quienes pasar a llevar. Jesús es una de ellas.

Terminemos esta mirada a quienes niegan la paternidad de Dios con una observación de San Agustín. En un discurso al pueblo, exhorta a “destrozar los ídolos” de nuestra mente y no los de mármol, piedra o madera. “Uno imagina a Dios como un gran herrero, que compone, dispone, ensambla, tornea y da vuelta: ¡es un ídolo de Dios! Otro lo ve como un gran monarca sentado en un trono: ¡es un ídolo de Dios!”[10]. Los autores citados que niegan la paternidad de Dios se refieren a un dios construido por su mente, es decir, a un ídolo. El Dios de la Revelación es totalmente distinto. Recordemos en este sentido una página el Journal de Julien Green del 10 de enero de 1951. “El dios que Sartre nos presenta en Las moscas es tan mediocre y limitado que no es difícil comprender el ateísmo del autor ante semejante dios. Si Dios fuese el dios de Sartre, yo sería ateo veinte veces y no una, sería ateo de ese dios incluso fanático; pero ocurre que hay un error en la persona”.

“Je suis surtout leur père”

“Dios es un abismo de paternidad”, afirma Orígenes[11] en el siglo III. Dieciséis siglos más tarde, Sören Kierkegaard hace eco de sus palabras al proclamar que el amor paterno de Dios es “la única cosa inquebrantable de la vida, el verdadero punto de Arquímedes”. Penetrando con su mirada en este abismo, muchos literatos de todos los tiempos han escrito páginas vivificadas por la teología e iluminadas por la poesía. En la escuela de la Biblia y la liturgia, Charles Péguy (1873-1914) tiene una revelación que aplaca su espíritu atormentado y rebelde. Dios no es el ser que nos presentan el deísmo y las numerosas teodiceas modernas: armonía universal de las cosas, encerrado en los límites de la razón, ausente en la historia, ser nebuloso en los espacios cósmicos; Dios es padre: crea por amor, conoce a sus criaturas y todo lo dispone para el bien de las mismas. El Escritor se sumerge en este misterio, canta su belleza y su fuerza regeneradora y revela su profundidad en un crescendo de asombro y alegría. El “Padrenuestro” “iluminó el rostro del mundo”, exclama en el Misterio de la caridad; y en el Misterio de los santos Inocentes la meditación sobre la paternidad de Dios ocupa un lugar central.

Yo soy su padre. Padre nuestro que estás en los cielos. / Mi hijo les ha dicho suficientemente que soy su padre. / Soy su juez. / Sobre todo soy su padre. / Aquel que es padre y sobre todo padre. Aquel que una vez fue padre ya no puede ser sino padre. / Ellos son los hermanos de mi hijo; son hijos míos; soy su padre[12].

Péguy imagina una flota innumerable que avanza al “asalto de Dios”, lo ataca y lo desarma. “Qué queréis que haga, me han atacado”, dice Dios. Atacado y vencido por Cristo, que delante de todos recita Padre nuestro que estás en los cielos, y por la chusma que avanza detrás suyo, “detrás de las manos juntas de mi hijo. Y ellos también tienen las manos juntas como si fueran mi hijo, en suma, mis hijos, en suma, cada uno de ellos un hijo, como mi hijo”.

Padre nuestro que estás en los cielos. Evidentemente, cuando un hombre ha comenzado de este modo, / cuando me ha dirigido estas tres o cuatro palabras, / luego puede continuar y decirme lo que desea. / podéis comprender, quedo desarmado. / y mi hijo lo sabía muy bien, él que tanto ha amado a estos hombres[13].

Ante el espectáculo de las manos juntas en la invocación del “Padrenuestro”, Dios queda desarmado. Un padre no puede no escuchar y no perdonar a sus hijos. ¿Cómo queréis ahora que los juzgue? ¿Después de esto? La “derrota” del Dios-juez inspira a Péguy una emotiva secuencia de versos en los cuales señala cómo la fraternidad entre los hombres debe hacer juego con la paternidad de Dios. “Es necesario salvarnos juntos, llegar juntos ante el buen Dios, presentarnos juntos. No debemos llegar a encontrar al buen Dios unos sin los otros. Será preciso regresar todos juntos a la casa de nuestro Padre (...). ¿Qué nos diría si llegásemos algunos de nosotros sin los demás?[14].

