TESTIMONIOS

-Hijo de mártir
-Mártir en vida de la persecución religiosa española
-Los mártires testimonian que la violencia «no es un método de disuasión»



Hijo de mártir José María Torres recuerda el martirio de su padre, nuevo beato

VALENCIA, 7 mar 2001 (ZENIT.org).- Entre los peregrinos que participarán en la beatificación de 233 mártires de la persecución religiosa española de los años treinta, en la plaza de San Pedro, estará presente José María Torres Pérez, hijo de uno de los nuevos beatos.

La última imagen que recuerda de su padre es entrando en un coche oscuro, a las puertas de su casa, con los sollozos de fondo de su madre, que gritaba a los milicianos: "¡Por favor, no se le lleven!".

José María tenía entonces ocho años de edad. Volvía de hacer un recado, comprar un sifón con el que aliviar a su padre que esa misma noche había sufrido un cólico nefrítico. No tardaron ni un sólo día en enterarse de que a habían matado a su padre, Pascual Torres Lloret de Carcaixent, capataz de obras.

El semanario de la arquidiócesis de Valencia, Paraula, ha reconstruido así los recuerdos de este martirio. Fue el 5 de septiembre de 1936. Han pasado sesenta y cinco años, y a pesar del dolor vivido en todo este tiempo, José María asegura que "el martirio es un don y una bendición del cielo, es algo que no pueden entender las personas que no tienen fe por mucho que se lo expliques".

Maestro de obras Su padre era maestro de obras, y cuando le preguntamos por qué lo mataron, José María es tajante: "Por ser cristiano. Mi padre era un hombre de oración y comunión diaria. Le autorizaron para impartir la comunión, y así lo hacía en la parroquia y luego clandestinamente en las casas de los enfermos. Comulgar estaba perseguido. Me acuerdo que las formas las escondía dentro de una servilleta de paño que dejaba en el interior de un purificador. En una ocasión este trozo de tela fue el que permitió tener más días a nuestro padre entre nosotros, porque las formas, muy bien envueltas, no se esparcieron tras el manotazo de uno de los milicianos, que escarbaban nuestras pertenencias en busca de dinero".

Perdón ¿Es posible perdonar? José María Torres Pérez responde sin dudar a la pregunta: "Me gustaría, cuando vaya al cielo, encontrarme allí a todos los asesinos de mi padre". Allí, Torres Pérez les repetiría su perdón.

"Todo lo que ha pasado, la tragedia que hemos vivido nos ha servido para madurar", afirma José María, que es catequista para matrimonios, de la parroquia de Santo Tomás, de Valencia.

José María también menciona a su madre, muy presente entre sus recuerdos. "Era muy alegre, se conformaba con todo. Quedó muy impresionada cuando le comunicaron el trágico desenlace. Fue mi hermana mayor quien nos dijo que habían matado a mi padre por la noche. Se enteró cuando fue a la cárcel por la mañana a llevarle algo de comida. Mi madre quedó, desde entonces, con media paraplejía".

Torres Pérez ha venido a Roma, junto a un hermano, esposa y sus tres hijos a la beatificación de los mártires.


Mártir en vida de la persecución religiosa española

Habla un sacerdote compañero de los santos que canoniza el Papa

MADRID, 7 mar 2001 (ZENIT.org).- Entre los 233 mártires de la persecución religiosa española de los años treinta que beatificará Juan Pablo II, podría haber aparecido el nombre de Eugenio Laguarda. Sus asesinos, sin embargo, no terminaron en el trabajo y le abandonaron moribundo en un campo abandonado.

Hoy, a sus noventa años, el padre Laguarda celebra misa todos los días a las siete de la mañana en la basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia (la diócesis de la que proceden la mayoría de esos mártires). Después, confiesa el resto del día hasta la tarde. En este conmovedor testimonio reconstruye el ambiente que reinaba en España durante la guerra civil. Entre el 18 de julio de ese año y el 1 de abril de 1937, según datos ofrecidos ahora por la Conferencia Episcopal Espñola, fueron asesinados 6.832 sacerdotes, religiosos y religiosas, así como doce obispos.

