LA DIFICULTAD DE CREER

 

FE/CREENCIA

El problema parece ser, más bien, no si el hombre ha de creer o no, sino en qué Dios ha de creer, en qué Dios puede creer todavía, cuando tantas imágenes históricas de dioses se nos presentan maltrechas y desfiguradas por lo mucho que los hombres las hemos manipulado. Aun en nuestro mundo de hoy, que algunos declaran irremediablemente herido de ateísmo, los hombres llevan inscrito en el fondo de su ser la necesidad de creer, aunque rechacen las imágenes de los dioses establecidos y las creencias antes aceptadas. Por eso, en nuestro mundo tan supuestamente ateo, siguen surgiendo, una tras otra, diversas formas nuevas de creencia -más o menos disfrazadas-, e incluso las mismas proclamas ateas no son realmente sino substitutos de creencias, y en definitiva nuevas proclamaciones de nuevos «dioses».

Creer en Dios, en el único posible Dios real y verdadero, nunca ha sido algo fácil. Creer en Dios parece comportar una singular paradoja: como decíamos, por una parte, todo hombre es llevado connaturalmente a creer por todo su dinamismo de conocimiento y de amor; por otra, también es verdad que nunca acaba de comprender y poseer el término de este dinamismo como un objeto adecuadamente conocido, delimitado y definido. Decía antes que la palabra «Dios», si lo pensamos, es sólo como una cifra cómoda -demasiado cómoda- para designar aquello que hemos de postular como fundamento y garante de todo, pero que permanece realmente desconocido, inexperimentado e inexpresable. Siendo el fundamento y la condición primera del ser y de la inteligibilidad o sentido de todo, no es objeto directo de conocimiento o de experiencia. Es como un nebuloso «más allá» -o «más acá»-: no podemos decir qué es, ni cómo es, ni lo podemos explicar a partir de algo, porque es quien lo explica todo sin ser explicado por nada. Decíamos que es el Postulado primero, el Don primero, la Gracia primera. Alguien ha dicho que es como una incógnita nunca resuelta, como una «x» que hemos de poner cuando queremos plantear seriamente el problema de la existencia y del sentido del mundo y de nosotros mismos. Esta incógnita ha de tener ciertamente un valor, un contenido: no es algo vacío. Pero precisamente por ser el valor absolutamente primero y autosuficiente, que tiene su valor y su ser en sí mismo y no recibido de otro, ya no lo podemos explicar o deducir a partir de cualquier otra cosa. El que lo reconoce como el que es, como el dato absolutamente primero, sencillamente lo acepta; más aún, se siente totalmente ligado a él, y por eso lo adora.

Creer en Dios sólo como una incógnita, aceptarlo como lo indescriptible, como Alguien que no acaba de tener rostro, resulta incómodo. Quisiéramos poder identificarlo y definirlo, reducirlo a un concepto y a una imagen, como hacemos con todas las otras realidades de nuestro conocimiento y de nuestra experiencia. Podríamos decir que todas las religiones y casi todas las filosofías vienen a parar en intentos de identificar y denominar a Aquel Inidentificable e Innombrable. Intentamos darle un nombre, un rostro, un concepto, una imagen: es algo prácticamente inevitable, porque, si cuando hablamos de Dios queremos hablar con algún sentido, lo hemos de hacer de manera que sepamos a qué nos referimos. Dios no puede ser sólo un nombre que se pueda referir a cualquier cosa. Si hemos de hablar de Dios inteligiblemente, la palabra «Dios» ha de tener una referencia suficientemente delimitada a «Alguien» o a «Algo», claramente contrapuesto a todo lo que no sea Dios. La gran paradoja del creyente es que tiene conciencia de que no conoce propiamente a Dios, que no lo puede identificar de una manera propia y adecuada; pero tiene conciencia, al mismo tiempo, de que cuando postula a Dios, cuando habla de esta incógnita que se ve obligado a postular, no habla de cualquier cosa o de una nada absolutamente vacía, sino que habla de algo único, singular, inconfundible, como fundamento y principio de todo lo que se puede conocer, conceptualizar, describir o experimentar.

