Archidiócesis de Toledo
EL CUARTO MANDAMIENTO
Y LA PROMOCIÓN DE LA FAMILIA
PLAN PASTORAL DIOCESANO'99
INDICE
I. EL CUARTO MANDAMIENTO.
A. LA FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS.
1. Naturaleza de la familia.
2. La familia cristiana, "iglesia doméstica".
B. SOCIEDAD Y LA FAMILIA ("Familia, corazón de la 'civilización' del amor, en la
sociedad y en la Iglesia").
1- La familia es la primera sociedad natural, célula primera y originaria de la sociedad
2- La familia, escuela de socialidad.
3- Los derechos de la familia ante la sociedad y del Estado.
1) Reconocer y promover el matrimonio y la familia respetando su naturaleza
particular.
2) Tutelar la moralidad pública
3) Ayudar al matrimonio y a la familia en relación a sus
necesidades materiales
4) Asegurar el derecho a la procreación y ayudar a la
educación de los hijos.
4-Los deberes del matrimonio y de la familia frente al estado
C. DEBERES DE LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA
1. Deberes de los esposos.
1. Deberes de los hijos.
2. Deberes de los padres.
D. LAS AUTORIDADES EN LA SOCIEDAD CIVIL (Apéndice).
1. Deberes de las autoridades civiles.
2. Deberes de los ciudadanos.
3. La comunidad política y la Iglesia.
Bibliografía utilizada: GS 73-76; CEC n. 2196-2330; "Carta a las
Familias" (1994); "Carta de los Derechos de la Familia" (1983);
FERNANDEZ A., Teología moral, Tomo II "Moral de la persona y de la
familia", Burgos 1993. p. 563-593; cf. GÜNTÖR A. Chiamata e
risposta, Vol. III, Milán 1988, 4ª ed., pag. 146-148; 206-318);
SARMIENTO A., El matrimonio cristiano, Pamplona 1997, pag.
437-468
Jesús responde a la pregunta sobre cuál es el primero de los
mandamientos con el mandato del amor a Dios (1ª tabla) y del amor al
prójimo (2ª tabla) (cf. Mc. 12, 19-31). San Pablo recuerda que el que
ama al prójimo ha cumplido la ley entera, ya que la caridad es la ley
en su plenitud (cf. Rm. 13, 8-10) (cf. CEC 2196).
I
EL CUARTO MANDAMIENTO.
Honra a tu padre y a tu madre (cf. Ex. 20, 12; cf. Dt. 5, 16). "Hijos,
obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo, 'Honra
a tu padre y a tu madre', tal es el primer mandamiento que lleva
consigo una promesa: 'para que seas feliz y se prolongue tu vida
sobre la tierra" (Ef. 6, 1-3).
La familia es una comunidad de ricas relaciones interpersonales y
sólo se realiza en la medida en que constituye y sus miembros actúan
como una verdadera comunidad de personas. Esto mismo es lo que
se encierra en el cuarto precepto del Decálogo, expresión de la virtud
de la piedad: hábito o virtud sobrenatural que nos inclina a tributar a
los padres el honor y servicio debidos (cf. II-II q. 101, a. 3).
El 4º Mandamiento encabeza la 2ª tabla del Decálogo. Dios quiso
que después de El honrásemos a nuestros padres, a los que
debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios
(cf. CEC 2197). El fundamento del honor y reverencia -la piedad- que
los hijos deben a sus padres nace como prolongación y participación
de la Paternidad divina. Es significativo que el cuarto mandamiento se
inserte precisamente en este contexto de la virtud de la piedad (la
cual, a su vez, forma parte de la virtud de la justicia, pero en relación
a Dios). Así como a Dios, primero y fuente de nuestro ser natural y
sobrenatural, se le debe rendir el homenaje y el honor propios de la
virtud de la religión, así también a los padres ha de dáreseles el honor
y la reverencia debidos propios de la virtud de la piedad. Los padres,
son en cierto modo los representantes de Dios que lo prolongan,
quienes te han dado la vida y te han introducido en una estirpe,
nación y cultura. Después de Dios ellos son tus primeros
bienhechores. Hay una cierta analogía entre honrar a tus padres y el
culto debido a Dios (cf. Carta a las Familias -CF- 15).
Pero el cuarto mandamiento (honra) también está vinculado con el
mandamiento del amor: no basta con honrar a nuestros padres;
hemos de amarlos. La honra está relacionada con la virtud de la
justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin
referirse al amor a Dios y al prójimo. Es decir, está relacionada con la
justicia que exige alteridad de las partes implicadas y derechos
estrictos; pero a la vez lo supera mediante el amor que tiende a
afirmar la mío como también tuyo y nuestro (cf. CF 15).
La piedad filial que se debe a los padres se manifiesta en primer
lugar mediante la gratitud (cf. CEC 2215). Es consecuencia de
reconocer que, a través de los padres, han recibido el don de la vida
y que ellos son sus educadores. "Con todo tu corazón honra a tu
padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos
has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?" (Sir 7,
27-28).
La formulación positiva de este cuarto precepto son los deberes
que los hijos han de cumplir para con sus padres y constituye como
un preanuncio de los mandamientos de la segunda tabla que le
siguen (cf. CEC 2198). El 4º mandamiento se dirige expresamente a
los hijos en sus relaciones con sus padres y también -por extensión- a
las relaciones de parentesco con otros miembros de la familia (cf.CEC
2199). Finalmente se extiende también a los deberes de los alumnos
respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos,
de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto
a su patria, etc. Este mandamiento implica los deberes de todos los
que ejercen una autoridad sobre otros. El cumplimiento de este 4º
Mandamiento conlleva consigo una recompensa (cf. Ex. 20, 12): los
frutos espirituales y temporales de paz y prosperidad (cf. CEC 2200).
A. LA FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS.
1. Naturaleza de la familia.
El fundamento de la familia es el matrimonio (cf. CEC 2201). La
comunidad conyugal se establece sobre un acto de voluntad amorosa
de los esposos, el mutuo consentimiento que causa el vínculo o pacto
de amor entre los esposos y con Dios (cf. GS 48). Al crear Dios al ser
humano, varón y mujer, Dios instituyó la familia y la dotó de su
constitución fundamental (cf. CEC 2203). Es comunidad porque en
ella se da una comunión de amor, motor del matrimonio y la familia, y
una comunión de vida personal (cf. CEC 2205). La aparición del hijo
implica la extensión del matrimonio que se convierte en familia (cf.
CEC 2202). El matrimonio y la familia son de institución divina (divino
natural; cf. HV 8). Se afirma que es una institución natural porque
responde a la verdad más profunda de la humanidad del varón y la
mujer, como imagen de Dios. Es anterior a todo reconocimiento por
parte de la autoridad pública. Sus miembros son personas iguales en
dignidad pero diversos en sus responsabilidades, derechos y
deberes, que constituye, sin embargo, una única comunidad de
personas.
Por tanto, la familia constituye la primera expresión de la "communio
personarum", participación (primera) de la comunión Personal
Trinitaria. La Trinidad nos muestra que Dios es misteriosamente una
familia. Este hecho ilumina la verdad de la familia. El modelo originario
-del cual participa toda familia humana- es el misterio trinitario. Por
eso, de forma análoga al misterio trinitario, la familia está llamada a
ser comunidad de personas en la comunión de amor. Una comunidad
en la que cada uno de sus miembros es afirmado por sí mismo, y a la
vez, en su relación personal entre el yo y el tú, se abre el nosotros,
que -en los esposos- se complementa plenamente y de manera
específica al engendrar y educar los hijos.
La comunión ha de existir y expresarse en primer lugar entre los
cónyuges. Es consecuencia de la una caro (Gn 2, 24). Se ha instituido
entre ellos una unión tan íntima y profunda (cf. GS 48 a), que implica
la donación total de amor de su masculinidad y feminidad -en cuanto
sexualmente distinta y complementaria (conyugalidad)-. La lógica de
la entrega de los esposos pone las bases de la lógica de la entrega
de los padres respecto a sus hijos (cf. CF 11).
Sobre la base del matrimonio o comunidad conyugal se fundamenta
la comunidad de la familia. Además de las relaciones entre esposos,
existe un conjunto de relaciones interpersonales riquísimas dentro de
la familia, que han de observarse, si se quiere que la vida familiar sea
una verdadera comunión de personas en el amor: la de los padres y
los hijos, la de los hermanos entre sí, la de los parientes, etc. El amor
auténticamente humano y personal no puede dirigirse hacia su objeto
de una manera indiferenciada, sin tener en cuenta la condición del
amado y su identidad personal en cuanto es esposo-a, padre-hijo,
hermano-a, etc.
El amor de la familia es un amor de amistad con unas
características específicas. Como consecuencia de darse entre unas
personas relacionadas entre sí con unos vínculos específicos, esa
amistad se convierte en amor conyugal, paterno, materno... Esta
comunión interpersonal se fundamenta originariamente en los lazos
de carne y sangre, es decir, lo que existe primero es el hecho de ser
esposo, padre, hijo, hermano, pariente. Pero lo verdaderamente
importante es la libre elección de actuar según la condición propia
dentro de nuestra familia. Bajo este aspecto la comunión de personas
está sujeta a un crecimiento según un dinamismo interior e incesante
que conduce a una comunión cada vez más profunda e intensa (cf.
FC 18). En concreto, los esposos lo conseguirán a través de la
fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la entrega recíproca y
total (FC 19), por la que comparten todo lo que son y tienen, hacia
una unión cada vez más rica a nivel del cuerpo, del carácter, la
inteligencia, los afectos y la voluntad libre.
En la familia cristiana el amor y la comunidad que sus miembros
deben vivir reviste la modalidad de ser revelación de la comunión de
Iglesia. Por el bautismo y demás sacramentos, los cristianos son
constituidos miembros del Cuerpo de Cristo. Esta nueva y original
comunión lleva a plenitud la comunión originaria que nace de los lazos
de carne y sangre. Por la fe se instaura entre ellos unas relaciones
nuevas, sobrenaturales sin anular, sino al contrario curar y elevar las
relaciones naturales en el seno de la familia, de tal forma que su
paternidad, maternidad, filiación y fraternidad, está llamada a vivirse
de una forma nueva, según el modelo de Dios. La familia de Nazaret
aparece como modelo de toda la vida familiar. A cada miembro de la
familia le corresponde una tarea específica en la construcción de la
familia, debiendo colaborar todos. Cada uno lo ha de hacer desde su
función específica. El servicio recíproco de todos los días, según el
modo propio de cada cual, es el modo práctico de vivir la comunión
familiar.
2. La familia cristiana, "iglesia doméstica".
Una de las claves para afrontar la relación entre familia e Iglesia es
la consideración de la familia como Iglesia doméstica. Con ello
entramos también en la identidad y misión de la familia cristiana.
