LA IDENTIDAD DE JESUCRISTO

GIACOMO CARDENAL BIFFI

En HUMANITAS Nro.22

 

Con estas notas –en busca del rostro humano de Cristo-, es nuestra intención acercarnos algo más a Jesús de Nazaret, enfocado precisamente en su carácter concreto e inmediato, como lo vieron quienes estuvieron con él en los días de su vida terrenal. Procuraremos por tanto delinear su perfil y su carácter en la medida de nuestras posibilidades. (...) De Cristo no poseemos fotografías, retratos, autógrafos ni grabaciones de su voz en vivo. Con todo, tenemos gran cantidad de datos elocuentes y puntuales de distintos tipos: sus palabras, los testimonios de quienes estuvieron a su lado y los datos históricos con él vinculados. Son antecedentes preciosos, recopilados, ordenados y cotejados entre sí con el fin de llegar a una imagen lo menos alejada posible de la realidad efectiva.

Una especie de “identikit”. Con el fin de aclarar nuestra intención, nos permitimos adoptar el concepto de “identikit”, empleado por los cuerpos de policía de todo el mundo.
Ante la carencia de una experiencia más irrebatible, en el identikit se reconstruye la fisonomía de la persona buscada basándose en los recuerdos e indicaciones de todos aquellos que por distintos motivos y de diversas maneras estuvieron vinculados con ella. La transposición de semejante vocablo en nuestro contexto es insólita y podrá parecer algo atrevida, y habrá quien la considere hasta irreverente. Sin embargo, quien tenga un interés más directo tal vez nos perdonará por la misma, desde el momento que ni siquiera él vaciló en compararse con un malhechor cuando describió su llegada final como la sorpresa de un ladrón (cf. Mt 24, 42-44). Por lo demás, el Señor es realmente un ser “buscado” en el sentido más fuerte del término: buscado por el deseo de verlo, elemento intrínseco de nuestra vida en la fe; buscado por la tensión de nuestra esperanza, que es aspiración a la posesión plena y abierta; buscado por nuestro amor, que como todo verdadero amor se fatiga soportando la lejanía y la invisibilidad del amado. (...)
Al terminar esta investigación, que aspirará a representarnos en vivo el “tipo humano” de Cristo, nuestra sed de conocerlo, en su temperamento, en su carácter específico de hombre, en la riqueza de su personalidad, no se habrá calmado realmente; por el contrario, como es previsible, se avivará en nosotros el deseo y la impaciencia de encontrarlo frente a frente y fijar nuestros ojos en los suyos. (...)

Veracidad de los testimonios. El éxito y el valor de un identikit dependen de la veracidad de los testimonios. Al respecto, nos encontramos afortunadamente en una situación privilegiada: como creyentes, podemos contar con declaraciones con garantía de asistencia e inspiración divina. Esto no debemos olvidarlo jamás, teniendo siempre conciencia al mismo tiempo de que la mediación de los redactores de las páginas sacras se explora con precisión también con el auxilio de las disciplinas filológicas e históricas. En todo caso, aun cuando se considere el perfil de la competencia puramente humana, las narraciones evangélicas son fuentes excelentes de datos que se imponen a todo investigador honesto.
(...)

 

El aspecto exterior

Nuestro examen tiene su punto de partida en todo cuanto era más visible en la figura de Cristo y aquello que en él percibían en forma más inmediata quienes lo encontraban en los caminos de Palestina.

La manera de vestir. ¿Cómo se vestía Jesús de Nazaret? Contrariamente a toda interpretación previa de carácter pauperista, debemos decir que se vestía bien.
Se presentaba con un “look” muy diferente al de Juan Bautista, con el cual él mismo se contrapone explícitamente bajo el perfil del aspecto exterior (cf. Mt 11, 18-19). Se viste como los israelitas observantes y los hebreos notables, los cuales, por respeto a lo prescrito por la ley (cf. Nm 15, 38; Dr 22, 2), solían adornar el borde de sus trajes con flecos de colores. En todo caso, reprocha a los fariseos y escribas por su vanidad al alargar esos flecos indebidamente (cf. Mt 23, 5). Con todo, él también los lucía, como se desprende del episodio de la mujer que desea sanar del flujo de sangre y furtivamente, acercándose a él por detrás, le tocó precisamente una de esas orlas (cf. Mt 9, 20-22). La túnica de Jesús no es de hechura ordinaria, sino tejida toda desde arriba, sin costura, tanto que bajo la cruz, los soldados, para no depreciarla en su valor cortándola, echan suertes sobre ella (cf. Jn 19, 23-24).

Señorío y carácter fidedigno. No se trataba únicamente de la vestimenta. Su aspecto estaba enteramente marcado por el señorío y el carácter fidedigno. Quien se dirige a él, aun cuando sea extranjero no puede menos que llamarlo respetuosamente “señor”. Así ocurre, por ejemplo, con el centurión de Cafarnaúm (cf. Mt 8, 6-8) y la mujer cananea (cf. Mt 15, 22-28). A medida que su palabra se va conociendo, llega a ser normal asignarle el título de “maestro”, y también se lo atribuyen sus oponentes: los fariseos (cf. Mt 22, 16), los saduceos (cf. Mt 22, 24) y los doctores de la ley (cf. Mt 22, 36).
Su señorío le permite ser invitado a casa de las personas más distinguidas socialmente, tanto los fariseos más conocidos, que lo reciben repetidas vez a comer (cf. Lc, 7, 36-50, 11, 37; 14, 1), como los acaudalados y comentados publicanos, con gran escándalo de las personas más moderadas (cf. Mt 9, 10; Lc 5, 29; 15, 1-2). Precisamente por ser reconocido universalmente como “maestro”, puede explicar oficialmente la palabra de Dios en las reuniones del día sábado, como ocurre en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Mc 1, 21-22) y en la sinagoga de Nazaret (cf. Mt 6, 2). Y no rechaza en modo alguno estas calificaciones honrosas, sino más bien las considera pertinentes: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy” (Jn 13, 13).

