MUJERES AL BORDE DE LA IGLESIA
Javier Calvo Guinda
«Ofrecí a la Iglesia mi corazón, mi cerebro y mis brazos; ella me aconsejó hacer ganchillo
en el salón de mi madre». Esta frase amarga fue pronunciada, hace casi un siglo, por
Florence Nightingale, una mujer enérgica y creativa, que rehusó desempeñar el papel que
pretendían adjudicarle los hombres de la Iglesia de Inglaterra. No hay duda de que la
renovación de los cuidados hospitalarios debe mucho al coraje y rebeldía de esta mujer.
I/MACHISMO Un reproche semejante, dirigido a las comunidades
cristianas, lo podrían haber pronunciado también otras mujeres ¿Tienen razón? ¿Se orilla a
la mujer en el mundo cristiano ? Y si es así, ¿sobre qué argumentos se apoya esta
marginación o desconfianza?
Las letanías de los santos
Aunque es una pura leyenda que el concilio de Macon haya enseñado en 585 que la
mujer no tenía alma, no es menos verdadero que la tradición eclesiástica queda, hoy
todavía, marcada por una neta desconfianza respecto a la mujer.
Las influencias judías y de la filosofía griega llevaron entre los Padres de la Iglesia a
brotes curiosos de menosprecio de la mujer 1. En una serie de pasajes bíblicos (Gn 3,6;
6,2, etc.) veían corroborada su convicción de que la mujer representa el origen del pecado
y es la seductora del hombre. En la literatura espiritual más antigua se presenta a menudo
a la mujer como «el pecado».
San Antonino califica a la mujer como cabeza del crimen y arma del diablo. San Juan
Damasceno predica: «La mujer es una burra tozuda, un gusano terrible en el corazón del
hombre, hija de la mentira, centinela del infierno, ella ha expulsado a Adán del Paraíso».
(Este último argumento reaparece miles de veces en la predicación y en escritos
edificantes). Así Tertuliano confiesa el odio que profesa a la mujer: «¡Eres tú quien la
primera ha tocado el árbol, traicionando la ley de Dios. Eres tú quien ha persuadido a Adán,
porque el diablo no se atrevía a atacarlo de frente». Por su parte San Juan Crisóstomo no
es más caritativo: «Soberana peste es la mujer, dardo del demonio. ¡Por medio de la mujer
el diablo ha triunfado de Adán y le hizo perder el Paraíso!». San Jerónimo la presenta como
«la puerta del diablo». Para San Buenaventura la mujer es semejante a un escorpión,
dispuesta a picar, es la lanza de Satanás.
Incluso Santo Tomás habla con acostumbrada tranquilidad del «uso de las cosas
necesarias, la mujer que es necesaria para la conservación de la especie o el alimento o la
bebida que son necesarios para la conservación del individuo» 2. Y en otro lugar: «Fue
precisa la creación de la mujer, como dice la Sagrada Escritura, para ayudar al varón, no en
otra obra cualquiera, como algunos sostuvieron, puesto que para otras cosas podían
prestarle mejor ayuda los otros hombres; sino para ayuda de la generación» 3.
La más vieja teología es un pensamiento de varones, que a menudo están devorados
por el miedo, y en los que actúan fuertemente ideas maniqueas y tabúes. Karl Rahner en su
investigación sobre «las tendencias legalistas-mágicas en la práctica de la confesión» 'de
hoy, llama la atención con razón sobre la continua devaluación de la mujer, del matrimonio y
del acto sexual en la teología mas antigua y en la praxis de la Iglesia. En la Edad Media a
una mujer que moría en el parto a menudo se la enterraba en un rincón especial del
cementerio y con pocas honras fúnebres. Johannes Beleth permitía su entierro en lugar
sagrado sólo si el niño había sido antes extraído mediante la cesárea 4.
Razones para la devaluación de la mujer
La primera y fundamental afirmación de la teología cristiana sobre la mujer dice así: El
hombre y la mujer son personas en modo exactamente igual. Esta afirmación nos parece
hoy natural. Pero no lo es si se tiene en cuenta la larga tradición que vio a la mujer como un
varón frustrado y como un ser humano de segunda clase.
Tenemos que liberarnos de prejuicios, que siempre aparecen en la literatura de nuestros
clásicos de filosofía o de teología. El prejuicio fundamental contra la mujer era de carácter
genético 5. Surgió de una observación primitiva: Si al nacer un niño hay que determinar si
se trata de un varón o de una hembra, hoy todavía no se hace de otra manera que
comprobando si la criatura tiene los órganos sexuales masculinos o no.