Es preciso, pues, caer en la cuenta de que Dios no entra propiamente en las leyes ordinarias del conocimiento y del lenguaje, porque no es propiamente un objeto más de nuestro conocimiento, expresable como tal en nuestro lenguaje. Propiamente no «conocemos» a Dios, ni podemos hablar de El como de algo conocido: «creemos» en El, y lo identificamos como el «más allá» necesario, fundamento de todo. Nuestro lenguaje sobre Dios tiene sentido porque Dios puede ser suficientemente identificado, aunque no sea directamente conocido: es conocido e identificado precisamente como el Incognoscible único, el Trascendente, el semper maior, la condición de posibilidad y de verdad de todo otro conocimiento.

Por eso decía que sólo puede hablar propiamente de Dios el que cree, es decir, el que está dispuesto a aceptarlo como el Incognoscible, entrando así en la peculiar dialéctica de la fe -y que se me perdone el tufillo de la expresión-, que permite identificarlo sin tener que delimitarlo con conceptos adecuados.

Me permitiré completar lo que voy diciendo resumiendo los planteamientos de uno de los representantes más eximios de la moderna filosofía de la religión: me refiero a R. Otto, cuya obra «Lo Santo» ha ejercido una considerable influencia (6):

La divinidad no ha de ser concebida ni como "cualquier cosa" ni como "la nada absoluta'', y por eso resulta necesario intentar delimitar de alguna manera su forma de ser. Esto se hace ordinariamente escogiendo algunos "modelos'' explicativos en los que se delimitan algunas cualidades que poseen las cosas mundanas, y sobre todo el espíritu humano, añadiéndoles un calificativo que exprese que en Dios tales cualidades no se dan con las limitaciones propias de lo humano y lo mundano, sino que han de ser elevadas a un grado absoluto. Así Dios es designado como "sabiduría-infinita'', "vida-eterna", "libertad-incondicionada", etc. Sólo utilizando a la vez un modelo descriptivo y delimitativo y un calificativo absolutizador y potenciador hasta el infinito se puede hablar con alguna inteligencia de Dios, evitando a la vez tener que declararlo como sin ningún contenido inteligible, y tener que concebirlo con el mismo género de inteligibilidad finita que tienen las realidades de nuestra experiencia directa. El equívoco puede estar en pensar que tales predicados inteligibles agotan o expresan adecuadamente la esencia de la divinidad. Tales predicados son tan incapaces de expresar adecuadamente la realidad divina que sólo valen en tanto en cuanto se usen con plena conciencia de que son predicados de, en y para una realidad esencialmente incomprensible en ellos tal como nosotros los entendemos. Son predicados que pueden atribuirse con verdad a una realidad que los sustenta y los recibe, pero que no queda adecuadamente circunscrita por ellos tal como nosotros los entendemos, sino que queda abierta a un modo de ser más pleno y más total que ya sólo es objeto de la afirmación de fe. La fe ha de tener algún contenido intelectual para no quedarse sin objeto alguno; pero, al mismo tiempo, ha de afirmar que la realidad misma de lo que afirma es más que lo que de ella podemos realmente comprender; que Dios es siempre más que lo que de él alcanzamos; que es el inteligible-en-si y de-por-sí, nunca plenamente inteligible para nosotros. Creer en Dios es admitir que hay algo previo y por encima de la razón humana, que ésta llega a captar como tal, aunque no lo llega a circunscribir con conceptos. Hablar de Dios es hablar de algo o alguien a quien se aplican conceptos propios del lenguaje humano, pero con la conciencia de que tales conceptos ni acaban de expresarlo, ni lo definen, ni agotan su ser. No se llega, pues, a Dios por los solos conceptos de la razón, sino que se llega a él cuando la razón y sus conceptos son instrumento de aquella actitud humana, que constituye la base de la fe religiosa, por la que uno está dispuesto a reconocer que la realidad es más que el mundo que se ve, que el hombre, o que la razón: una actitud que ya no es meramente racional, aunque puede llamarse razonable, ya que, desde la constatación de los propios límites, la razón desemboca en la fe, en el reconocimiento de que uno mismo no es el límite absoluto de lo real. La inteligencia llega a descubrir la realidad inmediata como no inteligible desde sí misma; y antes de declararla esencial y simplemente ininteligible, el hombre intuye que puede declararla como simplemente no disponible, aunque inteligible en sí. Dios es reconocido, entonces, como el inteligible-en-sí más allá de lo que alcanzo a entender, en un acto de la razón que se ve abocado a la fe, que hace de Dios a la vez rationabile y credendum. El acceso a Dios no es ciertamente cosa de la pura razón, pero tampoco es cosa de pura fe irracional.

