EL DURO CAMINO DE LA LIBERTAD.

A) El «pecado del mundo» 
El hombre puede transformar el mundo y hacer de él el «mundo del 
hombre». La paradoja es que ese mundo resulta in-humano y 
anti-humano. Igor Catuso, hablando sobre la «manipulación del hombre 
por el hombre», hace ver que está en nuestras manos crear «señuelos» 
para modificar la conducta de los animales, pero que también es posible 
crear «señuelos» para el hombre. El mundo entero, transformado por la 
técnica, se ha convertido en un gigantesco poder de manipulación 
humano. «Gracias a la técnica, el mundo se convierte en la continuación 
del esquema corporal humano y del espíritu humano. Pero, por otra 
parte, esta expansión puede también significar una despersonalización 
creciente, pues el mismo proceso es, a la vez, un acrecentamiento de la 
manipulación del hombre con sus propios órganos y con sus semejantes; 
en lugar de ser fin de la acción, el hombre se 
convierte en medio.» Un mundo así, es un mundo «sometido a la vanidad, condenado al 
fracaso», un mundo que «gime», que está «corrompido» (Rm 8, 20-22); induce a la 
auto-destrucción del hombre, es escenario de la privación de la libertad. Un mundo así 
debe ser denominado, con toda razón, pecado. 
Juan y Pablo, en el Nuevo Testamento, usan el término «mundo» (cosmos) para 
designar, ante todo, el mundo humano. Y la expresión «este mundo» tiene en ellos un 
significado peyorativo: un mundo maligno y pecador. De hecho, podríamos traducir 
«cosmos» por «orden» o «sistema», y nos entenderíamos mucho mejor. «La palabra 
'cosmos' ­dice Conzelman­ designa en primer lugar el mundo humano, sin que se trate 
simplemente de la suma de los individuos humanos. Por su actitud, el cosmos se ha 
convertido en una potencia transubjetiva, una esfera de la que no puede escapar el 
individuo y de la que forma parte de modo constante. En sí, el mundo es la creación, es 
bueno, iluminado, es decir, que se presenta como creación y, como tal, es inteligible. 
Creado por el Logos, que es la luz del mundo, no es malo, sino porque no se comporta 
según su naturaleza, como creación. Por eso, se ha convertido en este 'este' mundo... Su 
comportamiento es una oposición permanente contra su origen.» La oposición culmina en el 
rechazo de Cristo (Jn 1, 5), y con ello en entenebrecimiento del mundo se hace definitivo. 
En él ya no es posible caminar sino perdido en la oscuridad del odio, la violencia y la 
injusticia. Dios crea el mundo diciendo: «Haya luz», pero ahora ha vuelto a la noche. 
Cegados para la luz, los hombres parecen preferir ya las tinieblas, a pesar de que en ellas 
ya no es posible caminar rectamente, sino tropezar y caer; ya no es posible amar, sino 
odiar; reina la violencia y el crimen (cf. Jn 3, 19; 9, 4; 11, 9; 13, 30; 12, 35; 1 Jn 1, 5 y 11). 
Nadie se atrevería a hacer actualmente un juicio tan terrible sobre el mundo. Pero Juan 
continúa aún. Este mundo da una falsa paz, odia a los discípulos de la luz, no conoce a 
Dios ni puede recibir su Espíritu, rechaza a Jesús (Jn 14, 27; 15, 19; 17,14; 17, 25; 14, 17; 
1, 10). Peor todavía: «todo lo que hay en el mundo» no es sino un desenfrenado deseo de 
poder, una ilimitada jactancia que todo lo aplasta (1 Jn 2, 16). La realidad del mundo es 
vista como una realidad de dominación satánica. Un poder diabólico domina en él (Jn 12, 
31; 16, 11; 1 Jn 4, 3): el poder de las tinieblas. Y Pablo, por su parte, no es más optimista. 
Estamos «esclavizados a los elementos del mundo» (Gál 4, 3); y en ellos ve poderes más 
que humanos: «potencias invisibles que dominan en este mundo de tinieblas, fuerzas 
sobrehumanas y supremas del mal» (Ef 6, 12). De nuevo hay que decir que lo importante 
aquí es retener el significado de estas expresiones de sabor mitológico: un poder ­que con 
toda razón puede ser llamado «diabólico»­ domina en nuestro mundo humano. 
Es en este mundo en el que se encuentra «situado» el hombre. Nacemos y vivimos en 
una situación de dominación, rodeados por el «pecado del mundo» ­en un mundo que es 
«pecado» y que nos domina. Existe una expresión teológica ­no bíblica, aunque tiene 
fundamento en la Biblia­ para designar esta «situación»; pecado original. 
De hecho, la situación de dominación y pecado en que vivimos tiene una historia tan 
larga como la misma humanidad. El pecado de Adán-Eva es la rebelión del hombre contra 
el mundo creado por Dios y la aparición de un «cosmos» diverso, la aparición de este 
mundo. El texto bíblico (Gén 3) está cargado de símbolos. Bajo uno de ellos se descubre un 
primer hecho: el «mal». Para ello será preciso que reine la violencia y la muerte. El hombre 
entra entonces en su mundo, en el que él se ha creado, y pierde el mundo de Dios: se 
arroja a sí mismo fuera del paraíso. Y, efectivamente, el nuevo «orden» impone su ley de 
violencia: Abel, el justo, es asesinado por su hermano, el poderoso-injusto. La historia de 
los orígenes de este mundo continúa ya sin parar. Adán se rebela contra Dios, Caín lo hace 
contra el hermano. Quizá no hay que ver aquí una sucesión cronológica de dos pecados 
distintos, sino la afirmación de que tras el odio y la muerte del hermano ­el verdadero 
pecado «mortal», es decir, que da la muerte­ está la rebelión contra Dios, es decir, la 
afirmación orgullosa de sí mismo, el propio endiosamiento mediante la posición del propio 
poder por encima de toda justicia. La maldición de Dios a Adán ­«morirás»­ se realiza de un 
modo inesperado: «matarás», harás reinar la muerte en lugar de la vida, a la muerte natural 
sucederá el imperio de la muerte violenta, y al reino de la libertad sucederá el poder de la 
dominación. 
PO/INCAPACIDAD-DE-A: La perspectiva es, pues, mucho más aterradora que si nos 
limitásemos al pecado ­lejano e inimaginable­ de un solo hombre. Y también mucho más 
comprometida: todos somos responsables de este mundo. «Fue un hombre el que introdujo 
el pecado en el mundo, y, con el pecado, la muerte. Y como todos pecaron, de todos se 
adueñó la muerte» (Rm 5, 12). La narración del pecado de Adán entra en la categoría del 
«mito»: no es «historia», sino algo mucho más grave y transcendente que la historia misma: 
es su significación propia. Lo que allí se narra es lo que toda la historia de la humanidad 
realiza. Preguntarse cómo empezó todo, intentar saber cuál fue el principio, es algo que la 
Biblia no revela. Como dice Kierkegaard. «hay que escuchar el enigma antes de tratar de 
descifrarlo». Y aquí el enigma es nuestro propio mundo actual, el mundo en el que vivimos, 
esta terrible dominación que nos aliena. «Querer explicar cómo ha venido el pecado al 
mundo ­dice también Kierkegaard­ es una necedad que sólo puede ocurrírsele a hombres 
preocupados por encontrar a cualquier precio una explicación.» 
El mundo, como «pecado», es, efectivamente, pecado originante: una perpetua invitación 
­más aún, una presión continua­ al mal. Por eso Pedro dice el día de Pentecostés a los que 
le preguntan qué deben hacer: «Poneos a salvo de este mundo corrompido.» El aire 
polucionado de las ciudades, que impide casi la respiración y termina por matar, es sólo un 
símbolo actual de lo irrespirable de una situación en la que lo imposible es amar y practicar 
la justicia, en la que la libertad se ve ahogada y la imaginación domesticada. Lo que origina 
el mundo como pecado no es nada positivo, sino más bien una ausencia: la imposibilidad 
de amar. Es ésta una consecuencia de la solidaridad humana: no sólo la situación en la que 
se vive es producto de las acciones solidarias de generaciones, sino que crea también la 
solidaridad de todos los nacidos en esa situación. El que ha nacido en el odio difícilmente 
podrá substraerse a la necesidad de odiar. 
La gran paradoja es que, siendo la situación en que vivimos una situación de exaltación y 
apoteosis del poder, el estado que resulta es el de la impotencia, el «no poder». «A esta 
última situación nosotros no la llamamos 'existencialista', porque no es una situación que 
nosotros encontremos en nuestro existir y a la que nosotros mismos demos sentido, sino 
que la denominamos 'existencial' porque precede a nuestro existir y lo tiene dominado» 
(Schoonenherg). La «historia de los orígenes» (Gén 1-11) se refiere a estas situaciones 
colectivas de dominación e imposibilidad absolutas. Hay dos narraciones de destrucción. 
Veamos la primera. 
La humanidad comienza a multiplicarse. Y sobre ella existen dos testimonios diversos. El 
relato yahvista dice 

«Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba 
su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé de haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó 
en su corazón. Y dijo Yahvé: Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado ­desde 
el hombre hasta los ganados, las sierpes y hasta las aves del cielo­, porque me pesa haberlos hecho'» 
(Gén 6, 5-7). 

