LAS RELACIONES HUMANAS EN EL NÚCLEO DE
LA FAMILIA:
análisis desde la psicología profunda
JESUS ARROYO
Psicoanalista
Asesor matrimonial y familiar
Durango (Vizcaya)
FAM/RELACIONES: No nos es sencillo llegar a este tema sin
detenernos previamente en el análisis de las relaciones humanas
dentro de la comunidad donde se halla la familia. Por cuanto que ésta
repite tantas veces los modelos culturales de relación sin el necesario
distanciamiento de los factores patógenos de la comunicación social,
es obligado dedicar un espacio a la confrontación de ambas
sociedades y ver lo que ofrece la primera, para luego estudiar las
relaciones entre los cónyuges y con los hijos.
Desde el punto de vista experimental, resulta arduo alcanzar una
descripción suficientemente amplia de lo que es (o debe ser) la
convivencia entre los humanos. La noción más cercana podría ser: el
hombre es un animal de relaciones. Y desde aquí tratar de investigar
los derivados que se deducen para la sociedad y para la entidad
familiar.
La relación interhumana en el medio social.
Echando un vistazo meramente superficial, en seguida se constata
que las actividades más representativas del ser humano se llevan a
cabo en forma de relaciones: el ejercicio de la acción política, de la
producción, de la investigación, de la terapéutica, de la religión, etc.
Estas y otras labores tienen su consistencia en el hecho de la
condición humana, que únicamente se realiza a sí misma si logra
eficazmente fundar la convivencia del bien común en el seno de una
referencia relacional.
Sin embargo, este dato, que parece evidente, luego -en la práctica,
y en una observación más detallada- no da los mismos resultados.
Las relaciones políticas a menudo están enajenadas por un
desmedido afán de poder, siendo éste la motivación imperante, y no
el servicio a los necesitados. En el caso de la producción sucede otro
tanto de lo mismo con la adquisición obsesiva de riquezas, que
frecuentemente ha sido la causa de la lucha de clases y, por lo
mismo, de la degeneración del sistema de relaciones en el mundo
empresarial. De la investigación se puede decir algo parecido, porque
en vez de ser el instrumento Idóneo para el gozo del conocimiento, se
encuentra afectada por una necesidad explotadora de prestigio,
hecho que tantas veces se ha transformado en un factor del que se
han sacado privilegios que no se quieren compartir. La comunicación
terapéutica puede mostrarse menos perturbada, por cuanto que la
recuperación de la salud es uno de los deseos menos alienados y
que, en teoría al menos, debe estar más al alcance de todos los
humanos. Hemos hablado también de las relaciones religiosas. No es
éste el momento de criticar las derivaciones que de aquí se han
desprendido, y que se constatan en el abuso sobre las conciencias,
sobre la salud mental y sobre otros aspectos de la personalidad.
Sea como sea, lo cierto es que las sociedades modernas han
perturbado no pocas veces los estamentos psíquicos, con manifiesto
daño del bienestar psicológico y de un rendimiento vital que den por
resultado la realización del propio ser.
Las consecuencias de estos sacrificios no han tardado en asomar
en variadas formas de anomalías psicosociales. Me refiero
expresamente a la renuncia a las relaciones humanas y su sustitución
por respuestas que sólo esperan rendimiento, no crecimiento. El
conductismo norteamericano oficial (siguiendo la inspiración de los
reflejos condicionados de la escuela rusa) ha elevado a categoría de
sistema de "comunicación" esta aberración. Más allá de la dignidad y
la libertad, en frase de Skinner, sólo quedan las respuestas, y no las
relaciones de las que ha de brotar la convivencia.
La psicología animal vive de eso; los estímulos cargados de poder
fuerzan, sin dignidad ni libertad, a imitar determinadas respuestas que
el investigador ha programado en su laboratorio.