Símbolos e ídolos
Es inevitable, después de lo que hemos dicho, que el hablar de la fe adopte una forma de lenguaje simbólico. El símbolo es el medio que empleamos habitualmente para identificar lo que propiamente no podemos expresar. Hablando en el sentido más general y amplio de la palabra -que puede incluir la imagen, el signo, la analogía, la metáfora, etc.-, un símbolo es una realidad que, al ser conocida como lo que ella es, puede indicar, sugerir, referir, implicar, postular lo que ella misma no es, pero que está de alguna manera relacionado con ella. Esta relación puede ser de semejanza o afinidad ontológica o formal, de causa o efecto, o cualquier otro tipo de relación natural o convencional que se dé entre las cosas. El fundamento del símbolo se apoya en el hecho de que cualquier realidad nunca se agota en sí misma ni expresa sólo lo que es ella en sí, sino que expresa a la vez la conexión, semejanza o desemejanza, coherencia, dependencia, etc. con todos los otros seres y con el fundamento de todos ellos. No es éste el lugar para desarrollar toda una teoría del símbolo, cuya función se extiende mucho más allá del ámbito religioso, hasta ocupar casi todo el ámbito de nuestro conocimiento y nuestro lenguaje. Pensemos únicamente cómo las «fórmulas» o los «modelos» con que trabajan las ciencias matemáticas, físicas o químicas, tienen sentido dentro de una estructura simbólica del conocimiento. En definitiva, el símbolo es algo que tiene un «significado» que trasciende lo que propia y directamente se da en el «significante». Por eso se convierte en el medio natural de referencia y de identificación de cualquier «más allá», de cualquier «trascendente», de cualquier cosa que sobrepase lo inmediatamente dado.

Las religiones intentan, pues, identificar a Dios mediante diversos sistemas simbólicos. En todo esquema simbólico podríamos decir que se ocultan una afirmación y una negación simultáneas y dialécticas, del tipo siguiente: «Dios es X» (donde «X» es un término que se refiere a algo de nuestra experiencia), pero-no-como-X» (con una negación que quiere afirmar que Dios es diferente; más aún: que es de otra categoría de lo que «X» expresa de ordinario para nosotros). Por ejemplo, se dice que Dios es Ser, es Luz, es Principio, es Padre, etc., pero no como los seres, la luz, los principios o los padres de nuestra experiencia ordinaria. Las mayúsculas con que tan frecuentemente se escriben los predicados simbólicos de Dios quieren subrayar este aspecto de diferencia. El momento afirmativo en este proceso viene a expresar la necesidad con que nuestra experiencia postula y exige a Dios, la implicación y la inmanencia de Dios en toda nuestra experiencia. El momento negativo, en cambio, expresa que Dios nunca se puede reducir a una experiencia nuestra; que permanece siempre en una categoría de realidad radicalmente diferente; que es siempre un «más allá», un «trascendente», en relación con nuestra experiencia.

