Archidiócesis de Toledo

EL CUARTO MANDAMIENTO Y LA PROMOCIÓN DE LA FAMILIA 

PLAN PASTORAL DIOCESANO'99


INDICE 

I. EL CUARTO MANDAMIENTO.

A. LA FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS.
1. Naturaleza de la familia.
2. La familia cristiana, "iglesia doméstica".

B. SOCIEDAD Y LA FAMILIA ("Familia, corazón de la 'civilización' del amor, en la
sociedad y en la Iglesia").
1- La familia es la primera sociedad natural, célula primera y originaria de la sociedad
2- La familia, escuela de socialidad.
3- Los derechos de la familia ante la sociedad y del Estado.

1) Reconocer y promover el matrimonio y la familia respetando su naturaleza
particular.
2) Tutelar la moralidad pública
3) Ayudar al matrimonio y a la familia en relación a sus 
necesidades materiales
4) Asegurar el derecho a la procreación y ayudar a la 
educación de los hijos.

4-Los deberes del matrimonio y de la familia frente al estado

C. DEBERES DE LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA
1. Deberes de los esposos.
1. Deberes de los hijos.
2. Deberes de los padres.

D. LAS AUTORIDADES EN LA SOCIEDAD CIVIL (Apéndice).
1. Deberes de las autoridades civiles.
2. Deberes de los ciudadanos.
3. La comunidad política y la Iglesia.

Bibliografía utilizada: GS 73-76; CEC n. 2196-2330; "Carta a las 
Familias" (1994); "Carta de los Derechos de la Familia" (1983); 
FERNANDEZ A., Teología moral, Tomo II "Moral de la persona y de la 
familia", Burgos 1993. p. 563-593; cf. GÜNTÖR A. Chiamata e 
risposta, Vol. III, Milán 1988, 4ª ed., pag. 146-148; 206-318); 
SARMIENTO A., El matrimonio cristiano, Pamplona 1997, pag. 
437-468

Jesús responde a la pregunta sobre cuál es el primero de los 
mandamientos con el mandato del amor a Dios (1ª tabla) y del amor al 
prójimo (2ª tabla) (cf. Mc. 12, 19-31). San Pablo recuerda que el que 
ama al prójimo ha cumplido la ley entera, ya que la caridad es la ley 
en su plenitud (cf. Rm. 13, 8-10) (cf. CEC 2196).

I
EL CUARTO MANDAMIENTO.

Honra a tu padre y a tu madre (cf. Ex. 20, 12; cf. Dt. 5, 16). "Hijos, 
obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo, 'Honra 
a tu padre y a tu madre', tal es el primer mandamiento que lleva 
consigo una promesa: 'para que seas feliz y se prolongue tu vida 
sobre la tierra" (Ef. 6, 1-3).

La familia es una comunidad de ricas relaciones interpersonales y 
sólo se realiza en la medida en que constituye y sus miembros actúan 
como una verdadera comunidad de personas. Esto mismo es lo que 
se encierra en el cuarto precepto del Decálogo, expresión de la virtud 
de la piedad: hábito o virtud sobrenatural que nos inclina a tributar a 
los padres el honor y servicio debidos (cf. II-II q. 101, a. 3).

El 4º Mandamiento encabeza la 2ª tabla del Decálogo. Dios quiso 
que después de El honrásemos a nuestros padres, a los que 
debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios 
(cf. CEC 2197). El fundamento del honor y reverencia -la piedad- que 
los hijos deben a sus padres nace como prolongación y participación 
de la Paternidad divina. Es significativo que el cuarto mandamiento se 
inserte precisamente en este contexto de la virtud de la piedad (la 
cual, a su vez, forma parte de la virtud de la justicia, pero en relación 
a Dios). Así como a Dios, primero y fuente de nuestro ser natural y 
sobrenatural, se le debe rendir el homenaje y el honor propios de la 
virtud de la religión, así también a los padres ha de dáreseles el honor 
y la reverencia debidos propios de la virtud de la piedad. Los padres, 
son en cierto modo los representantes de Dios que lo prolongan, 
quienes te han dado la vida y te han introducido en una estirpe, 
nación y cultura. Después de Dios ellos son tus primeros 
bienhechores. Hay una cierta analogía entre honrar a tus padres y el 
culto debido a Dios (cf. Carta a las Familias -CF- 15). 

Pero el cuarto mandamiento (honra) también está vinculado con el 
mandamiento del amor: no basta con honrar a nuestros padres; 
hemos de amarlos. La honra está relacionada con la virtud de la 
justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin 
referirse al amor a Dios y al prójimo. Es decir, está relacionada con la 
justicia que exige alteridad de las partes implicadas y derechos 
estrictos; pero a la vez lo supera mediante el amor que tiende a 
afirmar la mío como también tuyo y nuestro (cf. CF 15).

La piedad filial que se debe a los padres se manifiesta en primer 
lugar mediante la gratitud (cf. CEC 2215). Es consecuencia de 
reconocer que, a través de los padres, han recibido el don de la vida 
y que ellos son sus educadores. "Con todo tu corazón honra a tu 
padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos 
has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?" (Sir 7, 
27-28).

La formulación positiva de este cuarto precepto son los deberes 
que los hijos han de cumplir para con sus padres y constituye como 
un preanuncio de los mandamientos de la segunda tabla que le 
siguen (cf. CEC 2198). El 4º mandamiento se dirige expresamente a 
los hijos en sus relaciones con sus padres y también -por extensión- a 
las relaciones de parentesco con otros miembros de la familia (cf.CEC 
2199). Finalmente se extiende también a los deberes de los alumnos 
respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos, 
de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto 
a su patria, etc. Este mandamiento implica los deberes de todos los 
que ejercen una autoridad sobre otros. El cumplimiento de este 4º 
Mandamiento conlleva consigo una recompensa (cf. Ex. 20, 12): los 
frutos espirituales y temporales de paz y prosperidad (cf. CEC 2200).

A. LA FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS.

1. Naturaleza de la familia.

El fundamento de la familia es el matrimonio (cf. CEC 2201). La 
comunidad conyugal se establece sobre un acto de voluntad amorosa 
de los esposos, el mutuo consentimiento que causa el vínculo o pacto 
de amor entre los esposos y con Dios (cf. GS 48). Al crear Dios al ser 
humano, varón y mujer, Dios instituyó la familia y la dotó de su 
constitución fundamental (cf. CEC 2203). Es comunidad porque en 
ella se da una comunión de amor, motor del matrimonio y la familia, y 
una comunión de vida personal (cf. CEC 2205). La aparición del hijo 
implica la extensión del matrimonio que se convierte en familia (cf. 
CEC 2202). El matrimonio y la familia son de institución divina (divino 
natural; cf. HV 8). Se afirma que es una institución natural porque 
responde a la verdad más profunda de la humanidad del varón y la 
mujer, como imagen de Dios. Es anterior a todo reconocimiento por 
parte de la autoridad pública. Sus miembros son personas iguales en 
dignidad pero diversos en sus responsabilidades, derechos y 
deberes, que constituye, sin embargo, una única comunidad de 
personas.

Por tanto, la familia constituye la primera expresión de la "communio 
personarum", participación (primera) de la comunión Personal 
Trinitaria. La Trinidad nos muestra que Dios es misteriosamente una 
familia. Este hecho ilumina la verdad de la familia. El modelo originario 
-del cual participa toda familia humana- es el misterio trinitario. Por 
eso, de forma análoga al misterio trinitario, la familia está llamada a 
ser comunidad de personas en la comunión de amor. Una comunidad 
en la que cada uno de sus miembros es afirmado por sí mismo, y a la 
vez, en su relación personal entre el yo y el tú, se abre el nosotros, 
que -en los esposos- se complementa plenamente y de manera 
específica al engendrar y educar los hijos. 

La comunión ha de existir y expresarse en primer lugar entre los 
cónyuges. Es consecuencia de la una caro (Gn 2, 24). Se ha instituido 
entre ellos una unión tan íntima y profunda (cf. GS 48 a), que implica 
la donación total de amor de su masculinidad y feminidad -en cuanto 
sexualmente distinta y complementaria (conyugalidad)-. La lógica de 
la entrega de los esposos pone las bases de la lógica de la entrega 
de los padres respecto a sus hijos (cf. CF 11).

Sobre la base del matrimonio o comunidad conyugal se fundamenta 
la comunidad de la familia. Además de las relaciones entre esposos, 
existe un conjunto de relaciones interpersonales riquísimas dentro de 
la familia, que han de observarse, si se quiere que la vida familiar sea 
una verdadera comunión de personas en el amor: la de los padres y 
los hijos, la de los hermanos entre sí, la de los parientes, etc. El amor 
auténticamente humano y personal no puede dirigirse hacia su objeto 
de una manera indiferenciada, sin tener en cuenta la condición del 
amado y su identidad personal en cuanto es esposo-a, padre-hijo, 
hermano-a, etc.

El amor de la familia es un amor de amistad con unas 
características específicas. Como consecuencia de darse entre unas 
personas relacionadas entre sí con unos vínculos específicos, esa 
amistad se convierte en amor conyugal, paterno, materno... Esta 
comunión interpersonal se fundamenta originariamente en los lazos 
de carne y sangre, es decir, lo que existe primero es el hecho de ser 
esposo, padre, hijo, hermano, pariente. Pero lo verdaderamente 
importante es la libre elección de actuar según la condición propia 
dentro de nuestra familia. Bajo este aspecto la comunión de personas 
está sujeta a un crecimiento según un dinamismo interior e incesante 
que conduce a una comunión cada vez más profunda e intensa (cf. 
FC 18). En concreto, los esposos lo conseguirán a través de la 
fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la entrega recíproca y 
total (FC 19), por la que comparten todo lo que son y tienen, hacia 
una unión cada vez más rica a nivel del cuerpo, del carácter, la 
inteligencia, los afectos y la voluntad libre. 

En la familia cristiana el amor y la comunidad que sus miembros 
deben vivir reviste la modalidad de ser revelación de la comunión de 
Iglesia. Por el bautismo y demás sacramentos, los cristianos son 
constituidos miembros del Cuerpo de Cristo. Esta nueva y original 
comunión lleva a plenitud la comunión originaria que nace de los lazos 
de carne y sangre. Por la fe se instaura entre ellos unas relaciones 
nuevas, sobrenaturales sin anular, sino al contrario curar y elevar las 
relaciones naturales en el seno de la familia, de tal forma que su 
paternidad, maternidad, filiación y fraternidad, está llamada a vivirse 
de una forma nueva, según el modelo de Dios. La familia de Nazaret 
aparece como modelo de toda la vida familiar. A cada miembro de la 
familia le corresponde una tarea específica en la construcción de la 
familia, debiendo colaborar todos. Cada uno lo ha de hacer desde su 
función específica. El servicio recíproco de todos los días, según el 
modo propio de cada cual, es el modo práctico de vivir la comunión 
familiar.

2. La familia cristiana, "iglesia doméstica".

Una de las claves para afrontar la relación entre familia e Iglesia es 
la consideración de la familia como Iglesia doméstica. Con ello 
entramos también en la identidad y misión de la familia cristiana.

