I/DERECHOS-HUMANOS


La Iglesia y los derechos humanos

Entrevista al p. Abelardo Lobato, O.P.
Germán Mckenzie González


El tema de los derechos humanos ha adquirido notable difusión en la segunda mitad del 
siglo XX. La aprobación en las Naciones Unidas del elenco de derechos del ser humano que 
se reconocen como universales en 1948, marcó ciertamente un hito muy importante en un 
proceso que tiene hondas raíces en la historia de la humanidad. Y aunque el presente siglo 
no pueda ser exhibido como un ejemplo de respeto a la dignidad y derechos del hombre 
debe reconocerse que ha ido creciendo en muchos sectores un gran interés por el tema.
Pero la preocupación por la dignidad humana no es de este siglo. El tema ha ido 
madurando lentamente hasta alcanzar concreciones jurídicas cada vez más precisas. En 
este proceso la Iglesia, experta en humanidad, ha contribuido de manera decisiva. Más aún, 
se puede afirmar que el inicio de una toma de conciencia de la dignidad humana se debe 
fijar en el mismo Evangelio del Señor Jesús. Y desde entonces la Iglesia ha ido 
profundizando en el tema en un proceso que ha ido madurando de acuerdo a las 
particulares circunstancias históricas. Así se ha desarrollado una importante reflexión y un 
activo compromiso con el ser humano que ha ido edificando tanto unos fundamentos 
teóricos antropológicos sobre lo que es ser persona humana, como las bases para una 
paulatina concreción jurídica —de la que se pueden mencionar como ejemplos incipientes 
los Fueros españoles y la Carta Magna de Juan sin Tierra—. 
En la presente entrevista el padre Abelardo Lobato —Presidente de la Sociedad 
Internacional Santo Tomás de Aquino, autor de numerosos trabajos y un especialista en el 
tema— nos ofrece algunas reflexiones sobre el particular. El padre Lobato destaca como 
uno de los hitos más importantes y creativos de este proceso el desarrollo teológico-jurídico 
de la Escuela de Salamanca que animara el dominico Francisco de Vitoria —considerado el 
padre del Derecho internacional—. Comparte también opiniones sobre aspectos de fondo 
de lo que es una recta comprensión de la naturaleza de la persona, fundamento de toda 
aproximación a la dignidad y derechos humanos. De manera sintética queda de manifiesto 
la enorme importancia del aporte que surge del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia 
para el desarrollo y, más tarde, plasmación de un elenco de derechos del ser humano. 
Recogemos aquí una síntesis del diálogo que sostuvimos con el padre Lobato sobre este 
tema fundamental.

Padre Lobato, ¿cuál es, a su juicio, el aporte de la Iglesia en el reconocimiento de la 
dignidad y los derechos de la persona humana?

Considero que el aporte de la Iglesia es sustancial. Yo creo que sólo el pensamiento 
cristiano ha descubierto lo que es el sujeto personal. En el Nuevo Testamento se habla del 
hombre interior y se revela la responsabilidad de la persona singular. Y es que no habría 
posible cristianismo si no es referido a sujetos personales singulares. A diferencia del 
mundo griego, del pensamiento averroísta, el cristianismo se funda en la persona concreta. 
Y eso en la evolución del pensamiento de la Iglesia —sobre todo de la Iglesia actual—, es 
cada día más vivo. Su aportación debe ser la defensa de la persona íntegra, única e 
irrepetible. Como afirmó el Concilio Vaticano II, y lo ha repetido una y otra vez el Papa Juan 
Pablo II, nosotros nos entendemos solamente a la luz de la verdad del Verbo encarnado. 
¿Quién es Dios? ¿Quién es el hombre? En Jesucristo, el Varón perfecto, el hombre explica 
su enigma, su misterio y sus derechos desde esa luz que viene de Dios. Y la Iglesia 
contribuye en dar esa luz.

¿Qué jalones históricos se podrían mencionar de este proceso en el que ha contribuido 
la Iglesia?

