EL SEGLAR ANTE EL MUNDO DE LA CULTURA

 

JOSE Mª. GARCIA ESCUDERO
Escritor
Madrid

 

Recordemos el juicio de Salomón: las dos mujeres que se disputan al niño, Salomón dando la orden de que partan a éste en dos, y la madre verdadera que demuestra que lo es resignándose a que la madre falsa se quede con el niño, con tal de que no lo maten. Podemos aplicar la historia a la reacción de los cristianos ante el mundo moderno. Unos dejarían que se hundiera; más aún, lo desean: ese hundimiento sería "el justo juicio de Dios" sobre un mundo que le niega. Pero otros prefieren la actitud de Pablo VI cuando se presentó en la ONU como "un hombre como vosotros, un hermano como vosotros, que carece de toda potencia temporal y de toda ambición de haceros competencia... pero formula un deseo, solicita un permiso: el de poder serviros... con desinterés, con humildad y con amor".

Es la misma actitud de tantos matrimonios ante el hijo que se aparta de ellos y, al preguntarse lo que pueden hacer, sólo encuentran una palabra: respeto. Reconocer como adulto al hijo que se les va y reservarse exclusivamente el derecho de amarle y servirle. Expuesto así de sintéticamente el problema, y hasta la solución que propongo, me queda desarrollarlo. Recurriré especialmente a los dos grandes textos conciliares, la "Lumen Gentium" y la "Gaudium et Spes", y al documento sobre "Los católicos en la vida pública" que la Conferencia Episcopal Española lanzó en Abril de 1986.

Cultura cristiana e increencia

FE/CULTURA: Ni el cristianismo ni ninguna religión se identifican con el mundo en que están, pero necesitan de ese mundo y de su cultura para expresarse (GS 58). Juan Pablo II, en su visita a España, dijo en la Universidad Complutense que "una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida".

La fe cristiana no sólo se expresó culturalmente, sino que ha tenido el monopolio de la cultura durante muchos siglos, en los que inspiró la ética, la ciencia, el arte y la organización política y social. Es la situación que hemos conocido los españoles hasta hace muy pocos años, en la que todo (la enseñanza, la producción científica y literaria, el arte, los espectáculos, las grandes instituciones sociales y el mismo Estado) estaba inspirado y controlado por la Iglesia, y la discrepancia de otras culturas quedaba excluida, como consecuencia de la tradicional identificación entre España y el catolicismo. La cada vez más difícil justificación de esa situación, que ha dejado de ser la de Occidente desde hace siglos y no respondía a lo que era de hecho la sociedad española, se desmoronó al soplo del Concilio, con el cual la Iglesia se abrió a un mundo cuya cultura había dejado de ser cristiana y se fundaba en los dos principios de secularidad y pluralismo. Como consecuencia de esa actitud general de la Iglesia, la Iglesia española se apartó del poder y retiró sus pretensiones hegemónicas incluso antes de que la muerte de Franco diese paso a la nueva situación.

Pero, al retirarse de los centros de poder, la Iglesia ha dejado a sus fieles en primera línea y al descubierto ante la nueva cultura, que en España se ha difundido fulminantemente, dando la impresión de que se han roto repentinamente todos los diques, aunque en realidad el proceso se venía desarrollando, desde hacía años, tras la fachada del Estado confesional. La nueva cultura pretende explicar el mundo por el hombre y exclusivamente por él, haciéndolo juez único de sus decisiones y prescindiendo de toda referencia trascendente. La revolución sexual, la ofensiva contra la familia, la permisividad de las drogas, la libertad del aborto, quién sabe cuándo la licitud de la eutanasia, la manipulación genética sin trabas, son sólo las principales manifestaciones de la oleada que ha azotado como un latigazo la sensibilidad cristiana.