A continuación, el texto introduce la visión de la tradición sacerdotal: 

«La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios: la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la 
tierra, y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra. Dijo, 
pues, Dios a Noé: 'He decidido acabar con toda carne, porque la tierra está llena de violencias por culpa 
de ellos. Por eso, he aquí que voy a exterminarlos de la tierra'» (/Gn/06/11-13). 

Lo que llama aquí la atención es la «situación» de total corrupción del mundo, 
caracterizada por una total violencia, como proliferación absoluta del crimen de Caín. La 
violencia destruye ya todo, de tal modo que propiamente la destrucción que Dios decide no 
es sino dejar que el pecado llegue a sus últimas consecuencias. El mundo entero terminará 
en un caos absoluto: las aguas que Dios separó al crearlo, lo volverán a anegar. Es un 
milagro, parece insinuar el relato, que nuestro mundo subsista a pesar de sus violencias. 
Sólo la promesa de Dios lo sostiene (cf. Gén 9, 11), por sí mismo pende sobre la nada y la 
muerte. Pero también es un milagro inexplicable que en este caos se pueda encontrar un 
único justo, Noé (7, 1), flotando por encima de ese mar de iniquidad. El misterio del texto 
está aquí: ¿cómo podía Noé seguir siendo justo?, ¿cómo «pudo» él lo que nadie más 
«podía»? Noé, que significa «consolador» (de los hombres), ¿es un consuelo o una 
acusación para el hombre? ¿Anuncia un «consolador» futuro y definitivo? En cualquier 
caso, es una ruptura, una quiebra de la totalidad, un resquicio por el que se insinúa que la 
dominación no será nunca total. Algo hay, quizá, de Noé en cada hombre, algo que no 
podrá ser sumergido nunca en el infierno de la dominación y que se salva en el caos del 
delirio colectivo de la violencia y el poder. El hombre puede ser salvado, porque algo hay 
en él que nunca puede ser dominado. 
La otra narración de destrucción es, naturalmente, la de las ciudades del Mar Muerto: 

«Grande es el clamor de Sodoma y Gomorra, y su pecado gravísimo. Voy a bajar a ver si han hecho o 
no realmente según el clamor que ha llegado hasta mí: debo saberlo» (/Gn/18/20-21).

Génesis 13, 10-11 describe la región de Sodoma y Gomorra, antes de la destrucción, 
como un Edén, «como el jardín de Yahvé, como Egipto». La riqueza va unida a la iniquidad. 
Lot, que ha decidido quedarse allí, no sabe lo que ha hecho. La injusticia y la violencia es 
tal que «clama al cielo» y Dios oye. Es el grito de los oprimidos, de los pisoteados e 
impotentes. La violencia es tal que nadie puede permanecer una noche cálida de verano en 
la plaza pública, es preciso encerrarse en casa y echar los cerrojos. No se respeta la 
hospitalidad con los extranjeros, el más sagrado deber en Oriente. Se viola indistintamente 
a hombres y mujeres, y todo otro derecho ya ha sido violado. Lot, en efecto, no sabe lo que 
ha hecho. La destrucción se hace ahora por fuego («ya no habrá otro diluvio sobre la 
tierra», había dicho Dios) Pero el fuego es símbolo de la pasión devoradora de poder, de la 
violencia sin límites que estalla y lo arrasa todo.
Abraham intentó en vano salvar la ciudad ante Dios: ¿Destruirás al justo con el 
malvado?, ¿y si en la ciudad hubiera cincuenta, cuarenta y cinco, treinta, veinte... ¡al menos 
diez justos! (cf. Gén 18, 22-33). La intercesión de Abraham no va más allá bien sabe él que 
en las ciudades no hay ni uno solo, que a todos les domina el pecado. Lot es únicamente 
un espíritu mezquino, que se salva por ser extranjero y conservar todavía el sentido de la 
hospitalidad: 

EI pueblo de la tierra ha hecho violencia y cometido pillaje, ha oprimido al pobre y al indigente, ha 
maltratado al forastero sin ningún derecho. He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se 
mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he 
encontrado a nadie» (Ez 22, 29-30). 

Lot escapa con su familia de la ciudad en llamas, pero ésta, aun en el momento de su 
pura auto-destrucción, es un señuelo demasiado poderoso, una fascinación de la que no es 
posible sustraerse. La mujer de Lot no consigue escapar a este dominio que seduce las 
mentes y esclaviza los espíritus. Su volver la cabeza no es sino un signo de que realmente 
no ha conseguido «salir». ¡Escapar, escapar, para no convertirse del todo en estatua de 
sal, seco el corazón y helada la mirada, rígido el gesto y las manos crispadas! 

b) La necesidad de optar 
Jesús ha venido a este mundo para desvelarlo en su verdadera realidad de «reino del 
pecado» e instaurar el Reino de Dios: «Mi Reino no es de este mundo... Para esto he 
nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de 
la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 36-37) Al rechazarle, el mundo pierde su oportunidad 
única de salvación quedando así juzgado: «La condenación está en que vino la luz al 
mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3, 157 19). Son las obras de 
cada uno las que le juzgan. Por ellas queda la humanidad dividida en dos bandos: «Como 
en los días de Noé (! ! ), así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días 
que precedieron al diluvio comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que 
entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, 
así será también la venida del Hijo del hombre. Entonces estarán dos en el campo: uno 
será llevado y otro dejado; dos mujeres estarán moliendo en el molino: una será llevada y 
otra dejada» (Mt 24, 37-41). La venida del Hijo será como el diluvio: este mundo perecerá 
en el caos y surgirá una nueva humanidad. Y este reino ­brutal, salvaje, como lo son los 
cuatro reinos animales de la profecía de Dan 7­ será sustituido por el único reino que puede 
realmente ser «humano»: el Reino de Dios. Entonces el mundo será lo que siempre debió 
ser y nunca fue: no el reino de la dominación, sino el Reino de la Libertad. La muerte y 
resurrección de Jesús lo anuncian ya: «Ahora es el juicio del mundo; ahora el Príncipe de 
este mundo será echado abajo» (Jn 12, 31). Libres de la fascinación del mundo, los 
hombres se dirigirán hacia su centro: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a 
todos hacia mí» (Jn 12, 32). Y en esta fórmula misteriosa habría que ver no sólo una 
alusión a la cruz y a la resurrección de Jesús, sino también a su venida gloriosa, cuando 
convoque a todos los hombres a su Reino definitivo. 
A ese Reino se le invita al hombre ya desde el momento presente, porque éste es el 
tiempo de la decisión, cuando aún estamos en poder de este mundo: «Convertíos, porque 
el Reino de Dios está cerca.» El momento es acuciante, porque la oportunidad de entrar en 
el Reino de Dios se nos ofrece ahora: este mundo está ya en el caos, sumergido en las 
aguas del diluvio, abrasado por el fuego de la dominación. La decisión ha de ser clara y 
definitiva: «el que es amigo de este mundo es enemigo de Dios» (Sant 4, 4). 
Sin embargo, el «ahora» de la decisión por el Reino de Dios, el tiempo de la conversión, 
es, sin duda, cada momento, y eso ya desde el principio. Este es quizá el mensaje 
fundamental del Gen 3, aunque se haya ignorado casi en absoluto. ¿Qué es lo que 
encontramos en el relato de la «caída» de Adán? Toda una serie de oposiciones que es 
preciso desvelar: Dios y el hombre, el hombre y la serpiente, la obediencia y la 
desobediencia, el bien y el mal, la bendición y la maldición, la vida y la muerte, el 
trabajo-juego y el trabajo-maldición, la relación (desnudo) y la soledad (cubierto), el Edén y 
el Mundo, el linaje de la mujer y el linaje de la serpiente. Puestos estos términos en dos 
columnas, la oposición es total, y es difícil pensar que no ha sido pretendida directamente. 
Quien lee el texto según esta clave tan sencilla, no tiene más remedio que concluir: es 
preciso optar, no es posible quedarse en medio, ni intentar estar en las dos partes. «No 
podéis servir a dos señores> (Mt 6, 24) y «el que no está conmigo, está contra mí» (Mt 12, 
30). 
Frente a esta narración, el hombre se ve forzado a optar, «condenado a ser libre». No 
optar es ya una forma de opción, la peor posible: permanecer bajo el poder de este mundo. 
Cada encuentro con Jesús pone al hombre ante esta necesidad, la misma que experimentó 
Israel a lo largo de toda su historia: 

«Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de 
Yahvé tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahvé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus 
mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahvé tu Dios te bendecirá en la tierra que 
vas a entrar a poseer. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante 
otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días 
en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros al 
cielo y a la tierra: te pongo ante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida, 
para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a él; pues en 
eso está tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahvé juró dar a 
tus padres, Abraham, Isaac y Jacob» (Dt 30, 15-20. Cf. 11, 26 y sgs.; 27-28). 

