¿No será Dios un invento del hombre?
—Hay personas que dicen que Dios es un invento de algunos hombres que
así logran ejercer una influencia sobre los demás...
El pensamiento de Dios ronda la mente del hombre desde tiempo
inmemorial. Aparece con terca insistencia en todos los lugares y todos
los tiempos, hasta en las civilizaciones más arcaicas y aisladas de las
que se ha tenido conocimiento. No hay ningún pueblo ni período de la
humanidad sin religión. Es algo que ha acompañado al hombre desde
siempre, como la sombra sigue al cuerpo.
La existencia de Dios se presenta como la más grande de las cuestiones
filosóficas. Y —como apunta J.R.Ayllón— no por su complejidad,
sino por presentarse ante el hombre con un carácter radicalmente
comprometedor.
—Pero hay mucha gente a la que no le importa nada qué hayan hecho
todos los pueblos a lo largo de la historia..., porque afirman que ellos
no tienen por qué hacer lo mismo que hacían en el pasado.
No me refería, ni mucho menos, a hacer sin más lo que hicieron
nuestros antepasados, pues toda persona está en su derecho de querer
ser distinta a sus antecesores. Me refería a que nunca está de más
echar una mirada a la historia, aunque sólo sea porque puede dar una
cierta perspectiva de fondo que siempre arroja una interesante luz sobre
la propia vida: hacer tabla rasa del pasado nunca ha sido propio de
mentes esclarecidas. Y como decía Aristóteles,
Dios
no parece ser
un simple producto
del pensamiento humano,
ni un inofensivo
problema intelectual
Por fuerte que haya sido a veces el influjo secularizante de su entorno,
jamás el hombre ha quedado totalmente indiferente ante el problema
religioso. La pregunta sobre el sentido y el origen de la vida, sobre el
enigma del mal y de la muerte, sobre el más allá, son interrogantes
que jamás ha podido evitar: Dios está en el origen mismo de la
pregunta existencial del hombre.
¿Puede
deberse todo al azar?
—¿Y no cabe pensar que todo el universo es, simplemente, obra del
azar?
Desde tiempo inmemorial, el hombre se ha preguntado con asombro cuál
sería la explicación de toda esa armonía que hay en la configuración
y las leyes del Universo.
Cuando observa la complejidad y perfección de los procesos bioquímicos
en el interior de una célula diminuta, o la de los más gigantescos fenómenos
de movimiento y transformación de las galaxias; cuando se asoma al
mundo microfísico y propone unas leyes que intentan explicar fenómenos
que suceden a escalas de hasta una billonésima de centímetro; o cuando
profundiza en la estructura a gran escala del Universo hasta límites de
más de un billón de billones de kilómetros; contemplando este
grandioso espectáculo, cada día con más profundidad gracias a los
avances de la ciencia, resulta cada vez más difícil sostener que todo
obedece a una evolución misteriosa, gobernada por el azar, sin ninguna
inteligencia detrás.
Allí donde existe un plan, ha de haber alguien que planifica. Y detrás
de una obra de tal calidad y de tales proporciones, ha de haber un
creador, cuya sabiduría trascienda toda medida y cuya potencia sea
infinita.
Pensar que toda la armonía del universo y todas las complejas leyes de
la naturaleza son fruto del azar, sería como pensar que las andanzas de
Don Quijote de la Mancha que escribió Cervantes pudieron aparecer íntegras
sacando letras al azar de una gigantesca marmita con una sopa de
letras.
recurrir
a
una gigantesca casualidad
para explicar
las maravillas de la naturaleza
es una audacia excesiva
¿Puede
el mundo haber existido desde siempre?
—¿Y no cabe también, como dicen algunos, que el mundo haya existido
desde siempre?
Cuando vemos un libro, un cuadro, o una casa, inmediatamente pensamos
que detrás de esas obras habrá, respectivamente, un escritor, un
pintor, un arquitecto.
Y de la misma manera que a nadie se le ocurre pensar que el Quijote
surgió de una inmensa masa de letras que cayó al azar sobre unos
pliegos de papel y quedó ordenada precisamente de esa manera tan
ingeniosa, tampoco nadie sensato diría que aquel edificio "está
ahí desde siempre", ni que ese cuadro "se ha pintado
solo", o cosas por el estilo. No podemos sostener seriamente que el
mundo "se ha hecho solo", o "se ha creado a sí
mismo": son incongruencias que caen por su propio peso.
¿Ha
de haber una "causa primera"?
«"No conozco ningún alfarero —dijo la olla—. Nací por mí
misma y soy eterna."
»Pobre loca. Se le ha subido el barro a la cabeza».
Así reflejaba Franz Binhack en su obra Topfer und Topf, con un
cierto toque de humor, lo ridículo que resulta esa actitud de cerrar
los ojos ante la inevitable pregunta sobre el primer origen del ser.