Todo sale bien si se obtienen esas respuestas. Trasladados estos
esquemas al ser humano, las sociedades se convierten
irremisiblemente en un inmenso campo de oprimidos cuya esperanza
de realización personal queda eliminada y, en vez de ella, se imponen
las intenciones programadas. Este existir, ciertamente próximo a la
fisiología animal, es enérgicamente protestado por ciertos grupos que,
aunque lentamente, van tomando conciencia de la enajenación que
este modo de dirigir la comunidad supone para los que sólo se
contentan si viven digna y libremente.
Si se añaden los pingües beneficios que para los súbditos fieles
brotan de esta organización, no nos queda sino un triste pesimismo o
la rebelión violenta que borra los nefastos efectos de estos principios
rectores. En este aspecto, tanto las sociedades comunistas como las
llamadas democráticas con alto grado de tecnificación se aproximan al
mismo objetivo: adquirir un sistema social en el que las respuestas
alcancen las cotas más altas y, de esta manera, evitar las
implicaciones que exigen los derechos a la dignidad y a la libertad.
Precisamente el matrimonio resulta ser la relación interhumana por
excelencia, porque en él se buscan en todo momento las mejores
relaciones amoroso-sexuales, donde se dan los signos de la
convivencia: en las relaciones se comparte, se compromete uno con
el otro y se intercambia amor y otros valores.
Podemos afirmar ahora, por tanto, que entre las intenciones
dominantes de las sociedades modernas y lo que intuitivamente
desean muchas parejas y familias hay un enfrentamiento más o
menos tácito (cada vez menos tácito en ambientes de conciencia
despierta) y que, por el momento, el éxito está apostando por las
familias. No se puede decir hasta cuándo durará la superioridad
familiar. Todavía hoy, la salud psíquica sigue dependiendo del
bienestar emocional adquirido en el seno familiar. Pero con la
moralidad no ocurre el mismo fenómeno. La cada vez más prematura
independencia de los hijos en los hogares los dispara hacia una
inmersión precipitada en la sociedad, y se dejan embaucar por su
patología sin ofrecer las resistencias que les inmunicen (paranoia
situacional, drogadicción, delincuencia, etcétera).
Una sociedad poco acogible.
FAM/ACOGIBILIDAD A/LO-ESENCIAL: La mejor propiedad de las
relaciones humanas, y sobre todo de las conyugales y familiares,
radica en la capacidad de acogibilidad. El romanticismo pasado (y con
él el espiritualismo un tanto irracional de la ética oficial) ha exagerado
en ocasiones el valor de la entrega por amor. Es verdad que esta
dimensión de la convivencia en los hogares estables debe ser
mantenida y fomentada. Pero el problema se suscita cuando no se
pasa de ahí. La esencia viva del amor no está en la entrega, sino en
hacerse acogible, esto es, en ir modificando el propio carácter, los
propios hábitos y costumbres, conforme a la persona amada, de modo
que al cabo de algún tiempo la persona se encuentre troquelada
según patrones de comunicaciones que han sido dictados por los
modos recíprocos de ser de los cónyuges. Esto fue lo que hizo Dios
Padre al enviar a su único Hijo: hacerlo acogible por nosotros, para lo
cual se hizo hombre. Cuando la Escritura afirma que Pablo se hizo
todo a todos, está repitiendo la misma idea. Así que el amor genuino
no se queda en la mera entrega, sino que llega a este hacerse de
acuerdo con los modos de ser de la persona amada. Sobre estos
fundamentos, el matrimonio se hace indisoluble. Cuando se logra esta
meta, hemos de reconocer en él la presencia activa de la
acogibilidad.
Las sociedades de nuestros días desconocen este hecho. Lo cual
ha impulsado a un desdoblamiento de la personalidad, en el sentido
de reservar la acogibilidad exclusivamente para el ámbito familiar, y
vivir fuera de él conforme a los intereses que hemos dejado escritos
en párrafos anteriores. ¿Puede haber acogibilidad en la política, tal
como se desenvuelve actualmente? ¿ Puede haberla en las
empresas, tan amenazadas por la lucha de clases? En fin, cuando los
planteamientos han sido fieles a los principios del evangelio, la
acogibilidad se da en las relaciones eclesiales. Pero más allá de esto
no se ve su presencia.
