Carácter y voluntad

Fortalecer la voluntad

Todos sabemos de la importancia de la fuerza de voluntad para formar el carácter. El asunto es ¿qué hacen, o qué hacemos, los que hemos nacido con menos voluntad?

La voluntad crece con su ejercicio continuado y cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Y eso sólo se logra venciendo en la lucha que —queramos o no— vamos librando de día en día.

Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros; pero sobre todo influye la educación que se ha recibido y el entrenamiento que uno haga.

Una voluntad recia no se consigue de la noche a la mañana. Hay que seguir una tabla de ejercicios para fortalecer los músculos de la voluntad, haciendo ejercicios repetidos, y que supongan esfuerzo. ¿Una tabla? Sí, y si esos ejercicios no suponen esfuerzo son inútiles. Ahora hago esto porque es mi deber; y ahora esto otro, aunque no me apetece, para agradar a esa persona que trabaja conmigo; y en casa cederé en ese capricho o en esa manía, en favor de los gustos de quienes conviven conmigo; y evitaré aquella mala costumbre que no me gustaría ver en los míos; y me propongo luchar contra ese egoísmo de fondo para ocuparme de aquél; y superar la pereza que me lleva a abandonarme en mi preparación profesional, mi formación cultural o mi práctica religiosa.

Sin dejar esa tabla a la primera de cambio, pensando que no tiene importancia. Ejercítate cada día en vencerte, aunque sea en cosas muy pequeñas. Recuerda aquello de que por un clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por un caballo un caballero, por un caballero una batalla, por una batalla un ejército, por un ejército...

Con constancia y tenacidad, con la mirada en el objetivo que nos lleva a seguir esa tabla. Porque, ¿qué se puede hacer, si no, con una persona cuyo drama sea ya simplemente el hecho de levantarse en punto cada mañana, o estudiar esas pocas horas que se había propuesto? ¿Qué soporte de reciedumbre humana tendrá para cuando haya de tomar decisiones costosas?

Y en la educación, los padres y profesores deben alabar más el esfuerzo y elogiar menos las dotes intelectuales, pues lo primero produce estímulo, pero lo segundo sólo vanidad. Además, muchas veces las grandes cabezas, ésas que apenas tuvieron que hacer nada para superar holgadamente sus primeros estudios, acaban luego fracasando porque no aprendieron a esforzarse. Y quizá aquel otro, menos brillante, que se llevaba tantos reproches y que era objeto de odiosas comparaciones con su hermano o su primo o su vecino listo, gracias a su afán de superación acaba haciendo frente con mayor ventaja a las dificultades habituales de la vida.

 

Dominio de uno mismo

«Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo régimen de comidas. Sé que tengo que perder peso, y estoy empeñado en lograrlo. Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me mentalizo. Pienso que voy a lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas me vengo abajo. Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses.»

Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas, que sufren la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que apenas logran tomar las riendas de su existencia. Son personalidades un poco flojas, flácidas. Se encuentran enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más, han intentado ya quince veces dejar de fumar, les cuesta una barbaridad levantarse de la cama o de su sillón, apenas prestan atención a nada que exija pensar un poco y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.

¿Cómo puede combatirse esa situación? Lo mejor es prevenirla, si es posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos hablado de los males que tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de dominio sobre uno mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como la experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por él, pues no es difícil que la seducción de una vida excesivamente cómoda haga que los hombres perdamos a veces un poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre nosotros mismos, convirtiéndonos en esclavos de esas comodidades.

No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el bienestar, pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen necesario insistir en la necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en saber poner límites a las desmesuradas exigencias de nuestras apetencias personales. La templanza es muy importante para evitar que el bienestar se revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores superiores que está llamado a alcanzar.

La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir de lo que le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes.

La lucha y el sufrimiento —como apunta Enrique Monasterio— son peajes inevitables en el camino de nuestra vida, y para ser feliz es indispensable perderles un poco el miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos químicos de escasa duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio mantenidos. Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque, queramos o no, el paladar —y lo digo en sentido amplio— también se desgasta.

Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena parte de ese riesgo de deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior, casi siempre más grave que la privación de la libertad física.