El símbolo, por consiguiente, es un medio para referirnos al Incognoscible, para intentar identificarlo de alguna manera. Ahora bien, nunca lo identificamos en su propia realidad. En su realidad propia, Dios permanece esencialmente incognoscible. La identificación únicamente se obtiene de una manera indirecta, como Aquello indicado, connotado, referido, implicado indirectamente por el término simbólico. Aquello que quiere ser simbolizado sobrepasa lo que es propiamente conocido y experimentado bajo este término. Pero, de alguna manera, lo que se simboliza está realmente presente en el símbolo como una realidad abierta, es inmanente a ella. Es inmanente como trascendente, en una especie de dialéctica inextricable, pero verdaderamente significativa.

El símbolo se convierte en maleficio cuando esta dialéctica de inmanencia-trascendencia no se mantiene en su tensión, cuando el momento afirmativo no se articula con el negativo, cuando lo que sólo es forma de referencia indicadora y de identificación no expresiva se toma como expresión y conceptualización adecuada de lo simbolizado. Entonces el símbolo se convierte en ídolo, el medio de referencia a Dios se convierte en substituto de Dios. Entonces el hombre se ha hecho un Dios a su imagen, a la medida de sus expectativas, de sus experiencias, de sus conceptos. San Agustín dirá: «Si intellexisti, non est Deus» si lo has comprendido, no es Dios. Has perdido la referencia a lo transcendente, que es esencial al pensamiento simbólico. Has confundido a Dios con tu símbolo de Dios. El filósofo Alain lo decía de una manera punzante: «La idea de Dios, como la mayor parte de las ideas, tiene con frecuencia una triste suerte: la de cerrar los caminos que estaba destinada a abrir». Toda idea, todo símbolo de Dios, ha de permanecer siempre abierto, con una abertura que es, de hecho, un abismo por el que nos perdemos, confiados, en el Infinito.

Los ídolos, las imágenes demasiado humanas -por ser demasiado cerradas- de Dios, no son sólo de piedra, de madera o de metal. Entre nosotros están formados, muy a menudo, de ideas, de especulaciones sutilísimas o de las sacrosantas fórmulas de los catecismos, de la piedad o de la teología, y hasta del dogma. Lo decía ya en el año 1215 el IV Concilio de Letrán, hablando a ciertos teólogos demasiado seguros de sus conocimientos de Dios: «Entre el Creador y la criatura no se puede afirmar ningún tipo de semejanza, sin que se haga notar que entre uno y otra es aún más grande la desemejanza» (7). En todo hablar humano de Dios, si no queremos construir simplemente un ídolo, el momento afirmativo ha de llevar el contrapeso del momento negativo. Ya me gustaría que los teólogos, los definidores y los inquisidores de todos los tiempos -sin excluir los nuestros- lo hubiesen tenido siempre presente. Los más grandes sí que fueron conscientes de ello: cuando Santo Tomás decía, al final de su vida, que todo lo que había escrito de teología era paja, quizá lo único que hacía era remarcar el momento negativo, que quería que se proyectara sobre toda su muy positiva producción teológica. Y el gran místico reformador del Carmelo lo expresaba aún mejor con su característica contundencia: el auténtico conocimiento de Dios «es un saber no sabiendo, toda ciencia trascendiendo». Me parece una expresión perfecta de lo que ahora se llamaría la dialéctica de la afirmación en la negación.

La idolatría del propio concepto o de la propia imagen de Dios es como la tentación más connatural del teólogo o, sencillamente, del hombre que se preocupa de pensar y comprender su fe. Como también la idolatría del propio sentimiento o de la propia experiencia de Dios es la tentación connatural del hombre religioso. Si uno no está constantemente alerta sobre los movimientos del propio pensamiento, los símbolos se nos convierten en ídolos y el simbolizante sustituye a lo simbolizado. Dios no puede ser reducido nunca a lo que pensamos que comprendemos de El, o a lo que creemos sentir o experimentar de El. Los viejos maestros espirituales, como los del monaquismo oriental o el reformador del Carmelo que hace poco citábamos, recomendaban el ejercicio de lo que ellos llamaban la «teología negativa», por la que uno se esforzaba en tener siempre presente que ningún concepto, ninguna imagen, ningún sentimiento humano, nos da acceso directo a Dios.

