¿Tiene sentido creer?


¿Existe algo que dé sentido a la existencia?

    Manuel García Morente se había procurado unos días de soledad para entregarse serena y metódicamente al análisis de unos temas que le preocupaban profundamente.

    Morente era Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid desde 1931, y estaba considerado ya entonces como una de las figuras más destacadas de la vida universitaria española de la primera mitad del siglo XX.

    Fue siempre —cuenta López Quintás— un espíritu muy reflexivo y abierto. Graves pruebas personales y familiares avivaron en él un intenso deseo de dar un sentido cabal a su existencia. Pero permanecía insensible a la luz de la fe.

    A pesar de efectuar largos y penosos procesos intelectuales, no lograba clarificar lo que para él era la cuestión básica de la vida humana: si existe alguna realidad superior al mundo que dé pleno sentido y cumplimiento a la existencia del hombre.

    Su gran capacidad analítica no acertaba a responder a esa pregunta. Su actitud de soberbia espiritual —en expresión posterior suya— le hizo rechazar la idea de un Dios que atiende con solicitud y cariño al hombre.

    Veía ese planteamiento como una puerilidad. Dios se le aparecía como un ser lejano, incomunicado de los hombres, puro término de la mirada intelectual, objeto de reverencia muda e inmóvil, de sumisión total, pero nunca de acogimiento de hijo. A su entender, la existencia del hombre se limitaba a una sucesión —rígidamente determinada— de causas y efectos.

    Sin embargo, aquella noche del 29 al 30 de abril de 1937 comenzó a experimentar un vivo deseo interior de que todas sus objeciones a la existencia de un Dios providente fueran inválidas. Los hechos producidos por el mero determinismo natural —pensaba— carecen de sentido. Sentía aletear, en lo más íntimo de su ser, una vaga necesidad: la de que hubiese quien redimiera al hombre de su menesterosidad última.

    Este empedernido pensador, quebrantado por los avatares de la guerra civil española, que había hecho presa de modo trágico en su propia familia, sentía un anhelo inconfesado pero eficiente de que existiera una providencia divina, "una suprema inteligencia —decía—, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido".

Una lejanía irritante

    El silencio de Dios, el hecho de que Dios pareciera contemplar impasible nuestros sufrimientos, producía a García Morente un alejamiento de la fe, una sensación de que la vida carecía de sentido.

    Sin embargo, al plantearse la cuestión del sinsentido de la existencia, sentía en su interior que se avivaba el deseo de que existiera un ser que diera razón a todos los acontecimientos, tanto a los felices como a los adversos.

    "El solo pensamiento de que hay una providencia sabia, bastó para tranquilizarme —escribiría más tarde, recordando aquel momento—; aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas."

    Morente se consagró al análisis de este tema, pero no logró liberarse de aquella lejanía inaccesible, irritante, de Dios. Y sufrió una crisis de resentimiento que le llevó a rebelarse contra el Ser Supremo.

    La única libertad reservada al hombre le parecía ser la de no aceptar el obsequio de la vida y recurrir al suicidio, como acto desesperado de posesión de sí mismo. Pero, al verse en tal callejón sin salida, que se le antojaba grotesco, Morente decide volver sobre sus pasos y rehacer desde sus bases todo aquel proceso intelectual. Con un enorme esfuerzo de voluntad, se toma una tregua en el pensamiento.

El instante de la conversión

    Enciende la radio para distraerse, y escucha fragmentos de una sinfonía de César Frank, la Pavana para una infanta difunta de Ravel, y La infancia de Jesús de Berlioz. Esta última obra le sumergió en un estado de "deliciosa paz".

    En aquellos momentos de perplejidad radical, se abrió, sin proponérselo expresamente, al mundo de la belleza y de la honda expresividad de la música. Y de pronto se hizo en él una gran luz.

    No fue una irrupción de la belleza artística únicamente. No fue sólo la perfección, la armonía, la luminosidad y la paz de aquella obra musical. La marea de belleza iba aliada con la revelación de un Dios hecho niño, que esconde su divinidad de forma humilde. Y suscitó en su imaginación una visión intensa de las escenas fundamentales de la vida de un Dios hecho un ser menesteroso, como nosotros, y entregado a hacer el bien hasta su muerte en una cruz.

