LA CONDICIÓN HUMANA

 

1. ¿HABLAR SOBRE EL HOMBRE?

Hablemos sobre el hombre. Es decir, sobre aquello acerca de lo cual todo el mundo tiene el derecho y hasta el deber de hablar. Incluso puede pretenderse que todo hablar y todo preguntar es, finalmente, un hablar y un preguntar por el hombre: el tema de nuestro hablar es, por un lado, el más vulgar de todos, y, por otro, el más serio y el más grave. Pero se habla desde un convencimiento que ya no será compartido por todos: el hombre es algo al mismo tiempo presente y futuro; realizado, y tan lejano que parece irreal e irrealizable. El hombre es, en primer lugar, algo futuro y todavía no alcanzado; no es la aurora del día del superhombre lo que aguardamos, sino la aurora del día del hombre: nuestra sociedad sigue siendo inhumana y hasta podría decirse que cada vez más. Sin embargo, y en segundo lugar, el hombre es ya realidad ­y por ello también promesa para todos nosotros­ en un caso único, pero universal: en Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por y para todos nosotros.

Por eso hablamos del hombre desde nuestra fe en el «hombre nuevo». Habla la fe y habla la esperanza, fundadas en la palabra de Dios. Hacemos algo de eso que se viene llamando «antropología teológica» (un hablar sobre el hombre desde la palabra de Dios encarnada: desde su Hijo Jesús).

Este comienzo parece lleno de osadía. La antropología filosófica ­después de un corto período de prestigio y actualidad­ acusa un cierto agotamiento de perspectivas y temas, y ha pasado a un segundo plano del interés, aunque en los medios teológicos se le siga otorgando gran importancia. Ha podido decirse que para la filosofía «el hombre ha muerto»:

«En nuestros días, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino el fin del hombre (...); se descubre entonces que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos (...). Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está evocado al mismo morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan ya el Océano futuro; el hombre va a desaparecer» (M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, México, 1968, páginas 373-74)

Ese hombre del que hablan tan seriamente algunos filósofos, ¿quién es, dónde está? Porque no encontramos sino hombres concretos, angustiados por mil problemas, manipulados y alienados, unidimensionales, es decir, viviendo en un mínimo de dimensiones de lo humano, pero anhelando de un modo más o menos consciente una humanidad ideal que ninguno posee. ¡Y buscándola quizá en Dios! Con lo cual no habría sino que dar razón a Feuerbach cuando afirma que «la antropología es el secreto de la teología», que en último término Dios no es sino el producto de la proyección de los deseos del hombre, de su esencia ideal (ideal, es decir: no realizada).

Si todo esto fuera así, mejor sería dejar de hablar tanto del hombre y preocuparnos más de los hombres: de sus sufrimientos y de sus problemas, precisamente los de hoy. Todo esto es verdad, pero queda una duda: ¿se puede «pasar por ser» hombre sin la esperanza y la promesa de «llegar a serlo»? No hay más remedio que seguir hablando del hombre, pero no del que somos, sino del que podríamos llegar a ser.

La pregunta clásica de la antropología filosófica: «¿Qué es el hombre?» (o todo lo más: «¿Quién es el hombre?»), debería ser definitivamente abandonada por su carácter abstracto y estático. No se trata de afirmarse en lo que somos, sino de intentar superarlo y afirmar lo que podemos ser, pero afirmarlo en la esperanza: nuestras posibilidades son reales, puesto que son el mismo Jesucristo. «Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es una ilusión» (1 Cor 15, 17). Y no sólo nuestra fe en Dios, sino también y sobre todo nuestra fe en el hombre: nuestra esperanza en el hombre nuevo que podemos llegar a ser se reduciría a una utopía sin fundamento.

La antropología teológica ­nuestro modo de hablar aquí del hombre­ deja entonces de ser «abstracta», puesto que se basa en un hecho concreto: la Pascua de Jesús y su existencia hoy como el hombre perfecto; y deja de ser «estática», puesto que habla del hombre hacia el que caminamos. Una antropología de este estilo se convierte en una «provocación»: nos obliga a abandonar nuestros prejuicios sobre lo que somos, el cómodo resignarse a nuestra actual situación y a nuestro limitado modo de conocernos, para enfrentarnos con posibilidades­reales­insospechadas.

