Con
estas notas –en busca del rostro humano de Cristo-, es nuestra
intención acercarnos algo más a Jesús de Nazaret, enfocado precisamente en su
carácter concreto e inmediato, como lo vieron quienes estuvieron con él en los
días de su vida terrenal. Procuraremos por tanto delinear su perfil y su
carácter en la medida de nuestras posibilidades. (...) De Cristo no poseemos
fotografías, retratos, autógrafos ni grabaciones de su voz en vivo. Con todo,
tenemos gran cantidad de datos elocuentes y puntuales de distintos tipos: sus
palabras, los testimonios de quienes estuvieron a su lado y los datos
históricos con él vinculados. Son antecedentes preciosos, recopilados,
ordenados y cotejados entre sí con el fin de llegar a una imagen lo menos
alejada posible de la realidad efectiva.
Una especie de “identikit”. Con el fin de aclarar nuestra intención,
nos permitimos adoptar el concepto de “identikit”, empleado por los cuerpos de
policía de todo el mundo.
Ante la carencia de una experiencia más irrebatible, en el identikit se
reconstruye la fisonomía de la persona buscada basándose en los recuerdos e
indicaciones de todos aquellos que por distintos motivos y de diversas maneras
estuvieron vinculados con ella. La transposición de semejante vocablo en
nuestro contexto es insólita y podrá parecer algo atrevida, y habrá quien la
considere hasta irreverente. Sin embargo, quien tenga un interés más directo
tal vez nos perdonará por la misma, desde el momento que ni siquiera él vaciló
en compararse con un malhechor cuando describió su llegada final como la
sorpresa de un ladrón (cf. Mt 24, 42-44). Por lo demás, el Señor es
realmente un ser “buscado” en el sentido más fuerte del término: buscado por
el deseo de verlo, elemento intrínseco de nuestra vida en la fe; buscado por
la tensión de nuestra esperanza, que es aspiración a la posesión plena y
abierta; buscado por nuestro amor, que como todo verdadero amor se fatiga
soportando la lejanía y la invisibilidad del amado. (...)
Al terminar esta investigación, que aspirará a representarnos en vivo el “tipo
humano” de Cristo, nuestra sed de conocerlo, en su temperamento, en su
carácter específico de hombre, en la riqueza de su personalidad, no se habrá
calmado realmente; por el contrario, como es previsible, se avivará en
nosotros el deseo y la impaciencia de encontrarlo frente a frente y fijar
nuestros ojos en los suyos. (...)
Veracidad de los testimonios. El éxito y el valor de un identikit
dependen de la veracidad de los testimonios. Al respecto, nos encontramos
afortunadamente en una situación privilegiada: como creyentes, podemos contar
con declaraciones con garantía de asistencia e inspiración divina. Esto no
debemos olvidarlo jamás, teniendo siempre conciencia al mismo tiempo de que la
mediación de los redactores de las páginas sacras se explora con precisión
también con el auxilio de las disciplinas filológicas e históricas. En todo
caso, aun cuando se considere el perfil de la competencia puramente humana,
las narraciones evangélicas son fuentes excelentes de datos que se imponen a
todo investigador honesto.
(...)
Nuestro examen tiene su punto de partida en todo cuanto era más visible en la
figura de Cristo y aquello que en él percibían en forma más inmediata quienes
lo encontraban en los caminos de Palestina.
La manera de vestir. ¿Cómo se vestía Jesús de Nazaret? Contrariamente a
toda interpretación previa de carácter pauperista, debemos decir que se vestía
bien.
Se presentaba con un “look” muy diferente al de Juan Bautista, con el cual él
mismo se contrapone explícitamente bajo el perfil del aspecto exterior (cf.
Mt 11, 18-19). Se viste como los israelitas observantes y los hebreos
notables, los cuales, por respeto a lo prescrito por la ley (cf. Nm 15,
38; Dr 22, 2), solían adornar el borde de sus trajes con flecos de
colores. En todo caso, reprocha a los fariseos y escribas por su vanidad al
alargar esos flecos indebidamente (cf. Mt 23, 5). Con todo, él también
los lucía, como se desprende del episodio de la mujer que desea sanar del
flujo de sangre y furtivamente, acercándose a él por detrás, le tocó
precisamente una de esas orlas (cf. Mt 9, 20-22). La túnica de Jesús no
es de hechura ordinaria, sino tejida toda desde arriba, sin costura, tanto que
bajo la cruz, los soldados, para no depreciarla en su valor cortándola, echan
suertes sobre ella (cf. Jn 19, 23-24).
Señorío y carácter fidedigno. No se trataba únicamente de la
vestimenta. Su aspecto estaba enteramente marcado por el señorío y el carácter
fidedigno. Quien se dirige a él, aun cuando sea extranjero no puede menos que
llamarlo respetuosamente “señor”. Así ocurre, por ejemplo, con el centurión de
Cafarnaúm (cf. Mt 8, 6-8) y la mujer cananea (cf. Mt 15, 22-28).
A medida que su palabra se va conociendo, llega a ser normal asignarle el
título de “maestro”, y también se lo atribuyen sus oponentes: los fariseos (cf.
Mt 22, 16), los saduceos (cf. Mt 22, 24) y los doctores de la
ley (cf. Mt 22, 36).
Su señorío le permite ser invitado a casa de las personas más distinguidas
socialmente, tanto los fariseos más conocidos, que lo reciben repetidas vez a
comer (cf. Lc, 7, 36-50, 11, 37; 14, 1), como los acaudalados y
comentados publicanos, con gran escándalo de las personas más moderadas (cf.
Mt 9, 10; Lc 5, 29; 15, 1-2). Precisamente por ser reconocido
universalmente como “maestro”, puede explicar oficialmente la palabra de Dios
en las reuniones del día sábado, como ocurre en la sinagoga de Cafarnaúm (cf.
Mc 1, 21-22) y en la sinagoga de Nazaret (cf. Mt 6, 2). Y no
rechaza en modo alguno estas calificaciones honrosas, sino más bien las
considera pertinentes: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien,
porque de verdad lo soy” (Jn 13, 13).
Las personas a quienes frecuenta socialmente. ¿A quiénes frecuenta
socialmente Jesús? Indudablemente no tiene impedimentos. Los destinatarios de
su enseñanza son sobre todo pastores, pescadores, campesinos y jornaleros,
como se desprende de la ambientación de sus parábolas; pero también son los
hombres de cultura específica y superior, como los escribas y fariseos. Si
tiene una preferencia, ciertamente es por los humildes y desventurados: “Venid
a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt
11, 28). Sin embargo, no rechaza ni a los jefes de la sinagoga ni a los
centuriones romanos. Sabe y afirma que no son los “primeros de la clase”
quienes tienen la ventaja de aprender las cosas importantes (Mt 11, 25:
“Ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los
pequeñuelos”). Con todo, no considera perdido el tiempo dedicado a largos
coloquios nocturnos con un “maestro en Israel”, como Nicodemo (cf. Jn
3, 1-21).