Es Moisés quien habla aquí al pueblo que va a poseer la tierra prometida, que va, de 
alguna manera, a «constituir el mundo», su propio mundo. Si opta por la muerte y la 
maldición, ese mundo suyo será el caos, el reino de las tinieblas, no el Reino de Dios. El 
contexto es, indudablemente, el de la Alianza: si Israel, al entrar en la tierra prometida, 
guarda la Alianza, vivirá en paz en esa tierra; si no, la convertirá en un infierno. La tentación 
consistirá en renegar del Dios liberador, el que hizo «salir» de Egipto, en caer en poder de 
la dominación de dioses alienantes: los dioses de Canaán. En el momento en que se crea 
la narración de Gén 3, «Canaán está a punto de vengarse de su conquistador, ganando 
para el culto de sus baales seductores y para el naturalismo de la religión agraria a los 
adeptos de un Yahvé excesivamente austero y lejano. La forma más representativa y, sin 
duda, la más tentadora de esta religión de la tierra y de las estaciones era el culto de la 
serpiente, dios de la fecundidad» (Auzou). ¿Viene la vida de Yahvé, o del dios-serpiente, 
símbolo sexual de la fecundidad? ¿O viene del poder del hombre mismo? ¿A quién hay que 
adorar, quién es el verdadero dios, Yahvé, la serpiente o el hombre? Esta lucha es la 
eterna lucha interior del hombre, es decir, de Adán. Dejarse seducir por la serpiente, piensa 
el autor del relato, es arriesgarse a ser arrojados de la tierra prometida, del paraíso 
prometido por Yahvé: si Israel cae ante la tentación de adorar a los dioses de Canaán, será 
arrojado de Palestina y jamás poseerá tierra alguna: vivirá errante y perdido. 
Esta interpretación está corroborada por una nueva clase de lectura de Gén 3: en el texto 
se dan todos los elementos típicos de la Alianza. Dios se presenta como el creador del 
mundo, que elige (creándole) a Adán y le prepara una tierra, de la que ha de entrar en 
posesión; hay unos estatutos de la Alianza (mandamientos); se formulan bendiciones y 
maldiciones. El destino ­y la tragedia­ de Adán aparece, pues, como una advertencia a todo 
el que desea «poseer la tierra» y entrar en Alianza con Dios. De la opción fundamental del 
hombre depende el que su mundo sea humano o no: un paraíso, o una tierra que sólo 
produzca «espinas y abrojos» (Gén 3, 18).
La tragedia de Adán es que, nada más creado, es llamado a ser dueño de la tierra, pero 
a condición de ser dueño de sí mismo. No puede poseer el mundo si no empieza por 
poseerse a sí mismo mediante un acto fundamental en el que ha de comprometer toda su 
libertad. Adán tiene que optar necesariamente. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del 
mal, aparentemente uno más entre tantos; parece que lo más fácil sería olvidarse de él, 
pero eso ya no es posible en absoluto. De pronto se ha convertido en el centro del paraíso 
y todo parece confluir hacia él. Adán se siente extrañamente atraído y no podrá hallar la paz 
hasta que no se «sitúe» ante él. Intenta pasar de largo, no mirarlo, olvidarlo; pero cuanto 
más lo intenta, más presente lo tiene. Se siente incapaz de ser dueño del jardín entero, 
mientras no descifre el enigma de ese árbol, mientras no sea capaz de tomar una postura 
ante él, hacerlo suyo mediante una opción concreta. O decide comer, o decide no comer. 
Pero tiene que decidir: hasta entonces no podrá hallar la paz y sentirse a gusto. Adán 
siente que esta decisión compromete toda su vida, la totalidad de su existencia. Y sabe que 
de esa decisión va a depender la configuración entera de su mundo. 
Hay algo verdaderamente enojoso en ese árbol: su ambigüedad. Es el árbol «de la 
ciencia del bien y del mal». Si no fuera tan ambiguo, la elección sería mucho más fácil. 
Además, su exterioridad que se impone. No es Adán quien lo ha plantado, pero ni puede 
arrancarlo, ni puede prescindir de él. También la serpiente es terriblemente ambigua en su 
astucia animal, aunque su exterioridad es menor: «la serpiente seria una parte de nosotros 
mismos que no reconocemos; seria la seducción de nosotros mismos por nosotros mismos, 
proyectada en el objeto de la seducción» (Ricoeur). La ambigüedad del objeto se enfrenta 
con la ambigüedad del hombre, aunque esta última no quiera ser reconocida. Es decir, el 
hombre que ha de decidir y optar por el mundo que quiere construir, se ve obligado a 
decidir antes por el hombre que quiere ser él mismo. La ambigüedad del mundo no puede 
ser resuelta sin resolver antes la propia ambigüedad. 
Ese árbol expresa la posibilidad de inversión de la realidad. Un texto de Isaías resulta 
especialmente esclarecedor: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan 
oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! ¡Ay, 
los sabios a sus propios ojos, y para si mismos discretos! » (Is 5, 20-21). Estos mismos 
sabios son los que «absuelven al malo por soborno, y quitan a los justos su derecho» (5, 
23). He aquí, pues, al hombre que se hace a sí mismo «como dios», dueño del bien y del 
mal, dispuesto a llamar «bien» en su propio provecho a aquello que es «mal». Y dispuesto 
a ejercer la violencia para que todos lo llamen así. La violencia y la injusticia se asientan 
sobre la mentira. Es el mundo de la dominación. Ahora bien, en este mundo está ausente el 
árbol de la vida: lo que impera es la muerte. Dios no puso árbol alguno de la muerte en el 
paraíso. El árbol de la vida carece en absoluto de ambigüedad, es el don puro de Dios; la 
muerte, es el hombre quien la crea y quien la instala en su propio mundo. Desde ese 
momento, el paraíso se convierte en este mundo, como producto de la opción del hombre 
por la mentira. 
La ambigüedad del árbol es para nosotros ya algo distinto. Vivimos no en el paraíso, sino 
en este mundo, con toda su larga historia de dominación y mentira que invierte los valores. 
La opción de cada hombre se formula ahora así: o por este mundo, o por el Reino de Dios. 
La llamada de Jesús a la conversión adquiere, entonces, todo su significado concreto, que 
también podría ser formulado así: o por Adán, o por Cristo, o por el hombre «viejo» o por el 
hombre «nuevo». Esta contraposición es propia de Pablo: «Adán es figura de aquél que 
había de venir, por más que no hay comparación entre el delito de uno y el don del otro» 
(Rm 5, 14-15; cf. vv. 12-21). También en el pensamiento de Pablo nos encontramos con el 
juego de las contraposiciones: Cristo o Adán, el árbol de la cruz o el del paraíso, la 
obediencia o la desobediencia, la vida o la muerte, la gracia o el pecado, la salvación o la 
condenación, el don de sí o la afirmación de sí mismo. El texto coloca, pues, ante la misma 
necesidad de optar. Sólo que ahora la situación ha variado: ya no existe la exterioridad del 
primer relato. Adán veía el árbol como algo ajeno a él mismo y se esforzaba por proyectar 
fuera de sí mismo ­en la serpiente­ su propia ambigüedad. Nosotros, en cambio, no 
podemos considerar a Adán como algo exterior: Adán somos nosotros mismos, Adán 
significa «el hombre». Hay aquí un hecho de pertenencia y de dominación: pertenecemos, 
desde el principio, a Adán, a este mundo. La opción sólo puede realizarse desde la 
interioridad de una situación: o seguir perteneciendo a este mundo u optar por el Reino de 
Dios. 
Nicodemo, en el evangelio de Juan, lo entendió muy bien. Hemos nacido como Adán, 
hemos nacido en este mundo y a él pertenecemos. ¿Cómo volver a nacer de nuevo, puesto 
que de eso se trata? La opción que se nos exige es tan radical, que equivale a convertirse 
en otro hombre. «¿Cómo es posible que un hombre ya viejo vuelve a nacer?» (Jn 3, 1-21). 
La imposibilidad parece, en principio absoluta: no puedo cambiarme desde mí mismo, 
volvería a hacerme, de nuevo, a mi propia imagen y semejanza. Por eso dice Jesús: 
efectivamente, «lo que nace de la carne, es carne», de Adán sólo puede nacer Adán (cf. 
Gén 5, 3: «Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según 
su imagen...») Pero a continuación añade: «lo nacido del Espíritu, es espíritu». El hombre 
nuevo es una creación de Dios, puesto que es realmente una creación. La opción adquiere, 
así, un nuevo matiz: o permanecer fieles al mundo, o bien optar por el Dios que nos salva y 
nos recrea. 

c) ¿Quién nos liberará? 
Dios nos salvará, esta es la respuesta. «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del 
país de Egipto, del lugar de la esclavitud. No tendrás ningún otro dios» (Ex 20, 2-3). 
¿Podemos seguir, todavía, creyendo en este Dios que se llama a sí mismo «el liberador»? 
Aceptarlo como tal, ¿no significa renunciar a la lucha por la libertad, instalándose en una 
irracional e interminable libertad que nos ha de venir del «más allá»? 

