FE Y REALIDADES HUMANAS


Juan Grinda


ILUMINAR DESDE LA FE LAS REALIDADES TEMPORALES 
MODESTAS

La seriedad que merecen las realidades humanas y la grandeza de 
la fe no admiten la superficialidad y la broma. No se tome como 
muestra de esto último, el tono aparentemente ligero de estas líneas; 
si alguna vez la sonrisa asoma no se piense en chanza irrespetuosa 
de respetabilísimas posturas. No escribo con el deseo de hacer reír; si 
alguna segunda intención tienen estas líneas es, precisamente, la 
contraria: hacer llorar..., por la poca seriedad con que se tratan, a 
veces, esas dos cuestiones: la luz de la fe y las realidades humanas.

Realidades pequeñas

Es indudable que los cristianos tenemos que recorrer un camino 
largo hasta conseguir que todas las realidades humanas estén 
vivificadas por la fe cristiana. Pero por largo que sea no podemos 
claudicar.

No me voy a referir aquí -no porque desprecie los problemas que 
plantean, sino por todo lo contrario: porque me preocupan mucho- a 
las grandes realidades humanas. Me centraré en realidades 
temporales que podemos llamar «modestas»; en realidades 
temporales pequeñas o mínimas si se quiere, pero realidades 
temporales al fin y al cabo. No quisiera que, al no tratar ahora los 
grandes problemas humanos, alguien piense que tomo esas 
cuestiones a humo de pajas o que mueve la pluma un torcido y avieso 
propósito «alienante». Si precisamente prefiero referirme ahora a las 
realidades temporales modestas es con el propósito, quizás ingenuo 
pero lleno de cariño, de ayudar a «desalienar>> a aquellos que 
embarullados -como es explicable- ,ante difíciles y arduas cuestiones, 
vienen con los pies, no sé exactamente donde pero no en tierra. 
Porque, ¿cómo se va a enfocar correctamente las grandes realidades 
temporales a la luz de la fe, si se enfocan y se viven torcidamente las 
pequeñas y mínimas? Estas líneas intentan, sólo intentan, ser 
propedeúticas o si se quiere a modo de enseñanza programada: 
empecemos por afrontar la cruda realidad de los pequeños problemas 
que plantean una infinitud de modestas realidades temporales y 
entonces saldremos triunfadores en un enfoque correcto de las 
grandes.

¿No será, a pesar de todo, un propósito alienante o al menos que 
distraiga de los grandes problemas, el dedicar nuestra atención a los 
pequeños? Como digo, se trata cabalmente de lo contrario: 
precisamente porque nos deben interesar, y mucho, los grandes 
problemas de la humanidad para iluminarlos correctamente a la luz de 
la fe, es por lo que debemos estar atentos a los pequeños, sin 
descuidar aquéllos. Y mucho me temo que si fracasamos en las 
pequeñas realidades temporales también fracasaremos en las 
grandes. Soy de los que piensan que las parábolas de los talentos o 
la del administrador infiel, cuando afirma que: «El que es fiel en lo 
poco también es fiel en lo mucho; y el que en lo poco es infiel, también 
es infiel en lo mucho» (Lucas 16, 10), no tienen nada de alienantes 
sino todo lo contrario: quien nos pone delante de la realidad es el que 
más ha sabido y sabe de realidades humanas y de cómo hay que 
afrontarías y vivificarías a la luz de la fe.

Viajar en un tren de cercanías... y no enfadarse

Uno de los problemas temporales y concretos más difíciles de 
iluminar a la luz de la fe, que se puede presentar con relativa 
frecuencia al ser humano en su condición carnal y en una situación 
existencial concreta, es viajar en un tren de cercanías.

Ahí querría yo ver a aquellos que despachan en un breve ensayo 
cuestión tan difícil como lo es la de iluminar con la fe las realidades 
humanas. Es fácil hilvanar en un papel que no ofrece mayor 
resistencia, unos cuantos pensamientos más o menos brillantes; 
sobre todo si se piensa que al hacerlo nos vamos a lucir. Pero 
esperar con paciencia al tren que llega con retraso; no aplastar con el 
peso del cuerpo o con la mirada al viajero o a la viajera inoportuna; no 
levantarse con grito airado cuando el tren de cercanías ha parado en 
un sitio impensado y no ha parado en el que pensábamos; soportar la 
canción desafinada o griterío que un buen grupo de chicos sanos 
empieza una y otra vez con constancia digna de mejor causa; 
responder con elegancia a la viejecita que nos ha re untado siete 
veces: ¿«éste es el tren que va a Torrelodones»? y que, ante la 
insistencia, ha ido abriendo poco a poco una inmensa duda en 
nuestro interior..., eso, es otra cuestión. No digamos nada sí, como es 
posible, hemos tenido que guardar el sitio antes de salir, a una mujer 
que aseguró que volvería, con voz de ordeno y mando, y que no 
vuelve. Y que termina por volver, cuando ya nos encontramos más 
asediados que Guzmán el Bueno, acompañada de un buen número 
de niños a los que hay que hacer sitio, quieras o no quieras, y que 
pueden llevar pájaros, tortugas, hamsters o abultados paquetes de 
contenido incierto.

Ahí, en esos momentos, no bastan palabras y buena educación, 
que tienen un límite. La fe en cambio no lo tiene, y sólo ella es capaz 
de iluminar tan confusa situación y salir a flote.

Viajar en un tren de cercanías y no enfadarse, deprimirse o 
angustiarse es prácticamente imposible si no se tiene fe; es superior a 
las fuerzas comunes y naturales de un hombre; y la Renfe, en este 
caso, puede triunfar y derrotar al viajero poco apercibido o con poca 
vida de fe. Pero no es suficiente la fuerza de la Renfe, a pesar de ser 
tanta, para enfadar, deprimir o angustiar a un hombre que además de 
sus fuerzas naturales cuenta con la fuerza sobrenatural de la fe. El 
hombre con fe puede resistir e incluso superar -aunque a veces sea 
derrotado- una circunstancia tan difícil como lo es viajar en un tren de 
cercanías.

La fe no librará al cristiano de apreturas y dificultades (deformación 
quizá antigua que reverdece en muchas modernas posturas), pero le 
da algo sumamente valioso: no dejarse derrotar por ellas. Cuando 
bajen del tren de cercanías dos personas que han sufrido los mismos 
percances y desventuras, bajarán dos personas igualmente 
maltratadas por una determinada estructura, pero el que no ha vivido 
las exigencias de la fe llevará la cara triste y abatida del que ha 
desaprovechado una ocasión concreta para acercarse a Dios; y el 
que ha procurado vivir las exigencias de su fe en el tren de cercanías, 
el que ha luchado por tratar de vencer la incomodidad, la 
susceptibilidad, la soberbia, la ira y el egoísmo, llevará si, un cuerpo 
con cierto agotamiento, pero la cara alegre del que ha sabido afrontar 
la realidad y meter en ella- con ayuda de la gracia- algo de amor de 
Dios.

La vida, en general, y no se vea en ello ninguna moraleja, es como 
un viaje en un tren de cercanías: por lo comúnmente breve y 
apretada. En la vida, como en el tren de cercanías -¡qué gran 
escuela!-, hay gente que nos da pisotones -la mayoría de las veces 
sin querer y otras, pocas, queriendo- y nos empuja. Con paradas 
impensadas y no llegar donde esperábamos o llegar donde no 
esperábamos; dificultades de todo tipo y deseos a veces de gritar: no 
puedo más. Y en esos momentos, una fe que intenta vivirse en sus 
exigencias, nos da su poderosa luz: el tren de cercanías que cogemos 
cada día, con mayor o menor dificultad, es la realidad concreta que le 
podemos ofrecer a Dios.