El divino perseguidor

Por ser padre, Dios no puede abandonar a sus hijos en los caminos del mundo. Los busca, los acosa, los coge para conducirlos nuevamente a la casa paterna. Suele recurrir a medios que nos parecen incomprensibles y más bien crueles y absurdos, pero en los cuales siempre está oculto un proyecto de amor.

Francis Thompson (1859-1907) describió más que ningún otro autor la técnica empleada por Dios para alcanzar la criatura que se le escapa. En el poema El divino perseguidor (The Hound of Heaven)[15], joya de la lírica inglesa, describe cómo el hombre huye de Dios, por considerarlo enemigo de la felicidad, y cómo Dios lo persigue. En los primeros versos, habla el fugitivo: Lo evadí a través de las noches y los largos días; / Lo evadí bajos los arcos que marcan los años / Lo evadí a través de los laberintos de mi mente; en los último, el perseguidor: Ah, espíritu tan ciego, débil y amante, / yo soy aquel que tú buscas; / de ti ahuyentaste el amor, / cuando a Mi me expulsaste. El drama termina con la rendición del fugitivo ante aquel que es la felicidad por cuanto es el amor.

Ignazio Silone (1900-78) hace eco de Thompson. En Uscita di sicurezza (Salida de emergencia), cita algunos versos de Thompson y recuerda a San Bernardo, según el cual los hombres “escapan y ya no quieren saber nada de Dios, y Él corre tras ellos, los toma, penetra en su interior, los devora”[16]. Francois Mauriac (1885-1970) vuelve varias veces al tema. “Dios es el cazador que sigue las pistas y se pone al acecho de su presa junto al bosque. Sabe desde dónde pasan nuestros tristes cuerpos. Observa las huellas de la cacería humana, guiada por sus instintos, en las mismas horas, por los mismos recodos, hacia los mismos placeres. Dios tiene paciencia: sabe dónde poner el lazo que estrangulará a la bestia”[17]. Así lo demuestra su obre narrativa, de teatro y hagiográfica.

Las pistas de Dios

Son diversas e imprevistas. El Padre salió al encuentro de Eugène Ionesco (1909-94) en los teatros donde se ponían en escena sus pièces. “Teatro de la Ausencia” definió su obra: ausencia de Dios, es decir, carencia de sentido y vida. El desfile de sus personajes, con el alma seca, desplegando banalidad, ajenos a sí mismos y a los demás, extraviados y embrutecidos, lo sacudió profundamente. ¿Así es la vida? ¿Una comedia insensata? Buscó lentamente en otras direcciones hasta encontrar al Dios Padre, que nos libera “de tantos errores, engaños, bajezas... estupideces”. En su último diario, La búsqueda intermitente, la afirmación “Somos hijos de Dios” se repite varias veces, con el asombro y la alegría del náufrago que ha llegado a la orilla. “Pero cuánto camino para llegar a Él; cuántas barreras se deben superar para llegar a ese sol que intuyo en la otra Vida, la verdadera Vida”[18]. Una pista privilegiada es la inquietud. Nos inquietamos porque nos sentimos extranjeros, desilusionados y frustrados en la tierra. En la estela de San Agustín, Pascal y Kierkegaard analizan esta inquietud metafísica y religiosa. George Herbert, poeta inglés del siglo XVII, señala su origen en el poema lírico The Pulley. Imagina a Dios concediendo al hombre todas las formas posibles de felicidad -sabiduría, alegría, belleza-, todo menos la paz interior. Que se sienta ciertamente rico, pero insatisfecho, / de tal manera que si no lo hace la bondad, al menos la inquietud / lo guíe a mi seno. - “Let him be and rich and weary, that at least, / if goodness lead him not, / yet weariness / may toss to my breast”.