El «Dios maligno» 

«Todos los espías, 
todos los traficantes de pólvora 
y todos los canallas del mundo 
llevaban a Dios en el bolsillo. 
Todos tenían su Dios. . . ¡ Todos! 
El escarnio y la ignominia...
el crimen...
la cobardía y la injusticia.
¡Las babas y la Sombra! » (León Felipe). 

D/MANIPULACION: Todos los que dominan, todos los opresores, pretenden hacerlo en 
nombre de Dios. Sólo Prometeo, el que lucha por la libertad, parece enemigo de Dios: 
«Aquí estoy. ¡Miradme! Clavado en esta roca, con un buitre en el pecho.» No sólo 
Prometeo enseñó a los hombres todas las artes, les liberó del temor a la muerte y les 
entregó el supremo don del fuego, sino que -en la evolución posterior del mito­ fue él quien 
creó del barro a todos los hombres. El «dios alfarero» es sustituido por el hombre que se 
crea a sí mismo y que, por ello, se convierte en enemigo de Dios: 

«Pues aquí me tienes; plasmo 
hombres a semejanza mía, 
una raza igual a mí, 
para que padezca, para que llore, 
y goce y se alegre, 
sin hacer, como yo, 
ningún caso de ti» (Goethe). 

D/OPRESOR-LIBERADOR: Como indica Ricoeur, aquí aparece la oposición radical 
entre el dios maligno, «indivisa unidad de lo divino y lo satánico», y el héroe humano que 
reafirma su libertad titánica. Si el origen expresa la esencia, y el proceder es constitutivo del 
ser, las teogonías revelan la ambigüedad ­de nuevo esta inquietante propiedad­ de lo 
divino, esfera que comporta la polaridad del día y de la noche, de la ley del día y de la 
pasión de la noche (Jaspers). Dios es demasiado poderoso para que no aplaste al hombre. 
«¡Déjame ya! ­dice Job­. ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí? Apártate de mí para que 
pueda gozar de un poco de consuelo. Tus manos me han plasmado, me han modelado, ¡y 
luego, en un arrebato, me quieres destruir! » (Job 7, 16; 7, 19; 10, 20; 10, 8). 
Horrible descubrimiento, que Dios pueda ser el genio del mal. Es Eva quien llega a esa 
conclusión, y aquí la mujer manifiesta un espíritu mucho más complejo que el hombre. 
«¿Conque Dios ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (/Gn/03/01). La 
pregunta de la serpiente, en su total exageración, introduce una sospecha estremecedora: 
quien prohíbe una sola cosa puede llegar a prohibirlo todo; Yahvé es «el Dios que 
prohíbe», imagen insoportable en su misma irrealidad. La mujer intenta defender a Dios, 
pero en su defensa manifiesta que algo se ha quebrado en su interior: «Quien defiende un 
mandamiento puede estar ya en vías de transgredirlo.» En efecto, Eva exagera el mandato 
de Dios ­«no comáis, no lo toquéis»­, y esa agudización manifiesta un mecanismo de 
defensa frente a un deseo latente de transgresión. Lo que domina ahora es la angustia ante 
la muerte y el deseo de oponerse a un Dios tiránico y arbitrario. La serpiente, entonces, 
dice: « ¡No vais a morir! Es que Dios sabe muy bien que si coméis del fruto, se os abrirán 
los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 4). La serpiente se 
ha apoderado del deseo de vivir de la mujer y se presenta a sí misma como la salvadora, 
frente a un Dios que busca la muerte del hombre. Con ello se corrompe definitivamente la 
imagen de Dios: no sólo tiene envidia del hombre, sino que él mismo está angustiado por la 
muerte que podría venirle de un hombre que se hiciera como él. El hombre tiene que seguir 
siendo solamente hombre para que Dios pueda ser Dios. «Impotencia en vez de potencia, 
angustia ante los hombres en vez de la angustia que los hombres deberían sentir ante él; 
envidia, celos y autopreservación en vez de amor, providencia y protección. Dios y el 
hombre están ahora en lucha por la posesión del mismo territorio. Los dos son enemigos. 
Los dos deben hacerse la guerra. Un Dios envidioso de las posibilidades del hombre, y que 
tiene que estar alerta para conservar su posición, puede y debe ser mirado sólo como 
enemigo y opresor» (Drewermann) 12.
El autor del relato de la «caída original» ha construido, pues, una maravilla de análisis 
psicológico. Curiosamente, la «caída» es más bien una «elevación»: todas las angustias 
interiores del hombre ­a la muerte y a todo lo que a ella se asemeja: la prohibición, la 
represión, la esclavitud bajo una dominación total que es vivida como «omnipotente y 
exterior»­ son proyectadas «hacia arriba», reunidas gracias a un solo símbolo y una sola 
palabra: «Dios». Dios se ha convertido para muchos en el símbolo supremo de la represión. 
Todo lo que el hombre desea, lo que más le hace gozar, está prohibido. A este Dios sádico 
sólo puede adorarle un creyente masoquista que goce inventando nuevas prohibiciones y 
atribuyéndoselas a ese objeto de su delirio. Hasta lo más sagrado puede estar prohibido; 
más aún, debe estar prohibido. En un ensayo de guión cinematográfico titulado «La 
expulsión del paraíso» 13, el filósofo polaco L. Kolakowski inserta el siguiente diálogo entre 
Eva y el diablo (que hace de Director-suplente del hotel «Edén»): 

«EVA: No puedo dejar de sentir miedo, no sé de qué. 
SUPLENTE: Señorita Eva, esta habitación no es exactamente igual a las otras. Aquí hay algo que no 
existe en las demás. (Se trata de la habitación del Suplente.) 
EVA: ¿Qué es? 
SUPLENTE: El amor. 
EVA: ¿El pecado? 
SUPLENTE: En efecto, señorita Eva... ¿Nunca aprendió qué es el amor? 
EVA: Jamás. 
SUPLENTE: Tome en cuenta lo que voy a decirle. En todo este hotel éste es el único lugar donde 
podrá aprenderlo, en verdad el único lugar. 
EVA: Tengo miedo. Todo me asusta. Está prohibido. 
SUPLENTE: ¿No le dijo el Director que aquí todo está permitido? 
EVA: Todo, con excepción de esta sola habitación. 
SUPLENTE: Donde hay algo prohibido, todo lo demás está prohibido. 
EVA: No es cierto. Donde todo está prohibido, todo está permitido.» 

La imagen del Dios maligno provoca la rebelión y la huida. Pero es, quizá la huida de 
Caín, hacia la nada. La liberación es pesimista y resignada: 

«EVA: Se ofenderá. 
ADAN: ¿Y después? 
EVA: Nos expulsará. 
ADAN: Nos expulsará. ¿Y después? 
EVA: ¿Cómo nos arreglaremos sin él, completamente solos? 
ADAN: No tengo la menor idea. ¿Y con él? ¿Cómo nos arreglaremos con él? Muy mal; con toda 
franqueza, muy mal. Por consiguiente, en cualquier otra parte nos puede ir a lo sumo igualmente mal.» 