Las personas a quienes frecuenta socialmente. ¿A quiénes frecuenta socialmente Jesús? Indudablemente no tiene impedimentos. Los destinatarios de su enseñanza son sobre todo pastores, pescadores, campesinos y jornaleros, como se desprende de la ambientación de sus parábolas; pero también son los hombres de cultura específica y superior, como los escribas y fariseos. Si tiene una preferencia, ciertamente es por los humildes y desventurados: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Sin embargo, no rechaza ni a los jefes de la sinagoga ni a los centuriones romanos. Sabe y afirma que no son los “primeros de la clase” quienes tienen la ventaja de aprender las cosas importantes (Mt 11, 25: “Ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos”). Con todo, no considera perdido el tiempo dedicado a largos coloquios nocturnos con un “maestro en Israel”, como Nicodemo (cf. Jn 3, 1-21).
Sabe y afirma del mismo modo que en la carrera hacia la salvación es grave la desventaja de los ricos, mientras los pobres son ciertamente “bienaventurados”, porque para ellos es más fácil tener el Reino de los cielos (cf. Mt 19, 23-26; Lc 6, 20-25); pero también sabe y afirma que nadie debe caer en la desesperación, ya que todo es posible para Dios, hasta hacer pasar los camellos por los ojos de las agujas (cf. Mt 19, 26). Por otra parte, es innegable, a pesar de las exageraciones populistas, que Jesús mantiene numerosas y significativas relaciones con las personas acomodadas. Baste recordar a José de Arimatea (cf. Mt 27, 57: un “hombre rico”); al propietario de la sala del Cenáculo (Mc 14, 15: “El os mostrará una sala alta, grande, alfombrada, pronta”); a Juana, la mujer del administrador de Herodes (cf. Lc 8, 3)); a la familia de Betania, en la cual María poseía y podía sacrificar tranquilamente de una sola vez, por amor a Jesús, un precioso jarrón de alabastro y un ungüento evaluado en trescientos denarios por un experto como Judas (cf. Jn 12, 3-5).

Las “casas” de Jesús. Algunos de estos conocidos de alto nivel están dispuestos a recibir al Maestro sin dificultades ni molestias, de tal manera que puede contar prácticamente en todas partes con verdaderas casas que le sirven de bases funcionales para su ministerio itinerante.
Es importante interpretar con sensatez estas famosas palabras: “Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Ante la afirmación de un escriba que desea seguirlo, Jesucristo quiere aclarar debidamente y advertir con eficaz sentido de lo paradojal que su misión es incompatible con una condición de residencia estable y segura y con perspectivas típicamente burguesas. Si se entiende lo dicho en forma literal, toda la narración evangélica lo desmentiría. En Galilea, su domicilio habitual es la casa de Pedro (cf. Mc 1, 29-35), desde donde se dirige a predicar en los pueblos cercanos, pero con el fin de regresar al final del recorrido: “Entrando de nuevo, después de algunos días a Cafarnaúm, se supo que estaba en casa, y se juntaron tantos, que ni aun en el patio cabían” (Mc 2, 1-2).
En todo caso, son frecuentes las alusiones a su permanencia en casas, aun cuando sea provisoria: “Llegados a casa, se volvió a juntar la muchedumbre” (Mc 3, 20). Entre cuatro paredes, explica más cómodamente a los discípulos lo dicho a toda la gente a la intemperie: “Cuando se hubo retirado de la muchedumbre y entrado en casa, le preguntaron los discípulos por la parábola” (Mc 7, 17). Y responde en forma reservada incluso sus preguntas prácticas y personales: “Entrando en casa a solas, le preguntaban los discípulos: ¿Por qué no hemos podido echarle nosotros?” (Mc 9, 28). También en el extranjero, en Fenicia, tiene un techo bajo el cual refugiarse: “Partiendo de allí se fue hacia los confines de Tiro. Entró en una casa, no queriendo ser de nadie conocido” (Mc 7, 24). Cerca de Jerusalén, en Betania, hay una residencia amigable en que le ofrecen un poco de descanso y calor familiar, donde viven Marta y María y tiene lugar la hermosa pequeña escena descrita en el Evangelio según San Lucas (cf. Lc 10, 38-42) y donde supuestamente alojará los últimos días antes del arresto y la muerte.

El vigor y la buena salud. En la narración evangélica, Jesús aparece como un hombre sano, físicamente vigoroso, con resistencia al cansancio y al trabajo excesivo. Le gusta comenzar muy temprano su jornada: “A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mc 1, 35). En las ocasiones especialmente importantes, permanecía en vela en forma aún más prolongada: “Salió El hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos” (Lc 6, 12-13). Resiste bien los ritmos de una actividad que al cabo de muy poco tiempo llega a ser debilitante: “No podían ni comer”, observa repetidamente Marcos (cf. Mc 3, 20; 6, 31).
Sus jornadas son agobiantes. Hasta muy entrada la noche llegaban muchísimas personas: enfermos buscando alivio, personas ávidas de verdad que pedían escucharlo, adversarios teológicos que lo obligaban a entrar en agotadoras discusiones.
Apenas consigue alejarse para tener un poco de descanso, de inmediato se reúnen con él y lo acosan: “Fue después Simón y los que con él estaban, y hallado, le dijeron: Todos andan en busca de ti” (cf. Mc 1, 36-37). Jesús era un extraordinario caminante. También él se cansaba, como observa el Evangelio según San Juan: “Jesús, fatigado del camino (de Judea a Samaria), se sentó sin más junto a la fuente” (cf. Jn 4, 6); pero su ministerio fue un peregrinaje continuo por toda Palestina e incluso fuera, hasta Cesárea de Filipo y el territorio de Tiro y Sidón. (...)

La belleza. ¿Era hermoso o feo Jesús? Sorprendentemente, ha habido una famosa controversia desde los primeros siglos del cristianismo, si bien los argumentos opuestos eran solamente de carácter ideológico, de manera que no se lograba esclarecimiento alguno.
En las fuentes canónicas no hay información explícita sobre este tema. Sin embargo existe un episodio, narrado únicamente en el Evangelio según San Lucas, que puede ayudarnos en cierta medida. “Mientras decía estas cosas, levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 27-28). La admiradora desconocida, que no puede contener el entusiasmo y de hecho interrumpe el discurso del Señor, nos regala un indicio nada despreciable sobre la fascinación que el joven profeta de Nazaret debía producir con su prestancia y su encanto. Lo deducimos, entre otras cosas, de los términos sumamente “corporales” en que se expresa el elogio y sobre todo de la respuesta de Jesús, que invita a prestar una atención más pertinente a la palabra de Dios.

Los ojos. Hay un elemento de la belleza que aun cuando en sí mismo es de naturaleza física, es casi un reflejo de la vida espiritual, y es el resplandor de los ojos. El mismo Maestro lo había advertido: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará luminoso” (Mt 6, 22). Los ojos de Jesús debían ser realmente encantadores, penetrantes y casi magnéticos, y quien los había visto nunca los olvidaba. Sólo así se explica la extraordinaria frecuencia con que los evangelistas (y especialmente Marcos, que alude a los recuerdos de Pedro) destacan su mirada. Es importante captar los matices de los textos originales. El verbo “mirar” se emplea en tres variantes de expresión: “mirar en torno”,·mirar hacia arriba” y “mirar hacia adentro”.