Son numerosos los testigos de esta inquietud (la weariness de Herbert): Clemente Rebora, Gabriela Mistral, T.S. Eliot, Gertrud von Le Fort, G. Ungaretti, H. Daniel-Rops, G. Marcel (en su obra dramática), A. Béguin (en la obra El alma romántica y el sueño, a propósito del problema de la inquietud, alude a los románticos alemanes del siglo XIX -Hölderlin, Jean-Paul, Novalis, Tieck, Arnim- y a los franceses Sénancour, Nerval, Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud)[19]. Giovanni Papini (1881-1956) es un testigo privilegiado. Deseaba captar el Absoluto, conocerlo todo, trascender la condición humana, y se lanzó en esta tarea con furor iconoclasta, blasfemando. En Un uomo finito (Un hombre acabado), él mismo describe el desenlace. “Todo ha terminado, todo está perdido, todo está cerrado. No hay nada más que hacer (...). Soy una cosa y no un hombre. Tóquenme: estor frío como una piedra, frío como un ser enterrado. Aquí está sepultado un hombre que no pudo convertirse en Dios”[20].

Dios lo esperaba en ese sepulcro. En la Storia di Cristo (Historia de Cristo), escribirá que “el Padre ama con el mismo amor a quien lo abandona y a quien lo busca, a quien lo obedece en su casa y a quien lo vomita con el vino”; que no dejó de amar a un escritor como él, que en un bufido de pasión blasfema invitó a los hombres a renegar de Dios: “Hombres, ¡sed todos ateos! ¡Volveos ateos de inmediato!”[21].

Papini define como “implacable” el amor de Dios. Julien Green lo llama “violento”: con el fin de salvarnos, recurre a la violencia. “Esta noche no podía dormir y he revisado mi vida, las gracias, los llamados reiterados. Realmente hay motivos para estremecerse (...). Me decía un católico: “Dios es violento. Destroza el corazón”. En 1920, destrozó el mío para entrar en él”[22].

La violencia del amor

El amor del Padre es violento cuando se trata de romper las cadenas del pecado. En la novela Il lino della Veronica (El lino de la Verónica), G. Von Le Fort (1876-1971) muestra a la tía Edel petrificada en su rechazo de Dios, viviendo en la rebeldía y el hastío. Un día, en un arrebato de ira, descuelga un crucifijo de la pared para golpear a su sobrina Verónica, que ha sorprendido rezando. La cruz cae misteriosamente sobre ella y la derriba, con lo cual queda en muy malas condiciones. Al cabo de varias horas de lucha y delirio, la rebelde se rinde y pide llamar a un confesor para recibir los sacramentos de la Iglesia. “Yo, pobre criatura pecadora, me acuso ante Dios (...) de haber (...) pecado consciente y voluntariamente contra el amor y la misericordia de Dios”[23]. El asombro y la alegría del perdón son tan violentos que le destrozan el corazón. En la muerte, la vida salió a su encuentro. Joris-Karl Hysmans (1848-1907) relata un episodio análogo en la novela En route. Durtal, el protagonista, detrás del cual se oculta el autor, se siente desamparado, víctima del vacío, el pesimismo, la misoginia y el disgusto consigo mismo y su vida desperdiciada después de haber recorrido los senderos de la degradación moral y espiritual, desde el erotismo hasta lo satánico. ¿Suicidarse o buscar en otro ámbito? Una presencia misteriosa, que según confiesa no lo deja en paz, rodeándolo y haciéndolo escarmentar desde lace largo tiempo, lo impulsa hacia ese otro ámbito. En realidad, su regreso a Dios se da en cierto modo a través del fuego, en una atmósfera de agonía y muerte.

“El monje levantó los brazos y las magas del hábito blanco volaron como dos alas encima de él. Con los ojos mirando al cielo, recitaba la fórmula sacramental que rompe las ataduras del pecado. Tres palabras pronunciadas en voz más alta y solemne, Ego te absolvo, cayeron sobre Durtal, que sintió un estremecimiento en todo su ser (...); lloró, extasiado, encorvado bajo el gran signo de la cruz que el monje trazaba sobre su cabeza. Le pareció salir de un sueño cuando el prior le dijo: “Alégrese. Su vida ha muerto y está sepultada en un claustro, donde renacerá”[24].