Si de un grifo sale agua, es porque hay una tubería que transporta esa
agua; y esa tubería la recibirá de otra, y ésa a su vez de otra...,
pero en algún momento se acabarán las tuberías y llegaremos al depósito:
nadie afirmaría que hay siempre agua en el grifo simplemente porque la
tubería tiene una longitud infinita.
«De la nada —explica Leo J. Trese— no podemos obtener algo. Si no
tenemos bellotas, no podemos plantar un roble. Sin padres, no hay hijos.
Así, pues, si no existiera un Ser que fuera eterno (es decir, un Ser
que nunca haya empezado a existir), y omnipotente (capaz por
tanto de hacer algo de la nada), no existiría el mundo, con toda su
variedad de seres, y no existiríamos nosotros.
»Un roble procede de una bellota, pero las bellotas crecen en los
robles. ¿Quién hizo la primera bellota o el primer roble?
»Los hijos tienen padres, y esos padres son hijos de otros padres, y éstos
de otros. Ahora bien, ¿quién creó a los primeros padres...?
»Algunos dicen que todo empezó a partir de una informe masa de átomos;
bien, pero ¿quién creó esos átomos? ¿de dónde procedían...?».
¿Quién guió la evolución de esos átomos, según leyes que podemos
descubrir, y que evitaron un desarrollo caótico? Alguien tuvo que
hacerlo. Alguien que, desde toda la eternidad, haya gozado de una
existencia independiente.
Todos los seres de este mundo, hubo un tiempo en que no existieron. Cada
uno de ellos deberá siempre su existencia a otro ser. Todos, tanto los
vivos como los inertes, son eslabones de una larga cadena de causas y
efectos. Pero esa cadena ha de llegar hasta una primera causa: pretender
que un número infinito de causas pudiera dispensarnos de encontrar una
causa primera, sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar
por sí solo con tal de que tuviera un mango infinitamente largo.
¿No
basta con saber que las cosas simplemente existen y ya está?
—Hay
quien dice que les basta con saber que los seres simplemente
existen. No les importa de dónde provienen y, por tanto, no necesitan
pensar más en ello.
Entonces estaríamos cerca de decir que no se debe pensar, porque
renunciar a tan importante parcela del pensamiento supone en cierta
manera abandonar la realidad.
Si vemos una chaqueta colgada de una pared (el ejemplo es de Sheed),
pero no vemos que está sostenida por una percha, y eso nos lleva a
pensar que las chaquetas desafían a las leyes de la gravedad y cuelgan
de las paredes por su propio poder, entonces no viviríamos en el mundo
real, sino en un mundo irreal que nosotros mismos nos hemos forjado. De
manera semejante, si vemos que las cosas existen y no vemos con claridad
cuál es la causa de que existan, y eso nos llevara a negar o a ignorar
esa causa, estaríamos saliéndonos del mundo real.
¿Ha
de haber siempre una relación entre causa y efecto?
—Ha
habido muchos filósofos que han asegurado que la dualidad
causa-efecto no es más que un juego de reciprocidad dialéctica ajeno
a la naturaleza, donde los fenómenos se repiten de manera incesante
sin que esa relación de causa a efecto exista más que en nuestro
entendimiento...
No parece que la noción de causa sea una simple elucubración
humana. Es algo que comprobamos cada día, y que la ciencia no cesa de
invocar.
"Si veo unos niños —apunta André Frossard—, la experiencia me
dice que no se han hecho solos. Podrá surgir quizá un filósofo
afirmando que no puedo demostrarlo, pero también él se vería en
apuros para demostrar que yo estoy equivocado si aseguro que han surgido
de unas coles."
Rechazar de esa manera la relación causa-efecto parece un atentado
contra el buen sentido. De hecho, los que así piensan, luego, en la
vida normal, no son consecuentes con ello.
Saben, por ejemplo, que si meten los dedos en un enchufe, recibirán la
correspondiente descarga, y por eso procuran no hacerlo. Saben que la
dualidad enchufe-calambrazo no es un juego de reciprocidad dialéctica
ajeno a la naturaleza que existe sólo en su entendimiento..., aunque sólo
sea porque en los dedos no está el entendimiento.
Cuando
algunos —negando la evidencia de las causas— dicen que todo lo que
existe es fruto del azar, hacen una renuncia puntual al uso de la razón.
Y hay que decir que la fe cristiana confía totalmente en la recta razón,
mediante la cual se puede llegar al conocimiento de Dios. Para el
creyente, la razón debe ser inseparable de la fe.
Si
la razón puede llegar hasta Dios, ¿para qué la fe?
—Y
si dices que se puede llegar a Dios con la luz de la razón, ¿para qué
es necesaria la fe?