Y es más grave sobre todo por sus efectos, pero también por la facilidad con que pasan inadvertidos. Los peligros que nos acechan para desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante solapados, difíciles de descubrir.

Se producen —como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín— cuando se impide que la acción pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se insta a actuar de modo instintivo más que racional; cuando una persona queda esclavizada por sus propias pasiones, inmersa en el error o atenazada por la ignorancia.

Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo, cuando se busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la droga, con objeto de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho de quien lo induce; o cuando se trata al hombre como una mera afectividad a captar, y para ello se le engaña con un inexistente cariño, o mediante la seducción o el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de egoísmo, odio, venganza, etc.

Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de placer y de satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que anhela. Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.

 

¿Qué es ser inteligente?

Todos habremos oído alguna vez el clásico comentario, normalmente poco objetivo y casi siempre acompañado de una discreta muestra de orgullo, que la madre del adolescente perezoso, apesadumbrada ante sus deficientes resultados académicos, suele acabar haciendo a su profesor: "sabe usted, si el chico es muy inteligente...; lo que pasa es que es un poco vago..."

Cuando oigo comentarios de ese estilo, siempre pienso que, en el fondo, no es así. Que esos chicos no son inteligentes.

Pienso, como Shakespeare, que fuertes razones hacen fuertes acciones. Que ser inteligente, en el sentido más propio de la palabra, proporciona una lucidez que siempre conduce a un refuerzo de la voluntad.

No niego que ese chico pueda tener un alto coeficiente de capacidad especulativa del tipo que sea. Pero eso no es ser inteligente. Ser inteligente es algo más que multiplicar muy deprisa, gozar de una elevada capacidad de abstracción o de una buena visión en el espacio, o cosas semejantes. Obtener una puntuación elevada en un test, del tipo que sea, es algo que, por sí sólo, arregla muy pocas cosas en la vida.

Entre otras cosas, porque si ese chico fuera realmente tan inteligente, como asegura su madre, es seguro que se habría dado cuenta de que, así, con esa pereza y esa falta de voluntad, no va a hacer nada en su vida. Habría visto que si no se esfuerza decididamente por fortalecer su voluntad, toda su supuesta inteligencia quedará absolutamente improductiva. Habría comprendido que lleva camino de ser uno más de los muchos talentos malogrados por usar poco la cabeza. Y hace tiempo que se habría ocupado de cambiar.

De todas formas, aun admitiendo que ese tipo de personas fueran inteligentes, debieran darse cuenta de que el valor real del hombre no depende de la fuerza de su entendimiento, sino más bien de su voluntad. Que la persona desprovista de voluntad no logra otra cosa que amargarse ante la lamentable esterilidad en que quedan sumidas sus propias dotes intelectuales.

Quizá las personas más desgraciadas sean las grandes inteligencia huérfanas de voluntad.

Por eso se equivocan radicalmente los padres que se enorgullecen tanto del talento de sus hijos y en cambio apenas hacen nada por que sean personas esforzadas y trabajadoras. Igual que esos hijos presuntuosos que hacen tanta ostentación de su pereza como de su gran inteligencia, y suelen luego acabar en situaciones personales lamentables. O como aquellos profesores que sólo juzgan los conocimientos, como si la enseñanza no fuera más que una gasolinera donde se administran conocimientos a los alumnos y se comprueba posteriormente su nivel de llenado.

Por otra parte, la voluntad es una potencialidad humana que crece con su ejercicio continuado, cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros, pero lo decisivo es la educación que se reciba y el entrenamiento que uno haga.

 

Voluntarismo

El voluntarismo es un error en la educación de la voluntad. No es un exceso de fuerza de voluntad, sino una enfermedad –entre las muchas posibles– de la voluntad.

Una enfermedad, además, que a todos nos afecta en alguna faceta o en algún momento de nuestra vida. Porque, al pensar en el voluntarismo, quizá imaginamos una persona tensa y agarrotada, y ciertamente las hay, y no pocas, pero eso no quita que el voluntarismo es algo que, de una manera o de otra, en unas circunstancia u otras, nos concierne a todos.