La familia cristiana es Iglesia doméstica, en expresión de S. Juan
Crisóstomo y San Agustín (cf. LG 11; FC 21) (cf. CEC 2204). El
primero, para animar a las familias a configurar su existencia como
modelo de caridad, servicio y hospitalidad; ya que en la familia se
encuentran los elementos más importantes de la Iglesia: la mesa de la
palabra, el testimonio de la fe, la presencia de Cristo. San Agustín se
sirve de esta imagen para hablar de la función del padre en el hogar,
comparándola con la del Obispo, porque uno y otro cuidan de una
comunidad de fe. La expresión tiene un origen implícito en San Pablo
y en los Hechos de los Apóstoles, cuando hablan de hogares
cristianos como comunidades misioneras y de culto (Cornelio; Priscila
y Aquila; Tabita).
El Vaticano II recoge la expresión en dos momentos. En esta
especie de iglesia doméstica que es el hogar los padres han de ser
para sus hijos los primeros predicadores de la fe, con su palabra y
con su ejemplo, estimulando a cada uno en su vocación, y en especial
a las vocaciones consagradas (LG 11; cf. AA 11). La familia constituye
a su manera, una imagen viva y una representación histórica del
misterio de la Iglesia (FC 49). La familia no es sólo la célula original de
la Iglesia, en cuanto que contribuye a darle nuevos miembros, sino
también es una imagen y representación del misterio mismo de la
Iglesia. Es como una iglesia en miniatura.
El fundamento de la familia como iglesia doméstica radica a partir
de su participación en el sacramento del matrimonio. La relación entre
ambos es de naturaleza sacramental, no principalmente desde la
analogía sociológica a como la familia constituye la célula base de la
sociedad civil. Es de naturaleza teológica y de gracia: así como la
Iglesia es signo y sacramento de Cristo, así también la familia cristiana
es sacramento de Cristo y recuerda el misterio de Cristo y de su
Iglesia.
Esta relación determina la participación de la familia cristiana en la
vida y misión de la Iglesia. Como la Iglesia, la familia es un lugar
donde se anuncia la Palabra; constituye un espacio de culto y
oración; y para servicio de la caridad; está puesta al servicio de la
edificación del Reino de Dios en la historia, mediante la participación
en la vida y misión de la Iglesia (cf. FC 49).
Es comunidad de fe, esperanza y caridad y posee para la Iglesia (y
para la sociedad) una importancia capital (cf. Ef. 5, 21-6,4; Col. 3,
18-21). La familia cristiana es la primera expresión de la Iglesia. El
matrimonio cristiano, mediante su participación en el sacramento de
Cristo, transforma su familia en Iglesia doméstica, encargando a los
esposos y demás miembros múltiples tareas que constituyen con toda
propiedad un ministerio eclesial.
De esta forma la familia cristiana se convierte en Iglesia doméstica
en donde todos escuchan la Palabra de Dios, se evangelizan
mutuamente (a), en donde todos oran en común (oración conyugal y
familiar para el diálogo con Dios) y se santifican y santifican el mundo
y los demás miembros de la Iglesia (b). Del sacramento del matrimonio
que especifica el del bautismo brota la gracia y el deber de ofrecer su
vida como liturgia agradable a Dios (cf. FC 56; LG 34). Aquí es donde
se ejerce el sacerdocio bautismal del padre y de la madre, y de todos
los demás miembros en la recepción de los sacramentos, en la
oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa
(cf. LG 10; cf. CEC 1657). Finalmente en la familia es donde todos,
finalmente, viven la comunión en el amor, como motor de la
comunidad de personas en donde se vive la caridad (mandamiento
nuevo de Jesús) entre las relaciones personales de sus miembros (c).
La familia cristiana participa de su función regia cuando sirve
desinteresadamente al hombre valorando su dignidad personal. De
manera especial cumple esta misión de servicio al hombre por el
ejercicio de la caridad con los más necesitados, a través de las obras
de misericordia. Asimismo con su participación en el apostolado
asociado que promueva una auténtica política familia y económica en
su favor.
Este triple ministerio no lo vive la familia sólo dentro de las paredes
de su hogar, sino que hace extensible también hacia otras familias
amigas, a los vecinos que viven junto a ellos, a las familias de los
barrios, de la Escuela, del pueblo o ciudad. Es la Iglesia doméstica
cercana a las gentes para transmitirles el tesoro cristiano.
B. SOCIEDAD Y LA FAMILIA
("Familia, corazón de la 'civilización' del amor, en la sociedad y en la
Iglesia").
La familia es más "sujeto social" que otras instituciones posteriores:
lo es más que la Nación, que el Estado, que la sociedad y las
organizaciones internacionales. Las comunidades más importantes de
la sociedad son la el matrimonio y la familia, el Estado y la Iglesia
(para los que somos cristianos). Existen múltiples comunidades
intermedias en las cuales los hombres se unen, pero sobre todo y por
encima de ellas está la familia como célula base de la sociedad. Estas
instituciones gozan de subjetividad propia en la medida en que la
reciben de las personas y de sus familias. Se trata de otro modo de
expresar lo que es la familia y esto se deduce también del 4º
mandamiento (cf. CF 15).
1- La familia es la primera sociedad natural, célula primera y
originaria de la sociedad. La condición masculina y femenina, que da
lugar a la primera diferenciación de la humanidad común, es también
la primera manifestación de la llamada de la persona a la
complementariedad mediante la relación interpersonal. En este
sentido, el matrimonio es la sociedad natural primera, hundiendo sus
raíces en el significado originario de la estructura de comunión de la
persona. Pero esta comunión básica entre varón y mujer dentro del
matrimonio se completa plena y naturalmente de una manera
específica al engendrar los hijos; de esta forma la comunidad de
personas de los cónyuges da origen a la comunidad familiar (cf. CF
7).
La familia es la célula original de la sociedad, porque en ella la
persona es afirmada en su dignidad por vez primera, por sí misma y
de forma gratuita. Desempeña en la sociedad una función análoga a
la célula en un organismo viviente. La familia interesa sobremanera a
la sociedad, ya que constituye la célula originaria de la vida social (cf.
CEC 2207). Por consiguiente la familia constituye la primera institución
intermedia que vertebra y reconstruye el tejido social, como célula
cuya vocación es unirse a otras células bases para construir el tejido
humano. Ella es la primera y principal ONG.
Ninguna otra comunidad abraza a la persona y a la vida humana tan
ampliamente como el caso del matrimonio y la familia. El hombre viene
al mundo a través de la familia. En ella crece y en ella se forja para
todo el resto de su vida. La gran mayoría de los hombres, una vez
adultos, a su vez fundan un nuevo hogar. Por todo ello en un cierto
sentido, el principio válido para la prioridad de la persona sobre el
resto de instituciones sociales, es también análogamente válido para
la familia: ellos son hasta un cierto punto, de forma similar a la
persona, "principio, sujeto y fin" de todas las instituciones sociales (cf.
GS 25). Sobre todo el Estado deberá preocuparse del bien del
matrimonio y de la familia: las autoridades civiles deberán considerar
como deber sagrado el respeto, la protección y el favorecimiento de
su verdadera naturaleza, de la moralidad pública y la prosperidad
doméstica (cf. GS 52). Sin embargo no es sólo tarea del Estado, sino
que también el desarrollo del matrimonio y de la familia es objeto de
otras comunidades intermedias de la sociedad.
Por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de
los Estados y de las Organizaciones Internacionales pasa
necesariamente a través de la familia y se fundamenta en el 4º
mandamiento del Decálogo. La afirmación de la persona está
relacionada, en gran medida, con la familia y, por consiguiente, con
este mandamiento.
2- La familia, escuela de socialidad. En el designio de Dios la familia
es la primera escuela del ser humano. Es la primera y fundamental
escuela de humanización y de socialidad (FC 37). Esta es su principal
aportación al bien común de la sociedad (FC 43). Tan importante es
esta tarea que se debe concluir que la sociedad será lo que sea la
familia. ¡Sé hombre! es el imperativo que en ella se transmite, hombre
como hijo de la patria, como ciudadano del Estado, como ciudadano
del mundo. Por ello las conductas y legislaciones que destruyen la
familia son, por lo mismo, deshumanizantes y nocivas para la
sociedad. La familia es escuela óptima del más rico humanismo (cf.
GS 52), lugar privilegiado de humanización perfecta, ambiente idóneo
en donde la persona puede crecer toda su personalidad de forma
equilibrada. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el
seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la
seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. En ella se
aprende desde la primera infancia los valores morales, se comienza a
honrar a Dios, a usar bien de la libertad y constituye el lugar óptimo
de transmisión de los valores vitales y virtudes humanas y cristianas.
No todas las formas de familia sirven y contribuyen a realizar la
verdadera socialidad. La familia de fundación matrimonial es la que
tiene las garantías de ello, si se comporta además como una
verdadera comunidad de personas, es decir, de vida y amor, en la
que cada uno de sus integrantes es valorado en su irrepetibilidad.
Entonces la dignidad personal es el único título de valor y las
relaciones interpersonales se viven teniendo como norma únicamente
la ley de la gratuidad.
Se requiere que el hogar sea y se haga acogida cordial, encuentro
y diálogo, servicio generoso y solidaridad profunda (FC 43). Será
necesario que los miembros compartan el tiempo, y que la vida
familiar sea una experiencia de comunión y participación, mediante la
formación en el verdadero sentido de libertad -sólo así el hombre
actúa en responsabilidad-, justicia -sólo así se respeta la dignidad de
los demás- y el amor -porque el respeto a cada hombre se resuelve
en el amor-.
Pero la familia no termina en su participación ad intra, también debe
hacerlo en el desarrollo de la sociedad de una forma directa. Como
exigencia de su autorealización, le corresponde también una función
social específica fuera del hogar, como familia y en cuanto familia. Es
una de las tareas que la familia, unida a otras familias debe realizar,
sola y asociada. Para contribuir al bien integral del hombre es
necesario que la familia sea y actúe de manera respetuosa con lo que
ella es, y proyectar adecuada y proporcionalmente sus relaciones
interpersonales a las diferentes instituciones intermedias que
vertebran la sociedad.
Una de las formas concretas es la participación en la vida pública y
en la política. Dos son los modos más fundamentales: el testimonio de
la propia vida familiar; y la participación activa en la configuración de
la sociedad a fin de que las leyes y las instituciones del Estado
sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la
familia. La familia debe ser la primera y principal protagonista de la
política familiar.
Así pues la "civilización del amor" está relacionada estrechamente
con la familia. En el sacramento del matrimonio reciben este amor
nuevo. Aquí están las bases de la civilización humana que es
civilización del amor. La familia es expresión y fuente de este amor; a
través de ella pasa la corriente principal de la civilización del amor,
que encuentra en la familia sus bases sociales (cf. CF 15).