Se la ha llamado "cultura de la increencia", porque, además de eso, en nuestra patria, quizá como reacción tras la prolongada imposición de la cultura cristiana, es patente la animosidad contra ésta y contra las instituciones y los hombres que la encarnan, presentados en el mejor de los casos como un anacrónico reducto de irracionalidad que hay que superar. La Conferencia Episcopal Española expuso en la Asamblea plenaria de junio de 1985 su preocupación ante "el clima de agresividad contra la Iglesia Católica que se advierte en España en algunos sectores minoritarios, muy atractivos e influyentes en los medios de comunicación social". Es el principal reto que tenemos planteado los cristianos, y especialmente los seglares.

Es justo advertir que no todo es así ni es eso lo sustancial en la moderna cultura de la increencia; pero, antes de analizar sus aspectos positivos, voy a examinar cuál es el puesto de los seglares en relación con lo dicho.

El puesto de los seglares

En los seglares o laicos (de ambos modos los llamaré, indistintamente) se reproduce hoy la situación de los primeros siglos del cristianismo, a los que debernos volvernos como modelo y estímulo, por el pasmoso paralelismo del estado del mundo y de la Iglesia entonces y el de ahora: una Iglesia cuyos fieles. (hablo de los siglos primeros) viven en el mundo mezclados con él, sin formar "ghetto", agrupados en pequeñas comunidades que poco a poco se van dando una organización, pero en las que los laicos desempeñan el papel principal; de ellos surge la jerarquía eclesiástica inicial, ellos son los primeros propagandistas del cristianismo y los que, sin perjuicio de dar en las horas de persecución el testimonio del martirio, prestan también el testimonio cultural cuando se les pide que den cuenta razonada de su fe.

El triunfo temporal del cristianismo con Constantino, el desarrollo de la organización eclesiástica y las invasiones bárbaras, como consecuencia de las cuales la cultura se refugia en los monasterios, fueron circunstancias que fortalecieron la distinción entre clero y laicos, y redujeron el papel de éstos hasta justificar, ya casi en nuestra época, dichos como el de que, "para entrar en la iglesia, no basta con quitarse el sombrero, sino que hay que dejar fuera la cabeza". Cuando finalice la era constantiniana, y la cultura de la increencia haga nuevamente necesario que el laicado le dé la réplica, el laicado irá recuperando fuerza y autonomía. El gran paso lo dio el Concilio con su definición de la Iglesia como pueblo de Dios en marcha (LG 9) y el reconocimiento del sacerdocio de los laicos (LG 10 y 31). "Los laicos -dice el Concilio- están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos" (LG 33; Código de Derecho Canónico, Canon 225).

CR/APOSTOLADO: ¿Cómo deben actuar los laicos en el mundo? En ese y en los demás campos de su actividad hay que poner en primer término la acción individual, que a menudo es la única posible. No hay que caer en la tentación de identificar el apostolado seglar con el asociativo. "No impongamos a los seglares -dice Rahner- ninguna clase de apostolado al que no se sienten llamados". Basta con que sean cristianos en el puesto que ocupan en la sociedad. Esto no implica que recaten su cristianismo pero no exige el proselitismo organizado, y puede ser tan eficaz, añade el gran.teólogo, que sólo con que cada cristiano fuese plenamente cristiano en el lugar social que ocupa, en medio siglo sería cristiano el mundo entero. Después están las asociaciones de todas clases, las parroquias, la actuación de las órdenes e institutos religiosos y, sobre todo, las "pequeñas comunidades", de las que también hablan los obispos (96), es decir, las comunidades de base, con su variada gama (intelectuales, catecumenales, carismáticas, familiares), que en los primeros siglos lo fueron todo y en las que, a mi juicio, está el porvenir de la Iglesia, en cuanto pueden encarnar los dos principios de libertad y diversificación que exige el apostolado de nuestro tiempo. Por último, tenemos el apostolado general de Iglesia.