La mirada en torno. Cuando Jesús vuelve los ojos, todos enmudecen atemorizados y fascinados. Con esta mirada invita al recogimiento antes de la predicación (cf. Lc 6, 20). Con esta mirada manifiesta su afecto y su vigorosa comunión con los discípulos: “Y echando una mirada sobre los que estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mc 3, 34). Con esta mirada prepara los corazones para que acojan las enseñanzas más originales e inesperadas: “Mirando en torno suyo, dijo Jesús a los discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen hacienda!... Es más fácil a un camello pasar por el hondón de una aguja” (cf. Mc 10, 23-25). A veces es una mirada silenciosa, pero tan intensa como para ser un fin en sí misma: “Entró en Jerusalén, en el templo, y después de haberlo visto todo, ya de tarde, salió para Betania con los doce” (cf. Mc 11, 11). En otras ocasiones es una mirada tan llena de indignación y sufrimiento que los presentes callan y no osan responder cosa alguna: “Y dirigéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dijo al hombre: Extiende tu mano” (Mc 3, 5).

La mirada hacia arriba. Los ojos de Cristo también saben mirar hacia arriba, en apasionada plegaria al Padre para que lo atienda (cf. Mc 6, 41; 7, 34); pero también él mira hacia arriba para buscar sonriendo entre el follaje a un funcionario de alto nivel del fisco, que para verlo cómodamente se había encaramado sobre las ramas de un sicómoro como un chico callejero: “Cuando llegó a aquel sitio, levantó los ojos Jesús y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa” (Lc 19, 5).

La mirada “hacia adentro”. En todo caso, los ojos de Jesús producían gran impresión sobre todo cuando “miraba dentro” de las personas, como para llegar a su corazón. Lo hace cuando debe comunicar alguna verdad insólita que desea imprimir debidamente en la mente de quien escucha. Así ocurre en Mc 10, 27: “Fijando en ellos Jesús su mirada, dijo: A los hombres sí es imposible (que se salven los ricos), mas no a Dios”. Así ocurre en Lc 20, 17-18: “El, fijando en ellos su mirada, les dijo:... Todo el que cayere contra esa piedra (el Mesías, hijo de Dios) se quebrantará y aquel sobre quien ella cayere quedará aplastado”. Ante el joven rico de vida inocente, que pide la “vida eterna”, Jesús -señala el Evangelio- “poniendo en él los ojos, le amó” (Mc 10, 21).
La existencia del apóstol Pedro quedó marcada para siempre por dos miradas: en su primer encuentro, “Jesús, fijando en él la vista, dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (Jn 1, 42); en el momento de su traición, “vuelto el Señor, miró a Pedro, y Pedro... saliendo fuera, lloró amargamente” (Lc 22, 61-62). (...)

 

La psicología

Una exploración emocionante. El mundo interior del hombre es siempre un misterio en el cual nunca es posible penetrar completamente. Con mayor razón, es difícil para nosotros aproximarnos a la riqueza de espíritu de Cristo y adentrarnos en su realidad psicológica. Es un búsqueda especial, problemática y emocionante, pero también fascinante e ineludible. Se emprende con humildad y teniendo siempre conciencia de lo inadecuadas que son nuestras posibilidades cognoscitivas. En todo caso, en la tarea nos alienta la ayuda decisiva que nos ofrecen los evangelios, que nos revelan generosamente -aun cuando sea mediante testimonios dispersos, ocasionales y a menudo indirectos- los pensamientos, la mentalidad, los afectos, los sentimientos, el temperamento y la forma de expresión y comportamiento de nuestro Salvador.

Una gran claridad en las ideas. Lo que más impresiona del magisterio de Jesús es la claridad de las ideas. Todo está enunciado con lucidez, sin ambigüedad ni vacilación. Los titubeos, el refugio en la subjetividad, las fórmulas dubitativas (“tal vez”, “según mí”, “me pareció”), tan frecuentes en nuestra habla, jamás se encuentran en sus discursos, de los cuales está sumamente alejada la afectación, así como la coquetería y la aparente docilidad del “pensamiento débil”.
Jesús manifiesta de este modo una seguridad que podría ser hasta irritante si no nos conquistara en el contexto la objetiva elevación y luminosidad de su enseñanza. A pesar de la gran variedad de conmovedores tópicos, no hay fragmentación ni incoherencia en la visión de Cristo. Todo está reunido y unificado en torno a dos temas fundamentales siempre recurrentes: el “Padre” (un padre que está en el origen de toda existencia) y el “Reino”, meta de toda tensión de las criaturas y su peregrinación en la historia.
La atención en la realidad humana concreta. Nada hay en él, sin embargo, del pensador distraído, tan absorto en sus elevadas elucubraciones como para no percatarse siquiera de las pequeñas cosas, ni del superhombre que desprecia la posibilidad de quedar inmerso en los hechos sin importancia ni gloria. Por el contrario, Jesús da pruebas de ser un observador atento de la realidad cotidiana en la cual todos estamos inmersos, por lo demás interesado y a gusto con la misma. En sus dichos y parábolas aparecen en gran número las pequeñas escenas normales de la vida de entonces y siempre: el niño que obra a su antojo para conseguir algo que comer, los muchachos que juegan en las plazas recurriendo a las cantinelas tradicionales (Lc 7, 32: “Son semejantes a los muchachos que, sentados en la plaza, invitan a los otros diciendo: Os tocamos la flauta y no danzasteis, os cantamos lamentaciones y no llorasteis”), el vecino fastidioso que nos perturba hasta de noche y no nos deja en paz mientras no lo contentamos, la mujer que no se resigna si no encuentra la moneda que cayó debajo de los muebles, la parturienta que sufre y luego olvida los dolores que experimentó ante la alegría de contemplar al recién nacido junto a ella, los sirvientes que se dan la gran vida en ausencia del patrón, el administrador deshonesto y astuto, el alboroto de una fiesta de bodas, los banqueros que ofrecen intereses por el capital, el ladrón que fuerza la cerradura de una casa sin dar aviso previo, el transeúnte que tropieza con los asaltantes, los jornaleros cesantes que esperan una buena oportunidad en la plaza, la dueña de casa que amasa la harina y luego la deja fermentar, etc.
Quien habla así es evidentemente alguien que no se ha encerrado ni protegido en sí mismo, sino un ser capaz de mirarse en su entorno y participar con simpatía en la diaria comedia humana. En las comparaciones, se emplean las cosas más humildes: los vasos y los platos para lavar, el velón y el pie de candil, la sal para usar en la cocina, el vaso de agua fresca, el vino añejo que es mejor, el vestido remendado, la paja y la viga, el ojo de las agujas, los daños provocados por las polillas y el moho, las efímeras flores del campo, la primeras hojas de la higuera, el arbusto de mostaza, la semilla que cae en terrenos con distinta acogida y productividad, la red de los pescadores que recoge al mismo tiempo pescados comestibles y desechables, la oveja que se aleja del rebaño y se pierde. Y esta lista podría alargarse en gran medida.
Todo lo dicho debería ser suficiente para convencernos de que Jesús no tiene semejanza alguna con el ideólogo, que atrapado enteramente en sus grandiosas teorías ya no logra ver ni tomar en cuenta las pequeñas vicisitudes de la gente común. Y precisamente su sensibilidad ante las pequeñas cosas concretas y su arte inimitable para incluirlas en los razonamientos más elevados le permiten hablar con todos, hasta las personas sencillas, de las verdades más sublimes recurriendo a un lenguaje claro y original, un lenguaje que se nos presenta en forma muy distinta al de muchos pensadores profesionales y no pocos actores del escenario político.