    Esta imagen de un Dios encarnado y anonadado, que esconde su divinidad para hacerse más accesible al hombre, de un Dios que ama y sufre por los demás en silencio, no despertó en el ánimo de Morente ya rechazo alguno, sino confianza y amor.

    Comprendió que esa aparente indiferencia de Dios responde a un profundo respeto por la libertad del hombre; que —como había dicho Pascal— no era justo que Dios apareciera de una manera tan manifiestamente divina que la adhesión del espíritu no fuera libre, ni de una forma tan oculta que no pudiese ser reconocido por quienes lo buscaran sinceramente.

    Todo lo que mira a Dios supera a nuestro espíritu y se halla por eso mismo rodeado de sombras, pero Él mismo nos ha proporcionado pruebas accesibles a nuestro espíritu para que seamos capaces de entenderle razonadamente.

    La contemplación de ese Dios de carne y hueso, que se compromete por amor a compartir la suerte del hombre, convirtió aquella distancia infranqueable en una cercanía sobrecogedora.

    Esa vecindad —explicaba— hizo posible la interrelación personal, la oración, el diálogo con su Dios: un encuentro que suscita sentimientos de paz y transforma la vida y la mentalidad del hombre que ora. "Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí."

    Se había convertido. "Es verdaderamente extraordinario e incomprensible —escribiría después— cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo."

Aceptar con humildad a Dios

    Había aceptado a Dios. "El acto más propio y verdaderamente humano —decía— es la aceptación de la voluntad de Dios. Querer libremente lo que Dios quiera: he ahí el ápice supremo de la condición humana."

    Morente se hallaba angustiado por resolver el gran problema que acosaba su espíritu: aunar la libertad y la obediencia, sentir la vida como propia y al tiempo reconocer que uno es dependiente de otras realidades que son distintas, pero no ajenas, al propio destino.

    Tras el hecho extraordinario vivido en aquella noche del 29 al 30 de abril de 1937, Morente advierte que la solución más clara y neta de este problema radica en reconocer la realidad de la condición humana, en saber aceptarse uno mismo como un ser finito y limitado.

    Al aceptar esto, el hombre adopta una actitud de sencillez espiritual, de humildad, de disponibilidad, de acogimiento agradecido. Reconoce que lo propio del ser creado es la gratitud hacia su creador, de la misma manera que lo propio del hijo es querer a sus padres. Y esa prontitud para el agradecimiento corta de raíz una de las causas fundamentales del ateísmo: la soberbia y el resentimiento. Y desbloquea el espíritu, encerrado y resentido por su limitación, para abrirlo a las fuentes de la auténtica creatividad humana.

 

¿Limita Dios mi libertad?

    He traído a estas páginas el relato de la conversión de García Morente, porque muchas personas pueden pasar en algún momento de su vida por una crisis en cierto modo parecida: al hombre le cuesta reconocer la realidad de la condición humana, y aceptarse a sí mismo como un ser creado por Dios y sujeto a un orden natural. Un orden fuera del cual jamás alcanzará su plenitud como hombre.

    Quizá por eso es tan corriente que la clave de una conversión esté en ese reconocimiento humilde de la realidad de la condición humana. Y quizá por la misma razón, en el rechazo de esa realidad —según cuenta el relato del Génesis— tuvo el origen el primer pecado: la resistencia a la conversión es, muchas veces, como una crisis del hombre que hace de la independencia personal una categoría absoluta.

    Una crisis por la que pasó otro gran pensador, cuya conversión tuvo lugar por aquella misma época pero a bastantes kilómetros de distancia. Así narra el británico C.S.Lewis su resistencia de aquel momento en que cambió su vida: "Aquel día cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé...; entonces no vi lo que ahora es más claro: la humildad divina que acepta a un converso incluso en tales circunstancias...; el hijo pródigo al que traen revolviéndose, luchando, resentido y mirando en todas direcciones buscando la oportunidad de escapar...".

    —Me parece natural que al hombre le cueste aceptarlo, puesto que siempre supone comprometerse y, en definitiva, una hipoteca de su libertad...

   Comprometerse no es hipotecar la libertad, sino emplearla. Como decía la poeta rumana Doria Cornea, si rompes tus cadenas, te liberas; pero si cortas con tus raíces, mueres.