H/FUGITIVO: Hay que volver a Dios y a sus promesas, convertidas en un «sí» gracias a Jesucristo (2 Cor 1, 20). Es verdad que a la muerte de Dios sigue irremediablemente la muerte del hombre. Heidegger ­Carta sobre el humanismo­ señaló como el mal de nuestra civilización «el olvido del ser», para caer en el dominio de las cosas. Y es que el hombre no es sólo un «olvidadizo», sino un perpetuo «fugitivo». Adán comienza huyendo de Dios, y Caín termina por huir de sí mismo y del mundo (cf. /Gn/09/09-10; /Gn/04/09-14). La Palabra que llama al hombre hacia el Creador de su existencia es también la Palabra que le llama a existir auténticamente: «¿Dónde estás»? y «¿Dónde está tu hermano?» Y, de verdad, ¿dónde estamos?, ¿qué Palabra hemos de escuchar para encontrar de nuevo el camino de nuestro ser? El hombre debe acercarse de nuevo a su Dios, en total desnudez, para no terminar por huir de sí mismo, sino para encontrar el camino hacia sí mismo, hacia el hombre.

2. ¿QUE SE PUEDE DECIR?

Puesto que se debe hablar sobre el hombre, la pregunta siguiente es preguntarse qué se puede decir y cómo decirlo. Una primera posibilidad consistiría en partir de la antropología bíblica, intento absolutamente válido que ha dado lugar a numerosos libros con títulos como El hombre en la Biblia, u otros semejantes. En la mayoría de los casos, la parte del león se la lleva el estudio de los términos bíblicos claves para hablar del hombre: carne, cuerpo, espíritu, etc. En el último apartado de este trabajo esbozaremos una breve síntesis de estos aspectos. Pero existe otra posibilidad que respeta mejor el pensamiento bíblico:

«Así como la Biblia no es un libro de texto o tratado del ser de Dios, tampoco es un tratado de antropología. Lo que se conoce acerca del hombre se infiere de la manera como él actúa en respuesta a la actividad de Dios (...). Por consiguiente, es difícil hablar de una doctrina bíblica de la naturaleza del hombre, excepto cuando se concibe la doctrina en términos de teología como narración» (G. E. WRIGHT, El Dios que actúa. Teología bíblica como narración, Madrid, 1974, págs. 124 y 130).

La Biblia cuenta la historia del hombre en su relación con Dios, pero sin hablar nunca del hombre en sí mismo: «esta doble relación entre Dios y el hombre no se desarrolla como doctrina, sino que más bien se realiza como acontecimiento en una historia... No es una relación intemporal y estática, partiendo del mundo de las ideas ­y sólo para una relación tal es la doctrina una forma adecuada­, sino que más bien la relación es un acontecimiento, y por consiguiente, su forma adecuada es la narración» (E. Brunner). No se trata de volver a narrar ­pura y simplemente­ lo que la Biblia ya ha narrado, sino de hacer una narración que incluya nuestra propia experiencia y nuestra propia historia: la historia de Israel, de Jesús de Nazaret y de la primitiva comunidad cristiana sirven, así, para esclarecer nuestra propia historia como una lucha por el Reino de Dios.

Una segunda posibilidad sería partir de Jesucristo. L. Malevez comienza un interesante artículo sobre «La antropología cristiana de Karl Barth» con esta cita de Pascal:

J/REVELADOR-DE-D-Y-H: «No solamente no conocemos a Dios sino por Jesucristo: tampoco nos conocemos a nosotros mismos sino por Jesucristo. Conocemos la vida y la muerte únicamente por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni lo que es Dios, ni lo que somos nosotros mismos» (Pensées, ed. Brunschvicg, núm. 548. Cf. núms. 527 y 547).

Sin embargo, parece que para Pascal conocer al hombre a la luz de Cristo consiste simplemente en conocerlo a la luz de la Escritura: Cristo nos revela ­con su palabra­ el pensamiento de Dios sobre el hombre. Tal es también la postura de E. Brunner. K. Barth va mucho más lejos: no basta con escuchar a Jesucristo, hay que contemplarlo; El es el compendio y la quintaesencia (Inbegriff) de la humanidad.

«Por ello, no debemos considerar y juzgar a ese hombre particular que es Jesucristo a partir de una noción general del hombre, noción previamente aceptada como la verdadera realidad humana. Todo lo contrario: debemos partir de este hombre único y particular para decidir lo que es cada hombre, lo que es el hombre en general» (K. BARTH, «L'actualité du message chrétien». Conferencia pronunciada el 13-IX-1949).