Por lo cual la sociedad no ha preparado a las generaciones en
edad de contraer matrimonio y de fundar una familia para una
existencia acogida en una relación, caracteriológica y sexual, de amor
indisoluble.
AFECTO/A A/AFECTO: Quizá se deban buscar las causas de
ciertos tópicos de la vida conyugal (que hablan de una sociedad
precoz) en estas condiciones sociales. Sin mostrarnos del todo
pesimistas, reconocemos que también se percibe en la calle la
presencia del amor, y que este amor determina la creación de grupos
humanos de diversa índole que colaboran a favor de la convivencia.
Es verdad. Pero, otras veces, ese socorrido amor no responde como
debiera a su obvia función de estimular las relaciones interhumanas.
¿Qué ocurre ahora? En la vida matrimonial, el amor es el factor
vinculante por antonomasia, el que despierta el destino compartido y
el que, por su abundancia, desborda a la pareja y da origen a la
descendencia. Pero, a la vez, no son raros los casos en que marido y
mujer, ciertamente amándose, padecen el aguijón de la soledad. No
es suficiente, la verdad sea dicha, con que exista amor en la pareja
para que ésta evite talos sentimientos. Muy a menudo, por el
contrario, el amor sin afecto no produce los efectos de una cercanía
sensible y llena de pequeños, pero intensos, signos de convivencia. El
afecto añade al amor lo que los lubricantes en una máquina añaden a
la corriente o fluido eléctrico. Sin los aceites y grasas, las piezas se
mueven torpemente, aunque haya ese fluido eléctrico. Lo mismo pasa
con el matrimonio y la familia: sin ese cúmulo de detalles que ofrece el
afecto, el amor no llega a rendir los frutos de una óptima relación.
Esta observación hay que trasladarla a las relaciones caracteriales,
a las experiencias sexuales, a los hábitos y costumbres, a las
alusiones recíprocas de los cónyuges...; en fin, a todo lo que se
comprende como sinónimo de "comunicación".
Instancias de la personalidad en la comunicación familiar.
Nos referimos a las instancias llamadas "ello", "yo" y "supergo".
Siendo la pareja (y también la familia) una entidad especialmente
basada en el amor y los afectos, y dado que al mismo tiempo la
moralidad desempeña un papel tan decisivo en la creación de la
felicidad, nos parece importante analizar las relaciones conyugales
bajo el prisma de estas instancias, que reflejan las estructuras
dominantes en cualquier sistema de relaciones.
Sin pretender, bajo ningún concepto, encasillar a las parejas
dentro de esquemas más o menos teóricos, sino, al revés,
habiéndonos inspirado en los orígenes de donde parten las
inclinaciones a la comunicación, y sabiendo además que no existen
"tipos puros", sino que lo que se dan son modelos contaminados con
las características de otros modos de ser, vamos a examinar cada una
de las instancias aludidas y a observar cómo cada una de ellas refleja
una situación relacional que, en conjunto, resumen las tres
posibilidades de comunicación intramatrimonial más frecuentes. Lo
cual lo hacemos sin entrar a discutir, por falta de espacio, la patología
conyugal.
PERSONALIDAD-ELLOICA: Respecto de las personalidades
elloicas, diremos, ante todo, que se dan tanto en los hombres como
en las mujeres, aunque en éstas con menos compensaciones que en
aquellos. Tal vez sea la capacidad de gozar de los placeres de la vida
y de los amores lo que primero llama la atención. La inclinación a la
buena mesa, a las juergas y a las fiestas entre amigos (no con
cualquiera) entra dentro de esta alegre necesidad de dejarse llevar
de la propensión al hedonismo. Lo cual está respaldado por una fácil
convivencia social, dado lo cómodamente con que expresan sus
afectos, no siempre exentos de cierta irracionalidad. En general, pues,
se ve que en estas personas domina la viscerotonía, tema éste que
es a la vez fuente de gozos, pero también con sus inconvenientes más
o menos desagradables, como veremos a continuación.