El que es capaz de vivir las exigencias de la fe en un tren de 
cercanías está perfectamente capacitado para vivirlas en cualquier 
otra circunstancia, pequeña o grande. Y el que sucumbe ante las 
pequeñas pasiones que se pueden desarrollar en un tren de 
cercanías puede dudar bastante de que no sucumba ante las grandes 
pasiones que suelen llevar consigo, como es natural, los grandes 
problemas humanos.

Una prueba decisiva: hacer cola

Si se quiere saber el grado de madurez que un cristiano ha 
alcanzado en su fe, bastaría añadir a esas preguntas enrevesadas de 
complicadas encuestas, una pregunta sencilla: ¿Cómo se comporta 
usted cuando hace cola? Y se puede tener la seguridad de que si el 
comportamiento del fiel cristiano encuestado es un comportamiento 
decente, podemos contar con un cristiano maduro.

Hacer cola y no perder la fe es difícil. Por perder la fe no quiero 
decir, evidentemente, que el hacer cola sea una posibilidad próxima a 
volverse ateo, aunque algún ateo quizá lo sea por esa razón; sino 
perder de vista la fe en el momento de hacer cola; esto es, perder la 
visión sobrenatural en la cola, aunque sea de momento. Hacer cola es 
también una realidad temporal humana que puede y debe -¿cómo 
no?- iluminarse a la luz de la fe; pero con relativa frecuencia el 
cristiano, dando muestras de la inmadurez de su fe, en el momento de 
hacer cola apaga la luz de la fe, y se queda sólo con una pobre visión 
exclusivamente humana. Y una cola vista exclusivamente desde el 
punto de vista humano es algo desagradable.

Una verdad muy importante es que la fe es un don de Dios; y otra 
verdad, cercana a ésta, es que el único obstáculo para la fe es el 
pecado. Por lo tanto cuando la fe se obscurece o se tambalea -en 
mayor o menor grado-, es porque algún pecado está por medio.

Y al hacer cola, a poco que se mire, se pueden ver casi todos los 
pecados capitales. Está la soberbia que nos incomoda al vernos en 
tan triste situación; la envidia, sobre todo si la cola es larga; la ira 
porque siempre hay alguien que se cuela; la pereza, porque quizá 
hacemos cola por la propia o por la ajena; la lujuria, en forma menos 
evidente, aunque vaya usted a saber; la avaricia de lo que puede 
estar al final de la cola; la gula, porque quizá en la cola se retrasa la 
comida. Y sobre todo, está la fuente de muchísimos pecados: la 
pérdida de tiempo.

El punto de vista de la fe puede dar, incluso a la cola, aspectos muy 
superiores: esa situación nos hace ser humildes, porque si fuera 
verdad lo que a veces pensamos de ser iguales a Dios o espíritus 
puros no tendríamos esas dificultades. Hacer cola nos ayuda a no ser 
engreídos ni autosuficientes. Nos puede hacer captar nuestra 
debilidad porque no deja de ser vergonzoso que, por ejemplo, un 
joven lleno de vitalidad vuelva a casa y diga como si viniera de pelear 
en desigual batalla -vengo de matricularme-, mientras desfallece en 
un sillón delante de la TV

En la cola, un hombre, si tiene fe y vive sus exigencias puede hacer 
oración -o al menos decir alguna jaculatoria o rezar con naturalidad-. 
Puede mortificarse y no organizar un vocerío si ve colarse a una 
anciana con astucia. Puede también hacer apostolado: hablando con 
el de al lado, dando un consejo a otro o una póliza al desesperado... 
En fin, puede desarrollar si quiere, porque Dios está también ahí 
dándole su gracia, todas las virtudes teologales y humanas.

Pero, generalmente, a los hombres el hacer cola les puede pillar 
demasiado preocupados de sí mismos y poco preocupados de Dios. Y 
el que descuida vivir las exigencias de la fe en la cola, dejándose 
prender -con más o menos intensidad-, en alguno de los pecados 
capitales, es bastante difícil que en otros sitios y en otras situaciones, 
un poco más difíciles, salga a flote. ¿Se puede esperar que un 
cristiano saque su madurez en otra parte si no sabe sacarla en una 
cola? ¿Se puede esperar un comportamiento maduro en su fe en 
graves circunstancias, del que no sabe comportarse así en la consulta 
del dentista del S.O.E. o en la lista de espera de un Aeropuerto?

Pero, ¿no sabe usted quién soy yo?

El que desprecia las pequeñas realidades temporales corre el 
riesgo de no llegar a conocerse a sí mismo, aunque sea en un grado 
mínimo. Y cuando uno está desorientado sobre sí mismo es muy fácil 
que no acierte a orientar correctamente las diversas situaciones -bien 
sean individuales, sociales o históricas-, en las que se pueda 
encontrar.

No niego que las grandes realidades humanas sean más grandes 
que las pequeñas. Y no lo niego entre otras cosas, porque no me 
gusta negar el sentido común. Pero pido respeto para las pequeñas 
realidades temporales. No las despreciemos porque seguramente 
será un desprecio de nuestro propio conocimiento. Muchas personas, 
al prestar atención, aunque sea un momento, a esas modestas 
realidades, han alcanzado un conocimiento certero y grandioso de si 
mismas.

Durante siglos muchísimos hombres han sentido que, en su 
cerebro, martilleaba la pregunta: ¿Qué es el hombre? O si se prefiere 
un lenguaje existencial, al uso, sienten muchos ahora que su mente 
les pide una respuesta a las preguntas:

¿Quién es el hombre? ¿Quién soy yo? Preguntas que muchísimos 
se hacen, pero que una gran mayoría no debería hacerse, por la 
sencilla razón de que ellos sí saben, y además perfectamente, 
quiénes son. (Debe ser algo subconsciente, pero lo saben 
perfectamente). Es algo facilísimo de comprobar. Basta que nos 
impidan la entrada en algún sitio al que queremos ir, o que alguien 
nos ponga una multa o se nos trate desconsideradamente, para que 
con voz atronadora, rojos de ira e indignación, se diga con cara de 
infinito desprecio y autosuficiencia: «Pero, ¿no sabe usted quién soy 
yo?». Y el otro enmudece de momento.

Si suponemos que el hombre que se enfada es un sabio filósofo 
que por días y años, cuando está sereno, bucea en la búsqueda de 
esa inquietante pregunta existencial, ¿quién soy yo?, resulta que el tal 
filósofo si sabe quién es. No importa que luego, cuando reflexione, 
caiga de nuevo en la cuenta de que no sabe quién es él. En los 
momentos cumbres es donde se conoce a la gente -y en ese pequeño 
momento cumbre del enfado- nuestro filósofo sí sabe quién es él. O al 
menos cree saberlo.

«¿No sabe usted quién soy yo?». Ahí, en ese momento, ha 
funcionado un mecanismo muy humano: el engreimiento. Ese pobre 
desgraciado que me impide la entrada no sabe quién soy yo. No sabe 
con quién se ha tropezado. Este pobre mentecato no me ha 
reconocido. Con la pregunta, lanzada con ira e indignación, se 
pretende aplastar a aquel pobre hombre que no nos ha reconocido. 
¿No ha reconocido el qué? Nuestra tremenda importancia; que somos 
no sólo un V.I.P., sino un muy, muy, muy importantísimo personaje.

Hace bien el filósofo, cuando se le pasa el enfado, en continuar en 
su gabinete a la búsqueda de qué sea el hombre y quién sea él 
mismo. Hace bien, porque ha metido la pata: ha exigido a otro que 
sepa quién es él. cuando en verdad, ni él mismo sabe quién es.