No es difícil llegar a reconocer que Dios existe. Hemos visto ya
algunos de los razonamientos que nos llevan a Él, y podemos ver aún
bastantes más. De todas formas, el trabajo no siempre es fácil: además
de exigir —como sucede con todo conocimiento— una manera recta de
pensar y un profundo amor a la verdad, hay que contar con que, en muchos
casos, los hombres renunciamos a proseguir un discurso racional cuando
comprobamos que sus conclusiones se oponen a nuestros egoísmos,
nuestras pasiones o nuestro bienestar.
Supongo que ésta será una de las razones por las que Dios dio un paso
adelante y, dándose a conocer mediante la Revelación, nos tendió la
mano. Así, además, todos los hombres pueden conocer todas esas
verdades de forma más fácil, con mayor certeza y con menor posibilidad
de error.
¿Es
posible la autocreación?
—Mucha gente dice que le sobran todos esos argumentos porque la teoría
del big bang explica perfectamente la autocreación del
universo, y ya no necesitan a Dios para explicar nada.
El big bang y la autocreación del universo son dos cosas bien
distintas.
La teoría del big bang, como tal, resulta perfectamente
conciliable con la existencia de Dios.
Sin embargo, a la teoría de la autocreación —que sostiene, mediante
explicaciones más o menos ingeniosas, que el universo se ha creado él
solo a sí mismo, y de la nada—, habría que objetar dos cosas:
primero, que desde el momento que se hablara de creación partiendo
de la nada, estaríamos ya fuera del método científico, puesto que
la nada no existe y por tanto no se le puede aplicar el método
científico; y segundo, que hace falta mucha fe para pensar que una masa
de materia o de energía se pueda haber creado a sí misma.
Tanta fe parece hacer falta, que el mismo Jean Rostand —por citar a un
científico de reconocida autoridad mundial en esta materia y, al
tiempo, poco sospechoso de simpatía por la fe católica—, ha llegado
a decir que la teoría de la autocreación es "un cuento de hadas
para personas mayores". Afirmación que André Frossard remacha irónicamente
diciendo que "hay que admitir que hay personas adultas que no son más
exigentes que los niños respecto a los cuentos de hadas".
"Las partículas originales —continúa con su ironía el pensador
francés—, sin impulso ni dirección exteriores, comenzaron a
asociarse, a combinarse aleatoriamente entre ellas para pasar de los quáseres
a los átomos, y de los átomos a moléculas de arquitectura cada vez más
complicada y diversa, hasta producir, después de miles de millones de años
de esfuerzos incesantes, un profesor de astrofísica con gafas y bigote.
Es el ¡no va más! de las maravillas. La doctrina de la Creación no
pedía más que un solo milagro de Dios. La de la autocreación del
mundo exige un milagro cada décima de segundo."
La
doctrina de la autocreación
exige un milagro continuo,
universal, y sin autor.
¿Y
la teoría de la evolución?
—Hay quien entiende la historia del universo como una evolución de
organismos vivos que, simplemente, ha emergido con ocasión del
desarrollo de la sustancia material y ha alcanzado un cierto grado de
complejidad...
Para quienes defienden esas teorías, parece que el mundo no es más que
una cuestión de geometría extraordinariamente compleja. Sin embargo,
por mucho que se compliquen unas estructuras, y por mucho que se
admitiera una vertiginosa evolución en su complejidad, esa evolución
de la sustancia material se enfrenta al menos a dos objeciones
importantes. La primera —ya lo dijimos antes— es:
La
evolución jamás explicaría
el origen primero de esa materia inicial.
la evolución transcurre en el tiempo;
la creación es su presupuesto.
La segunda objeción es que pasar de la materia a la inteligencia humana
supone un salto ontológico que no puede deberse a una simple evolución
fruto del azar. La materia, por mucho que se desarrolle, no es capaz de
producir un solo pensamiento capaz de comprenderse a sí misma, igual
que nunca se vería —como sugiere André Frossard— que un triángulo,
después de un extraordinario proceso evolutivo, advirtiera de repente,
maravillado, que la suma de sus ángulos internos es igual a ciento
ochenta grados.
—¿Y qué inconveniente hay en que un católico crea en la evolución
de las especies? Muchos dicen que no tiene sentido que la Iglesia siga
resistiéndose a aceptar algo que está probado científicamente.
Quizá no estén muy bien informados, porque la Iglesia católica no
tiene especial inconveniente en aceptar la evolución de las especies.
Y, en concreto, la del cuerpo humano a partir del de un primate. Para
conciliar la doctrina de la evolución humana con la teología católica,
es suficiente con admitir que Dios actuó en un momento determinado
sobre el cuerpo de la primera pareja, infundiéndoles un alma humana.