De aquí se dedujo desde el principio un juicio falso: La niña no tiene algo que tiene el
niño. Es como un varón frustrado (mas occasionatus). Esta carencia no se veía sólo como
algo negativo, sino como algo privativo. La niña no tenía algo que tenía que tener.
No se conocían, o no se sabía su función, los correspondientes órganos sexuales de la
mujer, especialmente los ovarios que correspondían a las glándulas sexuales del varón.
Pensemos que es en 1827 cuando Karl Ernst von Baer publica su descubrimiento del óvulo
femenino y que hubo que esperar hasta 1880 para tener una idea de alguna manera segura
sobre la fecundación humana.
A esta afirmación formal se añadió una causal. La niña no sólo era formalmente un varón
frustrado, sino también lo era causalmente. A lo largo de los nueve meses de embarazo
había ocurrido algo, por lo que se malogró. Se investigó esta causa y se creyó poder
aceptar que estaba en los padres, o en la falta del semen paterno o de la sangre materna.
O radicaba en influencias climáticas.
Merece atención seguir el pensamiento de Santo Tomás para ver el modo y manera
como un gran espíritu, un gigante de la humanidad, es hijo de la cultura de su tiempo. Me
limito a citar un texto de la Summa Theologica. «Considerada en relación con la naturaleza
particular, la mujer es algo deficiente y frustrado, ya que la virtud activa que reside en el
semen del varón, tiende a producir algo semejante a si mismo en el género masculino. Y el
que nazca mujer se debe a la debilidad de la virtud activa, o bien a la mala disposición de la
materia o también a algún cambio producido por un agente extrínseco, por ejemplo, los
vientos australes, que como se dice en el libro De la generación de los animales son
húmedos» 6. En resumen, algo en contra era la causa de que el feto, que debía llegar a ser
un varón, se convertía en niña y así se quedaba en un varón frustrado.
Como se ve, todo ello constituía un mal punto de partida para una respuesta a la
pregunta: ¿Qué es la mujer?. La respuesta sonaba así: Es un varón frustrado.
Se necesitó una serie de descubrimientos y de conocimientos teóricos hasta que se
estuvo en la situación de superar este prejuicio fundamental. Por una parte fue el
descubrimiento de las glándulas femeninas y el hecho de que las células germinales de
ambos sexos (espermatozoides y óvulos) tienen igual valor. Por otra parte la ciencia de la
herencia mostró que se conciben aproximadamente el mismo número de niños y de niñas y
que la naturaleza no apunta a un solo sexo. La niña es un caso tan normal como el niño.
¿Qué es la mujer? No es un ser humano genéticamente anormal, sino un ser humano
genéticamente normal.
Otro prejuicio casi tan grande como el de la minusvalía genética lo constituye el
relacionado con su función. El desconocimiento de los hechos reales pudo ser fácilmente
fuente de errores para la teoría de la concepción.
Los grandes autores antiguos como San Agustín o Sto. Tomás enseñan que el niño
procede de una semilla paterna, por desarrollo como pensaba San Agustín, o al menos se
originaba de ella, como aceptaba Sto. Tomás. Pero ambos están de acuerdo en enseñar
que la naturaleza humana se transmite solo por el padre, no por la madre. Según San
Agustín solo hay una semilla, a saber el esperma masculino. La mujer, según él, no
aportaba nada. Ella, es decir, su matriz, era solo el campo en el que el hombre sembraba su
semilla como en un campo en el que la semilla encontraba las condiciones para crecer y
hacerse un ser humano. Según Sto. Tomás la mujer proporcionaba también una semilla, a
saber la sangre de su matriz. Pero es una materia pasiva, que es elaborada por el principio
activo, el masculino.
El fin de estas citas no es provocar una indignación sagrada o ridiculizar a los doctores
de la Iglesia, sino sencillamente tomar conciencia de cómo la cultura de la época marca
profundamente las relaciones entre ambos sexos. San Agustín y Santo Tomás de Aquino
son testigos del modo y manera como el cristianismo ha explicado durante diecisiete o
dieciocho siglos esa relación entre hombres y mujeres.