En el momento cumbre ha adoptado un aire de dios ofendido. ¿No 
sabe usted que yo soy un dios a quien se debe adorar, reconocer y, 
por supuesto, dejar paso franco? ¿No lo sabe usted, verdad? No; no 
lo sabe. Aquel pobre hombre no sabe que se ha tropezado con un 
Júpiter tronante que lanza sus rayos sobre su pobre persona. Y ni uno 
ni otro saben quién es aquel señor. El pobre hombre a lo más que 
puede llegar es a preguntarse: ¿quién será?; y el que lanza la 
pregunta tampoco sabe quién es. Se ha creído por un momento un 
dios y no lo es. Se ha puesto en un instante todos los atributos de la 
Naturaleza Divina que no son los suyos. Se ha engreído. Nada de 
particular ni de nuevo; también nuestros padres, Adán y Eva, se 
tragaron con la manzana esa tentación del engreimiento y del 
demonio: «seréis como dioses...».

El punto de partida de muchas reflexiones no es el que el filósofo 
hace en su gabinete; está más en esa cuestión de hecho que aparece 
claramente en el momento del enfado: el hombre se cree un dios en la 
práctica. La segunda parte es hacer esfuerzos casi sobrehumanos 
para llegar a esa conclusión por la doctrina y la teoría.

Cuánta falsa doctrina se ha hecho, a lo largo y ancho de la 
humanidad, para intentar autoconvencerse y convencer a los demás 
que es verdad que yo soy nada menos que un dios. Cuánta Filosofía 
y Teología -de la mala, claro-, a la espera de poder decir: eureka y 
atronar no ya a un pobre hombrecillo, sino a toda la humanidad: ¿No 
sabe usted quién soy yo... yo, yo... YO?

Dos condiciones para iluminar las realidades humanas

Si uno se deja vencer por el engreimiento, que tan fácilmente se 
puede comprobar al mirar atentamente las pequeñas realidades 
temporales, será casi imposible que enfoque atinadamente a la luz de 
la fe los grandes problemas de los hombres, por la sencilla razón de 
que el engreimiento nos aparta de mirar con fe cualquier cosa -sea 
grande o pequeña-, porque el engreimiento es una de las cosas que 
destroza la visión de fe.

Por más que se quiera -con toda buena intención- iluminar con la fe 
realidades humanas, no se podrá. Por una razón muy sencilla: no se 
tendrá fe o se tendrá muy poca. Parece evidente que para iluminar 
con la fe las realidades humanas, aparte de otras cosas, son 
necesarias dos:

1. Estar en la realidad. (En la verdad; no en la mentira).

2. Tener fe.

Una y otra vez se pueden perder en la práctica, por el engreimiento 
que nos va separando por igual de ambas.

Afrontar las pequeñas y modestas realidades temporales nos puede 
hacer el favor inmenso de conducirnos, poco a poco, a esas dos 
cosas tan preciadas: la realidad y la fe. Si luchamos para iluminar con 
la fe, para vivificar con ella, todas las realidades humanas, 
empezando por las más a mano (no nos vaya a pasar como a aquel 
buen hombre que amaba cordialmente a toda la humanidad, con una 
única excepción: su mujer), será difícil que saquemos la experiencia 
entrañable de que somos débiles: no podemos casi ni apenas iluminar 
con la fe un viaje en un tren de cercanías, o una cola y a poco que 
nos descuidemos ya estamos subidos a la parra. Sacaremos de la 
experiencia real de nuestra debilidad la sabiduría de que sin Dios no 
podemos nada. Sin embargo, los hombres débiles y modestos -que 
han aprendido a serlo, a base de mirar primero las modestas 
realidades cotidianas; que saben entonces de verdad lo que son y 
tienen fe- podrán afrontar con constancia y alegría la inmensa tarea 
de que las cosas vayan un poco mejor en el mundo.

Sólo los hombres que se sienten débiles y se saben modestos, son 
los que estarán en condiciones de iluminar con la fe las realidades 
humanas, sean grandes o pequeñas; también por una sencilla razón: 
porque tendrán fe -la que Dios da a los modestos y los engreídos 
rechazan-, y porque viven en la realidad. (Algo que les puede faltar a 
los que viven en las nubes, verdaderamente distraídos y alienados, 
perdiendo y malgastando, por lo menos, algo tan temporal como el 
tiempo).


LA LIBERACIÓN DE LA ZAFIEDAD

Me excusará el lector benévolo si le propongo liberarle de algo; el 
tema de la liberación empieza ya a cansar tanto que sería de desear 
que alguien con piedad escribiese un breve pero contundente ensayo 
sobre la liberación de la liberación. Un amigo mío, muy drástico, ha 
puesto un cartel en su puerta: «A mi, que no me libere nadie»; tiene 
sus razones: el empeñado en liberarnos a toda costa -aun a costa de 
nuestra propia libertad-, se está poniendo tan pesado que quizás ese 
gesto escueto, pero claro, de darle con la puerta en las narices, 
pueda dar resultado.

Garantizada la libertad del lector para pasar página o, en un gesto 
noble de condescendencia, echar una ojeada al último párrafo de 
este capítulo, me atrevo a proponerle este modesto tema de 
liberación: la propia zafiedad.

Los «nuevos zafios» y los hombres de la cuneta

Algunas personas tenemos, por lo visto, mala suerte. Los que 
nunca hemos destacado, en otros tiempos, por nuestra exquisita 
corrección, urbanidad o buenos modos, ni hemos sido árbitros de 
nada, hemos vuelto a quedar en la cuneta: no conseguimos destacar, 
tampoco ahora, por nuestra zafiedad o chabacanería. Antes no 
éramos lo suficientemente educados; ahora no somos lo 
suficientemente soeces. Antes no nos esforzábamos por aprender los 
últimos gestos de la «buena educación» y éramos mirados con cierta 
pena y desprecio; ahora tampoco conseguimos esforzarnos por 
alcanzar una «imagen» aceptable de zafiedad, y somos de nuevo 
empujados hacia la cuneta.

Quizá la culpa de nuestro fracaso sea que, realmente, ir a la última 
moda nos ha tenido sin cuidado; y pagamos, justamente, nuestro 
terrible desacato. También puede ser que haya un punto de 
comodidad: algunas reglas de la buena educación pasada, 
actualmente pulverizada, nos parecían tan difíciles de cumplir como 
las actuales reglas de la chabacanería o zafiedad.

Pero habrá que decir, para no apesadumbrar todavía más a los 
compañeros de cuneta, que éste puede ser nuestro momento. 
Precisamente ahora, cuando tenemos a nuestra espalda la 
experiencia pasada de no sobresalir por nuestra exquisita educación y 
la actual de no sobresalir por nuestra dedicación concienzuda a la 
zafiedad, ha llegado nuestra hora: la de acudir a salvar una mínima 
educación y corrección de una parte y, de otra, una mínima libertad.

Compañeros de cuneta: ¡animaos! Ya podemos hablar claro: los 
que antes nos atosigaban con sus miles de convencionalismos 
sociales nos siguen atosigando ahora con los mismos miles -o más- 
de anticonvencionalismos. En aras de la libertad: ¡enfrentémonos al 
opresor ineducado, zafio, grosero y chabacano!

Sonriamos; dejemos la acera aunque llevemos la derecha. 
Cuidemos nuestro lenguaje que siempre nos costará menos esfuerzo 
que el necesario a los «nuevos zafios» para ponerse al día en 
chabacanerías; seamos audaces y valientes: atrevámonos a ir 
vestidos con sencilla corrección; nos ahorrará, por otra parte, el sin fin 
de esfuerzos que ponen los «nuevos zafios» para lograr ir a la última 
moda, esclavizados y alienados por el terrible miedo a no ser 
aceptados como suficientemente «zafios puestos al día». Cedamos el 
asiento, en el transporte público, a la anciana que se tambalea entre 
el ser o no ser de agarrarse a la alta barra o quitar los pies del suelo. 
Vigilemos nuestros gritos, voces y portazos; tengamos el valor 
suficiente para llegar puntuales a las citas y no hacer esperar a 
quienes nos esperan.