3- Los derechos de la familia ante la sociedad y del Estado.
La familia, principio y fundamento de la sociedad humana, ha de ser
protegida por la sociedad y el Estado (cf. Declaración universal de los
derechos humanos, art. 16). Estos derechos derivan de la ley inscrita
por el Creador en la naturaleza humana del varón y la mujer, y en
consecuencia son anteriores a los que corresponden al Estado y
otras instituciones.
El bien común del Estado depende en gran medida de la
ordenación y de una sana estructuración del matrimonio y de la
familia. Por consiguiente el Estado, en bien del matrimonio, del de la
familia y del suyo propio, debe crear los presupuestos necesarios
para que el camino de la célula base de la sociedad no sea
obstaculizado y para darle todo su protección, inclusive jurídica,
económica, social, fiscal, educativa, etc. La familia, célula base de la
sociedad y del Estado mismo, tienen precedencia sobre el Estado en
diversos campos. Lo es en virtud de que en las familias se cultivan
valores, especialmente el del amor y el de la religión, que superan la
finalidad del Estado y no entran en el campo de su jurisdicción. A su
vez el Estado supera a cada familia en singular en el sentido que tiene
a su disposición medios e instrumentos que ella no posee. Además en
el campo temporal desempeña tareas que son bastante más amplias
que los de la familia. Por tanto Estado y Familia tienen cada uno cierta
autonomía, pero al mismo tiempo están estrechamente vinculados.
La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el
cuidado y responsabilidad sobre los miembros más necesitados de la
misma. Cuando esto no es posible, siguiendo el principio de
subsidiaridad, corresponde a otras personas, a otras familias o a la
sociedad proveer sus necesidades (cf. CEC 2208). La familia tiene
derecho a ser ayudada y defendida mediante medidas sociales
apropiadas (cf. CEC 2209). Lo repetimos: si ella constituye la célula
base de la sociedad humana es lógico que la sociedad y el Estado la
proteja y fomente de manera singular, especialmente a una sana
moralidad pública (cf. GS 52; CDF art. 16 c). En virtud del principio de
subsidiaridad las comunidades más vastas deben abstenerse de
privar a las familias de sus propios derechos y de inmiscuirse en sus
vidas, evitando así ser excesivamente intervencionista. Pero en virtud
de este mismo principio, cuando las familias no son capaces de
realizar sus funciones, los otros cuerpos sociales tienen el deber de
ayudarlas y de sostener la institución familiar, sin que esto suponga
un atropeyo de sus legítimas competencias y tareas.
1) Reconocer y promover el matrimonio y la familia respetando su
naturaleza particular. La importancia de la familia para la vida y el
bienestar de la sociedad (cf. GS 47 a) entraña una responsabilidad
particular en el fortalecimiento del matrimonio y de la familia (cf. CEC
2210). La autoridad civil tiene deber grave de reconocer la auténtica
naturaleza del matrimonio y de la familia, de protegerla y fomentarla.
No se pueden aceptar equiparaciones injustas entre la familia de
fundación matrimonial y otras uniones imperfectas entre varón y mujer
o, más aún, entre homosexuales (cf. CDF, Preámbulo; cf. ibidem, art.
1; cf. CF 17).
El Estado abandona indebidamente el principio de subsidiaridad
cuando, por ejemplo, a través de una legislación poco rigurosa sobre
el divorcio, vacía la indisolubilidad del matrimonio de tal forma que
casi no se puede ni hablar de ella, o cuando a través de leyes
educativas, hunde la autoridad de los padres ante sus hijos.
2) Tutelar la moralidad pública (cf. GS 52). El Estado debe actuar
de tal forma que los medios de comunicación social reconozcan el alto
valor de la fidelidad matrimonial, el significado auténtico de la familia y
de los hijos. Falta a este deber cuando no impide con todas sus
fuerzas que tales valores sean despreciados y hasta ridiculizados en
la prensa, cine y televisión. Tutelar una sana moralidad pública
constituye una buena inversión para la protección del matrimonio y de
la familia, en especial de los hijos más jóvenes.
3) Ayudar al matrimonio y a la familia en relación a sus necesidades
materiales. El Estado debe favorecer la prosperidad doméstica (cf. GS
52), lo cual abarca diversas medidas. Una justa política fiscal debe
aligerar los impuestos de los esposos y lo debe hacer en una medida
tanto mayor cuanto más elevado sea el número de hijos en su familia.
Una justa política de la propiedad, a través de leyes y eventuales
ayudas económicas, debe situar a los padres en tal grado que se
puedan procurar una base económica segura y suficiente para su
familia, de tal forma que pueda hacer una previsión no sólo para el
presente sino también para el futuro de los hijos. Esto comporta en
primer lugar una justa política salarial, que garantice a los padres el
necesario salario familiar. De gran importancia es también una sana
política de la vivienda, que haga factible a las familia a la propiedad
de una casa, de acuerdo con las necesidades de sus miembros.
Estas tareas no recaen sólo bajo las espaldas del Estado. También
la familia debe poner de su parte. Además también las familias deben
hacer su contribución a otras comunidades intermedias que existen
dentro del estado, tanto a nivel social, económico, laboral, de
participación en la vida pública, en la escuela, la salud, el deporte, la
cultura y el tiempo libre. Especial vocación tienen las familias a
participar en aquellas instituciones en favor de la vida, del amor
genuino y de los medios que lo posibilitan (por ejemplo, la iniciativa
concreta de la difusión de los métodos naturales de regulación de la
fertilidad humana), y de la educación y la Escuela.
En la actualidad el cuidado del matrimonio y de la familia supera las
posibilidades de cada Estado. Sucede por ejemplo en los países en
vías de desarrollo. Entonces debe intervenir también la comunidad
internacional. La ayuda internacional respecto al matrimonio y a la
familia comporta, por ejemplo, leyes de emigración e inmigración que
favorezcan a la familia, y el empleo de trabajadores extranjeros en los
países altamente industrializados. La consideración por la familia del
trabajador extranjero también debe jugar una gran importancia.
4) Asegurar el derecho a la procreación y ayudar a la educación de
los hijos. Deber del Estado es defender el derecho de los padres a
engendra la prole y a educarla en el seno de la familia (GS 52). Se
trata sin lugar a dudas de uno de los primeros y principales derechos
que el Estado debe proteger. El Estado debe garantizar el derecho de
los padres a la procreación tomando en primer lugar determinadas
medidas. Por ejemplo, de forma negativa, no debe poner los aspectos
eugenésicos hasta la imposición o tolerancia incluso de la
esterilización obligada. Lo mismo vale cuando, para contener un
crecimiento exagerado de población, premia a aquellos que se
sometan voluntariamente a la esterilización, mientras que castiga
económicamente con desventajas a aquellos padres que desean
tener una familia más numerosa. Aún reconociendo que la
superpoblación podría presentar graves problemas a un país, esto no
significa que se pueda realizar mediante cualquier medio a alcance
del Estado, ni de los esposos. El camino para alcanzar la solución a
este problema -cada vez más raro en Europa, por cierto- es el de una
buena educación moral, mediante una buena formación en la
denominada paternidad responsable, tanto en el momento generoso
de la decisión procreadora, cuanto en los medios naturales que la
Iglesia acepta, tanto para aumentar el número de hijos, como para no
poner las condiciones de su aumento, cuando existen razones graves
(cf. GS 50-51; HV 10; 14; 16; 21).
El Estado debe también garantizar el derecho-deber de los padres
a educar a sus hijos en el seno de la familia, hasta donde ésta esté en
situación de hacerlo. Es grave injusticia sustraer los hijos de sus
padres ya desde los primeros años con el fin de darles una educación
en asilos estatales según la ideología colectivista ha hecho -por
ejemplo-. En cambio el Estado obra según el principio de
subsidiaridad cuando quita los hijos a aquellos padres que
demuestran su incapacidad educativa absoluta.
En conclusión y en concreto, la comunidad política (cf. CEC 2211;
cf. CF 17) tiene deber de honrar, asistir y asegurar la libertad de
fundar un hogar, de tener hijos y educarlos de acuerdo con las
convicciones morales y religiosas de los padres; la protección de la
estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar; la libertad
de profesar su fe, transmitirala, educar a sus hijos en ella con medios
necesarios; el derecho a la propiedad privada y a tener un trabajo,
una vivienda, el derecho a emigrar; el derecho a la atención médica, a
la asistencia de los mayores y a los subsidios familiares; a la proteción
de la seguridad e higiene, especialmente en lo que se refiere a la
droga, pronografía, alcoholismo, etc; a la libertad para formar
asociaciones familiares y a estar así representadas ante las
autoridades civiles (cf. FC 46; CDF, art. 4-12)(1).
El 4º mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad (cf.
CEC 2212). La "comunidad de personas" que se dá dentro de la
familia debe extenderse al resto de la sociedad para construir la
"civilización del amor", sin confundirla con la "civilización del placer"
pragmático (cf. CF 13). Porque Dios es nuestro Padre, vemos en cada
persona un prójimo. Las comunidades humanas están compuestas de
personas. Gobernarlas bien no puede limitarse simplemente a
garantizar sus deberechos y deberes (cf. CEC 2213), sino que
conllevan cumplir la justicia y fraternidad.
La importancia del 4º mandamiento es vital incluso para el sistema
moderno de los derechos del hombre. Los ordenamientos
institucionales usan el lenguaje jurídico. En cambio Dios dice: honra.
Estos derechos son frágiles si en su base falta el imperativo "honra",
es decir, si falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de
que es hombre, este hombre. Por sí solos, los derechos no bastan;
hace falta el mandamiento que promueve el amor (cf. CF 15).
4-Los deberes del matrimonio y de la familia ante el Estado.
La comunidad conyugal y familiar, como también cada ciudadano,
debe contribuir al bien del Estado (bien común).
a) Los matrimonios y familias deben en primer lugar garantizar la
consistencia y la continuidad física y biológica de la población y del
Estado. Con ello no queremos afirmar que éste constituye el primero y
único deber de los padres en procrear nuevos ciudadanos. Sin
embargo no podemos negar que el matrimonio y la familia tienen una
cierta responsabilidad (la primera y principal de ambos ante Dios,
Señor de la vida) también en la continuidad de su propio pueblo y de
su Estado (cf. GS 50; HV 10), especialmente cuando tal
responsabilidad ante el bien común redunda a su vez en beneficio de
las familias mismas. Cuando el Estado es debilitado e incluso puesto
en peligro por el simple hecho de falta de remplazo generacional, no
está en situación ni siquiera de desempeñar como se debe la función
propia para el bien de las familias. En donde falta la juventud, es
puesta en peligro incluso la asistencia y cuidado de los ancianos.