Textos conciliares
El Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris ha calificado la presencia de la mujer
en la vida pública como una de las tres notas más características de nuestra época. Todo
esto lo ha dicho el Papa Juan XXIII con vistas al mundo. ¿Pero qué pasa con la posición y
las posibilidades de la mujer dentro de la Iglesia? ¿Se puede hablar aquí de un cambio y
contar este cambio incluso entre los signos más importantes de los tiempos? ¿Tiene la
mujer en la Iglesia aquellos derechos y deberes, que corresponde a su dignidad como
laico? ¿Hay en la Iglesia una amplia opinión pública a favor de la mujer? ¿Desaparecen en
la Iglesia las viejas seculares concepciones, según las cuales ciertos estamentos se
consideran superiores a causa de su sexo o de su rango eclesial?
Dejemos estar tales preguntas nada fáciles de contestar y centrémonos en lo que la
Iglesia de hoy, que ha vivido un acontecimiento como el concilio Vaticano II dice sobre la
mujer.
El Concilio Vaticano II supuso un giro en la tradición patriarcal de la Iglesia Católica, que
ciertamente prometía más de lo que desde entonces se ha conseguido; se expresó por vez
primera que la discriminación de la mujer contradice la voluntad de Dios. Sin embargo hasta
hoy no se han sacado las profundas consecuencias para la Iglesia de tal enunciado.
Este conocimiento se refleja en la frase sobre las mujeres incluida sólo en el último
periodo de las sesiones en el decreto sobre el apostolado de los seglares. Al comienzo del
tercer capitulo se dice: «Como en nuestros tiempos participan las mujeres cada vez más
activamente en toda la vida social, es de sumo interés su mayor participación también en
los campos del apostolado de la Iglesia» 7.
Esta frase es de gran importancia con vistas a las posibilidades de la mujer en nuestra
Iglesia que cambia. Podemos unirla con otra de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes:
«Las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, y es conveniente que logren
asumir plenamente su papel, según su propia naturaleza. Es obligación de todos reconocer
y promover la participación específica y necesaria de las mujeres en la vida cultural» 8.
Esto se dice en primer lugar con vistas a la colaboración cultural de la mujer. Pero se
puede aceptar con seguridad, apoyados en la formulación del decreto sobre el apostolado
seglar, que esta frase implica al menos la aceptación teórica de su papel activo, de acuerdo
con su naturaleza como mujer, también en los campos de la vida de la lglesia.
Cito todavía un texto más de Gaudium et Spes: «Toda forma de discriminación en los
derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural por motivos de sexo, raza,
color, condición social, lengua o religión debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al
plan divino» 9.
El fundamento teológico para esta interpretación se encuentra en la Constitución
dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium. Con referencia expresa a Gal 3,28 se formula
allí como indicativo: «Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de
estirpe o de nacimiento, condición social o sexo» 10.
Esta frase grandiosa «en la Iglesia no existe desigualdad en razón del sexo» hay que
interpretarla todavía más como un imperativo que como un indicativo ¡Así debería ser! Si
los padres conciliares dicen que «la igualdad fundamental entre todos los hombres exige un
reconocimiento cada vez mayor» 11 y para ello apelan a la creación, redención, vocación
divina y destino idéntico, esta apelación tendría que ser traducida de la teoría a la práctica
de un modo consecuente en primer lugar en la Iglesia misma.
A pesar de las exigencias de igualdad de la mujer el problema sigue siendo virulento en
la Iglesia, como lo muestra el siguiente caso: En diciembre de 1969 Alemania nombró una
mujer como consejera en su embajada ante la Santa Sede. El nombramiento fue rechazado
por el Secretario de Estado con la explicación: «La tradición exige, que los representantes
acreditados en el Vaticano sean de sexo masculino». Este ejemplo ilustra cómo el problema
no está limitado y concentrado en modo alguno a la admisión de la mujer al sacerdocio.
Las encuestas de los sociólogos
Hasta hace un par de decenios se podía decir que las mujeres constituían el grupo mas
fiel de práctica religiosa. En 1970 se manifestaban «muy buenas católicas» el 13% de las
amas de casa, «católicas practicantes» el 64%, «católicas no muy practicantes» el 16%,
«católicas no practicantes» el 5% e «indiferentes» el 1%.
Aunque las mujeres siguen formando el mayor grupo de practicantes se han producido
modificaciones que llaman la atención. Si ponderamos las cifras que nos ofrecen las
encuestas es notoria la disminución del número de practicantes (si consideramos esto como
un signo de fidelidad a la Iglesia). Entre 1970 y 1989, el periodo del fin del franquismo, la
transición democrática y el gobierno socialista, la quinta parte de los españoles ha
emigrado del espacio religioso al espacio de la indiferencia o al ateísmo.