Sabe y afirma del mismo modo que en la carrera hacia la salvación es grave la
desventaja de los ricos, mientras los pobres son ciertamente
“bienaventurados”, porque para ellos es más fácil tener el Reino de los cielos
(cf. Mt 19, 23-26; Lc 6, 20-25); pero también sabe y afirma que
nadie debe caer en la desesperación, ya que todo es posible para Dios, hasta
hacer pasar los camellos por los ojos de las agujas (cf. Mt 19, 26).
Por otra parte, es innegable, a pesar de las exageraciones populistas, que
Jesús mantiene numerosas y significativas relaciones con las personas
acomodadas. Baste recordar a José de Arimatea (cf. Mt 27, 57: un
“hombre rico”); al propietario de la sala del Cenáculo (Mc 14, 15: “El os
mostrará una sala alta, grande, alfombrada, pronta”); a Juana, la mujer del
administrador de Herodes (cf. Lc 8, 3)); a la familia de Betania, en la
cual María poseía y podía sacrificar tranquilamente de una sola vez, por amor
a Jesús, un precioso jarrón de alabastro y un ungüento evaluado en trescientos
denarios por un experto como Judas (cf. Jn 12, 3-5).
Las “casas” de Jesús. Algunos de estos conocidos de alto nivel están
dispuestos a recibir al Maestro sin dificultades ni molestias, de tal manera
que puede contar prácticamente en todas partes con verdaderas casas que le
sirven de bases funcionales para su ministerio itinerante.
Es importante interpretar con sensatez estas famosas palabras: “Las raposas
tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene
dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Ante la afirmación de un escriba
que desea seguirlo, Jesucristo quiere aclarar debidamente y advertir con
eficaz sentido de lo paradojal que su misión es incompatible con una condición
de residencia estable y segura y con perspectivas típicamente burguesas. Si se
entiende lo dicho en forma literal, toda la narración evangélica lo
desmentiría. En Galilea, su domicilio habitual es la casa de Pedro (cf. Mc
1, 29-35), desde donde se dirige a predicar en los pueblos cercanos, pero
con el fin de regresar al final del recorrido: “Entrando de nuevo, después de
algunos días a Cafarnaúm, se supo que estaba en casa, y se juntaron tantos,
que ni aun en el patio cabían” (Mc 2, 1-2).
En todo caso, son frecuentes las alusiones a su permanencia en casas, aun
cuando sea provisoria: “Llegados a casa, se volvió a juntar la muchedumbre” (Mc
3, 20). Entre cuatro paredes, explica más cómodamente a los discípulos lo
dicho a toda la gente a la intemperie: “Cuando se hubo retirado de la
muchedumbre y entrado en casa, le preguntaron los discípulos por la parábola”
(Mc 7, 17). Y responde en forma reservada incluso sus preguntas
prácticas y personales: “Entrando en casa a solas, le preguntaban los
discípulos: ¿Por qué no hemos podido echarle nosotros?” (Mc 9, 28).
También en el extranjero, en Fenicia, tiene un techo bajo el cual refugiarse:
“Partiendo de allí se fue hacia los confines de Tiro. Entró en una casa, no
queriendo ser de nadie conocido” (Mc 7, 24). Cerca de Jerusalén, en
Betania, hay una residencia amigable en que le ofrecen un poco de descanso y
calor familiar, donde viven Marta y María y tiene lugar la hermosa pequeña
escena descrita en el Evangelio según San Lucas (cf. Lc 10, 38-42) y
donde supuestamente alojará los últimos días antes del arresto y la muerte.
El vigor y la buena salud. En la narración evangélica, Jesús aparece
como un hombre sano, físicamente vigoroso, con resistencia al cansancio y al
trabajo excesivo. Le gusta comenzar muy temprano su jornada: “A la mañana,
mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y
allí oraba” (Mc 1, 35). En las ocasiones especialmente importantes,
permanecía en vela en forma aún más prolongada: “Salió El hacia la montaña
para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día llamó a sí a los
discípulos y escogió a doce de ellos” (Lc 6, 12-13). Resiste bien los
ritmos de una actividad que al cabo de muy poco tiempo llega a ser
debilitante: “No podían ni comer”, observa repetidamente Marcos (cf. Mc
3, 20; 6, 31).
Sus jornadas son agobiantes. Hasta muy entrada la noche llegaban muchísimas
personas: enfermos buscando alivio, personas ávidas de verdad que pedían
escucharlo, adversarios teológicos que lo obligaban a entrar en agotadoras
discusiones.
Apenas consigue alejarse para tener un poco de descanso, de inmediato se
reúnen con él y lo acosan: “Fue después Simón y los que con él estaban, y
hallado, le dijeron: Todos andan en busca de ti” (cf. Mc 1, 36-37).
Jesús era un extraordinario caminante. También él se cansaba, como observa el
Evangelio según San Juan: “Jesús, fatigado del camino (de Judea a Samaria), se
sentó sin más junto a la fuente” (cf. Jn 4, 6); pero su ministerio fue
un peregrinaje continuo por toda Palestina e incluso fuera, hasta Cesárea de
Filipo y el territorio de Tiro y Sidón. (...)
La belleza. ¿Era hermoso o feo Jesús? Sorprendentemente, ha habido una
famosa controversia desde los primeros siglos del cristianismo, si bien los
argumentos opuestos eran solamente de carácter ideológico, de manera que no se
lograba esclarecimiento alguno.
En las fuentes canónicas no hay información explícita sobre este tema. Sin
embargo existe un episodio, narrado únicamente en el Evangelio según San
Lucas, que puede ayudarnos en cierta medida. “Mientras decía estas cosas,
levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que
te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: Más bien dichosos los que
oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 27-28). La admiradora
desconocida, que no puede contener el entusiasmo y de hecho interrumpe el
discurso del Señor, nos regala un indicio nada despreciable sobre la
fascinación que el joven profeta de Nazaret debía producir con su prestancia y
su encanto. Lo deducimos, entre otras cosas, de los términos sumamente
“corporales” en que se expresa el elogio y sobre todo de la respuesta de
Jesús, que invita a prestar una atención más pertinente a la palabra de Dios.
Los ojos. Hay un elemento de la belleza que aun cuando en sí mismo es
de naturaleza física, es casi un reflejo de la vida espiritual, y es el
resplandor de los ojos. El mismo Maestro lo había advertido: “La lámpara del
cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará
luminoso” (Mt 6, 22). Los ojos de Jesús debían ser realmente
encantadores, penetrantes y casi magnéticos, y quien los había visto nunca los
olvidaba. Sólo así se explica la extraordinaria frecuencia con que los
evangelistas (y especialmente Marcos, que alude a los recuerdos de Pedro)
destacan su mirada. Es importante captar los matices de los textos originales.
El verbo “mirar” se emplea en tres variantes de expresión: “mirar en
torno”,·mirar hacia arriba” y “mirar hacia adentro”.
La mirada en torno. Cuando Jesús vuelve los ojos, todos enmudecen
atemorizados y fascinados. Con esta mirada invita al recogimiento antes de la
predicación (cf. Lc 6, 20). Con esta mirada manifiesta su afecto y su
vigorosa comunión con los discípulos: “Y echando una mirada sobre los que
estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mc
3, 34). Con esta mirada prepara los corazones para que acojan las
enseñanzas más originales e inesperadas: “Mirando en torno suyo, dijo Jesús a
los discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen
hacienda!... Es más fácil a un camello pasar por el hondón de una aguja” (cf.