Cada vez más el mito de la superpoblación mundial va cayendo. Sólo
en Asia y quizá en Africa crece, en América se mantiene, y en el resto
del mundo -en especial Europa y más aún España- decrece
alarmadamente. La solución no consiste en un control de nacimientos
(algo inaceptable, ya que los nacimientos, como las concepciones no
dependen del hombre, sino de Dios; otra cosa bien diversa son los
métodos naturales de regulación de la fertilidad humana), sino en un
mejor reparto de los bienes de la tierra, que son mucho más que
suficientes para todos. Ni que decir tiene que junto a la transmisión
humana de la vida se incluye su congrua educación, como la mejor
inversión completa con la cual cada familia contribuye de forma óptima
con el bien común del Estado.
b) En segundo lugar las familias deben contribuir económicamente
al bien común del Estado. El bienestar económico del Estado depende
del trabajo y de las prestaciones profesionales de los miembros de las
familias. La consideración del bien económico del pueblo debe
tenerse presente tambén cuando los padres toman la decisión de
hacer aprender a los hijos una determinada profesión.
c) En tercer lugar, la familia debe contribuir el orden social en el
Estado y el sentido comunitario, como óptima escuela social, mediante
el cultivo y desarrollo de las virtudes sociales. No existe mejor escuela
de virtudes y de valores humanos, y específicamente en la educación
y convivencia social para insercción del individuo en la sociedad, que
la familia. El concepto de virtudes sociales se toma aquí en sentido
amplio, puesto que la vida comunitaria incluye múltiples valores
religiosos, morales, espirituales y culturales. Estos valores y virtudes
son cultivados en sí mismo y con un fin propio, no sólo en virtud de su
orientación directa al bien del Estado; pero indudablemente constituye
una de las tareas más cualificadas que la familia hace como óptima
escuela de virtudes sociales (cf. GS 52) también en orden a su
contribución al bien común del Estado.
C. DEBERES DE LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA.
La "Carta a las familias" de Juan Pablo II, con motivo de 1994, "Año
de la Familia", ha afirmado que este 4º Mandamiento es como una
señal de doble dirección en la honra y amor de padres e hijos. Se
trata de una honra recíproca. No sólo debemos honrar a los padres;
también los padres han de honrar a sus hijos, desde el primer
momento de su concepción. Honra quiere decir reconoce, déjate guiar
por el reconocimiento convencido de la dignidad de la persona, del
padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás
miembros de la familia. La honra es una entrega sincera de "la
persona a la persona" (cf. GS 49) y, por tanto, converge en el amor.
El cuarto mandamiento exige honrar a los padres porque busca el
bien de la familia; pero precisamente por esto, presenta unas
exigencias a los mismos padres. Padres actuad de modo que vuestro
comportamiento merezca la honra y el amor de vuestros hijos (cf. CF
15).
Su fundamento profundo es de naturaleza Bíblica. Nos fijaremos
especialmente en el testimonio de San Pablo. La revolución social con
la cual el Cristianismo en su primera Evangelización cambió las
relaciones personales y con la cual, por ejemplo, terminó poco a poco
con la esclavitud, fue la revolución del amor cristiano mediante su
introducción en cada familia y hogar. En la Carta a los Colosenses, el
apóstol de los gentiles da unos preceptos muy sencillos de moral
cotidiana (que bien podríamos denominar "preceptos familiares"),
cristianizados por San Pablo mediante la simple fórmula como
conviene "en el Señor", el "en Cristo", que aquí equivale a "según la
vida cristiana". El filtro paulino ("en Cristo") hace que el sistema
romano familiar de derechos y deberes sufra un profundo cambio
desde la óptica cristiana totalmente nueva en su motivo más profundo.
Si en el sistema jurídico del pueblo romano, pueblo heredero del más
fino sentido jurídico, hablaba sobre todo de una parte fuerte en
derechos y una parte débil con deberes muy fuertes, el "filtro paulino"
cambia profundamente la realidad de tal forma que ambas partes de
la familia -y de la sociedad- (hasta ahora: fuerte y débil, jurídicamente
hablando) se convertirán en fuentes mutuas y recíprocas de derechos
y deberes.
Efectivamente, el esquema jurídico familiar del Imperio Romano era,
esquemáticamente, el siguiente:
PARTE FUERTE PARTE DEBIL
maridos. esposas.
padres. hijos.
amos. esclavos.
Con Cristo este sistema ha sido dado la vuelta y tanto el marido
como la esposa, los padres como los hijos, los amos como los
esclavos, tienen derechos y deberes mutuos que cumplir. Surge así
una nueva moral familiar, germen de abolición de toda esclavitud:
"Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el
Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seais ásperos con
ellas. Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es
grato a Dios en el Señor. Padres, no exaspereis a vuestros hijos, no
sea que se vuelvan apocados. Esclavos, obedeced en todo a
vuestros amos de este mundo, no porque os vean, como quien busca
agradar a los hombres; sino con sencillez de corazón, en el temor del
Señor. Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor
y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la
herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo. El que obre
la injusticia, recibirá conforme a esa injusticia: que no hay acepción de
personas. Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo,
teniendo presente que también vosotros teneis un Amo en el cielo"
(Col. 3, 18-4, 1).
Un texto paralelo lo tenemos en la Carta a los Efesios,
inmediatamente a continuación del pasaje quizá más importante del
NT sobre el misterio del matrimonio (cf. Ef. 5, 21-32). En este pasaje
recomienda el amor y respeto mutuo no sólo de la esposa hacia el
esposo, sino también de éste hacia aquella, de forma mutua:
"Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo [Principio
general]. Las mujeres a sus maridos, como al Señor... Maridos, amad
a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella,...
Y a continuación inmediata Pablo se dirige a los hijos y a los
siervos-esclavos:
"Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es
justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento
que lleva consigo una promesa: Para que seas feliz y se prolonge tu
vida sobre la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino
formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el
Señor.
Esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto y
temor, con sencillez de corazón, como a Cristo, no por ser vistos,
como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de
Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios; de buena gana,
como guien sirve al Señor y no a los hombres; conscientes de que
cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere:
sea esclavo, seal libre. Amos, obrad de la misma manera con ellos,
dejando las amenazas; teniendo presente que está en los cielos el
Amo vuestro y de ellos, y que en él no hay acepción de personas"(Ef.
6, 1-9)(2).
1. Deberes de los esposos.
a) El cultivo del bienestar material. Los esposos deben mutuamente
ocuparse de que no les falte nada de lo necesario para vivir. Esto
mismo vale para los padres respecto a sus hijos. Dicho deber nace de
la naturaleza misma del matrimonio y de la familia como comunidad
que abraza a toda la vida. El modo en que el hombre y la mujer, el
padre y la madre trabajan para procurar lo necesario es de por sí
diverso. Normalmente el padre con su actividad profesional fuera de
casa quien procura los medios económicos, mientras que la madre
trabaja en múltiples tareas dentro del hogar. No obstante las cosas
van cambiando muy rápidamente, pudiéndose invertir los papeles, o al
menos igualarse, trabajando ambos dentro y fuera del hogar.
El deber de preocuparse mutuamente por formar las bases
materiales del matrimonio comienza incluso antes de la boda. La
preparación al matrimonio comporta la preocupación paulatina
durante el noviazgo de ir adquiriendo ya lo necesario para el hogar
familiar, ahorrando también para el futuro.
Los hijos y las hijas que ya tienen un salario mediante su trabajo,
aún viviendo dentro de la familia, deben contribuir económicamente al
mantenimiento de la propia familia y, al mismo tiempo, ir pensando en
su futuro. Cuando los padres enferman y se encuentran en graves
estrecheces por una calamidad, los hijos adultos deberán hacer
incluso sacrificios grandes para ayudarles.
El trabajo extradoméstico de la mujer. Con la industrialización la
mujer puede estar obligada a desempeñar una trabajo lucrativo fuera
de la familia, por ejemplo, en el caso en que su marido sea incapaz de
hacerlo por enfermedad o por otros motivos. Entonces ella toma el
puesto principal en la adquisición de bienes necesarios para la familia.
Mientras no se tengan hijos el trabajo de la mujer fuera del hogar es
bastante fácil; pero cuando nacen y son pequeños exigen mucho
tiempo y dedicación constante. Será después cuando sean ya
mayores, otra época más factible para el trabajo extradoméstico de la
mujer. En todo caso este tipo de trabajo en la mujer, esposa y madre,
debe ser tal que no vaya en detrimento de sus papeles de mujer y
madre, que no suponga un exceso en su salud. Una buena solución
para evitarlo es el trabajo a media jornada.
No podemos ignorar los peligros que van unidos al trabajo
extradoméstico de la mujer casada. Puede ir en detrimento del gasto
de energías en el cuidado del hogar, máxime cuando en la actualidad
la familia constituye un lugar de autodefensa contra los peligros
graves de masificación en nuestra sociedad. Es un dato el que los
niños sufren bastante con la ausencia prolongada de los padres, y
más especialmente de la madre. Faltará en ellos el sentimiento de
protección y confianza en su vida. Por mucho que creamos ni siquiera
los abuelos, ni las guarderías, pueden tomar el puesto de los padres
ausentes.
b) Los deberes espirituales, morales y religiosos mutuos de los
esposos. El comportamiento moral entre los esposos no se reduce a
su aspecto negativo de evitar el adulterio y otros detalles de
infidelidades. Quien redujera el amor y la fidelidad conyugal a este
mínimo todavía está muy lejano de lo que debe ser el compromiso de
vida matrimonial. En la actualidad hay una relación mucho más
paritaria que en el caso de la familia patriarcal del pasado. Entre estos
deberes enumeramos algunos:
-La práctica constante del diálogo. Los esposos deben aprender a
conocerse mejor para amarse cada vez más. El mutuo diálogo
cotidiano, empapado de verdad y de amor, juega un papel decisivo.
Sólo los esposos que luchan conscientemente contra toda forma de
egoísmo, pereza y cerrazón están en condiciones de profundizar y de
consolidar continuamente su comunión de amor. Deben confiarse el
uno al otro su actitud ante los problemas de la vida, sus gozos y
preocupaciones. En todo caso deben discutir entre ellos sus
problemas que tienen relación con el bien común de su matrimonio y
su familia. Tales temas son muy numerosos y concretos: situación
económica y administración, adquisiciones sociales, reformas en la
casa, cambio de domicilio, empresas comunes, ordenación de la vida
cotidiana, número y educación de los hijos, vida religiosa y ética en el
matrimonio y en la familia.
El ejercicio del diálogo matrimonial reviste particular importancia en
la familia actual. A menudo el lugar de trabajo del marido y a menundo
también de la mujer, las escuelas de los hijos, están separados y con
frecuencia alejanos del hogar. Los lazos que unen a los esposos y a
éstos con sus hijos se pondrían en peligro si ellos no dialogaran en
profundidad y calidad, aprovechando los escasos momentos de que
disponen.