Dios pudo, en efecto, ir formando el cuerpo del hombre a partir de
alguna especie de primate en evolución, según un proyecto por Él diseñado,
y, cuando alcanzó el grado de desarrollo requerido, dotarlo de alma
humana. No tiene la Iglesia inconveniente alguno en que un católico
acepte esa hipótesis si le parece digna de crédito.
—¿Y entonces un católico no tiene que creer al pie de la letra el
relato de la creación que aparece en el Génesis?
No es necesario que sea al pie de la letra. Las narraciones de fenómenos
físicos o naturales de la Biblia no pretenden darnos directamente unas
enseñanzas en materia científica. Y tampoco el detalle de sus
descripciones pretende afectar directamente a la doctrina de la salvación.
Como puedes comprender, el autor del Génesis no pretendía dar una
clase de astrofísica cuando lo escribió. Lo que sí parece que quiso
dejar bien claro es que todo lo que existe depende de Dios: que el
universo no es autosuficiente y que Dios es el creador y señor de todas
las cosas.
Las aparentes divergencias que parecen darse entre algunas narraciones bíblicas
y los actuales conocimientos científicos sobre esos fenómenos, se
deben al sentido metafórico o figurado con el que en algunos casos
escribían los autores sagrados, o bien a un diferente modo de
expresarse, según las apariencias sensibles o la manera de hablar de
entonces de aquel pueblo.
Ver
también:
¿Existe
un alma en cada hombre?
—Hay gente que niega la existencia del alma. Dicen que la
inteligencia humana es un proceso cerebral, como cualquier otro de los
muchos que hay en el organismo humano, y que no necesita para nada de
explicaciones espirituales.
La inteligencia humana no es una mera función del cerebro, como la que
puede hacer la bilis en el hígado, por ejemplo. El hecho de que la
inteligencia no actúe sin la colaboración de los sentidos, que tienen
su sede en el cerebro, no autoriza a identificar cerebro e inteligencia.
Un aparato eléctrico no funciona si no se enchufa, pero el enchufe no
es la causa de que funcione, ni de que exista la electricidad. Enchufe y
cerebro son condiciones, no causas.
—¿Y por qué tiene que ser espiritual el alma humana?
Ningún efecto puede ser ontológicamente mayor que su causa. Si el
hombre es capaz de tener pensamientos abstractos, su alma tiene que ser
espiritual. Si la mente humana es capaz de producir ideas inmateriales,
el alma tiene que ser inmaterial, es decir, espíritu.
—Pues hay personas que aseguran que la vida humana responde en su
totalidad a un esquema bioquímico que explica cualquiera de sus
procesos.
¿Fueron entonces —apunta J.R.Ayllón— las neuronas de Miguel Angel
quienes pintaron la Capilla Sixtina? En caso afirmativo habría que
admirar los procesos bioquímicos de su cerebro, y no de su propietario.
Y si la conducta criminal de Hitler fue exclusiva e inevitable
consecuencia de su química neuronal, no sería él responsable del
holocausto de tantos judíos, sino sólo sus neuronas.
¿Pueden las neuronas —continúa Ayllón— ser justas, o valientes, o
peligrosas? Si las neuronas movieran totalmente al hombre, el
hombre sería un títere de su cerebro. ¿Son acaso las neuronas
quienes originan la voluntad libre y, por consiguiente, se dan órdenes
a sí mismas?
En la base de las decisiones libres encontraremos procesos bioquímicos,
es cierto, pero la libertad y la inteligencia no parecen ser procesos
bioquímicos, ni tampoco efectos de sólo lo bioquímico, como la luz
solar que entra en la habitación no es efecto sólo de que la ventana
esté abierta: tiene que alumbrar el sol.
Reducir
la vida humana a un proceso bioquímico extraordinariamente complejo es
tanto como negar la existencia de la libertad humana.
Cualquier hombre puede comprender que es capaz de escoger, que podría
haber obrado de manera distinta a como ha hecho, y que, en definitiva,
la libertad existe y no es una simple entelequia de la razón.
Lo curioso es que quienes sostienen esas teorías deterministas
—que niegan la libertad en pro de todos esos complejos procesos bioquímicos—
no se resignan a que los demás conculquen sus derechos. Estoy seguro
que si a uno de ellos le roban su cartera, lo más probable es que no se
limite a pensar que el pobre ladrón obró así necesariamente,
impelido por un estímulo bioquímico irresistible, sino que llamará a
la policía y exigirá que busquen al culpable, quizá incluso que le
castiguen, y, por supuesto, la devolución de la cartera.
Ver
también:
Joseph
Ratzinger y Flores d'Arcais, "Debate sobre la existencia de
Dios", Zenit, 23.IX.00
Enrique
Bonete, "Nietzsche y la muerte de Dios", Alfa y Omega,
4.V.00
Gentileza
de http://www.interrogantes.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
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