El voluntarismo lleva a querer resolver las cosas confiando demasiado en el esfuerzo de la voluntad, apretando el paso, crispando los puños, con un fondo de orgullo más o menos velado, ofuscado por una búsqueda de autosatisfacción de haber hecho las cosas por uno mismo, sin contar demasiado con los demás.

El voluntarismo perturba la lucidez, entre otras cosas porque lleva a escuchar poco, a ser poco receptivo. Lleva a aferrarse en exceso a la propia visión de las cosas. A pensar que las cosas son como las ve uno mismo, sin darnos cuenta de hasta qué punto los demás nos aportan siempre otra perspectiva de las cosas y enriquecen con ello nuestra propia vida.

El voluntarismo estropea también la espontaneidad, la llaneza, la sencillez. Lleva a querer resolver los problemas interiores también sólo por uno mismo. Al voluntarista le cuesta abrir su corazón a otros. Espera ser él quien, con su tesón y su empeño, salga de esa zanja en la que quizá se ha metido. Lo triste es que a veces no se da cuenta de que ha cavado ya mucho, y que no puede salir de esa zanja sólo por sus propias fuerzas, o que, al menos, es ridículo empeñarse en no pedir ayuda.

El voluntarista suele ser rígido, por inseguro. Tiende apoyarse demasiado en normas y criterios que respalden su inseguridad, aplicándolos de modo poco equilibrado. La autoridad y la obediencia habituales en las relaciones profesionales, la familia, etc., suele plantearlas de modo intransigente y poco flexible, poco inteligente.

El voluntarista lleva bastante mal sus propios fracasos. Tras ellos, suele retomar su abnegada lucha habitual, pero también a veces se cansa. Es entonces cuando más se manifiesta la peligrosa fragilidad de la motivación voluntarista. Es fácil que esa persona se hunda, y caiga quizá en una apatía grande, o se refugie en un victimismo o una rebeldía inútiles, o incluso salga por otros registros inesperados y llegue a extremos que sorprenden mucho a quienes no le conocían de verdad.

El voluntarista se propone a veces metas poco realistas, en su deseo de sobresalir y llegar a más de lo que puede abarcar. Es propicio a los sentimientos de inferioridad, fruto de compararse constantemente con los demás, en un desorbitado afán de destacar frente a otros mejor dotados, lo que genera una continua referencia de frustración.

El voluntarismo, además de un error en la educación de la voluntad, es también un error en la educación de los sentimientos. Podría decirse que el voluntarista es, curiosamente, bastante sentimental. Es una persona cuya principal motivación afectiva es el sentido del deber. Una persona que tiende demasiado a echar mano de la satisfacción o el alivio que le produce cumplir lo que entiende como su deber, con un rigorismo no bien integrado en una afectividad equilibrada.

La abnegación y el afán por cumplir con el propio deber no son nada malo, evidentemente. Y las personas voluntaristas suelen ser admirables en su abnegación, en su saber sobreponerse a sus gustos, y todo eso son elementos fundamentales para llevar de modo inteligente las riendas de la propia vida. Pero a esas personas les falta, y la cuestión es esencial, aprender a modular sus gustos, educar sus gustos, formar sus gustos. El sentido del deber es algo muy necesario. Pero una buena educación afectiva ha de buscar en lo posible una síntesis entre la abnegación –pues siempre hay cosas que cuestan– y el gusto: lo que tengo que hacer, no simplemente lo hago a disgusto, porque debo hacerlo, sino que procuro hacerlo a gusto, porque entiendo que me mejora y me satisfará más, aunque me cueste.

Por eso el gran logro de la educación afectiva es conseguir —en lo posible, insisto— unir el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor, pues la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno ha de hacer.

Así, la vida no será un seguir adelante a base de fuerza de voluntad. Nos sentiremos ligados al deber, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque percibiremos el deber como un ideal que nos lleva a la plenitud.

 

Enfermedades de la voluntad

Hemos hablado de voluntarismo, y ahora seguimos con algunos otros errores en la educación de la voluntad. Todos ellos pueden darse de forma más o menos intensa o permanente en cualquier persona sin llegar a suponer una patología importante.