La familia cristiana es Iglesia doméstica, en expresión de S. Juan 
Crisóstomo y San Agustín (cf. LG 11; FC 21) (cf. CEC 2204). El 
primero, para animar a las familias a configurar su existencia como 
modelo de caridad, servicio y hospitalidad; ya que en la familia se 
encuentran los elementos más importantes de la Iglesia: la mesa de la 
palabra, el testimonio de la fe, la presencia de Cristo. San Agustín se 
sirve de esta imagen para hablar de la función del padre en el hogar, 
comparándola con la del Obispo, porque uno y otro cuidan de una 
comunidad de fe. La expresión tiene un origen implícito en San Pablo 
y en los Hechos de los Apóstoles, cuando hablan de hogares 
cristianos como comunidades misioneras y de culto (Cornelio; Priscila 
y Aquila; Tabita).

El Vaticano II recoge la expresión en dos momentos. En esta 
especie de iglesia doméstica que es el hogar los padres han de ser 
para sus hijos los primeros predicadores de la fe, con su palabra y 
con su ejemplo, estimulando a cada uno en su vocación, y en especial 
a las vocaciones consagradas (LG 11; cf. AA 11). La familia constituye 
a su manera, una imagen viva y una representación histórica del 
misterio de la Iglesia (FC 49). La familia no es sólo la célula original de 
la Iglesia, en cuanto que contribuye a darle nuevos miembros, sino 
también es una imagen y representación del misterio mismo de la 
Iglesia. Es como una iglesia en miniatura.

El fundamento de la familia como iglesia doméstica radica a partir 
de su participación en el sacramento del matrimonio. La relación entre 
ambos es de naturaleza sacramental, no principalmente desde la 
analogía sociológica a como la familia constituye la célula base de la 
sociedad civil. Es de naturaleza teológica y de gracia: así como la 
Iglesia es signo y sacramento de Cristo, así también la familia cristiana 
es sacramento de Cristo y recuerda el misterio de Cristo y de su 
Iglesia.

Esta relación determina la participación de la familia cristiana en la 
vida y misión de la Iglesia. Como la Iglesia, la familia es un lugar 
donde se anuncia la Palabra; constituye un espacio de culto y 
oración; y para servicio de la caridad; está puesta al servicio de la 
edificación del Reino de Dios en la historia, mediante la participación 
en la vida y misión de la Iglesia (cf. FC 49).

Es comunidad de fe, esperanza y caridad y posee para la Iglesia (y 
para la sociedad) una importancia capital (cf. Ef. 5, 21-6,4; Col. 3, 
18-21). La familia cristiana es la primera expresión de la Iglesia. El 
matrimonio cristiano, mediante su participación en el sacramento de 
Cristo, transforma su familia en Iglesia doméstica, encargando a los 
esposos y demás miembros múltiples tareas que constituyen con toda 
propiedad un ministerio eclesial.

De esta forma la familia cristiana se convierte en Iglesia doméstica 
en donde todos escuchan la Palabra de Dios, se evangelizan 
mutuamente (a), en donde todos oran en común (oración conyugal y 
familiar para el diálogo con Dios) y se santifican y santifican el mundo 
y los demás miembros de la Iglesia (b). Del sacramento del matrimonio 
que especifica el del bautismo brota la gracia y el deber de ofrecer su 
vida como liturgia agradable a Dios (cf. FC 56; LG 34). Aquí es donde 
se ejerce el sacerdocio bautismal del padre y de la madre, y de todos 
los demás miembros en la recepción de los sacramentos, en la 
oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa 
(cf. LG 10; cf. CEC 1657). Finalmente en la familia es donde todos, 
finalmente, viven la comunión en el amor, como motor de la 
comunidad de personas en donde se vive la caridad (mandamiento 
nuevo de Jesús) entre las relaciones personales de sus miembros (c). 
La familia cristiana participa de su función regia cuando sirve 
desinteresadamente al hombre valorando su dignidad personal. De 
manera especial cumple esta misión de servicio al hombre por el 
ejercicio de la caridad con los más necesitados, a través de las obras 
de misericordia. Asimismo con su participación en el apostolado 
asociado que promueva una auténtica política familia y económica en 
su favor.

Este triple ministerio no lo vive la familia sólo dentro de las paredes 
de su hogar, sino que hace extensible también hacia otras familias 
amigas, a los vecinos que viven junto a ellos, a las familias de los 
barrios, de la Escuela, del pueblo o ciudad. Es la Iglesia doméstica 
cercana a las gentes para transmitirles el tesoro cristiano.

B. SOCIEDAD Y LA FAMILIA 
("Familia, corazón de la 'civilización' del amor, en la sociedad y en la 
Iglesia").

La familia es más "sujeto social" que otras instituciones posteriores: 
lo es más que la Nación, que el Estado, que la sociedad y las 
organizaciones internacionales. Las comunidades más importantes de 
la sociedad son la el matrimonio y la familia, el Estado y la Iglesia 
(para los que somos cristianos). Existen múltiples comunidades 
intermedias en las cuales los hombres se unen, pero sobre todo y por 
encima de ellas está la familia como célula base de la sociedad. Estas 
instituciones gozan de subjetividad propia en la medida en que la 
reciben de las personas y de sus familias. Se trata de otro modo de 
expresar lo que es la familia y esto se deduce también del 4º 
mandamiento (cf. CF 15).

1- La familia es la primera sociedad natural, célula primera y 
originaria de la sociedad. La condición masculina y femenina, que da 
lugar a la primera diferenciación de la humanidad común, es también 
la primera manifestación de la llamada de la persona a la 
complementariedad mediante la relación interpersonal. En este 
sentido, el matrimonio es la sociedad natural primera, hundiendo sus 
raíces en el significado originario de la estructura de comunión de la 
persona. Pero esta comunión básica entre varón y mujer dentro del 
matrimonio se completa plena y naturalmente de una manera 
específica al engendrar los hijos; de esta forma la comunidad de 
personas de los cónyuges da origen a la comunidad familiar (cf. CF 
7).

La familia es la célula original de la sociedad, porque en ella la 
persona es afirmada en su dignidad por vez primera, por sí misma y 
de forma gratuita. Desempeña en la sociedad una función análoga a 
la célula en un organismo viviente. La familia interesa sobremanera a 
la sociedad, ya que constituye la célula originaria de la vida social (cf. 
CEC 2207). Por consiguiente la familia constituye la primera institución 
intermedia que vertebra y reconstruye el tejido social, como célula 
cuya vocación es unirse a otras células bases para construir el tejido 
humano. Ella es la primera y principal ONG. 

Ninguna otra comunidad abraza a la persona y a la vida humana tan 
ampliamente como el caso del matrimonio y la familia. El hombre viene 
al mundo a través de la familia. En ella crece y en ella se forja para 
todo el resto de su vida. La gran mayoría de los hombres, una vez 
adultos, a su vez fundan un nuevo hogar. Por todo ello en un cierto 
sentido, el principio válido para la prioridad de la persona sobre el 
resto de instituciones sociales, es también análogamente válido para 
la familia: ellos son hasta un cierto punto, de forma similar a la 
persona, "principio, sujeto y fin" de todas las instituciones sociales (cf. 
GS 25). Sobre todo el Estado deberá preocuparse del bien del 
matrimonio y de la familia: las autoridades civiles deberán considerar 
como deber sagrado el respeto, la protección y el favorecimiento de 
su verdadera naturaleza, de la moralidad pública y la prosperidad 
doméstica (cf. GS 52). Sin embargo no es sólo tarea del Estado, sino 
que también el desarrollo del matrimonio y de la familia es objeto de 
otras comunidades intermedias de la sociedad.

Por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de 
los Estados y de las Organizaciones Internacionales pasa 
necesariamente a través de la familia y se fundamenta en el 4º 
mandamiento del Decálogo. La afirmación de la persona está 
relacionada, en gran medida, con la familia y, por consiguiente, con 
este mandamiento. 

2- La familia, escuela de socialidad. En el designio de Dios la familia 
es la primera escuela del ser humano. Es la primera y fundamental 
escuela de humanización y de socialidad (FC 37). Esta es su principal 
aportación al bien común de la sociedad (FC 43). Tan importante es 
esta tarea que se debe concluir que la sociedad será lo que sea la 
familia. ¡Sé hombre! es el imperativo que en ella se transmite, hombre 
como hijo de la patria, como ciudadano del Estado, como ciudadano 
del mundo. Por ello las conductas y legislaciones que destruyen la 
familia son, por lo mismo, deshumanizantes y nocivas para la 
sociedad. La familia es escuela óptima del más rico humanismo (cf. 
GS 52), lugar privilegiado de humanización perfecta, ambiente idóneo 
en donde la persona puede crecer toda su personalidad de forma 
equilibrada. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el 
seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la 
seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. En ella se 
aprende desde la primera infancia los valores morales, se comienza a 
honrar a Dios, a usar bien de la libertad y constituye el lugar óptimo 
de transmisión de los valores vitales y virtudes humanas y cristianas.

No todas las formas de familia sirven y contribuyen a realizar la 
verdadera socialidad. La familia de fundación matrimonial es la que 
tiene las garantías de ello, si se comporta además como una 
verdadera comunidad de personas, es decir, de vida y amor, en la 
que cada uno de sus integrantes es valorado en su irrepetibilidad. 
Entonces la dignidad personal es el único título de valor y las 
relaciones interpersonales se viven teniendo como norma únicamente 
la ley de la gratuidad.

Se requiere que el hogar sea y se haga acogida cordial, encuentro 
y diálogo, servicio generoso y solidaridad profunda (FC 43). Será 
necesario que los miembros compartan el tiempo, y que la vida 
familiar sea una experiencia de comunión y participación, mediante la 
formación en el verdadero sentido de libertad -sólo así el hombre 
actúa en responsabilidad-, justicia -sólo así se respeta la dignidad de 
los demás- y el amor -porque el respeto a cada hombre se resuelve 
en el amor-.

Pero la familia no termina en su participación ad intra, también debe 
hacerlo en el desarrollo de la sociedad de una forma directa. Como 
exigencia de su autorealización, le corresponde también una función 
social específica fuera del hogar, como familia y en cuanto familia. Es 
una de las tareas que la familia, unida a otras familias debe realizar, 
sola y asociada. Para contribuir al bien integral del hombre es 
necesario que la familia sea y actúe de manera respetuosa con lo que 
ella es, y proyectar adecuada y proporcionalmente sus relaciones 
interpersonales a las diferentes instituciones intermedias que 
vertebran la sociedad.

Una de las formas concretas es la participación en la vida pública y 
en la política. Dos son los modos más fundamentales: el testimonio de 
la propia vida familiar; y la participación activa en la configuración de 
la sociedad a fin de que las leyes y las instituciones del Estado 
sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la 
familia. La familia debe ser la primera y principal protagonista de la 
política familiar.

Así pues la "civilización del amor" está relacionada estrechamente 
con la familia. En el sacramento del matrimonio reciben este amor 
nuevo. Aquí están las bases de la civilización humana que es 
civilización del amor. La familia es expresión y fuente de este amor; a 
través de ella pasa la corriente principal de la civilización del amor, 
que encuentra en la familia sus bases sociales (cf. CF 15).

