Por gracia y en libertad:
El cristiano, entre el gozo del don
y la responsabilidad de la exigencia

Josep VIVES
Profesor de Teología
en la Facultad de San Paciano
Barcelona

"La lucha en torno a la llamada de la libertad recorre la historia de la Iglesia... La libertad cristiana se recibe como un don, no se roba; se sufre más que se aprende. No se la posee de una vez para siempre... Continuamente nos transforma, y no nos es lícito permanecer iguales una vez que ella nos toma a su servicio. Ahora bien, nadie se deja transformar de buen grado. Siempre hay tradiciones a las que uno puede apelar para protegerse de la libertad; siempre hay utopías en cuyo etéreo recinto se puede rehuir la exigencia de realizarla concretamente" (E. Kasemann, La llamada de la libertad, Sígueme, Salamanca 1985, p. 11).

No la Ley, sino la Gracia

El teólogo evangélico E. Kasemann escribió La llamada de la libertad como un vigoroso alegato en favor de la libertad y la responsabilidad del cristiano frente a las cómodas rutinas escudadas en tradiciones, dogmatismos y moralismos. El párrafo con que he encabezado este articulo sugiere bien donde está el problema. El mismo autor cuenta una historia que nos puede ayudar a adentrarnos en la cuestión. Sucedió en Holanda, durante las inundaciones de 1952. En la zona costera vivía una comunidad cristiana de las más celosas y fieles en cl cumplimiento de todos los mandatos divinos. Una madrugada de domingo, la policía llega para avisar al párroco que el temporal amenaza con romper los diques, y le pide que induzca a los miembros de la comunidad—que pronto vendrán al servicio dominical—a que vayan todos a reforzar las defensas para sobrevivir. Reunido el consejo parroquial, se oyen las voces que eran de esperar en comunidad tan fervorosa: lo primero es cumplir siempre la voluntad de Dios; el Todopoderoso tiene poder sobre las olas y los vientos; nuestra obligación es cumplir su mandamiento de santificar el día a él consagrado; obedecerle a él es más importante que la vida... El párroco se atreve a sugerir que el mismo Jesús rompió a veces el sábado y dijo que el sábado era para el hombre... Entonces se levanta un venerable anciano: "Señor párroco, tiempo ha, me preocupa una cosa que no me atrevi nunca a decir: siempre he tenido la impresión de que Nuestro Señor fue más bien un poco liberal".

No se trata de un chascarrillo inventado para ridiculizar a los puritanos radicales: cosas más o menos parecidas pueden suceder dondequiera que se predique una religión en la que es más importante obedecer voluntaristicamente a la ley de Dios, perfectamente determinada por los que pretenden ser sus representantes, que estar abierto a las interpelaciones imprevisibles de su gracia, manifestada en la realidad exigente del vivir concreto. Parece mentira, pero es así: Jesús pasó casi toda su vida pública proclamando, contra leguleyos y fariseos, que en el reino de Dios lo que vale no es el mero cumplimiento de la ley, sino la entrega filial de todo el hombre a Dios en la vivencia efectiva de la fraternidad humana; pero los que se llaman sus discípulos, con espíritu leguleyo y farisaico, casi siempre parecen más angustiados por cumplir lo supuestamente mandado que atentos a la invitación de la gracia a un efectivo amor gratuito, incondicional, universal.

CR/HIJO: La característica más propia y peculiar del cristiano, lo que debiera distinguirle del pagano y del judío, es precisamente la conciencia que él tiene de vivir de la gracia, no del mero cumplimiento de la religión o de la ley; la conciencia de ser hijo de Dios, no esclavo sometido a mandatos onerosos y a exigencias caprichosas. Pablo lo expresó en formas definitivas. El pagano, en su relación con sus dioses, vive en el temor del esclavo: los dioses pueden volvérsele hostiles, y por eso siente la angustia permanente de contentarlos, aplacarlos, seducirlos... con sacrificios costosos, con ritos, con actos de magia... Toda la religión pagana (y me temo que muchísimo de lo que pasa por religiosidad cristiana) no es más que un conjunto de prácticas con que los hombres pretenden ganarse el favor de poderes superiores, posiblemente hostiles.