Ha descendida el nivel de práctica religiosa, aunque se sigue manteniendo la diferencia
entre las zonas rurales y las urbanas. En las mujeres el distanciamiento de la práctica
religiosa es el 48% en el medio metropolitano; en el medio urbano es el 41%; en el medio
rural es el 36%.
En el terreno de la religiosidad se dan las siguientes diferencias entre hombres y
mujeres: Las mujeres son más religiosas que los hombres respecto de todos los criterios,
especialmente en lo que se refiere a la oración en privado, la inscripción como miembro de
la Iglesia, la asistencia y las actitudes, mientras que las diferencias de credo son
insignificantes.
Los datos de 1989 y de 1991 confirman la hipótesis general de la mayor religiosidad
femenina. Hay alguna relación significativa: las mujeres activas se alejan de la práctica
religiosa más que las amas de casa. Se da un máximo de distanciamiento de la práctica
religiosa hacia los 30-35 años. (Lo mismo sucede en 1993-1994). Las mujeres se alejan
menos de la práctica religiosa que los varones y son también más creyentes que ellos 12.
Este contraste entre hombres y mujeres, parece paliarse en la «generación del cambio»
(los nacidos entre 1964 y1974), según se deduce del Informe Jóvenes españoles 89, de la
Fundación Santa María. Las diferencias, que ofrece el informe, son mucho menores que las
generales y se aprecia entre 1984 y 1989 una tendencia a la equiparación religiosa de los
dos sexos. Así en 1984 la diferencia intersexual de practicantes semanales era de 14
puntos que se han reducido a 9 en la encuesta de 1989. Se puede pensar, como hipótesis,
que se han debilitado en nuestra sociedad aquellos factores que explicaban antaño la
religiosidad diferencial de hombres y de mujeres 13.
Entre estos factores subrayamos los siguientes:
1. El tipo de parroquia tradicional con su estilo de gran familia, como lo era la antigua
parro- quia rural, ha sido durante siglos para la mujer española su único sitio justificado de
reunión, expansión, información, exhibición, obtención de prestigio, etc., fuera del hogar. El
hombre, por supuesto, estaba menos limitado y podía gozar de las funciones mencionadas
en el trabajo, la taberna, el casino, los deportes, etc.
2. En el pasado casi la única institución que ha ofrecido a la mujer otros roles y status
que los de esposa, madre y prostituta ha sido la Iglesia. Se adelantó a todas las
instituciones seculares en conceder a la mujer una plena profesionalización y creó el rol de
la religiosa como profesora, trabajadora social, enfermera etc.
3. La tradicional devoción católica se fue cargando de componentes de mayor aliciente
para la mujer que para el hombre: imagen del Sagrado Corazón, ciertas figuras de santos,
mártires, rosarios, etc.
4. Las clásicas funciones de apoyo emocional, consuelo, seguridad, etc. atribuidas a la
religión, encuentran un público particularmente ansioso en el mundo femenino.
5. La Iglesia ha cultivado unas formas de comportamiento (amor al prójimo, altruismo,
consideración) que eran características específicas generalmente atribuidas en nuestra
sociedad a las mujeres. Esto tenía como consecuencia que se asignaba a la mujer, como
tarea obligatoria, lo social: llevar la casa, educación de los hijos, cuidado de los enfermos y
atención a los ancianos.
6. Ciertos tipos clericales, en cuanto clericales, han presentado al mundo una serie de
rasgos de personalidad más aceptables para la mujer que para el hombre: paternalismo,
dulzura, suavidad de maneras, aura de respetabilidad sexual. etc.
Consecuencias pastorales
Con toda prudencia podemos señalar:
1. Es un mito dudoso el que las mujeres por naturaleza son más religiosas que los hom-
bres. Respecto a la práctica religiosa han reaccionado a los cambios del ambiente social en
el que viven con poca diferencia con los hombres.
2. Aunque la práctica religiosa en el campo es todavía hoy más elevada que en la ciudad
y en la metrópoli, tampoco hay que olvidar que el fuerte control social existente en el
pueblo, que coacciona al cumplimiento de las normas, cada vez actúa menos en la línea de
la práctica religiosa ya que el ir a misa no se considera ya como una norma que obligue.
3. Los mínimos índices de práctica entre los jóvenes se podrían también considerar como
una señal de protesta contra la generación mayor.
4. Una previsión sociológica sensata deberá tener en cuenta un nuevo factor negativo
para la religiosidad juvenil: las deficiencias en la socialización religiosa familiar inducidas
por la aparición en escena de una generación de «madres secularizadas».