3- Los derechos de la familia ante la sociedad y del Estado. 

La familia, principio y fundamento de la sociedad humana, ha de ser 
protegida por la sociedad y el Estado (cf. Declaración universal de los 
derechos humanos, art. 16). Estos derechos derivan de la ley inscrita 
por el Creador en la naturaleza humana del varón y la mujer, y en 
consecuencia son anteriores a los que corresponden al Estado y 
otras instituciones. 

El bien común del Estado depende en gran medida de la 
ordenación y de una sana estructuración del matrimonio y de la 
familia. Por consiguiente el Estado, en bien del matrimonio, del de la 
familia y del suyo propio, debe crear los presupuestos necesarios 
para que el camino de la célula base de la sociedad no sea 
obstaculizado y para darle todo su protección, inclusive jurídica, 
económica, social, fiscal, educativa, etc. La familia, célula base de la 
sociedad y del Estado mismo, tienen precedencia sobre el Estado en 
diversos campos. Lo es en virtud de que en las familias se cultivan 
valores, especialmente el del amor y el de la religión, que superan la 
finalidad del Estado y no entran en el campo de su jurisdicción. A su 
vez el Estado supera a cada familia en singular en el sentido que tiene 
a su disposición medios e instrumentos que ella no posee. Además en 
el campo temporal desempeña tareas que son bastante más amplias 
que los de la familia. Por tanto Estado y Familia tienen cada uno cierta 
autonomía, pero al mismo tiempo están estrechamente vinculados.

La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el 
cuidado y responsabilidad sobre los miembros más necesitados de la 
misma. Cuando esto no es posible, siguiendo el principio de 
subsidiaridad, corresponde a otras personas, a otras familias o a la 
sociedad proveer sus necesidades (cf. CEC 2208). La familia tiene 
derecho a ser ayudada y defendida mediante medidas sociales 
apropiadas (cf. CEC 2209). Lo repetimos: si ella constituye la célula 
base de la sociedad humana es lógico que la sociedad y el Estado la 
proteja y fomente de manera singular, especialmente a una sana 
moralidad pública (cf. GS 52; CDF art. 16 c). En virtud del principio de 
subsidiaridad las comunidades más vastas deben abstenerse de 
privar a las familias de sus propios derechos y de inmiscuirse en sus 
vidas, evitando así ser excesivamente intervencionista. Pero en virtud 
de este mismo principio, cuando las familias no son capaces de 
realizar sus funciones, los otros cuerpos sociales tienen el deber de 
ayudarlas y de sostener la institución familiar, sin que esto suponga 
un atropeyo de sus legítimas competencias y tareas.

1) Reconocer y promover el matrimonio y la familia respetando su 
naturaleza particular. La importancia de la familia para la vida y el 
bienestar de la sociedad (cf. GS 47 a) entraña una responsabilidad 
particular en el fortalecimiento del matrimonio y de la familia (cf. CEC 
2210). La autoridad civil tiene deber grave de reconocer la auténtica 
naturaleza del matrimonio y de la familia, de protegerla y fomentarla. 
No se pueden aceptar equiparaciones injustas entre la familia de 
fundación matrimonial y otras uniones imperfectas entre varón y mujer 
o, más aún, entre homosexuales (cf. CDF, Preámbulo; cf. ibidem, art. 
1; cf. CF 17).

El Estado abandona indebidamente el principio de subsidiaridad 
cuando, por ejemplo, a través de una legislación poco rigurosa sobre 
el divorcio, vacía la indisolubilidad del matrimonio de tal forma que 
casi no se puede ni hablar de ella, o cuando a través de leyes 
educativas, hunde la autoridad de los padres ante sus hijos.

2) Tutelar la moralidad pública (cf. GS 52). El Estado debe actuar 
de tal forma que los medios de comunicación social reconozcan el alto 
valor de la fidelidad matrimonial, el significado auténtico de la familia y 
de los hijos. Falta a este deber cuando no impide con todas sus 
fuerzas que tales valores sean despreciados y hasta ridiculizados en 
la prensa, cine y televisión. Tutelar una sana moralidad pública 
constituye una buena inversión para la protección del matrimonio y de 
la familia, en especial de los hijos más jóvenes.

3) Ayudar al matrimonio y a la familia en relación a sus necesidades 
materiales. El Estado debe favorecer la prosperidad doméstica (cf. GS 
52), lo cual abarca diversas medidas. Una justa política fiscal debe 
aligerar los impuestos de los esposos y lo debe hacer en una medida 
tanto mayor cuanto más elevado sea el número de hijos en su familia. 
Una justa política de la propiedad, a través de leyes y eventuales 
ayudas económicas, debe situar a los padres en tal grado que se 
puedan procurar una base económica segura y suficiente para su 
familia, de tal forma que pueda hacer una previsión no sólo para el 
presente sino también para el futuro de los hijos. Esto comporta en 
primer lugar una justa política salarial, que garantice a los padres el 
necesario salario familiar. De gran importancia es también una sana 
política de la vivienda, que haga factible a las familia a la propiedad 
de una casa, de acuerdo con las necesidades de sus miembros.

Estas tareas no recaen sólo bajo las espaldas del Estado. También 
la familia debe poner de su parte. Además también las familias deben 
hacer su contribución a otras comunidades intermedias que existen 
dentro del estado, tanto a nivel social, económico, laboral, de 
participación en la vida pública, en la escuela, la salud, el deporte, la 
cultura y el tiempo libre. Especial vocación tienen las familias a 
participar en aquellas instituciones en favor de la vida, del amor 
genuino y de los medios que lo posibilitan (por ejemplo, la iniciativa 
concreta de la difusión de los métodos naturales de regulación de la 
fertilidad humana), y de la educación y la Escuela.

En la actualidad el cuidado del matrimonio y de la familia supera las 
posibilidades de cada Estado. Sucede por ejemplo en los países en 
vías de desarrollo. Entonces debe intervenir también la comunidad 
internacional. La ayuda internacional respecto al matrimonio y a la 
familia comporta, por ejemplo, leyes de emigración e inmigración que 
favorezcan a la familia, y el empleo de trabajadores extranjeros en los 
países altamente industrializados. La consideración por la familia del 
trabajador extranjero también debe jugar una gran importancia.

4) Asegurar el derecho a la procreación y ayudar a la educación de 
los hijos. Deber del Estado es defender el derecho de los padres a 
engendra la prole y a educarla en el seno de la familia (GS 52). Se 
trata sin lugar a dudas de uno de los primeros y principales derechos 
que el Estado debe proteger. El Estado debe garantizar el derecho de 
los padres a la procreación tomando en primer lugar determinadas 
medidas. Por ejemplo, de forma negativa, no debe poner los aspectos 
eugenésicos hasta la imposición o tolerancia incluso de la 
esterilización obligada. Lo mismo vale cuando, para contener un 
crecimiento exagerado de población, premia a aquellos que se 
sometan voluntariamente a la esterilización, mientras que castiga 
económicamente con desventajas a aquellos padres que desean 
tener una familia más numerosa. Aún reconociendo que la 
superpoblación podría presentar graves problemas a un país, esto no 
significa que se pueda realizar mediante cualquier medio a alcance 
del Estado, ni de los esposos. El camino para alcanzar la solución a 
este problema -cada vez más raro en Europa, por cierto- es el de una 
buena educación moral, mediante una buena formación en la 
denominada paternidad responsable, tanto en el momento generoso 
de la decisión procreadora, cuanto en los medios naturales que la 
Iglesia acepta, tanto para aumentar el número de hijos, como para no 
poner las condiciones de su aumento, cuando existen razones graves 
(cf. GS 50-51; HV 10; 14; 16; 21).

El Estado debe también garantizar el derecho-deber de los padres 
a educar a sus hijos en el seno de la familia, hasta donde ésta esté en 
situación de hacerlo. Es grave injusticia sustraer los hijos de sus 
padres ya desde los primeros años con el fin de darles una educación 
en asilos estatales según la ideología colectivista ha hecho -por 
ejemplo-. En cambio el Estado obra según el principio de 
subsidiaridad cuando quita los hijos a aquellos padres que 
demuestran su incapacidad educativa absoluta.

En conclusión y en concreto, la comunidad política (cf. CEC 2211; 
cf. CF 17) tiene deber de honrar, asistir y asegurar la libertad de 
fundar un hogar, de tener hijos y educarlos de acuerdo con las 
convicciones morales y religiosas de los padres; la protección de la 
estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar; la libertad 
de profesar su fe, transmitirala, educar a sus hijos en ella con medios 
necesarios; el derecho a la propiedad privada y a tener un trabajo, 
una vivienda, el derecho a emigrar; el derecho a la atención médica, a 
la asistencia de los mayores y a los subsidios familiares; a la proteción 
de la seguridad e higiene, especialmente en lo que se refiere a la 
droga, pronografía, alcoholismo, etc; a la libertad para formar 
asociaciones familiares y a estar así representadas ante las 
autoridades civiles (cf. FC 46; CDF, art. 4-12)(1).

El 4º mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad (cf. 
CEC 2212). La "comunidad de personas" que se dá dentro de la 
familia debe extenderse al resto de la sociedad para construir la 
"civilización del amor", sin confundirla con la "civilización del placer" 
pragmático (cf. CF 13). Porque Dios es nuestro Padre, vemos en cada 
persona un prójimo. Las comunidades humanas están compuestas de 
personas. Gobernarlas bien no puede limitarse simplemente a 
garantizar sus deberechos y deberes (cf. CEC 2213), sino que 
conllevan cumplir la justicia y fraternidad.

La importancia del 4º mandamiento es vital incluso para el sistema 
moderno de los derechos del hombre. Los ordenamientos 
institucionales usan el lenguaje jurídico. En cambio Dios dice: honra. 
Estos derechos son frágiles si en su base falta el imperativo "honra", 
es decir, si falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de 
que es hombre, este hombre. Por sí solos, los derechos no bastan; 
hace falta el mandamiento que promueve el amor (cf. CF 15).

4-Los deberes del matrimonio y de la familia ante el Estado.