-La aspiración común a crecer en el amor conyugal genuino y a
purificarse de los defectos que lo obstaculizan. Los esposos deben
proveer recíprocamente el bienestar material mutuamente y a los
hijos. Pues bien, mucho más deben ayudarse mutuamente a cuanto
atañe a su perfección espiritual y del carácter. El eje de esta tarea es
el amor desinteresado. A partir del matrimonio el amor no sólo es
presupuesto sino que entonces adquiere también una naturaleza de
deber estricto a fin de enriquecerse mutuamente mediante la
donación de sus personas y sus servicios mutuos, tal y con el fin de la
mutua ayuda afirma. De esta forma han de estar dispuestos a un
perfeccionamiento mutuo que les lleva incluso a saber aceptar las
correcciones del otro y hacérselas al otro con caridad.
Si surgieran incomprensiones o incluso la injusticia de la infidelidad
matrimonial, con esto no cese este deber de ayuda mutua. Es
precisamente en estos momentos cuanto más están llamados a
hacerlo. Quien cometa la injusticia debe dar el primer paso y pedir
sinceramente perdón. Quien ha sufrido la infidelidad debe estar
dispuesto a perdonar, e incluso en algunos casos debe hasta dar los
primeros pasos para ayudar al otro cónyuge y restablecer la confianza
y el amor. Hemos de tener en cuenta que la moral cristiana en caso
de grave dificultad e incluso en el adulterio de un cónyuge, no sigue
siempre el mismo camino como hace el derecho. Si el derecho civil
permite la separación (y hasta en algunos países el divorcio civil por
motivo de adulterio), la moral cristiana, guíada por el Evangelio, invita
aún en este caso a la parte inocente a la fidelidad, a conquistar al
cónyuge culpable y perdonarla de corazón. Esto no excluye que la
parte inculpable pueda después pedir o no la separación (nunca el
divorcio, que no existe en la Iglesia), si después de haber sido
paciente, la situación no cambia, la parte culpable no da señales de
arrepentimiento alguno, la conviviencia se transforma en insoportable
para ellos y para los hijos, y -siempre como último medio y éste
extraordinario- la Iglesia permite la separación, aunque con el deseo
de que cuanto antes pudiera recomponorse la unión esponsal y
familiar.
-La ayuda recíproca en orden a la vida espiritual. El matrimonio y la
familia también tiene como contenido de sus deberes el común vínculo
con Dios y ésto con carácter prioritario. Cuando los esposos no están
unidos entre sí con Dios, está separados precisamente en el núcleo
que más les une. La comunión en la vida religiosa incluye en primer
lugar el diálogo sobre tales cuestiones, el reforzamiento mutuo en la
fe, la oración en común y la participación común en la vida litúrgica de
la comunidad cristiana. La comunión en la vida espiritual y religiosa
resulta decisiva para la educación de los hijos, en particular para su
educación religiosa y moral. La sincera convicción religiosa y la práxis
de los padres constituyen una ayuda inestimable e inolvidable para
los hijos.
1. Deberes de los hijos.
Toda paternidad humana es participación de la paternidad divina
que es u fuente (cf. Ef. 3, 14). Este constituye el fundamento del
honor debido a los padres (cf. CEC 2214). El respeto de los hijos
hacia sus padres se nutre del afecto natural nacido del vínculo que
les une (1); pero además viene exigido por el precepto divino (2). Son
obligaciones que nacen, a la vez e inseparablemente, de la caridad y
la justicia.
a) Deberes de caridad. El amor de los hijos a los padres es un
precepto urgido con frecuencia en el AT. El mandato del Exodo se
formula, no en términos de obediencia, sino de "respetar" y "venerar"
a los padres (Ex. 20, 12). La enseñanza bíblica más ajustada sobre
las obligaciones de los hijos con los padres se encuentra en el
Eclesiástico (cf. Ecclo. 3, 1-16). San Pablo lo hace en términos de
obediencia, no de honra y veneración; pero da un paso más, pues
aduce como fundamento de esa obediencia una motivación religiosa y
cristológica: "Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto
es grato a Dios en el Señor" (Col. 3, 20; cf. Ef. 6, 1).
b) Obligación de justicia. La piedad filial motiva el respeto a los
padres y nos lleva a tener gratitud con quienes han colaborado con
Dios en la transmisión del don de la vida, con su amor y su trabajo y
ha ayudado a crecer en estatura, sabiduría y gracia a sus hijos (cf.
CEC 2215). El respeto filial se expresa en la docilidad y la obediencia
(Prov. 6, 20-22), por la que los hijos se muestran prontos a poner en
práctica los legítimos deseos de sus padres (cf. CEC 2216). Mientras
vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que
éstos dispongan para su bien o el de la familia (cf. CEC 2217).
También deben obedecer a los educadores a los que sus padres les
ha confiado, siempre que sea bueno. Pecan los hijos que
desobedecen a sus padres o no les tributan el resepto debido.
Los hijos deben acudir en ayuda de los padres cuando éstos los
necesiten, en todos los campos de las necesidades paternas, desde
la compañía hasta el acogimiento familiar y la subvención económica.
Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus
padres, prevenir sus deseos, solicitar sus consejos y aceptar sus
amonestaciones justificadas. La obediencia a los padres cesa con la
emancipación de los hijos pero no el respeto que les es debido, el
cual tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu
Santo. El 4º mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus
responsabilidades para con los padres (cf. CEC 2218), prestándoles
ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus
enfermedades, en momentos de soledad o abatimiento. Jesús
recuerda este deber de gratitud (cf. Mc. 7, 10-12). Cuando los padres
no pueden valerse por sí miusmos, obliga gravemente a los hios.
El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe
también a las relaciones entre hermanos y hermanas (cf. CEC 2219),
soportándonos unos a otros con caridad, dulzura y paciencia (cf. Ef.
4, 2). Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con
aquellos de quienes recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y
la vida en la Iglesia (cf. CEC 2220): padres, abuelos, pastores,
catequistas, amigos, maestros. "Evoco el recuerdo de la fe sincera
que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre
Eunice, y sé que también ha arraigado en tí" (II Tim. 1, 5).
2. Deberes de los padres.
La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la procreación,
sino que debe extenderse también a su educación moral y a su
formación espiritual (cf. CEC 2221; FC 28). Educar es ayudar,
mediante los medios oportunos, a que el hijo crezca y se desarrolle
hasta la perfección que correponde a su naturaleza humana. El papel
de los padres en la educación tiene tanto peso que, cuando falta,
difícilmente puede suplirse (cf. GE 3). El derecho y el deber de la
educación es para los padres es primordial, primario, insustituible e
inalienable (cf. FC 36; cf. CEC 2223).
Original y primario, como es la relación que la procreación
establece entre los padres y el hijo. Todas las demás formas de
relación de la persona humana son posteriores a la paterno-filial,
incluidas las naturales como la de fraternidad o vecindad. Insustituible
e inalienable quiere decir que los padres pueden ayudarse de otros y
otras instituciones para la educación integral de sus hijos, pero
siempre que no les suplante. La ayuda, a la que tienen derecho, debe
comenzar por el reconocimiento de este papel primario y original de
los padres; y, después, en facilitarles los medios y prestaciones
necesarias para poder desempeñar de hecho este deber. La
subsidiaridad es la ley que debe presidir las intervenciones desde
fuera en el campo educativo de los hijos. Cuando falta el papel
primario e inalienable de los padres en la educación de los hijos
difícilmente puede suplirse (GE 3).
Son educadores por ser padres. Los padres deben mirar a sus hijos
como a hijos de Dios y respetarlos como a personas humanas (cf.
CEC 2222). Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la ley de
Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre.
El amor constituye al motor del derecho-deber educativo. En la
paternidad divina, modelo originario de toda paternidad y maternidad
en la tierra y en los cielos (Ef 3, 14-15), los padres descubrirán las
características configuradoras del amor educativo hacia sus hijos. El
amor ha de ser siempre el alma y la norma que debe inspirar la
actuación de ese derecho y deber hacia sus hijos (FC 36). El amor
paterno y materno de los padres se transforma de fuente del
matrimonio en alma de la familia y de la educación de los hijos, y por
consiguiente, en norma, enriqueciendo la acción educativa con
valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, sacrificio
(FC 36). Un amor que ha de ser afectivo y efectivo, natural y
sobrenatural.
Afectivo, es decir, interno y verdadero que esté dirigido a procurar
para sus hijos el bien. Por eso pueden pecar los padres que odian,
maldicen o desean algún mal grave para sus hijos, tanto en el orden
natural como en el sobrenatural. Efectivo, porque es operativo y se
manifiesta en obras de amor concreto, como es la dedicación y el
cuidado de su personalidad integral. Natural y sobrenatural. En los
padres cristianos una y otra dimensión deben constituir una
maravillosa unidad en colaboración con el Creador y Redentor. De
esa manera los mil detalles que coforman la vida diaria adquiere una
dimensión eterna.
La educación integral y completa de los hijos, dirigida a que se
formen como verdaderos hombres requiere que se cuiden todos los
aspectos: materiales, espirituales, naturales, sobrenaturales, etc. Ha
de atender siempre a las dos dimensiones fundamentales de la
persona: la dignidad personal y la socialidad; y en el caso de los
cristianos, sin olvidar la dimensión sobrenatural.
Podemos distinguir -si cabe- en los deberes de los padres unos
deberes de caridad y otros que se debe en virtud de la justicia,
aunque ambos -máxime en este campo- están perfectamente
interrelacionados:
a) Deberes de caridad. El cariño a los hijos, también con un amor
sobrenatural es el primer deber. El amor de los padres respecto a los
hijos se concreta en la obligación de poner los medios necesarios
para educarlos convenientemente. Dicha tarea abarca de forma
integral los siguientes elementos: la salud y el bienestar del cuerpo,
desarrollo intelectual adecuado, madurez de la vida afectiva, fortaleza
de la voluntad, ejercicio responsable de la libertad, sentido social y
formación moral y religiosa.
Los padres deben esforzarse en conjugar el cariño a sus hijos con
la fortaleza que requiere el logro de su formación. Las correcciones y
castigos son medios pedagógicos, con la salvedad de que no sean
efecto de la pasión de los padres y no hieran la dignidad del hijo o le
contraríen en exceso: no exaspéreis a vuestros hijos (cf. Ef. 6, 4; Col.
3, 21). En la educación de los hijos los padres deben actuar con
prudencia, pero sin claudicar al momento de exigir a sus hijos aquellas
virtudes que consideren decisivas en su formación.
b) Deberes de justicia.