Una voluntad fuerte. En el brillo de su inteligencia y la eficacia de sus palabras, se encuentra una voluntad sin flaqueza, en condiciones de accionar rápidamente con opciones operativas y atenerse a los propósitos establecidos sin vacilación alguna. Tiene una misión que ha adoptado cordialmente, y no se deja desviar de la misma.
Esta firmeza suele vislumbrarse también en la actitud externa. Los presentes se impresionan y la narración evangélica se ve obligada a dar cuenta: “Se dirigió resueltamente a Jerusalén” (Lc 9, 51). El texto original es aún más significativo: “puso rígido su rostro para partir en dirección a Jerusalén”. Es un jefe que en ciertos momentos, avanzando delante de todos por el camino que ha determinado previamente, irradia tanta resolución como para inspirar en quien lo sigue asombro, sujeción, inquietud: “Iban subiendo hacia Jerusalén; Jesús caminaba delante, y ellos iban sobrecogidos y le seguían medrosos” (Mc 10, 32).

Libertad ante los padres y oponentes. Jesús siempre aparece como un hombre soberanamente libre. Nadie consigue desviarlo de sus propósitos. Es libre ante los integrantes de su “clan”, los cuales, después de creerlo loco (cf. Mt 3, 21), imaginan la posibilidad de sacar algún provecho de su éxito y su notoriedad y procuran reanudar las relaciones (cf. Mc 3, 31; 34).
Es libre ante los jefes de su pueblo y sus adversarios, que intentan obstaculizar su ministerio, y a los cuales responde secamente: “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17).
Reconoce y respeta la autoridad, pero no experimenta temores reverenciales ante quienes están investidos de aquélla. Es suficiente pensar en las invectivas dirigidas a los fariseos y escribas (cf. Mt 23, 32). No vacila en manifestar ante los saduceos, que ocupaban los más altos cargos sacerdotales, su disentimiento en los términos más resueltos: “Estáis en un error y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios” (Mt 22, 29). Con Herodes, el tetrarca de Galilea, no tiene precisamente consideraciones: “Id y decid a esa raposa...”(cf. Lc 13, 32).
Por lo demás, su franqueza es reconocida explícitamente también por quienes son hostiles con él, tales como los fariseos y los herodianos, que en una oportunidad le dicen lo siguiente: “Maestro, sabemos que eres sincero, que no te da cuidado de nadie, pues no tienes respetos humanos, sino que enseñas según verdad el camino de Dios” (Mc 12, 14).

Libertad con los amigos. Se mantiene libre, cosa indudablemente más difícil, también de las atenciones afectuosas de los amigos cuando se oponen a su misión. El caso más típico y fuerte es el de Pedro. En Cesárea de Filipo, el apóstol es elogiado por su inspirada profesión de fe con expresiones de inigualable exaltación. Sin embargo, inmediatamente después, cuando se permite desviar a su Maestro del “camino de la cruz”, recibe una embestida de palabras sumamente duras: “Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios, Señor, que esto suceda. Pero El, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás, tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mt 16, 22-23).
En un momento crítico, cuando es abandonado por muchos discípulos que no saben aceptar el discurso sobre su “carne” y su “sangre”, propuestos como alimento y bebida, no cede en absoluto, no suaviza sus duras afirmaciones por amor al diálogo y a una “comunión sin verdad”: “Dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros vosotros también?” (Jn 6,67). Ésta es una de las frases más dramáticas e imposibles de olvidar pronunciadas por el Salvador.

Libertad de los juicios de los demás. Jesús está libre de las apariencias de la virtud, es decir, no le preocupan en absoluto los juicios malévolos y manifiestamente infundados que la gente puede formular sobre él. Avanza por su camino, incluso a costa del deterioro de su buena fama: “Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Es un comilón y un bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19). Podría decirse que también es válida para él mismo la advertencia que dirige a los demás: “Ay cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros” (cf. Lc 6, 26).

La sensibilidad del ánimo. A menudo ocurre que un espíritu absolutamente autónomo y emancipado es también árido, indiferente a los males ajenos, dotado de escasa sensibilidad. No es el caso de Jesús: en él, la soberana libertad, que se ha visto, va unida con una fuerte emotividad y una amplia gama de sentimientos.
Por ejemplo, ante la instrumentalización “teológica” de la desventura, no puede reprimir la ira, como se ve en el episodio del hombre con la mano seca, que se pone delante suyo precisamente para que lo cure un día sábado y así pueda acusarlo (cf. Mc 3, 1-6). Llama entonces al pobrecillo al medio, a la vista de todos y -según el texto original- les dirige una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón.

La compasión. Con mucho más frecuencia, los evangelistas dan cuenta de su compasión por todas las desgracias humanas. Lo hacen empleando siempre un verbo que en su etimología evoca una conmoción también física: “sentir compasión”, de “vísceras”. Es un estado de ánimo que experimenta el Salvador al oír el triste lamento de dos ciegos de Jericó (Mt 20, 34: “Compadecido Jesús”); al ver la angustia de una madre en el funeral de su hijo único joven (Lc 7, 13: “Viéndola el Señor, se compadeció de ella y le dijo: No llores”); al darse cuenta de que hay una multitud hambrienta (Mc 8, 1: “Tengo compasión de la muchedumbre, porque hace ya tres días que me siguen y no tienen qué comer”); al contemplar una humanidad dispersa y extraviada (Mc 6, 34: “Vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ellos, porque eran como ovejas sin pastor”).