¡Fuera complejos!: no es necesario ni siquiera sonreír al que 
inunda nuestros oídos con el clásico chiste de mal gusto (va a llegar, 
el pobre, a pensar que hasta es gracioso). Dejemos con la palabra en 
la boca al que, nunca mejor dicho, prostituye la palabra. Atrevámonos 
a romper, como prueba de madurez y de haber pasado de la edad del 
pavo, delante de sus propias narices, la publicación que nos ofrece el 
experto de turno con la mueca casi típica del obnubilado mental, 
prácticamente asiduo de la liberación sexual. Liberémosle, por una 
vez en su vida, al menos del mal gusto, y digámosle con delicadeza 
que ni siquiera los animales sanos necesitan revistas, diapositivas o 
películas, para su propia «liberación».

Un paso más, amigos de la cuneta: opongámonos y 
desenmascaremos al establecimiento de la chabacanería, a la 
sociedad de consumo de la idiotez, a la nueva burguesía de la 
zafiedad... Una forma modesta y libérrima de oponerse es no dar ni un 
duro al opresor. Informémonos antes de leer; antes de comprar; antes 
de pagar cualquier entrada. Vacúnese contra el tópico de pensar que 
esas medidas tienen algo que ver con oscurantismos; la prudencia en 
las lecturas, en la asistencia a espectáculos o en el cuidado con las 
revistas que uno se lleva a casa aunque no tenga niños -excusa 
completamente ineficaz porque los niños suelen ser llevados, aunque 
no quieran, de casa en casa y siempre tienden a husmear, más que 
nada porque se aburren mortalmente-, es todo lo contrario a 
oscuridad; es luz: para poder ver la basura que uno podría meterse 
dentro o en su propio hogar. Demos muestras de espíritu liberal y 
cuando, por ese gran medio y noble invento de la TV, se cuele el 
tirano de turno que nos quiere obligar a mirar por el ojo de la 
cerradura, como si fuéramos viejos verdes, apaguemos el televisor 
porque ser liberal y defender la libertad siempre lleva consigo alguna 
exigencia.

La revolución de la buena educación

Amigos de la cuneta: ¡estamos de enhorabuena! Podemos –nunca 
como ahora-, tratar de conseguir que los buenos modos, la buena 
educación , el buen gusto, la corrección y la delicadeza no sean nada 
<<formalistas>>, sino auténticamente revolucionarios: La urbanidad 
atosigante de algunos viejos convencionalismo sociales ha caído en 
manos, precisamente de de los nuevos anticonvencionalistas; 
dejemos que corran detrás de la zafiedad porque es los <<nuevo>>; 
que se desmayen -con las jovencitas anémicas del siglo pasado-, ante 
lo <<último>> que en su boca no quepa ni una sola <<y>> en medio 
de una selva de tacos y ordinarieces (que en el clásico carretero 
pueden quedar hasta bien, pero que en la hija de mamá o en la 
propia mamá supone una lamentable pérdida de identidad); y no se 
diga que en los <<clásicos>> abunda de ellos ; en lo clásicos están 
como en la sal que han desaparecer para el buen gusto de la comida; 
que fácil sería para muchos Napoleones de pluma conquistar Europa 
si sólo se tratase del malcopiar al clásico de sombrero o mano oculta 
en el capote; que su vanidad le haga temblar de miedo para no 
quedar mal ante el coro de voces autorizadas y de los durísimos 
agresores de la progresía. Que crezca su nuevo progresivo 
atontamiento o hagan lo que le vengan en gana –y si es un espejo 
para su vanidad ni nadie para asustar o escandalizar, ¡que quedaría 
de ellos!-, porque tenemos que dedicarnos seriamente, a iniciar, entre 
otras la revolución de la buena educación que exige nuestro mayor 
esfuerzo y concentración. ¿Cómo se puede intentar esa revolución?. 
Pienso que hay que alcanza dos objetivos:

1. Empezar en la propia casa familia.

2. Describir el sentido cristiano de la buena educación. 

La revolución en casa

La revolución de la buena educación no puede hacerse 
hipócritamente; ha de empezarse por la propia casa y familia; no nos 
ocurra como a algunos -fijémonos someramente en ciertos líderes 
feministas o divorcistas-, que salen por la puerta de su casa camino 
de la revolución porque no hay nadie que los aguante dentro. No 
podemos ser revolucionarios de dos caras: muy bien educados con 
los de fuera y muy mal educados con los de casa. Si no queremos ser 
revolucionarios hipócritas hemos de procurar que no se diga de 
nosotros:

- Fuera de casa: «qué simpático; qué amable; qué bien educado; 
qué gracioso y ocurrente; qué a gusto se está con él...».

- Dentro de casa: «qué pelma; qué desconsiderado; maleducado; 
antipático; aburrido; desagradable; no hay quién le aguante...».

¿Estaremos ante un caso de doble personalidad? ¿Ante un 
portador de peculiares cromosomas o complejos, traumas infantiles? 
No es probable. Estaremos, casi seguro, ante un sencillo y frecuente 
caso de revolucionario fracasado e hipócrita: aquel que sueña con las 
palabras más revolucionarias que han sido dichas jamás -amarás al 
prójimo como a ti mismo- pero a diferencia de Jesucristo, no es capaz 
ni siquiera de vivirlas con el prójimo generalmente más a mano: el que 
está a nuestro lado bajo el mismo techo.

El Evangelio nunca nos anima a hacer tonterías o extravagancias: si 
se nos recomienda poner la otra mejilla cuando alguien nos abofetea, 
no se trata tanto, me parece, de copiar el gesto al pie de la letra, 
como de anunciarnos, con realismo, que a quien hay que procurar 
amar es, precisamente, al que nos abofetea. Y no suele ser frecuente 
que a un occidental residente en cualquier ciudad europea le 
abofetee un hindú que vive en su casita junto al Ganges.

Un habitante de Vich tiene muchas más posibilidades de ser 
maltratado por otro habitante de Vich que por uno del Pakistán; y 
siguiendo por la misma línea de pensamiento un residente en Triana o 
Moratalaz tiene más posibilidades de ser abofeteado por otro 
residente en el mismo barrio. Y al que vive en la calle Leganitos, 
¿quién le va a quitar el sitio para aparcar, sino otro habitante más 
astuto de la misma calle? De igual manera si se vive -ya más 
concretamente-, en Leganitos, 14, piso 3?, puerta C, las posibilidades 
de ser abofeteado van aumentando progresivamente: en primer lugar, 
por otro habitante del 14 que deja abiertas las puertas del ascensor 
despreocupadamente o vaya usted a saber si con toda la mala 
intención; en segundo lugar, por otro habitante del tercero que 
precisamente cuando estamos a punto de vencer el insomnio pone los 
anuncios de la televisión -precisamente los anuncios-, a todo 
volumen; y del que nos podemos vengar a la mañana siguiente, 
porque nos levantamos más temprano, poniendo a Puccini a todo 
volumen o lo que es todavía más cruel: cantando nosotros mismos a 
Puccini. Finalmente, las posibilidades alcanzan su cota máxima dentro 
de la misma puerta C. Ahí dentro, en el C, que es nuestra propia 
casa, hay que empezar la revolución de la buena educación.