1º Cuidado y atención corporal de los hijos. La vida física no es el
bien supremo del ser humano, pero sí el primero y fundamental, sobre
el que se asientan los demás. La atención a la vida se debe desde el
primer instante de su concepción. Los padres deben recibirlo y acoger
al hijo en el hogar con amor, si bien, en circunstancias muy extremas
su cuidado podría confiarse a terceras personas. El cuidado por la
vida se concreta, además, en la atención coporal necesaria para su
conveniente conservación y desarrollo armónico: alimentación,
vestido, atención médica, etc. También en el esfuerzo por procurarles
un porvenir humano digno, dentro de las posibilidades. Por eso es
deber de los padres incrementar el patrimonio familiar. Aquellos que
por descuido, negligencia o despilfarro de su fortuna hacen lo
contrario pecaría gravemente. Esta misma obligación natural recae en
los padres respectos de los hijos, tenidos fuera del matrimonio.
2º Educar en los valores esenciales humano-cristianos. El respeto y
afecto de los padres se traduce durante la infancia ante todo en el
cuidado y atención para educar a sus hijos, y para proveer a sus
necesidades físicas y espirituales (cf. CEC 2228). En el transcurso del
crecimiento les lleva a que los hijos aprendan a usar rectamente su
razón y su libertad. Pero este deber de justicia nace del amor. Las
normas fundamentales de pedagogía de todos los tiempos para una
buena educación son la dulzura, la constancia, la bondad, la actitud
de servicio, el desinterés y el espíritu de sacrificio (cf. FC 36). Los
padres cristianos derivan esas cualidades pedagógicas del amor, que
tiene su fuente en el sacramento del matrimonio.
a) - Educar en libertad. Uno de los valores más fundamentales en la
educación de los hijos es la educar para la libertad, signo eminente de
la imagen de Dios en el hombre (cf. GS 17). Sólo mediante el ejercicio
recto de la libertad, la persona puede alcanzar su plenitud humana y
sobrenatural. Aun cuando el hijo ha recibido de Dios a través de la
cooperación imprescindible de sus padres la causa de su ser
humano-sobrenatural, él es verdadero dueño de sus actos. Porque es
criatura, las normas que han de regir su conducta le vienen dadas
desde dentro de su naturaleza propiamente humana. Deberán
comportarse como persona humana en esta vida terrena, a fin de
conseguir su fín último o perfección plena poco a poco. La verdadera
educación es la que nos enseña a ser verdaderamente libres desde
dentro y utilizando esta libertad para elegir el bien y los medios que a
él conducen. Compaginando libertad con autoridad, los padres
deberán mostrarles los motivos naturales y sobrenaturales de una
conducta buena.
La educación de la libertad ha de orientarse no sólo a que los hijos
sean capaces de decidir por sí mismos, sino sobre todo a que estas
elecciones sean respecto al bien moral. Por eso la educación de la
libertad es antes que nada educación de las virtudes morales y
sobrenaturales, junto a los dones del Espíritu. Así por ejemplo,
después de la prudencia, de la virtud teologal de la caridad, forma de
todas las virtudes naturales y sobrenaturales, y el don de Sabiduría,
la virtud de la pobreza adquiere especial relieve en orden a
mostrarnos libres respectos al desapego del corazón a las cosas de
este mundo, solo en tanto en cuanto nos llevan a Dios y a la
comunión de amor con los hermanos. Los padres han de enseñar a
sus hijos a subordinar las dimensiones materiales y pulsionales a las
interiores y espirituales (cf. CA 36; CEC 2223). Las virtudes son
quienes en definitiva forjan la personalidad libre del sujeto y de la
sociedad humana.
b) Educar en el verdadero sentido de la justicia y el amor. El hogar
constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la
solidaridad y en las responsabilidades comunitarias (cf. CEC 2224).
Tal y como dijimos con anterioridad, la familia es la primera escuela de
socialización y de humanización del hombre y de la sociedad.
Dada la condición social humana, los hijos no pueden alcanzar el
desarrollo de su personalidad y desplegar sus cualidades sin
relacionarse con los demás (cf. GS 12). La vida social no constituye
añadido alguno a la persona humana, sino que es exigencia de su
misma naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de
servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus
capacidades y responde a su vocación (cf. GS 25; CEC 1879). Pero
sólo sirven a la realización de ese cometido, aquellas relaciones que
son sinceras y se basan en la verdad, es decir, las que responden al
sentido de la verdadera justicia que se eleva al respeto de la dignidad
personal de cada uno (cf. FC 37).
Por eso la educación en el verdadero sentido de la justicia es otro
de los valores esenciales para la educación de los hijos. Sólo así la
familia será escuela del más rico humanismo. El modo de relacionarse
con justicia, consiste en el respeto de la dignidad personal de todos y
cada uno de los seres humanos, principio del amor. Por eso la
educación en el verdadero sentido de la justicia no puede separarse
de la educación de los hijos en el verdadero sentido del amor. Una
parte importante de la educación en y para el amor lo constituye la
educación para la castidad.
La sexualidad es una riqueza de toda la persona humana y está
orientada hacia la donación plena en el amor. La educación de la
sexualidad debe comenzar por una educación para la castidad, sea
cual sea la vocación específica. Al impregnar de racionalidad las
pasiones y los afectos de la sensibilidad humana, hace que el hombre
pueda integrar armónicamente la sexualidad humana en la donación
de amor con los demás (cf. CEC 2341).
En la educación sexual, por tanto, es imprescindible la formación en
los valores y normas morales. Sólo entonces se llega al autodominio
virtuoso de sí, apto para la autodonación integral y sin reservas de la
persona humana, tareas ambas de la virtud de la castidad, bajo el
influjo sobrenatural de la caridad cristiana. La virtud de la castidad
constituye algo imprescindible tanto para la vocación al amor dentro
del matrimonio como para la virginidad consagrada.
Como principios que deben guiar la educación de la sexualidad, que
correponde a los padres el Pontificio Consejo para la Famila señala:
a) todo niño debe recibir una información y formación individualizada;
b) la dimensión moral debe formar parte de sus explicaciones; c) la
educación en la castidad y las oportunas informaciones sobre la
sexualidad deben ser ofrecidas en el más amplio contexto de la
educación al amor (cf. SH 56-76).
c) Formación y educación cristiana. La misión educadora de los
padres cristianos adquiere una relevancia especial por el sacramento
del matrimonio, como consecuencia de la relación que, por su
bautismo, se da entre el matrimonio y el sacramento. Este deber y
derecho de los padres que han contraído el sacramento del
matrimonio es a la vez el mismo y también nuevo a los que no se han
casado en el Señor. Esta novedad implica una colaboración en la
transmisión de la vida humana que es a la vez colaboración en la
edificación y extensión del Reino, en la obra de regeneración
sobrenatural de la gracia. Con toda propiedad ejercen un verdadero
ministerio eclesial en la edificación de la Iglesia y del mundo dentro y
fuera de su hogar.
Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han
recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos
(cf. CEC 2225), siendo los primeros heraldos de la fe (LG 11). Desde
su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La
forma de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas
que, durante toda la vida, serán auténticos cimientos de una fe viva.
Esa educación -acomodándose a las etapas de la vida de sus hijos-
comprende: a) la incorporación de estos a la vida sacramental; b) la
educación en la fe.
La educación en la fe por los padres debe comenzar desde la más
tierna infancia, sobre todo debe ir acompañado del testimonio de una
vida cristiana de acuerdo con el Evangelio (cf. CEC 2226). La fe
(verdades vitales) se transmite en familia. En primer lugar es grave
deber de los padres colaborar activamente para preparar a sus hijos
a la recepción fructuosa de las fuentes de la gracia. No pueden
descargar su responsabilidad ni en el colegio ni en la Parroquia. En
concreto, deben procurar que sus hijos reciban cuanto antes la gracia
del bautismo, especialmente es urgente si el niño sufre enfermedad o
corre peligro su vida. El criterio que prevalece es el bien espiritual de
los hijos. Asimismo corresponde a los padres continuar con la
iniciación cristiana de sus hijos, mediante la preparación, vida y
recepción de los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía,
sin olvidar el de la Reconciliación.
A la par de esta participación fructuosa en los sacramentos, los
padres tienen que procurar educar a sus hijos en la fe, contexto en el
cual se engloba el primer aspecto enunciado. Con los medios
adecuados a las edades y condiciones de sus hijos, deberán
instruirlos en las verdades fundamentales de la fe. Siguiendo al
Catecismo de la Iglesia, no deberá faltar una formación suficiente: a)
sobre los misterios y verdades de la fe (Símbolo o Credo: fe en Dios
Padre Todopoderoso, el Creador; en Jesucristo, su Hijo, nuestro
Señor y Salvador; en el Espíritu Santo y en la Iglesia); b) los
Sacramentos de la fe; c) la nueva vida de la fe (la gracia y el
cumplimiento de los mandamientos); d) la oración en la vida de la fe.
El objetivo final de la educación cristiana es hacer que los hijos
procedan como verdaderos cristianos, capaces de informar y
configurar cristianamente la sociedad. Se trata de ayudarles a
apreciar con recta conciencia los valores morales y prestarles su
adhesión personal, y también conocer y amar a Dios más
perfectamente (GE 1). Características de esta instrucción son: a)
completa, porque ha de comprender aquellos contenidos que son
necesarios para la maduración gradual de la personalidad desde el
punto de vista cristiano y eclesial (FC 39); y b) progresiva:
acomodada a la edad y formación, profundizando cada vez más en las
verdades y en la vida.
En referencia a la educación de la fe hemos de hacer dos
anotaciones: en primer lugar, la obligación de cumplir este sagrado
deber no lo pueden delegar ni a la parroquia ni a la escuela, si bien
pueden ayudarse de ambas instituciones con carácter
complementario y como medios subsidiarios, razón por la cual además
los padres deben colaborar con ellas a fin de vigilar y ayudarlas en la
educación correcta de sus hijos; Segunda: cuando cumplen con
esmero este deber no pueden sentirse culpables de la defección de
sus hijos. En estos tristes casos, los padres deben saber que la
respuesta a la fe es una actitud libre del hombre y que las influencias
de los medios de comunicación, publicidad, pandilla de amigos,
colegio, etc. pueden superar, al menos en cantidad -nunca en
calidad-, el influjo benéfico que ellos han intentado transmitir mediante
sus obras y palabras.
3º El hogar en la educación de los hijos. Formar a los hijos con
confianza y valentía, de manera que se compaginen el cariño y la
fortaleza, sin caer en permisivismos ni autoritarismos, extremos
opuestos a la sana educación.