La amistad. Jesús tiene muy vivo el sentido de la amistad, con todos sus distintos grados de intensidad. Llama “amigos” suyos a los apóstoles (cf. Jn 15, 5). Y es una amistad obsequiosa y diligente, tanto que se preocupa de su excesivo cansancio: “Venid, retirémonos a un lugar desierto que descanséis un poco” (Mc 6, 31). Entre los doce, siente más intimidad con Pedro, Santiago y Juan, y quiere tenerlos cerca tanto en el momento resplandeciente de la Transfiguración (cf. Mc 9, 28) como en el dolorosísimo momento en Getsemaní (cf. Mc 14, 32-42). Sólo a Juan se le asignó la condición de “discípulo que Jesús amaba” (cf. Jn 13, 23; 19, 5; 20, 2; 21, 7, 20).
Fuera del círculo apostólico, se da testimonio del gran afecto que sentía por los miembros de la familia de Betania: “Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Lázaro” (Jn 11, 5).

Los niños y las mujeres. Era conocida la amabilidad de Jesús con los niños: “Presentáronle unos niños para que los tocase, pero los discípulos los reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó (literalmente: “no pudo soportar”) y les dijo: Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis porque de los tales es el reino de Dios. Y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos” (Mc 10, 13-16). Manifiesta gran gentileza de ánimo hacia las mujeres y más de una vez interviene en su defensa. Salva de ser apedreada a la desconocida sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11); elogia, en contra de los pensamientos malignos del dueño de casa, a la pecadora que durante un banquete ofrecido para él por un fariseo, se atrevió a acercarse a perfumarlo y bañarlo con sus lágrimas (cf. Lc 7, 36-50); reprende secamente a Judas y otros comensales que criticaban a María, la hermana de Lázaro, por su gesto inesperado y su excesiva generosidad: “Dejadla; ¿por qué la molestáis? Una buena obra es la que ha hecho conmigo...” (cf. Mc 14, 6).

El llanto y la alegría. En Jesús son excepcionales la solidez psicológica y el dominio de sí mismo. Permanece tranquilo e impávido en medio de una tempestad que amenaza volcar su embarcación (cf. Mc 4, 35-41). Del mismo modo, con impresionante fuerza de ánimo, enfrenta y casi hipnotiza a la multitud enfurecida de Nazaret que pretende darle muerte: “Al oír esto se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está edificada su ciudad, para precipitarle de allí; pero El, atravesando por medio de ellos, se fue” (Lc 4, 28-30).
En todo caso, no es un imperturbable gentleman de la sociedad victoriana, que considere parte del honor no manifestar exteriormente las emociones. Por el contrario, Jesús no se priva en absoluto de mostrarse alterado, como le ocurre, por ejemplo, ante las lágrimas de María, la hermana de Lázaro: “Viéndola Jesús llorar... se conmovió hondamente”; “y se turbó”, señala además el evangelista (cf. Jn 11, 33). Y al pensar en la muerte de su amigo, “prorrumpió en llanto” también él, tanto que los presentes comentan: “¡Cómo le amaba!” (cf. Jn 11, 35-36). Contemplando Jerusalén desde lo alto, ante la perspectiva de su destrucción, no puede contener las lágrimas: “Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: “¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya!” (cf. Lc 19, 41-42).
También se entusiasma, en todo caso, dejándose contagiar por la alegría de los discípulos, felices de haber llevado a cabo su primera experiencia de evangelización: “Volvieron los setenta y dos llenos de alegría... En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (cf. Lc 10, 17-21).
Así, Jesús era un hombre capaz de llorar y capaz de estar contento. El hecho de que lloraba está explícitamente documentado, como se ha visto; y que además estuviese alegremente en compañía de los demás, se deduce simplemente del placer con que los publicanos, comúnmente gozadores y juerguistas, lo acogían en su mesa. Cuando estaba con personas cansadas, se ocupaba de apoyarlas; pero ciertamente no acostumbraba probablemente alterar la serenidad y la alegría de un convite con reflexiones demasiado melancólicas o con alusiones intempestivas al hambre en el mundo.
Ateniéndose precisamente al ejemplo del Señor, San Pablo enunciará para los cristianos la regla de oro del comportamiento: “Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran” (Rm 12, 15).

La “hebraicidad” de Jesús. Su gran plenitud en lo humano podría llevar a considerarlo un ser tan superior e ideal como para estar más allá de toda clasificación antropológica y cualquier especificación étnica y cultural: prácticamente un hombre sin raíces en una sociedad ni nexos. Sin embargo, eso no sería justo. El razona, habla y actúa como auténtico hijo de Israel. Su “hebraicidad” es indiscutible. Quien no la comprenda, no podría decir que ha captado su verdad efectiva, y sería un identikit de un Cristo alterado e improbable. La mentalidad, la concepción general y el lenguaje del Nazareno son elementos típicos de su pueblo. En sus labios, las citas bíblicas son espontáneas y frecuentes. Los nombres más conocidos y amados por sus conciudadanos (Abraham, Moisés, David, Salomón, Isaías, Jonás) adornan con naturalidad sus discursos.
Domina la dialéctica peculiar de los rabinos y se vale de la misma en sus disputas, como ocurre cuando reduce al silencio a escribas y fariseos partiendo de su propia interpretación del salmo 110 (cf. Mc 12, 35-37; Mt 22, 41-46). (...)

El “corazón”. También el corazón de Jesús es un corazón de hebreo. Tiene un amor especialmente intenso y preferente por su tierra y su pueblo: a su tierra y su pueblo se siente principalmente enviado: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15, 24). A su tierra y su pueblo está destinada la primera misión provisional de los apóstoles, que reciben con este fin instrucciones restrictivas precisas: “No vayáis a los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10, 5-6). Y ya hemos visto cómo el pensamiento del futuro fin de la ciudad de David lo conmueve hasta las lágrimas (cf. Lc 19, 41-42).

Un “integrado”. Es un israelita observante, que rinde honor a todas las tradiciones legítimas de la nación. Asiste, como el resto, todos los sábados a la sinagoga. Todos los años celebra la Pascua de acuerdo con el rito prescrito. Paga, como todos, el tributo para el templo: “Se acercaron a Pedro los perceptores de la didracma y le dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la didracma? Y él respondió: Cierto que sí” (cf. Mt 17, 24-25). Cada cierto tiempo a alguien le gusta incluir a Jesús entre los revolucionarios políticos o los agitadores sociales, pero los testimonios nos convencen más bien de lo contrario. Si quisiéramos denominarlo de acuerdo con el vocabulario de la destructiva ideología moderna, deberíamos calificarlo más bien como “integrado”. Respeta todo ordenamiento, incluyendo la prescripción que atribuía al sacerdote la función de autoridad sanitaria para confirmar la curación de los leprosos: ““Id y mostraos a los sacerdotes” (cf. Lc 17, 14). Y de hecho no pretende hacer las veces de quien está a cargo de la administración de la justicia ordinaria: “Díjole uno de la muchedumbre: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. El le respondió: Pero, hombre, ¿quién me ha constituido juez o partidor de vosotros?” (Lc 12, 13-14).
Así, su “integración” es tan esperada y total que evita dejarse implicar en la oposición a la presencia romana en suelo judaico, y así reconoce, al menos en sentido práctico, el derecho del invasor a imponer su moneda y cobrar un tributo (cf. Mc 12, 13-17).