Pero sería ridículo y contraproducente hacer del hogar una sala de 
visitas o un lugar para andar de puntillas; se trata de encontrar, en el 
propio hogar, el único fundamento fuerte y no formalista de la buena 
educación: el amor. ¿Por qué es tan frecuente que en Leganitos, 14, 
3?, C, puedan nacer, quizás, los rencores más profundos que puedan 
existir? Por el fracaso de no luchar por crear, precisamente, el amor 
equivalentemente profundo para el que están destinados la puerta C, 
la B o la A. Y porque ahí está el prójimo tal como es. Es fácil soñar 
con un prójimo ideal, efímero y circunstancial que en la realidad no 
existe; que en realidad no es prójimo porque no hay ningún prójimo, al 
menos desde el pecado original, que sea la suma de las virtudes y la 
ausencia de defectos; el prójimo real se caracteriza por fastidiarnos a 
menudo con pequeñeces> unas veces sin querer y otras queriendo; 
es el que nos quita el periódico o el sillón; el que grita y da portazos 
por cualquier tontería y permanece impasible enfrascado en su 
lectura cuando más deseos se pueden tener de contar una última 
aventura apasionante; el prójimo es el que puede encender una 
nueva plancha eléctrica que hace desaparecer la imagen de la TV 
precisamente en la prórroga de la final de Copa. ¿Quién va a ser sino 
el prójimo el que pone una sangrienta mueca de triunfo cuando nos 
ganó al ajedrez, al parchís o en una discusión? ¿No suele ser el 
prójimo el que avanza por el pasillo con un grueso diccionario en la 
mano o una enciclopedia para darnos el golpe mortal, al menos moral, 
de que nos habíamos equivocado, lamentablemente, sobre la cifra de 
habitantes de Dahomey? ¿No es acaso el prójimo quien nos recuerda, 
afiladamente, cuando todavía estamos hundidos por un reciente 
fracaso -«te lo dije; ya te lo decía yo»-? ¿No tiene el prójimo una 
secreta y misteriosa afición a llevarnos la contraria, a procurar 
fastidiarnos aunque sea un poco y a esperar, sobre todo, a que nos 
demos cuenta de que nos está fastidiando o de su indiferencia? ¿No 
es verdad, que nosotros, que no somos mancos, correspondemos al 
prójimo de la misma manera?

¡Qué difícil es ser bien educado con el prójimo de verdad! El que 
está al lado; el que nos acompaña con una mirada igualmente 
sonámbula el lunes por la mañana; con el que nos rozamos todos los 
días. La buena educación meramente formulista sucumbe. Si la 
revolución de la buena educación hay que empezarla primero en la 
propia casa y en la propia familia hay que reconocer su dificultad y, 
casi diría, su imposibilidad, sin descubrir el sentido cristiano de la 
buena educación. Hace falta toda la fuerza de la Fe, la Esperanza y la 
Caridad sobrenatural que nos llega por la gracia y los siete dones del 
Espíritu Santo, uno detrás de otro, para cumplir con un mínimo 
requisito de toda buena educación: pedir perdón al prójimo cuando le 
ofendemos y perdonarle de verdad cuando nos ofende. Un requisito 
mínimo de buena educación que, por otra parte, es condición 
indispensable para entrar en el Reino de los Cielos a donde 
difícilmente llegaríamos sin buscar con frecuencia el perdón de Dios.

El sentido cristiano de la buena educación

Hay que procurar ser comprensivo con aquellos que nos aturden y 
a veces nos irritan con su zafiedad, grosería y chabacanería. Una de 
las cosas que denota esa conducta es un profundo cansancio vital; se 
puede entrever que bajo los gritos, la mala educación a conciencia, el 
presumir de desvergüenza, la falta de amabilidad y corrección, late 
-con mayor o menor convicción-, esta proposición que podría ser 
calificada como herética desde la fe cristiana: «la vida es un asco».

La fe cristiana decididamente afirma que la vida merece ser vivida 
con ilusión porque toda vida humana es manifestación del Amor de 
Dios. Cualquier vida humana ha de ser resplandeciente si sabemos 
verla, por la fe, como es. La zafiedad como conducta puede ser un 
pequeño síntoma de pensar que vivir no vale la pena; de haber 
perdido, o no haber alcanzado jamás, el profundo sentido positivo de 
la vida. Al profundizar en ello surge como una energía vital capaz 
incluso de sonreír al que nos pisa, nos empuja o nos quita el sitio en 
el transporte público.

Lo que normalmente se piensa -y hay que reconocer que bastante 
certeramente si falta fe-, es: ¿cómo alcanzar un sentido positivo y 
resplandeciente de la vida surcada por el dolor grande o pequeño, el 
sufrimiento, la angustia, la ansiedad o las pequeñas pero infinitas y 
continuas molestias del vivir cotidiano?

A menudo se piensa -por deformación-, que la respuesta cristiana 
ante el dolor, el sufrimiento, el fracaso o los pisotones del prójimo es: 
resignación o aceptación con gesto dolorido. Pero la respuesta 
cristiana ante el dolor va más allá: llega hasta el descubrimiento de su 
real gran valor y sentido. El sentido último de la vida no es el dolor; es 
el amor. Pero el amor profundo y por consiguiente ese sentido 
resplandeciente de la vida que le acompaña. se alcanza 
precisamente, a través de encontrar el sentido del dolor. El hombre 
zafio no sabe amar, es radicalmente un hombre sin amor 
-desamorado-, porque no sabe encontrar el sentido del dolor.

Para un cristiano, «dolor» significa «valor de Redención»; 
Jesucristo que es el único camino para abrirnos la puerta a ese 
sentido resplandeciente de la vida, la abrió con su Pasión, Muerte y 
Resurrección. Jesucristo sufrió para que todos los hombres 
alcanzásemos de nuevo la amistad con Dios; cualquier cristiano 
puede encontrar -una vez abierta la puerta por Jesucristo-, que su 
dolor, grande o pequeño, puede también alcanzar un valor de 
Redención; esto es: que puede amar con el dolor y en el dolor.

Puede parecer que hemos subido demasiado arriba, pero si 
sabemos escrutar los signos de los tiempos, podremos descubrir que 
la conducta zafia ante la vida y por la vida es pregonera de:

1. Falta de ilusión para vivir.

2. Un corazón dolorido, paradójicamente, por el fracaso de no haber 
encontrado un sentido para el dolor.

3. La ausencia, lógica, del más mínimo interés por hacer la vida 
agradable a los que le rodean y la presencia de un intento, casi 
infantil, de fastidiar al prójimo lo que sea posible.

El sentido cristiano de la buena educación, como valor mínimo si se 
quiere de la virtud sobrenatural de la caridad -pero que muchas 
veces, si somos realistas, es quizá el único pequeño nivel que 
podemos empezar a alcanzar-, está en descubrir la piedra de toque, 
verdadera piedra angular, del sentido cristiano de la vida: la Cruz de 
Cristo. Sólo en ella -paradoja sobrenatural del cristianismo-, se 
alcanza el sentido resplandeciente de toda vida humana: la propia y la 
de los demás empezando, como decía, por la de los más próximos. Y 
entonces ¿cómo podremos apesadumbramos de encontrar la «cruz» 
si es precisamente ella la que nos va abriendo la posibilidad de 
acercarnos a ese sentido resplandeciente de la vida, donde se puede 
superar incluso el cansancio vital? Amando la Cruz de Cristo 
tendremos ilusión para vivir y lo manifestaremos cuidando los 
pequeños detalles de la convivencia diaria. aunque nos cueste, 
tratando de agradar al prójimo.

«Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa 
amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; 
tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el 
pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un 
detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí 
que es sólida mortificación interior» (Camino, n? 173). Al prójimo, al 
inefable prójimo que nos acompaña en casa, en la calle, en la oficina, 
en la clase o en el taller, lo veremos como una magnífica y real 
oportunidad para vivir el mandamiento nuevo. de la caridad. O al 
menos, descubriremos -cuando se ponga insoportable como suele ser 
usual y frecuente-, lo escaso de nuestras propias fuerzas, ayuda 
imprescindible para crecer en la humildad.