La religión judía no vivía en principio del miedo, sino de la fe —hecha espera—en la promesa de Dios: Abraham era, ante todo, el padre de los creyentes. La Ley apareció como el marco en que debían moverse las relaciones con Dios y entre los hombres en el tiempo de la espera. Era Ley divina, porque expresaba la voluntad de Dios en ese tiempo; era, en expresión de S. Pablo, "pedagogo hacia Cristo, hasta ser justificados por la fe" (Gal 3,24). Pero llegó un momento en que los judíos parecieron olvidar esa función de la Ley, subordinada a la promesa y a la fe, y la Ley se convirtió en un absoluto: no expresaba ya la voluntad de Dios condicionada a la promesa, que tenía la finalidad de proteger la vida del pueblo en el tiempo de la espera, sino algo que absolutamente había de cumplirse por si mismo. De apoyo y sostén de la promesa gratuita y de la fe en ella, se convierte en su sustituto; siendo medio, se convierte en fin. El judío está tentado de esperar, no ya la promesa y la gracia del don de Dios, sino la recompensa de sus méritos en el cumplimiento de la Ley. Confía, no en Dios, sino en si mismo, en sus méritos. Así, llega a creer que puede exigir a Dios lo que él se ha ganado; ha perdido el sentido de la gracia, de la gratuidad, y piensa que nada recibirá de Dios si no ha logrado satisfacerle. Su religión es pura egolatría, voluntad de exigir a Dios lo que se le debe, poniendo así a Dios a su servicio. La parábola del fariseo y del publicano desenmascararía el ridículo despropósito de tal actitud. Pero, detrás de esta egolatría, el judío legalista tiene, en el fondo, el mismo miedo religioso que el pagano: porque, en el fondo, el cree, no en el Dios de la gracia y de la promesa incondicional, sino en el Dios hostil y tacaño, que está siempre contra uno si uno no lo tiene perfectamente aplacado y satisfecho con sus buenas obras religiosas y morales. El judío legalista es un esclavo: vive del miedo servil a un Dios hostil y justiciero. ¿Cuántos de los que se llaman cristianos siguen viviendo todavía en el judaísmo?

Pero Pablo lo dijo de manera tajante: no es cristiano el que vive esclavo de la ley escrita y del temor a un Dios hostil y justiciero. El cristiano es el que tiene conciencia de haber recibido el Espiritu de Dios que le hace hijo: "todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios; y vosotros no recibisteis un espíritu de esclavos que os retenga en el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace clamar ¡Abba, Padre!" (Rm 8,14-15).

Hermanos, habéis sido llamados a la libertad"

En el Nuevo Testamento, los gálatas son como el prototipo de aquellos que, aunque habían aceptado nominalmente el cristianismo, todavía querían seguir viviendo según los viejos esquemas religiosos de obediencia servil a la ley. Pablo les ha de increpar con dureza inaudita.

"¡Oh, insensatos gálatas! ¿Quién os tiene fascinados aun después de haberos sido mostrado Jesucristo crucificado?... Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba, Padre!, de modo que ya no eres esclavo, sino hijo... Declaro a todo hombre que se circuncida que queda obligado a practicar toda la ley. Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la justicia en la ley. Os habéis apartado de la gracia, porque a nosotros nos mueve el Espíritu a aguardar por la fe (en la gracia) los bienes que se esperaban de la justicia (según la ley). Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por el amor... Hermanos, vosotros habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis esa libertad como pretexto para entregaros a vuestros egoísmos (literalmente: 'a la carne') Todo lo contrario: (libremente) servíos por amor los unos a los otros, pues toda ley alcanza su plenitud en ese solo precepto Amarás al prójimo como a ti mismo. Si, en cambio, persistís en morderos y devoraros mutuamente, vais camino de destruiros unos a otros" (Gal 3,1; 5,13-15).

En magnifica síntesis, se expresa aquí lo que es el vivir cristiano de gracia, en libertad y con responsabilidad. Ya no se trata de hacer méritos para ganarse a Dios con las propias obras: Dios se nos ha ofrecido de antemano, sobre todo mérito nuestro, enviándonos a su Hijo e infundiendonos su Espiritu. Por pura gracia suya, no quiere que seamos esclavos de nuestras obras, sino hijos que se saben incondicionalmente amados del Padre (cf. la parábola del hijo pródigo). Quiere que le amemos y le sirvamos en libertad, con amor y confianza de hijos no por la recompensa que esperamos o por el miedo de perderla. Por éso, sólo vale "la fe (en él) que actúa por el amor". El cristianismo es la gran "llamada a la libertad".

El don gratuito de la filiación nos pone en situación de seres libres y responsables ante Dios y los unos para con los otros. La libertad no es la capacidad de hacer lo que a uno le venga en gana, sino la capacidad otorgada al hombre para que se realice, no por puro determinismo biológico o natural—como las plantas o los animales—, ni por imposición o servidumbre a ninguna otra criatura—como en las diversas formas antiguas y actuales de esclavitud—, sino por autodeterminación hacia su bien por el libre arbitrio "albedrío" abierto a la comunión con el bien infinito de Dios. La libertad es el espacio para el amor, y por eso es don y es gracia: es la posibilidad de optar por el bien propio como algo ofrecido y posibilitado por otro, no impuesto ni por autodeterminación intrínseca de naturaleza, ni por coacción: es la capacidad de abrazar el bien y entregarse a él por amor de él mismo, sin compulsión alguna. Porque un amor necesario o impuesto ya no seria amor.

