CREER DESDE

Una religiosa que está consumiendo su vida y su corazón en el servicio de los pobres de uno de esos barrios malditos -hacinamiento, in-salubridad, paro, droga...- me decía hace poco angustiada: «No he sido capaz de hablar de las bienaventuranzas a los mozalbetes de la escuela del barrio. Decirles a esos desgraciados que los pobres son bienaventurados me parecía no sólo algo que ellos no pueden aceptar, sino algo que les ha de sonar a burla y sarcasmo». La buena mujer denotaba una sensibilidad que uno quisiera más frecuente en ambientes eclesiales. Las bienaventuranzas -y todo el evangelio- no se pueden predicar indiferentemente desde cualquier parte, ni tampoco de la misma manera y con el mismo sentido a cualquier persona en cualquier situación.

Jesús predicó las bienaventuranzas desde una situación bien concreta: la del que «siendo rico, se hizo pobre por nosotros»; la del que «se humilló tomando forma de siervo»... Y no las predicó en el mismo sentido a todos: para los ricos tenían que sonar al trallazo que recogió San Lucas cuando escribió: «¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación!». Para los pobres tenía que ser aquella confortadora palabra de esperanza que recogió el mismo Lucas en aquella escena inaugural de Nazaret: «He sido enviado a dar una noticia a los pobres».

1. LOS PREAMBULOS DE LA FE

La teología tradicional había elaborado una doctrina sutil y precisa sobre la fe y sus «preámbulos»: cómo la fe podía ser toda don de Dios y toda libre responsabilidad del hombre; cómo podía ser a la vez un acto racional y una entrega a lo que supera toda razón humana... Lejos de mí poner en duda la legitimidad de tales planteamientos. Pero se me antoja que, además, habría que hablar de otro tipo de preámbulos de la fe: de lo que podríamos llamar la situación existencial del prospectivo creyente. Porque no se puede creer igual desde cualquier situación, y aun sospecho que, según sea esta situación, la fe habrá de tener inevitablemente uno u otro carácter y hasta me atrevería a decir que uno u otro contenido.

CREER/QUE-ES: Efectivamente, creer en Dios no es admitir o no admitir la existencia allá, fuera del mundo, de un ser de características especiales un poco como se puede admitir o no admitir la existencia de Ovnis en los espacios siderales, que en definitiva no afectarán mucho nuestra vida concreta. Creer en Dios significa admitir un principio último de inteligibilidad, de sentido y de valor de todo, incluyendo mi propia vida, de suerte que yo me dejo determinar por él en toda mi existencia y en la valoración y uso de todo cuanto me rodea. Creer en Dios significa creer que hay un sentido y un valor absolutos en la realidad y en la vida: es creer en un principio de esperanza y de bienaventuranza y entregarse sin reservas, incondicionalmente, a él.

Para decirlo en un lenguaje más habitual en las tradiciones religiosas, creer en Dios significa creer que, a pesar de todas las apariencias en contra, los individuos y la historia en su conjunto tienen salvación. La figura de Dios acaba siempre siendo, para el hombre a merced de tantas contingencias, la de un Garante Absoluto, un Salvador. No vale la pena creer en un Dios fundamento del ser, primer principio y explicación del origen de todo, si no es al mismo tiempo garante de la historia: garante de que la historia en general y la pequeiía historia de mi propia vida en particular han de tener valor y sentido, son algo que vale la pena vivirse, y no una absurda sucesión de frustraciones, de horrores o de sinsentidos. No se puede creer en Dios más que como fuente de valor y de sentido del mundo en general y de mi vida en particular; y tienen razón en declararse ateos los que no pueden ver en la vida más que frustración y absurdo. Creer en Dios podría reducirse a creer en el valor verdaderamente absoluto de la existencia humana.

2. ¿DESDE DONDE SE DIVISA A DIOS?