¿Son aptos estos sujetos para una convivencia suficientemente
estable dentro de las exigencias conyugales? Creemos poder
responder afirmativamente, pero no sin hacer algunas indicaciones.
Algo digno de tenerse en cuenta es la tendencia, a veces
fuertemente acentuada, a rehuir los esfuerzos de la disciplina
aplicados a las pulsiones afectivas y emocionales, de modo que dan
la impresión de ser personalidades inclinadas al desorden psicológico
y con dificultades para ejercer un satisfactorio control sobre los
propios apetitos y vivencias. A la vez, pueden depender
excesivamente de sus estados de ánimo, dificultando la relación. Si
añadimos algunas dosis de sensibilidad no pocas veces caprichosa y
hasta exagerada, marido y mujer suelen incurrir en dificultades de
entendimiento, hecho que se traduce en broncas y malos momentos
no deseados por ninguno de los cónyuges. Y es que el ello no sólo es
la sede de las pulsiones que se esfuerzan por conseguir lazos de
unión, sino que también posee otras de carácter netamente agresivas
y hostiles. Si, como decimos, estos sujetos adolecen de insuficiencia
disciplinar, resulta (con alguna iteración) que la pareja produce
discusiones y gestos de hostilidad que podrían haberse evitado con
un poco de esfuerzo. Es decir, la ciclotimia de estas personalidades
no sólo se mueve entre la euforia y la depresión (que a menudo no
pasan de ligeras oscilaciones ciertamente tolerables), sino también
entre las tendencias cariñosas y de ternura y aquellas otras más
violentas que, insistiendo, causan malos ratos, aunque en alguna
medida transitorios y hasta superficiales.
De lo expresado hasta aquí se deducen algunas inferencias que,
con sus más y sus menos, se repiten en todos los casos semejantes y
que, con el debido control y aprendizaje, pueden ser superadas,
siquiera en parte. Es inherente al ello prescindir del medio externo; el
sentido de realidad le es totalmente ajeno. El ello busca ciegamente la
descarga de sus tensiones pulsionales sin importarle ni esa realidad
ni la moralidad. Si, como señalábamos arriba, el sujeto en cuestión no
se ha autoeducado psicológicamente, los problemas de convivencia
suelen abundar. He aquí los más repetidos:
a) Algunas dificultades respecto de las tareas del hogar que exigen
continuidad y organización. Otro tanto se diga de la falta de limpieza y
de orden, así como de puntualidad, aspectos en los que descansa en
buena parte el buen gobierno de la familia.
b) La complementariedad conyugal suele resentirse, dado que las
personalidades en cuestión tienden a rechazar a aquellas otras de las
que más necesitan; nos referimos a las características de un superyo
que pretende poner las cosas en su sitio. Enfados y largas
discusiones mantienen en vilo la armonía conyugal.
c) En cuanto a la autoridad, tampoco en esto se dejan dominar
fácilmente. No es que haya que determinar en función del sexo quién
debe ejercerla. La verdad es que, si se puede practicar mediante
pacientes diálogos, sin pasar de ahí, la situación resulta más
llevadera. En otro caso, la cosa se limita a soportar estoicamente las
protestas del cónyuge que no se aviene a disciplinas ajenas a su
propio ello.
d) Una última observación. De lo reseñado hasta aquí deducimos
que la obediencia a una moral que intenta basarse en datos más
objetivos será rechazada por atentar contra las inclinaciones
demasiado subjetivas de la conciencia elloica. En concreto, la
sexualidad se interpretará con una mentalidad amplia, relajada y
distendida, al margen de lo que en principios o normas haya dictado
la autoridad tenida por competente.
