Traducción de José María Lodeiro
En segundo lugar toca al orden presbiteral administrar los sacramentos a quienes le están sujetos, con dignidad y respeto, prudencia y celo, discernimiento y sabiduría. Hay que demostrar esa dignidad y respeto no sólo interiormente, sino también hacia el exterior, para que no mermen su valor ante los ojos de los laicos y de la gente simple. Ellos juzgan según las apariencias y se interesan por las formas exteriores, no prestando atención a lo que encierran. Por eso se escandalizan con facilidad, según lo escrito: quienes me han visto exteriormente, están lejos de lo que soy. Por causa vuestra, dice el Señor a los sacerdotes, mi nombre es blasfemado ante las naciones.
El sacerdote deberá recordar lo que está escrito en Daniel sobre Baltasar: toman con desprecio los vasos del Señor, cometen abusos con ellos, se los dejan a sus concubinas para beber; por esto, después de haber perdido su reino, el Señor lo entregó en manos de sus enemigos. Irritado contra Oza por haber puesto la mano sobre el arca de la alianza, el Señor lo golpeó por su temeridad y Oza murió cabe el arca del Señor. Dicen que la noche anterior se había acostado allí con su esposa. Purificaos vosotros que lleváis los vasos del Señor; que estén, pues, limpios los vasos utilizados en la administración de los sacramentos; que sean manipulados con respeto y honor, humildad y temor, así sea que contengan el santo crisma, el óleo de los enfermos o el aceite consagrado; sea que sirvan para el servicio del altar, como los del vino y el agua. Sobre todo que el vaso donde se conserva el cuerpo del Señor, esté bajo llave, en lugar honorable, y se conserve con cuidado y respeto.
Que los manteles del altar y los corporales estén muy limpios; que los ornamentos del sacerdote se tengan intactos y en lugar conveniente. En general que no haya sombra de mancha y profanaciones en lo destinado a los sacramentos. El sacerdote debe poder decir más con hechos que con palabras: Señor, amo la belleza de tu morada y el lugar donde habita tu gloria, a fin de que sepa separar los precioso de lo vil, lo santo de lo profano, lo puro de lo impuro; que tema oír de boca del Señor, lo que dijo según Malaquías: Vosotros me ofrecéis en el altar un pan impuro y decís: ¿En qué te hemos deshonrado? Pues en lo que dijisteis: La mesa del Señor está sumida en el desprecio; desprecia al Señor quien desprecia la pureza de los sacramentos. Contra éstos declaró el bienaventurado Agustín: “Quien desprecia al Cristo ya glorificado en el cielo, peca más gravemente que quienes lo crucificaron cuando estuvo en la tierra”. “La belleza exterior lleva a la devoción interior.”
El sacerdote debe administrar los sacramente además con prudencia y celo, temiendo que el Señor le pida cuenta de las almas que están bajo su responsabilidad, si a causa de su negligencia o por su culpa, quedan privadas del remedio sacramental. Que vigile, pues, la atención solícita de su rebaño. Está escrito: Maldito sea quien cumple la obra de Dios con negligencia. A quien más se le confió, más se le exigirá. Muchos se lamentan y preocupan por una leve enfermedad corporal o la pérdida de una pequeña suma de dinero, pero descuidan la muerte o la pérdida de un alma que les fuera confiada.
Un sabio dice: “Cada uno recurre al médico por amor a su salud y a los enfermos del alma nadie los atiende: el remedio llega demasiado tarde, una vez que ya partió”. El sacerdote debe seguir el consejo de Salomón cuando escribe: Hijo mío, si has salido fiador de tu prójimo, si has chocado tu mano con un extraño, si te has obligado con las palabras de tu boca y de ellas te has dejado prender, hijo mío, pues has caído en manos de tu prójimo, has esto para quedar libre. Vete, póstrate, importúnalo, no concedas a tus ojos sueño ni a tus párpados reposo; líbrate del lazo como la gacela, como el pájaro de manos del pajarero.
El sacerdote se convierte en garante ante Cristo de las almas que le fueron confiadas, es prisionero de las palabras salidas de su boca; de resultas de un pacto, está obligado a cuidar celosamente de sus almas; debe estar atento para que ningún miembro del rebaño perezca por su negligencia; que no se ahogue su hijo mientras él duerme, como pasó a la vil prostituta que perdió la causa ante Salomón. Lo corrobora el bienaventurado Agustín: “Hacen más mal los que matan las almas de los creyentes, que quienes llevaron a la muerte a Cristo, que después resucitaría”.
Que el sacerdote vigile a fin de que, por su negligencia, muera un recién nacido sin bautismo; que el enfermo expire sin la confesión y el viático. Además importa solícitamente la extremaunción a los enfermos graves.