La comunidad conyugal y familiar, como también cada ciudadano, 
debe contribuir al bien del Estado (bien común). 

a) Los matrimonios y familias deben en primer lugar garantizar la 
consistencia y la continuidad física y biológica de la población y del 
Estado. Con ello no queremos afirmar que éste constituye el primero y 
único deber de los padres en procrear nuevos ciudadanos. Sin 
embargo no podemos negar que el matrimonio y la familia tienen una 
cierta responsabilidad (la primera y principal de ambos ante Dios, 
Señor de la vida) también en la continuidad de su propio pueblo y de 
su Estado (cf. GS 50; HV 10), especialmente cuando tal 
responsabilidad ante el bien común redunda a su vez en beneficio de 
las familias mismas. Cuando el Estado es debilitado e incluso puesto 
en peligro por el simple hecho de falta de remplazo generacional, no 
está en situación ni siquiera de desempeñar como se debe la función 
propia para el bien de las familias. En donde falta la juventud, es 
puesta en peligro incluso la asistencia y cuidado de los ancianos. 
Cada vez más el mito de la superpoblación mundial va cayendo. Sólo 
en Asia y quizá en Africa crece, en América se mantiene, y en el resto 
del mundo -en especial Europa y más aún España- decrece 
alarmadamente. La solución no consiste en un control de nacimientos 
(algo inaceptable, ya que los nacimientos, como las concepciones no 
dependen del hombre, sino de Dios; otra cosa bien diversa son los 
métodos naturales de regulación de la fertilidad humana), sino en un 
mejor reparto de los bienes de la tierra, que son mucho más que 
suficientes para todos. Ni que decir tiene que junto a la transmisión 
humana de la vida se incluye su congrua educación, como la mejor 
inversión completa con la cual cada familia contribuye de forma óptima 
con el bien común del Estado.

b) En segundo lugar las familias deben contribuir económicamente 
al bien común del Estado. El bienestar económico del Estado depende 
del trabajo y de las prestaciones profesionales de los miembros de las 
familias. La consideración del bien económico del pueblo debe 
tenerse presente tambén cuando los padres toman la decisión de 
hacer aprender a los hijos una determinada profesión.

c) En tercer lugar, la familia debe contribuir el orden social en el 
Estado y el sentido comunitario, como óptima escuela social, mediante 
el cultivo y desarrollo de las virtudes sociales. No existe mejor escuela 
de virtudes y de valores humanos, y específicamente en la educación 
y convivencia social para insercción del individuo en la sociedad, que 
la familia. El concepto de virtudes sociales se toma aquí en sentido 
amplio, puesto que la vida comunitaria incluye múltiples valores 
religiosos, morales, espirituales y culturales. Estos valores y virtudes 
son cultivados en sí mismo y con un fin propio, no sólo en virtud de su 
orientación directa al bien del Estado; pero indudablemente constituye 
una de las tareas más cualificadas que la familia hace como óptima 
escuela de virtudes sociales (cf. GS 52) también en orden a su 
contribución al bien común del Estado.

C. DEBERES DE LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA.

La "Carta a las familias" de Juan Pablo II, con motivo de 1994, "Año 
de la Familia", ha afirmado que este 4º Mandamiento es como una 
señal de doble dirección en la honra y amor de padres e hijos. Se 
trata de una honra recíproca. No sólo debemos honrar a los padres; 
también los padres han de honrar a sus hijos, desde el primer 
momento de su concepción. Honra quiere decir reconoce, déjate guiar 
por el reconocimiento convencido de la dignidad de la persona, del 
padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás 
miembros de la familia. La honra es una entrega sincera de "la 
persona a la persona" (cf. GS 49) y, por tanto, converge en el amor. 
El cuarto mandamiento exige honrar a los padres porque busca el 
bien de la familia; pero precisamente por esto, presenta unas 
exigencias a los mismos padres. Padres actuad de modo que vuestro 
comportamiento merezca la honra y el amor de vuestros hijos (cf. CF 
15).

Su fundamento profundo es de naturaleza Bíblica. Nos fijaremos 
especialmente en el testimonio de San Pablo. La revolución social con 
la cual el Cristianismo en su primera Evangelización cambió las 
relaciones personales y con la cual, por ejemplo, terminó poco a poco 
con la esclavitud, fue la revolución del amor cristiano mediante su 
introducción en cada familia y hogar. En la Carta a los Colosenses, el 
apóstol de los gentiles da unos preceptos muy sencillos de moral 
cotidiana (que bien podríamos denominar "preceptos familiares"), 
cristianizados por San Pablo mediante la simple fórmula como 
conviene "en el Señor", el "en Cristo", que aquí equivale a "según la 
vida cristiana". El filtro paulino ("en Cristo") hace que el sistema 
romano familiar de derechos y deberes sufra un profundo cambio 
desde la óptica cristiana totalmente nueva en su motivo más profundo. 
Si en el sistema jurídico del pueblo romano, pueblo heredero del más 
fino sentido jurídico, hablaba sobre todo de una parte fuerte en 
derechos y una parte débil con deberes muy fuertes, el "filtro paulino" 
cambia profundamente la realidad de tal forma que ambas partes de 
la familia -y de la sociedad- (hasta ahora: fuerte y débil, jurídicamente 
hablando) se convertirán en fuentes mutuas y recíprocas de derechos 
y deberes.

Efectivamente, el esquema jurídico familiar del Imperio Romano era, 
esquemáticamente, el siguiente:

PARTE FUERTE PARTE DEBIL

maridos. esposas.
padres. hijos.
amos. esclavos.

Con Cristo este sistema ha sido dado la vuelta y tanto el marido 
como la esposa, los padres como los hijos, los amos como los 
esclavos, tienen derechos y deberes mutuos que cumplir. Surge así 
una nueva moral familiar, germen de abolición de toda esclavitud:

"Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el 
Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seais ásperos con 
ellas. Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es 
grato a Dios en el Señor. Padres, no exaspereis a vuestros hijos, no 
sea que se vuelvan apocados. Esclavos, obedeced en todo a 
vuestros amos de este mundo, no porque os vean, como quien busca 
agradar a los hombres; sino con sencillez de corazón, en el temor del 
Señor. Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor 
y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la 
herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo. El que obre 
la injusticia, recibirá conforme a esa injusticia: que no hay acepción de 
personas. Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, 
teniendo presente que también vosotros teneis un Amo en el cielo" 
(Col. 3, 18-4, 1).

Un texto paralelo lo tenemos en la Carta a los Efesios, 
inmediatamente a continuación del pasaje quizá más importante del 
NT sobre el misterio del matrimonio (cf. Ef. 5, 21-32). En este pasaje 
recomienda el amor y respeto mutuo no sólo de la esposa hacia el 
esposo, sino también de éste hacia aquella, de forma mutua:

"Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo [Principio 
general]. Las mujeres a sus maridos, como al Señor... Maridos, amad 
a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí 
mismo por ella,...

Y a continuación inmediata Pablo se dirige a los hijos y a los 
siervos-esclavos:

"Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es 
justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento 
que lleva consigo una promesa: Para que seas feliz y se prolonge tu 
vida sobre la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino 
formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el 
Señor.

Esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto y 
temor, con sencillez de corazón, como a Cristo, no por ser vistos, 
como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de 
Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios; de buena gana, 
como guien sirve al Señor y no a los hombres; conscientes de que 
cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: 
sea esclavo, seal libre. Amos, obrad de la misma manera con ellos, 
dejando las amenazas; teniendo presente que está en los cielos el 
Amo vuestro y de ellos, y que en él no hay acepción de personas"(Ef. 
6, 1-9)(2).

1. Deberes de los esposos.

a) El cultivo del bienestar material. Los esposos deben mutuamente 
ocuparse de que no les falte nada de lo necesario para vivir. Esto 
mismo vale para los padres respecto a sus hijos. Dicho deber nace de 
la naturaleza misma del matrimonio y de la familia como comunidad 
que abraza a toda la vida. El modo en que el hombre y la mujer, el 
padre y la madre trabajan para procurar lo necesario es de por sí 
diverso. Normalmente el padre con su actividad profesional fuera de 
casa quien procura los medios económicos, mientras que la madre 
trabaja en múltiples tareas dentro del hogar. No obstante las cosas 
van cambiando muy rápidamente, pudiéndose invertir los papeles, o al 
menos igualarse, trabajando ambos dentro y fuera del hogar.

El deber de preocuparse mutuamente por formar las bases 
materiales del matrimonio comienza incluso antes de la boda. La 
preparación al matrimonio comporta la preocupación paulatina 
durante el noviazgo de ir adquiriendo ya lo necesario para el hogar 
familiar, ahorrando también para el futuro.

Los hijos y las hijas que ya tienen un salario mediante su trabajo, 
aún viviendo dentro de la familia, deben contribuir económicamente al 
mantenimiento de la propia familia y, al mismo tiempo, ir pensando en 
su futuro. Cuando los padres enferman y se encuentran en graves 
estrecheces por una calamidad, los hijos adultos deberán hacer 
incluso sacrificios grandes para ayudarles.

El trabajo extradoméstico de la mujer. Con la industrialización la 
mujer puede estar obligada a desempeñar una trabajo lucrativo fuera 
de la familia, por ejemplo, en el caso en que su marido sea incapaz de 
hacerlo por enfermedad o por otros motivos. Entonces ella toma el 
puesto principal en la adquisición de bienes necesarios para la familia. 
Mientras no se tengan hijos el trabajo de la mujer fuera del hogar es 
bastante fácil; pero cuando nacen y son pequeños exigen mucho 
tiempo y dedicación constante. Será después cuando sean ya 
mayores, otra época más factible para el trabajo extradoméstico de la 
mujer. En todo caso este tipo de trabajo en la mujer, esposa y madre, 
debe ser tal que no vaya en detrimento de sus papeles de mujer y 
madre, que no suponga un exceso en su salud. Una buena solución 
para evitarlo es el trabajo a media jornada.

No podemos ignorar los peligros que van unidos al trabajo 
extradoméstico de la mujer casada. Puede ir en detrimento del gasto 
de energías en el cuidado del hogar, máxime cuando en la actualidad 
la familia constituye un lugar de autodefensa contra los peligros 
graves de masificación en nuestra sociedad. Es un dato el que los 
niños sufren bastante con la ausencia prolongada de los padres, y 
más especialmente de la madre. Faltará en ellos el sentimiento de 
protección y confianza en su vida. Por mucho que creamos ni siquiera 
los abuelos, ni las guarderías, pueden tomar el puesto de los padres 
ausentes.

b) Los deberes espirituales, morales y religiosos mutuos de los 
esposos. El comportamiento moral entre los esposos no se reduce a 
su aspecto negativo de evitar el adulterio y otros detalles de 
infidelidades. Quien redujera el amor y la fidelidad conyugal a este 
mínimo todavía está muy lejano de lo que debe ser el compromiso de 
vida matrimonial. En la actualidad hay una relación mucho más 
paritaria que en el caso de la familia patriarcal del pasado. Entre estos 
deberes enumeramos algunos:

-La práctica constante del diálogo. Los esposos deben aprender a 
conocerse mejor para amarse cada vez más. El mutuo diálogo 
cotidiano, empapado de verdad y de amor, juega un papel decisivo. 
Sólo los esposos que luchan conscientemente contra toda forma de 
egoísmo, pereza y cerrazón están en condiciones de profundizar y de 
consolidar continuamente su comunión de amor. Deben confiarse el 
uno al otro su actitud ante los problemas de la vida, sus gozos y 
preocupaciones. En todo caso deben discutir entre ellos sus 
problemas que tienen relación con el bien común de su matrimonio y 
su familia. Tales temas son muy numerosos y concretos: situación 
económica y administración, adquisiciones sociales, reformas en la 
casa, cambio de domicilio, empresas comunes, ordenación de la vida 
cotidiana, número y educación de los hijos, vida religiosa y ética en el 
matrimonio y en la familia.

El ejercicio del diálogo matrimonial reviste particular importancia en 
la familia actual. A menudo el lugar de trabajo del marido y a menundo 
también de la mujer, las escuelas de los hijos, están separados y con 
frecuencia alejanos del hogar. Los lazos que unen a los esposos y a 
éstos con sus hijos se pondrían en peligro si ellos no dialogaran en 
profundidad y calidad, aprovechando los escasos momentos de que 
disponen.