Antaño una porción elevada de niños y de jóvenes se mantenía largos años en contacto
con la Iglesia por el vínculo pedagógico madre-hijo. Y todo ello del todo (o casi del todo)
independientemente de lo que los maridos y padres hiciesen a este respecto. Por el
contrario la nueva generación de «madres secularizadas» se caracteriza sobre todo por su
talante crítico frente a lo religioso institucional, su religiosidad vaga e informe, su
transmisión de contenidos religiosos sólo como posible factor de realización personal para
el niño. Es decir, las «madres secularizadas», tienden a privatizar la religión transmitida, y a
desconectarla de la institución religiosa, lo que explica la desaparición práctica de lo
religioso explícito e institucionalizado en el discurso de la juventud 14.
5. Las mujeres jóvenes no es de esperar que regresen a la Iglesia cuando sean mayores.
Las mujeres mayores que ahora van a la Iglesia, han experimentado su socialización
religiosa en un tiempo en que era impensable romper con la Iglesia. El medio católico
estaba intacto, en el campo desde luego, y en la ciudad había algo especial que ofrecer a
la juventud femenina (Acción Católica, Hijas de María etc.) que respondía a las
necesidades específicamente femeninas.
Del mismo modo que las mujeres mayores de hoy gracias a unas condiciones favorables
han mantenido un contacto relativamente estrecho con la Iglesia, la juventud femenina
actual permanece a distancia. No hay nada que dé pie a que aquellas mujeres que han roto
con la Iglesia de su juventud en 30 o 40 años vuelvan al seno de esta Iglesia; es poco
probable acostumbrarse a una práctica religiosa .
6. Las jóvenes no tienen nada que ver con sus madres y sus abuelas religiosamente ha-
blando. Uno de cada tres jóvenes de 18 a 35 años, aproximadamente, no va nunca o casi
nunca a misa, frente a uno de cada seis entre los de 45 y más años 15. El verdadero
proceso secularizador ha tenido lugar en el campo femenino; una vez más hay que convenir
en que el verdadero cambio generacional de los últimos tiempos es el que han
protagonizado las mujeres 16. En silencio, de puntillas, sin hacer ruido, la mujer española
ha ido abandonando la Iglesia. De este éxodo callado, quizá la Iglesia no ha tomado hasta
ahora suficiente conciencia.
Desiderata
La renovación interna de la Iglesia como pueblo de Dios sólo se logrará cuando se
cuente responsablemente con la mujer, con todas sus fuerzas del pensamiento, de la
voluntad y del sentimiento. Fuerzas para planificar y decidir, fuerzas del espíritu y del
cuerpo, fuerzas del corazón y de la conciencia.
En la medida en que los dones y gracias de la mujer sean aceptados y tenidos en cuenta
para la edificación de comunidades por parte de los otros miembros de la Iglesia,
especialmente de aquellos que ejercen el ministerio y en la medida en que la mujer se
comprometa con todas sus gracias y dones en la Iglesia, crecen las posibilidades de la
mujer de hacer una aportación valiosa e indispensable a la reforma eclesial y no quedar al
borde de la Iglesia.
(·Calvo-Guinda-Javier. _ARAGONESA/03. Págs. 35-43)
....................
1. Una antología en F. QUERE-JAULMES, La femme. Les grandes textes des Pères de l'Eglise. París 1968.
2. S, Th. II-II, q.141, a.5 c.
3. S.Th. Iª, q. 92, a. 1 c.
4. K. RAHNER, Escritos de Teología lIl, Madrid 1961, 224.
5. A MITTERER, Was ist die Frau?, en K. RUDOLF (Ed.), Um die Seele der Frau. Viena 1954, 19 ss.
6. S.Th. lª q, 92, a.1, ad 1.
7. Apostolicam actuositatem, 9.
8. Gaudium et Spes, 60.
9. Gaudium et Spes, 29.
10. Lumen gentium, 32
11. Gaudium et Spes, 29
12. A. DE MIGUEL, La sociedad española 1992-93. Madrid 1992, 514; La sociedad española 1993-94. Madrid
1993, 504.
13. P. GONZALEZ BLASCO / J. GONZALEZ ANLEO, Religión y sociedad en la España de los 90. Madrid 1992,
29s.
14. A. DE MIGUEL, La sociedad española 1993-94. Madrid 1993, 29.
15. O.c.. 67.
16. O.C., 505.