Con lo dicho queda ya insinuado por qué no se puede creer igualmente en Dios -o quizá no se puede creer en el mismo Dios- desde cualquier situación: es que no desde todas las situaciones se puede hablar igualmente del sentido de la vida. Ahí están los aprovechados, los poderosos, los ricos, los que se han propuesto como ideal de vida el gozar de lo que logran arrebatar a los demás. De éstos dice San Pablo sin tapujos que «su Dios es su vientre», es decir, lo que permita colmar su insaciable voracidad de poseer, de poder y de placer, a costa de quien sea. In God we trust: «En Dios confiamos», han escrito sobre su moneda los adoradores del dólar: Dios es el que me permite conservar y aumentar la situación adquirida frente a los azares de la fortuna o los embates de los demás hombres, presumiblemente tan ávidos como yo mismo. Aquí Dios no puede ser otra cosa que el garante y soporte de los egoísmos particulares, y por eso hay tantos dioses -ídolos- como individuos egoístas.

En la otra cara del mundo -«donde la ciudad pierde su nombre»- están los desvalidos, los desheredados, los desposeídos, los que no pueden constatar ya que su vida tenga ningún sentido, bien porque un accidente de su suerte -enfermedad, disminución física o mental, hostilidad ambiental- parece haberles cerrado los caminos, bien porque otros les hayan arrebatado no sólo lo que hacen, sino aun el derecho a ser. También éstos buscarán a Dios como principio de sentido: pero su Dios ya no será el apoyo para conservar lo que tienen -porque no tienen nada que valga la pena conservar-, sino la fuerza y la esperanza que les hace descubrir un sentido en su vida, aun con las limitaciones que no pueden superar, o que les impele a conquistar lo que sin justicia ni razón les ha sido arrebatado. Todos buscan en Dios protección y salvación; pero para unos la salvación está en conservar y aumentar lo que ya tienen, mientras que para otros estará en vivir sin lo que no pueden tener y en luchar por alcanzar lo que pueden y debieran tener.

No es cosa de demagogia fácil: se trata de fidelidad a Dios mismo tal como se nos ha manifestado en la tradición judeo-cristiana. En esta tradición, Dios no es un remedio Objeto Abstracto (Ser Supremo, Absoluto, Necesario ... ) ni tampoco un Dios de cosas (de los astros, de fuerzas naturales o fenómenos atmosféricos, o de la fertilidad de los campos ... ). Esos eran los dioses de los babilonios y los baales cananeos. El Dios de Israel fue desde el comienzo un Dios de personas: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El Dios que se preocupa de los hombres en su situación concreta, y que por eso puede ser reconocido por ellos desde su situacíón concreta, en la que se presenta como garantía de valor y de sentido de sus vidas o, en el lenguaje bíblico, como «promesa» de bendición y protección. Es el Dios que oye los gemidos de su pueblo, aplastado por la dura esclavitud de Egipto, y le incita y le ayuda para liberarse de ella.

Sin demagogias, hay que admitir que se dan inevitablemente dos maneras de creer en Dios, dos concepciones de Dios; para los autosatisfechos, Dios se espera que sea el mantenedor del status quo: un Dios que ratifica el pasado en el presente -aunque sea un pasado de injusticia- y lo hace permanente, estable y duradero. Es el Dios de la estabilidad, del orden establecido. Para los desvalidos, Dios no puede presentarse como mantenedor de un status quo, sino que lo hace como promesa y garantía absoluta de un futuro nuevo y mejor. Dios no es sólo un confirmador del pasado en el presente, sino que es ante todo un creador de futuro. Y por eso dicen precisamente los estudiosos que, de acuerdo con el contexto y con la peculiaridad de la lengua hebrea, en aquel enigmático pasaje en que Yahvé se identifica habría que leer no tanto «Yo soy el que soy» -fácilmente interpretable con resabios de ontología estática-, sino más bien «Yo seré el que seré», es decir, el que estaré con vosotros, el que os iré acompañando en vuestra liberación y me iré manifestando como principio siempre nuevo de sentido. Dios es un Dios de esperanza, y lo que se espera no es lo que se halla ya predeterminado y precontenido en el pasado, sino lo nuevo, que puede ser creado en el futuro. Desde la experiencia de mal y de injusticia no se puede creer en un Dios conservador: sólo se puede creer en un Dios renovador, creador y -no tengamos miedo a la palabra- revolucionario. Eso fue, exactamente, el Dios de Israel y el Dios de Jesús.