-La aspiración común a crecer en el amor conyugal genuino y a 
purificarse de los defectos que lo obstaculizan. Los esposos deben 
proveer recíprocamente el bienestar material mutuamente y a los 
hijos. Pues bien, mucho más deben ayudarse mutuamente a cuanto 
atañe a su perfección espiritual y del carácter. El eje de esta tarea es 
el amor desinteresado. A partir del matrimonio el amor no sólo es 
presupuesto sino que entonces adquiere también una naturaleza de 
deber estricto a fin de enriquecerse mutuamente mediante la 
donación de sus personas y sus servicios mutuos, tal y con el fin de la 
mutua ayuda afirma. De esta forma han de estar dispuestos a un 
perfeccionamiento mutuo que les lleva incluso a saber aceptar las 
correcciones del otro y hacérselas al otro con caridad.

Si surgieran incomprensiones o incluso la injusticia de la infidelidad 
matrimonial, con esto no cese este deber de ayuda mutua. Es 
precisamente en estos momentos cuanto más están llamados a 
hacerlo. Quien cometa la injusticia debe dar el primer paso y pedir 
sinceramente perdón. Quien ha sufrido la infidelidad debe estar 
dispuesto a perdonar, e incluso en algunos casos debe hasta dar los 
primeros pasos para ayudar al otro cónyuge y restablecer la confianza 
y el amor. Hemos de tener en cuenta que la moral cristiana en caso 
de grave dificultad e incluso en el adulterio de un cónyuge, no sigue 
siempre el mismo camino como hace el derecho. Si el derecho civil 
permite la separación (y hasta en algunos países el divorcio civil por 
motivo de adulterio), la moral cristiana, guíada por el Evangelio, invita 
aún en este caso a la parte inocente a la fidelidad, a conquistar al 
cónyuge culpable y perdonarla de corazón. Esto no excluye que la 
parte inculpable pueda después pedir o no la separación (nunca el 
divorcio, que no existe en la Iglesia), si después de haber sido 
paciente, la situación no cambia, la parte culpable no da señales de 
arrepentimiento alguno, la conviviencia se transforma en insoportable 
para ellos y para los hijos, y -siempre como último medio y éste 
extraordinario- la Iglesia permite la separación, aunque con el deseo 
de que cuanto antes pudiera recomponorse la unión esponsal y 
familiar.

-La ayuda recíproca en orden a la vida espiritual. El matrimonio y la 
familia también tiene como contenido de sus deberes el común vínculo 
con Dios y ésto con carácter prioritario. Cuando los esposos no están 
unidos entre sí con Dios, está separados precisamente en el núcleo 
que más les une. La comunión en la vida religiosa incluye en primer 
lugar el diálogo sobre tales cuestiones, el reforzamiento mutuo en la 
fe, la oración en común y la participación común en la vida litúrgica de 
la comunidad cristiana. La comunión en la vida espiritual y religiosa 
resulta decisiva para la educación de los hijos, en particular para su 
educación religiosa y moral. La sincera convicción religiosa y la práxis 
de los padres constituyen una ayuda inestimable e inolvidable para 
los hijos. 

1. Deberes de los hijos.

Toda paternidad humana es participación de la paternidad divina 
que es u fuente (cf. Ef. 3, 14). Este constituye el fundamento del 
honor debido a los padres (cf. CEC 2214). El respeto de los hijos 
hacia sus padres se nutre del afecto natural nacido del vínculo que 
les une (1); pero además viene exigido por el precepto divino (2). Son 
obligaciones que nacen, a la vez e inseparablemente, de la caridad y 
la justicia.

a) Deberes de caridad. El amor de los hijos a los padres es un 
precepto urgido con frecuencia en el AT. El mandato del Exodo se 
formula, no en términos de obediencia, sino de "respetar" y "venerar" 
a los padres (Ex. 20, 12). La enseñanza bíblica más ajustada sobre 
las obligaciones de los hijos con los padres se encuentra en el 
Eclesiástico (cf. Ecclo. 3, 1-16). San Pablo lo hace en términos de 
obediencia, no de honra y veneración; pero da un paso más, pues 
aduce como fundamento de esa obediencia una motivación religiosa y 
cristológica: "Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto 
es grato a Dios en el Señor" (Col. 3, 20; cf. Ef. 6, 1).

b) Obligación de justicia. La piedad filial motiva el respeto a los 
padres y nos lleva a tener gratitud con quienes han colaborado con 
Dios en la transmisión del don de la vida, con su amor y su trabajo y 
ha ayudado a crecer en estatura, sabiduría y gracia a sus hijos (cf. 
CEC 2215). El respeto filial se expresa en la docilidad y la obediencia 
(Prov. 6, 20-22), por la que los hijos se muestran prontos a poner en 
práctica los legítimos deseos de sus padres (cf. CEC 2216). Mientras 
vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que 
éstos dispongan para su bien o el de la familia (cf. CEC 2217). 
También deben obedecer a los educadores a los que sus padres les 
ha confiado, siempre que sea bueno. Pecan los hijos que 
desobedecen a sus padres o no les tributan el resepto debido.

Los hijos deben acudir en ayuda de los padres cuando éstos los 
necesiten, en todos los campos de las necesidades paternas, desde 
la compañía hasta el acogimiento familiar y la subvención económica. 
Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus 
padres, prevenir sus deseos, solicitar sus consejos y aceptar sus 
amonestaciones justificadas. La obediencia a los padres cesa con la 
emancipación de los hijos pero no el respeto que les es debido, el 
cual tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu 
Santo. El 4º mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus 
responsabilidades para con los padres (cf. CEC 2218), prestándoles 
ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus 
enfermedades, en momentos de soledad o abatimiento. Jesús 
recuerda este deber de gratitud (cf. Mc. 7, 10-12). Cuando los padres 
no pueden valerse por sí miusmos, obliga gravemente a los hios.

El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe 
también a las relaciones entre hermanos y hermanas (cf. CEC 2219), 
soportándonos unos a otros con caridad, dulzura y paciencia (cf. Ef. 
4, 2). Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con 
aquellos de quienes recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y 
la vida en la Iglesia (cf. CEC 2220): padres, abuelos, pastores, 
catequistas, amigos, maestros. "Evoco el recuerdo de la fe sincera 
que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre 
Eunice, y sé que también ha arraigado en tí" (II Tim. 1, 5).

2. Deberes de los padres.

La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la procreación, 
sino que debe extenderse también a su educación moral y a su 
formación espiritual (cf. CEC 2221; FC 28). Educar es ayudar, 
mediante los medios oportunos, a que el hijo crezca y se desarrolle 
hasta la perfección que correponde a su naturaleza humana. El papel 
de los padres en la educación tiene tanto peso que, cuando falta, 
difícilmente puede suplirse (cf. GE 3). El derecho y el deber de la 
educación es para los padres es primordial, primario, insustituible e 
inalienable (cf. FC 36; cf. CEC 2223). 

Original y primario, como es la relación que la procreación 
establece entre los padres y el hijo. Todas las demás formas de 
relación de la persona humana son posteriores a la paterno-filial, 
incluidas las naturales como la de fraternidad o vecindad. Insustituible 
e inalienable quiere decir que los padres pueden ayudarse de otros y 
otras instituciones para la educación integral de sus hijos, pero 
siempre que no les suplante. La ayuda, a la que tienen derecho, debe 
comenzar por el reconocimiento de este papel primario y original de 
los padres; y, después, en facilitarles los medios y prestaciones 
necesarias para poder desempeñar de hecho este deber. La 
subsidiaridad es la ley que debe presidir las intervenciones desde 
fuera en el campo educativo de los hijos. Cuando falta el papel 
primario e inalienable de los padres en la educación de los hijos 
difícilmente puede suplirse (GE 3).

Son educadores por ser padres. Los padres deben mirar a sus hijos 
como a hijos de Dios y respetarlos como a personas humanas (cf. 
CEC 2222). Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la ley de 
Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre.

El amor constituye al motor del derecho-deber educativo. En la 
paternidad divina, modelo originario de toda paternidad y maternidad 
en la tierra y en los cielos (Ef 3, 14-15), los padres descubrirán las 
características configuradoras del amor educativo hacia sus hijos. El 
amor ha de ser siempre el alma y la norma que debe inspirar la 
actuación de ese derecho y deber hacia sus hijos (FC 36). El amor 
paterno y materno de los padres se transforma de fuente del 
matrimonio en alma de la familia y de la educación de los hijos, y por 
consiguiente, en norma, enriqueciendo la acción educativa con 
valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, sacrificio 
(FC 36). Un amor que ha de ser afectivo y efectivo, natural y 
sobrenatural.

Afectivo, es decir, interno y verdadero que esté dirigido a procurar 
para sus hijos el bien. Por eso pueden pecar los padres que odian, 
maldicen o desean algún mal grave para sus hijos, tanto en el orden 
natural como en el sobrenatural. Efectivo, porque es operativo y se 
manifiesta en obras de amor concreto, como es la dedicación y el 
cuidado de su personalidad integral. Natural y sobrenatural. En los 
padres cristianos una y otra dimensión deben constituir una 
maravillosa unidad en colaboración con el Creador y Redentor. De 
esa manera los mil detalles que coforman la vida diaria adquiere una 
dimensión eterna.

La educación integral y completa de los hijos, dirigida a que se 
formen como verdaderos hombres requiere que se cuiden todos los 
aspectos: materiales, espirituales, naturales, sobrenaturales, etc. Ha 
de atender siempre a las dos dimensiones fundamentales de la 
persona: la dignidad personal y la socialidad; y en el caso de los 
cristianos, sin olvidar la dimensión sobrenatural.

Podemos distinguir -si cabe- en los deberes de los padres unos 
deberes de caridad y otros que se debe en virtud de la justicia, 
aunque ambos -máxime en este campo- están perfectamente 
interrelacionados:

a) Deberes de caridad. El cariño a los hijos, también con un amor 
sobrenatural es el primer deber. El amor de los padres respecto a los 
hijos se concreta en la obligación de poner los medios necesarios 
para educarlos convenientemente. Dicha tarea abarca de forma 
integral los siguientes elementos: la salud y el bienestar del cuerpo, 
desarrollo intelectual adecuado, madurez de la vida afectiva, fortaleza 
de la voluntad, ejercicio responsable de la libertad, sentido social y 
formación moral y religiosa.

Los padres deben esforzarse en conjugar el cariño a sus hijos con 
la fortaleza que requiere el logro de su formación. Las correcciones y 
castigos son medios pedagógicos, con la salvedad de que no sean 
efecto de la pasión de los padres y no hieran la dignidad del hijo o le 
contraríen en exceso: no exaspéreis a vuestros hijos (cf. Ef. 6, 4; Col. 
3, 21). En la educación de los hijos los padres deben actuar con 
prudencia, pero sin claudicar al momento de exigir a sus hijos aquellas 
virtudes que consideren decisivas en su formación.

b) Deberes de justicia. 