El «Dios liberador» 
J/REVELADOR-DE-D PARA/HIJO-PRODIGO /Lc/15/11-32
Jesús nos libera, ante todo, de esta imagen del Dios opresor. No sólo nos prohíbe 
crearnos «imágenes» ­que terminarían siendo fantasmas de dominación­ del Padre, sino 
que nos revela un Dios distinto. El hombre, si quiere ser libre, ha de renunciar 
definitivamente a pensar a Dios por su cuenta. No hay más Dios que el Padre de 
Jesucristo, y sólo a través suyo podemos llegar a él. La parábola del «hijo pródigo» es, más 
bien, la parábola de los dos hijos, pero también la parábola de los dos padres. El hijo menor 
huye del padre sentido como opresor ­si nos es permitido releer así la parábola­ y, al volver 
a la casa, descubre un padre distinto, un padre liberador que celebra el banquete del 
reencuentro y le pone el anillo de los hombres libres, de los hijos. El mayor, en cambio, 
sigue en la casa, incapaz de huir de alguien que es sentido como un ser extraño y 
dominante. Entre la huida y la opresión soportada, está el reencuentro del Padre que nos 
libera. 
Ante todo, el Dios liberador es el Dios libre. El hombre ha concentrado su esfuerzo en 
dominar a Dios, ya desde las prácticas mágicas primitivas, manipulación de lo sagrado. 
Dios sería un poder «a disposición» del hombre; Dios sería una voluntad totalmente 
previsible y deducible, y el hombre pretenderá saber en todo momento lo que Dios va a 
querer (la Ley sería la premisa mayor de esa suprema deducción, de tal modo que algunos 
rabinos judíos llegaron a pretender que Yahvé dedicaba varias horas al día a su estudio: 
algo que haría reír si no se tratase de una monstruosidad); la institucionalización de la 
religión pondría en manos de unos pocos la administración del mismo Dios, de tal modo que 
los hombres no tendrían sino que acudir a ellos para saber infaliblemente cuál es la 
voluntad de ese Todopoderoso encadenado por sus mismos servidores.. 
Pero el Dios que se nos revela no es un Dios manipulable, porque es libre; ni deducible a 
partir de su propia esencia, porque ésta permanece inaccesible. Se niega a comunicar su 
nombre ­la magia empieza ya por la posesión del nombre del otro­ y el apelativo que nos 
entrega proclama su carácter imprevisible: no es el que «es», sino el que «actúa» 
libremente. La eternidad de este Dios no radica en una esencia inmóvil y congelada, sino 
que él mismo es Historia, pero una historia sin determinismo alguno. El es el «creador» y su 
acción es siempre pura creación. Jesús dice: «Mi Padre no cesa nunca de actuar» (Jn 8, 
17), y con ello proclama la suprema libertad de aquél que «hace nuevas todas las cosas» 
(Ap 21, 5). 
H/LIBRE-FRENTE-A-D: Consecuencia sorprendente y casi escandalosa: también el 
hombre es libre ante Dios. No otra cosa significa el que seamos hijos de Dios, y no 
esclavos suyos. «Que Dios sea Dios de la libertad significa, ante todo, que yo tengo el 
deber de no dejarme coaccionar por Dios» (P. de Benedetti). Con mayor razón, no debo 
tolerar que nadie me coaccione en nombre de Dios. Jacob luchó contra Dios y venció (Gén 
32, 23-33), y sólo así fue bendecido. Como Moisés, que se atrevió a plantar cara ante 
Yahvé y solo así alcanzó el perdón para el pueblo. Job se atreve a citar a Dios a juicio, 
pretendiendo llevar la razón; y Dios, efectivamente, le justifica. 
Está la emocionante oración de un pobre sastre: «Tú quieres que yo me arrepienta de 
mis pecados, pero yo solamente he cometido faltas menores: puedo haberme apropiado 
algunos vestidos abandonados, o haber comido en una casa no hebrea, donde trabajaba, 
sin lavarme las manos. Pero Tú, Señor, has cometido crueles pecados: Tú has arrebatado 
hijos a sus madres y madres a sus hijos. Perdóname y yo te perdonaré, y así estaremos a 
la par.» El hombre ante Dios se manifiesta como el libre ante el Libre, como la imagen ante 
el creador. No hay aquí resistencia a la gracia, no hay orgullo malsano alguno. Dios nos ha 
hecho libres y sólo en la libertad descubriremos a Dios. Entre la rebelión y la sumisión que 
abdica de sí mismo, está la libertad ante el mismo Dios. 
El Dios «opresor» ha sido expulsado por la crítica a la religión (Feuerbach, Marx, Freud), 
aunque aún subsista en muchas conciencias sumisas. Esa expulsión es una gran noticia 
que nos acerca a la buena nueva de la llegada del Dios liberador de las opresiones 
humanas, cuya expulsión todavía no ha sido anunciada por nadie. ¡Sólo Dios puede darnos 
la libertad! «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). 
Así llegamos, pues, a una tercera afirmación: es Dios quien nos libera. Pero esta 
afirmación debe ser hecha con mucho cuidado. Porque, ¿basta decir que Dios nos ha 
creado libres, y que es ya tarea nuestra el liberarnos de hecho? Por el contrario, el mensaje 
bíblico habla de una acción liberadora de Dios en la Historia. Pero, ¿dónde puede 
detectarse esa acción liberadora? ¿No debería hablarse, más bien, del fracaso y del 
ocultamiento del Dios liberador del hombre? 
El Antiguo Testamento presenta a un Dios que «baja» al hombre esclavo para sacarle de 
la «opresión». En la historia del Éxodo de Egipto ­la gran historia de liberación de Israel­ el 
grito de los oprimidos juega un papel preponderante. La liberación se convierte en una 
historia del grito, en la que la palabra «opresión» aparece con una frecuencia que debiera 
hacer pensar a los que la consideran como «sospechosa» (Ex 1, 11-12, por ejemplo). 
El primer grito, el que comienza todo, es, naturalmente, el de los oprimidos: «los hijos de 
Israel, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su grito, que brotaba del fondo de su 
esclavitud, subió a Dios» (/Ex/03/07). Nada hace suponer que ese grito se dirija a Dios: es 
un clamor desesperado de un pueblo que ha llegado al límite. Primero es un murmullo en el 
interior del propio corazón, que luego se comunica al oído o en pequeños grupos, y que 
finalmente estalla y llega al cielo. Los recién nacidos lo escuchan ya en el seno de sus 
madres, nacen en ese arrullo espantoso ­así nacería Moisés­ y lo reciben como la primera 
palabra a pronunciar. La actitud de Dios está expresada en una serie de verbos 
significativos: «Oyó Dios sus gemidos, y acordase Dios de su Alianza con Abraham, Isaac y 
Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció...» (Ex 2, 24-25. En 3, 7-10: he visto, he 
escuchado, he bajado, yo te envío; 3, 9: «El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta 
mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen»). Dios parece salir de 
un letargo de cuatrocientos años y «recordar» de pronto una Alianza olvidada. Es un 
«olvido» que significó la detención de la Historia en el aplastamiento de los hombres. Dios 
olvida, y todo se detiene; Dios recuerda, y todo se pone en marcha. 
Entonces, es Dios quien grita: « ¡Aquí estoy Yo! ¡Yo soy el que actúa! » (cf. Ex 3, 14). 
Diez terribles plagas asolan Egipto, mientras resuena una voz que grita: « ¡Israel es mi hijo, 
mi primogénito! ¡Deja salir a mi hijo! » (Ex 4, 22-23). Es la voz terrible del celo de Yahvé, de 
la ira de Dios contra el opresor. Un grito que sólo puede ser comparado con aquel que hizo 
surgir al mundo de la nada. Habla como la tormenta y el rayo, como el viento huracanado, y 
todo se estremece, y el mundo cambia: 

«Voz de Yahvé sobre las aguas; 
el Dios de gloria truena 
¡es Yahvé sobre las inmensas aguas! 
¡Voz de Yahvé con fuerza, 
voz de Yahvé con majestad! 
Voz de Yahvé que desgaja los cedros, 
Yahvé desgaja los cedros del Líbano... 
Voz de Yahvé que estremece las encinas 
y las selvas descuaja, 
mientras todo en su templo dice: ¡Gloria! » 
(Sal 29, 3-5, 9. Cf. Is 30, 30; Ex 19, 16). 