Contrarrestar eficazmente las leyes o los movimientos culturales que respaldan, por ejemplo, el aborto, la disolución de la familia y el monopolio estatal docente o el de los medios de comunicación, no es tarea que pueda reservarse a los individuos o a los pequeños grupos; y difundir una cultura, respaldando a las instituciones y a los hombres que la desarrollan, exige montajes que tampoco están al alcance de todos. Lo que sí habrá que evitar en estos casos es la politización y cuanto pudiese recordar tiempos pasados. Debe contribuir a evitarlo la circunstancia de que los grandes principios que la cultura cristiana defiende (la vida frente al aborto, el amor frente a la sexualidad reducida a sí misma, la libertad frente al estatismo) permiten la colaboración de los no creyentes y hacen que la Iglesia pueda actuar como "despertadora de la conciencia humana", según frase feliz de uno de nuestros prelados. Nunca la Iglesia se ha encontrado con un tesoro tan grande de palabras y valores comunes a todos los hombres, de los que ella puede ser abanderada, ni con una capacidad tan grande de movilización. No debe desaprovecharla ni desnaturalizarla.

Estas últimas consideraciones nos introducen en la parte siguiente, destinada a examinar más detalladamente cuál debe ser la actitud de los laicos en esos campos de actuación.

El servicio de los laicos

Recordemos una vez más la conducta de la madre verdadera en el juicio de Salomón. La primera obligación de los cristianos ante el mundo moderno es servirlo, atendiendo no a las manifestaciones extremas que han permitido hablar de "cultura de la increencia", sino a lo que está en el centro de la cultura moderna y también de la cristiana: el hombre. Ahí nos podemos encontrar todos. Dice el Concilio que "todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos" (GS 12), y deducen nuestros obispos que este carácter central de la persona, entendida como principio y fin inmediato de la vida social, nos permite a los cristianos encontrar una base común para la actividad política con todos aquellos que, aun sin creer en el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, reconocen efectivamente en la persona el valor supremo del ordenamiento y la convivencia sociales" (65). Consecuencia de esa afirmación debe ser el reconocimiento de "las exigencias del ser y el actuar del hombre" (67) y lo que llaman los obispos el "patrimonio ético de la sociedad" (68): la libertad, la paz, la primacía de la propia sociedad sobre el Estado, el poder entendido como servicio, el respeto a las minorías, la solicitud por los más favorecidos, la solidaridad, el reconocimiento pleno de los derechos de la mujer, el mejor conocimiento y estima de la sexualidad, la defensa de la naturaleza y del medio ambiente, el desarrollo de la ciencia y de la técnica, la difusión de los beneficios de la salud, la vivienda, la educación y las comunicaciones, el sentido de la responsabilidad y del trabajo bien hecho, la verdad y honestidad en las informaciones y en las relaciones interpersonales (14 a 17 y 37).

El gran historiador don Ramón Menéndez Pidal deploró la lucha secular de las dos Españas en "el pugilato agotador en torno a los más altos problemas insolubles, olvidando las urgentes empresas colectivas cuya realización da valor y sentido a la vida en común". Pensando en estas empresas colectivas, el teólogo Olegario González de Cardedal insiste en la necesidad de construir una ética civil con los valores que todos los miembros de la comunidad puedan aceptar.

A formar esa mentalidad, a elaborar la "ética civil" de que habla Conzález de Cardedal o el "patrimonio ético de la sociedad" al que se refieren nuestros obispos, los cristianos pueden aportar mucho. Pensemos en la capacidad de exigencia que tienen las bienaventuranzas si se las toma no sólo como la promesa de satisfacción en la otra vida, sino corno un imperativo moral para ésta. Claro es que en ocasiones los cristianos deberán guardar la "reserva crítica" que aconsejan los obispos "cuando el cristiano participe en grupos, movimientos o asociaciones cuyos programas, aun resultando en buena parte concordes con la moral cristiana, se inspiran en doctrinas opuestas al cristianismo o contienen puntos concretos contrarios a la moral cristiana" (80); pero la regla general es la colaboración, con la que debemos demostrar prácticamente que la Iglesia no es alienadora de la acción del hombre ni por ensalzar a Dios rebaja al hombre, sospecha no siempre falta de fundamento y que ha contribuido más que nada a distanciar del cristianismo a la humanidad contemporánea.