Mc 10, 23-25). A veces es una mirada silenciosa, pero tan intensa como
para ser un fin en sí misma: “Entró en Jerusalén, en el templo, y después de
haberlo visto todo, ya de tarde, salió para Betania con los doce” (cf. Mc
11, 11). En otras ocasiones es una mirada tan llena de indignación y
sufrimiento que los presentes callan y no osan responder cosa alguna: “Y
dirigéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dijo
al hombre: Extiende tu mano” (Mc 3, 5).
La mirada hacia arriba. Los ojos de Cristo también saben mirar hacia
arriba, en apasionada plegaria al Padre para que lo atienda (cf. Mc 6,
41; 7, 34); pero también él mira hacia arriba para buscar sonriendo entre el
follaje a un funcionario de alto nivel del fisco, que para verlo cómodamente
se había encaramado sobre las ramas de un sicómoro como un chico callejero:
“Cuando llegó a aquel sitio, levantó los ojos Jesús y le dijo: Zaqueo, baja
pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa” (Lc 19, 5).
La mirada “hacia adentro”. En todo caso, los ojos de Jesús producían
gran impresión sobre todo cuando “miraba dentro” de las personas, como para
llegar a su corazón. Lo hace cuando debe comunicar alguna verdad insólita que
desea imprimir debidamente en la mente de quien escucha. Así ocurre en Mc
10, 27: “Fijando en ellos Jesús su mirada, dijo: A los hombres sí es imposible
(que se salven los ricos), mas no a Dios”. Así ocurre en Lc 20, 17-18:
“El, fijando en ellos su mirada, les dijo:... Todo el que cayere contra esa
piedra (el Mesías, hijo de Dios) se quebrantará y aquel sobre quien ella
cayere quedará aplastado”. Ante el joven rico de vida inocente, que pide la
“vida eterna”, Jesús -señala el Evangelio- “poniendo en él los ojos, le amó” (Mc
10, 21).
La existencia del apóstol Pedro quedó marcada para siempre por dos miradas: en
su primer encuentro, “Jesús, fijando en él la vista, dijo: Tú eres Simón, el
hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (Jn 1,
42); en el momento de su traición, “vuelto el Señor, miró a Pedro, y Pedro...
saliendo fuera, lloró amargamente” (Lc 22, 61-62). (...)
Una
exploración emocionante. El mundo interior del hombre es siempre un misterio
en el cual nunca es posible penetrar completamente. Con mayor razón, es
difícil para nosotros aproximarnos a la riqueza de espíritu de Cristo y
adentrarnos en su realidad psicológica. Es un búsqueda especial, problemática
y emocionante, pero también fascinante e ineludible. Se emprende con humildad
y teniendo siempre conciencia de lo inadecuadas que son nuestras posibilidades
cognoscitivas. En todo caso, en la tarea nos alienta la ayuda decisiva que nos
ofrecen los evangelios, que nos revelan generosamente -aun cuando sea mediante
testimonios dispersos, ocasionales y a menudo indirectos- los pensamientos, la
mentalidad, los afectos, los sentimientos, el temperamento y la forma de
expresión y comportamiento de nuestro Salvador.
Una gran claridad en las ideas. Lo que más impresiona del magisterio de
Jesús es la claridad de las ideas. Todo está enunciado con lucidez, sin
ambigüedad ni vacilación. Los titubeos, el refugio en la subjetividad, las
fórmulas dubitativas (“tal vez”, “según mí”, “me pareció”), tan frecuentes en
nuestra habla, jamás se encuentran en sus discursos, de los cuales está
sumamente alejada la afectación, así como la coquetería y la aparente
docilidad del “pensamiento débil”.
Jesús manifiesta de este modo una seguridad que podría ser hasta irritante si
no nos conquistara en el contexto la objetiva elevación y luminosidad de su
enseñanza. A pesar de la gran variedad de conmovedores tópicos, no hay
fragmentación ni incoherencia en la visión de Cristo. Todo está reunido y
unificado en torno a dos temas fundamentales siempre recurrentes: el “Padre”
(un padre que está en el origen de toda existencia) y el “Reino”, meta de toda
tensión de las criaturas y su peregrinación en la historia.
La atención en la realidad humana concreta. Nada hay en él, sin embargo, del
pensador distraído, tan absorto en sus elevadas elucubraciones como para no
percatarse siquiera de las pequeñas cosas, ni del superhombre que desprecia la
posibilidad de quedar inmerso en los hechos sin importancia ni gloria. Por el
contrario, Jesús da pruebas de ser un observador atento de la realidad
cotidiana en la cual todos estamos inmersos, por lo demás interesado y a gusto
con la misma. En sus dichos y parábolas aparecen en gran número las pequeñas
escenas normales de la vida de entonces y siempre: el niño que obra a su
antojo para conseguir algo que comer, los muchachos que juegan en las plazas
recurriendo a las cantinelas tradicionales (Lc 7, 32: “Son semejantes a
los muchachos que, sentados en la plaza, invitan a los otros diciendo: Os
tocamos la flauta y no danzasteis, os cantamos lamentaciones y no
llorasteis”), el vecino fastidioso que nos perturba hasta de noche y no nos
deja en paz mientras no lo contentamos, la mujer que no se resigna si no
encuentra la moneda que cayó debajo de los muebles, la parturienta que sufre y
luego olvida los dolores que experimentó ante la alegría de contemplar al
recién nacido junto a ella, los sirvientes que se dan la gran vida en ausencia
del patrón, el administrador deshonesto y astuto, el alboroto de una fiesta de
bodas, los banqueros que ofrecen intereses por el capital, el ladrón que
fuerza la cerradura de una casa sin dar aviso previo, el transeúnte que
tropieza con los asaltantes, los jornaleros cesantes que esperan una buena
oportunidad en la plaza, la dueña de casa que amasa la harina y luego la deja
fermentar, etc.
Quien habla así es evidentemente alguien que no se ha encerrado ni protegido
en sí mismo, sino un ser capaz de mirarse en su entorno y participar con
simpatía en la diaria comedia humana. En las comparaciones, se emplean las
cosas más humildes: los vasos y los platos para lavar, el velón y el pie de
candil, la sal para usar en la cocina, el vaso de agua fresca, el vino añejo
que es mejor, el vestido remendado, la paja y la viga, el ojo de las agujas,
los daños provocados por las polillas y el moho, las efímeras flores del
campo, la primeras hojas de la higuera, el arbusto de mostaza, la semilla que
cae en terrenos con distinta acogida y productividad, la red de los pescadores
que recoge al mismo tiempo pescados comestibles y desechables, la oveja que se
aleja del rebaño y se pierde. Y esta lista podría alargarse en gran medida.
Todo lo dicho debería ser suficiente para convencernos de que Jesús no tiene
semejanza alguna con el ideólogo, que atrapado enteramente en sus grandiosas
teorías ya no logra ver ni tomar en cuenta las pequeñas vicisitudes de la
gente común. Y precisamente su sensibilidad ante las pequeñas cosas concretas
y su arte inimitable para incluirlas en los razonamientos más elevados le
permiten hablar con todos, hasta las personas sencillas, de las verdades más
sublimes recurriendo a un lenguaje claro y original, un lenguaje que se nos
presenta en forma muy distinta al de muchos pensadores profesionales y no
pocos actores del escenario político.