3. UN DIOS DE JUSTICIA

D/JUSTICIA: Por el momento no insistiré en esta contraposición entre un Dios conservador y un Dios revolucionario, que posiblemente parezca a alguno impertinente y aun escandalosa. Paso a hablar simplemente del Dios de justicia.

La sensibilidad moderna toma en este punto una postura decidida: o Dios es justo, es decir, ama a todos los hombres y se preocupa por igual de todos ellos, o, en caso contrario, no hay lugar para Dios. Un Dios injusto aparece como inadmisible. Pensar que yo puedo estar embelesado en mi capilla dando gracias a la divina Providencia, porque me ha aliviado mi mal de muelas o porque ha hecho que no me faltara nada, y pensar que la misma Providencia no se preocupa para nada de los niños esqueléticos que se consumen de hambre en Biafra, o de los campesinos que son llevados a la muerte por los intereses de unos pocos en El Salvador, es algo simplemente inadmisible.

Si hay Dios, Dios ha de querer que todos los hombres puedan vivir una vida digna de hombres; si esto no es así, es que algo se ha interferido con la voluntad de Dios, o es que no hay Dios. Como es sabido, buena parte del ateísmo moderno proviene de elegir esta última alternativa. Los creyentes, en cambio, hemos de defender que las injusticias, desigualdades, opresiones y abusos entre los hombres son algo que no es ni puede ser querido por Dios: son algo que quizás en cierta parte pueda ser achacado a las limitaciones mismas de la condición de ser finito y, sobre todo, a la voluntad del hombre contra Dios, que por eso mismo es una voluntad «pecadora».

La sensibilidad moderna, como digo, percibe esto muy lúcidamente: pero no se trata de algo nuevo. En la Biblia lo tenemos afirmado de manera insuperable: «reconocer a Yahvé», identificarlo como Dios verdadero y auténtico al lado de los dioses falsos o ídolos, es comprobar que él hace justicia, mientras que los ídolos están al servicio de los intereses particulares de sus devotos. El liberó al pueblo de la esclavitud de Egipto; él protege en todo momento al huérfano, a la viuda, al desvalido, al extranjero, que eran los posibles sujetos de opresión en aquel tipo de sociedad:

«Yahvé, vuestro Dios, es Dios de los dioses y Señor de los Señores, Dios grande, poderoso, temible, que no hace distinción de personas ni acepta soborno, que hace justicia al huérfano y a la viuda, que ama al extranjero y le proporciona pan y vestido. Amad, pues, al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en el país de Egipto» (Dt/10/17).

Hay dos cosas a notar aquí: en primer lugar, que el Dios verdadero no puede hacer acepción de personas, ama a todos por igual, es simplemente justo. Pero esto, paradójicamente, lleva a la conclusión de que Dios no es jamás neutral, sino que es siempre «parcial» y aun «apasionado» en favor de la justicia. No puede quedar indiferente cuando los hombres abusan de los débiles o conculcan sus derechos: precisamente porque ama a todos por igual y no hace acepción de personas, cuando alguien es injustamente oprimido, expoliado o maltratado, Dios ha de estar inexorablemente a favor del que sufre injusticia y contra el que la comete.