La negativa del opresor a liberar al Hijo de Dios obtiene una respuesta fulminante de la 
voz que ha hablado: «A media noche pasaré Yo a través de Egipto.» Es ahora Egipto quien 
va a gritar de horror: «Y se elevará en todo el país de Egipto un alarido tan grande como 
nunca lo hubo ni lo habrá. Pero entre los hijos de Israel ni siquiera un perro ladrará...» (Ex 
11,4-6-7). Es un grito de espanto ante la muerte: el opresor se destruye a sí mismo, el que 
pretende vivir esclavizando contempla con horror cómo la muerte es el único resultado: «y 
hubo un gran alarido en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto» 
(12,30). La liberación del pueblo concluye con otro grito, ahora de alabanza: «¡Cantad a 
Yahvé, pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro! » (15, 1 y 21). 
En el Nuevo Testamento, el grito liberador de Dios se encarna en el hombre Jesús de 
Nazaret, el que condena al opresor con su palabra y llama al oprimido a la libertad. El 
mismo fue el «hombre libre» (Duquoc), mostrando así que «la palabra de Dios ­Jesús 
mismo­ no está encadenada» (2 Tim 2, 9), ni podrá estarlo, sino que es la palabra que 
rompe todas las cadenas. Jesús habló con una sorprendente libertad: su palabra está por 
encima de toda otra palabra, habla con «autoridad» (Mc 1, 22) y transforma la Ley con un 
«pero Yo os digo» (Mt 5, 22, 28, etc. La fórmula «yo os digo» aparece 25 veces en Mt, 4 en 
Mc y 34 en Lc). Nadie puede rebatir sus palabras (Jn 7, 26; Mt 22, 46). Nadie habló jamás 
como él; su palabra domina el cosmos, expulsa los demonios y cura las enfermedades, 
símbolos de la dominación diabólica. Sus palabras dan la vida eterna (Jn 6, 68). 
«Lo característico de Jesús es su extraordinaria libertad. La libertad de Jesús se 
manifiesta como el tema cristológico central de un replanteamiento histórico-crítico de lo 
que es Jesús: su querer y actuar, su realidad, su historia, su acción, su persona...» (R. 
Pesch). Resulta, pues, inútil volver a abordar un tema que ha sido abordado desde todas 
las perspectivas posibles. Sólo queremos destacar este hecho: Jesús es la voz que llama a 
la libertad, la palabra liberadora. En él, Dios nos hace libres, llamándonos a la liberación, 
con la gran diferencia respecto a toda otra palabra de que es la Palabra creadora del 
mismo Dios. Pero es una palabra encarnada en el hombre Jesús y en todos los gritos 
humanos por la libertad. Dios alienta y suscita el grito del hombre por la Liberación: El es 
ese grito. Y las implicaciones de esta última afirmación han de ser destacadas con todo 
cuidado. 
LBC/RV-D SV/QUE-ES: La afirmación procede de una experiencia: es en la lucha por la 
liberación ­y no fuera de ella­ donde Dios se manifiesta. Esa lucha es el «lugar» de la 
revelación de Dios. Así es como habría que interpretar la experiencia de Israel al salir de 
Egipto y la experiencia de los discípulos al contacto con Jesús: una liberación así ­en 
cuanto que aparece como una «salvación», es decir, como una realización de lo 
«imposible» para el hombre dominado, como puro don gratuito e inesperado de un poder 
más fuerte que todo otro poder­sólo puede proceder de Dios. 
Por otro lado, si Dios se manifiesta en el grito por la liberación, el grito adquiere un valor 
absoluto, hasta un límite inigualado por ninguna otra doctrina de liberación: no grita sólo el 
hombre, es el mismo Dios quien clama con él. La sangre derramada de Abel, y con ella la 
tierra entera empapada por el asesinato del inocente, eleva su voz ante Dios. Pero en la 
sangre de Cristo es el mismo Dios quien pide justicia (Heb 12,24), mostrándonos que El se 
identifica con los oprimidos. 
Por ello, finalmente, ese grito no podrá ser acallado nunca y un día alcanzará su objetivo. 
Gritará Dios si se calla el hombre, «gritarán las piedras» si enmudece el hombre (Lc 19, 
40). La reclamación de la viuda no pudo ser dominada por el juez injusto: «día y noche» 
siguió y seguirá repitiéndose incesante (Lc 18,1-8), con una constancia que nada humano 
puede explicar, hasta que advenga la libertad. La esperanza del cristiano no consiste, pues, 
únicamente en saber que llegará un día el Reino de Dios; significa también, y aun antes, la 
seguridad de que la lucha de los oprimidos no podrá ser nunca dominada. El grito seguirá, 
saltando por encima de todos los engaños o de todas las victorias parciales, filtrándose a 
través de todas las mordazas. 

d) La lucha por la liberación 
El grito por la liberación es ya una opción primera por el Reino de Dios y en contra del 
«mundo» como pecado y dominación. Pero la opción se manifiesta, luego y sobre todo, en 
la acción, es decir, en la lucha por la liberación. 
La creación del mundo es concebida en los mitos primitivos como una lucha y una victoria 
cósmica de Dios. En el poema mesopotámico sobre la creación, los dioses eligen a Marduk 
para la gran batalla: «Gozosamente rindieron homenaje: ¡Marduk es rey! Le confirieron 
cetro, trono y vestidura, le dieron armas incomparables para rechazar a los enemigos: ¡Ve a 
segar la vida de Tiamat! ¡Ojalá los vientos arrastren su sangre a parajes no revelados!» 14. 
En el Antiguo Testamento ­salvo algunas alusiones poéticas­ el combate cósmico ha 
desaparecido: Dios crea por la palabra. La lucha ha sido trasladada al campo de la historia, 
y se realiza entre la descendencia de la mujer y la descendencia de la serpiente (Gén 3, 
15), es decir, entre aquellos que optan por la libertad y la vida, y los que optan por la 
dominación y la muerte. La lucha es la lucha del hombre contra el pecado del mundo. 
PEREZA/ESENCIA-DEL-H: Vivir para el hombre es agonizar. «Agonía quiere decir lucha. 
Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. La lucha 
por la vida es la vida misma... La vida es lucha, y la solidaridad para la vida es lucha y se 
hace en la lucha» (Unamuno). Hay toda una corriente de pensamiento ­que pasa por los 
estoicos, Spinoza y Nietzsche­ que ve en el esfuerzo y en la lucha la esencia misma del ser 
humano. Por eso Tillich pudo hablar también del «coraje de existir». En este coraje ­que 
psicólogos y sociólogos estudian bajo una de sus formas más aparentes, la agresividad­ se 
asienta el combate humano por la existencia. Aunque también descubre el hombre en sí 
mismo la tendencia contraria: instinto de muerte, impulsos de repetición, pasividad y 
acomodamiento; o, como dice Unamuno: «la esencia del hombre es la pereza, y, con ella, el 
horror a la responsabilidad». 
VCR/COMBATE: Las estructuras sociales de dominación fomentan estas últimas 
actitudes, controlando toda posibilidad de oposición al «sistema». Por eso, el hombre 
rebelde es el que lucha contra sí mismo, contra su mundo y, así, manifiesta lo más profundo 
de su propio ser: su coraje y su valor para vivir. Una llamada a la lucha es por ello, una 
llamada a la autenticidad. «¡No he venido a traer la paz, sino la espada! » (/Mt/10/34), dice 
Jesús. «¡Luchad (agonizad) para entrar por la puerta estrecha! » (/Lc/13/24). Y Pablo 
emplea con gran frecuencia el simbolismo del combate, incluso bajo la forma concreta del 
combate deportivo (2 Tim 2, 5; 1 Cor 9, 26; Ef 6, 10-17, etc.). 
Pero es el Apocalipsis donde la lucha del hombre ocupa un lugar absolutamente central. 
Juan escribe en una situación de agonía: «Yo soy Juan, vuestro hermano, que unido a 
Jesús comparto con vosotros la lucha, el reino y la constancia en el sufrimiento» (Ap 1, 9). 
En las cartas a los ángeles de las siete iglesias se exhorta a combatir y se hacen promesas 
a los que se mantengan firmes: «al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está 
en el Paraíso de Dios» (2, 7). Es la lucha de toda la humanidad, desde Adán (cf. 2, 11. 17. 
26; 3, 5, 12. 21). Lo que se enuncia es «lo que ha de suceder pronto» (1, 1): la batalla final. 

La descendencia de la mujer y la de la serpiente se enfrentarán definitivamente. Los 
temas del Éxodo y los simbolismos apocalípticos permiten trazar un amplio cuadro 
imaginativo. Miguel y sus ángeles ­después de haber sonado las siete trompetas­ luchan 
contra la serpiente y sus ángeles, y la arrojan a la tierra, donde transmite su poder a la 
Bestia, símbolo de la dominación diabólica de los poderosos del mundo. El pueblo de Dios 
es perseguido y oprimido en esa nueva Babilonia. Pero las promesas y los cantos del 
triunfo final se multiplican. Por fin, Juan describe el combate escatológico. De un lado, el 
ejército de Dios: «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se 
llama 'Fiel' y 'Veraz', y juzga y combate con justicia. Sus ojos, llama de fuego; sobre su 
cabeza, muchas diademas, lleva escrito un nombre que sólo él conoce; viste un manto 
empapado en sangre y su nombre es: Palabra de Dios. Los ejércitos del cielo, vestidos de 
lino blanco y puro, lo seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada 
para herir con ella a los paganos, él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino 
de la furiosa cólera del Dios Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su 
estandarte: Rey de Reyes y Señor de Señores» (19, 11-16). Enfrente, el otro ejército: «Vi 
entonces a la Bestia y a los reyes de la tierra con sus ejércitos, reunidos para entablar 
combate contra el que iba montado en el caballo y contra su ejército» (19, 19). 