Una voluntad fuerte. En el brillo de su inteligencia y la eficacia de
sus palabras, se encuentra una voluntad sin flaqueza, en condiciones de
accionar rápidamente con opciones operativas y atenerse a los propósitos
establecidos sin vacilación alguna. Tiene una misión que ha adoptado
cordialmente, y no se deja desviar de la misma.
Esta firmeza suele vislumbrarse también en la actitud externa. Los presentes
se impresionan y la narración evangélica se ve obligada a dar cuenta: “Se
dirigió resueltamente a Jerusalén” (Lc 9, 51). El texto original es aún
más significativo: “puso rígido su rostro para partir en dirección a
Jerusalén”. Es un jefe que en ciertos momentos, avanzando delante de todos por
el camino que ha determinado previamente, irradia tanta resolución como para
inspirar en quien lo sigue asombro, sujeción, inquietud: “Iban subiendo hacia
Jerusalén; Jesús caminaba delante, y ellos iban sobrecogidos y le seguían
medrosos” (Mc 10, 32).
Libertad ante los padres y oponentes. Jesús siempre aparece como un
hombre soberanamente libre. Nadie consigue desviarlo de sus propósitos. Es
libre ante los integrantes de su “clan”, los cuales, después de creerlo loco (cf.
Mt 3, 21), imaginan la posibilidad de sacar algún provecho de su éxito
y su notoriedad y procuran reanudar las relaciones (cf. Mc 3, 31; 34).
Es libre ante los jefes de su pueblo y sus adversarios, que intentan
obstaculizar su ministerio, y a los cuales responde secamente: “Mi Padre sigue
obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17).
Reconoce y respeta la autoridad, pero no experimenta temores reverenciales
ante quienes están investidos de aquélla. Es suficiente pensar en las
invectivas dirigidas a los fariseos y escribas (cf. Mt 23, 32). No
vacila en manifestar ante los saduceos, que ocupaban los más altos cargos
sacerdotales, su disentimiento en los términos más resueltos: “Estáis en un
error y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios” (Mt 22, 29).
Con Herodes, el tetrarca de Galilea, no tiene precisamente consideraciones:
“Id y decid a esa raposa...”(cf. Lc 13, 32).
Por lo demás, su franqueza es reconocida explícitamente también por quienes
son hostiles con él, tales como los fariseos y los herodianos, que en una
oportunidad le dicen lo siguiente: “Maestro, sabemos que eres sincero, que no
te da cuidado de nadie, pues no tienes respetos humanos, sino que enseñas
según verdad el camino de Dios” (Mc 12, 14).
Libertad con los amigos. Se mantiene libre, cosa indudablemente más
difícil, también de las atenciones afectuosas de los amigos cuando se oponen a
su misión. El caso más típico y fuerte es el de Pedro. En Cesárea de Filipo,
el apóstol es elogiado por su inspirada profesión de fe con expresiones de
inigualable exaltación. Sin embargo, inmediatamente después, cuando se permite
desviar a su Maestro del “camino de la cruz”, recibe una embestida de palabras
sumamente duras: “Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No
quiera Dios, Señor, que esto suceda. Pero El, volviéndose, dijo a Pedro:
Retírate de mí, Satanás, tú me sirves de escándalo, porque no sientes las
cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mt 16, 22-23).
En un momento crítico, cuando es abandonado por muchos discípulos que no saben
aceptar el discurso sobre su “carne” y su “sangre”, propuestos como alimento y
bebida, no cede en absoluto, no suaviza sus duras afirmaciones por amor al
diálogo y a una “comunión sin verdad”: “Dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros
vosotros también?” (Jn 6,67). Ésta es una de las frases más dramáticas
e imposibles de olvidar pronunciadas por el Salvador.
Libertad de los juicios de los demás. Jesús está libre de las
apariencias de la virtud, es decir, no le preocupan en absoluto los juicios
malévolos y manifiestamente infundados que la gente puede formular sobre él.
Avanza por su camino, incluso a costa del deterioro de su buena fama: “Vino el
Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Es un comilón y un bebedor de vino,
amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19). Podría decirse que
también es válida para él mismo la advertencia que dirige a los demás: “Ay
cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros” (cf. Lc 6, 26).
La sensibilidad del ánimo. A menudo ocurre que un espíritu
absolutamente autónomo y emancipado es también árido, indiferente a los males
ajenos, dotado de escasa sensibilidad. No es el caso de Jesús: en él, la
soberana libertad, que se ha visto, va unida con una fuerte emotividad y una
amplia gama de sentimientos.
Por ejemplo, ante la instrumentalización “teológica” de la desventura, no
puede reprimir la ira, como se ve en el episodio del hombre con la mano seca,
que se pone delante suyo precisamente para que lo cure un día sábado y así
pueda acusarlo (cf. Mc 3, 1-6). Llama entonces al pobrecillo al medio,
a la vista de todos y -según el texto original- les dirige una mirada airada,
entristecido por la dureza de su corazón.
La compasión. Con mucho más frecuencia, los evangelistas dan cuenta de
su compasión por todas las desgracias humanas. Lo hacen empleando siempre un
verbo que en su etimología evoca una conmoción también física: “sentir
compasión”, de “vísceras”. Es un estado de ánimo que experimenta el Salvador
al oír el triste lamento de dos ciegos de Jericó (Mt 20, 34:
“Compadecido Jesús”); al ver la angustia de una madre en el funeral de su hijo
único joven (Lc 7, 13: “Viéndola el Señor, se compadeció de ella y le
dijo: No llores”); al darse cuenta de que hay una multitud hambrienta (Mc
8, 1: “Tengo compasión de la muchedumbre, porque hace ya tres días que me
siguen y no tienen qué comer”); al contemplar una humanidad dispersa y
extraviada (Mc 6, 34: “Vio una gran muchedumbre, y se compadeció de
ellos, porque eran como ovejas sin pastor”).
La amistad. Jesús tiene muy vivo el sentido de la amistad, con todos
sus distintos grados de intensidad. Llama “amigos” suyos a los apóstoles (cf.
Jn 15, 5). Y es una amistad obsequiosa y diligente, tanto que se
preocupa de su excesivo cansancio: “Venid, retirémonos a un lugar desierto que
descanséis un poco” (Mc 6, 31). Entre los doce, siente más intimidad
con Pedro, Santiago y Juan, y quiere tenerlos cerca tanto en el momento
resplandeciente de la Transfiguración (cf. Mc 9, 28) como en el
dolorosísimo momento en Getsemaní (cf. Mc 14, 32-42). Sólo a Juan se le
asignó la condición de “discípulo que Jesús amaba” (cf. Jn 13, 23; 19,
5; 20, 2; 21, 7, 20).
Fuera del círculo apostólico, se da testimonio del gran afecto que sentía por
los miembros de la familia de Betania: “Jesús amaba a Marta y a su hermana y a
Lázaro” (Jn 11, 5).