En segundo lugar, hay que notar que la justicia de Dios de la que se habla es en realidad una justicia que han de hacer y cumplir los hombres. Más aún: sólo en la medida, en que realicen la justicia interhumana querida por Yahvé, los hombres podrán autodenominarse siervos y fieles de Yahvé. «Reconocer a Yahvé -creer en Yahvé- es practicar la justicia». Si volvemos ahora al tema sugerido por el título inicial de estas líneas, a saber, la posibilidad y condiciones de la fe desde la experiencia de mal y de injusticia, podríamos empezar a sugerir algunas conclusiones:

- El que experimenta el mal y la injusticia podrá creer en Dios si puede reconocer que este mal e injusticia no son queridos por Dios.

- Dificilmente reconocerá esto si constata que el mal y la injusticia vienen inferidos y fomentados por los que dicen creer en Dios,

- Por el contrario, podrá ser inducido a creer si constata que la fe en Dios es fuerza eficaz para la lucha contra los males e injusticias que se dan entre los hombres.

- Creer en Dios será entonces creer en una interpelación y una exigencia absoluta de justicia entre los hombres.

4. LAS COARTADAS DE LOS CREYENTES A MEDIAS

Creer en un Dios así no resulta precisamente cómodo. Desde luego, no es cómodo para el que pretende hallar sentido a su vida en una situación de poder o de placer montada sobre la injusticia. Pero tampoco lo es para el que, sintiendo en su carne el desgarrón de la injusticia, se siente interpelado a emprender una lucha titánica contra la misma. Yahvé no fue un Dios cómodo ni para el Faraón ni para los hebreos: para el primero, porque le quitó la mano de obra con que edificar baratamente su gloria; para los segundos, porque les hizo comprarse su liberación al precio de un esfuerzo recio y tenaz. Por eso no es extraño que todos busquen en otra parte, y no en esta interpelación a la justicia responsable, al Dios de sus creencias. Son bien conocidas las coartadas de los autosatisfechos:

El Dios de la metafísica o de la cosmología, Causa Primera, Fundamento del Ser, Gran Arquitecto, Absoluto... (Tales dioses ofrecen excelente y abundante pábulo a la contemplación... y no obligan a más que a un profundo reconocimiento intelectual). O bien el Dios del culto y del rito, que se contenta con incienso y ceremonias bien ordenadas, o con horas de apacible quietud de celda. O bien el Dios de la ortodoxia, el de la teología justa y exacta... que tampoco obliga más que a medir bien las palabras acerca de él. Estos y otros pueden ser los bellos ídolos que se construyen los que están resueltos a vivir consolidados a costa del expolio, del sudor o de la sangre de los demás. Tampoco esto es nuevo: los profetas ya tronaban contra las mil formas de religión que pretendían escamotear su tradición en justicia y en amor concreto al hermano.

Pero no sólo el autosatisfecho injusto pretende buscar y hallar a Dios donde no está. También el que sufre injusticia puede hacer lo mismo, en un intento de zafarse de la tarea previsiblemente ingrata de liberarse a sí mismo y de contribuir así a la liberación de todos. La esclavitud de Egipto puede parecer más apetecible que el largo caminar por el desierto. Se puede ceder a la tentación de exigir un mágico Dios liberador que exonere al hombre de todo esfuerzo en la construcción de una vida con sentido.

Esta puede ser la tentación máxima del hombre que ha padecido injusticia: ¿por qué no viene Dios y me saca de esta situación? Uno siente como el eco del calvario: si es Hijo de Dios, ¿por qué no viene su Padre y le salva? Cuesta mucho comprender que toda liberación simplemente otorgada e impuesta desde fuera, es decir, no asumida ni operada por el mismo hombre desde su libertad y su responsabilidad, sea en realidad alienante y anuladora del mismo hombre como hombre. Dios respeta y ama demasiado al hombre para querer suplantarlo y anularlo. Desde luego, Dios quiere liberar al hombre y le ofrece el don de su ayuda solidaria; pero Dios sabe que sólo es don digno del hombre el que se le ofrece como tarea a su libertad y responsabilidad. Desde la experiencia de la injusticia puede ser demasiado fácil no querer creer en otro Dios que en el Dios mago, cuyo reino sería un irresponsable e infantilizado reino de Jauja.