Romper las cadenas,
otorga libertad;
pero romper con todo compromiso 
es cortar las raíces de la persona.

    Y aunque es cierto que las personas que aceptan el riesgo de su libertad personal y se comprometen con lo elegido, renuncian a todas las cosas que no eligen, también es cierto que se enriquecen con las consecuencias de lo que han elegido. Si el hombre rehuyera de modo habitual el compromiso, aunque dijera hacerlo por un profundo amor por la libertad, lo que haría es condenar su vida a la total indecisión y esterilidad.

    Cuanto mejor se elige, y cuanto más se compromete la persona con lo escogido, tanto más se enriquece a sí misma y tanto más enriquece a los demás. Como asegura Antonio Orozco,

La libertad interesa porque
hay algo más allá de la libertad
que la supera y marca su sentido:
el bien.

    Si una elección supone un compromiso de aceptación de Dios, y esto refuerza algo que es propio de la naturaleza humana, será éste el uso más acertado de nuestra libertad.

 

¿Puede Dios caber en mi mente?

    Si un estudiante de bachillerato va un día a la Universidad y asiste a una clase de doctorado en la que se está dando una materia extraordinariamente compleja, no debería extrañarse si ve que a veces pierde el hilo de la explicación (suponiendo que en algún momento hubiera llegado a encontrarlo), sino que le parecerá lo más natural, puesto que esa materia le supera por completo.

    Algo parecido —ya siento no haber encontrado ejemplo mejor— podría decirse que sucede con la comprensión sobre la naturaleza de Dios que puede alcanzar el hombre.

    Si ese estudiante de nuestro ejemplo dijera que todo lo que ha oído en esa clase es mentira por la sencilla razón de que él no entiende nada, habría quizá que hacerle ver —educadamente, por supuesto— que su capacidad de entender las cosas no es quien concede la verdad a esas cosas.

La verdad no está obligada
a ser entendida completamente por todas las personas.
Y esto no es decir que sean tontas,
ni renunciar a la razón,
sino simplemente constatar que tenemos limitaciones.

    Ya dijo Pascal —y era un gran científico— que la grandeza de un hombre está en saber reconocer su propia pequeñez.

    Aquel profesor —volviendo a nuestra comparación— podrá hacer aproximaciones a esa verdad, con ejemplos o simplificaciones más o menos afortunadas que ayuden a que el estudiante lo entienda. Y también podrá rebatir, con mayor o menor acierto pedagógico, las objeciones que le ponga. Pero no logrará hacer entender a nuestro alumno todas la clases perfectamente y hasta sus últimas consecuencias. Porque está a otro nivel.

    Pensar que uno es tan listo como para abarcar por completo a Dios sería simplemente una muestra de ingenuidad presuntuosa. Más o menos, como si el estudiante de nuestro ejemplo pensara que ha entendido perfectamente todo lo que ha escuchado en esa clase (probablemente entonces habría entendido algo distinto a lo que realmente se explicó).

    Algunos piensan que Dios no existe porque no cabe por completo en su cabeza. Habría que hacerles considerar que si Dios cupiera por completo en su cabeza, o en la nuestra, quizá entonces ya no sería Dios. Y eso no tiene nada que ver con la posibilidad de la razón humana de demostrar la existencia de Dios. La razón es capaz de llegar a Dios, pero demostrar la existencia de Dios no es abarcar completamente a Dios.

    Para creer, hay que darse cuenta de nuestra limitación. Hay que reconocer humildemente —y es difícil ser humilde— la limitación de la razón humana, para así poder acercarse a algo que es muy superior a nosotros.

    —Pero Dios podría hacer algo para que le conozcamos más fácilmente...

    Ha hecho ya mucho. Quizá sea al hombre a quien falte poner algo más de su parte. Además, sería poco conforme a nuestra condición de hombres obligar a Dios a aceptar nuestros axiomas sobre lo que Él tendría que hacer para darse sensatamente a conocer a los hombres.

    Dios no ha querido obligar forzosamente al hombre a reconocerle. La razón humana puede demostrar la existencia de Dios y conocer bastante sobre su naturaleza. Pero no puede llegar por sí sola a otras muchas verdades relacionadas con la naturaleza de Dios.