Los hechos que recuerda el padre Laguarda en este testimonio publicado por el semanario de la arquidiócesis de Madrid, Alfa y Omega , tuvieron lugar el 17 de junio de 1938 * * *

Yo era muy joven. Siendo ya sacerdote, me enviaron a un pueblo de la provincia de Castellón. A los 15 meses de estar en aquel pueblo, Zucaina, vino la guerra.

Yo me enteraba de las noticias y escondí todas las imágenes de la parroquia en casas particulares, en pajares. Salía de mi casa, pero iba a la iglesia sin tocar la campana: habían matado a muchos curas de los pueblos.

Un día vinieron a matarme, una cuadrilla que iba matando de pueblo en pueblo. Cuando llegaron a Zucaina, encontraron a unos chiquitos, jugando en la plaza, y les preguntaron: "¿Habéis visto al cura?"; les dijeron que no sabían. Y se fueron a un bar pensando que ya no estaba el cura. El señor del bar se enfadó con ellos: "¿Por qué tenéis que matar al cura? Si este cura es muy buena persona". Dijeron: "¡Basta que sea un cura para que lo matemos! Y se fueron".

Me enviaron un recado para que supiera lo que había ocurrido, y me preparé esa noche para esconderme en una masía (casa de campo del Levante español), que estaba a más de una hora y media del pueblo, andando. El dueño de la masía era el tío Bernabé, un señor mayor. Estaba amaneciendo cuando llegué. Y, le dije al tío Bernabé: "Ya sabe a lo que vengo, a esconderme". Y él me contestó: "Es un compromiso muy grande tenerle aquí, nos pueden matar a todos". Le dije: "Mire, tío Bernabé, yo no le he dicho a nadie que venía aquí. Así que, si ustedes no dicen nada a nadie, no pasará nada".

Ya estaba amaneciendo el día. Entonces, la mujer, al escucharnos, llamó a su marido desde la cama: "Bernabé, Bernabé, ¿quién es?". Dijo él: "El cura". Preguntó la mujer: "¿El cura? Pero si los han matado a todos. ¿Qué quería el cura?".

Respondió el tío Bernabé: "Que le tengamos aquí escondido hasta que pase todo esto. Le he dicho que puede quedarse siete u ocho días, pero nada más, porque es un compromiso muy grande". Y dijo ella: "¡Nada de eso, no unos días, sino todo el tiempo que haga falta!". Y como en las casas mandan las mujeres más que el marido, me acogieron.

Nadie sabía que estaba allí, pero, como pensaban meter dos compañías de soldados en aquella masía, me marché por las montañas, camino de Valencia. Y al pasar cerca de Segorbe, me cogió una pareja de soldados. Iban buscando a un preso que se había escapado. Y me preguntaron: "¿Dónde va usted?". Dije: "A Valencia". Y enseguida pensaron mal de mí. "¡Dinos la verdad! ¿Quién eres?". Entonces, dije que era sacerdote.

Me cogieron de los brazos, me registraron y encontraron el breviario. Uno de ellos me pegó un culatazo en la cara, me rompió la nariz y me dejó el ojo izquierdo sin vista durante tres meses. Caí en tierra. Me pegaban y me hacían levantarme, hasta que ya no pude. Y, entonces, uno de ellos me dio un tiro en la cabeza. La bala me entró por debajo del ojo izquierdo, me atravesó el paladar, la lengua, el cuello y quedó alojada en el pulmón. El otro le dijo que me volviera a dar otro tiro, porque estaba vivo, pero ya no me lo dio. Me echaron a un barranquito cerca de la carretera. Yo oía cómo se iban, riéndose de cómo yo rezaba a la Virgen.