“Acercaos también vosotros”

La violencia del amor paterno es tal que podemos decir -en términos teológicamente imprecisos- que “vence” a la omnipotencia divina. Al respecto, son profundas las intuiciones de Dostoievski. En su opinión, la esencia del cristianismo reside en la concepción de Dios como padre. En El idiota, el príncipe Myskin recuerda su encuentro con una campesina con su hijo en brazos. “La mujer era joven aún y el niño tendría unas seis semanas. Como lo advirtió ella, en ese momento el bebé le sonrió por primera vez en la vida. Y la vi muy compungida hacer la señal de la cruz. “¿Qué haces, buena mujer?”, le dije. “La alegría de la madre al observar la primera sonrisa de su hijo -respondió- es exactamente la misma que experimenta Dios cada vez que desde el cielo ve a un pecador arrodillarse ante Él para rezar de todo corazón”. Esto me lo dijo una mujercilla, casi con estas mismas palabras, expresando un pensamiento tan profundo, tan delicado, tan simplemente religioso, un pensamiento que contenía toda la esencia del cristianismo, es decir, la noción de Dios como nuestro verdadero padre y de la alegría de Dios con el hombre como alegría del padre con su propio hijo: el pensamiento fundamental de Cristo”[25]. En Crimen y castigo, nos muestra a Marmeladov, padre de Sonja, exaltando la misericordia divina en una taberna. Es una escoria humana, capaz únicamente de emborracharse; pero sabe que la bondad divina es superior a su estado despreciable y confía en ella.

“Acercaos también vosotros. Venid, borrachines; venid, débiles; venid, desvergonzados”. Y entonces todos nos acercaremos, sin avergonzarnos, y nos detendremos delante de Él. Y Él nos dirá: “¡Puercos! Sois imagen y emblema de la bestialidad, pero venid también vosotros”. Y los sabios dirán: “¡Señor! ¿Por qué los acoges?”. Y Él dirá: “Los acojo, oh, sabios, porque ninguno de ellos jamás se consideró digno de eso...”. Y nos tenderá las manos y caeremos de rodillas... y lloraremos... ¡y comprenderemos todo! (...) Señor, venga tu Reino”[26].

Las palabras de Marmeladov evocan las de los hijos pródigos: invocaciones de piedad, llenas de confianza porque están dirigidas a un padre. En un padre se tiene confianza, sin miedo, aun cuando uno se presente ante él andrajoso y sucio. Tu es notre Père, à nous, / Nous, tes enfants prodigues, dice al Señor la poetisa Marie Noël (1883-1967). Cuando el miedo llama a su puerta, ella se refugia en manos del Padre (De toi, dans ton noir Infini, / Je n'ai pas peur. J'ai fait mon nid / Dans le creux de ta main obscure[27]. De ti, en tu negro infinito, no tengo miedo. He hecho mi nido en el hueco de tu mano oscura). Y le recuerda con alegre confianza: Ta Nature, Seigneur, / N'est-elle pas de pardonner, toujours?

Mauriac recuerda a la criatura oprimida bajo el peso del pecado que siempre está a su alcance la felicidad que le ofrece la piedad de Dios: “Hay una mano ofreciéndose eternamente para levantarla de nuevo, eternamente dispuesta a extenderse hacia su frente para darle la absolución”[28]. En su reciente novela Il bastardo (El bastardo), Gina Lagorio describe esta mano en acción. Don Emanuel, el protagonista, por ser bastardo (hijo natural de Carlo Emanuele I) y por ser “distinto”, está condenado a una existencia dolorosa, y en todas partes da la impresión de ser un intruso o un ser extraviado entre la gente. Cuando ya está cansado de todo y abatido, conoce la piedad divina al recibir la absolución sacramental y advierte una sensación de renacimiento y “desconocida liviandad, como si hubiera dejado en el regazo del padre todo el peso de su vida”. En la noche, al quedarse dormido, sabe que “dormirá como un niño bautizado por segunda vez”[29].

“También Dios es infeliz”

Raissa Maritain (1883-1960) era hebrea. Aun cuando se convirtió al catolicismo, sentía intensamente su identidad con el pueblo elegido y compartía su martirio. En el poema lírico Deus excelsus terribilis, interpela a Dios con estas palabras: Si gritamos / ¡Abba! ¡Pater! / Tú no escuchas nuestro clamor (...) / Tú nos rechazas en la noche: / Es como si hubiéramos perdido al Padre nuestro / Que está en los cielos. / Se ha abierto un abismo entre la Misericordia y la Miseria / Y tú no quieres superarlo. La aflicción del alma se aplaca en la contemplación del Crucificado. Tú, que has adoptado un corazón semejante al nuestro / Para hacerte cargo de nuestro mal y compadecer nuestros sufrimientos (...) / Ten piedad de tu pueblo[30].