PERSONALIDAD-SUPERYOICA: ¿Y qué decir de las
personalidades superyoicas? Se las detecta sin dificultad. En seguida
aparecen sus rasgos específicos, que se hacen sentir en el otro
cónyuge y, sobre todo, en los hijos. Son personas troqueladas por la
"moralidad", con inclinación a la rigidez y a lo normativo, de modo que
su conciencia se caracteriza por un excesivo legalismo. Esta
estructura mental la proyectan sobre el comportamiento, y las
decisiones que se adoptan adolecen de los mismos excesos.
Poníamos la palabra "moralidad" entre comillas porque, en
realidad, no se trata de una moral en la que el otro, en cuanto ser
humano, es el determinante de la conciencia de culpabilidad (en cuyo
caso escribiríamos dicha palabra sin aditamentos), sino, muy por el
contrario, de lo que se trata es del cumplimiento de la ley como motivo
primero de la "moralidad", en lugar de serlo, como afirmamos, las
demás personas. El entender así la cuestión aproxima a las
personalidades que estudiamos al campo de lo patógeno. Las
conciencias estrechas son un obstáculo nada cómodo para
entenderse a partir de las tendencias más liberales del ello.
Ciertamente, esta instancia debe ser compensada por el superyo o, si
se prefiere, éste ha de equilibrarse por la espontaneidad vital de
aquél. De no ser así, la convivencia conyuga] va a sufrir, y no poco.
Los efectos inmediatos de estos fenómenos los vemos en una
apreciación desatinada respecto del pecado. Este es estimado
legalísticamente, sin distinguir lo que puede ser un acto objetivamente
condenable y otro más subjetivo en el que las circunstancias del
sujeto atenúan su maldad. Toda transgresión, estiman, es pecado
grave, legalmente grave, con escasa o nula atención a las
condiciones en que ha podido ser cometido.
El campo específico en que se ensaña la personalidad superyoica
es la sexualidad conyugal. A veces las relaciones íntimas se
convierten en un verdadero infierno, dado que el cónyuge legalista
mide con rigidez patológica ciertas licencias que el otro considera
legítimas. Amarse en estas circunstancias es un milagro de la
paciencia humana.
Pero el problema es aún más grave cuando se trata de la
educación de los hijos. La educación fundamentalmente prohibitiva
predispone a la descendencia a favor de conductas "obsesoides", si
antes no han estallado frente a los patrones censurantes del
progenitor enfermo. Este suele mostrarse duro, dominante y con
pérdida de la sensibilidad. De este modo, el sistema educacional
asumido se torna muy racionalizado, poco espontáneo y con peligro
de desencadenar fuertes conflictos, tanto entre los esposos como
entre éstos y los hijos.
Mas, si no se llega a tanto, las personalidades superyoicas
ofrecen a la pareja y a toda la familia algunas ventajas importantes
para la comunicación. En primer lugar, muestran el nivel de
aspiraciones al que tienden los padres y, a través de éstos, la prole.
Este hecho puede ser altamente estimulante y constituirse en un
factor de promoción y motivación del que la familia sabrá obtener
positivas ventajas. El peligro que encierra esta cualidad consiste en la
tendencia del superyo a imponer a los demás miembros de la casa las
mismas ideas que el progenitor de marras, o que el otro cónyuge
tenga que hacerse con los mismos gustos y hábitos de aquél. Pero, si
se evitan estos riesgos, los beneficios son, a nuestro parecer,
francamente envidiables. Así, no ha de pretenderse que los hijos
sigan los gustos de sus progenitores, ni que el otro cónyuge imite las
preferencias que se le ofrecen.