El problema financiero. Contrariamente a lo afirmado a veces, Jesús, como buen hebreo, no condena el dinero. Lo respeta y se preocupa incluso de contar en su actividad con una base financiera realista. Su pequeña comunidad tiene un tesorero designado periódicamente (cf. Jn 12, 6; 13, 29), y se apoya en una especie de “instituto para el mantenimiento del clero: “Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana y otras varias que le servían de sus bienes” (Lc 8, 1-3).

La “recompensa en los cielos”. Jesús demuestra la “hebraicidad de su forma mentis también al enfocar la vida del espíritu y la relación con el Creador, encargado de hacer justicia en todo. Nunca olvida hacer presente la “ganancia” (aun cuando sea una ganancia ultraterrenal) como estímulo para las buenas acciones: “Vuestra recompensa será grande en el cielo” (cf. Mt 5, 2; Lc 6, 23). Se preocupa de informarnos que el Dios vivo y verdadero no es un seguidor de la ética kantiana y por tanto no estima que el desinterés sea la connotación esencial y necesaria de la bondad moral de un comportamiento: “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (cf. Mt 6, 4; 6, 17).

 

La originalidad

“Una doctrina nueva con autoridad”. Jesús es por tanto un hombre perfectamente inserto en la sociedad y la vida de Palestina; es un hebreo que participa en la cultura y la historia de su pueblo y las conoce; es un “rabino” que habla, argumenta y conoce y cita las Sagradas Escrituras como uno de los numerosos “maestros en Israel” (cf. Jn 3, 10). Con todo, su presencia, su actitud y su magisterio aparecieron de pronto como una explosión de novedad sin precedentes ni puntos de comparación. “Jamás hombre alguno habló como éste” (Jn 7, 46), dicen estupefactos y fascinados los guardias del sanedrín enviados a arrestarlo.
Desde el comienzo de su ministerio público, quienes lo escuchan se percatan de que están frente a algo inesperado, inédito y perturbador, y se sienten intimidados. Al respecto es significativa la exclamación de los habitantes de Cafarnaúm, tal como la refiere Marcos en su lenguaje directo y popular: “Quedáronse todos estupefactos, diciéndose unos a otros: ¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad” (Mc 1, 27). Sin duda, en esa circunstancia también habían entrado en juego las sorprendentes dotes taumatúrgicas del Señor, sobre las cuales no nos detendremos aquí. Con todo, para los fines de nuestra investigación es importante destacar la impresión de originalidad y vigor que dejaba en los oyentes el joven profeta de Nazaret con su enseñanza tan distinta a la que habitualmente ofrecían los escribas.
Los escribas se limitan a analizar los textos sagrados, procurando ahondar en ellos con su obstinación de exégetas; Jesús pone a todos en contacto y en comunión con una “realidad que ha tenido lugar”: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír” (cf. Lc 4, 21), dice en la sinagoga de Nazaret.

Políticamente incorrecto. Dentro de este tipo de experiencia, también adquiere otro valor el patrimonio de verdad que ya posee y custodia Israel. Los labios de este peculiar maestro comienzan entonces a difundir mensajes inauditos, que alteran y provocan crisis en muchas convicciones hasta ese momento indiscutibles, así como en gran cantidad de lugares comunes. De este modo, Jesús, que también comparte con plena lealtad la fe y la ortodoxia de la sinagoga y está evidentemente impregnado de la luz que había sido revelada a Abraham, Moisés, David y los profetas, a menudo parece ser un anticonformista irreductible. Empleando una expresión de moda en la actualidad, en diversos aspectos parece ser “políticamente incorrecto”. Las reacciones inmediatas del ambiente nos señalan muchas veces los casos en que semejante divergencia en relación con las ideas comúnmente aceptadas tiene lugar de manera más ruidosa. Es “políticamente incorrecta” para la sociedad de su época, por ejemplo, la actitud de Jesús con los publicanos, los ricos, quienes colaboran con los invasores y notoriamente con los ladrones, así como con las pecadoras públicas.
Ciertamente, jamás se observa en él atenuación alguna en cuanto a la condena de toda transgresión moral; pero está claro que no obstante aquello, su lenguaje y su comportamiento producen impacto y escándalo en el contexto social. Eso no le preocupa, sin embargo, y más bien llega a pronunciar sentencias que fatalmente debían considerarse excesivas y provocativas: “En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios” (cf. Mt 21, 31-32).

Primacía de la interioridad. Jesús se niega a aprobar el legalismo y el ritualismo exasperado de los fariseos, que había llegado a ser excesivo y opresivo, y afirma en cambio la primacía de la intencionalidad y la pureza interior. En virtud del mismo principio, rechaza la distinción entre alimentos puros e inmundos (distinción que según el Levítico se aplicaba al carácter comestible de diversos géneros de animales). Para él, todos los animales, en conformidad con el designio original del Creador, pueden ser alimento para el hombre.
La narración evangélica da cuenta de la reacción del ambiente oficial ante esta toma de posición no conformista: “Y llamando a sí a la muchedumbre les dijo: Oíd y entended: No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que al hombre le hace impuro. Entonces se le acercaron los discípulos y le dijeron: ¿Sabes que los fariseos, al oírte, se han escandalizado?” (Mt 15, 10-12).
Ahora bien, en este punto él no está dispuesto a ceder ni a llegar a acuerdos. Luego, en la casa, explica analíticamente su pensamiento: “Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede mancharle, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y va al seceso”. De ese modo, declaraba que todos los alimentos son puros. Por consiguiente añadió: “ Lo que del hombre sale, eso es lo que mancha al hombre, porque de dentro, del corazón del hombre, proceden los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas maldades del hombre proceden y manchan al hombre” (Mc 7, 18-23).

La pobreza como fortuna. Jesús es “políticamente incorrecto” también cuando afirma, contrariamente a toda la sensibilidad israelita, que las riquezas, más que una bendición, constituyen un riesgo, ya que la condición de los pobres se considera un privilegio en una visión espiritual (cf. Mt 5, 3; Lc 6, 20-25). Los discípulos expresan enseguida su asombro: “Y Jesús dijo a sus discípulos: En verdad os digo: qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos”. Al oír estas palabras, los discípulos se quedaron estupefactos, pero Jesús prosiguió: “De nuevo os digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos. Oyendo esto, los discípulos, aún más estupefactos, dijeron: ¿Quién, pues, podrá salvarse?” (Mt 19, 23-25).