Y todavía deberíamos hablar de la tentación reduccionista: la de querer confundir la justicia de Dios con cualquier realización más o menos mezquina de nuestra pobre justicia humana, que rara vez llega a ser más que un cambalache de injusticias equilibradas y compensadas. El reino de Dios no podrá ser nunca simplemente identificado con cualquier realización socio-politica concreta: es algo siempre utópico, escatológico, porque es absoluto. Pero no por ello es menos real; es algo siempre eficaz y operante a la vez como impulso y como juicio de todo cuanto hacemos.

5. EL SECUESTRO DE DIOS Y LA APOSTASIA DE LAS MASAS

Vincent Cosmao lo formuló con claridad meridiana en su libro Transformar el mundo (Sal Terrae, 1981): cuando se presenta a Dios como garante del orden establecido, el ateísmo se convierte en condición necesaria para el cambio social. Así de simple: cuando los poderosos secuestran a Dios y lo convierten en fundamento del orden que conviene a sus intereses, los que padecen las injusticias de ese orden injusto sólo pueden ver su liberación en el ateísmo. Cuando uno piensa cómo, a partir de la revolución francesa, los apologistas católicos, los articulistas de la Civiltá Cattolica y hasta los Papas han insistido en presentar a Dios como pieza angular del «orden social», uno no se extrañará de la llamada apostasía de las masas que de hecho sufrían este orden como opresión e injusticia.

Muchos parecen seguir discutiendo si el marxismo es o no es esencialmente ateo. Lo que parece claro es que Marx hubo de definirse como ateo, porque intuyó perfectamente que Dios había sido secuestrado por los defensores de un orden injusto que él con todas sus fuerzas quería derrocar. Y así seguimos. Los movimientos sociales seguirán siendo ateos mientras los guardianes de la religión no rescaten a Dios de manos de los poderosos y muestren claramente que Dios, lejos de ser el opio con que aquéllos calman al pueblo, es, por el contrario, interpelación absoluta a la igualdad fundamental y a la justicia y, por ende, motor del cambio social en un mundo estructurado injustamente. Sólo así se podrá creer en Dios desde la experiencia de la injusticia. Pero no nos engañemos: entonces el principio de Cosmao empezará a funcionar a la inversa: cuando Dios se convierte en interpelación absoluta a la justicia y en motor del cambio social, los defensores del orden injusto habrán de convertirse efectivamente a la justicia o, de lo contrario, habrán de ser declarados simplemente ateos.

6. CREER ES CONVERTIRSE

En suma, «creer desde» es siempre un «convertirse desde». Para el que vive en la experiencia del mal y de la injusticia, creer será convertirse, desde la desesperación o la apatía opiácea, a la responsabilidad activa en favor de la justicia, que surge y se afirma garantizada con una promesa que, por ser divina, ha de ser indefectible. Para los que viven autosatisfechos a costa de los demás en un orden injusto, creer en Dios será convertirse, desde su satisfacción, a una efectiva justicia y solidaridad que sólo se dará con renuncias efectivas y dolorosas.

En definitiva, quizás sólo se trata de cumplir aquello de San Juan: «En esto sabemos que le conocemos, en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo le conozco, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está con él» (1 Jn 2,4). Creer en Dios, reconocerle como tal, es guardar sus mandamientos, cada uno desde su situación: y su mandamiento no es otro que amar como él ama, y en esto está toda justicia.

JOSEP VIVES
CREER SÓLO SE PUEDE EN DIOS
Ensayos sobre las imágenes de Dios en el mundo actual
SAL-TERRAE BREVE. Santander-1985, págs. 73-84