Otro aspecto que también merece ser resaltado es que el
mencionado superyo representa psicológicamente los derechos de los
demás. Y por este medio desarrolla una visión de respeto, cercanía y
amistad en el trato con los demás individuos. Si se tiene en cuenta
que los mejores sentimientos provienen de la unidad familiar (los
cuales son impensables en otro contexto), se admitirá sin dificultad
que no puede darse la estructura familiar sin la presencia eficaz del
superyo. Más aún, reconociendo que de dicha estructura familiar se
desplazan los comportamientos afectivos que se proyectan a la
comunidad, aquella instancia se convierte en un elemento insustituible
de la organización social. Esta ha logrado independizarse de aquélla
más mal que bien, se ha dinamizado a su modo y, a pesar de los
esfuerzos que hacen algunas personas en contra, ha degenerado en
un superyo consumista, hedonista y gravemente secularista. De esta
manera, es ahora la sociedad la que incide en los ciudadanos y los
"educa" conforme a sus normas de conducta. Las generaciones que
no cuentan con una eficiente conciencia crítica se tragan
inconscientemente lo que, como resultante del proceso, machacarán
sobre los futuros progenitores. Así se establece un círculo vicioso
familia-sociedad que no siempre resulta positivo para el primer
miembro. Pero, aun estando así las cosas, la familia dispone de
medios suficientemente resistentes para salir airosa de esta penosa
situación. Por lo menos, así lo tenemos constatado en no pocas
familias de madura conciencia cristiana.
PERSONALIDAD-YOICA: Nos queda por ver el último modelo de
comunicación matrimonial y familiar. Nos referimos a las
personalidades yoicas.
Se ha afirmado, no sin razón, que la felicidad consiste en el arte de
saber moverse y defenderse en el ámbito de la realidad; habilidad que
se inicia en la infancia, en la fase de socialización. Esta cualidad es
específica y la primera del yo. En este aspecto, esta instancia permite
la mejor representación de la madurez de los esposos y de la misma
familia. Precisamente ocurre lo contrario cuando el yo, por dificultades
emanadas de una insuficiencia afectiva (ello) o de una sistematización
abusivamente censora de la conciencia (superyo), encuentra
obstáculos más o menos insalvables para establecer relaciones de
convivencia. Si añadimos a esto una pésima socialización, con toda la
amargura de la discriminación, nos hallaremos ante un sujeto (marido
o mujer) que arrastra, a su pesar, un lastre imposible de conciliar con
las exigencias de comunicación de la pareja y los hijos. La resultante
de esta calamitosa situación puede ser un yo sumamente narcisista,
centrado patológicamente en sí mismo y que no se esfuerza por
restablecer el diálogo interrumpido desde la segunda infancia Este
narcisismo se concentra en sí mismo, resulta dominante, inflexible y,
lógicamente, difícil para la unión.
Si no se llega a estos extremos, el yo permite a los esposos
armonizar las tendencias elloicas con las superyoicas, en un equilibrio
un tanto precario, pero suficiente para no impedir los agrados del
hogar. Cuando esto se alcanza, la personalidad resulta
deliciosamente adulta y las relaciones están prácticamente
garantizadas. Hay que esperar que por lo menos uno de los cónyuges
goce de esta circunstancia, porque, en caso contrario, la
comunicación se torna seriamente problemática. Tales agraciados
individuos se prestan, aun sin pretenderlo, a ser tomados como
modelos de identificación por parte de los hijos y son un acervo de
motivaciones para el otro cónyuge.
De esta armonía resulta que el yo se transforma en el verdadero
representante de la personalidad, de la pareja y de la familia. Es un
yo ágilmente desplazado hacia la sociedad, con buenas capacidades
para asumir las responsabilidades que emanan de esta
representación.