Un don que nos desposee

LBT/SERVICIO

Pablo dejó bien claro que la filiación en libertad es un don—gracia— del amor de Dios, que quiere ser correspondido en puro amor. Pero la gracia, si es gratuita, no por ello es absolutamente incondicionada. Todo amor se ofrece gratuitamente; pero sólo puede subsistir y realizarse a condición de que sea acogido como tal. Un amor rechazado o no correspondido es siempre un amor truncado, una frustración. La gracia de filiación es una oferta de Dios que ha de permanecer frustada si uno no la acoge viviendo las exigencias intrínsecas de la filiación en la fraternidad. Esto es lo que dice Pablo con claridad meridiana: "Habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis esta libertad como pretexto para entregaros a vuestros egoísmos..." La libertad no es para "hacer lo que venga en gana", sino para vivir por opción intrínseca, y no por coacción extrínseca, la relación filial en una "fe que actúa por el amor". Y esa relación, nota inmediatamente el Apóstol, se vive sirviendo por amor el uno al otro. Nótese la aparente paradoja: la libertad acaba en servicio; pero no es un servicio de esclavo—impuesto—, sino de hombre libre—por opción de amor.

Esto hace que se quede corta y aún superflua toda la ley, con sus múltiples preceptos. No hay más que un precepto: "servios por amor los unos a los otros", que Agustín traducía en "ama y haz lo que quieras", evidentemente en el supuesto de que el que ama de verdad no puede querer más que el bien y el servicio del otro, introyectados como bien y servicio propios. La libertad en la gracia, o la libertad para amar, lleva entonces, paradójicamente, no a la autoafirmación de uno mismo—"yo hago lo que se me antoja"—, sino a la desposesión de sí en favor del otro:

"La primera obra de la Gracia es desposeer al hombre, aunque no para destruirlo, sino para hacerlo hermano. Pero quien posee (riqueza, o prestigio, o seguridad) se niega violentamente a ser desposeído" (J. I. González Faus, Proyecto de Hermano, Sal Terrae, Santander 1986, p. 438).

El hombre, creado por Dios a su imagen para que viva de su relación con el, sólo puede realizarse como tal viviendo esta relación libre y amorosamente. El hombre está hecho para la comunión amorosa y sólo se realiza como tal cuando está dispuesto a renunciar a toda tentacion de autonomía o de autoafirmación insolidaria, para entrar en aquella comunión amorosa en la que libremente reconoce que el bien del otro y la comunión con el otro son su propio bien.

"El hombre sólo es hombre en la medida en que comulga con alguien distinto de él. Cuanto más sale de sí mismo realiza una experiencia abrahámica y se relaciona con el otro, tanto más es persona. Cuanto más se relaciona con el absolutamente Otro, tanto más es él mismo... La perfecta personalización implica la divinización del hombre" (L. Boff, Gracia y Liberación, Cristiandad, Madrid, p. 243).

"El precio de la gracia"

GRACIA/BARATA: Cuando, en los años 60, se difundieron entre nosotros las obras de D. Bonhoeffer, todos leíamos con afán El precio de la gracia. No sé cuantos lectores llegaron a asimilar sus exigentes propuestas. Releído hoy, no me extrañarla que el libro pareciera a más de uno un tanto "retro".

"La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara... La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas pueden quedar como siempre... Que el cristiano viva, pues, como el mundo, que se asemeje en todo a él y que no procure llevar bajo la gracia una vida diferente de la que se lleva bajo el pecado... La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado. La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga ..." (D. Bonhoeffer, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca 1968, pp. 17ss).

En realidad hablar del "precio de la gracia parece una contradicción: por definición, la gracia ha de ser "gratuita"; no hay que pagarla o ganársela, ni se le puede poner precio. Pero—lo hemos dicho ya—la gracia no por ello es incondicionada; y el "precio" de la gracia indica las condiciones requeridas para que pueda ser realmente gracia y no imposición. Porque la gracia es esencialmente una invitación gratuita de Dios a la comunión, una invitación a la filiación (para con Dios) en la fraternidad (para con los hombres). Una invitación así exige respuesta y compromiso, como lo exigía aquella invitación del rey que quería celebrar un gran banquete de bodas (Mt 22,2ss) En definitiva, toda gracia es siempre una llamada a la "conversión"; a pasar, de la autoafirmación egoísta de sí, al gozo espléndido de la comunión. Rcsistirse o negarse a esta conversión es rechazar la gracia, frustrarla, hacerla estéril. La gracia expresa la incondicionalidad y fidelidad de la oferta de amor de Dios; pero el amor sólo puede fructificar si halla una acogida que, por ser amorosa, ha de ser voluntaria y libre.