“Tienes un corazón semejante al nuestro”. ¿Sufre entonces Dios por nosotros y con nosotros? Jacques Maritain, esposo de Raissa, publicó algunos años antes de morir un memorable estudio sobre el tema, en el cual citaba, considerándolo como si fuera suyo, un texto del Journal de Raissa: “Toda la Humanidad de Cristo es el Misterio del Amor, Jesús crucificado es la imagen del Padre ofendido por los pecados”[31].

Jacques aclara en la medida de lo posible el misterio del sufrimiento de Dios, recordando que Dios no es un emperador ni un amo, sino un padre: un padre que “sufre” con nosotros y mucho más que nosotros por todo el mal que destruye la tierra”. En el tema del sufrimiento de Dios, los Maritain citan varias veces a León Bloy. También podrían citarse P. Claudel, G. Bernanos, G. Von Le Fort, M. Pomilio, Shusaku Endo y F. Parazzoli. Si bien de distinta forma, todos ellos intuyeron que si Dios es padre, es vulnerable y sigue sufriendo con nosotros, dada su compasión paterna. David M. Turoldo sobre todo ha penetrado con su mirada en este abismal misterio, en el volumen Anche Dio è infelice (También Dios es infeliz) y en muchos poemas líricos. En un “salmo penitencial”, presenta a Dios arrancado de su morada eterna por nuestra miseria y convertido en el primogénito de los perdidos por la ley del amor. Ahora no eres / sino un hermano nuestro, / has sufrido en Ti / todos nuestros dolores. / Te sentimos cerca/ en Tu lamento / y en Tu llanto / en la sepultura de Lázaro. / Ahora nuestra carne no Te abandona: / eres un Dios que se extingue / en nosotros. Un Dios / que muere[32]. En un poema de los Canti Ultimi (Cantos finales), afirma que Dios está afligido por el hombre: / el inmensamente débil / y condicionado Dios, / infeliz por nuestra suerte[33]. La infelicidad divina es provocada por el saber que nosotros / sólo nosotros en toda / la creación, podemos / hacernos daño: / y no porque te ofender / sino porque amas (...). El amor -sostiene Turoldo- es la “ruina” de Dios porque lo hace partícipe del dolor de sus hijos. Él no es la divina Indiferencia: Tu naturaleza es ser Amor[34]. Por consiguiente hay un compartir y un sufrimiento por ser padre de seres sufrientes.

Una síntesis plástica

Un cuento de Gilbert Cesbron (1913-79), “Un viejo en un jardín”, sintetiza plásticamente el sentido de la paternidad de Dios. Mientras un viejo Papa (¿Juan XXIII?) pasea por el jardín de un lugar indeterminado, aparece un joven de una cerca amenazándolo de muerte. Es delgado, tiene el pelo en desorden y está desesperado. Ambos se enfrentan. “Somos el Amor y nuestra única misión es divulgar el Amor”, dice el Papa con toda tranquilidad. El joven se declara perdido porque “ya no cree ser amado por nadie y por consiguiente ya no sabe amarse a sí mismo”. Durante un dramático coloquio, el desconocido saca un puñal con la intención de herir al Papa, pero dirige el arma contra sí mismo. El viejo levanta en sus brazos el cuerpo inerte, lo carga en la espalda, “como el pastor de ayer”, gritando a los cardenales: “¡Aún vive!... ¡Rápido! Rápido”, mientras corre la sangre por su traje inmaculado[35].

¿Es posible “imaginar” a Dios? Cesbron lo “imagina” como padre, con los brazos abiertos para levantar y acoger, en nombre del Amor que es Él, a los desesperados de la tierra.