Para este cometido es insustituible el marco del hogar. Los tiempos
de ocio y descanso, el trabajo, las celebraciones festivas, las
relaciones propicias para la vida ordinaria son hitos decisivos en la
formación de la personalidad de los hijos. Los padres manifiestan esta
responsabilidad ante todo y en primer lugar mediante la creación de
un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el
servicio desintersado son norma. Así pues la responsabilidad
educativa viene realizada en primer lugar mediante la creación de un
hogar, lugar apropiado para la educación de las virtudes, la cual
requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del
dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Es una grave
responsabilidad de los padres dar buenos ejemplos a sus hijos,
saberlos corregir y guiar (cf. Ef. 6, 4). El hogar constituye el medio
natural óptimo -primer lugar ecológico de la vida (cf. CA 39)- para la
iniciación del ser humano en la solidaridad y en las responsabilidades
comunitarias (cf. CEC 2224).
El camino mejor para educar es el ejemplo connatural de los
padres. Los valores cristianos y humanos, vividos en el hogar,
provocan en los hijos actitudes de imitación. Educan, no tanto por lo
que dicen, cuanto más por lo que hacen. La armonía y buen
entendimiento en el matrimonio constituye la base fundamental para el
desarrollo equilibrado de la personalidad de los hijos y de su
educación. Lo contrario ocurre en los casos de conflictos
permanentes, separaciones de los cónyuges, etc. La instrucción,
necesaria e insustituible, debe ser al mismo tiempo común y
diferenciada para cada uno de ellos, razón por la cual se deben tener
momentos dedicados a cada uno en particular, adaptando el lenguaje
y los modos pedagógicos a la edad, a la situación concreta de los
hijos y a los temas de que se trate. Para esa instrucción son
ocasiones particularmente importante los acontecimientos de la vida
(nacimiento de un nuevo hijo, muerte de un ser querido, cumpleaños y
santos, etc.) y los tiempos de Navidad, Cuaresma, Pascua, etc. Se
trata de una instrucción que está a caballo entre lo ocasional y lo
sistemático. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las
otras formas subsidiarias de enseñanza de la fe. Los padres tienen la
misión de enseñar a sus hijos a orar y descubrir su vocación de hijos
de Dios.
La educación cristiana de los hijos está encaminada al
acompañamiento en el itinerario de su crecimiento en la fe, como
aquellos que van caminando en un mismo camino. Es más un
acompañamiento que únicamente invitarles a la catequesis y medios
de formación cristiana. Los padres cristianos han de ser conscientes
de la grandeza de su vocación, a la luz de la fe, y se han de disponer
para orientar a sus hijos hacia las cimas de la santidad.
Pero nunca debe olvidarse que los protagonistas de la educación
son los hijos. No se puede recibir de forma pasiva. Ni se trata de
transmitir un patrimonio cultural, religioso, moral, sino que ellos
mismos sean protagonistas conscientes y libres de su autocrecimiento
con la ayuda del Maestro interior. La pedagogía mejor es la que
desarrolla la responsabilidad personal, mediante la participación de
los hijos en las tareas y responsabilidades de la familia. Es
insustituible el diálogo como actitud y método educativo.
Un momento importante es la elección de estado para el hijo. La
educación se dirige a que cada uno cumpla en plenitud su cometido,
de acuerdo con la vocación recibida de Dios (cf. FC 53). Los padres
deben ayudar a sus hijos en el discernimiento de su vocación, de
forma particular en los períodos de la adolescencia y juventud (FC
58). Los hijos deben asumir estas responsabilidad en relación
confiada con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán
dócilmente. Los padres no deben presionar a sus hijos en la elección
de una profesión ni en la de su futuro cónyuge.
4º El deber-derecho de los padres en relación con otras fuerzas
educativas. El ser humano forma una unidad antropológica en el ser y
es un sujeto de operaciones en la multiplicidad de sus potencias y
capacidades operativas. La actuación en un determinado aspecto
exige que éste ponga en juego las diversas dimensiones de la
personalidad. En consecuencia, la verdadera educación no puede
limitarse a alguna de las dimensiones de la persona, sino que debe
abarcarlas todas, al menos en sus aspectos más esenciales, y de
forma armónicamente o integral.
La educación integral reclama la intervención -junto con la primera y
principal, siempre indispensable, de los padres- de las demás fuerzas,
personas e instituciones educativas. La dimensión comunitaria (civil y
eclesial) del hombre exige una educación más amplia que la
proporcionada por los padres y en el hogar. Cuando ellos no puedan
abarcar estos aspectos deben recurrir a la colaboración de otras
instancias educativas. Es además un derecho. La actuación educativa
de estas otras instancias se guiarán por el principio de subsidiaridad,
de tal forma que no suponga una intromisión en los derechos
prioritarios de los padres y de la familia. Las intervenciones han de
articularse en torno al deber-derecho original y primario de los padres
a ser los primeros y principales educadores de sus hijos. Este es el
principio regulador de todos los demás. De aquí dos consecuencias:
- El Estado y la Iglesia tienen obligación de dar a los padres -a las
familias- los medios y ayudas necesarios para que ejerzan
adecuadamente sus funciones educativas (FC 40). Estas ayudas se
concretan en: a) promover instituciones y actividades que completen
la educación recibida en el hogar; b) facilitar a los padres los medios
necesarios para que ellos mismos puedan realizar la tarea educativa
de sus hijos.
- Es deber indeclinable de los padres: a) elegir los centros
educativos y determinar los idearios que se han de seguir en la
educación de sus hijos; b) como el deber y derecho a la educación es
permanente, vigilar para que en los centros educativos se imparta la
educación para la que fueron elegidos.
En efecto, los padres, como primeros responsables de la educación
de sus hijos, tiene el derecho de elegir para ellos una escuela que
corresponda a sus convicciones. Este derecho es fundamental. En
cuanto sea posible, tienen el deber de elegir las escuelas que mejor
les ayude en su tarea de educadores cristianos (GE 6). Los poderes
públicos deben garantizar este derecho de los padres y asegurar las
condiciones reales de su ejercicio (CEC 2229). El Estado debe
intervenir de forma subsidiaria, creando directamente las escuelas
necesarias o reconociendo a otras asociaciones (por ejemplo, la
Iglesia) el derecho de erigir escuelas y conceder a las mismas los
subsidios económicos necesarios.
Pero aún en este campo escolar actúa sólo subsidiariamente, es
decir, debe tener en cuenta del parecer de los padres y deberá
educar a los niños en conformidad con los deseos manifestados por
sus padres. El Estado que organiza la instrucción pública y las
energías pedagógicas actúan hasta cierto punto como sustitutos de
los padres, los cuales no están capacitados para desempeñar
directamente esta tarea y por eso lo confían a terceros. Un problema
particular se presenta al Estado cuando tiene que estructurar la
escuela pública, de tal forma que tenga en cuenta el pluralismo de la
voluntad de los padres. Asimismo dentro de la educación integral
ocupa un puesto clave la educación religiosa y moral en la escuela
(cf. Günthor A., op. cit., vol. II, n. 163-167).
Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento en santidad de sus
padres (cf. GS 48 d) (cf. CEC 2227). El afecto mutuo sugiere que
sepan perdonarse de corazón; la caridad de Cristo lo exige (cf. Mt. 18,
21-22). Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres o a
sus hermanos, etc., y pueden contribuir grandemente al bien de la
familia humana (cf. CEC 2231).
E. LAS AUTORIDADES EN LA SOCIEDAD CIVIL
(Apéndice).
El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos
los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la
sociedad (cf. CEC 2234).
1. Deberes de las autoridades civiles.
Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio al
bien común (cf. CEC 2235). Dicho ejercicio está moralmente regulado
por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico(3).
Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de
las persona y a la ley natural, por ejemplo, mediante leyes injustas
(justicia legislativa). El ejercicio de la autoridad ha de manifestar una
justa jerarquía de valores con el fin de facilitar el ejercicio de la
libertad y de la responsabilidad de todos (cf. CEC 2236), y "dentro de
los límites del orden moral para procurar el bien común" (GS 74 d).
Los superiores deben ejercer la justicia distributiva teniendo en
cuenta las necesidades y la contribución de cada uno, y atendiendo a
la paz. Deben velar porque las leyes y disposiciones que establezcan
no induzcan a oponer el interés personal al de la comunidad (cf. CA
25). "Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones
familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones
intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción,
que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada"
(GS 75 b).
El poder político está obligado a respetar los derechos
fundamentales de la persona humana y a administrar humanamente la
justicia en el respeto del derecho de cada uno, especialmente el de
los desheredados y de las familias (cf. CEC 2237). Los derechos
políticos inherentes a la ciudadanía no pueden ser suspendidos por la
autoridad sin motivo legítimo y proporcionado. El ejercicio de los
derechos políticos está destinado al servicio del bien común.
"Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las
personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio,
no menos que los deberes cívicos de cada uno" (GS 75 b).
2. Deberes de los ciudadanos.
Los que están sometidos a la autoridad deben mirar a sus
superiores como representantes de Dios que los ha instituido
ministros de sus dones (cf. Rom. 13, 1-2)(4) (cf. CEC 2238). Su
colaboración leal entraña el derecho, a veces el deber, de ejercer una
justa crítica de su gestión. Deber de los ciudadanos es cooperar con
la autoridad civil al bien común de la sociedad, motivados por un
deber de justicia y de caridad(5) (cf. CEC 2239). El amor y el servicio
a la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la
caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien
común exige de los ciudadanos que cumplan con responsabilidad en
la vida de la comunidad política. Los cristianos "deben tener
conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la
comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar
ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común"
(GS 75 e).
La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común
exigen moralmente y en conciencia el pago de los impuestos(6), el
ejercicio del derecho al voto(7) (cf. GS 75), la defensa del país (cf.
CEC 2240; cf. Epístola a Diogneto, 5, 5.10; 6, 10). El apóstol nos
exhorta a que ofrezcamos oraciones y acciones de gracias por los
reyes y por todos los que ejercen la autoridad (cf. I Tim. 2, 2).
Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto
sea posible, al extranjero (inmigrantes) que busca la seguridad y los
medios de vida que no pueden encontrar en su país de origen, al
tratarse de un derecho natural (cf. CEC 2241). Las autoridades
civiles, atendiendo al bien común, puede subordinar el ejercicio del
derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas. El inmigrante
está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual
del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y a contribuir a sus
cargas.
El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las
prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son
contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos
fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio (cf.
CEC 2242). El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles
cuando sus exigencias son contrarias a la recta conciencia se
fundamentan en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de
la comunidad política: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios" (Mt. 22, 21; cf. Hch. 5, 29: hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres; cf. GS 74 e)(8).
La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir
legítimamente al uso de las armas, sino cuando se reúnan las
siguientes condiciones (cf. CEC 2243): 1) en caso de violaciones
ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2)
después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar
desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es
imposible prever razonablemente soluciones mejores.