La impulsividad se manifiesta en diversos rasgos: tendencia a cambiar demasiado de una actividad a otra; propensión a actuar con frecuencia antes de pensar; dificultad para organizar las tareas pendientes; excesiva necesidad de supervisión de lo que uno hace; dificultad para guardar el turno en la conversación o en cualquier situación de grupo; tendencia a levantar la voz o perder el control ante algo que contraría; etc.

Las tendencias de estilo compulsivo, por el contrario, suelen ser reflexivas y metódicas, a veces incluso acompañadas de un fuerte debate interior. Por ejemplo, una persona puede sentirse en la necesidad de comprobar tres veces que han quedado las luces apagadas o que está cerrada la llave del gas o la puerta de la calle. O puede sentirse impelida a hacer a su hijo o a su marido varias veces una advertencia que sabe que ya ha reiterado sobradamente, pero que no logra quitarse de la cabeza. O siente envidia, o celos, o animadversión hacia algo o alguien por unos motivos que, cuando los piensa, comprende que son absurdos.

Esa persona puede llegar a percibir con bastante claridad la falta de sentido de esos hechos o actitudes, e incluso tratar de oponerse, pero al final prefiere ceder para calmar la ansiedad de la duda sobre si ha cerrado bien la puerta, ha olvidado decir o hacer algo, o lo que sea. Ve cómo los pensamientos no deseados se entrometen, y aunque entiende que son inapropiados o estúpidos, la idea obsesiva sigue presente. Son ocurrencias no dirigidas que parecer horadar el pensamiento e instalarse en él: unas personas son absorbidas por un sentido crítico excesivo que les hace ver con malos ojos a los demás; otras sufren un perfeccionismo que les hace seguir interminables rituales con los que pierden eficacia y sentido práctico; otras caen en la rumiación constante de lo que han hecho o van a hacer, y eso les lleva al resentimiento o al escrúpulo; etc.

Esos pensamientos –preocupaciones, apetencias, autoinculpaciones, quejas, círculos analíticos sin salida, etc.– pueden llegar a ser como un malestar que no se alivia con ninguna distracción, una angustia que impregna todo. Cualquier cosa, por mínima que sea, revoca la decisión que tomamos de no dar más vueltas al asunto y aceptarlo como es. Cuando esas patologías son graves pueden manifestarse en enfermedades serias, como la ludopatía (juego patológico), cleptomanía (robo patológico), piromanía (afán incendiario patológico), prodigalidad (gasto compulsivo), etc.

En las tendencias impulsivas o compulsivas, a la voluntad le falta capacidad para detener el impulso (unas veces porque no lo advierte a tiempo, otras porque no logra zafarse de sus ocurrencias intempestivas). En cambio, hay muchas otras ocasiones en que el problema es precisamente lo contrario: la incapacidad de la voluntad para decidir y pasar a los hechos.

Es el caso de las personas prisioneras de la perplejidad, que nunca saben qué opción tomar. O que fluctúan constantemente entre una opción y otra. O que les cuesta mucho mantener las decisiones tomadas, normalmente por falta de resistencia para soportar la frustración ordinaria de la vida. Como es natural, esas capacidades también pueden estar hipertrofiadas, como es el caso de la terquedad, en la que la capacidad para enfrentarse a la dificultad está desorbitada o mal dirigida.

Muchas de esas carencias relativas a la voluntad tienen bastante que ver con los miedos interiores del hombre. La respuesta a esos estímulos del miedo –afirma José Antonio Marina– no surge de forma mecánica, como en los animales, sino que el estímulo se remansa en el interior del hombre y puede ser combatido o potenciado. La atención puede quedar perturbada, y puede costar trabajo pensar en otra cosa, pues la memoria evoca una y otra vez la situación, u otras pasadas similares, pero siempre cabe poner empeño por educar esos sobresaltos interiores.

La voluntad de cada persona es el resultado de toda una larga historia de creación y de decisiones personales. No podemos llegar a tener un control directo y pleno sobre ella, pero sí un cierto gobierno desde nuestra inteligencia. Todos somos abordados continuamente por pensamientos o sentimientos espontáneos del género más diverso, pero una de las funciones de nuestra inteligencia es precisamente controlarlos.