El testimonio de los laicos

El cristiano debe servir a su época; pero no la serviría debidamente si recatase su identidad cristiana. Como no la serviría ninguna otra opción religiosa o cultural que procediese de la misma manera. No es ése el modo correcto de entender la secularización y el pluralismo. Una fórmula acertada es la que ha propuesto el teólogo Juan Martín Velasco, de catolicismo "confesante", es decir, no triunfante y hegemónico, pero tampoco inhibido y acomplejado.

Se diría que los cristianos tenemos un extraño pudor a mostrar nuestra fe al desnudo, y por eso hemos procurado velarla detrás de las mediaciones políticas, sociales o culturales, con el peligro de que en ellas se haya quedado prendido muchas veces el mensaje específicamente religioso. A ningún creyente debe amedrentarle hablar de Aquel que, sólo él, tiene palabras de vida eterna, capaces de abrir una esperanza a los hombres ante las limitaciones de su existencia y, sobre todo, ante la limitación final de la muerte. ¿No es significativo que, cuanto más omitimos nosotros a Dios, más reaparece lo sagrado en el mundo, aunque sea desdibujado y deformado en forma de esoterismos, magias y supersticiones? Naturalmente, lo que necesitamos (y lo que resulta más difícil) es encontrar las palabras justas y, sobre todo, acompañarlas con los hechos, único argumento que acepta una humanidad desengañada de ideologías y de promesas. Sólo cuando Dios ha penetrado realmente en nosotros y se ha hecho en nosotros amor a los hermanos, se hace visible en nosotros a los demás hombres. Si hace veinte siglos el cristianismo, profesado por las capas culturaImente más bajas de la sociedad, pudo prevalecer en la competencia con el paganismo oficial y las religiones mistéricas de origen oriental, fue porque los cristianos tenían una luminosidad interior que los hacía inconfundibles. El mismo judaísmo no sólo se había reducido en la práctica a una mera religión nacional, no universalizable, sino que había degenerado en el formalismo farisaico que tan duramente condenó Jesús. Valdría la pena que nos preguntásemos hoy si, dentro del cristianismo, el clasismo no ha hecho las veces de aquel nacionalismo judaico y si el fariseísmo no sigue teniendo la primacía.

Pero cuando aquellos cristianos, que tantas veces dieron testimonio de su fe con su sangre, se vieron interpelados culturalmente, presentaron su fe no como algo diametralmente opuesto al paganismo (que los perseguía) y a la cultura por él inspirada (que los despreciaba), sino como una prolongación de las líneas del paganismo y una respuesta a las preguntas que sus grandes pensadores no habían sabido contestar. Es el caso de San Justino, presentando la razón corno "simiente del Verbo divino"; de Orígenes, explicando que Jesús ha llevado a plenitud la doctrina de los filósofos; de Clemente de Alejandría, enseñando que hay un testimonio de la razón humana paralelo al de la revelación divina; o, siglos después, el de San Agustín, asimilando a Platón de un modo que sólo sería superado más adelante por la asimilación de Aristóteles hecha por Santo Tomás; aunque ya en la sublime introducción al Evangelio de San Juan es manifiesta la recepción de los conceptos más altos elaborados por el pensamiento griego.

D/VERDAD-BELLEZA: En nuestra época ¡de cuántas grandes palabras, como libertad, igualdad y fraternidad, se ha dicho que eran palabras cristianas que los cristianos no supimos recoger! Decía ·Menéndez-Pelayo en 1903 que "dondequiera que se encuentre el sello de lo genial y creador, allí está el soplo y el aliento de Dios, que es el Creador por excelencia; dondequiera que esté la verdad científica e histórica, allí está Dios, que es la verdad esencial y el fundamento de toda realidad, de tal modo que implicaría contradicción en su esencia el que hubiese algún género de verdad que en él no estuviera contenida por modo eminente y trascendental; dondequiera que atraigan nuestra vista las perfecciones, ya naturales, ya artificiales, allí encontraremos el rostro y las pisadas de Dios".