Cómo liberarse de la zafiedad

La buena educación, para un cristiano, no es algo formulista; puede 
ser un magnífico medio humano para ejercitarse en la propia 
mortificación interior y en el amor, porque en la luz y en la fuerza de la 
fe encontraremos la energía suficiente, que nace de la gracia 
redentora de Cristo, para mirar a todo prójimo con respeto y simpatía; 
porque «este» prójimo, precisamente el pesado, el impertinente, el 
fastidioso -a veces profundamente fastidioso-, «vale» toda la sangre 
de Cristo.

Para manifestarse en la convivencia diaria con buenos modos y 
buenas maneras hace falta ver la vida cotidiana con apasionada 
ilusión; tener una visión positiva -una visión cristiana- de la vida. Y 
qué difícil es, para el hombre de hoy, salir a la calle no sólo con cierto 
optimismo, sino, al menos, no cegado por el pesimismo. Al abrumado, 
quejoso, al que tiene el corazón encizañado -respetemos al que tiene 
simplemente malo el hígado-, no le pidamos buena educación ni 
buenos modos, como no podemos pedir al cojo que se anime a da un 
buen salto de altura.

El "vaya usted de paseo" es manifestación lógica que no se sabe 
superar su cansancio vital, porque le falta fe. Y, ¿otro medio, a parte 
de la fe y el amor a Dios, para se amablescon el prójimo, al que 
pisamos, al que herimos, al que irritamos, es la <<gota de agua>> que 
colma el vaso de nuestra paciencia?. Sin fe y sin amor a Dios es 
lógica la zafiedad a todos los niveles. (Incluido, como es natural, el 
nivel de zafiedad más grave: el que podemos mostrar con Dios y con 
las obras de Dios: liturgia, sacramentos, etc.)

Ir zafiamente por la vida no significa otra cosa que la derrota, el 
fracaso, propio del estar agarrotado y esclavizado por el propio 
egoísmo. La liberación de la zafiedad sólo es posible cuando se ve 
más allá de las propias narices; del propio capricho, del propio gusto; 
del propio miedo que quiere contagiarse a los demás a base de 
voces; sólo se alcanza esa liberación cuando se sabe mirar a Dios 
-aunque sea vacilantemente-, en medio de la bruma cotidiana. Y 
entonces se entrevé que el prójimo es otro aventurero como nosotros 
que tiene el derecho -en justicia- a ser tratado amablemente por el 
respeto debido a todo ser humano y, por encima de la justicia, con 
amor y con cariño por ser tan hijo de Dios como nosotros; aunque 
muchas veces nos cueste reconocerlo por la cara sucia con que, a 
veces, se suele presentar, o por nuestra mirada miope necesitada de 
una mayor visión sobrenatural.


EL CHISMEADICTO

CHISMOGRAFIA: No dudo que la contaminación atmosférica es 
uno de los mayores males de nuestros días. Me siento preocupado 
cada vez que veo uno de esos mapas del aire contaminado de las 
grandes ciudades. La contaminación atmosférica es un mal progresivo 
que va ampliando su zona de influencia y muchas ciudades han ido 
creando ya variados sistemas para proteger al humano de esa 
contaminación. Aplausos a la lucha contra la contaminación 
atmosférica.

Aplaudiría también una lucha contra la contaminación «correvidile», 
contra el chisme, sobre todo contra el pequeño. En esa lucha 
tenemos que empeñarnos todos, y además está a nuestro alcance. El 
chisme es como la droga; si se empieza a consumir se corre el riesgo 
de hacerse «chismoadicto» y llegar casi a la convulsión si uno no 
tiene uno bueno que echarse a la boca o al oído. En todos los 
tiempos ha habido drogadictos, pero ahora parece que hay una 
inflación. Los tiempos que corren son también de inflación del 
chisme.

«¿Sabes que me han dicho...?»

«¿Sabes que me han dicho...?». «¿A que no sabes que...?». Todos 
estamos persuadidos, al menos en teoría, que no se debe murmurar. 
No escribo estas líneas con ánimo de atacar al feo vicio de la 
murmuración. Sólo quiero hacer hincapié en el peligro de dejarse 
llevar por la droga correveidile.

El chismoadicto tiene todos los síntomas de un hombre drogado: no 
puede vivir sin la droga; la busca afanosamente, y sobre todo se deja 
esclavizar por ella. Tiene una dependencia casi total y absoluta. Por la 
mañana sale a la calle con la esperanza de encontrar un poco de 
chisme. A veces el periódico o alguna revista especializada puede 
darle un poco, pero casi siempre no satisface plenamente. Siempre 
hay la posibilidad de encontrar a alguien que tiene un buen Stork y 
acudir a él, con ojos brillantes, a que nos dé un poco.

Poco a poco una atmósfera mucho más invisible que la de la 
contaminación o la de la cocaína, que tiene al menos la ventaja de ser 
más visible, va envolviendo al futuro chismoadicto. El drogadicto 
busca y ve en la droga la solución a todos sus problemas. El 
chismoadicto ve en el «sabes que me han dicho...», o en el «ayer 
Fulano me aseguró... », el único contenido de categoría con el que 
llenar su vida. Y poco a poco, así como en el cocainómano la cocaína 
va escálando puestos y ocupando más lugar, en el «chismómano» el 
chisme va rellenando su vida. Si no se ponen los medios se caerá en 
la chismomania, de la que es muy difícil salir. En la inteligencia se van 
acumulando chismes tras chismes. Se espera sólo conocer cada vez 
más y cada vez mejores; casi se mataría por conseguir un buen 
chisme sin estrenar o por poder lanzar uno verdaderamente picante.

Ayudar al chismómano

Hay que luchar contra la afición humana hacia la droga y hacia el 
chisme. No todos somos policías y la lucha contra la cocaína se 
escapa a lo mejor de nuestras manos. La lucha contra el chisme no. 
Atajemos al «chismómano» que todos llevamos dentro. Pensemos que 
nos empequeñece y nos ahoga la vida. Que a pesar de su brillantez 
aparente y su regusto, el chisme siempre esteriliza. Que puede hundir 
al vecino, pero que también nos hunde a nosotros. Ojalá cortemos 
esa cadena interminable de repetir: ¿sabes que me han dicho?, 
¿sabes que me han dicho?... Olvidemos a los chismómanos; no les 
hagamos caso; no nos dejemos enredar. Al ¿sabes que me han 
dicho...?, ojalá respondiésemos: «ni lo sé ni maldita falta que me hace 
saberlo».

Pero no podemos dejar al pobre chismómano a su negra suerte. 
Hay que ayudarle. Si al fin y al cabo personas sabias y honorables 
organizan la lucha contra el alcohol -y a veces ni el de quemar es tan 
peligroso como la chismomanía-, ¿por qué no hacer algo contra el 
chisme? Una manera buena de luchar contra él podría ser ésa: no el 
arremeter contra los que los sueltan, sino hacer el propósito de no 
soltarlos uno mismo y no continuar la cadena.

La mejor manera de ayudar al chismómano es que, con el esfuerzo 
de cada uno, vayamos disminuyendo la densidad de ese humo que 
nos ahoga.

Indudablemente la paz se conseguirá silos aviones no lanzan 
bombas, cesan los bombardeos y las matanzas. Pero no todos 
podemos tener el gesto de decir que no nos subimos a un B-52 
porque no queremos lanzar bombas contra nuestros semejantes. Pero 
todos tenemos una pequeña hacha de guerra que podemos guardar 
como pieza de museo o sacar, por el contrario, a la calle, al trabajo o 
al comedor de la familia, dispuestos a acometer al primero que se nos 
acerque. También todos llevamos un pequeño aguijón que podemos 
hundir en el vecino al menor descuido. Gestos de éstos: no 
desempolvar el hacha de la guerra, no hundir nuestro aguijón en el 
vecino, sí están a nuestro alcance. Seguramente no saldrán en los 
periódicos ni en la TV., pero que nos conste, que si la paz es posible 
lo será porque esos héroes anónimos no sacaron su hacha en un 
momento ó porque, a pesar de haberlo podido hacer, dijeron que no a 
hundir su aguijón.