    El hecho de que el hombre no llegue a captar unas verdades no tiene por qué vulnerar esas verdades. Es algo —explica Mariano Artigas— que sucede también constantemente en las ciencias: por ejemplo, nadie duda de la realidad de las partículas subatómicas, a pesar de que encontramos dificultades —que de momento son insalvables— cuando intentamos explicar su naturaleza; pero esas dificultades no impiden que poseamos muchos conocimientos bien comprobados acerca de esas partículas, y que podamos utilizarlos como base de tecnologías muy sofisticadas.

    La fe es razonable, pero al hombre le resulta difícil llegar a comprenderla con profundidad con la única ayuda de la razón. Por eso la Revelación supone una gran ayuda en el laborioso camino de la inteligencia humana.

 

¿Creer en algo que no estoy seguro de que exista?

    —Hay personas que se declaran agnósticas porque dicen que nadie ha conseguido demostrarles de forma convincente que Dios existe. Y que no pueden rezar a un ser del que ni se sabe siquiera si verdaderamente existe, porque sería como arrojar al mar mensajes en una botella, con la duda de si alguna vez los recogerá alguien.

   Sin embargo —y perdona por la broma—, tengo entendido que los náufragos en islas desiertas arrojaban botellas al mar, o, al menos, eso se cuenta en las novelas.

   Y supongo que lo harían porque pensaban que confiar en algo que no sea una certeza aplastante e incontrovertible no tiene por qué ser una actitud absurda. Lo que quizá sí sería absurdo es quedarse sin hacer nada porque no se sabe con total seguridad si alguien llegará a encontrarse algún día con la botella.

   —Sí, pero dicen que ellos optan por no arriesgar nada, y por eso prefieren no creer en nada, puesto que no hay nada claramente probado.

   Con ese planteamiento, si me apuras, habría que dejar de creer incluso en que uno es hijo de sus padres —ya me perdonarás de nuevo por el ejemplo—, como única solución segura para evitar el riesgo de amar a unos padres falsos.

La mayoría de nuestros conocimientos
provienen del testimonio de otras personas,
y en la mayoría de los casos
no podemos comprobarlos incontrovertiblemente.

Incluido quiénes son nuestros padres, nuestro lugar y fecha de nacimiento, la mayor parte de la geografía y de la historia, y un larguísimo etcétera.

   Sin embargo, solemos creer que el medicamento que tomamos corresponde a lo que indica el rótulo de la caja, o que el indicador de salida de la autopista nos mandará al lugar que señala, o que realmente existe aquel lejano país que viene en los mapas y del que tanto habla la prensa pero que jamás hemos visitado. Porque eso es lo razonable.

   Nos pasamos la vida —todos, también quienes dicen que no creen en nada— teniendo fe en muchas cosas, corriendo riesgos, fiándonos de lo que no está claramente probado. La fe significa crédito o confianza. Si queremos demostrar todo, nos veremos abocados a un proceso infinito: la desconfianza absoluta recortaría drásticamente a una persona, y su vida quedaría reducida al pequeñísimo ámbito de lo que es comprobable por uno mismo.

   Por eso, el hecho de que la fe en Dios exija una actitud de aceptación es algo también muy razonable. Es mucho menos razonable el escepticismo absoluto, o pedir un desproporcionado grado de seguridad (y aún menos razonable si sólo se pide en cuestiones de fe o de moral).

   La misma amistad, sin ir más lejos, requiere del ejercicio de la fe y la confianza, puesto que, sin ellas, ningún amigo merecería tal nombre. Así lo entendía un pensador de la antigüedad, que se preguntaba: ¿Cómo puedo afirmar que no se debe creer en nada sin conocerlo directamente, si, en caso de no creer algo que no puede ser demostrado con seguridad por la razón, no existiría la amistad, ni el amor?

 

¿Creer en algo que me complica la vida?

    —Hay veces en que la resistencia a creer en Dios es una resistencia de la voluntad para evitarse complicaciones morales...

    Es indudable que creer supone unas exigencias morales que pueden complicarnos un poco la vida. Pero si esas exigencias responden a la realidad de nuestra naturaleza de hombres, no seguirlas supondrá un serio perjuicio y nos complicará la vida aún más.

