HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPÍTULO XIV

LOS CISTERCIENSES

En primer lugar están los Cistercienses, los que cambiaron el hábito color nuez por uno gris, se aplicaron a reformar lo que había caído en desuso y de rechazar las novedades; podaron sin límites y  con gran serenidad, muchas de las cosas permitidas, crucificaron las pasiones y deseos de su carne, y castigaron sus cuerpos reduciéndolos a la servidumbre. No usan pieles, camisas y tampoco calzado, a no ser aquéllos que tienen necesidad de montar a caballo. No comen carne, salvo en caso de grave enfermedad. En general, no consumen pescado, huevos, leche y queso. A veces, sin embargo, aunque excepcionalmente admitían esos refinamientos en su alimentación, por fraterno afecto o para fortificar alguna convalecencia. Los hermanos en graneros y casas fuera de la abadía, no bebían vino.

Ya se tratara de monjes o de otros hermanos legos, todos usan lechos de paja y mantas groseras, lechos más bien duros que no arrastran a la dejadez de la pereza: se acuestan vestidos con su túnica y cogullo y se levantan en medio de la noche; entonan salmos de alabanza, himnos y cantos sagrados, perseverando así hasta las primeras luces de la aurora. Alegremente completan su alabanza al Señor con el rezo de prima y la misa. Después de purificarse de sus pecados en el capítulo confesándose y recibiendo la penitencia, transcurren el resto de la jornada en trabajos manuales, lecturas y oraciones, sin permanecer ociosos y desocupados. En silencio la mayor parte del día, alguna vez se reservan una hora para el entretenimiento común, el consuelo y reuniones espirituales, como también para instruirse unos con otros. Desde ala festividad de la Santa Cruz, en setiembre, en que los cistercienses tienen capítulo general con la presencia de todos los abades, hasta Pascua, comen una sola vez por día.

Anualmente envían visitadores a todas las abadías sin excepción; la medida vale tanto para el superior como para todos los demás miembros, sin acepción de persona. Corrigiendo lo que corresponde, cuidando de no adular ni halagar a nadie, se conforman a las exigencias de rigor y severidad de la Orden: arrancan y destruyen, pierden, edifican y plantan según convenga. Por esta causa su Orden se mantiene fuerte en la verdad. Aunque son mesurados en todo, se muestran duros y austeros con sus cuerpos. No así con los pobres y los huéspedes, entre quienes distribuyen con gran liberalidad lo que tienen. Como vacas de las posesiones del Señor, ellos comen de la paja y reservan el grano para los que llegan. El peregrino no queda fuera, su puerta está abierta a los viajeros, no comen su pan ellos solos. Las entrañas de los pobres les bendicen porque los han calentado con el vellón de sus ovejas.

Toda la Iglesia de Jesucristo está tan penetrada por el nombre y buena opinión de la santidad de estos monjes, como de un aroma perfumado que todo lo invade, que no hay región donde esta viña bendita no haya extendido sus sarmientos. El Señor los ha puesto; su bienaventurada patrona la Virgen María, a la que sirven unánimemente y en todo lugar como un solo corazón en la mayor devoción, extendió el lugar de su tienda; su descendencia se expandió no sólo hasta el mar, también a ultramar. Así han visto cumplido en ellos lo que dijo el Señor en el Evangelio: recibieron el céntuplo en este mundo, y la vida eterna en el reino futuro. El Señor ha puesto allí desde el origen de su nueva plantación, un hábil jardinero, hombre prudente y santo según su corazón, muy fiel en su casa, obrero responsable y dedicado a su viña.

Sacando de su tesoro lo nuevo y lo viejo para darlo a la familia del Señor, distribuyó las raciones de trigo y dio el alimento en tiempo oportuno: se trata del santo abad de Claraval, Bernardo, la más preciada perla de la vida religiosa, luz de la Orden y estrella radiante en el firmamento de la Iglesia. No por obra ni inspiración del hombre, sino de Dios, adquirió un conocimiento eminente de las Sagradas Escrituras, bebiendo, como en la fuente misma del corazón del Señor, las aguas celestiales que él esparció en muchos lugares. Poderoso en acciones y palabras, por su santa y excelsa forma de vida, por la ciencia y la predicación celestial, por la virtud de milagros y acciones que movían al asombro, fue para muchos perfume de vida que conduce a la vida: abandonando las falaces tentaciones del mundo, muchos ingresaron en la vida religiosa, cambiando el áspero y pesante yugo de este mundo, por el muy dulce yugo de la Orden del Císter. Lo que es imposible para el hombre es posible y fácil para Dios.

¿A cuántos nobles y refinados personajes hemos visto degustando manjares siempre esmeradamente preparados y exquisitos, caer enfermos, volverse impotentes? Pues bien, éstos mismos, ingresados a la vía estrecha y ardua de esta Orden, se dedicaron a servir al Señor con ayunos, vigilias, frío y hambre, tomaron pobres e insípidos alimentos y así recobraron la salud.

Cierta vez un fraile que en el mundo fuera abogado y médico de renombre, rechazó despectivamente los alimentos de la Orden como contrarios a su complexión, constituyéndose en grave escándalo para el resto de los hermanos. La noche siguiente vio en sueños a la bienaventurada Virgen María, patrona de la Orden cisterciense, que repartía una dulce pócima en cuchara de plata y además un frasco de oro a cada hermano mientras desfilaban en procesión. Cuando le llegó turno a nuestro médico, al acercar la boca para recibir lo suyo, la bienaventurada Virgen retiró su mano como indignada y reprobándolo, mientras le decía: Médico, cúrate a tí mismo.

Hubo muchos hombres santos desde el inicio de la primera fundación de la orden cisterciense hasta nuestros días, que fueron eminentes por sus carismas, aparte de la práctica de la observancia religiosa. Si bien desearon de corazón permanecer ocultos, disimulados bajo el celemín, el Señor los puso sobre el candelabro para estar a la vista de todos. Algunos brillaron por la inteligencia de las Escrituras, otros fueron eminentes en la ciencia de la predicación y la gracia del buen ejemplo, otros más se distinguieron por los milagros obrados y el don de sanar enfermos, hubo quienes por acendrada virtud, vencieron los límites de la resistencia humana en la práctica de abstinencias y ayunos. También hubo quienes por aprecio a la oración, la salmodia y divinas alabanzas, vencidas las distracciones y pensamientos ajenos, y tanto fruto extrajeron, que hubieran deseado atrasar las horas, si posible fuera, para recomenzar la oración del oficio divino.

Supimos de un hermano admirable que por gracia del Señor le fue revelado que otro no había confesado todos sus pecados. Dios le reveló entonces el interior de este hombre para que lo incitara a manifestarlo en confesión.