Los niños y las mujeres. Era conocida la amabilidad de Jesús con los
niños: “Presentáronle unos niños para que los tocase, pero los discípulos los
reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó (literalmente: “no pudo soportar”) y les
dijo: Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis porque de los tales
es el reino de Dios. Y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos” (Mc
10, 13-16). Manifiesta gran gentileza de ánimo hacia las mujeres y más de
una vez interviene en su defensa. Salva de ser apedreada a la desconocida
sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11); elogia, en contra de los
pensamientos malignos del dueño de casa, a la pecadora que durante un banquete
ofrecido para él por un fariseo, se atrevió a acercarse a perfumarlo y bañarlo
con sus lágrimas (cf. Lc 7, 36-50); reprende secamente a Judas y otros
comensales que criticaban a María, la hermana de Lázaro, por su gesto
inesperado y su excesiva generosidad: “Dejadla; ¿por qué la molestáis? Una
buena obra es la que ha hecho conmigo...” (cf. Mc 14, 6).
El llanto y la alegría. En Jesús son excepcionales la solidez
psicológica y el dominio de sí mismo. Permanece tranquilo e impávido en medio
de una tempestad que amenaza volcar su embarcación (cf. Mc 4, 35-41).
Del mismo modo, con impresionante fuerza de ánimo, enfrenta y casi hipnotiza a
la multitud enfurecida de Nazaret que pretende darle muerte: “Al oír esto se
llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose le arrojaron
fuera de la ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está
edificada su ciudad, para precipitarle de allí; pero El, atravesando por medio
de ellos, se fue” (Lc 4, 28-30).
En todo caso, no es un imperturbable gentleman de la sociedad victoriana, que
considere parte del honor no manifestar exteriormente las emociones. Por el
contrario, Jesús no se priva en absoluto de mostrarse alterado, como le
ocurre, por ejemplo, ante las lágrimas de María, la hermana de Lázaro:
“Viéndola Jesús llorar... se conmovió hondamente”; “y se turbó”, señala además
el evangelista (cf. Jn 11, 33). Y al pensar en la muerte de su amigo,
“prorrumpió en llanto” también él, tanto que los presentes comentan: “¡Cómo le
amaba!” (cf. Jn 11, 35-36). Contemplando Jerusalén desde lo alto, ante
la perspectiva de su destrucción, no puede contener las lágrimas: “Así que
estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: “¡Si al menos en
este día conocieras lo que hace a la paz tuya!” (cf. Lc 19, 41-42).
También se entusiasma, en todo caso, dejándose contagiar por la alegría de los
discípulos, felices de haber llevado a cabo su primera experiencia de
evangelización: “Volvieron los setenta y dos llenos de alegría... En aquella
hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra” (cf. Lc 10, 17-21).
Así, Jesús era un hombre capaz de llorar y capaz de estar contento. El hecho
de que lloraba está explícitamente documentado, como se ha visto; y que además
estuviese alegremente en compañía de los demás, se deduce simplemente del
placer con que los publicanos, comúnmente gozadores y juerguistas, lo acogían
en su mesa. Cuando estaba con personas cansadas, se ocupaba de apoyarlas; pero
ciertamente no acostumbraba probablemente alterar la serenidad y la alegría de
un convite con reflexiones demasiado melancólicas o con alusiones
intempestivas al hambre en el mundo.
Ateniéndose precisamente al ejemplo del Señor, San Pablo enunciará para los
cristianos la regla de oro del comportamiento: “Alegraos con los que se
alegran, llorad con los que lloran” (Rm 12, 15).
La “hebraicidad” de Jesús. Su gran plenitud en lo humano podría llevar
a considerarlo un ser tan superior e ideal como para estar más allá de toda
clasificación antropológica y cualquier especificación étnica y cultural:
prácticamente un hombre sin raíces en una sociedad ni nexos. Sin embargo, eso
no sería justo. El razona, habla y actúa como auténtico hijo de Israel. Su
“hebraicidad” es indiscutible. Quien no la comprenda, no podría decir que ha
captado su verdad efectiva, y sería un identikit de un Cristo alterado e
improbable. La mentalidad, la concepción general y el lenguaje del Nazareno
son elementos típicos de su pueblo. En sus labios, las citas bíblicas son
espontáneas y frecuentes. Los nombres más conocidos y amados por sus
conciudadanos (Abraham, Moisés, David, Salomón, Isaías, Jonás) adornan con
naturalidad sus discursos.
Domina la dialéctica peculiar de los rabinos y se vale de la misma en sus
disputas, como ocurre cuando reduce al silencio a escribas y fariseos
partiendo de su propia interpretación del salmo 110 (cf. Mc 12, 35-37;
Mt 22, 41-46). (...)
El “corazón”. También el corazón de Jesús es un corazón de hebreo.
Tiene un amor especialmente intenso y preferente por su tierra y su pueblo: a
su tierra y su pueblo se siente principalmente enviado: “No he sido enviado
sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15, 24). A su
tierra y su pueblo está destinada la primera misión provisional de los
apóstoles, que reciben con este fin instrucciones restrictivas precisas: “No
vayáis a los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las
ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10, 5-6). Y ya hemos visto
cómo el pensamiento del futuro fin de la ciudad de David lo conmueve hasta las
lágrimas (cf. Lc 19, 41-42).
Un “integrado”. Es un israelita observante, que rinde honor a todas las
tradiciones legítimas de la nación. Asiste, como el resto, todos los sábados a
la sinagoga. Todos los años celebra la Pascua de acuerdo con el rito
prescrito. Paga, como todos, el tributo para el templo: “Se acercaron a Pedro
los perceptores de la didracma y le dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la
didracma? Y él respondió: Cierto que sí” (cf. Mt 17, 24-25). Cada
cierto tiempo a alguien le gusta incluir a Jesús entre los revolucionarios
políticos o los agitadores sociales, pero los testimonios nos convencen más
bien de lo contrario. Si quisiéramos denominarlo de acuerdo con el vocabulario
de la destructiva ideología moderna, deberíamos calificarlo más bien como
“integrado”. Respeta todo ordenamiento, incluyendo la prescripción que
atribuía al sacerdote la función de autoridad sanitaria para confirmar la
curación de los leprosos: ““Id y mostraos a los sacerdotes” (cf. Lc 17,
14). Y de hecho no pretende hacer las veces de quien está a cargo de la
administración de la justicia ordinaria: “Díjole uno de la muchedumbre:
Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. El le respondió: Pero,
hombre, ¿quién me ha constituido juez o partidor de vosotros?” (Lc 12,
13-14).
Así, su “integración” es tan esperada y total que evita dejarse implicar en la
oposición a la presencia romana en suelo judaico, y así reconoce, al menos en
sentido práctico, el derecho del invasor a imponer su moneda y cobrar un
tributo (cf. Mc 12, 13-17).
El problema financiero. Contrariamente a lo afirmado a veces, Jesús,
como buen hebreo, no condena el dinero. Lo respeta y se preocupa incluso de
contar en su actividad con una base financiera realista. Su pequeña comunidad
tiene un tesorero designado periódicamente (cf. Jn 12, 6; 13, 29), y se
apoya en una especie de “instituto para el mantenimiento del clero: “Le
acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus
malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la cual habían salido
siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana y
otras varias que le servían de sus bienes” (Lc 8, 1-3).