 

Vivir mejor con menos

Muchas veces nos sorprendemos de cómo nuestra casa va poco a poco llenándose de multitud de cosas de utilidad más que dudosa, que hemos ido comprando sin apenas necesidad.

Quizá en su momento parecía muy necesario. Parece, por ejemplo, que cualquier máquina que reduzca un poco el esfuerzo físico resulta enseguida indispensable. Tomamos el ascensor para subir o bajar uno o dos pisos, o el coche para recorrer sólo unos cientos de metros, y, al tiempo, con frecuencia nos proponemos hacer un poco más de ejercicio o practicar todas las semanas un rato de deporte.

Para estar a gusto en casa, ¿es necesario pasar a 25 grados en invierno, y el verano a 18? ¿En cuantas casas hay casi que estar en camiseta en pleno invierno, o abrir las ventanas, porque hace un calor sofocante? ¿Y no hemos pasado muchas veces frío, o incluso cogido un buen catarro, a causa de los rigores del aire acondicionado de una cafetería, un salón de actos o un avión?

La idea de consumir con un poco más de sensatez y de cabeza, de llevar un estilo de vida un poco más sencillo, o, en definitiva, de vivir mejor con menos, es una idea que por fortuna se está popularizando en la cultura norteamericana con el nombre de downshifting (podría traducirse como desacelerar o simplificar). Partiendo del principio de que el dinero nunca podrá llenar las necesidades afectivas, y de que una vida lograda viene dada más por la calidad de nuestra relación con los demás que por las cosas que poseemos o podamos poseer, esta corriente no trata sólo de reducir el consumo, sino sobre todo de profundizar en nuestra relación con las cosas para descubrir maneras mejores de disfrutar de la vida.

Hartos ya de la tiranía de las compras a plazos, las hipotecas y la ansiedad por lograr un nivel de vida mayor, muchos hombres y mujeres empiezan a preguntarse si su calidad de vida no mejoraría renunciando a la fiebre del ganar más y más, y procurando en cambio centrarse en gastar un poco menos, o mejor dicho, en gastar mejor. Esta tendencia del downshifting, que se está extendiendo también poco a poco por Europa, incluye también la idea de alargar la vida útil de las cosas, procurar reciclarlas, buscar fórmulas prácticas para compartir el uso de algunas de ellas con parientes o vecinos, etc. En todo caso, hay siempre un punto común: el dinero no garantiza la calidad de vida tan fácilmente como se pensaba.

En busca de un nuevo concepto de austeridad, los promotores de este estilo de vida buscaron el modo de renunciar a caprichos y gastos superfluos hasta reducir sus gastos en un veinte por ciento. "Lo primero que hay que hacer —suele afirmar Vicki Robin, uno de sus más cualificados representantes— es averiguar el grado de satisfacción que nos producen las cosas, para distinguir una ilusión pasajera de la verdadera satisfacción. Con esta fórmula cada uno puede detectar los valores que le proporcionan bienestar y descubrir de qué puede prescindir, y así alcanzar paso a paso un nuevo equilibrio vital más satisfactorio."

Por ejemplo, en la educación o la vida familiar, es frecuente que los padres, debido a la falta de tiempo para la atención afectiva de sus hijos, cada vez les compren más cosas, motivados a veces por un cierto sentimiento de culpabilidad. Sin embargo, educar bien puede costar dinero —y quizá haya que ahorrarlo de otras cosas menos necesarias—, pero muchas veces es precisamente el dinero mal empleado lo que estropea la educación. Toth decía que son muchos los talentos que se pierden por la falta de recursos, pero muchos más los que se pierden en la blanda comodidad de la abundancia. No son pocos los padres que, de tanto trabajar hasta la extenuación y reducir el número de hijos para poder así gastar más y más en ellos, hacen que ese dinero mal empleado acabe por estropearlos.

Es preciso prevenir los riesgos del consumismo en la familia. Conseguir que los hijos sepan lo que cuesta ganar el dinero y sepan administrarlo bien. Que no acabe sucediendo aquello de que saben el precio de todo pero no conocen el valor de nada.

Gentileza de http://www.interrogantes.net/ para la
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