La condena del divorcio. El divorcio, pacíficamente admitido y practicado en Grecia, en Roma y en todas la sociedades antiguas, tampoco era rechazado en el mundo hebraico. A lo más existían diversas opiniones en las escuelas rabínicas sobre las motivaciones admisibles. Ahora bien, Jesús, contrariamente al consenso explícito acordado por la ley mosaica, declara sin vacilación: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10, 11-12). Y para aclarar debidamente que el principio nunca puede infringirse, ni siquiera en beneficio del cónyuge abandonado, que no deseó la ruptura, agrega: “El que se casa con la repudiada, comete adulterio” (Mt 5, 32).
Tal vez en ninguna situación da muestras como en ésta de ser “políticamente incorrecto”, tanto que los discípulos reaccionan recurriendo, según ellos, a la paradoja, bordeando el sarcasmo: “Dijéronle los discípulos: Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse” (Mt 19, 10).

La propuesta del celibato para el Reino de los cielos. Probablemente los discípulos quedaron sumamente desconcertados al escuchar la respuesta del Señor, que en vez de impresionarse con la paradoja y el sarcasmo, propone con gran seriedad, contrariamente a toda persuasión de hebreos y no hebreos, como posible y deseable precisamente el ideal de la castidad perfecta: “El les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda” (Mt 10, 10-12).
Jamás se había escuchado en Israel una opinión tan contrastante con el sentir común y tan fuerte y provocativa hasta en el lenguaje empleado.

La fuente secreta de la originalidad. ¿De dónde obtuvo Jesús la luz y la energía requeridas para dotar a sus palabras y actos de una originalidad tan segura y valerosa? ¿Que fuente oculta irriga y fecunda el pensamiento, las decisiones y el comportamiento de este insólito “maestro en Israel”? ¿Qué unifica y transfigura todas las expresiones y actividades de Cristo y las pone al servicio de un magisterio de verdad que, si bien sigue siendo fiel a la antigua Revelación, asombra y se impone precisamente por su novedad?
La exploración de la psicología del Nazareno nos condujo, como se ve, a los umbrales de su secreto más delicado. Nuestra indagación procurará llevarnos a vislumbrarlo, ateniéndose en todo momento en sus normas y medidas a cuanto nos han referido los escritores de los textos sagrados.
De dicha indagación de inmediato se desprende algo evidente: todas las páginas evangélicas conspiran para decirnos que el corazón y el sentido de la vida interior de Jesús es su muy vigoroso “sentido del Padre”. (...)

El sentido del Padre en el alma de Cristo. En todo caso, nadie en Israel ha vivido en relación con la paternidad de Dios una experiencia lúcida, intensa e inminente comparable con la de Jesús. El recuerdo cálido y afectuoso del Padre marca en sí mismo todos sus discursos, todos sus actos, todos sus momentos: no hay página que no dé testimonio de esto en los Evangelios.
“¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49) es la primera frase recogida de sus labios y transmitida. La última es ésta: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46). Entre ambas, se puede decir que todas sus frases se dirigen al Padre o se refieren al Padre y su designio de salvación.
Para hablar con el Padre a sus anchas y con total atención, es decir, para orar, Jesús opone con constancia los espacios de silencio y aislamiento a una jornada en todo momento atareada. Ora en el momento de ser bautizado en el Jordán (cf. Lc 3, 21); ora antes de intervenir en favor de los desventurados que a él son conducidos (cf. Mc 7, 34; 9, 29; Jn 11, 41; Mt 14, 19, etc.); ora toda la noche antes de elegir a los apóstoles (cf. Lc 6, 12-15); ora por largo tiempo al terminar la última cena (cf. Jn 17, 1-26); ora al prepararse a enfrentar la tremenda prueba de la pasión (cf. Mt 26, 36-42; Mc 14, 32-39; Lc 22, 39-46).

La plegaria de Jesús. ¿Qué le decía al Padre en esos coloquios? Todos los sentimientos principales que dan substancia a la correcta oración de la criatura, también dan substancia a la suya:
la adoración y la alabanza (cf. Mt 11, 25);
el agradecimiento (cf. Jn 11, 41);
la súplica por la gloria divina (cf. Jn 12, 28: “Padre, glorifica tu nombre”);
la súplica en favor de los amigos (cf. Jn 17, 11: “guarda en tu nombre a estos que me has dado”);
la súplica en favor de los enemigos (cf. Lc 23, 34: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”).
Lo que en él no se encuentra es el arrepentimiento, el pedir perdón y la perturbación y el temor que experimenta todo espíritu no superficial cuando se pone y se siente en presencia de aquel que es “santo”, o sea, el trascendente, el eterno, el inmenso, es decir, ese estado de ánimo que vemos expresarse, por ejemplo, en la visión del profeta Isaías en el templo (cf. Is 6, 5).De todo esto no hay rasgo alguno en la plegaria de Jesús.

La soledad animada. Se comprende entonces cómo Jesús puede rebatir con tranquilidad hasta las opiniones más acreditadas y los comportamientos sociales aceptados por todos: precisamente la comunión filial con Dios le da una luz que trasciende toda lógica puramente humana y una fuerza que lo pone en condiciones de adoptar y mantener serenamente posiciones incluso impopulares y solitarias.
La narración evangélica advierte más bien la facilidad y el agrado con que acepta aislarse, sobre todo cuando no quiere dejarse condicionar por perspectivas que le son ajenas: “Se retiró otra vez al monte El solo” (cf. Jn 6, 15). Por otra parte, su soledad jamás es soledad: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16, 32; cf. además Jn 8, 16, 29).

“Sí, Padre”. Lo que realmente le importa es la consonancia con el Padre y la perfecta adhesión a su voluntad. Esto lo sustenta y le da vigor: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4, 34). Hacer la voluntad de Dios no siempre es tarea fácil y sin dolor, tampoco para él. Así lo revela dramáticamente la agonía de Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz: sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26, 39).
El autor de la epístola a los Hebreos da un precioso testimonio posterior de ese impresionante episodio, agregando una observación que tal vez nos sorprende, pero no pasamos por alto: “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo. aprendió por sus padecimientos la obediencia” (Heb 5, 7,8). “Sí, Padre” (Mt 11, 26): estas palabritas que recogemos de labios del Señor son tal vez el mejor compendio de todo su mundo interior y el manantial secreto de todo cuando dijo e hizo. San Pablo probablemente no quiere decir otra cosa cuando escribe: “Cristo Jesús... no ha sido Sí y No, antes ha sido Si” (2 Cor 1, 19).