La “recompensa en los cielos”. Jesús demuestra la “hebraicidad de su
forma mentis también al enfocar la vida del espíritu y la relación con el
Creador, encargado de hacer justicia en todo. Nunca olvida hacer presente la
“ganancia” (aun cuando sea una ganancia ultraterrenal) como estímulo para las
buenas acciones: “Vuestra recompensa será grande en el cielo” (cf. Mt
5, 2; Lc 6, 23). Se preocupa de informarnos que el Dios vivo y
verdadero no es un seguidor de la ética kantiana y por tanto no estima que el
desinterés sea la connotación esencial y necesaria de la bondad moral de un
comportamiento: “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (cf. Mt
6, 4; 6, 17).
“Una
doctrina nueva con autoridad”. Jesús es por tanto un hombre perfectamente
inserto en la sociedad y la vida de Palestina; es un hebreo que participa en
la cultura y la historia de su pueblo y las conoce; es un “rabino” que habla,
argumenta y conoce y cita las Sagradas Escrituras como uno de los numerosos
“maestros en Israel” (cf. Jn 3, 10). Con todo, su presencia, su actitud
y su magisterio aparecieron de pronto como una explosión de novedad sin
precedentes ni puntos de comparación. “Jamás hombre alguno habló como éste” (Jn
7, 46), dicen estupefactos y fascinados los guardias del sanedrín enviados a
arrestarlo.
Desde el comienzo de su ministerio público, quienes lo escuchan se percatan de
que están frente a algo inesperado, inédito y perturbador, y se sienten
intimidados. Al respecto es significativa la exclamación de los habitantes de
Cafarnaúm, tal como la refiere Marcos en su lenguaje directo y popular:
“Quedáronse todos estupefactos, diciéndose unos a otros: ¿Qué es esto? Una
doctrina nueva y revestida de autoridad” (Mc 1, 27). Sin duda, en esa
circunstancia también habían entrado en juego las sorprendentes dotes
taumatúrgicas del Señor, sobre las cuales no nos detendremos aquí. Con todo,
para los fines de nuestra investigación es importante destacar la impresión de
originalidad y vigor que dejaba en los oyentes el joven profeta de Nazaret con
su enseñanza tan distinta a la que habitualmente ofrecían los escribas.
Los escribas se limitan a analizar los textos sagrados, procurando ahondar en
ellos con su obstinación de exégetas; Jesús pone a todos en contacto y en
comunión con una “realidad que ha tenido lugar”: “Hoy se cumple esta escritura
que acabáis de oír” (cf. Lc 4, 21), dice en la sinagoga de Nazaret.
Políticamente incorrecto. Dentro de este tipo de experiencia, también
adquiere otro valor el patrimonio de verdad que ya posee y custodia Israel.
Los labios de este peculiar maestro comienzan entonces a difundir mensajes
inauditos, que alteran y provocan crisis en muchas convicciones hasta ese
momento indiscutibles, así como en gran cantidad de lugares comunes. De este
modo, Jesús, que también comparte con plena lealtad la fe y la ortodoxia de la
sinagoga y está evidentemente impregnado de la luz que había sido revelada a
Abraham, Moisés, David y los profetas, a menudo parece ser un anticonformista
irreductible. Empleando una expresión de moda en la actualidad, en diversos
aspectos parece ser “políticamente incorrecto”. Las reacciones inmediatas del
ambiente nos señalan muchas veces los casos en que semejante divergencia en
relación con las ideas comúnmente aceptadas tiene lugar de manera más ruidosa.
Es “políticamente incorrecta” para la sociedad de su época, por ejemplo, la
actitud de Jesús con los publicanos, los ricos, quienes colaboran con los
invasores y notoriamente con los ladrones, así como con las pecadoras
públicas.
Ciertamente, jamás se observa en él atenuación alguna en cuanto a la condena
de toda transgresión moral; pero está claro que no obstante aquello, su
lenguaje y su comportamiento producen impacto y escándalo en el contexto
social. Eso no le preocupa, sin embargo, y más bien llega a pronunciar
sentencias que fatalmente debían considerarse excesivas y provocativas: “En
verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de
Dios” (cf. Mt 21, 31-32).
Primacía de la interioridad. Jesús se niega a aprobar el legalismo y el
ritualismo exasperado de los fariseos, que había llegado a ser excesivo y
opresivo, y afirma en cambio la primacía de la intencionalidad y la pureza
interior. En virtud del mismo principio, rechaza la distinción entre alimentos
puros e inmundos (distinción que según el Levítico se aplicaba al carácter
comestible de diversos géneros de animales). Para él, todos los animales, en
conformidad con el designio original del Creador, pueden ser alimento para el
hombre.
La narración evangélica da cuenta de la reacción del ambiente oficial ante
esta toma de posición no conformista: “Y llamando a sí a la muchedumbre les
dijo: Oíd y entended: No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al
hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que al hombre le hace impuro.
Entonces se le acercaron los discípulos y le dijeron: ¿Sabes que los fariseos,
al oírte, se han escandalizado?” (Mt 15, 10-12).
Ahora bien, en este punto él no está dispuesto a ceder ni a llegar a acuerdos.
Luego, en la casa, explica analíticamente su pensamiento: “Todo lo que de
fuera entra en el hombre no puede mancharle, porque no entra en el corazón,
sino en el vientre, y va al seceso”. De ese modo, declaraba que todos los
alimentos son puros. Por consiguiente añadió: “ Lo que del hombre sale, eso es
lo que mancha al hombre, porque de dentro, del corazón del hombre, proceden
los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los
adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la
blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas maldades del hombre proceden
y manchan al hombre” (Mc 7, 18-23).
La pobreza como fortuna. Jesús es “políticamente incorrecto” también
cuando afirma, contrariamente a toda la sensibilidad israelita, que las
riquezas, más que una bendición, constituyen un riesgo, ya que la condición de
los pobres se considera un privilegio en una visión espiritual (cf. Mt
5, 3; Lc 6, 20-25). Los discípulos expresan enseguida su asombro: “Y
Jesús dijo a sus discípulos: En verdad os digo: qué difícilmente entra un rico
en el reino de los cielos”. Al oír estas palabras, los discípulos se quedaron
estupefactos, pero Jesús prosiguió: “De nuevo os digo: es más fácil que un
camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los
cielos. Oyendo esto, los discípulos, aún más estupefactos, dijeron: ¿Quién,
pues, podrá salvarse?” (Mt 19, 23-25).
La condena del divorcio. El divorcio, pacíficamente admitido y
practicado en Grecia, en Roma y en todas la sociedades antiguas, tampoco era
rechazado en el mundo hebraico. A lo más existían diversas opiniones en las
escuelas rabínicas sobre las motivaciones admisibles. Ahora bien, Jesús,
contrariamente al consenso explícito acordado por la ley mosaica, declara sin
vacilación: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra
aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio”
(Mc 10, 11-12). Y para aclarar debidamente que el principio nunca puede
infringirse, ni siquiera en beneficio del cónyuge abandonado, que no deseó la
ruptura, agrega: “El que se casa con la repudiada, comete adulterio” (Mt
5, 32).
