Afortunadamente, Dios no es kantiano
—Pero
si el hombre hace el bien por miedo al castigo de la naturaleza, o
para conseguir el premio del Cielo, o para encontrar un consuelo
divino en la tierra..., ¿no está entonces actuando de forma egoísta?
La
moral exige cierta abnegación y renuncia, pero esa renuncia no es el
fin que se busca. Desear el propio bien, y esperar gozar de él en el
futuro, no tiene por qué ser egoísmo.
Si
Dios fuese kantiano –decía C. S. Lewis–, y por tanto, no nos
aceptara hasta que fuésemos a Él impulsados por los más puros y
mejores motivos, entonces nadie podría salvarse. Kant pensaba que
ninguna acción tenía valor moral a menos que fuese hecha como fruto de
una pura reverencia a la ley moral, es decir, sin contar para nada con
el atractivo o la inclinación hacia esa buena obra.
Y,
ciertamente, a veces la opinión popular parece estar de parte de Kant.
Parece como si perdiera valor la actuación de una persona que hace lo
que le gusta hacer. Las mismas palabras pero a él le gusta hacerlo
suelen indicar y por tanto no tiene mérito. Sin embargo, frente
a Kant se alza la verdad subrayada por Aristóteles:
Cuanto
más virtuoso
se vuelve el hombre,
tanto más disfruta
de los actos de virtud.
Afortunadamente,
Dios no es orgulloso ni kantiano, y la esperanza de recompensa o el
miedo al castigo no tienen por qué pervertirlo todo. Hay diversos tipos
de recompensas. Unas pueden ser adecuadas a determinada acción y otras
no. El dinero, por ejemplo, no es recompensa natural para el
amor, y por eso llamaríamos mercenario al hombre que se casara por
dinero. En cambio, el matrimonio parece un premio apropiado para quien
ama verdaderamente a una persona, y no llamaríamos mercenario a un
enamorado por desear conquistar a su pareja y llegar a casarse.
Una recompensa apropiada y conveniente a una acción, no tiene por qué
envilecer esa acción; al contrario, es su natural culminación.
El
atractivo del bien
—De
acuerdo, pero todos los enamorados esperan con ilusión el día de
su boda, y en cambio los hombres no siempre anhelan hacer el bien.
En
el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha
fuerza, y les hace muy fácil sentirse atraídos por el bien deseado.
También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante
la erosión del tiempo, y que incluso puede resultar peligrosa si no está
bien gobernada por la inteligencia. No hay que olvidar que las pasiones
también han producido muchos crímenes y desatinos.
Pero
es cierto lo que dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. Y
muchas veces, simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima
recompensa asociada a ese bien.
Pongamos
un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que sólo
quienes alcanzan un buen nivel de formación y conocimientos, tras años
de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la cultura y la
sabiduría. Cuando en el colegio un chico empieza a estudiar la tabla
periódica de elementos, o los músculos del cuerpo humano, o unos datos
de historia o de geografía, o unas leyes físicas o matemáticas, o ha
de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, ese
chico, o esa chica, no siempre acertarán a vislumbrar de modo
permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O por lo
menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que
espera ilusionadamente casarse con el objeto de sus amores.
Algunos
de esos chicos –no demasiados– estudiarán con una gran ilusión, y
tendrán presente ese lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos
otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus
padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen
muy elevados. Y es cierto que hay que descubrirles bienes más altos,
pero no conviene ser utópicos. Ya irán descubriendo poco a poco la razón
de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su
necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser
unos analfabetos. Nadie podrá indicar el día y la hora en que terminará
una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va teniendo
lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces
ya desearán y a agradecerán por sí misma.
Los
educadores demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos
esa pasión por aprender, haciéndoles vislumbrar el fin por el que se
están esforzando. Motivar a los alumnos haciéndoles pensar en un
premio futuro no tiene por qué ser algo corruptor. Puede ser la clave
de la verdadera motivación.
Elevar
el punto de mira
Algo
parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien. El
anhelo de alcanzarlo está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo
hayamos descubierto en muchos de sus aspectos, y nos falte motivación o
conocimiento.
Puede
que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer
el bien, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas
y cercanas ventajas del mal. No es mala cosa en esos momentos
pensar en el premio prometido.
El
acierto de nuestra vida
depende radicalmente
de nuestra capacidad
de descubrir el bien
y de decidirnos por él.
¿Qué
tipo de persona quiero ser?
Cuando
alguien se plantea qué tipo de persona quiere ser, y cómo lograrlo, se
enfrenta a cuestiones importantes.
Su
acierto en el vivir estará muy ligado a no eludir esas preguntas. No
basta con pensar un poco en ellas, pues muchas personas fracasan
en su vida –escribió Tomás Moro– no por haberse negado a pensar en
esas cuestiones, sino por haber pensado poco en ellas.
—Entonces,
¿hay que estar planteándose continuamente cómo se debe ser?
Continuamente
quizá no, porque acabaría por ser algo enfermizo. Pero si eludimos de
modo habitual esas preguntas sobre el sentido de nuestra vida, o si
escondemos zonas de nuestra vida a la luz de esas cuestiones
fundamentales, estaríamos acotando en nosotros una especie de área de
autoengaño.
—Pero
aunque pienses en eso, no es fácil aclararse con qué debes hacer.
A
veces puede haber dudas, pero lo habitual es que el contraste entre el
bien y el mal acabe apareciendo con claridad para quien busca con
rectitud. No se trata, como es lógico, de dividir la humanidad entre
santos y demonios; la cuestión es dejarse guiar o no por la honestidad.
Además, también se aprende de los errores.
—Pero
hay una fuerte presión del ambiente, y a veces casi parece que ser
bueno equivale a ser tonto.
A
veces puede parecerlo, y efectivamente la presión del ambiente tiene
mucha fuerza. Ya lo decía Chesterton: "¡Es tan sencillo, tan fácil
y agradable entregarse en las manos del conformismo...; y tan duro, en
cambio, atreverse a ser lo que se es, y a creer lo que se cree, por la
fidelidad a nuestra propia alma...!".
Por
naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de
felicidad nos lleva hacia él. Lo que sucede es que el mal no suele
presentarse químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y
nos atrae por los destellos de bien que lo recubren. Pero también en
esto se demuestra la inteligencia, como ha escrito José Antonio Marina:
La
manera más inteligente
de utilizar la inteligencia
es ser éticamente bueno.
Gentileza
de http://www.interrogantes.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
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