 


[1] H. IBSEN, Teatro, Turín, SET, 1946, 138.
[2] P.V.D. MEER, Diario de un convertido, Alba (CN), Ed. Paoline, 1957, 143.
[3] S. BECKETT, Esperando a Godot, Turín, Einaudi, 1956, 72.
[4] E. WIESEL, Un ebreo oggi (Un hebreo hoy), Brescia, Morcelliana, 1985, 231 s..
[5] J. PREVERT, Poemas, Parma, Guanda, 1980, 21.
[6] J.GREEN, L'Ennemi, París, Plon, 1954, 126.
[7] “Confesión de D'annunzio a Ermilia Mazoyer (Aélis)”, referida por G. PECCI, D'Annunzio e il mistero (D'Annunzio y el misterio), Milán, Pan, 1969, 194.
[8] B. de OTERO, Poemas, Guanda, 1962, 9.
[9] E. WIECHERT, Los niños Jeromin, Milán, Bompiani, 1950, 179 s.
[10] SAN AGUSTIN, Sermón 223 A 5 (PL 46, 825).
[11] ORIGENES, In Numer., Hom. XVI, n.4; In Joann, II, 2 Citado por H. DE LUBAC, Sulle vie di Dio (En los caminos de Dios), Alba (CN), Ed. Paoline, 1959, 185).
[12] CH. PEGUY, Oeuvres poétiques complètes, París, Gallimard - Piélade, 1957, 695. Citamos el texto de la traducción de M. CASSOLA, Il mistero dei santi Innocenti (El misterio de los santos Inocentes), Milán, Jaca Book, 1978, 26 s.
[13] Ibíd., 700.
[14] Ibíd., 392.
[15] El original - The Hound of Heaven- tiene diversas traducciones. M. Carreras lo traduce como Il Veltro divino (El galgo divino). Los versos citados por nosotros están sacados de su traducción publicada en el Frontespizio (julio de 1932).
[16] I. SILONE, Uscita di sicurezza (Salida de emergencia), Florencia, Vallecchi, 1865, 124 s.
[17] F. MAURIAC, Sofferenze e felicità del cristiano (Sufrimientos y felicidad del cristiano), Roma, AVE, 1947, 19.
[18] E. IONESCO, La ricerca intermittent (La búsqueda intermitente), Parma, Guanda, 1989, 134.
[19] De ellos escribe A. Béguin: “Quien los conoció, encontró en todos un aspecto visionario y extranjero; ellos mismos sabían en ciertos instantes que “no eran de este mundo” L'anima romantica e il sogno (El alma romántica y el sueño), Milán, II Saggiatore, 1967, 29).
[20] G. PAPINI, Un uomo finito (Un hombre acabado), Florencia, Vallecchi, 1926, 202.
[21] ID., Le memorie d'Iddio (Las memorias de Dios), Ibíd, 1913. Después de la conversión, Papini destruyó todos los ejemplares del libro.
[22] J.GREEN, verso L'invisibile (Hacia lo invisible), Milán, Rusconi, 1973, 342.
[23] G. VON LE FORT, Il lino della Veronica (El lino de la Verónica), Milán, IPL, 1936, 253.
[24] J.K.HUYSMANS, En route, París, Stock, 1907, 287 s.
[25] F. DOSTOIEVSKI, L'idiota (El idiota), Turín, Einaudi, 1958, 231 s.
[26] ID., Delito e castigo (Crimen y castigo), Florencia, Sansoni, 1958, 40.
[27] M.NOEL, Chants et Psaumes d'automne, París, Stock, 1956, 142.
[28] F.MAURIAC, Diario, Milán, Mondadori, 1963, 66.
[29] G.LAGORIO, Il bastardo (El bastardo), Milán, Rizzoli, 1996, 327.
[30] R. MARITAIN, Poesie (Poemas), Milán, Massimo - Jaca Book, 1990, 224 s.
[31] J. MARITAIN, “Quelques réflexions sur le savoir théologique”, en Revue thomiste, 69 (1969), 21; en el Diario di Raíssaa (Diario de Raisa) (Brescia, Morcelliana, 1966), el texto está en la p. 25.
[32] M. TUROLDO, O sensi miei... (Oh, sentidos míos...), Milán, Rizzoli, 1990, 579 s.
[33] ID., Canti ultimi (Cantos finales), Milán, Garzanti, 1991, 28.
[34] Ibíd., 41.
[35] CESBRON, “Un viejo en un jardín”, en Ragazzi dai capelli grigi (Muchachos de pelo gris), Milán, Massimo, 1969, 109.