«El que se ha de venir a juntar en una unión con Dios, no ha de ir entendiendo, ni arrimándose al gusto o al sentido, ni a la imaginación, sino creyendo su ser, que no cae en entendimiento ni apetito ni imaginación ni otro algún sentido, ni en esta vida se puede saber, antes en ella lo más alto que se puede sentir y gustar de Dios dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente... A lo que va es sobre todo esto, aunque sea lo más que se puede saber o gustar: y así, sobre todo, se ha de pasar al no saber...» (8).

Según esta «teologia-negativa», sólo la fe nos da acceso a Dios. La fe de la que aquí hablamos, no es meramente otra forma de conocimiento, como se dice a veces. No es que haya una forma directa de conocimiento -por experiencia, deducción o intuición- y otra indirecta exactamente paralela -por aceptación de la autoridad de otro-. Es verdad que hay una forma de fe, en las cosas humanas y en las religiosas, que responde a esta segunda descripción; pero la fe en Dios, de la que estamos hablando, no es exactamente esto. La fe en Dios, como acto radical del creyente, no puede apoyarse en la autoridad del mismo Dios, ni menos aún en la de cualquier hombre que pretendiera hablar en nombre de Dios. Más bien, habríamos de decir que hay, por un lado, la afirmación de todo lo que en principio podemos conocer, ya sea directa o indirectamente, por propia experiencia o por comunicación de otro, y, por otra parte, la afirmación de aquello que reconocemos y confesamos, que nunca podremos conocer como es en sí, pero que es postulado como necesario para que todo lo que decimos conocer tenga sentido. El objeto de la fe no será nunca un objeto de conocimiento, ni la misma fe puede ser reducida a otra forma de conocimiento. Creer es aceptar lo que ni se conoce ni se puede conocer. Por eso el lenguaje de la fe nunca pierde su carácter simbólico o analógico: el teólogo responsable -y aun el simple creyente- sufre siempre el tormento de saber que sus representaciones y su lenguaje nunca son expresión propia y adecuada de lo que quisiera expresar. La ilusión de que, afinando y puliendo los conceptos de la teología, se puede llegar a una expresión verdaderamente adecuada de las cosas de Dios, es una tentación idolátrica a la que se ha de resistir vigorosamente. Decía ·Kierkegaard, con su peculiar talante paradójico y exagerado: «El consuelo más grande que puede tener el hombre ante Dios es el de saber que siempre está equivocado». Lo que realmente quiere decir esta paradoja exagerada se hace patente en otro pasaje del Post-scriptum del mismo Kierkagaard: «Supongamos que uno vive entre cristianos, va a la iglesia de Dios, a la iglesia del Dios verdadero, con la idea del Dios verdadero en su espíritu, pero se pone a rezar con un espíritu falseado. En cambio, supongamos que otro vive en una comunidad de idólatras, pero se pone a rezar con toda la pasión hacia el infinito, aunque sus ojos se dirijan simplemente a la imagen de un ídolo. ¿Dónde se encuentra la máxima autenticidad? Este último rezará verdaderamente a Dios, aunque venere a un ídolo, mientras que el otro ora falsamente al Dios verdadero, y con esto, de hecho, adora a un ídolo. Es la pasión de infinito lo que es aquí decisivo, no el contenido, ya que el contenido es precisamente esta pasión».

