San Pablo y la Nueva Evangelización
Georges Cottier, O.P.*
Introducción
Entramos en la preparación, propiamente dicha, del Gran Jubileo. Como señala la Tertio millennio adveniente, el Gran Jubileo deberá revelar una «nueva primavera de vida cristiana». Pero con una condición: que «los cristianos» sean «dóciles a la acción del Espíritu Santo» (1).
Las reflexiones que voy a proponer sólo tienen una ambición: ayudarnos a tener «una particular sensibilidad a todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias (ver Ap 2,7ss), así como a los individuos por medio de los carismas al servicio de toda la comunidad» (2). Nuestra lectura del tiempo presente se esfuerza por discernir así lo que sugiere el Espíritu Santo, con la convicción de que «la humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por San Pablo en la Carta a los Romanos (ver 8,19-22)» (3).
El Espíritu Santo que ilumina a la Iglesia y a todos los miembros del Pueblo de Dios, que lo guía por inspiraciones, las cuales nos piden escucha y docilidad, es «el agente principal de la Nueva Evangelización» (4).
Sabemos que Nueva Evangelización no quiere decir evangelio nuevo, como si el Evangelio que recibimos estuviese caduco o fuera insuficiente. «Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13,8). Sabemos también que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12).
Nueva Evangelización: entusiasmo nuevo por la misión, animado por la conciencia renovada de su necesidad y exigencia, así como por los nuevos espacios que le son abiertos, donde el Evangelio parece estar olvidado o clasificado como "ya conocido". Es una expresión muy fuerte y viva para manifestar que la novedad pertenece al Evangelio y sólo a él. Por ello la Iglesia no cesa de presentar su mensaje. Por esta razón, la Iglesia debe hacer un diagnóstico del mundo que ella percibe, y reflexionar sobre los métodos que deben ser adoptados. La vocación misionera está inscrita en la naturaleza de la Iglesia (5).
Y la Iglesia está presente, de modo particular, en este Jubileo, en su doble dimensión de acción de gracias y de conversión: en la palabra liberadora y de salvación. El Evangelio es mensajero de alegría y, para que pueda enraizarse en nuestros corazones, es una invitación a la conversión.
Pablo en el Areópago (Hch 17,16-34)
La Tertio millennio adveniente (6) nos muestra el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas (Hch 17,16-34) presentándonos una interrogante previa: ¿cuáles son los nuevos areópagos que nos esperan? Es la pregunta que buscaremos responder.
Leamos antes este discurso. Es ejemplar. Ciertamente se dirige a un público seleccionado, caracterizado por las corrientes filosóficas dominantes en esa época y por una actitud frente a la verdad que podría haber descorazonado al Apóstol para no emprender ninguna tarea. De hecho, su primera reacción es de rechazo: «estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos» (v. 16).
Por esta indicación percibimos lo que podría ser una primera tentación: la indignación que lleva a renunciar al anuncio del Evangelio, y a denunciar la malicia del tiempo abandonándolo todo; tentación que busca desarmar al cristiano, transformando en acusador a quien es misionero por vocación. «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). He ahí lo que se pide al apóstol: la lucidez respecto al mundo al que va a anunciar el Evangelio, y el coraje, la parresía del anuncio.
En Atenas, Pablo divide en dos su actividad de predicador: por un lado, se entretiene en la sinagoga con los judíos y con aquellos que adoran a Dios. Aquí su predicación puede apoyarse en la fe común al Dios único y en su palabra revelada en las Escrituras. Por otro lado, Pablo discute, diariamente, en el "ágora" con los transeúntes; Pablo va a buscarlos. Entre estos transeúntes hay filósofos epicureístas y estoicos, que se ríen de él: un «charlatán» o un «vendedor ambulante de divinidades extranjeras», y esto «porque anunciaba a Jesús y la resurrección». Los oyentes tal vez entendiesen que Resurrección era el nombre de una diosa. La parresía de Pablo: él no se calla sobre el mensaje ni lo suaviza.
Entretanto, el desprecio no les mata la curiosidad «por las proposiciones extrañas» sustentadas por Pablo. Éste aprovecha la ocasión que se le presenta, a pesar de no engañarse respecto a las disposiciones de sus oyentes. Pablo percibe que ellos no buscan con lealtad la verdad: «De hecho, todos los atenienses y forasteros que allí residían en ninguna otra cosa pasaban el tiempo sino en decir u oír las últimas novedades» (v. 21). Pablo no se considera vencido, aunque podría renunciar, desanimado: ¿para qué hablar con un pueblo con tales disposiciones?