La lucha de Jesús 
Juan hace ver con las imágenes del apocalipsis que la lucha de los cristianos a los que 
escribe no es sino la lucha de toda la humanidad, desde Adán, pasando por Israel en 
Egipto y Babilonia, hasta el combate escatológico final: su lucha cobra así sentido de 
totalidad y recibe la esperanza que se asienta en las promesas de Dios. 
INCONSCIENTE/HT-HM: Lo más terrible de la lucha es la soledad. El luchador solitario, 
perseguido e incomprendido, es un ideal casi imposible. Es espantosa la soledad de Jesús 
en la cruz cuando grita: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34, 
cf Sal 22, 2). Sin embargo, el hombre nunca se encuentra solo, sino que, de algún modo, es 
siempre «el representante de toda la humanidad». Jung descubre aquí una de las 
funciones de las imágenes míticas: «llevamos en nosotros, en la estructura de nuestro 
cuerpo y de nuestro sistema nervioso, toda la historia de la humanidad». Por ello 
analizando un sueño, en el que a alguien que se encuentra en un serio peligro se le 
aparece la arquetípica imagen del «dragón» de los mitos y las leyendas, Jung dice: «Tú te 
encuentras en una encrucijada en la que el ser humano, si intenta vivir plenamente la órbita 
de su vida, se ha encontrado ya con frecuencia antes de ti. La situación que hoy es la tuya 
ha sido ya vivida, en el transcurso de los milenios, un número incalculable de veces. Esto 
es lo que demuestra el mito del dragón...» Es decir, «estas imágenes arquetípicas sirven 
para incluir en un cuadro general y supraindividual el caso específico personal que parece 
único e indisoluble; muestran, al mismo tiempo, que el sufrimiento de cada uno es también 
el sufrimiento de todos, y que la situación particular, inextricable, constituye un problema 
humano absolutamente general» 15. 
Cuando Jesús nos invita a tomar la cruz y seguirlo, nos está presentando un símbolo ­la 
cruz­ cuya significación es: no estás solo, tu lucha es la mía, «yo estoy con vosotros hasta 
el final de la historia» (Mt 28, 20). Y el caso de Jesús es absolutamente único: él asumió la 
humanidad entera, su lucha fue realmente la lucha de todos los hombres, y su victoria, la 
victoria final. 
Hay que renunciar expresamente ­remitiéndonos a la Cristologia­ a estudiar ahora el 
conjunto de la vida de Jesús, y sobre todo su muerte-resurrección, como el combate del 
Profeta y del Siervo de Dios para la liberación de los hombres. Puede ser suficiente 
limitarnos a un solo pasaje: las tentaciones en el desierto (/Mt/04/01-11; /Lc/04/01-13
/Mc/01/12-13). 
En los tres evangelios sinópticos, este pasaje aparece dentro de un conjunto muy 
sólidamente establecido: predicación del Bautista en el desierto, bautismo de Jesús, 
tentaciones en el desierto, comienzo de la predicación de Jesús acerca de la cercanía del 
Reino. Lo que aquí se nos ofrece es todo el sentido de la misión de Jesús, el Siervo de 
Yahvé (cf. Is 42, 1), el Hijo de Dios (cf. Sal 2, 7), el profeta que comienza su camino de 
dolor y liberación, para el cual recibe la plenitud del Espíritu liberador (cf. Is 61, 1-2, cit. por 
Lc 4, 18-19). La narración nos traslada al desierto, lugar tradicional de la tentación, de la 
presencia diabólica, de la lucha. Este dato, y el simbolismo del número cuarenta, nos pone 
en relación con los temas del Éxodo, temas que han de aparecer, efectivamente, en las 
citas del Antiguo Testamento. En Marcos sólo encontramos una breve alusión (la referencia 
a los «animales» podría aludir a la era mesiánica ­Is 11, 6-9­ o a los poderes del mal ­Ez 34, 
5.8.25­). En Mateo y Lucas, la segunda y tercera tentación se hallan invertidas, quizá por el 
deseo de Lucas de terminar en Jerusalén; o bien porque Mateo quiere seguir el mismo 
orden histórico de las tentaciones del pueblo de Israel en el desierto, consiguiendo una 
progresión de escenarios (desierto-Jerusalén-mundo), que permite una universalización 
gradual de la lucha del hombre. 
Jesús se enfrenta al príncipe de este mundo. En esta batalla se asume toda la historia de 
Israel y todo el destino del hombre. «Di que estas piedras se conviertan en panes», «No 
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3, que 
alude a Ex 16, 1-4). La tentación es la vuelta a Egipto, el «lugar de la esclavitud», aunque 
también el símbolo de la seguridad y la abundancia. ¡Volver a esclavizarse! O bien, fiarse 
de Dios y de su palabra que dice: ¡Sal de la esclavitud!, acepta el riesgo y la inseguridad de 
la libertad, ponte a caminar por el desierto, sé tú mismo y no temas a la soledad del 
desierto; busca a los que caminan contigo, no te fijes en lo que queda atrás. Es Abraham 
quien aquí reaparece y triunfa.
«Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo.» La cita del salmo 91, 11-12 indica por dónde 
va la tentación ahora: te has fiado de Dios totalmente y has cometido una locura, ¿no te 
estarás engañando?, ¿no será todo imaginación tuya? Luchas contra el mundo, pero te has 
quedado solo: más allá de este mundo no hay nada; quédate en él ­«vuelve a Egipto»­ que 
te irá mejor. En la terrible soledad de la cruz suenan las mismas palabras: «Ha puesto su 
confianza en Dios; si tanto lo quiere, que lo salve ahora» (Mt 27, 43). Lo que se pone a 
prueba es la confianza misma que ha permitido salir de Egipto y llegar al desierto. La 
tentación va a la raíz misma de la existencia: ¿es un engaño, un delirio, la llamada a la 
libertad? Jesús cita Dt 6, 16 ­«No tentarás al Señor tu Dios»­ que remite a la sed del pueblo 
en el desierto (Ex 17, 1-7). El martirio de la sed es más insoportable que el del hambre: 
«¿Nos ha hecho salir de Egipto para morir de sed?» Entonces las gargantas resecas, las 
lenguas acartonadas, formulan la terrible duda: «¿Está Yahvé entre nosotros o no?» El 
Dios de la libertad, ¿es un espejismo del desierto? Jesús, entonces, nos hace decir: Nada 
permite demostrar que la llamada a la libertad no sea una locura o un suicidio. Síguela, 
aunque se te oculte el que te llama. Sé capaz de decir: Confío tanto en ti, que no necesito 
prueba alguna de que estás conmigo; sé que me amas, y eso me basta; en medio del 
abandono total y del fracaso, aunque no te sienta a mi lado, sigo confiando; aunque yo sea 
tentado, no te tentaré yo a Ti, porque entonces todo habría terminado. 
La segunda tentación concluye con el triunfo de la confianza y la libertad. Por ahí se va a 
insinuar la tercera tentación: la confianza en Dios se va a convertir en una confianza 
absoluta en sí mismo, y la libertad en posibilidad de esclavizar a los otros. La tentación del 
poder resulta la más fuerte de todas, ya que sobreviene en el momento de la exaltación del 
propio yo, como culminación del valor personal. Ceder a las dos primeras tentaciones es 
convertirse en oprimido, a cambio de calmar el hambre y la sed. Lo que ahora se ofrece es 
convertirse en opresor: conquista el poder y obtendrás, por fin, la libertad total; nadie podrá 
ya oprimirte, alcanzarás una seguridad sin límites, no dependerás de nadie. Satán tienta 
con el poder, pero detrás se encuentra algo mayor aún: hay que abandonar al Dios 
liberador, al Dios que obliga a «salir», y adorar al príncipe de este mundo, al que da el 
poder. El juicio de Lucas es terminante: el poder es una realidad satánica: «Yo te daré todo 
ese poder y esa grandeza, porque todo ello me pertenece, y puedo dárselo a quien quiera. 
Tuyo será si te pones de rodillas y me adoras.» Jesús responde con otra cita del 
Deuteronomio (6, 13), cuyo contexto ya no es el desierto, sino la tierra prometida: 
«ciudades grandes y prósperas que tú no edificaste, casas llenas de toda clase de bienes, 
que tú no llenaste...». Todo este poder y esta riqueza es lo que tienta al hombre fuerte y 
libre, que está a punto de endiosarse a sí mismo. Por eso Jesús dice: ¡No adores más que 
a Dios, no adores el poder ni el dominio, porque entonces será el poder el que te dominará 
a ti! 
Las tentaciones concluyen aquí precisamente: la tentación del poder es la más grave y 
definitiva, toda otra tentación conduce a ella. Se adivina a la serpiente diciendo a Eva: 
«Seréis como dioses, conocedores (dueños) del bien y del mal.» 