J/PLAN-DE-D-SOBRE-H: No se trata, pues, de un supuesto plan de Dios sobre el hombre, plan que nos revela la palabra de Jesús. No: ese plan es Jesús mismo y todo hombre ha sido llamado y elegido en Jesucristo a realizar ese plan que es El mismo. Toda pretensión humana autónoma de decir lo que es el hombre queda así condenada. La antropología filosófica no puede ser sino radicalmente incompleta e imperfecta.

J/LIBERADOR: Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta postura terminaría por ignorar al hombre histórico y despreciar la experiencia humana. Como en el Evangelio, nosotros acudimos a Cristo movidos por nuestras propias necesidades y nunca podemos desprendernos del todo de ellas ni ignorarlas: «Desde lo más profundo clamo a ti, señor» (Sal 130, 1). Cristo es el liberador del hombre y el encuentro con El es un encuentro liberador. La teología no nos dice únicamente quién es Cristo, sino también de qué nos libera: de los límites de nuestra propia condición humana. Por eso conduce a la proclamación de fe y a la acción de gracias. De este modo, la Palabra de Dios que es Cristo no se dice en el vacío, sino que se dirige al hombre pecador: es siempre una respuesta al hombre. Este planteamiento abre una tercera posibilidad: partir del hombre como aquél a quien se dirige la palabra salvadora que es Cristo. EL llamado «método de la correlación» de P. Tillich, tal y como lo expone él mismo, es el mejor modelo:

«La teología sistemática usa el método de la correlación (...). El método de la correlación explica los contenidos de la fe cristiana a través de la mutua interdependencia de las cuestiones existenciales y de las respuestas teológicas (...). Las respuestas implícitas en el acontecimiento de la revelación sólo son significativas en cuanto están en correlación con las cuestiones que conciernen a la totalidad de nuestra existencia, es decir, con las cuestiones existenciales» (P. TILLICH, Teología sistemática, I. Barcelona, 1972, págs. 86 y 88).

Según Tillich, este método se opone a otros tres, considerados como insuficientes: el método «supranaturalista», que no contiene sino respuestas, y que se reduce a una suma de verdades que se convierten en «cuerpos extraños procedentes de un mundo extraño»; el método «naturalista» o «humanista», que parte de las preguntas del hombre e intenta deducir todo el mensaje cristiano a partir de ellas, con lo que no consigue salir de la inmanencia de lo humano; y el método «dualista», que se reduce a una especie de concordismo, ya que intenta poner en correlación las respuestas humanas con las respuestas cristianas, en vez de poner en correlación preguntas con respuestas. En rigor, lo que debería hacerse es considerar toda respuesta humana como una pregunta que se dirige a Dios.

Este método tiene en cuenta el carácter propio de la Palabra de Dios: Dios no habla simplemente, sino que habla al hombre, tal y como éste existe. Dios habla al hombre porque le ha oído, porque le conoce en su situación y quiere salvarlo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces: conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle...» (/Ex/03/07-08). El contexto da a entender que Israel no se dirige a Dios en su clamor, sino que simplemente grita de desesperación. Por eso las preguntas del hombre no son necesariamente preguntas explícitas, sino las que brotan de su situación. El hombre mismo es la pregunta dirigida a Dios: «El hombre es la pregunta que se hace acerca de sí mismo, antes de que haya formulado ninguna otra pregunta.» Por eso, señala Tillich, «la teología sistemática procede de la siguiente manera: realiza un análisis de la situación humana del que surgen las cuestiones existenciales, y demuestra luego que los símbolos utilizados en el mensaje cristiano son las respuestas a tales cuestiones» (pág. 89). Pero también el método tiene en cuenta las posibilidades de recepción del mensaje: la teología y la predicación han fracasado demasiado frecuentemente porque han pronunciado palabras atemporales que a nadie podían interesar, porque se han preocupado por cuestiones sin incidencia alguna en la realidad de los hombres: ¿cómo es posible llegar a tomar en serio, cómo es posible llegar a apasionarse por lo que no me dice nada? Haremos todavía referencia a una última posibilidad: renunciar a hablar sobre el hombre. Es la posibilidad que apunta Moltmann, aunque no de un modo totalmente consecuente:

«No se dice al hombre propiamente quién sea él en el fondo, qué sea lo que puede y qué lo que no puede, qué lo que debe y qué lo que no debe. Se le abre ante él una historia, hacia cuyo futuro le conduce la promesa de Dios. Se le ofrece la perspectiva de un nuevo poder-ser en comunidad con Dios. Al hombre no se le da aquí el verse como en un nuevo espejo. Se le da una perspectiva nueva. Su determinación la experimenta él en su vocación histórica. Y si se confía a ella olvidándose de sí propio, experimentará su vida en la historia de Dios con él. No se le ofrece una imagen de sí mismo, sino que se le llena de una esperanza y un cometido que le hacen salir de la seguridad de sus imágenes, y marchar hacia la libertad y el peligro...» (J. MOLTMANN, El hombre, Salamanca, 1973, pag. 35).

Bien, estas son las posibilidades. O, al menos, algunas de ellas. Y puesto que no son contrarias entre sí, se las acepta todas, aunque aparentemente se adopte sobre todo la tercera. Se va a partir, efectivamente, de la situación y condición humanas, tal y como las caracterizaremos más adelante. Por desgracia, los análisis que haremos a partir de las ciencias humanas y de la experiencia no podrán ser sino muy breves y esquemáticos. Al leerlos se requiere un cierto esfuerzo para ponerlos en relación con lo que cada uno vive y siente en su propia carne. También se darán los elementos suficientes para poder realizar una cierta relectura bíblica que permita incluir cada situación dentro de la Historia del pueblo que vivencia la presencia del Dios vivo que salva por su Palabra. La respuesta la encontraremos siempre y en cada caso en el mismo Jesús, pero será una respuesta que nos remitirá al futuro realmente posible de la esperanza.

PD/RESPONDE-PREGUNTA: Por otro lado, el método de la correlación requiere algunas precisiones. Por ejemplo, la Palabra de Dios no es nunca sólo una pura respuesta, sino que también es una pregunta dirigida al hombre. Dios es el que nos interroga, y la actitud creyente es dejarse interrogar por Dios, constituirse en «oyente de la Palabra» (Rahner). La pregunta que transciende nuestras propias preguntas se encuentra incluso contenida en las mismas respuestas de la Palabra de Dios: quiere decirse que las respuestas de Dios modifican nuestras preguntas humanas. Este es un rasgo típico del diálogo de Jesús con sus contemporáneos. Al paralítico de Cafarnaúm (/Mc/02/01-12) no le responde con una curación inmediata, como podría esperarse, sino de un modo sorprendente: le perdona los pecados. Es como si Jesús quisiera decirle: tu pregunta ­tu petición de ayuda, en este caso­ está mal planteada, tienes que ir más lejos, al fondo de tu dolor: al pecado que te esclaviza. Respondiendo con el perdón de los pecados y luego, consecuentemente, con la curación del cuerpo, Jesús da la respuesta total que modifica la pregunta misma. Si no fuera así, la Palabra de Dios ni sería transcendente, ni nos salvaría. Por eso, el método de la correlación debe tener en cuenta, en cada caso, el peculiar y creador modo de hablar de Dios.

3. LA CONDICIÓN HUMANA

Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿hablar sobre el hombre? Pero esta pregunta ¿no implica hablar sobre el hombre, es decir, sobre el hombre en general o, más exactamente, sobre la esencia o la naturaleza del hombre? Aquí se renuncia a hablar en tales términos, no sólo porque se han hecho sospechosos para la filosofía ­aun en el caso de que el existencialismo está pasado de moda­, sino también porque en nombre de una supuesta «naturaleza» del hombre se han cometido ­y se cometen­ los más graves atentados contra la libertad humana: se define previamente la esencia del hombre o de un pueblo, y luego se obliga a todos a acostarse en ese lecho de Procusto. Desde nuestro punto de vista, tampoco cabe tal recurso: Dios no habla a «el hombre», sino a un pueblo histórico, a hombres concretos. Y con Jesús de Nazaret el diálogo con cada hombre ­sobre todo en el Evangelio de Juan­ llega a sus últimas consecuencias: «Cuando Jesús vio que Natanael venía a su encuentro, comentó: Este es un verdadero israelita; hombre honrado y cabal. Natanael le preguntó: ¿De qué me conoces? Jesús respondió: Antes de que Felipe te llamase, ya te había visto yo cuando estabas debajo de la higuera» (/Jn/01/47-48). Los esfuerzos por interpretar este pasaje de un modo simbólico (la higuera como símbolo de la felicidad mesiánica: Miq 4, 4; Zac 3, 10; o como símbolo ­entre los rabinos­ de la sabiduría) proceden de considerar como una escandalosa trivialidad algo que, sin embargo, constituye el modo de acercarse Jesús a los hombres. Jesús, aquí, está diciendo: Me importas tú mismo, en tu aquí y ahora; no sólo en tu «ser», también en tu «estar». Natanael se siente, entonces, conocido y tomado en su realidad concreta total, hasta el mínimo detalle, y comprende que Jesús es el que habla, no al hombre en general ­como los rabinos de Israel­, sino que tiene en cuenta a todos y cada uno de los hombres, tal y como realmente son:

«Señor, Tú me sondeas y me conoces:
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos percibes mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares;
no ha llegado la palabra a mi lengua
y ya, Señor, te la sabes toda» (Sal 139, 1-4).

PD/SITUACION-HUMANA: Hay que hablar, pues, en términos de SITUACIÓN, ya que es así como Dios nos habla a nosotros mismos. La «situación» es, ante todo, un concepto espacial y relativo: indica el lugar que ocupa un objeto determinado respecto a algunos puntos de referencia. Expresa un determinado «estar». Pero sucede que el hombre es un ser siempre «móvil» e inestable: su situación varía continuamente. «La situación ­dice Jaspers 1- sólo es movimiento incesante como acontecer cósmico y como decisión en virtud de la libertad.» Es el modo, siempre distinto, de estar y de relacionarse en cada caso con el entorno, con los demás y consigo mismo. «¿Cómo estás?» o «¿cómo te encuentras?», son las preguntas por la humana situación, preguntas que una y otra vez deben volver a formularse. La preocupación por el otro es, como se ve, la preocupación por su actual situación. Y es que cada uno tiene que habérselas con su propia situación y, en muchos casos, intentar «salir de ella». Pero siempre se sale de una situación desde ella misma; puede ahogarnos, limitarnos, pero es nuestra única posibilidad o, mejor, el lugar desde el que se abren nuestras únicas posibilidades reales. Hasta cierto punto, la situación es lo único real ­dado que nuestra existencia es histórica y sólo eso­: «La existencia empírica es un ser en situación» (Jaspers) 2. Cambiar la situación o crear situaciones nuevas es casi todo el quehacer del hombre. Para comprender cómo nos es posible esto, hay que volver a la primitiva significación del estar-situado: si me encuentro perdido en un lugar, tengo que «situarme», es decir, saber dónde me encuentro, tomar puntos de referencia, orientarme y ponerme en camino en una cierta dirección o sentido. La situación encierra siempre, por tanto, un problema de sentido y de orientación: «El ser-situación ­dice de nuevo Jaspers 3­ no es el comienzo del ser, sino sólo el comienzo de la orientación en el mundo y del filosofar.» Resulta, entonces, que nunca una situación queda encerrada en sí misma, sino que queda abierta y se convierte en una pregunta: ¿qué sentido tiene mi situación actual?, ¿cómo orientarme en ella? La respuesta transciende la situación y lleva más allá de ella, pero sólo puede ser comprendida desde la situación misma, es decir, viviéndola y tomándola en serio. Porque siempre es posible lo contrario: contemplar las situaciones ­incluso las propias­ como desde fuera, evadiéndose hacia el ensueño, el engaño de sí mismo... o hacia el mundo de las esencias y las «visiones del mundo». Ahora bien, «el mundo de las esencias puede ser el de la 'diversión' (en el sentido que da Pascal a esta palabra), en cuanto que nos dispensa de considerar cara a cara el drama existencial de nuestra existencia concreta» (F. Alquié).

De todos modos, es posible que la situación aparezca como ineludible e insalvable, inmodificable: nos encontramos «encerrados» en ella, y lo que domina es la sensación de ahogo y de angustia. Se trata, entonces, de una «situación límite». ¿Qué me está pasando?, ¿qué nos pasa?, ¿qué le pasa al hombre (nosotros) hoy? Son preguntas que interrogan más allá del límite que nos encierra: ¿por qué nos pasa? Hay una primera respuesta, trivial en apariencia: «Somos así.» Es decir, el porqué remite al primitivo qué: no hay un porqué, las cosas son así y nada más. Bruscamente, la situación deja de ser singular y se convierte en universal: se toca fondo al encontrarse uno que su situación personal ­aparentemente única e irrepetible­ es la situación de todos los hombres: por qué me ha alcanzado el dolor, por qué tengo que morir, por qué de pronto me encuentro solo y sin fuerzas... Es algo más que una situación: es la CONDICIÓN humana. Se trata de un nuevo concepto que tenemos que analizar.