Confiando en la fuerza liberadora de la verdad (ver Jn 8,32), Pablo sabe que llega a las profundidades del corazón humano una exigencia que la vanidad puede encubrir pero no destruir.
No propongo aquí un análisis exegético del texto en sus pormenores. Nuestra meditación apunta al carácter paradigmático de la actitud de Pablo frente a la Nueva Evangelización, pues sus aplicaciones actuales son necesarias. El paradigma contenido en la Palabra de Dios tiene valor permanente.
Después de lo dicho respecto al estado de espíritu de los atenienses, el elogio con el que Pablo comienza su discurso nos admira: «Atenienses, veo que vosotros sois, por diferentes aspectos, los más respetuosos de la divinidad» (v. 22). El Apóstol se apoya sobre lo que ve: la multiplicidad de cultos presentes en Atenas, que da una idea del sincretismo politeísta. Después criticará este culto a los ídolos (v. 29). Hay, sin duda, una fórmula retórica: una captatio benevolentiae que tiene consigo una fina ironía. Sin embargo, hay algo más: yendo más allá de las apariencias, de los prejuicios y de los errores, Pablo se dirige a lo que hay de más profundo en el hombre que es su dimensión religiosa. De este modo, él revela el hombre al propio hombre. Es conocida la afirmación de Agustín, citada en la Gaudium et spes, 21: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (7).
Lo que Pablo encuentra son formas corrompidas y desviadas del sentido religioso. Él va a encausar este sentido a su significación auténtica. Nostra aetate se sitúa en el desarrollo según la palabra del Apóstol.
De hecho, la situación con la cual nos confrontamos hoy no es más la de la Atenas de Pablo, si bien la religiosidad salvaje actual no deja de presentar una cierta analogía. En cuanto a la secularización, se le debe comprender como un retroceso en el sentido religioso. Por otra parte, la sabiduría epicureísta y estoica había marginado, hasta cierto punto, las tradiciones de la religión popular.
Entre los numerosos monumentos sacros Pablo encontró un altar con la siguiente inscripción: «Al Dios desconocido». Esto significa una divinidad entre otras; tal vez, al edificar este altar, obedecieran a un temor supersticioso de haber olvidado algunos dioses. La inscripción sirve de punto de partida para Pablo, que hace una inversión de su sentido: «Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (v. 23).
Si el pueblo de Atenas no tenía otro "pasatiempo" que el escuchar las "novedades", es porque, sin duda, estaban habituados a un profundo escepticismo. Desesperanzados por la verdad, pierden el tiempo ocupándose con opiniones que, precisamente, son suceso. Hay ahí un terrible desafío para la novedad del Evangelio. El Evangelio no es la última opinión que, provisoriamente, viene a confundir las opiniones precedentes. Es la verdad, es la vida: en esto está su novedad -novedad sin declive-.
A la luz de este desafío, dos características deben ser puestas de relieve en el propósito del Apóstol. El Evangelio no viene a ocupar un lugar especial en la gran feria de opiniones. Pablo se presenta con su autenticidad de apóstol: "Yo vengo y voy a anunciarlo". El kerygma tiene siempre este peso, esta seriedad. El Evangelio es la Buena Nueva de la salvación. Él defiende el destino de la persona. De ahí la segunda característica: Pablo lleva a sus oyentes a una toma de conciencia; ellos están embriagados en la vanidad, deben descubrir su identidad profunda: lo que ustedes adoran sin conocer, eso es lo que les vengo a anunciar. El kerygma tiene en el corazón humano piedras de toque, estas aspiraciones religiosas que sólo encontrarán su sentido y su manifestación a la luz de la revelación.
Hablé de desafío; nos encontramos en una situación análoga: piensen en el impacto de los medios, en el torbellino de las opiniones e imágenes que no cesan de difundirse. Sencilla, anunciada con certeza, que es la de la Iglesia continuando la misión de Cristo, la palabra del Evangelio corta como una espada.
El discurso de Pablo se apoya sobre la afirmación de que Dios es el Señor, Creador soberano del cielo y de la tierra, dándole a todas las cosas vida y espíritu. Dios no habita los templos hechos por el hombre, pues de nada necesita. El mensaje de la creación es bíblico y cristiano. En este punto, la predicación de Pablo no debe ser diferente de la del judaísmo. Sin embargo, para recibir el mensaje monoteísta, ciertos temas que se tornaron populares viniendo del estoicismo, aunque no estaban exentos de ambigüedades, pudieron preparar el camino.