1º Cuidado y atención corporal de los hijos. La vida física no es el 
bien supremo del ser humano, pero sí el primero y fundamental, sobre 
el que se asientan los demás. La atención a la vida se debe desde el 
primer instante de su concepción. Los padres deben recibirlo y acoger 
al hijo en el hogar con amor, si bien, en circunstancias muy extremas 
su cuidado podría confiarse a terceras personas. El cuidado por la 
vida se concreta, además, en la atención coporal necesaria para su 
conveniente conservación y desarrollo armónico: alimentación, 
vestido, atención médica, etc. También en el esfuerzo por procurarles 
un porvenir humano digno, dentro de las posibilidades. Por eso es 
deber de los padres incrementar el patrimonio familiar. Aquellos que 
por descuido, negligencia o despilfarro de su fortuna hacen lo 
contrario pecaría gravemente. Esta misma obligación natural recae en 
los padres respectos de los hijos, tenidos fuera del matrimonio.

2º Educar en los valores esenciales humano-cristianos. El respeto y 
afecto de los padres se traduce durante la infancia ante todo en el 
cuidado y atención para educar a sus hijos, y para proveer a sus 
necesidades físicas y espirituales (cf. CEC 2228). En el transcurso del 
crecimiento les lleva a que los hijos aprendan a usar rectamente su 
razón y su libertad. Pero este deber de justicia nace del amor. Las 
normas fundamentales de pedagogía de todos los tiempos para una 
buena educación son la dulzura, la constancia, la bondad, la actitud 
de servicio, el desinterés y el espíritu de sacrificio (cf. FC 36). Los 
padres cristianos derivan esas cualidades pedagógicas del amor, que 
tiene su fuente en el sacramento del matrimonio.

a) - Educar en libertad. Uno de los valores más fundamentales en la 
educación de los hijos es la educar para la libertad, signo eminente de 
la imagen de Dios en el hombre (cf. GS 17). Sólo mediante el ejercicio 
recto de la libertad, la persona puede alcanzar su plenitud humana y 
sobrenatural. Aun cuando el hijo ha recibido de Dios a través de la 
cooperación imprescindible de sus padres la causa de su ser 
humano-sobrenatural, él es verdadero dueño de sus actos. Porque es 
criatura, las normas que han de regir su conducta le vienen dadas 
desde dentro de su naturaleza propiamente humana. Deberán 
comportarse como persona humana en esta vida terrena, a fin de 
conseguir su fín último o perfección plena poco a poco. La verdadera 
educación es la que nos enseña a ser verdaderamente libres desde 
dentro y utilizando esta libertad para elegir el bien y los medios que a 
él conducen. Compaginando libertad con autoridad, los padres 
deberán mostrarles los motivos naturales y sobrenaturales de una 
conducta buena.

La educación de la libertad ha de orientarse no sólo a que los hijos 
sean capaces de decidir por sí mismos, sino sobre todo a que estas 
elecciones sean respecto al bien moral. Por eso la educación de la 
libertad es antes que nada educación de las virtudes morales y 
sobrenaturales, junto a los dones del Espíritu. Así por ejemplo, 
después de la prudencia, de la virtud teologal de la caridad, forma de 
todas las virtudes naturales y sobrenaturales, y el don de Sabiduría, 
la virtud de la pobreza adquiere especial relieve en orden a 
mostrarnos libres respectos al desapego del corazón a las cosas de 
este mundo, solo en tanto en cuanto nos llevan a Dios y a la 
comunión de amor con los hermanos. Los padres han de enseñar a 
sus hijos a subordinar las dimensiones materiales y pulsionales a las 
interiores y espirituales (cf. CA 36; CEC 2223). Las virtudes son 
quienes en definitiva forjan la personalidad libre del sujeto y de la 
sociedad humana.

b) Educar en el verdadero sentido de la justicia y el amor. El hogar 
constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la 
solidaridad y en las responsabilidades comunitarias (cf. CEC 2224). 
Tal y como dijimos con anterioridad, la familia es la primera escuela de 
socialización y de humanización del hombre y de la sociedad.

Dada la condición social humana, los hijos no pueden alcanzar el 
desarrollo de su personalidad y desplegar sus cualidades sin 
relacionarse con los demás (cf. GS 12). La vida social no constituye 
añadido alguno a la persona humana, sino que es exigencia de su 
misma naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de 
servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus 
capacidades y responde a su vocación (cf. GS 25; CEC 1879). Pero 
sólo sirven a la realización de ese cometido, aquellas relaciones que 
son sinceras y se basan en la verdad, es decir, las que responden al 
sentido de la verdadera justicia que se eleva al respeto de la dignidad 
personal de cada uno (cf. FC 37).

Por eso la educación en el verdadero sentido de la justicia es otro 
de los valores esenciales para la educación de los hijos. Sólo así la 
familia será escuela del más rico humanismo. El modo de relacionarse 
con justicia, consiste en el respeto de la dignidad personal de todos y 
cada uno de los seres humanos, principio del amor. Por eso la 
educación en el verdadero sentido de la justicia no puede separarse 
de la educación de los hijos en el verdadero sentido del amor. Una 
parte importante de la educación en y para el amor lo constituye la 
educación para la castidad.

La sexualidad es una riqueza de toda la persona humana y está 
orientada hacia la donación plena en el amor. La educación de la 
sexualidad debe comenzar por una educación para la castidad, sea 
cual sea la vocación específica. Al impregnar de racionalidad las 
pasiones y los afectos de la sensibilidad humana, hace que el hombre 
pueda integrar armónicamente la sexualidad humana en la donación 
de amor con los demás (cf. CEC 2341).

En la educación sexual, por tanto, es imprescindible la formación en 
los valores y normas morales. Sólo entonces se llega al autodominio 
virtuoso de sí, apto para la autodonación integral y sin reservas de la 
persona humana, tareas ambas de la virtud de la castidad, bajo el 
influjo sobrenatural de la caridad cristiana. La virtud de la castidad 
constituye algo imprescindible tanto para la vocación al amor dentro 
del matrimonio como para la virginidad consagrada.

Como principios que deben guiar la educación de la sexualidad, que 
correponde a los padres el Pontificio Consejo para la Famila señala: 
a) todo niño debe recibir una información y formación individualizada; 
b) la dimensión moral debe formar parte de sus explicaciones; c) la 
educación en la castidad y las oportunas informaciones sobre la 
sexualidad deben ser ofrecidas en el más amplio contexto de la 
educación al amor (cf. SH 56-76).

c) Formación y educación cristiana. La misión educadora de los 
padres cristianos adquiere una relevancia especial por el sacramento 
del matrimonio, como consecuencia de la relación que, por su 
bautismo, se da entre el matrimonio y el sacramento. Este deber y 
derecho de los padres que han contraído el sacramento del 
matrimonio es a la vez el mismo y también nuevo a los que no se han 
casado en el Señor. Esta novedad implica una colaboración en la 
transmisión de la vida humana que es a la vez colaboración en la 
edificación y extensión del Reino, en la obra de regeneración 
sobrenatural de la gracia. Con toda propiedad ejercen un verdadero 
ministerio eclesial en la edificación de la Iglesia y del mundo dentro y 
fuera de su hogar.

Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han 
recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos 
(cf. CEC 2225), siendo los primeros heraldos de la fe (LG 11). Desde 
su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La 
forma de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas 
que, durante toda la vida, serán auténticos cimientos de una fe viva. 
Esa educación -acomodándose a las etapas de la vida de sus hijos- 
comprende: a) la incorporación de estos a la vida sacramental; b) la 
educación en la fe. 

La educación en la fe por los padres debe comenzar desde la más 
tierna infancia, sobre todo debe ir acompañado del testimonio de una 
vida cristiana de acuerdo con el Evangelio (cf. CEC 2226). La fe 
(verdades vitales) se transmite en familia. En primer lugar es grave 
deber de los padres colaborar activamente para preparar a sus hijos 
a la recepción fructuosa de las fuentes de la gracia. No pueden 
descargar su responsabilidad ni en el colegio ni en la Parroquia. En 
concreto, deben procurar que sus hijos reciban cuanto antes la gracia 
del bautismo, especialmente es urgente si el niño sufre enfermedad o 
corre peligro su vida. El criterio que prevalece es el bien espiritual de 
los hijos. Asimismo corresponde a los padres continuar con la 
iniciación cristiana de sus hijos, mediante la preparación, vida y 
recepción de los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía, 
sin olvidar el de la Reconciliación.

A la par de esta participación fructuosa en los sacramentos, los 
padres tienen que procurar educar a sus hijos en la fe, contexto en el 
cual se engloba el primer aspecto enunciado. Con los medios 
adecuados a las edades y condiciones de sus hijos, deberán 
instruirlos en las verdades fundamentales de la fe. Siguiendo al 
Catecismo de la Iglesia, no deberá faltar una formación suficiente: a) 
sobre los misterios y verdades de la fe (Símbolo o Credo: fe en Dios 
Padre Todopoderoso, el Creador; en Jesucristo, su Hijo, nuestro 
Señor y Salvador; en el Espíritu Santo y en la Iglesia); b) los 
Sacramentos de la fe; c) la nueva vida de la fe (la gracia y el 
cumplimiento de los mandamientos); d) la oración en la vida de la fe.

El objetivo final de la educación cristiana es hacer que los hijos 
procedan como verdaderos cristianos, capaces de informar y 
configurar cristianamente la sociedad. Se trata de ayudarles a 
apreciar con recta conciencia los valores morales y prestarles su 
adhesión personal, y también conocer y amar a Dios más 
perfectamente (GE 1). Características de esta instrucción son: a) 
completa, porque ha de comprender aquellos contenidos que son 
necesarios para la maduración gradual de la personalidad desde el 
punto de vista cristiano y eclesial (FC 39); y b) progresiva: 
acomodada a la edad y formación, profundizando cada vez más en las 
verdades y en la vida.

En referencia a la educación de la fe hemos de hacer dos 
anotaciones: en primer lugar, la obligación de cumplir este sagrado 
deber no lo pueden delegar ni a la parroquia ni a la escuela, si bien 
pueden ayudarse de ambas instituciones con carácter 
complementario y como medios subsidiarios, razón por la cual además 
los padres deben colaborar con ellas a fin de vigilar y ayudarlas en la 
educación correcta de sus hijos; Segunda: cuando cumplen con 
esmero este deber no pueden sentirse culpables de la defección de 
sus hijos. En estos tristes casos, los padres deben saber que la 
respuesta a la fe es una actitud libre del hombre y que las influencias 
de los medios de comunicación, publicidad, pandilla de amigos, 
colegio, etc. pueden superar, al menos en cantidad -nunca en 
calidad-, el influjo benéfico que ellos han intentado transmitir mediante 
sus obras y palabras. 

3º El hogar en la educación de los hijos. Formar a los hijos con 
confianza y valentía, de manera que se compaginen el cariño y la 
fortaleza, sin caer en permisivismos ni autoritarismos, extremos 
opuestos a la sana educación.