Pues bien, revelar a los hombres el sentido de lo que está en ellos mismos, aunque lo desconozcan, es una hermosa tarea para cristianos, siempre que la realicemos con la debida humildad. No se trata sólo de las elucubraciones optimistas de este o de aquel teólogo, por ilustres que sean. El Concilio ha recordado que el designio de salvación alcanza a "los que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido" y a "quienes, sin culpa, no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan por llevar una vida recta"'(LG 16); y los obispos dicen que, "aunque la presencia y acción de Cristo esté oculta y sea negada y combatida en el mundo que llamamos profano, no deja de pertenecer éste a la creación y, por consiguiente, de estar referido realmente a El, como a su Señor y Salvador" (47).

La oferta de cultura

Por último, el seglar cristiano debe al mundo la oferta de su propio mensaje cultural: el que ha desarrollado a partir de la revelación divina, puesto que sólo una estimación lamentablemente restrictiva de la fe (la que generaciones enteras aprendieron en el catecismo de Astete) puede contentarse con definirla como asentir a lo que no se ve, olvidando que la fe es luz que lo ilumina todo, aunque no podamos contemplarla directamente, como tampoco podemos mirar al sol, pero somos conscientes de que está en el cielo, y gracias a su luz podemos ver las cosas.

La dificultad es que ese desarrollo cultural de la fe debe enfrentarse no sólo con los problemas heredados y sus soluciones, sino con los innumerables problemas nuevos para los que no hay respuesta todavía. Son los seglares quienes principalmente deben buscarla, porque están más próximos a los problemas y los conocen mejor, y además, por su condición, se pueden lanzar a tanteos y aventurar respuestas provisionales, o equivocarse por completo, sin comprometer el magisterio de la Iglesia; pero necesitan audacia y libertad. Y no estamos sobrados de la primera ni se ha avanzado todo lo deseable en el reconocimiento de la autonomía de los laicos.

La verdad es que la Iglesia no ha sabido reaccionar en el plano cultural como lo ha hecho en el religioso y en el político. Pensemos en sus recelos no lejanos ante determinadas manifestaciones del pensamiento que hoy acepta sin reservas; o en el calvario que tuvieron que soportar hombres eminentes por su piedad y ciencia, como Teilhard de Chardin; o en el hecho de que aún no tengamos los españoles la gran Universidad de la Iglesia que hace falta; o de que las grandes editoriales y los medios más poderosos de comunicación social no estén en manos de católicos; ¡pero si hasta ayer mismo han perdurado los recelos ante el teatro -aunque ya no se niegue a los "cómicos" el entierro en sagrado- o ante el cine! Sin embargo, es en el campo de la cultura donde se está librando la batalla del futuro, como vio perspicazmente Gramsci, a partir del cual el marxismo ha sustituido la batalla social por la cultural. A ésta debemos acudir los cristianos con las armas y en el lugar que cuadren mejor a la vocación y posibilidades de cada cual: unos con su labor creadora, su orientación o su magisterio; otros, difundiendo el mensaje de los primeros; los cristianos de a pie, aplicando esas enseñanzas en sus respectivas áreas de influencia, desde la familia hasta la profesión.

Las cinco condiciones del apostolado-cultural

Voy a finalizar con la mención de las cinco condiciones generales que, a mi juicio, deben observarse en el apostolado cultural.

La primera condición es aprender el lenguaje de nuestra época; como dice la Encíclica "Ecclesiam Suam", de Pablo VI, "las formas de pensamiento y de conducta que el ambiente temporal ofrece" (37). También los obispos, en su documento "Testigos del Dios vivo", piden que la evangelización presente los misterios de Dios y de nuestra salvación", de manera que resulten comprensibles y despierten el interés de sus destinatarios" (25). La recomendación puede aplicarse tanto al que interviene en el debate intelectual de altura como a la catequesis de los párvulos.