Tal vez en ninguna situación da muestras como en ésta de ser “políticamente
incorrecto”, tanto que los discípulos reaccionan recurriendo, según ellos, a
la paradoja, bordeando el sarcasmo: “Dijéronle los discípulos: Si tal es la
condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse” (Mt 19,
10).
La propuesta del celibato para el Reino de los cielos. Probablemente
los discípulos quedaron sumamente desconcertados al escuchar la respuesta del
Señor, que en vez de impresionarse con la paradoja y el sarcasmo, propone con
gran seriedad, contrariamente a toda persuasión de hebreos y no hebreos, como
posible y deseable precisamente el ideal de la castidad perfecta: “El les
contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado.
Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que
a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda
entender, que entienda” (Mt 10, 10-12).
Jamás se había escuchado en Israel una opinión tan contrastante con el sentir
común y tan fuerte y provocativa hasta en el lenguaje empleado.
La fuente secreta de la originalidad. ¿De dónde obtuvo Jesús la luz y
la energía requeridas para dotar a sus palabras y actos de una originalidad
tan segura y valerosa? ¿Que fuente oculta irriga y fecunda el pensamiento, las
decisiones y el comportamiento de este insólito “maestro en Israel”? ¿Qué
unifica y transfigura todas las expresiones y actividades de Cristo y las pone
al servicio de un magisterio de verdad que, si bien sigue siendo fiel a la
antigua Revelación, asombra y se impone precisamente por su novedad?
La exploración de la psicología del Nazareno nos condujo, como se ve, a los
umbrales de su secreto más delicado. Nuestra indagación procurará llevarnos a
vislumbrarlo, ateniéndose en todo momento en sus normas y medidas a cuanto nos
han referido los escritores de los textos sagrados.
De dicha indagación de inmediato se desprende algo evidente: todas las páginas
evangélicas conspiran para decirnos que el corazón y el sentido de la vida
interior de Jesús es su muy vigoroso “sentido del Padre”. (...)
El sentido del Padre en el alma de Cristo. En todo caso, nadie en
Israel ha vivido en relación con la paternidad de Dios una experiencia lúcida,
intensa e inminente comparable con la de Jesús. El recuerdo cálido y afectuoso
del Padre marca en sí mismo todos sus discursos, todos sus actos, todos sus
momentos: no hay página que no dé testimonio de esto en los Evangelios.
“¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre? (Lc
2, 49) es la primera frase recogida de sus labios y transmitida. La última es
ésta: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46). Entre
ambas, se puede decir que todas sus frases se dirigen al Padre o se refieren
al Padre y su designio de salvación.
Para hablar con el Padre a sus anchas y con total atención, es decir, para
orar, Jesús opone con constancia los espacios de silencio y aislamiento a una
jornada en todo momento atareada. Ora en el momento de ser bautizado en el
Jordán (cf. Lc 3, 21); ora antes de intervenir en favor de los
desventurados que a él son conducidos (cf. Mc 7, 34; 9, 29; Jn
11, 41; Mt 14, 19, etc.); ora toda la noche antes de elegir a los
apóstoles (cf. Lc 6, 12-15); ora por largo tiempo al terminar la última
cena (cf. Jn 17, 1-26); ora al prepararse a enfrentar la tremenda
prueba de la pasión (cf. Mt 26, 36-42; Mc 14, 32-39; Lc
22, 39-46).
La plegaria de Jesús. ¿Qué le decía al Padre en esos coloquios? Todos
los sentimientos principales que dan substancia a la correcta oración de la
criatura, también dan substancia a la suya:
la adoración y la alabanza (cf. Mt 11, 25);
el agradecimiento (cf. Jn 11, 41);
la súplica por la gloria divina (cf. Jn 12, 28: “Padre, glorifica tu
nombre”);
la súplica en favor de los amigos (cf. Jn 17, 11: “guarda en tu nombre
a estos que me has dado”);
la súplica en favor de los enemigos (cf. Lc 23, 34: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen”).
Lo que en él no se encuentra es el arrepentimiento, el pedir perdón y la
perturbación y el temor que experimenta todo espíritu no superficial cuando se
pone y se siente en presencia de aquel que es “santo”, o sea, el trascendente,
el eterno, el inmenso, es decir, ese estado de ánimo que vemos expresarse, por
ejemplo, en la visión del profeta Isaías en el templo (cf. Is 6, 5).De
todo esto no hay rasgo alguno en la plegaria de Jesús.
La soledad animada. Se comprende entonces cómo Jesús puede rebatir con
tranquilidad hasta las opiniones más acreditadas y los comportamientos
sociales aceptados por todos: precisamente la comunión filial con Dios le da
una luz que trasciende toda lógica puramente humana y una fuerza que lo pone
en condiciones de adoptar y mantener serenamente posiciones incluso
impopulares y solitarias.
La narración evangélica advierte más bien la facilidad y el agrado con que
acepta aislarse, sobre todo cuando no quiere dejarse condicionar por
perspectivas que le son ajenas: “Se retiró otra vez al monte El solo” (cf.
Jn 6, 15). Por otra parte, su soledad jamás es soledad: “No estoy solo,
porque el Padre está conmigo” (Jn 16, 32; cf. además Jn 8, 16,
29).
“Sí, Padre”. Lo que realmente le importa es la consonancia con el Padre
y la perfecta adhesión a su voluntad. Esto lo sustenta y le da vigor: “Mi
alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,
34). Hacer la voluntad de Dios no siempre es tarea fácil y sin dolor, tampoco
para él. Así lo revela dramáticamente la agonía de Getsemaní: “Padre mío, si
es posible, pase de mí este cáliz: sin embargo, no se haga como yo quiero,
sino como quieres tú” (Mt 26, 39).
El autor de la epístola a los Hebreos da un precioso testimonio posterior de
ese impresionante episodio, agregando una observación que tal vez nos
sorprende, pero no pasamos por alto: “Habiendo ofrecido en los días de su vida
mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era
poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y
aunque era Hijo. aprendió por sus padecimientos la obediencia” (Heb 5,
7,8). “Sí, Padre” (Mt 11, 26): estas palabritas que recogemos de labios
del Señor son tal vez el mejor compendio de todo su mundo interior y el
manantial secreto de todo cuando dijo e hizo. San Pablo probablemente no
quiere decir otra cosa cuando escribe: “Cristo Jesús... no ha sido Sí y No,
antes ha sido Si” (2 Cor 1, 19).
Un Creador que ama. Asignar con esta insistencia y lucidez al Dios de
Israel la prerrogativa de “Padre” significa en definitiva tomar en serio en
todas sus consecuencias la doctrina del origen en Jehová de todas las cosas,
propia del hebraísmo. Significa sobre todo darse cuenta de la gran importancia
del amor del Creador por la obra de sus manos. “El Padre os ama” (Jn
16, 27): ésta es la sencillísima y extraordinaria verdad que el Señor deja
prácticamente como su legado específico a sus discípulos.