Para este cometido es insustituible el marco del hogar. Los tiempos 
de ocio y descanso, el trabajo, las celebraciones festivas, las 
relaciones propicias para la vida ordinaria son hitos decisivos en la 
formación de la personalidad de los hijos. Los padres manifiestan esta 
responsabilidad ante todo y en primer lugar mediante la creación de 
un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el 
servicio desintersado son norma. Así pues la responsabilidad 
educativa viene realizada en primer lugar mediante la creación de un 
hogar, lugar apropiado para la educación de las virtudes, la cual 
requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del 
dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Es una grave 
responsabilidad de los padres dar buenos ejemplos a sus hijos, 
saberlos corregir y guiar (cf. Ef. 6, 4). El hogar constituye el medio 
natural óptimo -primer lugar ecológico de la vida (cf. CA 39)- para la 
iniciación del ser humano en la solidaridad y en las responsabilidades 
comunitarias (cf. CEC 2224).

El camino mejor para educar es el ejemplo connatural de los 
padres. Los valores cristianos y humanos, vividos en el hogar, 
provocan en los hijos actitudes de imitación. Educan, no tanto por lo 
que dicen, cuanto más por lo que hacen. La armonía y buen 
entendimiento en el matrimonio constituye la base fundamental para el 
desarrollo equilibrado de la personalidad de los hijos y de su 
educación. Lo contrario ocurre en los casos de conflictos 
permanentes, separaciones de los cónyuges, etc. La instrucción, 
necesaria e insustituible, debe ser al mismo tiempo común y 
diferenciada para cada uno de ellos, razón por la cual se deben tener 
momentos dedicados a cada uno en particular, adaptando el lenguaje 
y los modos pedagógicos a la edad, a la situación concreta de los 
hijos y a los temas de que se trate. Para esa instrucción son 
ocasiones particularmente importante los acontecimientos de la vida 
(nacimiento de un nuevo hijo, muerte de un ser querido, cumpleaños y 
santos, etc.) y los tiempos de Navidad, Cuaresma, Pascua, etc. Se 
trata de una instrucción que está a caballo entre lo ocasional y lo 
sistemático. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las 
otras formas subsidiarias de enseñanza de la fe. Los padres tienen la 
misión de enseñar a sus hijos a orar y descubrir su vocación de hijos 
de Dios.

La educación cristiana de los hijos está encaminada al 
acompañamiento en el itinerario de su crecimiento en la fe, como 
aquellos que van caminando en un mismo camino. Es más un 
acompañamiento que únicamente invitarles a la catequesis y medios 
de formación cristiana. Los padres cristianos han de ser conscientes 
de la grandeza de su vocación, a la luz de la fe, y se han de disponer 
para orientar a sus hijos hacia las cimas de la santidad.

Pero nunca debe olvidarse que los protagonistas de la educación 
son los hijos. No se puede recibir de forma pasiva. Ni se trata de 
transmitir un patrimonio cultural, religioso, moral, sino que ellos 
mismos sean protagonistas conscientes y libres de su autocrecimiento 
con la ayuda del Maestro interior. La pedagogía mejor es la que 
desarrolla la responsabilidad personal, mediante la participación de 
los hijos en las tareas y responsabilidades de la familia. Es 
insustituible el diálogo como actitud y método educativo.

Un momento importante es la elección de estado para el hijo. La 
educación se dirige a que cada uno cumpla en plenitud su cometido, 
de acuerdo con la vocación recibida de Dios (cf. FC 53). Los padres 
deben ayudar a sus hijos en el discernimiento de su vocación, de 
forma particular en los períodos de la adolescencia y juventud (FC 
58). Los hijos deben asumir estas responsabilidad en relación 
confiada con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán 
dócilmente. Los padres no deben presionar a sus hijos en la elección 
de una profesión ni en la de su futuro cónyuge.

4º El deber-derecho de los padres en relación con otras fuerzas 
educativas. El ser humano forma una unidad antropológica en el ser y 
es un sujeto de operaciones en la multiplicidad de sus potencias y 
capacidades operativas. La actuación en un determinado aspecto 
exige que éste ponga en juego las diversas dimensiones de la 
personalidad. En consecuencia, la verdadera educación no puede 
limitarse a alguna de las dimensiones de la persona, sino que debe 
abarcarlas todas, al menos en sus aspectos más esenciales, y de 
forma armónicamente o integral.

La educación integral reclama la intervención -junto con la primera y 
principal, siempre indispensable, de los padres- de las demás fuerzas, 
personas e instituciones educativas. La dimensión comunitaria (civil y 
eclesial) del hombre exige una educación más amplia que la 
proporcionada por los padres y en el hogar. Cuando ellos no puedan 
abarcar estos aspectos deben recurrir a la colaboración de otras 
instancias educativas. Es además un derecho. La actuación educativa 
de estas otras instancias se guiarán por el principio de subsidiaridad, 
de tal forma que no suponga una intromisión en los derechos 
prioritarios de los padres y de la familia. Las intervenciones han de 
articularse en torno al deber-derecho original y primario de los padres 
a ser los primeros y principales educadores de sus hijos. Este es el 
principio regulador de todos los demás. De aquí dos consecuencias:

- El Estado y la Iglesia tienen obligación de dar a los padres -a las 
familias- los medios y ayudas necesarios para que ejerzan 
adecuadamente sus funciones educativas (FC 40). Estas ayudas se 
concretan en: a) promover instituciones y actividades que completen 
la educación recibida en el hogar; b) facilitar a los padres los medios 
necesarios para que ellos mismos puedan realizar la tarea educativa 
de sus hijos.

- Es deber indeclinable de los padres: a) elegir los centros 
educativos y determinar los idearios que se han de seguir en la 
educación de sus hijos; b) como el deber y derecho a la educación es 
permanente, vigilar para que en los centros educativos se imparta la 
educación para la que fueron elegidos.

En efecto, los padres, como primeros responsables de la educación 
de sus hijos, tiene el derecho de elegir para ellos una escuela que 
corresponda a sus convicciones. Este derecho es fundamental. En 
cuanto sea posible, tienen el deber de elegir las escuelas que mejor 
les ayude en su tarea de educadores cristianos (GE 6). Los poderes 
públicos deben garantizar este derecho de los padres y asegurar las 
condiciones reales de su ejercicio (CEC 2229). El Estado debe 
intervenir de forma subsidiaria, creando directamente las escuelas 
necesarias o reconociendo a otras asociaciones (por ejemplo, la 
Iglesia) el derecho de erigir escuelas y conceder a las mismas los 
subsidios económicos necesarios. 

Pero aún en este campo escolar actúa sólo subsidiariamente, es 
decir, debe tener en cuenta del parecer de los padres y deberá 
educar a los niños en conformidad con los deseos manifestados por 
sus padres. El Estado que organiza la instrucción pública y las 
energías pedagógicas actúan hasta cierto punto como sustitutos de 
los padres, los cuales no están capacitados para desempeñar 
directamente esta tarea y por eso lo confían a terceros. Un problema 
particular se presenta al Estado cuando tiene que estructurar la 
escuela pública, de tal forma que tenga en cuenta el pluralismo de la 
voluntad de los padres. Asimismo dentro de la educación integral 
ocupa un puesto clave la educación religiosa y moral en la escuela 
(cf. Günthor A., op. cit., vol. II, n. 163-167).

Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento en santidad de sus 
padres (cf. GS 48 d) (cf. CEC 2227). El afecto mutuo sugiere que 
sepan perdonarse de corazón; la caridad de Cristo lo exige (cf. Mt. 18, 
21-22). Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres o a 
sus hermanos, etc., y pueden contribuir grandemente al bien de la 
familia humana (cf. CEC 2231).


E. LAS AUTORIDADES EN LA SOCIEDAD CIVIL
(Apéndice).

El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos 
los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la 
sociedad (cf. CEC 2234).

1. Deberes de las autoridades civiles.

Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio al 
bien común (cf. CEC 2235). Dicho ejercicio está moralmente regulado 
por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico(3). 
Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de 
las persona y a la ley natural, por ejemplo, mediante leyes injustas 
(justicia legislativa). El ejercicio de la autoridad ha de manifestar una 
justa jerarquía de valores con el fin de facilitar el ejercicio de la 
libertad y de la responsabilidad de todos (cf. CEC 2236), y "dentro de 
los límites del orden moral para procurar el bien común" (GS 74 d). 
Los superiores deben ejercer la justicia distributiva teniendo en 
cuenta las necesidades y la contribución de cada uno, y atendiendo a 
la paz. Deben velar porque las leyes y disposiciones que establezcan 
no induzcan a oponer el interés personal al de la comunidad (cf. CA 
25). "Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones 
familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones 
intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, 
que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada" 
(GS 75 b).

El poder político está obligado a respetar los derechos 
fundamentales de la persona humana y a administrar humanamente la 
justicia en el respeto del derecho de cada uno, especialmente el de 
los desheredados y de las familias (cf. CEC 2237). Los derechos 
políticos inherentes a la ciudadanía no pueden ser suspendidos por la 
autoridad sin motivo legítimo y proporcionado. El ejercicio de los 
derechos políticos está destinado al servicio del bien común. 
"Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las 
personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, 
no menos que los deberes cívicos de cada uno" (GS 75 b).

2. Deberes de los ciudadanos.

Los que están sometidos a la autoridad deben mirar a sus 
superiores como representantes de Dios que los ha instituido 
ministros de sus dones (cf. Rom. 13, 1-2)(4) (cf. CEC 2238). Su 
colaboración leal entraña el derecho, a veces el deber, de ejercer una 
justa crítica de su gestión. Deber de los ciudadanos es cooperar con 
la autoridad civil al bien común de la sociedad, motivados por un 
deber de justicia y de caridad(5) (cf. CEC 2239). El amor y el servicio 
a la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la 
caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien 
común exige de los ciudadanos que cumplan con responsabilidad en 
la vida de la comunidad política. Los cristianos "deben tener 
conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la 
comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar 
ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común" 
(GS 75 e).

La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común 
exigen moralmente y en conciencia el pago de los impuestos(6), el 
ejercicio del derecho al voto(7) (cf. GS 75), la defensa del país (cf. 
CEC 2240; cf. Epístola a Diogneto, 5, 5.10; 6, 10). El apóstol nos 
exhorta a que ofrezcamos oraciones y acciones de gracias por los 
reyes y por todos los que ejercen la autoridad (cf. I Tim. 2, 2).

Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto 
sea posible, al extranjero (inmigrantes) que busca la seguridad y los 
medios de vida que no pueden encontrar en su país de origen, al 
tratarse de un derecho natural (cf. CEC 2241). Las autoridades 
civiles, atendiendo al bien común, puede subordinar el ejercicio del 
derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas. El inmigrante 
está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual 
del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y a contribuir a sus 
cargas.

El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las 
prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son 
contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos 
fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio (cf. 
CEC 2242). El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles 
cuando sus exigencias son contrarias a la recta conciencia se 
fundamentan en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de 
la comunidad política: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo 
que es de Dios" (Mt. 22, 21; cf. Hch. 5, 29: hay que obedecer a Dios 
antes que a los hombres; cf. GS 74 e)(8).

La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir 
legítimamente al uso de las armas, sino cuando se reúnan las 
siguientes condiciones (cf. CEC 2243): 1) en caso de violaciones 
ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) 
después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar 
desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es 
imposible prever razonablemente soluciones mejores.