    Algunos se amparan en que no se puede conocer con certeza la existencia de Dios, para así vivir en la práctica como si no existiera. Y resuelven sus dudas intelectuales apostando a nivel práctico por la no-existencia de Dios, con una seguridad —y asumiendo unos riesgos— difíciles de conciliar con sus anteriores razonamientos. Es una postura cómoda para quienes buscan eludir algunas de las exigencias morales que supone la existencia de Dios, al tiempo que se evitan la molestia de rebatirlas. Su agnosticismo acaba siendo una sencilla máscara intelectual que esconde un sencillo ateísmo práctico sin mayores pretensiones intelectuales.

    Hay otros —a los que quizá habría que alabar inicialmente por su sinceridad—, que afirman creer en Dios, pero que prefieren ponerlo entre paréntesis porque, por alguna razón más o menos confesada, no les interesa que afecte a su vida. Se trata de un indiferentismo que, si bien puede ser efectivamente sincero, no parece precisamente un ejemplo de coherencia.

    Otros —quizá en parte porque les parece que la incredulidad es prueba de elegancia y de sabiduría— profesan una especie de agnosticismo estético, con el que hacen difíciles equilibrios entre el escepticismo y la búsqueda de aprobación social, o entre el miedo al compromiso y el miedo al qué dirán.

    En unos casos y en otros, son actitudes que responden a decisiones personales, que son muy libres de tomar, por supuesto, pero que no suelen partir de un discurso intelectual. El discurso suele venir después, para explicar su decisión.

    Se trata de una rotura entre inteligencia y voluntad de la que se viene hablando desde los orígenes más antiguos de la filosofía occidental, desde los presocráticos hasta el mismísimo Epicuro: "la separación entre teoría y vida anula a la filosofía como experiencia y esteriliza el pensamiento".

    —Otros, y parece que lo dicen honradamente, aseguran que si alguien les convenciera de que Dios existe, se convertirían. Pero que no pueden forzar una fe que no tienen. Dicen incluso les gustaría tener la fortuna de poseer esa fe que ve que hace tan felices a otros...

    También cabe dar la vuelta a ese razonamiento: ya que los ateos son minoría —y ciertamente lo son—, que demuestre que Dios no existe, o que no puede conocerse, y así entonces serías tú quien se convertiría a su postura.

    —De entrada, me diría que no tiene ningún interés en convertirme, como parezco tenerlo yo.

    Pienso que todo hombre realmente persuadido de estar en la verdad debe tener la ilusión de compartirla con los demás. Me parece que buscar que los demás se acerquen a lo que uno considera verdadero —respetando cuidadosamente la libertad, por supuesto—, siempre es algo positivo.

    —Quizá entonces admitiría que efectivamente tampoco se puede demostrar que no haya Dios, pero que al ser su existencia es algo dudoso, le parece igual de razonable apostar por cualquiera de las dos opciones.

    Sin embargo, él, en la práctica, vive como si Dios no existiera. Está viviendo, en definitiva, conforme a algo que tampoco puede demostrar. En el fondo, está teniendo fe en algo, pero con el agravante de que si efectivamente al final resultara que soy yo quien está en lo cierto, y Dios existe —cosa que sabremos dentro de no tanto tiempo—, lo más probable es que él haya salido perdiendo en esa apuesta, y por los siglos de los siglos.

    —Pero dirá que si resultara que Dios no existe, eres tú quien pierde, y él, en cambio, habría salido ganando.

    No está tan claro, pues no parece muy seguro que quienes viven al margen de Dios pasen una vida más feliz. Ellos mismos reconocen muchas veces —lo decías antes tú mismo— que incluso les gustaría creer, quizá porque ven que la fe hace felices a otros. Y es lógico que así suceda, puesto que tener fe es siempre servir a algo más elevado, y todo hombre —quiéralo o no— es siervo de las cosas en las que pone su felicidad.

    Sé que el razonamiento es un poco simple, pero quizá con más fuerza y razón de lo que aparenta. Si al final de la vida se comprueba que Dios existe, el agnóstico ha apostado por el error de más trascendencia que pueda haber. Y si Dios no existiera, tampoco habría salido ganando. Así que, hasta por esta razón de probabilidad, parece bastante razonable apostar por la fe.

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