3. La comunidad política y la Iglesia.
La relación entre la Iglesia y la comunidad política es un problema
moral antes que un problema jurídico. La colaboración que debe
existir entre ambas instituciones radica en la unidad del ser humano
con su dimensión eterna y terrena, inseparablemente unidas, y en
orden al bien común de la sociedad (cf. GS 76). Toda institución se
inspira en una visión del hombre y de su destino eterno, de la que
saca sus criterios de juicio, su jerarquía de valores, su línea de
conducta (cf. CEC 2244). Si se prescinde de la luz del Evangelio
sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente
totalitarias. La mayoría de las sociedades han configurado sus
instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre sobre
las cosas. Unicamente la religión Revelada ha reconocido claramente
en Dios el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las
autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y
sobre el hombre (cf. CA 45-46). La Iglesia es signo y salvaguardia del
carácter trascendente de la persona humana ante la comunidad
política (cf. CEC 2245). Ella respeta y promueve la libertad y la
responsabilidad política de los ciudadanos (cf. GS 76 c).
Deberes y derechos del Estado. En lo que respecta al ámbito de las
cosas religiosas, el Estado tiene el deber de no inmiscuirse. No debe
obstaculizar la vida religiosa de los individuos y de la Iglesia (y de
otros grupos religiosos), sino que debe establecer las condiciones
favorables para el ejercicio de la religión (cf DH 6). En las cosas
mixtas el Estado debe escuchar a la Iglesia -pues tiene un peso
específico en la presencia y vida pública- y tratar de llegar con ella a
una solución aceptable para ambos. En el campo civil el Estado tiene
el derecho de desarrollar su propia tarea con plena autonomía, sin
que intervengan terceras personas o instituciones.
Deberes y derechos de la Iglesia. La Iglesia tiene el deber de
respetar la autonomía del Estado en el desarrollo de sus tareas de
exclusiva competencia. En línea de principio debe asumir una actitud
leal hacia el Estado, a no ser que éste no se convierta en un Estado
abiertamente injusto (cf. AA 14). La Iglesia tiene el derecho de poder
guiar libremente la vida religiosa y sus propios fines sobrenaturales de
salvación, hacer oir su voz en las cosas mixtas y de trabajar para que
sus miembros puedan vivir en el Estado en coherencia con su
convicciones religiosas(9). La Iglesia tiene legítima competencia en
emitir juicios morales "incluso sobre materias que afectan al orden
político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o
la salvación de las almas" (GS 76 e) (cf. CEC 2246).
Archidiócesis de _Toledo
........................
1. En la "Carta de los derechos de la familia", promulgada por la Santa Sede
en 1983 se recogen de manera órganica los derechos de la institución
familiar, que señala los principios fundamentales que deben inspirar la
legislación y toda política familiar. Enumeremos siquiera los principales
derechos: 1-Derecho a contraer matrimonio y a formar una familia (art. 1);
2-Las libertades en el matrimonio (art. 2); 3-La paternidad responsable (art.
3); 4-El respeto a la vida. Condena al aborto (art. 4); 5-El derecho de los
padres (art. 5); 6-Derecho a existir y progresar como familia (art. 6);
7-Derecho a la libertad religiosa (art. 7); 8-Derecho a ejercer una función
social y política en la construcción de la sociedad (art. 8); 9-Derecho a que
exista una política familiar (art. 9); 10-Derecho a que la vida laboral favorezca
una convivencia familiar (art. 10); 11-Derecho a una vivienda digna;
12-Derechos de la familia de los emigrantes (art. 12). La Carta constituye un
buen resumen de la doctrina social de la Iglesia, amen de otros Organismos
internacionales, que puede servir muy bien de ideario para el compromiso del
laico en la vida pública.
2. Aún cuando pertenezca este capítulo a epígrafes anteriores recordemos
algunas Obligaciones éticas de los esposos entre sí. Las exigencias
morales derivan, fundamentalmente, de la condición sacramental del
matrimonio. Distingamos entre: a) Deberes de caridad. Se puede resumir en
el precepto paulino: se deben amar como Cristo ama a su Iglesia (Ef. 5, 25).
De aquí la obligación de cultivar el amor esponsal en todas sus dimensiones
integrales e integradas. En la práctica de la caridad conyugal todos los
detalles tienen su importancia. En concreto, deben evitar los pensamientos y
los juicios críticos de uno contra otro.
b) Deberes de justicia. El mutuo consentimiento matrimonial fundamenta una
serie de derechos y deberes matrimoniales, los cuales constituyen materia
de confesión si no se respetan, y materia de virtud cristiana si se ejercitan.
Entre estas obligaciones morales cabe enumerar el Deber de prestar el
débito conyugal, siempre que se pida "rationabiliter" (razonablemente).
Existe obligación de prestarlo y, si se niega la otra parte, será grave, leve o
no será pecado en dependencia a los motivos que alegue la parte interesada
y en razón de las consecuencias que se sigan a la negativa, como puede
ser el pecado solitario o exponer al cónyuge en peligro de infidelidad
conyugal. Una vez accedida a la petición razonable se han de observar el
respeto del doble significado del acto sexual para que sea realizado de forma
lícita. Asimismo se exige el respeto a otros derechos personales, como la
educación de los hijos, el cuidado de la casa, aportación de medios
económicos necesarios, buena administración, el respeto de los derechos
personales, etc. Finalmente se exige también el respeto del derecho a los
bienes patrimoniales propios (cf. FERNANDEZ A., Teología moral, Tomo II
"Moral de la persona y de la familia", Burgos 1993. p. 584-587).
3. Todo legítimo detentor del poder estatal posee su autoridad, en definitiva, en
virtud del orden establecido por Dios. Esto no quiere decir que el detentor de
la autoridad haya sido directamente designado y elegido por Dios, sino que
los hombres, dada su naturaleza, pueden alcanzar el bien común
unicamente si son guíados por una autoridad con poder y que, por tanto, la
autoridad concreta, que cumple tal función, corresponde con las intenciones
de Dios, que se manifiestan a través de la peculiaridad y las necesidades de
la naturaleza humana: "Es por tanto evidente que la comunidad política y la
autoridad pública tiene su fundamento en la naturaleza humana y por tanto
pertence al orden preestablecido por Dios, aun cuando la determinación del
régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre
designación de los ciudadanos" (GS 74).
El poder y la autoridad estatal no están solo en las manos de los
gobernantes, sino que residen también en parte en el pueblo mismo. La
soberanía no compete sólo a los individuos, ni a la masa, sino sólo al
pueblo, en cuanto está unido en la voluntad de cooperar para el bien común.
Por esto hablamos de "soberanía popular" (cf. GÜNTÖR A. Chiamata e
risposta, Vol. III, Milán 1988, 4ª ed., p. 257-259).
4. Cf. GÜNTÖR A. op. cit., p. 231: "En Rom. 13 Pablo piensa a la luz del AT,
según el cual Dios se sirve de los reinos, los Estados y las potencias
políticas para realizar sus juicios en el mundo. En este sentido también una
autoridad estatal problemática puede ser ministra de Dios sin saberlo ni
quererlo. Por otra parte, esta misma expresión indica los límites del poder
estatal, que no tiene fin en sí mismo, sino que debe servir a las intenciones
de Dios, de manera consciente o no".
5. La justicia, en virtud del principio "do ut des", induce no sólo a recibir los
beneficios de la comunidad estatal, sino también a contribuir al bien de tal
comunidad. El amor nos mueve a hacernos solidarios del bien y el mal del
prójimo y a hacerlo del modo más eficaz posible; ahora bien, el amor al
prójimo sería imposible si se limitara a las relaciones privadas de individuo a
individuo y no colaborase sobre el terreno de las decisiones políticas, de las
cuales hoy depende, en gran parte, el bien y el mal del prójimo (cf. GÜNTÖR
A. op. cit., p. 272; GS 30).
6. El Vaticano II no habla sólo de la obligación moral de pagar los impuestos,
sino que piensa en todas aquellas prestaciones, materiales y personales,
que se requieren para el bien común (cf. GS 75).
7. Cf. "Gaudium et Spes" 75. En las votaciones el pueblo decide directamente
algunas cuestiones importantes referentes al bien común, o bien designa los
representantes que deberán administrar la cosa pública en el parlamento, en
el gobierno o en otras instancias intermedias. En concreto los votantes
deben tener en cuenta lo que aquí y ahora es preciso para el bien común o
por lo menos para evitar un mal mayor. La jerarquía de la Iglesia tiene el
derecho, y en ciertas ocasiones el deber, de recordar a los fieles la
obligación de votar y de darles también las indicaciones precisas sobre lo
que el bien común requiere en dichas circunstancias. No obstante actúe
siempre con extrema prudencia. En ciertas situaciones extremas y como
excepción la votación justa puede consistir en la abstención del voto (cf.
GÜNTÖR A. op. cit., p. 273-274).
8. La respuesta de Jesús se mete en un contexto más amplio que el de la
pregunta hecha por sus adversarios. Este contexto reclama muchos
aspectos de las afirmaciones veterotestamentarias sobre el Estado y la
política. Jesucristo reconoce, en línea de principio, el derecho de la autoridad
romana ocupante que exige un impuesto "Dad al César lo que es del César".
Siguiendo la visión del AT, Dios puede también servirse del pueblo romano
para castigar y purificar a su pueblo y para realizar sus planes. Pero el pago
del impuesto es moralmente lícito y además obligatorio. "Dad a Dios lo que
es de Dios". Esta 2ª parte de la frase tiene un peso mucho mayor que la
primera. Es decisivamente mucho más importante "dar a Dios lo que es de
Dios". Con esta 2ª exigencia, Cristo relativiza la primera. Toma distancia
prudencial sobre la realidad política. La cuestión principal es dar a Dios
aquello que le pertenece. El resto, también incluso los deberes ante la
autoridad estatal, pasan a un segundo orden. Los dos deberes, hacia el
emperador y hacia Dios, no se colocan paralelamente en un mismo plano.
Es más, la realidad política se encuentra dentro del ámbito más sublime y
vasto de las responsabilidades ante Dios. Esto es verdad tanto para aquel
que detenta y ejercita el poder, cuanto para aquel que es súbdito. El primero
no es un señor absoluto, sino que deberá dar cuenta a Dios del modo en el
que haya ejercido su función. El segundo deberá responder a Dios de su
obediencia a la autoridad estatal. Esto puede comportar que incluso esté
obligado a no ser obediente, cuando la autoridad estatal requiera algo que va
contra Dios (Cf. GÜNTÖR A., op. cit., p. 228-229).
En resumen, "En la medida en que el poder del Estado hace de
ministro de Dios, consciente o inconscientemente, el cristiano asume una
actitud de obediencia leal hacia él. En cambio, cuando el Estado impide al
cristiano dar a Dios lo que es de Dios e intenta substituirle en su puesto,
antes que servirlo, entonces el cristiano está llamado a testimoniar el honor
de Dios" (GÜNTÖR A., op. cit., p. 233).
9. Cf. GÜNTÖR A., op. cit., p. 315-317.