Que el obispo no deje que nadie abandone esta vida sin el sacramento de la confirmación. Está escrito: El malo no será inocente, pues tiene sus manos ociosas. La mano ociosa e indolente, aunque no obre el mal, si deja de hacer el bien no puede decirse inocente.
Que el sacerdote prepare pues su tarea exterior, según el consejo de Salomón: trabaje su campo por temor a que éste o su viña, sean invadidos por ortigas; a que las espinas cubran el suelo, pues quien trabaja su tierra, será saciado de pan, pero la mano indolente quedará sujeta a los tributos. Si no ha trabajado a causa del frío, de la pereza o de la acedia, mendigará en el verano, lo cual tampoco le favorecerá.
El sacerdote debe administrar a los fieles los misterios sacramentales con discernimiento y vigilancia, para no dar las cosas santas a los perros o las perlas a los cuervos. Depende también de él no dar los sacramentos a los indignos y a lo que están en pecado mortal.
Agustín dice a propósito: “El que entrega el cuerpo de Cristo a sujetos indignos, peca más que los judíos los cuales lo entregaron para ser crucificado”; con esta especie de gente el pan se transforma interiormente en hiel de áspid y el remedio en veneno, como dice el mismo bienaventurado Agustín: “Lo que es bueno no puede hacer bien sin mal se lo recibe”. Después que Judas recibió el sacramento de manera indigna, el diablo entré en su corazón para llevarlo a traicionar al Señor. El que recibe los sacramentos en el fango, no es purificado sino que se ensucia más. Dice el apóstol hablando del sacramento del altar: Quien se acerca indignamente, come y bebe su propia condenación.
No debe ser conducido a la boda por el sacerdote, quien no está vestido con ropa nupcial. Tenemos un altar para los sacramentos en el cual no pueden participar aquellos que celebran el tabernáculo de la carne. Muy puro debe estar el vaso del corazón para conservar el néctar celestial, por temor a que la sangre del verdadero Abel sea volcada en el suelo por el sacerdote, y clame al Señor contra él desde la tierra.
Con todo, si el pecador no es conocido por tal y pide insistentemente los sacramentos en presencia de alguien, el sacerdote no se los puede negar a fin de no quedar difamado ante quien lo ignora; pero, por regla general, no debe administrar sacramentos para que no se reciba indignamente. Si en los tiempos prescriptos alguno no se acerca a la mesa del Señor porque no abandona sus pecados, deberá ser amonestado por el sacerdote; que el pan bendecido no sea distribuido a éstos por el mal ejemplo.
De igual modo si es indigno el que distribuye los sacramentos, debe evitar hacerlo temeroso de que el plato ofrecido por manos leprosas, no sea aceptado por el Señor. Esta es la voluntad de Dios: que el sacerdote conserve santamente el vaso de su cuerpo en la honestidad y no esté entregado a la concupiscencia. Su corazón debe ser cuna del Cordero inmaculado. Tendrá las manos puras quien debe limpiar la suciedad de otro. Si el encantador de serpientes es picado, ¿quién lo cuidará?. Si la sal pierde su sabor ¿quién se lo devolverá?
Es cierto que la eficacia de los sacramentos no depende de la conducta del administrador; no serán mejores ni peores por causa del estado espiritual del sacerdote. Sin embargo, porque el lugar que pisa es tierra santa, los ministros deben quitarse el calzado de las obras muertas llevadas en los pies de las pasiones. El que se acerca a la mesa del Señor sin ser digno, dice el apóstol, conculca los pies del Hijo de Dios, en lo que está de su parte; considera la sangre de la Alianza como algo vil y ultraja al Espíritu Santo. ¿No sabéis, dice el apóstol, que vuestros corazones son templos del Espíritu Santo? Si, pues, el sacerdote profanó en sí mismo el templo del Espíritu Santo, el Señor lo aniquilará como sacrílego y culpable del crimen de lesa majestad.
Así, pues, que la medicina espiritual sirva, en primer lugar, para el mismo; es reprobable el ministerio de quien desprecia la vida. Por esta razón los laicos con frecuencia quedan escandalizados y los herejes conducidos al error, así sostienen que no puede ser verdadero el sacramento que proviene de ministros indignos e impuros; todo lo que toca el impuro, se convierte en impureza, dicen, apoyándose en la autoridad de los profetas: Yo maldeciré vuestras bendiciones.
A los fieles no les corresponde cuestionar la vida de los prelados y sacerdotes; la Iglesia también los soporta pacientemente y pueden recibir dignamente los santos sacramentos aunque provengan de manos indignas, así como José recibió del indigno Pilato el cuerpo de Cristo: la injusticia entregó al justo.