"La pesadez y la gracia"

Éste es el titulo que llevan las profundas reflexiones de Simone Weil sobre la condición humana, cuyo comienzo es como sigue:

"Los movimientos naturales del espíritu tienen tendencias análogas a las de la pesadez material. Sólo la gracia es una excepción".

Si la gracia es una invitación al hombre para que se realice libremente en comunión, hay que confesar que tanto la amarga experiencia de cada día como la palabra de la revelación nos obligan a reconocer que la libertad dista mucho hallarse en condiciones adecuadas para optar por el bien que se le propone. Algunos han llegado a pensar que, al menos en la presente condición, el hombre está realmente privado de libertad. Ésta se hallaría, de hecho, totalmente perdida o corrompida por una ineluctable propensión al mal. La doctrina católica ha mantenido siempre que el hombre no ha perdido totalmente el uso de su libertad, aunque sí se halla en este uso gravemente debilitado, tanto por la debilidad que cada individuo lleva en sí por formar parte de una naturaleza que—a causa del "pecado original"—no es ya como el creador quiso que fuera, como por las dominantes "estructuras de pecado" que le seducen, le desorientan y le arrastran. El Apóstol Pablo expresó como nadie el terrible desgarrón que el hombre siente en lo más intimo de su albedrío:

"Realmente, mi proceder no lo comprendo, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... Querer el bien lo tengo a mi alcance, pero no el realizarlo, ya que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, no soy yo quien obra, sino el pecado que obra en mí... ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de esta situación de muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Nuestro Señor Jesucristo!" (Rm 7,15s).

El Apóstol encuentra respuesta a esta angustia desgarradora en la buena nueva de Jesús, que le da certeza de que Dios no sólo sigue manteniendo su invitación a la comunión con él, sino que además, y muy principalmente, quiere remediar con su gracia, con la efusión de su Espíritu en nuestros corazones, la debilidad e incapacidad que tenemos para acoger aquella invitación. Toda la Carta a los Romanos —entre otros textos—va dirigida a mostrar cómo esto es así. En ella, el Apóstol empieza proclamando que no tiene miedo de que el evangelio le haga quedar mal, porque "es fuerza de Dios capaz de salvar a todo el que se le confíe" (Rm 1,16). El evangelio no es como la ley, que indicaba lo que había que hacer, pero uno se hallaba sin fuerzas para hacerlo. El evangelio es "fuerza": la fuerza de Dios mismo puesta al servicio del hombre, como se manifiesta, sobre todo, en el central capitulo 8 de la misma Carta a los Romanos. Allí se explica cómo luchan en el interior del hombre las tendencias de la carne, contrarias a Dios, y las del espíritu, que quiere ser fiel a Dios. Y Pablo afirma contundente:

"Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espiritu de Dios habita en vosotros... Hermanos, no estamos bajo la coacción de la carne para someternos a ella, ya que, si vivís según la carne, moriréis. Pero, si con el Espíritu ponéis fin a las obras carnales, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios" (Rm 8, 9 ss).

Ésta es la diferencia entre el cristiano y el pagano o el judío. Éstos tenían la ley—natural o positiva—, que les prescribía lo que tenían que hacer, pero no les daba fuerza para hacerlo. El cristiano tiene, además, el Espiritu de Dios infundido en lo hondo de su corazón que le mueve a vivir como hijo de Dios. La ley era un principio extrínseco de moralidad; el Espiritu es el principio intrínseco que transforma al cristiano desde dentro y le impele a vivir la comunión filial con Dios en la práctica de la fraternidad.

Ésta es la verdadera "gracia" que se nos ha dado por Jesucristo. Jesús no es meramente aquel "maestro de moralidad" del racionalismo ilustrado, que habría venido sólo a enseñarnos una ley mucho más noble y perfecta que la antigua. Es el "Ungido con el Espiritu"—Christós—que viene, ante todo, a darnos el Espiritu, a sumergirnos en él—a "bautizar en el Espiritu"—, para que nos transforme desde dentro: el Espiritu que prometió a los suyos y el que efectivamente se da a todos sus seguidores en el bautismo, "nuevo nacimiento del agua y del Espiritu". La libertad del hombre ya no se halla sola con su debilidad: tiene consigo como don de Dios mismo, pero como realidad verdaderamente propia, al Espiritu de Dios que obra en ella y con ella. Es así como puede esperar afrontar su responsabilidad ante Dios y para con los demás. El Apóstol resumió bien la propuesta salvadora del Señor: "Si con el Espiritu ponéis fin a las obras carnales, viviréis". He ahí la vida de la gracia en libertad y en responsabilidad.

JOSEP VIVES SAL TERRAE 1993 nº 4 págs. 299-307