Salvado, pues, el exagerado narcisismo de algunos sujetos, el yo
reúne en sí las resultantes emanadas de la madurez emocional y de la
comunicación intraparejal e intrafamiliar. Esto quiere decir que la
proyección de los ideales (superyo) y de los mejores sentimientos
(ello) sobre los componentes del hogar resulta una verdadera tarea,
siempre avalada por la nada despreciable recompensa de poseer un
matrimonio y una familia conformes al propio esfuerzo. Si los dos
componentes de la pareja disfrutan de estas condiciones tan
ventajosas, esa recompensa se verá plenamente respondida (en
cuanto es humanamente posible), siendo los primeros en disfrutar de
ello el marido y la mujer, y después los hijos.
Claro que la realidad conyugal nunca es tan optimista como lo que
venimos diciendo aquí; pero, así y todo, el saldo que queda es lo
suficientemente aceptable como para esperar una adaptación a la
vida de toda la familia. Pero no una adaptación acrílica;
efectivamente, estas personalidades yoicas, cuando alcanzan la
madurez, disponen también de un superyo discriminante que no se
aviene a cualquier estímulo exterior o interior y sabe servirse de
algunos mecanismos de defensa que permiten el equilibrio con el
mundo interno y el de fuera. Siguiendo en esta línea, hemos de decir
que la adaptación crítica del yo es más que eso; es la asunción de
una función referida a las condiciones adversas del ambiente; así, el
yo se mueve entre la adaptación (tal como la estamos entendiendo) y
la transformación de la realidad, hecho éste de indiscutible valor para
los hijos cuando viven su identificación con los progenitores
Una última alusión a esta parte del artículo. Los objetivos del yo no
son el disfrute de la vida (ello) ni la moralidad (superyo), sino aquellas
resultantes de su relación con la realidad exterior, es a saber: la fama
y el prestigio, los éxitos, la imagen social, etc. Por eso, cuando de
algún modo las condiciones de vida (sirva de ejemplo el paro)
dificultan la adquisición de estas metas yoicas, las condiciones de la
persona afectada son francamente dolorosas y, por ende, la amenaza
del bienestar familiar es inminente. A estos personajes. las
circunstancias adversas les vuelven peligrosamente frustrados, hecho
que proyectan sobre la pareja y los hijos, convirtiendo el hogar en un
auténtico infierno. Toda la paciencia imaginable no basta para
soportarlos.
Queremos repetir ahora la observación que hacíamos al comienzo:
que no existen "tipos puros", sino conductas mixtas, y que, por lo
mismo, tampoco hemos pretendido afirmar que tales tipos se den: eso
sí, a efectos de exposición hemos tenido que expresarnos
diferenciando nítidamente lo que es propio de cada modelo
presentado.
Ultimas observaciones
Digamos, para concluir, que en las mencionadas instancias se dan
tanto los orígenes de posibles conflictos como los recursos para
superarlos. También consignamos que tanto el marido y la mujer
como la prole viven vueltos hacia la sociedad, donde abundan
diversos campos de actividades como la escuela, el trabajo, la vida
social, las amistades, la política, etc. La referencia a estos
quehaceres se realiza por medio de las instancias estudiadas y, si se
consigue una empatía global, los resultados serán satisfactorios.
Queremos decir que también el despliegue de la familia sobre el
medio ambiente con sus diferentes tareas es labor que se cumple
mediante los sabidos ello, yo y superyo y, por tanto, fuente de
algunas crisis. No sólo esto, sino que la sociedad es igualmente el
entorno en el que la entidad familiar consigue sus mejores
realizaciones, lo cual la obliga a una positiva y constante vigilancia
para que las parejas y los hijos vivan en sus casas la intensidad de
amores que necesitan para encarar la sociedad con el "remango" que
sus crudas realidades exigen.
Finalmente, una palabra sobre la ética cristiana. Creemos que el
pensamiento cristiano refuerza lo que hemos visto de constructivo en
este artículo; pero esta afirmación requiere ser demostrada, y esta
tarea no podemos hacerla en este momento.
LESÚS
ARROYO
SAL TERRAE 1986/05.Págs. 367-378