Esto acontece con el tema de la Providencia, aunque el concepto del estoicismo sobre la Providencia es también ambiguo. La Providencia se identifica con el orden racional del mundo y su necesidad. Y Pablo tiene ahí su punto de partida para abrir el corazón de sus oyentes al corazón del Padre.
Pablo lo hace indirectamente, afirmando la unidad de origen y la unidad de destino del género humano. La pluralidad de los pueblos en la historia pertenece, también, al orden querido por Dios. En otras palabras, Pablo invita a reflexionar sobre la igualdad de todos los hombres y sobre la ley natural. La sabiduría estoica, sabiduría de la razón, llevó a un progreso notable en la toma de conciencia sobre este punto. En el nivel de la filosofía, la discriminación tan fuertemente marcada entre los hombres libres y esclavos fue abolida.
Este tema de la igualdad entre todos los hombres delante de Dios, la lucha contra la discriminación social, contra el racismo y contra el nacionalismo generadores de odio, son una consecuencia directa del mensaje evangélico. Hoy la defensa de la igualdad pasa por la defensa de los derechos del hombre. Hay un conjunto de verdades que la razón natural puede percibir y que el Evangelio confirma (8). Unidad de origen y también unidad de destino: «Él creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros» (vv. 26-27).
Tenemos aquí una gran visión sobre el sentido de la historia. Este sentido nos es dado a partir de su fin y este fin es de naturaleza religiosa; el sentido de la aventura humana es la búsqueda de Dios. Estos versículos son de gran importancia para la teología cristiana de las religiones. Aquí también es preciso hacer referencia a Nostra aetate y sus ecos en la Tertio millennio adveniente (9).
La divinidad no se encuentra lejos de cada uno de nosotros: no es preciso buscarla como si estuviera distante. Lo que Pablo pide es una reflexión que conduzca al hombre a interrogarse sobre el sentido de la existencia y a reencontrar su interioridad: «pues en ella (la divinidad) vivimos, nos movemos y existimos» (v. 28). El Apóstol recurre a la autoridad de un poeta pagano: «Porque somos también de su linaje». Algunas escuelas filosóficas tomaron distancia de lo que la religión popular tenía de grosero. Reconocer que el hombre por su espíritu es del "linaje de Dios" es captar el principio de la crítica al culto de los ídolos. Pablo retoma aquí un tema que se halla entre los profetas y en el libro de la Sabiduría (v. 29).
Reconocer la dimensión espiritual del hombre todavía no es reconocer que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, pues los ídolos, de los cuales sus interlocutores no habían sido completamente liberados, eran divinidades configuradas a imagen del hombre o de otras criaturas. Menos aún es reconocer el misterio de la gracia y de la filiación adoptiva y la participación en la naturaleza divina. Pero es ya estar en el camino de la acogida de estas verdades que conocemos únicamente por la revelación.
Hasta este punto Pablo acompañó a sus oyentes, invitándolos a recorrer un camino en el que las luces naturales de la razón, liberadas, podrían reconocer lo más conveniente. Estamos en el nivel de las preparaciones.
Pero las preparaciones evangélicas son comprendidas en relación al misterio de la fe. No se ingresa a los misterios a partir de un esfuerzo homogéneo, de igual nivel, al camino anterior; es preciso el salto de la fe. Pablo, de pronto, da a su discurso una nueva dirección, sorprendente, que, desde otro ángulo, lo sitúa en una nueva perspectiva, sin negar nada de lo que había sido dicho hasta ahí. Tampoco es la marcha lenta, como "a tientas", de la humanidad en la historia, sino la intervención de Dios, su iniciativa, la que crea el acontecimiento desde el cual, de ahora en adelante, todo cobra sentido: «Dios, pues, pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha sido fijado el día en que va a juzgar al universo según justicia, por el hombre que ha destinado, ofreciendo a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos» (vv. 30-31).