Además el sacerdote cuide de no exigir nada por los sacramentos, pues él los recibió gratuitamente y como tales debe administrarlos. Fueron derribadas por el Señor las tiendas de los vendedores de palomas; por tanto cuide el sacerdote no ser también derribado para su condenación; no ser castigado con la lepra, como Giezi, que para lucrar, usó el nombre del profeta Eliseo, haciéndole aparecer infiel a su palabra; no ser repudiado como hereje por el Señor, a semejanza de Simón, el Mago.
El sacerdote debe procurar en su ministerio las cosas del cielo, no las de la tierra, de manera que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha; la sábana es corta y el lecho es estrecho; no es posible servir a Dios y a Mammon; cojear de ambos pies y llegar a un punto por dos caminos opuestos. Un espíritu dividido no consigue nada. El sacerdote debe apartar sus manos de los obsequios, purificarlas como los inocentes, a fin de ofrecer los sacramentos a los fieles sin fermento de codicia, con los asimos de la sinceridad y la verdad. Cuando el Señor reprocha a los ministros de la antigua Ley, dice por boca de los profetas: ¿quién hay entre vosotros que cierre las puertas de mi templo y que, gratuitamente, alumbre el fuego sobre mi altar? Cuanto más condenará el Señor a los eternos suplicios a los sacerdotes del evangelio que no temen poner en venta los sacramentos y, con ellos, la gracia del Espíritu Santo y hasta el mismo Cristo.
Los sacerdotes deben administrar los sacramentos sabiamente. Pongan cuidado en los signos exteriores, dirigiendo la mirada espiritual a las realidades espirituales. Los sacramentos de la nueva Ley realizan lo que figuran. Así como el agua que se usa en el bautismo lava los cuerpos, así también obra en el orden espiritual purificando el alma. Los sacramentos del Antiguo Testamento no obraban sino sólo significaban. La ley no fue hecha para justificar sino fue dada como látigo para los corazones endurecidos, como pedagogo para los imperfectos, como signo para los perfectos.
El sacerdote debe, pues, conocer y profundizar con esmero los misterios encerrados en los sacramentos, en su eficacia, en lo que reflexiones sobre la aplicación y la acción de cada sacramento. No omita instruir a los fieles según su capacidad. Dice el apóstol Pedro que debe estar siempre pronto a defender a los fieles, a responder a todo el que pida razón de la fe y de la esperanza que está en él. Debe cuidarse de ser el viejo loco del Señor, es decir, el sacerdote sin sentido.
Como dice el profeta:: Los labios del sacerdote son depositarios de la ciencia; en su boca renacerá nuevamente la ley. También dice el Señor al sacerdote: Pues rechazaste la ciencia yo te rechazaré para que no ejercites el sacerdocio en mi nombre. El sacerdote no debe asimilarse al pueblo porque el ministro idóneo es amigo del rey. Dice el Señor en el Deuteronomio, por boca de Moisés: Si te es difícil y problemático juzgar entre una sangre y otra, una causa y otra, entre lepra y lepra; si ves que los juicios varían en las asambleas que se realizan a tus puertas, le levantarás y subirás al lugar elegido por el Señor tu Dios. Irás a los sacerdotes de Leví y al juez que está en funciones. Ellos investigarán y te indicarán el fallo de la causa. Te ajustarás al fallo que te hayan indicado.
Está claro que el sacerdote no sólo debe discernir entre el bien y el mal, también entre la verdad y el error, de suerte que sepa instruir a los fieles y confundir el error de los infieles. El sacerdote debe mirar con atención a esto: aunque el Señor puede justificar y santificar por su solo poder, sin el auxilio de los sacramentos, ha querido por medio de sus ministros y la mediación de los sacramentos, utilizar una medicina que lleve la salud al interior del hombre.
Dios obra de modo invisible por medio de criaturas visibles, con la triple finalidad de enseñar humildad, ejercicio y docencia. Se somete por obediencia a los signos sensibles; el hombre asiente al Señor que ordena, se aparta de vanas ocupaciones y se vuelve a los ejercicios santos; una forma visible exterior se realiza interiormente. “El sacramento, dice Agustín, es la forma visible de la gracia invisible”, en otras palabras, aclara, un signo visible en tanto que es Sacramento quiere decir que “esta significando lo sagrado” (sacrum designans). En efecto, la mayor parte de las veces, se dice que el sacramento representa lo sagrado significado o “sagrado secreto” (sacrum signatum seu sacrum secretum; la realidad del sacramentum (res sacramenti). El sacramento demuestra la realidad de esta cosa de la cual es signo, de lo contrario sería erróneamente llamada sacramento. Del sacramento se dice que es misterio de fe: una cosa ven los ojos, otra se cree en el corazón.