El chisme es un enemigo de la paz y el chisme siempre hiere. Estoy 
casi convencido de que Caín, antes de hacerse con Abel, empezó a 
murmurar de él y a lanzar chismes. Escritores perspicaces como 
Shakespeare y Lope de Vega montaron sobre él sus mejores 
comedias y tragedias. No hay nada como leer obras eternas para 
darse cuenta de la maldad y vaciedad del chisme. Y si el chisme es un 
vacío y uno está lleno sólo de ellos y vive de ellos, la colusión es fácil 
de sacar: la vida se ahogará en la vaciedad del chisme. Que nadie le 
quite al cocainómano o al chismómano lo que se han divertido y lo 
bien que lo han pasado. Eso es precisamente lo malo: que no hay 
quien se lo quite, a no ser que se haya curado a tiempo. Esa afición al 
chisme -a lanzarlo o a vivir de él-, está indicando casi lo mismo que la 
afición a la droga: la ausencia de una vida interior.


CUANDO LOS GOLES SUBEN AL MARCADOR

En un periódico deportivo, hace algún tiempo, un conocido 
guardameta, que acababa de encajar aquella tarde un gol decisivo 
para la suerte del partido comentaba: «Me metieron el gol porque falló 
el delantero contrario. Tenía que haber tirado a otra parte, pero falló y 
metió el gol».

Afán de disculparse

El afán de disculparse ha llegado en la historia de los hombres a 
cosas insospechadas. Cuando algo malo pasa son pocos los valientes 
capaces de decir:

«Ha sido por mi culpa». Cuando algo bueno ocurre, son infinitas, 
por el contrario, las voces que se levantan y dicen: «He sido yo»; «Ha 
sido por mí»; « ¡Ah!, si no hubiera sido por mí...».

Quizá porque los futbolistas son gentes claras y sencillas, que dicen 
lo que piensan, la declaración antes citada del guardameta, bien 
podría pasar a una antología de la disculpa. Analícese, fríamente, la 
declaración:

1ª parte: la culpa del gol no la tengo yo, por supuesto, no es mía. 
(Eso es bastante frecuente y no añade nada de particular a lo que 
sabemos todos sobre la extraña afición del hombre disculparse).

2ª. parte: la culpa del gol la tiene el delantero... (nada que objetar; 
incluso el autor del gol pondría cara de satisfacción), pero tiene la 
culpa el delantero, no porque es bueno, sino porque es malo, porque 
falló.

O sea, que para defenderse de un gol hay que salvarse uno y 
condenar a otro.

Tampoco hay que escandalizarse demasiado. Sería pedir casi un 
imposible que el portero hubiera dicho: «El gol que me metieron fue 
porque fallé yo. De acuerdo que fue un poco imprevisto el disparo del 
interior izquierda, pero a mí, verdaderamente, me pagan para parar lo 
previsto y haga lo que pueda en lo imprevisto. Realmente si marcó el 
delantero fue, en parte por suerte, y en parte porque chutó y a mí me 
pilló un poco desprevenido». Pero los guardametas son humanos y es 
muy humano dejarse prender en esa tentación de convertir en un fallo 
de otro lo que es un fallo de uno.

Lo fácil y lo difícil

A mi modo de ver, la declaración citada, sirve para confirmar cuatro 
reglas muy generales en la actuación humana:

1º La dificultad para admitir los propios fallos y errores.

2º Facilidad para admitir y ver los fallos de los demás.

3º Dificultad para admitir los éxitos de los demás.

4º Facilidad para admitir los propios éxitos.

Es así que el hombre tiene una secreta afición a apuntarse a lo fácil 
y a borrar lo difícil...luego desaparecerán de la mente rápidamente las 
reglas 1ª y 3ª y quedarán sólo la 2ª y la 4ª: será fácil autoconvencerse 
de que siempre que hay un éxito es cosa de uno y si hay un fracaso 
es cosa de otro. Y será muy difícil -porque se borró-, reconocer los 
propios fracasos y los éxitos de los demás.

Convertir en un fallo del delantero lo que es un fallo del portero 
puede ser bastante inofensivo, quizás razonable e incluso hasta 
objetivo. Convertir en un fallo de Dios lo que es un fallo del hombre ya 
no es inofensivo; y de objetivo no tiene nada, salvo el golpe que nos 
podemos dar si seguimos pensando así. Y eso es, me parece, lo que 
se va fijando en la mente humana, cuando se piensa, en la práctica, 
más o menos, que a Dios le han «salido» mal los mandamientos.

Claro que, a veces, puede ser más fácil pensarlo así, porque de 
esa manera uno no tiene la culpa de los «goles» que le metan; y se 
ahorra de paso la dificultad de confesarse. Lo malo del asunto es el 
marcador, que es inamovible a pesar de los distingos y las 
explicaciones. Y si son 2-0, así queda para la historia y para la 
eternidad, si no se intenta remontar el marcador adverso, mientras 
dure el encuentro.

culpa de los «goles» que le metan; y se ahorra de paso la dificultad 
de confesarse. Lo malo del asunto es el marcador, que es inamovible 
a pesar de los distingos y las explicaciones. Y si son 2-0 y queda para 
la historia y para la eternidad, si no se intenta remontar el marcador 
adverso, mientras dure el encuentro.

Ya sé que es difícil decir: «He sido yo el que ha fallado»; pero es 
uno de los caminos que tenemos los hombres para respirar: porque 
es acercarse a la verdad y abandonar la mentira. Aunque sea difícil, 
vale la pena, porque al ir admitiendo el propio fracaso (regla 1:2), 
iremos admitiendo también los éxitos de los demás (regla 3:2). Y no 
nos costará trabajo admitir de verdad el «éxito» de Dios.

Confesión

Acercarse al sacramento de la Confesión es acercarse a esa doble 
verdad:

- que fracasamos con frecuencia;

- que el Sacrificio Redentor de Jesucristo sigue teniendo «éxito».

Que no se reconozca el éxito de Dios en la Confesión parece ser 
uno de los objetivos principales del príncipe de la envidia y la mentira; 
otro objetivo, que acompaña siempre a éste, es que los hombres no 
quieran reconocer de verdad sus propios fallos.

«Sólo Dios es bueno»; ¿por qué nos empeñamos querer decir, con 
soberbia, «sólo yo soy bueno>> ¿Por qué somos tan ingenuos de 
pensar: «a mí no hay quien me meta goles»?

El amor desordenado de la propia excelencia ciega, decían los 
escritores clásicos de espiritualidad. Quizá valga la pena repasarlos 
un poco o, al menos, leer de vez en cuando el «As», el «Marca» o «L 
'Equipe».


LA MORAL Y EL TENIS

Estoy casi convencido de que los partidarios de la moral subjetiva 
no son aficionados al tenis; ni a jugar ni a verlo. Esta afirmación -que 
estoy dispuesto a probar científicamente, con estadísticas, tantos por 
ciento y todo eso- tiene más importancia de lo que parece. No voy a 
abrumar a los lectores -aquí y ahora- con números, índices y gráficos; 
pero pueden tomar esta opinión como prácticamente segura.