«... nuestra condición. Pienso que en el dominio de la antropología filosófica este término debería de substituir cada vez más al de naturaleza. Si alguien quisiera hoy rehacer la empresa de Hume, debería titular su obra no Sobre la naturaleza humana sino Sobre la condición humana (G. Marcel) 4. Esta substitución es típica de la filosofía existencialista, que elimina el concepto de esencia o, al menos, lo pospone al de existencia. Oigamos a Sartre:

«Además, si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que constituya la naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad, el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no varía es la necesidad de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros, y de ser allí mortal» (El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, 1977, págs. 17-18).

Para empezar, puede decirse que cuando una situación se convierte en universal puede ya hablarse de «condición humana». El mismo «estar-en-situación», puesto que es algo ineludible, es el primer dato de la condición humana: puedo cambiar mi situación, pero no puedo hacerlo sino para pasar a otra situación. La condición tiene un cierto carácter de «no-poder»: no hay posibilidad ninguna de escapar a ella. No puedo dejar de morir, no puedo dejar de sufrir, no puedo vivir sin contar con los demás... Ese no-poder me limita y me condiciona: la condición es también lo condicionante de mi existencia.

Y ahora es cuando se plantea el problema humano con toda su gravedad: en principio puedo responder al porqué de mi situación remitiéndome a un «más allá» de ella que es la condición. Pero resulta que ese "más allá" no es tal «más allá» de la situación, sino la necesidad de permanecer en los límites de una situación universal (la condición humana). El recurso a la condición se convierte en un retorno a mi mismidad. ¿No es, pues, posible ir más allá, escapar a nuestra propia condición, romper nuestros limites? ¿Nos queda algo más que la resignación? Son preguntas, efectivamente. Preguntas desde la condición humana. Sólo el silencio responde desde el hombre. Así somos. Pero quedan las preguntas.

¿Responderá la Palabra de Dios?

Si hay alguna respuesta, es Jesús quien la tiene. Jesús, que murió ­acto definitivo de la vida­ preguntando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). En él preguntó el hombre a su Dios con la pregunta definitiva: ¿estamos abandonados?, ¿abandonados a nuestra condición de hombres? Jesús muere, y nadie responde. Pero no baja el telón de la tragedia humana, sino que el velo del templo se rasga (Mt 27, 51): sí, hay algo más allá. Algo que ninguna palabra viene ya a explicar, porque todo está dicho en el que acaba de morir.

Jesucristo significa para nosotros: Dios no es el espectador del mundo, sino el Dios que comparte totalmente nuestra propia condición humana, el Dios histórico que entra en situación. La cruz de Jesús es la situación clave, decisiva y decisoria del destino de la humanidad. Situación única e irrepetible, pero tal que cambia toda la condición humana. Porque quien muere es un hombre, pero también mucho más. Por eso es también el único que no vivió encerrado en su condición humana y puede hablar y vivir desde más allá de ella, sin dejar de hablar por ello al hombre situado y encerrado en su propia condición. Jesús muestra cómo el hombre puede romper sus límites, cómo la condición humana deja de ser un «no-poder». Y Jesús sigue siendo un hombre. Pero un hombre que se convierte en la respuesta a toda pregunta humana.

CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980, págs. 15-27

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1. K. JASPERS, Filosofía, Madrid, 1958, vol. I, pág. XXXI.

2. Ibid., vol. II, pág. 66.

3 Ibíd., vol. I, pág. XXX. Es notable la importancia otorgada por Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis al tema de la «situación» del hombre: «la Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva consciente de la situación del hombre» (núm. 14), «todos debemos plantearnos, con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral los interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana» (núm. 15); (la Iglesia desea acrecentar la solicitud por el hombre) «redescubriendo la situación del hombre en el mundo contemporáneo, según los más importantes signos de los tiempos» (núm. 15). En el número 16 vuelve a aparecer tres veces la referencia a la situación del hombre, caracterizándose como «no uniforme, sino diferenciada de múltiples modos», y como «distante de las exigencias objetivas del orden moral, de las exigencias de la justicia y del amor social».

4. G. MARCEL, Essai de philosophie concrete, París, 1967, pág. 140.