Yo pondría un poco de sordina a lo que pueda sonar como subjetivismo existencial en estas expresiones. No es exactamente una «pasión» infinita el «contenido» de Dios, sino más bien una acción infinita, una plenitud de ser. de vida, de comunicación, de efusión, de atracción infinitas. Lo que sí es cierto, en cambio, es que el hombre sólo se acerca a Dios, sólo se puede poner delante del rostro de Dios, si responde a su atracción infinita con una pasión infinita. Que esto sea posible sólo lo comprenderá quien crea aquella palabra que dice que el hombre está hecho a imagen de Dios; que es precisamente aquella pasión infinita, impronta de la amorosa acción infinita de Dios.

Nos conviene, por tanto, guardarnos de todo tipo de idolatría. Y las formas de idolatría más peligrosas no son precisamente las de las religiones de los pueblos y de los sectores sociales que consideramos más primitivos o menos desarrollados. Los hombres que hacen danzas rituales, o las viejecitas que encienden velas a Santa Quiteria, o la pobre gente que palpa y besa reliquias de autenticidad más que dudosa, pueden tener una «pasión» infinita mucho más auténtica que los que cultivan formas de religiosidad más depuradas, con la autosatisfacción de creer que ellos sí que saben quién es Dios. Porque incluso el ídolo más chapucero o el amuleto menos justificable nunca son para sus devotos sólo un trozo de piedra o de metal como cualquier otro: son una forma de presencia de algo trascendente, algo donde se manifiesta una fuerza que no es de la piedra o del metal como tales. Para todo auténtico devoto, tras su ídolo o más allá de él, existe verdaderamente un «Dios».

D/IDOLO:Naturalmente, con esto no quiero decir que todas las mediaciones o representaciones de Dios tengan absolutamente el mismo valor. Pero sí que quisiera dar un toque de alerta contra la actitud de superioridad con que fácilmente podríamos despreciar lo que consideramos formas más burdas de religión, sin caer en la cuenta de que quizá nuestras propias actitudes religiosas sólo en apariencia son diferentes. Si es verdad lo que antes he aducido del IV Concilio de Letrán sobre la diferencia que hay entre la realidad de Dios y cualquier semejanza de El que intentemos establecer a partir de las criaturas, me atrevería a insinuar que entre la realidad de Dios, por un lado, y, por otro, la imagen de Dios que podía tener un idólatra azteca o el concepto que podía tener de El un teólogo como San Agustín, hay realmente una inadecuación del mismo orden, porque se trata de la inadecuación de lo finito a lo Infinito. Estoy seguro de que el mismo san Agustín no tendría ninguna dificultad en admitirlo, él que dejó escrito: «Por más que el vuelo de tu pensamiento se remonte a las alturas, Dios todavía está más allá. Si lo has entendido, no es Dios. Si piensas que casi has comprendido, es que te has engañado en tu reflexionar» (9).

(De momento, no quiero hablar aún de los «ídolos de la concupiscencia». El hombre, que está constitutivamente abierto al Infinito por su razón, su corazón y su deseo, cuando no reconoce a Dios con su razón, no puede dejar de fabricarse dioses para su corazón y para su deseo, que pueden ser el poder, la seguridad, el dinero o el placer, según aquello de «su dios es su vientre» [/Flp/03/19]. Es más fácil negar a Dios con la cabeza que con la existencia. Pero ya habrá lugar para hablar de esto).

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6. Cf. R. 0TT0, Lo Santo, Madrid 1965, cap. 1.

7. Cf. E. DENZINGER, El Magisterio de la lglesia, Barcelona 1959, nº 432. Cito esta selección de textos del Magisterio según esta edición castellana y con las siglas habituales «DB» iniciales de los dos responsables, E. Denzinger y C. Banwarf, de la edición latina que le sirvió de base). Hay otra edición latina posterior y más completa, preparada por A. Schonmetzer (Barcelona 1963), que suele citarse con las siglas «DS».

8. Subida al monte Carmelo, II,4,4.

9. Sermón 56,6: PL 38,360.

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACIÓN CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988, págs. 20-28