La segunda condición es la libertad. Libertad creadora, como dije, ante situaciones sorprendentes y complejas, en relación con las cuales el magisterio de la Iglesia tendrá cada vez menos posibilidades de orientar, al menos inicialmente. El Código de Derecho Canónico reconoce que "los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos" (canon 227). La propuesta de los laicos, elaborada en la libertad, se debe dirigir a la libertad de sus destinatarios, evitando escrupulosamente el lenguaje apodíctico y dogmático y toda apariencia magisterial que pueda evocar la antigua situación privilegiada de la Iglesia.

La tercera condición es la humildad, propia de los que nos reconocemos como vasos de barro portadores de un tesoro; pero tampoco debemos pretender que lo poseemos en su totalidad ni en exclusiva, y por ello hemos de estar permanentemente dispuestos a aprender de los demás. Decía Lacordaire: "no pretendo obligar a mi adversario a que reconozca sus errores, sino que busco unirme a él en el conocimiento de una verdad más alta". Dos lecturas nos serán siempre provechosas: el texto imperecedero de San Pablo sobre la caridad, en la primera carta a los Corintios (XIII, 4-7), y la "Ecclesiam Suam", sobre el diálogo, de Pablo VI.

Precisamente porque debemos amar el diálogo, debemos rehuir la disputa: esa moda del diálogo, donde cada uno intenta prevalecer sobre los demás como sea. Hubo quien dijo que Dios hizo al hombre con dos orejas y una sola boca para enseñarle a hablar menos y escuchar más. Escuchando se convence también.

La cuarta condición es el amor. San Ignacio dice que ante todo se debe procurar salvar la proposición del prójimo; si no se la puede salvar objetivamente, interprétese inquiriendo cómo la entiende, y si tampoco llegamos a una conclusión positiva, habrá que corregirle con amor. El gran enemigo de todo lo expuesto es el integrismo: los que se creen en posesión de la verdad y niegan que los demás puedan tener alguna parte de ella; creen servirla encerrándola en la férrea armadura de un dogmatismo que acaba secándola; hacen del diálogo enfrentamiento, de la discrepancia traición, y se caracterizan por los tres vicios que hace más de un siglo imputaba León XIII a los católicos españoles (ESPAÑOLES/3-VICIOS): el desabrimiento en el hablar, la temeridad en sospechar y la malicia en incriminar. Sobre todo, el integrista, como el fariseo del Evangelio, peca de presunción y falta de amor.

La quinta y última condición es el optimismo, que necesitamos tanto más cuanto mayor ha sido la decepción de muchos al comprobar que las esperanzas despertadas por el Concilio no se confirmaban; que la Iglesia ha abierto los brazos al mundo, pero el mundo no se ha precipitado en ellos, y temen que los cristianos acaben diluidos en ese mundo cuando se pretendía que fuese él quien se reconciliase con la Iglesia. Pero se trata de juicios precipitados. Estamos en el buen camino: la purificación de la Iglesia, su despolitización, la recuperación de la religiosidad, la aproximación a los problemas de los hombres, son hechos evidentes; las pérdidas cuantitativas, las apostasías, los abandonos, más bien deben servir para advertir qué nula personalización de la fe tenían los que, al primer cambio de las circunstancias y al perder el apoyo de un ambiente propicio, la abandonaron. Después del primer día de Juan Pablo II en España, hice la experiencia de repasar lo que había dicho, lápiz en mano: "amigos fuertes de Dios", "vivir valientemente nuestra fe", "ánimo para grandes cosas", "no apoquéis los deseos"... Eran palabras de Santa Teresa que el Papa se había apropiado y que se podían sintetizar en estas tres: religiosidad, seguridad y fortaleza. Demostrar (¿con qué palabra se podría condensar mejor el mensaje cristiano?) que la fe en Cristo es una luz.

SAL TERRAE/89/09. Págs. 637-647