Cuando se perdieron sus voces, intenté subir a la carretera y, al ponerme de pie, me caí. Estaba muy grave. Me dije: "Es preciso subir a la carretera". Subí a gatas, cogiéndome a la hierba, poquito a poco, y, por fin, llegué a la carretera. Enseguida se formó un charco de sangre. La gente pasaba de largo y, por fin, pasó un autobús. Eran las doce de la noche. Como la carretera era algo estrecha y el autobús era ancho, pararon y bajaron. Les dije que era sacerdote y que me habían martirizado. No sabían qué hacer; por fin, me cargaron al autobús y me llevaron hacia Castellón para dejarme en un hospital. Estaba muy herido.

Y al pasar por Náquera, a la una de la mañana, estaban los dos matones sentados en la carretera; pararon el autobús y hablaron con el chófer. Yo iba en los asientos de los pasajeros, muriéndome: "¿Dónde vas ahora?", preguntaron al chófer. "Voy al hospital, a llevar a un herido que he recogido allí arriba. Un sacerdote". Ellos gritaron: "¡Es el sacerdote que nosotros hemos matado! ¿Aún vive? Hay que acabar con él". Pero, por fin, el chófer se impuso, los dos matones se quedaron allí, y me llevó a Castellón. Enseguida me recibieron en el hospital.

Cuando terminó la guerra, juzgaron a esos dos matones y los condenaron a muerte. Y, estando ya en Zucaina, vinieron a verme el padre de uno y la madre del otro, y se arrodillaron en cruz delante de mí, diciéndome: "Padrecito, tenga compasión de nuestros hijos, que están en la cárcel y los van a matar por lo que le hicieron a usted".

Enseguida, cogí un papel y escribí al juez, diciéndole que yo estaba bien y que quería que les quitaran la pena de muerte. Y, al ver el documento con mi firma, les conmutaron la pena. No sé si aún vivirán, ha pasado mucho tiempo. Estoy muy agradecido a Jesús porque me salvó la vida. Ahora, me llaman el muerto resucitado.


Los mártires testimonian que la violencia "no es un método de disuasión"

Carta del arzobispo de Valencia sobre las beatificaciones del domingo

VALENCIA, 9 mar 2001 (ZENIT.org).- El arzobispo de Valencia, monseñor Agustín García-Gasco, en una carta pastoral con motivo de la beatificación el próximo domingo de 233 mártires de la persecución religiosa de 1936, la mayoría de ellos valencianos, afirma que "su testimonio de fidelidad mantiene hoy inalterable su actualidad y frescura".

Los mártires, dice, "con su modo de ser, de vivir y de morir, denuncian también hoy los abusos humanos, las injusticias y la violencia y reclaman que desaparezca el odio de la faz de la tierra".

Por ello, "en su honor, hemos de sostener, a la luz de la verdad, que la violencia no es válida como método disuasorio ni se puede justificar de ninguna manera".

Los cristianos católicos "tenemos que estar convencidos de que el reconocimiento de su martirio es un deber de justicia para con ellos".

La Iglesia, al afirmar que dieron su vida por Cristo en medio de una persecución religiosa, "no juzga ni condena a nadie, sino que pone de manifiesto la vivencia cristiana íntegra del martirio en estas personas".

Ellos "optaron, en el ejercicio de su libertad, por ser fieles a su conciencia y fueron condenados por el 'único delito' de ser cristianos hasta sus últimas consecuencias".

Es posible, continúa el prelado, "que alguien interprete de forma sesgada o equivocada" esta beatificación, pero "no hay otra interpretación que la de entender, por encima de consideraciones oportunistas, que la fidelidad cristiana de estos mártires, mantenida hasta el final, es un ejemplo admirable y valiente de la pertenencia a Cristo y a su Iglesia".

Mientras "los sistemas ideológicos y políticos pasan, el sacrificio testimonial de los mártires permanece y es semilla de nuevos creyentes", concluye monseñor García-Gasco.