En pocas palabras, el kerygma es enunciado, pero en sus grandes características. Interviene un ahora que inaugura una nueva época de la historia, que entonces es percibida como es en su esencia, historia de la salvación. Este ahora es el de la revelación de Dios en Jesucristo, cuyo misterio no es explicitado, sólo apenas indicado. Toda la historia (todo el «universo») está supeditada, esto es, orientada, por un juicio donde se revelará la justicia de Dios. La perspectiva del juicio hace a cada uno reflexionar en su conciencia y en su responsabilidad; el hombre es invitado a descubrir su pecado y a arrepentirse. Este mensaje es universal: «todos y en todas partes». La conciencia moral de cada uno es, a partir de entonces, alertada e invitada a despertar. A partir de entonces, es hecho un juicio sobre el pasado, llamado «tiempos de la ignorancia». Estos tiempos pasados fueron objeto de la paciencia de Dios: sobre todos los conceptos que acompañaron la búsqueda "a tientas" de la divinidad, Dios cierra los ojos. Y el juicio del universo hecho con justicia no debe dejar al hombre aterrorizado, pues será realizado por un hombre, destinado por Dios para eso. Notemos que el nombre de Jesucristo no es pronunciado, sino designado en su misterio pascual, que es misterio de salvación y fundamento de esperanza: «ofreciendo a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos». Por ahí Pablo conduce directamente a sus oyentes al misterio de Cristo. Tal vez si lo hubiese nombrado sus oyentes habrían visto ahí el nombre de uno de los numerosos fundadores de sectas, anunciando una nueva doctrina después y al lado de tantas otras. No es que Pablo esconda este nombre, sino que va directamente a la acción de Dios que Él significa; antes (ver v. 20) vimos que él «anunciaba a Jesús y la resurrección».
La reacción es violenta: «Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: "sobre esto ya te oiremos otra vez"» (v. 32). Ya antes lo habían llamado charlatán, vendedor de divinidades extranjeras (ver v. 18).
No nos debe admirar la fuerza de las resistencias que las tradiciones culturales oponen al Evangelio. Estos obstáculos no deben chocarnos. A los corintios, donde las cosas debían ser mejores, Pablo confesará: «Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder divino» (1Cor 2,3-5). No veamos aquí una retractación del discurso de Atenas. Pero siempre llega el momento donde el kerygma pone al interlocutor personalmente de cara al misterio y lo invita al compromiso de la fe, y esto es obra de la fuerza del Espíritu.
Se puede preguntar por las razones del rechazo categórico a la resurrección. Las diversas escuelas de pensamiento griego también reclamaban sobre la afirmación de Sócrates: filosofar es aprender a morir. Los epicureístas, que eran materialistas, habían elaborado una estrategia para conjurar el miedo a la muerte. El estoicismo, con el auxilio de otra concepción del mundo y por caminos diferentes, tenía el mismo objetivo. Y Platón, relacionándose con antiguas tradiciones, defenderá la doctrina de la reencarnación. El misterio pascual de Cristo trae la verdadera respuesta liberadora al misterio de la muerte, pero lo hace invirtiendo este conjunto de teorías que pertenecen, también ellas, a los «tiempos de la ignorancia». La prédica del Evangelio es una fuerza de discernimiento. Es la proclamación de la verdad. Recordaremos aquí las palabras de Pablo a los corintios: «¿Se inspiraban mis proyectos en la carne, de forma que se daban en mí el sí y el no? ¡Por la fidelidad de Dios!, que la palabra que os dirigimos no es sí y no. Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su Sí en él; y por eso decimos por él "Amén" a la gloria de Dios» (2Cor 1,17-20).
La conclusión del pasaje es breve: «Así salió Pablo de en medio de ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos» (vv. 33-34).
Algunos hablaron de un fracaso. ¿Pero es cierto esto? Ciertamente no fue un éxito brillante y espectacular. Pero, sin duda, es una de las características de la Palabra de Dios: ella interpela a las personas en lo más profundo de sí mismas; es como el grano sembrado en la tierra que, lentamente, germina. De hecho, hay efusiones del Espíritu Santo, como ecos de Pentecostés, en ciertos momentos de la historia. Pero el lenguaje y el fantasma del éxito no son adecuados cuando se trata de la expansión del Evangelio.
De esta lectura libre del episodio de Atenas guardaremos lo siguiente: el diagnóstico sobre la situación espiritual de aquellos a quienes se dirige la palabra de salvación, no debe hacer retroceder cuando se trata de reconocer lealmente el peso del mal y la fuerza de los prejuicios. Cualquiera que sea la severidad del juicio, ello no lleva a perder la esperanza en las personas ni a abandonarlas a su propia suerte. Al contrario, el apóstol recoge con alegría las migajas de la verdad, toda señal en la que él sabe reconocer las piedras de toque. Pero el paso de estas piedras de espera a la fe no es natural ni homogéneo. El kerygma debe ser predicado con toda su franqueza, solicitando a cada uno, con el auxilio de la gracia, la respuesta personal de la conversión y de la fe.