Situándonos en el terreno de la aplicación práctica —yo tengo una serie de trabajos 
publicados sobre este tema—, podemos mencionar entre muchos el caso especialmente 
fecundo de la Escuela de Salamanca. Esta Escuela fue la promotora de esto que llamamos 
"derechos humanos". Fundada por Francisco de Vitoria, esta Escuela hace posible que 
todo lo que tuvo París en el siglo XIII se aumente y tenga mucho más irradiación en la 
España del siglo XVI. El influjo de Vitoria y su Escuela llega hasta fin de siglo y continúa en 
el siguiente. Su influencia se prolongó también en el mundo americano, sobre todo en la 
fundación de una serie de universidades que en el tiempo de la llamada colonia española 
llegaron a veinte. Siendo las primeras las de Santo Domingo, Lima y México, todas fueron 
instauradas según el modelo de Salamanca. Todo ello fundó las bases de una 
evangelización seria, teologal, y posibilitó un desarrollo que realmente sólo se dio en la 
parte hispánica. Allí se promovieron los derechos humanos de manera importante. 
Recordemos que para la Corona española las naciones americanas nunca fueron colonias 
explotadas; eran súbditos igual que los españoles. La realidad del Brasil fue muy distinta. 
La fundación de universidades en el Brasil se realizó recién algunos siglos después.
Ligado al movimiento teológico-jurídico que originó la Escuela de Salamanca se debe 
mencionar a fray Bartolomé de las Casas, otro gran defensor de la dignidad humana junto 
con Francisco de Vitoria. Conocedor de las enseñanzas de Tomás de Aquino, tuvo un 
influjo decisivo en América. Quizá pueda ser señalado como uno de los primeros que 
intuyeron el valor de las culturas indígenas. En su obra Apologética Historia sale en 
defensa del hombre pre-colombino y de las culturas pre-colombinas que él conocía —aún 
no se sabía del Imperio incaico más que por relación, pero ya se conocía el mundo indígena 
en México, como los aztecas—.
En el desarrollo posterior de los derechos humanos, y frente a los desvíos que se 
proclaman a partir de la Revolución Francesa —desvíos que, lamentablemente, se 
prolongan en el tiempo actual—, la Iglesia ha estado siempre presente defendiendo la 
integridad de la persona y proclamando los derechos junto con los deberes. Sería muy 
largo explicar cómo fue este proceso. 
Destaquemos ahora tan sólo el énfasis que la Iglesia ha puesto en su magisterio de este 
siglo en que junto con los derechos se deben considerar los deberes. Así la encíclica 
Pacem in terris de Juan XXIII —documento fundamental para el tema— hace hincapié 
precisamente en esto: no se puede defender sólo los derechos sin los deberes, o los 
deberes sin los derechos; ambos son inseparables. Debe subrayarse, por otro lado, que los 
derechos son de la persona y anteriores al Estado. El Estado no los otorga, más bien tiene 
que reconocerlos y tutelarlos.
Tenemos en lo dicho unos ejemplos de la vasta aportación de la Iglesia en el desarrollo 
del tema de los derechos humanos y su concreción en normas jurídicas. En el proceso 
actual quizá estemos todavía en la primera fase: la concientización de que el hombre, ser 
personal, tiene derechos y sus derechos universales radican en que la persona humana es 
imagen de Dios. Todo lo que sea olvidar o distorsionar esta verdad —como pasa, por 
ejemplo, en los grupos feministas— es ignorar la auténtica raíz fundamental y objetiva de 
los derechos humanos.
Aunque hoy se reafirme el valor de la persona y sus derechos, esta valoración no parece 
ser suficientemente clara y persuasiva a juzgar por los hechos negativos que vemos. ¿Cree 
usted que una de las razones de esto es la debilidad del pensamiento contemporáneo para 
comprender a la persona?
Ciertamente. Hoy se habla mucho de los derechos humanos, pero lamentablemente en 
nuestros días los derechos se muestran más por sus violaciones que por sus aplicaciones. 
Como señalaba anteriormente, quizá vivimos todavía una primera etapa: el tomar 
conciencia. Antes no se tenía presente los derechos humanos; por eso se dio la esclavitud, 
la opresión y la marginación.
Pero la concientización es solamente un primer paso que debe continuarse con la 
educación. La conciencia moderna parece estar limitada a percibir sólo los derechos. Aún 
no descubre que los derechos son indesligables de los deberes. Tampoco se da cuenta —y 
esto es fundamental— que el hombre no es el Ser Absoluto. Sus derechos no son 
absolutos; son más bien los derechos de un ser personal, finito y que depende de Dios en 
su origen y en su destino. Mientras la fundamentación de los derechos humanos no se 
sustente en el Absoluto, no podrá ser sólida.
Por eso en esta cultura se habla mucho de derechos, pero se vive muy poco su 
aplicación. Al no tenerse una fundamentación y al no saberse bien quién es el hombre, su 
aplicación está distorsionada. Es por ello muy urgente comenzar a educar en una 
antropología adecuada: ¿quién es el hombre?, ¿qué significa ser hombre? Desde esta 
base ontológica podremos avanzar. 
El hombre es y se hace, tiene un proceso, no se basta a sí mismo. Es siempre un ser en 
correlación, un ser familiar, que necesita ser respetado en su interioridad, que requiere ser 
promovido y educado como hombre. Debemos formar al ser humano no sólo en su 
dimensión cognoscitiva, ni tampoco solamente en sus aspectos fácticos, sino sobre todo en 
su dimensión ética y en su conciencia moral, que es la que hace al hombre bueno o malo. Y 
es éste precisamente el campo de los derechos humanos, donde el deber de hacer el bien 
y la ley natural se manifiestan. Al seguirla el hombre alcanzará un desarrollo adecuado, 
respondiendo así a su conciencia. Tengo derechos y debo ser capaz de reclamarlos y 
mantenerlos, pero también juntamente he de practicar mis deberes y exigírmelos. Ésa es la 
voz de la conciencia que rectamente formada le permite al hombre vivir de acuerdo a su 
dignidad.