Un Creador que ama. Asignar con esta insistencia y lucidez al Dios de Israel la prerrogativa de “Padre” significa en definitiva tomar en serio en todas sus consecuencias la doctrina del origen en Jehová de todas las cosas, propia del hebraísmo. Significa sobre todo darse cuenta de la gran importancia del amor del Creador por la obra de sus manos. “El Padre os ama” (Jn 16, 27): ésta es la sencillísima y extraordinaria verdad que el Señor deja prácticamente como su legado específico a sus discípulos.
El Dios de Jesús es un Dios que por amor se ocupa de todo cuanto ha llamado a la existencia, hasta de las aves del cielo y las flores del campo (cf. Mt 6, 26-30). Con mayor razón ama a los hijos de Adán y se ocupa de ellos, independientemente de su comportamiento: “Hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). En su primera epístola, San Juan encontrará la fórmula esencial para expresar en la forma más sintética posible la visión teológica de su Maestro: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8).

Nuestra respuesta de amor. Por ser justo que los hijos sean semejantes al padre, de esta concepción de Dios emana el ideal de vida para nosotros: “Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Evidentemente, es una meta inalcanzable, y por este motivo es paradojal la frase; pero es una manera de decir en la forma más enérgica que también en nuestra acción, como en la acción divina, todo debe estar inspirado por el amor. Por eso, Jesús enseña: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36); y llega a decir, como recomendación máxima: “Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). Por encima de todo, es justo que al amor se responda con el amor: el amor del Padre por los hijos solicita y exige el amor de los hijos por El. En esto, y no en la lista minuciosa de preceptos y ritos, reside la substancia de la religión.
No nos sorprende entonces la resolución con que el Nazareno especifica lo que es el núcleo y el compendio de todo el discurso del Dios de Israel: “Y le preguntó uno de ellos, doctor, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 35-40).

El fin del nacionalismo religioso. En esta perspectiva se ha superado todo encierro nacionalista. Y así Jesús tiene otra ocasión de ser “políticamente incorrecto”, es decir, de contrariar la mentalidad de sus conciudadanos.
Al respecto es elocuente el incidente de la sinagoga de Nazaret, cuando a sabiendas elige en la historia hebraica ciertos hechos provocativos: “Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses y sobrevino una gran hambre en toda la tierra, y a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a Sarepta de Sidón, a una mujer viuda. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue limpiado sino el sirio Naamán. Al oír esto se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está edificada su ciudad, para precipitarle de allí” (Lc 4, 25-29).

El mensaje de Cristo en la historia de la religiosidad. Nadie ha afirmado con más fuerza y más intensidad que Jesús la paternidad universal de Dios. Incansablemente señala a sus oyentes “el Padre vuestro”, el “Padre vuestro que está en los cielos”, el “Padre vuestro Celestial”, el “Padre vuestro que ve en lo secreto”: es la verdad que está en el centro de su propuesta existencial.
Nadie ha señalado con más explícito conocimiento al amor como el alma, el sentido, el vértice de toda relación con Dios, y como la actitud espiritual fundamental que debe regir la convivencia entre los hombres. Nadie antes que él, en las diversas interpretaciones antropológicas, había subrayado con tanta eficacia la primacía del “corazón”, es decir, del mundo interior, por encima de toda informalidad y todo extrincecismo.
Todo eso bastaría para convencernos de que en realidad el cristianismo ha sido en la historia de la religiosidad una voz sorprendente y una auténtica revolución ideal. Con todo, aún no hemos llegado con esto a comprender el motivo específico y definitivo de la originalidad del profeta de Nazaret, el núcleo de su vida interior, la fuente propia y más determinante de su identidad. Aún estamos en los bordes de esta peculiar psicología, aún no nos han dado la clave que realmente entreabra en cierta medida el misterio de esta excepcional personalidad que desde hace dos mil años domina y condiciona la experiencia espiritual de la humanidad.

El “Padre mío”. Lo que hace a Jesús de Nazaret ser un caso absolutamente inédito es su convicción de encontrarse en una relación real con el Dios de Israel, que tiene lugar y validez únicamente a través de él. Si ha podido pensar en el Creador del cielo y la tierra como en un “padre”, es porque antes aún se ha percibido a sí mismo como su propio hijo: “hijo” en un sentido único, inconfundible, y en su plena autenticidad, absolutamente no participable. Dios -repite continuamente- es el “Padre mío”: todos sus sentimientos, todas sus palabras, todos sus actos están inspirados y dominados por esta convicción, que con sólo una breve reflexión no puede sino dejarnos estupefactos. Los demás son “sus hermanos”, porque ellos también son “hijos de Dios”: “mis hermanos menores”, suele decir (cf. Mt 25, 40). Le agrada especialmente llamar “hermanos” a sus discípulos: “Ve a mis hermanos” (cf. Jn 20, 17), dice a María Magdalena. En todo caso, la relación de filiación de ellos no es idéntica a la de él.
En sus labios jamás encontramos el apelativo “Padre nuestro”, salvo para sugerir a los demás una plegaria a la cual no se une: “Así, pues, habéis de orar vosotros: Padre nuestro...” (Mt 6, 9). En la luz misteriosa de la mañana de Pascua, su lenguaje al respecto parece adoptar una precisión ciertamente puntillosa: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre” (cf. Jn 20, 17).

Una originalidad absoluta. Las diversas narraciones evangélicas, que han recogido con impasible diligencia las palabras de Cristo a propósito del Padre “suyo” y del Padre “nuestro”, coinciden en esto de manera insistente e inequívoca. Así, también en un plano puramente histórico es difícil llegar a otra conclusión: independientemente de ser o no creyente, nadie puede dudar lícitamente de que Jesús de Nazaret haya estado totalmente convencido de ser hijo del Dios de Israel en un sentido absolutamente peculiar y de un modo totalmente incomunicable.
Ningún hombre, nadie entre los grandes maestros de la humanidad, nadie entre los fundadores de religiones, ha sido tocado ligeramente por un pensamiento comparable con éste. El, en cambio, entiende esta condición como algo propio de manera absolutamente exclusiva.

Total relatividad respecto al Padre. Precisamente en esta original visión, Jesús inserta la conciencia de su propia grandeza y su singularidad, una grandeza y una singularidad que advierte ser de carácter intrínsecamente relativo, por cuanto provienen enteramente de aquello que recibe del Padre de un modo y en una medida que únicamente concuerdan con él. Y esto puede explicar una característica típica y asombrosa de la predicación de Cristo: Jesús habla continuamente de sí mismo, e incluso diciendo cosas que en labios de cualquiera otra persona serían intolerables, no da la impresión en realidad de ser arrogante ni jactancioso.
Nadie se ha atrevido jamás a afirmar: “A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 10, 32). O bien: “El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Son afirmaciones que indudablemente desconciertan si se observan en sí mismas; pero están perfectamente de acuerdo con la psicología de quien, como dirá San Juan, sabe estar interpretando fielmente el pensamiento de su Maestro, el “Unigénito del Padre” (cf. Jn 1,14).