Como en todos los grandes descubrimientos tuve la intuición 
primera de un modo casual. Sí, precisamente estaba debajo de un 
árbol; pero no se alarme nadie, porque no me cayó una manzana. 
Estaba debajo de un árbol y encima de un campo de tenis. A la 
derecha, un jugador; a la izquierda, otro. Yo como único mirón. El de 
la derecha lanzó un saque tremendo que entró perfectamente en el 
lugar reglamentario. El de la izquierda no tuvo tiempo ni de poner la 
raqueta; pero sí tuvo tiempo de decir: « ¡Fuera! ¡Ha sido fuera!». 
Volvió a sacar el de la derecha -un poco mosca-, pero mucho más 
débil. El de la izquierda le contestó con un golpe fortísimo, cruzado, 
pero que, desgraciadamente, le salió un poco fuera de la pista. « 
¡Dentro!», dijo el de la izquierda. Lo peor del caso fue que el de la 
izquierda era amigo mío. El de la derecha vino a por mi ayuda, como 
si yo fuese el mismísimo Salomón. Recordé aquello de «amigo de 
Platón, pero más amigo de la verdad», y casi sin mirar a mi amigo dije: 
«Cuando has dicho fuera era dentro, y cuando has dicho dentro era 
fuera».

- Imposible -dijo mi amigo de la izquierda.

- ¿Por qué imposible? -le contesté.

- Porque yo he visto el saque del de la derecha fuera y he visto que 
mi contestación entraba dentro. ¡Ha entrado dentro! -repitió.

-¿Has visto completamente fuera lo que estaba completamente 
dentro y has visto dentro lo que estaba completamente fuera?

- Sí -repitió con un completo convencimiento.

Sinceramente engañado

Lo grave no era que mi amigo mintiese o pretendiera engañar; lo 
malo era que mi amigo era sincero. Casi todos los tenistas son 
sinceros cuando dicen « ¡dentro!», aunque sea fuera (puede ser un 
87,5 por 100), y lo mismo cuando dicen «¡fuera!», aunque sea dentro 
(otro 87,5 por 100). Lo malo es que su sinceridad les engaña y 
curiosamente ven las bolas dentro o fuera, según les conviene verlas 
dentro o fuera.

La propia y sola conciencia se puede equivocar. Algunas morales y 
éticas subjetivistas me parecen esfuerzos casi titánicos -como los que 
hacía mi amigo- para convencernos de que lo que está fuera (por 
ejemplo, de la ley de Dios y de la Iglesia) está dentro, y lo que está 
dentro, fuera. Dos ejemplos: ante las trampas en el matrimonio, la ley 
de Dios y de la Iglesia dicen: ¡Fuera!, y algunos subjetivistas no hacen 
más que gritar frenéticamente: ¡Dentro! Ante el precepto dominical de 
ir a Misa, la Iglesia dice: ¡Dentro!, y los subjetivistas: ¡Fuera!

No caen en la cuenta de que se pueden equivocar, como mi amigo 
jugador de tenis. Quizá valdría la pena que los partidarios de la sola 
conciencia como único juez del orden moral se diesen una vuelta por 
los campos de tenis o, casi mejor, que ellos mismos empuñasen una 
raqueta. Apuesto lo que sea a que más de una y otra vez dicen: 
¡Fuera!, naturalmente, a la bola del contrario, y apuesto igualmente a 
que si hay espectadores y juez tendrán que escuchar multitud de 
veces: «No amigo; la pelota entró dentro».

Un partido de tenis basado en la sola apreciación subjetiva de los 
contendientes podría suponer una gran madurez y un alto ideal. La 
realidad triste por una parte, pero alegre por otra- nos dice que sería 
un partido con muchas trampas. Trampas llenas de buena voluntad y 
autoconvencimiento sincerisimo, que sería, precisamente, lo peor.


PSICOLOGIA INFANTIL Y CONFESIÓN

Se suele oír que la ciencia psicológica moderna desaconseja la 
Confesión de los niños porque se traumatizan. El Magisterio de la 
Iglesia anima, sin embargo, a ello. ¿Estarán en contra la ciencia 
psicológica moderna y el Magisterio de la Iglesia? Algunos, 
excesivamente asustadizos, se inhiben y los que pagan los platos 
rotos son los niños que se quedan sin confesar por aquello del 
trauma. A los timoratos les puede interesar el último grito en 
Psicología: el descubrimiento de Massachusetts.

El descubrimiento

Quizá sea terrible para aquellos que apoyados en la Psicología y 
dejando de lado, aunque sea de momento, el Magisterio de la Iglesia, 
retrasan o suprimen la Confesión de los niños. Ahora resulta -la 
ciencia psicológica avanza- que familiarizar a los niños con el 
confesionario, a partir de los 5 años es algo sanísimo. Este cambio de 
mentalidad -verdaderamente revolucionario-, se puede apoyar, 
aunque no hiciera falta, en el descubrimiento de Massachusetts. 
Consiste en lo siguiente: a partir de los 5 años, a los niños, les 
encanta que se les hable bajito. Los investigadores, con muchas 
palabras excelentes describen al niño de 5 años -si sintetizamos para 
facilitar la comprensión-, como un «trasto». Y el niño de 5 años es, 
lógicamente, día tras día, gritado y abroncado por sus padres, 
parientes y vecinos. El niño de 5 años anhela palabras bajistas. Si no 
las escucha -como por ejemplo en el confesonario-, quizá, el día de 
mañana, será un neurótico notable.

He comprobado personalmente ese descubrimiento. Se me acercó 
una niña de 5 años. No venía por supuesto a confesarse, sino «a 
hablar». Primero llegó cautelosa, luego entabló animada 
conversación. No debería estar al tanto, porque evidentemente era 
una chica moderna, de aquellas antiguas teorías sobre el 
confesionario como algo terrible y traumatizante. Pertenecía ya, por lo 
visto, a la nueva generación de Massachusetts. Me dio la impresión 
de que incluso le gustaba hasta la «casita» y mucho más con alguien 
dentro. Y por supuesto, lo que más la entusiasma, ahora que viene a 
charlar amistosamente con frecuencia, es la rejilla. La encanta hablar 
por la rejilla. Y, como debe sentir esa necesidad de la que hablan los 
psicólogos de Massachusetts, le dice a su madre: «Vamos a 
confesar». (Verdaderamente revolucionario). Deben tener razón los 
psicólogos, porque después de charlar se la ve -incluso- más 
animada. Eso sí; quizá traumatice al sufrido sacristán que la ve, 
temeroso, saltar y brincar. No parece muy ardua la tarea de 
prepararla, en su día, para la primera Confesión.

Hay que estar al día

El niño de 5 años si es llevado a una iglesia por su madre no sufrirá 
ningún trauma. Al contrario. Irá recibiendo una educación en la fe 
verdaderamente viva: ¡Que cosas más grandes debe haber aquí para 
que hasta mi madre me hable bajito!, pensará asombrado.

Puestos a quitar factores traumáticos: que se supriman las 
peluquerías, las clínicas dentales o incluso, si no están al día, los 
gabinetes psicológicos, ¡pero los confesionarios...! si son casi la única 
tabla de salvación y de esperanza para unos niños que esperan 
anhelantes unas palabras bajistas... y el perdón de sus pecados, en 
su caso, pequeños niños son pequeños pero no tontos. Los niños 
están deseando contarles a alguien, que sobre todo no hable mucho 
ni grite, las cosas emocionantes que les pasan. «Y entonces, yo le 
aticé a Emilín y Emilín que es un... vino a protestar llorando con su 
padre y entonces yo, que aquella noche había soñado...». No tienen 
ninguna dificultad con la especie y no digamos con el número: «He 
pegado a mi hermano el pequeño, a mi hermana, a Federico. He 
desobedecido a mi padre, a mi madre, a la abuela, a mi tía...». Nada. 
No se traumatizan. Y tienen una idea bastante clara, de lo que está 
bien y lo que está mal. Y si no la tienen se le aclara con cariño. Menos 
mal que ahora, incluso en Massachusetts, se han dado cuenta de 
algo que la Iglesia Católica viene diciendo desde hace XX siglos, 
porque defiende a los niños como Jesucristo.

Juan Grinda