Y el aporte de la Iglesia en este campo también entiendo que ha sido vasto...

Sí. Lo que sucede hoy es que a la cultura actual —una cultura secularista, atea y 
materialista— no le agrada oír la voz de la Iglesia que habla en nombre de Dios. Las 
religiones —según quería Hegel— están siendo reducidas a asunto privado. Por ello la 
Iglesia, que tiene una misión pública y universal a la que no puede renunciar, debe 
confrontarse con una mentalidad secularista y laicista que le prohíbe su participación, que 
la proscribe, que de algún modo incluso busca ridiculizarla. 
Es preciso que en esta hora la Iglesia tenga paciencia. Ella debe formar a los hombres y 
ayudar a transformar sus conciencias para que desde dentro pueda imponerse la verdad 
—que no es suya, sino de Dios—. La fuerza de la verdad se impone no porque seamos 
muchos o pocos, sino porque es la verdad. Nadie que la conculque, o que no la promueva, 
puede quedarse tranquilo; la verdad exige que se la lleve adelante y se la realice. 
Ésa es la fuerza de la Iglesia y lo que a la Iglesia la mantiene: Ella sabe que Dios es la 
verdad y que el Señor no puede pasar, por más regímenes o culturas que en un momento 
se impongan y de algún modo busquen marginar a todos los que no comparten sus ideas. 
Todo ello terminará, pero «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). 
Después de 2000 años la Iglesia sigue manteniendo su vigor. Lo que la Iglesia necesita es 
hombres de fe que estén convencidos de ello y que sigan trabajando en este camino.
¿No le parece paradójico que mientras en algunos ambientes, o quizá en muchos, se le 
acuse a la Iglesia de no actuar en favor del hombre, o de tener un conjunto de normas 
morales que no lo promueven, justamente haya sido la misma Iglesia —y aquí está la 
paradoja— la que ha hecho un aporte definitivo para precisar la noción de persona 
humana?
Cuando existe una actitud de rechazo frente a todo lo sobrenatural o religioso, como 
sucede con la mentalidad moderna, se acoge solamente lo que conviene y se deja de lado 
todo aquello que molesta. Hoy la cultura moderna, que se basa en una supuesta libertad 
sin límites, no quiere que se le dicten normas desde fuera; piensa que la moral es una 
imposición externa y juzga a la Iglesia precisamente desde esa perspectiva.
Todo esto responde a un desvío en la comprensión de la ética y la moral. La ética nunca 
es una imposición desde fuera. Podrá aprenderse en el ejemplo y el testimonio de los 
demás, pero ella nace cuando el hombre, consciente y responsablemente, asume desde 
dentro sus derechos y deberes, obra el bien o el mal porque está convencido de ello. 
El mundo moderno, desde los pensadores ingleses sobre todo —como Hobbes, por 
ejemplo—, piensa que la ética no puede ser nunca una ciencia, que no puede enseñarse y 
que habría que dejarla al margen, porque es distinta de la física y la matemática. Para ellos 
la ética está fuera del campo de la filosofía y queda reducida a lo que enseñan la 
comunidad, la familia o la religión. Pero ése es un prejuicio que, todavía en grado mayor, 
han difundido algunos psicólogos, entre los que se encuentra Freud por ejemplo. Piensan 
que la sociedad es quien, desde fuera, hace que los individuos se formen de un modo o de 
otro, y que la conciencia nace por el comportamiento externo. Pero no, es precisamente al 
revés. El hombre debe desarrollar su propia conciencia y ser capaz de juzgar objetivamente 
con el entendimiento lo que es bueno y lo que no. Y cuenta para ello con una ley natural 
que se lo dice, con una conciencia que se lo advierte. 
La gran tarea que tiene la Iglesia hoy es la de formar conciencias con un criterio humano: 
el criterio del bien y del mal. Y en esta responsabilidad no debe estar comprometida 
solamente la jerarquía, sino todos los creyentes. Hoy se requiere el influjo de todos los 
cristianos. Son justamente los laicos quienes, bien formados, han de llevar el mensaje de la 
Iglesia a todas las dimensiones de la sociedad: la moral, la economía, la política, la 
educación... Todo esto ayudará mucho a que se respeten verdaderamente la dignidad y los 
derechos del hombre.

Lobato-Abelardo