3. La comunidad política y la Iglesia.

La relación entre la Iglesia y la comunidad política es un problema 
moral antes que un problema jurídico. La colaboración que debe 
existir entre ambas instituciones radica en la unidad del ser humano 
con su dimensión eterna y terrena, inseparablemente unidas, y en 
orden al bien común de la sociedad (cf. GS 76). Toda institución se 
inspira en una visión del hombre y de su destino eterno, de la que 
saca sus criterios de juicio, su jerarquía de valores, su línea de 
conducta (cf. CEC 2244). Si se prescinde de la luz del Evangelio 
sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente 
totalitarias. La mayoría de las sociedades han configurado sus 
instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre 
las cosas. Unicamente la religión Revelada ha reconocido claramente 
en Dios el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las 
autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y 
sobre el hombre (cf. CA 45-46). La Iglesia es signo y salvaguardia del 
carácter trascendente de la persona humana ante la comunidad 
política (cf. CEC 2245). Ella respeta y promueve la libertad y la 
responsabilidad política de los ciudadanos (cf. GS 76 c).

Deberes y derechos del Estado. En lo que respecta al ámbito de las 
cosas religiosas, el Estado tiene el deber de no inmiscuirse. No debe 
obstaculizar la vida religiosa de los individuos y de la Iglesia (y de 
otros grupos religiosos), sino que debe establecer las condiciones 
favorables para el ejercicio de la religión (cf DH 6). En las cosas 
mixtas el Estado debe escuchar a la Iglesia -pues tiene un peso 
específico en la presencia y vida pública- y tratar de llegar con ella a 
una solución aceptable para ambos. En el campo civil el Estado tiene 
el derecho de desarrollar su propia tarea con plena autonomía, sin 
que intervengan terceras personas o instituciones.

Deberes y derechos de la Iglesia. La Iglesia tiene el deber de 
respetar la autonomía del Estado en el desarrollo de sus tareas de 
exclusiva competencia. En línea de principio debe asumir una actitud 
leal hacia el Estado, a no ser que éste no se convierta en un Estado 
abiertamente injusto (cf. AA 14). La Iglesia tiene el derecho de poder 
guiar libremente la vida religiosa y sus propios fines sobrenaturales de 
salvación, hacer oir su voz en las cosas mixtas y de trabajar para que 
sus miembros puedan vivir en el Estado en coherencia con su 
convicciones religiosas(9). La Iglesia tiene legítima competencia en 
emitir juicios morales "incluso sobre materias que afectan al orden 
político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o 
la salvación de las almas" (GS 76 e) (cf. CEC 2246).
Archidiócesis de _Toledo
........................
1. En la "Carta de los derechos de la familia", promulgada por la Santa Sede 
en 1983 se recogen de manera órganica los derechos de la institución 
familiar, que señala los principios fundamentales que deben inspirar la 
legislación y toda política familiar. Enumeremos siquiera los principales 
derechos: 1-Derecho a contraer matrimonio y a formar una familia (art. 1); 
2-Las libertades en el matrimonio (art. 2); 3-La paternidad responsable (art. 
3); 4-El respeto a la vida. Condena al aborto (art. 4); 5-El derecho de los 
padres (art. 5); 6-Derecho a existir y progresar como familia (art. 6); 
7-Derecho a la libertad religiosa (art. 7); 8-Derecho a ejercer una función 
social y política en la construcción de la sociedad (art. 8); 9-Derecho a que 
exista una política familiar (art. 9); 10-Derecho a que la vida laboral favorezca 
una convivencia familiar (art. 10); 11-Derecho a una vivienda digna; 
12-Derechos de la familia de los emigrantes (art. 12). La Carta constituye un 
buen resumen de la doctrina social de la Iglesia, amen de otros Organismos 
internacionales, que puede servir muy bien de ideario para el compromiso del 
laico en la vida pública.

2. Aún cuando pertenezca este capítulo a epígrafes anteriores recordemos 
algunas Obligaciones éticas de los esposos entre sí. Las exigencias 
morales derivan, fundamentalmente, de la condición sacramental del 
matrimonio. Distingamos entre: a) Deberes de caridad. Se puede resumir en 
el precepto paulino: se deben amar como Cristo ama a su Iglesia (Ef. 5, 25). 
De aquí la obligación de cultivar el amor esponsal en todas sus dimensiones 
integrales e integradas. En la práctica de la caridad conyugal todos los 
detalles tienen su importancia. En concreto, deben evitar los pensamientos y 
los juicios críticos de uno contra otro.

b) Deberes de justicia. El mutuo consentimiento matrimonial fundamenta una 
serie de derechos y deberes matrimoniales, los cuales constituyen materia 
de confesión si no se respetan, y materia de virtud cristiana si se ejercitan. 
Entre estas obligaciones morales cabe enumerar el Deber de prestar el 
débito conyugal, siempre que se pida "rationabiliter" (razonablemente). 
Existe obligación de prestarlo y, si se niega la otra parte, será grave, leve o 
no será pecado en dependencia a los motivos que alegue la parte interesada 
y en razón de las consecuencias que se sigan a la negativa, como puede 
ser el pecado solitario o exponer al cónyuge en peligro de infidelidad 
conyugal. Una vez accedida a la petición razonable se han de observar el 
respeto del doble significado del acto sexual para que sea realizado de forma 
lícita. Asimismo se exige el respeto a otros derechos personales, como la 
educación de los hijos, el cuidado de la casa, aportación de medios 
económicos necesarios, buena administración, el respeto de los derechos 
personales, etc. Finalmente se exige también el respeto del derecho a los 
bienes patrimoniales propios (cf. FERNANDEZ A., Teología moral, Tomo II 
"Moral de la persona y de la familia", Burgos 1993. p. 584-587).

3. Todo legítimo detentor del poder estatal posee su autoridad, en definitiva, en 
virtud del orden establecido por Dios. Esto no quiere decir que el detentor de 
la autoridad haya sido directamente designado y elegido por Dios, sino que 
los hombres, dada su naturaleza, pueden alcanzar el bien común 
unicamente si son guíados por una autoridad con poder y que, por tanto, la 
autoridad concreta, que cumple tal función, corresponde con las intenciones 
de Dios, que se manifiestan a través de la peculiaridad y las necesidades de 
la naturaleza humana: "Es por tanto evidente que la comunidad política y la 
autoridad pública tiene su fundamento en la naturaleza humana y por tanto 
pertence al orden preestablecido por Dios, aun cuando la determinación del 
régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre 
designación de los ciudadanos" (GS 74).
El poder y la autoridad estatal no están solo en las manos de los 
gobernantes, sino que residen también en parte en el pueblo mismo. La 
soberanía no compete sólo a los individuos, ni a la masa, sino sólo al 
pueblo, en cuanto está unido en la voluntad de cooperar para el bien común. 
Por esto hablamos de "soberanía popular" (cf. GÜNTÖR A. Chiamata e 
risposta, Vol. III, Milán 1988, 4ª ed., p. 257-259).

4. Cf. GÜNTÖR A. op. cit., p. 231: "En Rom. 13 Pablo piensa a la luz del AT, 
según el cual Dios se sirve de los reinos, los Estados y las potencias 
políticas para realizar sus juicios en el mundo. En este sentido también una 
autoridad estatal problemática puede ser ministra de Dios sin saberlo ni 
quererlo. Por otra parte, esta misma expresión indica los límites del poder 
estatal, que no tiene fin en sí mismo, sino que debe servir a las intenciones 
de Dios, de manera consciente o no".

5. La justicia, en virtud del principio "do ut des", induce no sólo a recibir los 
beneficios de la comunidad estatal, sino también a contribuir al bien de tal 
comunidad. El amor nos mueve a hacernos solidarios del bien y el mal del 
prójimo y a hacerlo del modo más eficaz posible; ahora bien, el amor al 
prójimo sería imposible si se limitara a las relaciones privadas de individuo a 
individuo y no colaborase sobre el terreno de las decisiones políticas, de las 
cuales hoy depende, en gran parte, el bien y el mal del prójimo (cf. GÜNTÖR 
A. op. cit., p. 272; GS 30).

6. El Vaticano II no habla sólo de la obligación moral de pagar los impuestos, 
sino que piensa en todas aquellas prestaciones, materiales y personales, 
que se requieren para el bien común (cf. GS 75).

7. Cf. "Gaudium et Spes" 75. En las votaciones el pueblo decide directamente 
algunas cuestiones importantes referentes al bien común, o bien designa los 
representantes que deberán administrar la cosa pública en el parlamento, en 
el gobierno o en otras instancias intermedias. En concreto los votantes 
deben tener en cuenta lo que aquí y ahora es preciso para el bien común o 
por lo menos para evitar un mal mayor. La jerarquía de la Iglesia tiene el 
derecho, y en ciertas ocasiones el deber, de recordar a los fieles la 
obligación de votar y de darles también las indicaciones precisas sobre lo 
que el bien común requiere en dichas circunstancias. No obstante actúe 
siempre con extrema prudencia. En ciertas situaciones extremas y como 
excepción la votación justa puede consistir en la abstención del voto (cf. 
GÜNTÖR A. op. cit., p. 273-274).

8. La respuesta de Jesús se mete en un contexto más amplio que el de la 
pregunta hecha por sus adversarios. Este contexto reclama muchos 
aspectos de las afirmaciones veterotestamentarias sobre el Estado y la 
política. Jesucristo reconoce, en línea de principio, el derecho de la autoridad 
romana ocupante que exige un impuesto "Dad al César lo que es del César". 
Siguiendo la visión del AT, Dios puede también servirse del pueblo romano 
para castigar y purificar a su pueblo y para realizar sus planes. Pero el pago 
del impuesto es moralmente lícito y además obligatorio. "Dad a Dios lo que 
es de Dios". Esta 2ª parte de la frase tiene un peso mucho mayor que la 
primera. Es decisivamente mucho más importante "dar a Dios lo que es de 
Dios". Con esta 2ª exigencia, Cristo relativiza la primera. Toma distancia 
prudencial sobre la realidad política. La cuestión principal es dar a Dios 
aquello que le pertenece. El resto, también incluso los deberes ante la 
autoridad estatal, pasan a un segundo orden. Los dos deberes, hacia el 
emperador y hacia Dios, no se colocan paralelamente en un mismo plano. 
Es más, la realidad política se encuentra dentro del ámbito más sublime y 
vasto de las responsabilidades ante Dios. Esto es verdad tanto para aquel 
que detenta y ejercita el poder, cuanto para aquel que es súbdito. El primero 
no es un señor absoluto, sino que deberá dar cuenta a Dios del modo en el 
que haya ejercido su función. El segundo deberá responder a Dios de su 
obediencia a la autoridad estatal. Esto puede comportar que incluso esté 
obligado a no ser obediente, cuando la autoridad estatal requiera algo que va 
contra Dios (Cf. GÜNTÖR A., op. cit., p. 228-229).
En resumen, "En la medida en que el poder del Estado hace de 
ministro de Dios, consciente o inconscientemente, el cristiano asume una 
actitud de obediencia leal hacia él. En cambio, cuando el Estado impide al 
cristiano dar a Dios lo que es de Dios e intenta substituirle en su puesto, 
antes que servirlo, entonces el cristiano está llamado a testimoniar el honor 
de Dios" (GÜNTÖR A., op. cit., p. 233).

9. Cf. GÜNTÖR A., op. cit., p. 315-317.