El Dios de Jesús es un Dios que por amor se ocupa de todo cuanto ha llamado a
la existencia, hasta de las aves del cielo y las flores del campo (cf. Mt
6, 26-30). Con mayor razón ama a los hijos de Adán y se ocupa de ellos,
independientemente de su comportamiento: “Hace salir el sol sobre malos y
buenos y llueve sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). En su primera
epístola, San Juan encontrará la fórmula esencial para expresar en la forma
más sintética posible la visión teológica de su Maestro: “Dios es amor” (1
Jn 4, 8).
Nuestra respuesta de amor. Por ser justo que los hijos sean semejantes
al padre, de esta concepción de Dios emana el ideal de vida para nosotros:
“Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).
Evidentemente, es una meta inalcanzable, y por este motivo es paradojal la
frase; pero es una manera de decir en la forma más enérgica que también en
nuestra acción, como en la acción divina, todo debe estar inspirado por el
amor. Por eso, Jesús enseña: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es
misericordioso” (Lc 6, 36); y llega a decir, como recomendación máxima:
“Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros” (Jn 13,
34). Por encima de todo, es justo que al amor se responda con el amor: el amor
del Padre por los hijos solicita y exige el amor de los hijos por El. En esto,
y no en la lista minuciosa de preceptos y ritos, reside la substancia de la
religión.
No nos sorprende entonces la resolución con que el Nazareno especifica lo que
es el núcleo y el compendio de todo el discurso del Dios de Israel: “Y le
preguntó uno de ellos, doctor, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mandamiento
más grande de la ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el
primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a
ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt
22, 35-40).
El fin del nacionalismo religioso. En esta perspectiva se ha superado
todo encierro nacionalista. Y así Jesús tiene otra ocasión de ser
“políticamente incorrecto”, es decir, de contrariar la mentalidad de sus
conciudadanos.
Al respecto es elocuente el incidente de la sinagoga de Nazaret, cuando a
sabiendas elige en la historia hebraica ciertos hechos provocativos: “Muchas
viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres
años y seis meses y sobrevino una gran hambre en toda la tierra, y a ninguna
de ellas fue enviado Elías sino a Sarepta de Sidón, a una mujer viuda. Y
muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de
ellos fue limpiado sino el sirio Naamán. Al oír esto se llenaron de cólera
cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose, le arrojaron fuera de la
ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está edificada su
ciudad, para precipitarle de allí” (Lc 4, 25-29).
El mensaje de Cristo en la historia de la religiosidad. Nadie ha
afirmado con más fuerza y más intensidad que Jesús la paternidad universal de
Dios. Incansablemente señala a sus oyentes “el Padre vuestro”, el “Padre
vuestro que está en los cielos”, el “Padre vuestro Celestial”, el “Padre
vuestro que ve en lo secreto”: es la verdad que está en el centro de su
propuesta existencial.
Nadie ha señalado con más explícito conocimiento al amor como el alma, el
sentido, el vértice de toda relación con Dios, y como la actitud espiritual
fundamental que debe regir la convivencia entre los hombres. Nadie antes que
él, en las diversas interpretaciones antropológicas, había subrayado con tanta
eficacia la primacía del “corazón”, es decir, del mundo interior, por encima
de toda informalidad y todo extrincecismo.
Todo eso bastaría para convencernos de que en realidad el cristianismo ha sido
en la historia de la religiosidad una voz sorprendente y una auténtica
revolución ideal. Con todo, aún no hemos llegado con esto a comprender el
motivo específico y definitivo de la originalidad del profeta de Nazaret, el
núcleo de su vida interior, la fuente propia y más determinante de su
identidad. Aún estamos en los bordes de esta peculiar psicología, aún no nos
han dado la clave que realmente entreabra en cierta medida el misterio de esta
excepcional personalidad que desde hace dos mil años domina y condiciona la
experiencia espiritual de la humanidad.
El “Padre mío”. Lo que hace a Jesús de Nazaret ser un caso
absolutamente inédito es su convicción de encontrarse en una relación real con
el Dios de Israel, que tiene lugar y validez únicamente a través de él. Si ha
podido pensar en el Creador del cielo y la tierra como en un “padre”, es
porque antes aún se ha percibido a sí mismo como su propio hijo: “hijo” en un
sentido único, inconfundible, y en su plena autenticidad, absolutamente no
participable. Dios -repite continuamente- es el “Padre mío”: todos sus
sentimientos, todas sus palabras, todos sus actos están inspirados y dominados
por esta convicción, que con sólo una breve reflexión no puede sino dejarnos
estupefactos. Los demás son “sus hermanos”, porque ellos también son “hijos de
Dios”: “mis hermanos menores”, suele decir (cf. Mt 25, 40). Le agrada
especialmente llamar “hermanos” a sus discípulos: “Ve a mis hermanos” (cf.
Jn 20, 17), dice a María Magdalena. En todo caso, la relación de filiación
de ellos no es idéntica a la de él.
En sus labios jamás encontramos el apelativo “Padre nuestro”, salvo para
sugerir a los demás una plegaria a la cual no se une: “Así, pues, habéis de
orar vosotros: Padre nuestro...” (Mt 6, 9). En la luz misteriosa de la
mañana de Pascua, su lenguaje al respecto parece adoptar una precisión
ciertamente puntillosa: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre” (cf. Jn 20,
17).
Una originalidad absoluta. Las diversas narraciones evangélicas, que
han recogido con impasible diligencia las palabras de Cristo a propósito del
Padre “suyo” y del Padre “nuestro”, coinciden en esto de manera insistente e
inequívoca. Así, también en un plano puramente histórico es difícil llegar a
otra conclusión: independientemente de ser o no creyente, nadie puede dudar
lícitamente de que Jesús de Nazaret haya estado totalmente convencido de ser
hijo del Dios de Israel en un sentido absolutamente peculiar y de un modo
totalmente incomunicable.
Ningún hombre, nadie entre los grandes maestros de la humanidad, nadie entre
los fundadores de religiones, ha sido tocado ligeramente por un pensamiento
comparable con éste. El, en cambio, entiende esta condición como algo propio
de manera absolutamente exclusiva.
Total relatividad respecto al Padre. Precisamente en esta original
visión, Jesús inserta la conciencia de su propia grandeza y su singularidad,
una grandeza y una singularidad que advierte ser de carácter intrínsecamente
relativo, por cuanto provienen enteramente de aquello que recibe del Padre de
un modo y en una medida que únicamente concuerdan con él. Y esto puede
explicar una característica típica y asombrosa de la predicación de Cristo:
Jesús habla continuamente de sí mismo, e incluso diciendo cosas que en labios
de cualquiera otra persona serían intolerables, no da la impresión en realidad
de ser arrogante ni jactancioso.
Nadie se ha atrevido jamás a afirmar: “A todo el que me confesare delante de
los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los
cielos” (Mt 10, 32). O bien: “El que ama al padre o a la madre más que
a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que mí, no es
digno de mí” (Mt 10, 37). Son afirmaciones que indudablemente
desconciertan si se observan en sí mismas; pero están perfectamente de acuerdo
con la psicología de quien, como dirá San Juan, sabe estar interpretando
fielmente el pensamiento de su Maestro, el “Unigénito del Padre” (cf. Jn
1,14).