Añadimos aún tres observaciones concernientes a la misión evangelizadora. La Nueva Evangelización, que debe caracterizar el Gran Jubileo y su preparación, sólo se comprende bien como prolongación del Concilio Vaticano II, que fue el gran don de la Providencia a la Iglesia en nuestro siglo. La mejor preparación al Jubileo, nos dice la Tertio millennio adveniente, será «el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia» (10).
Si buscamos algo análogo, la liturgia del Adviento está muy próxima al espíritu del Concilio, pues el Adviento nos prepara para el encuentro con «Aquel que era, que es y que va a venir» (Ap 4,8).
Debemos meditar el mensaje del Vaticano II y asimilarlo para que inspire una nueva acción evangelizadora. El n. 19 de la Tertio millennio adveniente nos ofrece una síntesis notable de estos temas importantes.
No es sólo por su contenido que el Vaticano II impulsó la renovación (11); también inauguró un estilo evangélico nuevo: «La enorme riqueza de contenidos y el tono nuevo, desconocido antes, de la presentación conciliar de estos contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los Padres Conciliares han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el lenguaje del Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas. El mensaje conciliar presenta a Dios en su señorío absoluto sobre todas las cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de las realidades temporales» (12).
Una segunda observación concierne a los Sínodos que siguieron al Vaticano II. La evangelización -«mejor todavía... la Nueva Evangelización»- constituye el tema fundamental. Sus bases fueron puestas por la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI (13) (1975). Somos pues invitados a tener como referencia este gran documento.
Una tercera observación gira en torno al espíritu en el que debemos tratar estos asuntos que merecerán nuestra atención con prioridad, esto es, los obstáculos que encontramos en el camino de la evangelización. El segundo año de preparación centrado en la persona del Espíritu Santo y su acción estará también caracterizado por el redescubrimiento de la virtud teologal de la esperanza.
Hacer un elenco de los obstáculos podría ser una trampa y cerrarnos en lo negativo, dejándonos aplastar por ello. Ahora bien, ésta no es la actitud del mensajero del Evangelio, de la cual Pablo nos dio ejemplo. El diagnóstico debe ser hecho tanto sobre las sombras como sobre las señales de esperanza. Veamos bien: no se trata de una cuestión de humor o de temperamento; lo que merece cuidado es la actitud teologal del misionero sobre el mundo. «Es necesario además que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo...; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea...» (14).
No hay obstáculo absoluto a la evangelización. La fe en Jesús, Hijo de Dios, es vencedora del mundo (ver 1Jn 5,4-5).
*El p. Georges Marie Martin Cottier, O.P., sacerdote suizo, es Teólogo de la Casa Pontificia y secretario general de la Comisión Teológica Internacional. Es también presidente de la Comisión teológico-histórica del Comité central para el Gran Jubileo del Año Santo 2000, y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del Pontificio Consejo para la Cultura y del Pontificio Consejo «Cor Unum».
FRASES Y FOTOS:
Foto 1
San Pablo predicando en el Areópago.
Mosaico:
San Pablo. Mosaico bizantino del siglo XI o XII, Monasterio de Dafni, Atenas.
Frase:
El Evangelio no es la última opinión que, provisoriamente, viene a confundir las opiniones precedentes. Es la verdad, es la vida: en esto está su novedad -novedad sin declive-.
Concilio:
La Nueva Evangelización sólo se comprende bien como prolongación del Concilio Vaticano II.
Notas
1. Tertio millennio adveniente, 18. [Regresar]
2. Allí mismo, 23. [Regresar]
3. Lug. cit. [Regresar]
4. Allí mismo, 45; ver nn. 21, 38. [Regresar]
5. Ver allí mismo, 57. [Regresar]
6. Ver lug. cit. [Regresar]
7. Ver San Agustín, Confesiones, I,1. [Regresar]
8. Ver Tertio millennio adveniente, 50. [Regresar]
9. Ver, p.ej., allí mismo, 38; sobre Asia ver nn. 52, 53. [Regresar]
10. Allí mismo, 20. [Regresar]
11. Ver allí mismo, 18. [Regresar]
12. Allí mismo, 20. [Regresar]
13. Ver Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 21. [Regresar]
14. Tertio millennio adveniente, 46. [Regresar]