La lucha del hombre 
El mensaje cristiano acerca del «pecado del mundo», en el que nace todo hombre, no es 
un mensaje paralizante. «La clave de esta revelación no está en que siempre habrá pecado 
porque el hombre es radicalmente pecador; por verdadero que esto sea, la revelación es, 
ante todo, enfrentamiento al pecado y liberación de él. Si se nos permite emplear un 
vocabulario político (cosa que no nos desaniman de hacer los profetas del Antiguo y Nuevo 
Testamento), podríamos hacernos la pregunta de por qué la referencia al pecado ha 
servido tantas veces en la práctica histórica del cristianismo para condenar, de manera más 
o menos reaccionaria, los esfuerzos humanos en pro de la liberación, siendo así que ésta 
es posiblemente la más revolucionaria de las referencias cristianas, pues obliga a subvertir 
el orden de las cosas, y hasta por la violencia si ello fuera preciso («si tu mano te arrastra al 
pecado, córtala») (J. Pohier) 16 Efectivamente, como crítica y juicio de este mundo, la 
revelación del pecado es un mensaje revolucionario en el que se llama al hombre a 
conquistar su libertad y alcanzar su verdadera dignidad. Como recuerda Fromm, el término 
usado en la tradición talmúdica para designar al pecador arrepentido es «baal teshuvá», 
que significa literalmente: «el señor del regreso», es decir, «el hombre que no se 
avergüenza de haber pecado, y que está orgulloso del acto que ha llevado a cabo 
regresando». El que ha sido esclavo encuentra su gloria en haber conquistado la libertad; y 
aquél que todavía lo es, se siente llamado a alcanzar el «señorío» sobre sí mismo. 
Pero todo esto serían palabras vacías si el poder del pecado del mundo fuera absoluto, si 
no existiera algún «lugar» donde ya hubiera sido vencido. Es aquí donde se hace preciso 
añadir algo más: gracias a Jesús de Nazaret existe el «lugar de la libertad», puesto que él 
lo ha creado con su muerte y resurrección; gracias a su lucha contra el pecado del mundo, 
la lucha del hombre por la libertad tiene un sentido y una posibilidad de victoria. 
De hecho, como señala W. Kaspers, «la historia del pecado posee una fuerza de 
gravitación totalmente 'natural', que tiende a cerrarse cada vez más en un circuito de 
muerte. Si ha de haber salvación, a pesar de todo, se necesita un nuevo comienzo, un 
hombre que se meta en esta situación y la rompa... Por la humanización de Dios en 
Jesucristo se ha cambiado la situación de perdición en la que todos los hombres están 
presos y por la que están íntimamente determinados. Esa situación se rompió en un lugar, y 
este nuevo comienzo determina ahora de forma nueva la situación de todos los hombres. 
Por eso, la redención se puede entender como liberación» 17. La lucha de Cristo hace, 
pues, posible la lucha del hombre. 
¿Cómo llamaremos a esa posibilidad? Objetivamente la llamaremos «Espíritu Santo»; 
subjetivamente, la llamaremos «fe». Para desarrollar ambos aspectos nos limitaremos a dos 
pasajes del Nuevo Testamento. 
Es Pablo quien más claramente ha hablado sobre la liberación del hombre gracias al 
Espíritu. El juego de las contraposiciones aparece en Gál 4, 21-5, 24: el hijo de la esclava y 
el hijo de la libre, la Ley y el Espíritu, la carne y el Espíritu. La esclavitud es como una 
«condición natural»: se es hijo de la esclava ­la humanidad dominada­, se es hijo de «aquí 
abajo». La libertad es objeto de la promesa de Dios, algo futuro a conquistar, pero como 
don de Dios: «la Jerusalén de arriba es libre y esa es nuestra madre; sois hijos de la 
promesa; os han llamado a la libertad; para que seamos libres nos liberó Cristo; conque 
manteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud». La esclavitud es 
primero exterioridad, situación en el mundo, pero se convierte, luego, en interioridad, en 
«carne» y nos domina desde dentro, haciéndonos caer bajo el imperio de la Ley. Los 
mismos temas los encontramos en Rom 7-8: «Yo soy un hombre de carne y hueso, vendido 
como esclavo al pecado; cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro fatalmente con lo 
malo en las manos.» El universo de lo humano parece indefectiblemente cerrado en y por el 
pecado: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte?» 
La salvación sólo puede venir de «más allá» del hombre: «mediante Jesucristo, el régimen 
del Espíritu de la vida te ha liberado del régimen del pecado y de la muerte». El Espíritu, 
que en principio es también exterioridad, se ha convertido en interioridad, fuerza y espíritu 
del hombre salvado: «no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor; 
recibisteis un Espíritu que os hace hijos; y mientras gemimos esperando la plena libertad de 
los hijos de Dios, el Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad». El Espíritu hace posible 
la lucha: «si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá con nosotros?». 
La primera carta de Juan nos habla sobre ese coraje para la lucha que es la fe. Ya 
hemos vencido: «Os repito que sois fuertes, que la Palabra de Dios está con vosotros y que 
ya habéis vencido al maligno.» La dominación del mundo es una realidad satánica: «quien 
comete el pecado es esclavo del diablo, que ha sido pecador desde el principio; 
precisamente para eso se manifestó el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo». El 
juicio sobre este mundo es una condena absoluta, ya que desde el crimen de Caín no es 
sino pecado y muerte. «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo 
no lleva dentro el amor del Padre, porque de todo lo que hay en el mundo ­los bajos 
apetitos, los ojos insaciables, la arrogancia del dinero­ nada procede del Padre, procede 
del mundo.» El mensaje de Juan no puede ser más radical y choca con toda praxis cristiana 
simplemente reformista y contemporizadora, que no procede sino de un malsano deseo de 
«unir Dios con el diablo» y adquirir un espacio de dominación en el mundo. Sobre éstos 
dice Juan: «pertenecen al mundo, por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los 
escucha». La voz de una Iglesia reformista no sería sino una voz del mundo. La confianza 
que asiste al que intenta la revolución de los hijos de Dios es ésta: «vosotros sois de Dios y 
ya habéis vencido al mundo, porque el que está con vosotros es más fuerte que el que está 
con el mundo». Los juicios de Juan no pueden ser más extremosos: «Sabemos que somos 
de Dios, mientras el mundo entero está en poder del maligno.» Ponerse en situación de 
lucha supone un cambio radical, un comienzo absoluto en la praxis, un nuevo querer, una fe 
total: «todo el que nace de Dios vence al mundo, y ésta es la victoria que ha derrotado al 
mundo: nuestra fe; pues, ¿quién puede vencer al mundo sino el que cree que Jesús es el 
Hijo de Dios?». Ahora bien, esta confesión de fe en Jesús como el Hijo de Dios lleva a un 
enfrentamiento total con toda idolización mundana, con toda pretensión de convertir en 
salvador del hombre -como «anticristo»­ al poder, al dinero, a la violencia, a la injusticia... 
RD/QUE-ES: Se comprende, entonces, que la lucha cristiana rebasa los límites de lo 
privado ­una fidelidad individual a Dios frente al poder del mundo­ para convertirse también 
en una lucha en una dimensión política. De lo que se trata es de acabar con este mundo y 
sustituirlo por un mundo nuevo. Jesús no llama a una salvación exclusivamente individual, 
sino al Reino de Dios. Ahora bien, «el Reino de Dios no es tan sólo una realidad espiritual, 
como pensarían algunos cristianos, sino una revolución global de las estructuras del mundo 
viejo. De ahí que se presente como buena noticia para los pobres, luz para los ciegos, 
andar para los cojos, oído para los sordos, libertad para los encarcelados, liberación para 
los oprimidos, perdón para los pecadores y vida para los muertos (cf. Lc 4, 18-21; Mt 11, 
3-5). Como se ve, el Reino de Dios no quiere ser otro mundo, sino este mundo viejo 
transformado en nuevo, un orden nuevo de todas las cosas de este mundo» (Boff). La 
liberación es histórica y colectiva, y la dominación satánica se encuentra encarnada en 
estructuras humanas concretas. Por ello, lo que hay que examinar en el momento de 
valorar la lucha cristiana en nuestro mundo son las actitudes concretas ante el poder, la 
guerra, la economía, la política, el dinero, la sexualidad, la situación de los marginados y 
oprimidos. Las palabras y las declaraciones de principios no sirven para nada, si no van 
acompañadas de esfuerzos reales por revolucionar la realidad. Es mundanizar el Evangelio 
el pensar que el Reino de Dios no supone el «cambio cualitativo» más radical que nadie 
pueda imaginar, y contentarse con atemperar las cosas realizando algunos cambios «en el 
orden del más y del menos», llamando, al mismo tiempo, a pensar en los «bienes 
espirituales del otro mundo». La lucha cristiana es, pues, una lucha política, como también 
lo fue la de Jesús de Nazaret, enfrentado con los poderes de su tiempo. Esa lucha de 
Jesús se encarna hoy en las luchas de todos los hombres que «quieren la libertad» y que 
intentan construir un mundo nuevo, aunque no se pueda reducir exclusivamente a ninguna 
de ellas. 

CESAR TEJEDOR
EL GRITO DEL HOMBRE 
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980. Págs. 152-181


....................
11. J B. METZ, «El futuro a la luz del memorial de la pasión», Concilium, número 76, 1972, pág. 323. 
12. E. DREWERMANN, «Angustia y culpa en el relato yahvista de la caída», Concilium, núm. 113, 1976, págs 
378-79 
13. L. KOLAKOWSKI, Conversaciones con el diablo, Caracas, 1977, páginas 97 Y sgs. 
14. J. B. PRITCHARD, La sabiduría del Antiguo Oriente, Barcelona, 1966, pág. 37.
15. C. G. JUNG, Los complejos y el inconsciente, Madrid, 1970, págiNAS 431-32.
16. J M POHIER, «¿Es unidimensional el cristianismo?», Concilium, número 65, 1971, pág. 199. 
17. W. KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca, 1976, págs;. 252-53.